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El que vendrá

José Enrique Rodó






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El despertar del siglo fue en la historia de las ideas una aurora, y su ocaso en el tiempo, es, también, un ocaso en la realidad.

Mejor que Hugo, podrían los que hoy mantienen en aras semiderruidas los oficios de poeta, dar el nombre de crepusculares a los cantos en que adquiere voz la misteriosa inquietud de nuestro espíritu, cuando todo, a nuestro alrededor, palidece y se esfuma; y mejor que Vigny, los que llevan la voz del pensamiento contemporáneo, podrían llorar, en nuestro ambiente, privado casi de calor y de luz, el sentimiento, de la «soledad del alma» que lamentaba, en días que hoy nos parecen triunfales, su numen desolado y estoico.

La vida literaria, como culto y celebración de un mismo ideal, como fuerza de relación y de amor entre las inteligencias, se nos figura a veces próxima a extinguirse. De la última y gran protesta sólo dura en la atmósfera intelectual que respiramos, la vaga y desvanecida vibración en que se prolonga el golpe metálico del bronce. Sobre el camino que conduce a Medán crece la hierba que denuncia el paso infrecuente. La Némesis compensadora e inflexible que restablece fatalmente en las cosas del Arte, el equilibrio violado por el engaño, la intolerancia o la pasión, se ha aproximado, a la escuela que fue traída por su mano, hace seis lustros, para cerrar con las puertas de ébano de la realidad la era dorada de los sueños, y ha descubierto ante nuestros ojos sus flaquezas, y nos ha revelado su incapacidad frente a las actuales necesidades del espíritu que avanza y columbra nuevas e ignoradas regiones.

Quiso ella alejar del ambiente de las almas la tentación del misterio, cerrando en derredor el espacio que concedía a sus miradas la línea firme y segura del horizonte positivo; y el misterio indomable se ha levantado, más imperioso que nunca en nuestro cielo, para volver a trazar, ante nuestra conciencia acongojada, su martirizante y pavorosa interrogación. Quiso ofrecer por holocausto, en los altares de una inalterable Objetividad, todas las cosas íntimas, todas esas eternas voces interiores, que han representado, por lo menos, una mitad la más bella mitad, del arte humano; y el alma de nuevas generaciones, agitándose en la suprema necesidad de la confidencia, ha vuelto a hallar encanto en la contemplación de sus intimidades, ha vuelto a hablar de sí, ha restaurado su imperio al «yo» proscrito por los que no quisieron ver «sino lo que está del lado de afuera de los ojos»; triste reclusa que se rehace, en el día del asueto, del mutismo prolongado de su soledad. Quiso cortar las alas al sueño y de los hombres ensangrentados por el golpe de la cuchilla cruel y fría, han vuelto a nacer alas.

Allá, sobre una cumbre que señorea, en la cadena del Pensamiento, todas las cumbres, descuella, como ayer, la personalidad del iniciador que asombró con el eco lejano y formidable de sus luchas, nuestra infancia; el maestro taciturno y atlético. Suya es todavía nuestra suprema admiración; pero al alzar hacia él la frente, en medio de nuestras ansias y nuestras inquietudes, nosotros hemos visto rotas las tablas de la ley entre sus manos; y separando entonces de entre las muchas cosas caducas de su credo una luz de verdad, que se ha incorporado, definitivamente también, en el campo donde él sembró su palabra, la doctrina y la obra, la fórmula y el genio. Sobre el naufragio del precepto exclusivo, de la limitación escolástica, del canon -frágiles colores que no respetan nunca la pátina del tiempo en las construcciones del espíritu- queda en pie y para siempre, la obra inmensa: nosotros la consideramos a la manera de una montaña sobre la cual se ha extinguido la luz que era claridad para las inteligencias y orientación para las almas, pero cuya grandeza adusta y sombría sigue dominando, llena de una misteriosa atracción, allá en el fondo gris del horizonte. Y como un símbolo perdurable, sobre la majestad de la obra inmensa, se tiende, señalando al futuro, el brazo del niño que ha de unimismar en su alma las almas de Pascal y Clotilde; personificando acaso, para los intérpretes que vendrán, el Euforión de un arte nuevo, de un arte grande y generoso, que ni se sienta tentado, como ella, a arrojar a las llamas los legajos del sabio, ni, como él, permanezca insensible y mudo ante las nostalgias de la contemplación del cielo estrellado por la dulce discípula, sobre el suelo abrasado de la era...

En tanto que en los dominios de la Prosa, y coronando el pórtico austero y grave desde donde señalaron los hombres de la generación que trajo a Taine y a Renan la ruta nueva del saber, se afirmaba un escudo que tenía por inscripciones: Culto de la Verdad, madre de toda belleza y toda vida -único imperio del análisis- substitución del lirismo por la impersonalidad y de la invención por el experimento, -los justadores del Ritmo, que regresaban entonces de la gran fiesta romántica, juntaban sus corceles en derredor de una bandera cuyos lemas decían: odio a lo vulgar- amor a la apariencia bella, -adoración del mármol frío e impecable que mezcla el desdén a la caricia.

Hubo una escuela que creyó haber hallado la fórmula de paz, proscribiendo de su taller, donde amontonó el tributo de luz y de color que impuso regiamente a las cosas, todos los angustiosos pensamientos, todas las crueles dudas, todas las ideas inquietantes, y buscando la non curanza del Ideal en brazos de la forma. -Puso en su pecho las flores que simbolizan el imperio del color sin perfume; colmó su copa del nephente que trae el bien del olvido. -Obedeciendo a Gautier, cerró su pensamiento y su corazón, en los que reinó la paz silente del santuario, al estrépito del huracán que hacía estremecer sus vidrieras; y fue impasible mientras las llamas de la pasión devoraban en torno a su mesa de trabajo las almas y las multitudes; amante del pasado, evocación del hecho vivo; desdeñosa y serena cuando la tempestad de la renovación y de la lucha precipitaba más frecuentes e impetuosas sus ráfagas sobre la frente de un siglo batallador. -Pero esta escuela que olvidó que no era posible desterrar del alma de los hombres, como lo soñó el monarca imbécil, «la fatal manía de pensar», fue condenada por los dioses del Arte que no consienten el triunfo del vacío más que los dioses de la Naturaleza, al martirio de Midas. -Quiso saciar su hambre y halló que el manjar de sus vajillas era oro; quiso saciar su sed y halló que las ondas de sus fuentes eran plata. -Entonces, la triste escuela dobló la cabeza sobre el pecho, para morir, guardando aún en la actitud de la muerte la corrección suprema de la línea, porque conoció que el corazón humano no hubiera querido trocar por las migajas del pan del sentimiento y de la idea sus tesoros inútiles. -Hoy su legado es como una ciudad maravillosa y espléndida, toda de mármol y de bronce, toda de raros estilos y de encantadoras opulencias, pero en la que sólo habitan sombras, heladas y donde no se escucha jamás ni en forma de lamento, la palpitación y el grito de la vida.

Del numen que se cernió sobre el palacio de Medán, pasó, pues, si no la gloria, el imperio; y los que hoy guardan los retales de su enseña negra y purpúrea, suelen mezclar con ellos telas de distintos colores. De las tiendas de orfebres que abrió el «Parnaso», brindando en el alma de una generación de poetas una morada mejor y más suntuosa que la vieja Torre de Nesle a Benvenuto Cellini; de aquellas tiendas que encendieron los aires en el choque del oro y de la luz, sólo quedó un taller donde el artista de «Trofeos» labra un cáliz precioso que ya no ha de levantar, en los altares del arte, mano alguna.

Voces nuevas se alzaron. Generaciones que llegaban, pálidas e inquietas, eligieron señores. Como en los tiempos en que se acercaba la hora del Profeta divino, apareció en el mundo del arte una multitud de profetas.

Predicaron los unos, contra el culto de la Naturaleza exterior, el culto de la interioridad humana; contra el olvido de sí, en la visión serena de las cosas, «la cultura del yo». -Los otros se prosternaron ante el Símbolo, y pidieron a un idioma de imágenes la expresión de aquellos misterios de la vida espiritual, para los que las mallas del vocabulario les parecieron flojas o groseras. -Estos alzaron, poseídos de un insensato furor contra la realidad, que no pudo dar de sí el consuelo de la vida, y contra la Ciencia, que no pudo ser todopoderosa, un templo al Artificio y otro templo a la Ilusión y la Credulidad. -Aquéllos se llamaron los demoníacos, los réprobos; hicieron coro a las letanías de Satán; saborearon cantando las voluptuosidades del Pecado descubierto y altivo; glorificaron en la historia el eterno impulso rebelde, y convirtieron la blasfemia en oración y el estigma en aureola de sus santos. -Aquellos otros volvieron en la actitud del hijo pródigo a las puertas del viejo hogar abandonado del espíritu -ya por las sendas nuevas que traza la sombra de la cruz, engrandeciéndose misteriosamente entre los postreros arreboles de este siglo en ocaso, ya por las rutas sombrías que conducen a Oriente,- y buscaron, en la evocación de todas las palabras de esperanza y la renovación de todas las respuestas; que dieron los siglos a la Duda, el beneficio perdido de la Fe.

Pero ninguno de ellos encontró la paz, ni la convicción definitiva, ni el reposo, ni ante su mirada, el cielo alentador y sereno, ni bajo sus pies el suelo estable y seguro. Artífices de una Babel ideal, hízose entre ellos el caos de las el caos de las lenguas, y se dispersaron.

El mismo impulso que tenía en otrora, del canto del Poeta al alma de sus discípulos y al alma de la muchedumbre, la cadena magnética de Platón, reconcentra hoy a los que cantan en la soledad de su conciencia. «Para realizar nuestra obra, dice uno de ellos, debemos mantenernos aislados». -El movimiento de las ideas tiende cada vez más al individualismo en la producción y aun en la doctrina, a la dispersión de voluntades y de fuerzas, a la variedad inarmónica, que es el signo característico de la transición. -Ya no se profesa el culto de una misma Ley y la ambición de una labor colectiva, sino la fe del temperamento propio y la teoría de la propia genialidad. Ya no se aspira a edificar el majestuoso alcázar donde una generación de hombres instalará su pensamiento, sino la tienda donde dormir el suelo de una noche, en tanto aparecen los obreros que han de levantar el templo en los muros verán llegar el porvenir, dorada la frente por el fulgor de la mañana. -Las voces que concitan se pierden en la indiferencia. Los esfuerzos de clasificación resultan vanos o engañosos. Los imanes de las escuelas han perdido su fuerza de atracción, y son hoy hierro vulgar que se trabaja en el laboratorio, de la crítica. Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven; los maestros, como los dioses, se van...

Entre tanto, en nuestro corazón y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre... Todas las torturas que se han ensayado sobre el verbo, todos los refinamientos desesperados del espíritu, no han bastado a aplicar la infinita sed de expansión del alma humana. -También en la libación de lo extravagante y de lo raro ha llegado a las heces, y hoy se abrasan sus labios en la ansiedad de algo más grande, más humano, más puro. -Pero lo esperamos en vano. En vano nuestras copas vacías se tienden para recibir el vino nuevo: caen marchitas y estériles, en nuestra heredad, las ramas de las vides, y está enjuto y trozado el suelo del lagar.

Sólo la esperanza mesiánica, la fe en el que ha de venir, porque tiene por cáliz el alma de todos los tiempos en que recrudecen el dolor y la duda, hace vibrar misteriosamente nuestro espíritu. -Y tal así como en las vísperas desesperadas del hallazgo llegaron hasta los tripulantes sin ánimo y sin fe, cerniéndose sobre la soledad infinita del Océano, aromas y rumores, el ambiente espiritual que respiramos está lleno de presagios, y los vislumbres con que se nos anuncia el porvenir están llenos de promesas...

¡Revelador! ¡Profeta a quien temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan!, ¿cuándo llegará a nosotros el eco de tu voz dominando el murmullo de los que se esfuerzan por engañar la soledad de sus ansias con el monólogo de su corazón dolorido?...

¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre; o bien, ¿cuál es la idea entre las que iluminan nuestro horizonte como estrellas temblorosas y pálidas, la que ha de transfigurarse en el credo que caliente y alumbre como el astro del día, de cuál cerebro entre los de los hacedores de obras buenas ha de surgir la obra genial?

De todas las rutas hemos visto volver los peregrinos, asegurándonos que sólo han hallado ante su paso el desierto y la sombra. ¿Cuál será, pues, el rumbo de tu nave? ¿Adónde está la ruta nueva? ¿De qué nos hablarás, revelador, para que nosotros encontremos en tu palabra la vibración que enciende la fe, y la virtud que triunfa de la indiferencia, y el calor que funde el hastío?

Cuando la impresión de las ideas o de las cosas actuales inclina mi alma a la abominación o la tristeza, tú te presentas a mis ojos como un airado y sublime vengador. -En tu diestra resplandecerá la espada del arcángel. El fuego purificador descenderá de tu mente. Tendrás el símbolo de tu alma en la nube que a un tiempo llora y fulmina. El yambo que flagela y la elegía constelada de lágrimas, hallarán en tu pensamiento el hecho sombrío de su unión.

Te imagino otras veces como un apóstol dulce y afectuoso. En tu acento evangélico resonará la nota de amor, la nota de esperanza. Sobre tu frente brillarán las tintas del iris. -Asistiremos, guiados por la estrella de Betlem de tu palabra, a la aurora nueva, al renacer del Ideal- del perdido Ideal que en vano buscamos, viajeros sin rumbo, en las profundidades de la noche glacial por donde vamos, y que reaparecerá por ti, para llamar a las almas, hoy ateridas y dispersas, a la vida del amor, de la paz, de la concordia. Y se aquietarán bajo tus pies, las olas de nuestras tempestades, como si un óleo divino se extendiese sobre tus espumas. Y tu palabra resonará en nuestro espíritu como el tañir de la campana de Pascua al oído del doctor inclinado sobre la copa de veneno.

Yo no tengo de ti sino una imagen vaga y misteriosa, como aquellas con que el alma, empeñada en rasgar el velo estrellado del misterio, puede representarse, en sus éxtasis, el esplendor de lo Divino. Pero sé que vendrás y de tal modo como el sublime maldecidor de las «Blasfemias» anatematiza e injuria al nunciador de la futura fe, antes de que él haya aparecido sobre la tierra, yo te amo y te bendigo, profeta que anhelamos, sin que el bálsamo reparador de tu palabra haya descendido sobre nuestro corazón.

El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. -Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y blanda almohada; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La duda es en nosotros un ansioso esperar, una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Espéramos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y obscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido.

En medio de su soledad, nuestras almas se sienten dóciles, se sienten dispuestas a ser guiadas; y cuando dejamos pasar sin séquito al maestro que nos ha dirigido su exhortación sin que ella moviese una onda obediente en nuestro espíritu, es para luego preguntarnos en vano, con Bourget: «¿Quién hade pronunciar la palabra de porvenir y de fecundo trabajo que necesitamos para dar comienzo a nuestra obra? ¿Quién nos devolverá la divina virtud de la alegría en el esfuerzo y de la esperanza en la lucha?»

Pero sólo contesta el eco triste de nuestra voz... Nuestra actitud es como la del viajero abandonado que pone a cada instante el oído en el suelo del desierto por si el rumor de los que han de venir le trae un rayo de esperanza. Nuestro corazón y nuestro pensamiento están llenos de ansiosa incertidumbre... ¡Revelador! ¡Revelador! ¡La hora ha llegado!... El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucir de un mismo anhelo infinito, y esta es la hora en que «la caravana de la decadencia» se detiene, angustiosa y fatigada, en la confusa profundidad del horizonte...




ArribaAbajoUn libro de crítica

Un libro nuevo de Menéndez y Pelayo nos ofrece la más alta y placentera ocasión en que iniciar este género de revistas que nos proponemos atender asiduamente. -Tienen la información y el comentario bibliográfico entre nosotros una tarea de la mayor trascendencia literaria que desempeñar, no menos en lo que toca a las manifestaciones de nuestra propia actividad productiva que con relación al libro europeo, cuya irresistible influencia triunfa y se impone sin que la obra fiscalizadora de la crítica la preceda en el espíritu del público. Confiamos, pues, en que la utilidad propia de su objeto bastará a comunicar a las revistas que iniciamos el interés que no alcancen por su desempeño.

Constituye la nueva obra del historiador de los «Heterodoxos Españoles» una segunda serie que añade reuniendo páginas dispersas a sus «Estudios de crítica literaria» salidos a luz hace dos lustros. -Reconozcamos, ante todo, que el recuerdo de las impresiones, en nosotros imperecederas, dejadas por la lectura de aquel primer libro a que el actual se vincula, crea para éste un término de comparación que no le es, en definitiva, favorable; y que no se encuentra en la nueva colección una monografía del precio de aquel inolvidable discurso «Del arte de la historia», ni el traslado de la personalidad de un escritor y el juicio de su obra, verificados con la maestría que en el estudio del poeta del «Idilio» admiramos; ni una página de estilo y de doctrina a la vez, como aquella que el discernimiento del verdadero y falso clasicismo, del espíritu helénico y la moderna imitación de sus formas, motiva en la semblanza del autor de «La Conjuración de Venecia». -Predomina en los nuevos estudios literarios la erudición sobre la crítica, aunque sea constantemente esa erudición la original, selecta y fecundada por la intervención activa del criterio y el gusto a que el sabio escritor nos tiene acostumbrados.

Entremos ya a examinar con la necesaria rapidez de una apuntación de este género, el contenido de la colección, comenzando por aquellos ensayos relativos a obras y autores del viejo teatro castellano que forman la mejor y más extensa parte de ella.

Establece cierta unidad en el espíritu de esos estudios la tendencia que manifiestan a levantar sobre el nombre y la gloria de Calderón de la Barca los de poetas objeto de menos universal aclamación, aunque acaso artísticamente más excelsos. A nuestro crítico corresponde el honor de haber fijado definitivamente el criterio desapasionado en la apreciación del último y más célebre de los representantes de la gran tradición dramática española, identificado un día con la gloria entera de esa tradición, levantando por impulso de la crítica romántica alemana a la categoría de símbolo más adorado que conocido, más transfigurado ante sus ojos por la pasión de escuela y el efecto imponente y vago del conjunto que es objeto para ella de una sólida y depurada admiración. El libro de exégesis calderoniana de Menéndez y Pelayo puede ofrecerse como dechado de independencia crítica, de alta sinceridad, de criterio propio y seguro; y en el juicio general y sintético del antiguo teatro español que allí se hace y sirve de fondo al de la personalidad del gran poeta romántico, se admira el resultado de una investigación directa, original, completísima, realizada, acaso por vez primera, en la erudición española, desde los trabajos de iniciación de los críticos, inspirados por el moderno despertar del genio nacional en la más gloriosa de las manifestaciones del pasado literario de nuestra lengua. Como elemento de la obra de revisión y reparación que en aquel libro se esboza, en la crítica del gran Teatro, se manifiesta en sus páginas a menudo el enaltecimiento del arte espontáneo y vigoroso de Lope y Tirso, colocado artísticamente sobre la «grandeza amanerada» de Calderón. -Es el segundo de los poetas citados quien hasta ahora puede reclamar de la posteridad el pago de más cuantioso crédito; el que aun espera de la crítica la apreciación exacta de su genio y del conjunto de su producción y de la historia literaria el esfuerzo que disipe, en lo que toca a su vida, las brumas de la ignorancia o la leyenda. El estudio a él referente en el libro que motiva esta nota, viene a satisfacer en gran parte tal exigencia de justicia, reuniendo y armonizando el resultado de la labor erudita consagrada en los últimos años por diligentes investigadores al esclarecimiento de la personalidad y la existencia, punto menos que desconocidas, del poeta, y acompañando, a esa síntesis, de erudición, que se acrecienta con datos personalmente adquiridos, observaciones de crítica profunda con respecto a su obra. Para Menéndez y Pelayo es indudable que el segundo lugar entre los maestros de escena española le es debido al gran Mercedario, y aun se inclina a participar de la opinión de los que resueltamente le otorgan el primero y el más próximo a Shakespeare, «ya que no por el poder de la invención -en que nadie aventajó a Lope, que es por sí solo una literatura,- a lo menos por la intensidad de vida poética, por la fuerza creadora de caracteres, y por el primor insuperable de los detalles». En el examen de la autenticidad de ciertas obras tradicionalmente incorporadas al repertorio de Tirso, cuyo origen aparece obscuro y dudoso, debe singularmente notarse, y tenerse por decisiva, la argumentación que se aduce para confirmar al poeta en la posesión de aquel inmortal drama teológico que se intitula «El condenado por desconfiado». Sólo el autor de «Don Juan» era hombre avezado al estrépito de las aulas y la disputa dialéctica entre los poetas de su nación y su siglo, y sólo «de la rara conjunción de un gran teólogo y un gran poeta en la misma persona pudo nacer aquel drama único, en que ni la libertad poética empece a la severa precisión dogmática ni el rigor de la doctrina produce aridez y corta las alas a la inspiración».

El análisis de cierta obra de Arturo Farinelli sobre el influjo del creador del Teatro Español en el espíritu y la obra de Grillparzer, uno de los primeros, si no el mayor, de los sucesores de Schiller en la escena alemana, a la vez que crítico dramático, de genio, se relaciona con otra empresa de reparación que la justiciera crítica de aquel teatro imperiosamente exige y a la que Menéndez y Pelayo consagra actualmente tan formidable esfuerzo como el de ordenar y dirigir la edición total publicada bajo los auspicios de la Academia Española y avalorada por prolijos comentarios de las obras dramáticas de Lope. Grande, sin duda, es la fama del Fénix de los Ingenios; pero puede afirmarse que ella ha vivido, hasta ahora más por virtud de la abundancia prodigiosa de su producción y el eco de su inmenso prestigio en los contemporáneos que por la sanción severa de la crítica y el aprecio consciente de la posteridad. Grillparzer, iniciador de la reacción anticalderoniana en el pueblo donde se inició la apoteosis, puso a la vez con sus estudios la piedra angular del momento de que es deudora todavía la crítica moderna al más bizarro y pródigo de los ingenios castellanos, y evocó, en cierto modo, a nueva juventud, su poesía, identificando su propio, espíritu con ella, «penetrándose de su virtud genial y fortificante», para que el estro de Lope remaneciera, en lo posible, en sus obras. Estudia nuestro crítico, a la luz del citado libro de Farinelli que ocasiona su ensayo, esa interesante identificación espiritual, y nos refiere, guiado por el mismo, las vicisitudes de la gloria del vicio poeta español en la moderna, crítica alemana.

Debe reconocerse la oportunidad crítica del propósito a que estos estudios obedecen. A cada modificación del gusto, a cada etapa nueva del espíritu literario, regida por diversos modelos, informada por diversos principios, corresponden distintas evocaciones en las cosas pasadas, diferentes rehabilitaciones y rejuvenecimientos. Convenía la apoteosis calderoniana al espíritu de una revolución que buscaba restaurar en toda forma, de arte la expresión del sentimiento nacional y religioso, cautivada además por toda magnificencia de fantasía, por todo efecto de opulencia y grandiosidad, y harto indulgente para perdonar los defectos e impurezas de ejecución artística por la belleza de la idea. El amor de la realidad, el anhelo de la verdad y la vida en la interpretación de los afectos humanos, antes que de la trascendencia ideal y de las esplendideces de la forma, deben forzosamente manifestarse en la crítica del viejo teatro castellano por el triunfo de Lope y del creador de «Don Juan», el poeta de la naturaleza vigorosamente sentida y observada y del poeta del poder característico y las realidades risueñas.

Puede en cierto modo relacionarse con la tendencia que hemos indicado en los anteriores, ensayos, la monografía de «El Alcalde de Zalamea», que forma parte de la colección, en cuanto reivindica para Lope, desentrañando por vez primera a la luz de la buena crítica su rudo esbozo del sujeto dramático, llevado a entera realización artística por el creador de Segismundo, la gloria de la creación genial, de la invención primitiva, dejando al último poeta la del perfeccionamiento y pleno desarrollo de la idea que en el drama que sirvió de modelo al que admiramos, aparece enturbiada por la tosquedad y desaliño de la ejecución. -El pensamiento de protesta, acaso involuntaria o inconsciente, pero real y elocuentísima para la posteridad, que encarna en forma artística aquel gran drama, donde las libertades municipales tomaron, al decir de nuestro crítico, tardío desquite de Villalar, está magistralmente definido a la conclusión de este estudio.

No ofrece menos interés el excelente comentario de «La Celestina» ya publicado, al par de la monografía anterior, como artículo del «Diccionario Enciclopédico Hispano Americano». Una nota nueva debe advertirse en la apreciación del espíritu y significado de la famosa «tragicomedia» de Rojas -a quien se inclina Menéndez y Pelayo a reputar de exclusivo autor de ella, basándose para desechar el supuesto de dos autores en la poderosa unidad orgánica que la informa- y es la que llama la atención de la crítica sobre la parte romancesca, delicada, sentimental, de aquella obra esencialmente humana y compleja, en la que el juicio de los comentadores apenas había apreciado hasta ahora sino el traslado vivísimo de la realidad y la eficacia irresistible del efecto cómico. Desatendiéndose el elemento de pasión que entra como fermento poético en la composición íntima de la obra, desconocíase el verdadero carácter y el más hondo interés de aquella creación de naturaleza shakesperiana. «Poema de amor y de expiación moral; mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y de casos fatales reveladores de una ley superior a la pasión humana», la conceptúa nuestro crítico; y añade señalando la pagina, en que más delicadamente se manifiesta aquel fondo de idealidad y ternura: «Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de la noche de estío que se respira en la escena del jardín, hay que acudir al canto de la alondra, de Shakespeare, o a las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto».

Tales son aquellas páginas del volumen relacionadas con la historia y la crítica del viejo teatro español. Pasemos a las que abordan temas de otra índole, y hagamos mención en primer término del estudio de la personalidad del esclarecido polígrafo balear José Mª Quadrado, escrito para preceder como prólogo a la edición de sus obras. Duélese Menéndez y Pelayo a propósito de la impopularidad del nombre que encabeza ese estudio, de que la historia literaria, de nuestro siglo en España esté tan mal sabida y entendida por casi todos, y de que por efecto de inveterados olvidos e injusticias se conceda a cierto número de nombres invariables el valor de tipos representativos de la actual cultura española, enajenándose otros a la estima y admiración de los contemporáneos. Y para justificarlo, la semblanza que da ocasión a tales quejas presenta a nuestros ojos un tipo de venerable excelsitud intelectual, de labor fecundísima, de varia y sólida cultura, de existencia íntimamente relacionada con la historia de las ideas literarias y filosóficas en la España del siglo XIX. Estudiando a Quadrado en su carácter de principal colaborador en la manifestación española del movimiento arqueológicorromántico con que trascendió a los dominios de las artes plásticas y la historia el impulso de la revolución literaria de principios de siglo, y en sus méritos de historiador penetrado del espíritu nuevo con que se han aliado los grandes narradores de nuestra edad a las severidades del procedimiento crítico el poder de la fantasía adivinadora, anticipa Menéndez y Pelayo el bosquejo de páginas que han de servirle para el estudio de la estética española contemporánea en su obra capital. La consideración del aspecto de apologista católico y controversista en la personalidad de Quadrado, le da asimismo ocasión para caracterizar y reducir a síntesis luminosa los antecedentes y condiciones de la lucha de ideas latente en el fondo de la guerra civil en que chocaron la España tradicionalista y la revolucionaria durante la primera mitad de esta centuria.

A comentar una obra biográfica que permanecerá entre las más preciadas y duraderas manifestaciones del movimiento de actividad erudita suscitado por tan alta ocasión como la del IV Centenario del descubrimiento de América, en España, está dedicado, otro de los estudios de la colección. No se limita este estudio, sin embargo, al análisis de la obra de Asensio que lo ocasiona; pues se extiende hasta trazar un cuadro general de la literatura en que el objeto propio de aquel libro puede reconocer precedentemente, caracterizando, los diversos períodos y vicisitudes de la historiografía tocante a la existencia del descubridor y la realización de su empresa, a partir de los propios escritos de Colón, cuyo valer de poesía en aquellas páginas inspiradas por la contemplación de la naturaleza del Nuevo Mundo o por los anhelos y las emociones de la acción, rememora, así como la lucidez de las intuiciones científicas que esclarecen otras de sus páginas, invocando los juicios y encarecimientos de Humboldt. Observa luego en la crónica de los Reyes Católicos de Bernáldez y las Epístolas y Décadas de Pedro Mártir de Anglería, la versión procedente de los escritores que trabajaron de inmediato sobre las confidencias y comunicaciones del Almirante, y aprecia el testimonio de los cronistas de Indias, en lo relativo a la tradición del magno hecho inicial de la Conquista, desde Fray Bartolomé de Las Casas y Fernández de Oviedo, de cuyas figuras históricas traza dos bocetos llenos de interés. La aplicación primera del criterio antiespañol y heterodoxo a la historia del descubrimiento de América en las obras de Reynal y de Robertsun: la tarea de investigación documental que iniciaron Muñoz y Navarrete; el método pintoresco y de evocación del movimiento dramático de la realidad, ensayado en el relato de la sublime aventura por los dos grandes historiadores norteamericanos de comienzos del siglo, y la revelación de los precedentes y resultados científicos del descubrimiento en una de las grandes obras de Humboldt, son objeto de la continuación de esta interesante y concienzuda reseña, cuya parte final está dedicada a la erudición colombina de los últimos años, representada principalmente por las indagaciones bibliográficas del norteamericano Enrique Harrise que Menéndez y Pelayo opone elogiosamente a las declamaciones tan vacías como popularizadas en cierta parte del público francés, del Conde Roselly de Lorgues, incansable propagandista de la santidad del Descubridor.

Conocíamos el juicio sobre Enrique Heine por haber constituido antes de formar parte de la colección que examinamos, el prólogo a la obra de cierto mediocre traductor del «Intermezzo» y «Cantos del Norte». Es ese breve estudio la confesión hermosa y leal de un convertido. Todos sabemos de los apasionamientos clásicos y ortodoxos del Menéndez y Pelayo, de la primera juventud; el apologista del genio, tradicional de su España, el adversario de Revilla en controversias famosas, y el enamorado ferviente de la antigüedad que renovaba en la «Epístola a Horacio» el himno de triunfo de los hombres del Renacimiento. Todos conocemos la animadversión antigermánica que era el reverso de aquella pasión estética y religiosa de latino. No se ha modificado en Menéndez y Pelayo el fondo íntimo y sustancial de las ideas; pero el cincel del tiempo ha pasado suavizando asperezas y corrigiendo imperfecciones por su intelecto constantemente cuidadoso del propio progreso espiritual, y hoy admiramos en el antiguo polemista de «La Ciencia Española» el espíritu amplio, sereno, comprensivo, personificación de elevadísima tolerancia, modelo de criterio ecuánime y cultura total, que en uno de los tomos de la «Historia de las Ideas Estéticas» ha verificado incomparable resumen de la filosofía, y la literatura alemanas en su edad de oro, y en el que han podido reconocerse «los mismos à peu près, las mismas medias tintas, las mismas afirmaciones provisionales» que acusan la influencia del espíritu germánico en un Renan o un Carlyle. La admiración de Heine que en el libro de Menéndez y Pelayo se expresa, recibe su mayor interés de haber sido precedida por aquel desdén confesado, y merece notarse su significación como testimonio y ejemplo de la más noble condición de la crítica: la de la sinceridad. Y a la determinación sintética, y precisa que con tiene de la genialidad del poeta, se une en aquel estudio la belleza de la expresión, la gallardía del estilo. ¿Cómo acertaría, a condensarse originalmente en una imagen significativa y enérgica el carácter de la sátira heiniana después de haberla calificado nuestro crítico de «tumulto de polvo y guerra que parece estruendo de muchos caballos salvajes, pero de raza inmortal, lanzados a patear con sus cascos cuanto la humanidad ama y reverencia.»?

«De las influencias semíticas en la literatura española» se intitula el estudio que da término a la colección. Compéndiase en él el contenido de una oración académica del erudito filólogo y arabista señor Fernández y González relativa a aquel tema histórico, y termina por una enérgica afirmación de la eficacia y la gloria del influjo ejercido por la cultura oriental en la filosofía y las ciencias de Occidente; afirmación que opone nuestro crítico al celo intemperante de los apologistas e historiadores de su credo y escuela empeñados en reivindicar para los pueblos y los individuos participantes de su fe la posesión exclusiva de aquellos dones del orden natural que Menéndez y Pelayo reconoce «no incompatibles con el error teológico». Hay verdadero interés en hacer notar tales manifestaciones de amplio y generoso criterio conciliado a la integridad de la creencia y el dogma, como le hay en señalar en uno de los anteriores estudios, a propósito de la exposición de las ideas estéticas de Quadrado, la huella del espíritu independiente con que penetra «el gran ortodoxo» en aquellas cuestiones de arte y poesía que involucran en el campo de la intolerancia dogmática los secuaces de la falsa estética de un Jungmann, objeto, por parte de nuestro propio crítico, en su obra capital, de una refutación memorable.




ArribaAbajoLa crítica de Clarín

El estudio de una personalidad que a la presentación más avanzada del sentido moderno en ideas críticas, a la amplitud de su cultura intelectual y la complejidad de un espíritu donde se reflejan todas las íntimas torturas y todas las indefinibles nostalgias ideales que conmueven el alma de este ocaso de siglo, concilie la fuerza imperativa de la afirmación, «la fe retórica» y el atlético brío que son propios de los luchadores de épocas literarias caracterizadas por la sólida unidad del criterio y la entereza dogmática de las convicciones: de un Johnson o un La Harpe, es objeto interesante de suyo y que se presta a la consideración de las más debatidas y oportunas cuestiones relacionadas con los actuales rumbos de la crítica y el verdadero objeto de su actividad.

Si hubiéramos de determinar la nota que en las campañas del escritor de que hablamos vibra con particular energía e insistencia, y el carácter esencial de su crítica, los encontraríamos acaso en la porfiada reivindicación de la legitimidad y la eficacia negadas al verdadero juicio literario por el escepticismo estético hoy en boga, y en el acuerdo de sus procedimientos con tal afirmación.

Se controvierte en nuestros días la posibilidad de una crítica literaria que corresponda rigurosamente a la significación de los términos con que se la nombra, y ella se mantiene fluctuante entre estos dos puntos de atracción que en diverso sentido la apartan de su tradicional objeto, y por igual la desnaturalizan o anulan: -o el criterio que se limita a investigar y precisa las relaciones de la actividad literaria con elementos ajenos a la consideración de sus resultados artísticos y desdeña el tecnicismo propio de estos resultados, o, bien el individualismo doctrinal, la irresponsable genialidad del que comenta, substituida por los preceptos racionales, como base del juicio, y el libre campear de la impresión.

El interés por lo esencialmente literario y la afirmación estética que Leopoldo Alas opone a aquellas falsas orientaciones de la crítica actual, pueden particularmente estudiarse en ciertas páginas de «Ensayos y Revistas» dedicadas a comentar apreciaciones de Cesáreo sobre la lírica contemporánea española y en el exordio de la última de sus obras de crítica publicadas.

Afirma, pues, sin llegar a las espontaneidades de la impresión y al sentimiento individual como inspiraciones del género a cine nos referimos, lo que hay en ellos de legítimo y oportuno, - siendo precisamente Leopoldo Alas ardiente defensor de la realidad del elemento personal e intuitivo, irreemplazable por la fiel aplicación de las fórmulas, que es factor capital en el gusto del crítico verdadero como en la actitud productiva del artista, y habiéndolo reivindicado constantemente en este último respecto contra la negación absoluta de las adivinaciones e «inconsciencias» de la inspiración que creyeron ver intérpretes nimios de la letra en ciertas afirmaciones preceptivas de Zola; -sin desconocer tampoco la licitud de aquellas formas de la crítica que extienden sus horizontes fuera de lo que artísticamente es necesario y que hacen de ella ya una investigación científica del ambiente, ya un estudio de relaciones sociales y políticas, ya materia de observación moral o experimento psicológico -la significación insubstituible y esencial de la crítica literaria como juicio de arte, como referencia de la obra a ciertos principios que el crítico tiene por verdad, y en cuyo nombre aprueba o condena, siempre en atención al fin directo de la actividad literaria que es la realización de la belleza.

No tiende este criterio a una reacción que sería absurda; no significa volver a la consideración de la obra bella como objeto aislado, al juicio para el que ni el valor relativo de las reglas, ni la personalidad del escritor, ni el imperio de las influencias naturales y sociales, eran factores que modificasen la invariable aplicación del precepto; pero significa reivindicar contra la intromisión de elementos extraños al arte puro y libre en la censura estética y contra las variaciones subjetivas de la apreciación, la soberana independencia de lo bello, por una parte, el valor real y objetivo de la crítica y la legitimidad de ciertas leyes, por la otra.

Crítica directamente literaria en cuanto al objeto esencial a que se aplique; impersonal y afirmativa por partir de cierta base teórica de criterio, y no de la veleidad de la impresión: tal se propone ser, y es en el hecho, la crítica del autor de «Pipá». Por lema de su escudo ha adoptado ciertas palabras de Gustavo Flaubert que pueden ser consideradas, por su elocuencia y su origen, como suprema fórmula de las protestas arrancadas al amor desinteresado del arte y al sentido poético por las modernas tendencias que conspiran a quitar a la crítica literaria, su fin directo y su verdadera substantividad; palabras en que está implícitamente contenida la expresión de la crítica esencial, típica, eterna.

A la substitución del estudio de la obra por el del escritor, en que Sainte-Beuve se complacía; al análisis fecundo, pero insuficiente, del medio en que se detiene el procedimiento de Taine, anteponía el autor de «Salambó» la consideración «de la obra en sí», «por su composición y su estilo», como cosa de arte; y es este punto de vista, sancionado en las avanzadas del pensamiento contemporáneo por la autoridad de Guyau, que invoca las palabras mismas de Flaubert, el que debe definitivamente rehabilitarse en concepto de nuestro crítico.

Pero la afirmación de la natural supremacía de juicio de lo bello sobre el de aspectos y relaciones extraños a la verdadera apreciación literaria, que él manifiesta con la insistencia de una convicción ardorosa y en la que se formula, el espíritu predominante en su propia crítica, atenta siempre a traducir, ante todo la emoción estética y el juicio correspondiente a esa emoción, no ha sido obstáculo para que ella ejerza eficazmente su actividad en otras formas y sentidos cuya relativa legitimidad reconoce, ni para que pague su tributo a aquellos géneros en que la tendencia de la época hace del crítico literario, apartándole de su tradicional función de juez, ya un historiador, ya un poeta, ya un psicólogo.

Crítica subjetiva, de impresión personal, que participa de la intimidad de la confidencia y el sentimiento del lirismo, es la que imprime su nota al estudio que de la personalidad artística de Rafael Calvo hace «Clarín» en uno de los más interesantes «Folletos», evocando antiguas emociones de espectador, y a la semblanza de Camus, de «Ensayos y Revistas», donde las reminiscencias de la vida del aula sirven de fondo a la fisonomía intelectual que se diseña, subordinándose, en uno y otro ejemplo, a la confesión sentimental el comentario crítico, que semeja en ellos una glosa puesta en las páginas de la propia, historia individual.

Crítica esclarecedora de las profundidades de la idea y el sentimiento del artista, de determinación del más íntimo espíritu de la obra y concreción de sus más vagos efluvios ideales, hay en el precioso estudio de «Baudelaire», donde también se admira la descripción de los procedimientos técnicos del poeta; en el que caracteriza acabadamente la personalidad del autor de «Mensonges», -a propósito de esta obra-, como observador del gran inundo, y en el comentario de «Le Préte de Nemi», de Renan, avalorado por sagaces consideraciones sobre el avance de la idea pesimista del libro y sobre la trascendencia del sistema de exposición dialogada que amó el autor de «Calibán», en la relación del pensamiento y la forma.

El elemento biográfico en sus conexiones con el carácter y la obra del artista, el estudio del desenvolvimiento de su producción y de los lazos que la vinculan a la realidad de su existencia y las intimidades de su alma, están tratados de admirable manera en la semblanza de Galdós escrita para la «Galería de celebridades españolas» y en ciertas observaciones del examen de «Treinta años de París» y de las «Cartas de Julio de Goucourt». -Y a propósito de la elocuente exhortación de tolerancia positiva y confraternidad espiritual contenida en el estudio de «La Unidad Católica», de Ordóñez («Ensayos y Revistas»), sería oportuno hablar de la crítica expansiva, emocional, inspirada, puesta frente a la obra, que la sugiere «como una placa sonora», dile significa a su manera una producción, que es como el epodo que responde desde el fondo del alma a la ajena inspiración que la hiere, y se manifiesta añadiendo nuevas ideas, nuevas emociones, a las que de ella ha recibido, agrupando, según la imagen de Guyau, notas armónicas en torno, de la nota fundamental que se desprende de la obra juzgada.

En las campañas de crítica esencialmente militante que manifiestan las colecciones anteriores a la aparición de «Mezclilla» puede apreciarse, ante todo, la faz del humorista original, del fustigador despiadado, en la personalidad literaria de «Clarín», pero, sus obras últimas interesan muy particularmente por la revelación del crítico pensador, en el que predominan ya sobre la facultad de ver lo pequeño y observar lo nimio, sobre la sátira que maneja sutilmente el estilete de la censura minuciosa, o ejercita en la cacería de vocablos las fuerzas del ingenio, el juicio amplio y las condiciones que podemos llamar positivas del espíritu crítico.

Permanece la sagacidad de la observación de la forma y el detalle como atributo nativo de su pluma, pero la relegan a segundo término dotes superiores. -No ha de negarse aptitud de generalización y fuerza sintética al espíritu que acierta a precisar el carácter de un escritor, la «impresión de conjunto» de su obra, la nota personal de su estilo, de la manera como «Clarín» ha caracterizado -para no citar sino los ejemplos que se presentan sin orden ni elección a nuestra memoria- el peculiar sentimiento de la naturaleza del gran novelista montañés, en el juicio de «La Montálvez»; el pesimismo épico de Zola, a propósito de «La Terre», en páginas que son acaso las más profundas y sentidas que haya consagrado al creador de los Rougon-Macquart la crítica española; el sello propio del realismo de Galdós, juzgando a «Miau»; el desenvolvimiento de educación espiritual progresiva, que manifiesta la producción de Valera, en su semblanza de «Nueva campaña»; la opacidad psicológica y el radical prosaísmo de Emilia Pardo Bazán, en «Museum».

Huy mucho más que la exclusiva habilidad de la censura en la crítica de «Clarín»; pero por semejanzas menos relacionadas con lo esencial de las ideas y los procedimientos que accidentales o exteriores, por la franqueza agresiva de la sátira, la ruda sinceridad, la participación de ciertos odios literarios, como Zola diría, manifestados en las ruidosas campañas contra el oficialismo académico y la personalidad de Cánovas, hay quienes relacionan con la de «Clarín» la crítica de Valbuena, como manifestaciones de un mismo espíritu reaccionario y trivial, y dirigen sobre el uno las armas que es lícito emplear contra el otro.

Personifica el escritor de los «Ripios,», con la exactitud de un rezagado de aquellas lides de pluma del siglo XVIII que encrespaban en torno a las nimiedades del vocablo todos los desbordamientos de la pasión y todas las iracundias del panfleto, el género de crítica al que atribuye Menéndez y Pelayo, hablando de los censores retóricos del Primer Imperio, la significación de policía de la república literaria: género útil y aun necesario en tal concepto, pero mezquino y pernicioso cuando se le convierte en exclusivo y genera la crítica estrecha de criterio y nula de corazón, la crítica sin interés por el sentido y la esencia de la obra, ni sentimiento expansivo para identificarse con el estado de alma del escritor, ni el don de poético reflejo que responde a las solicitaciones de la inspiración ajena con el acorde vibrar del alma propia, ni la mirada profunda que descubre las intimidades del pensamiento y la emoción, y acierta a leer en la interlínea sugestiva y callada que es como irradiación no para todos sensible de la letra; la crítica detenida en la consideración del elemento formal más exterior y mecánico.

Por lo demás el sentimiento de la forma no es privilegio, de retóricos, sino de artistas. Hay innegable licitud en hacerlo valer como elemento de apreciación literaria, y el crítico que lo desdeñe revelará, sin duda, la misma ausencia o limitación del sentido estético que el escritor que lo desconozca.

Semejante aplicación de la crítica, que un tiempo fue la crítica entera, está hoy muy lejos de ser su unción más noble y elevada, -pero reconociendo que ella no puede satisfacer de ningún modo a nuestro espíritu, y que por su índole se presta más que ningún otro modo de juzgar a la profanación y el empequeñecimiento de la crítica en manos de la abominable «posteridad de Don Hermógenes», debe aceptarse la legitimidad de la censura que parte del tecnicismo formal como manifestación eternamente oportuna, del juicio literario.

Admitamos, pues, al «Clarín» batallador de los «Paliques» y la «Satura», al que ha sido calificado de «Juvenal de las Mesalinas del ripio»; aun cuando cierta nerviosa intemperancia en la agresión personal y un excesivo encarnizamiento con las medianías que complementa la tendencia un tanto autoritaria, que se le ha reprochado, a establecer la indiscutibilidad de los maestros, arrojen sombras sobre aquella manifestación de su actividad literaria, que es a su modo original y fecunda.

En su tenaz defensa de la acción de la crítica externa, nimia, de «disciplina retórica», según se la podría calificar, agrega nuestro crítico a las razones de legitimidad estética que hemos notado, motivos de oportunidad que resultan, en su concepto, de las condiciones de la cultura literaria española.

Nota constante de la crítica del autor de «Museum» es la consideración decepcionada y pesimista del propio ambiente literario: el desaliento que uniendo sus acerbidades a la de cierto pesimismo más general y más hondo que se revela en su producción de los últimos tiempos, hace aparecer bajo la superficie de la sátira, a poco que el sentimiento íntimo encuentra para manifestarse un favorable conductor en la idea o la realidad que la provoca, un fondo de tristeza por el que ha podido afirmarse que posee «Clarín» en alto grado la risa de las lágrimas. -Renuevan en la memoria ciertas páginas de nuestro autor impresiones que la lectura de Fígaro deja vibrando en ella como un tañido doliente que interrumpen acordes de músicas festivas. -¡Qué reconcentración de inextinguible amargura bajo la sátira nerviosa de aquellos artículos en que considera Larra, en una u otra faz, la decadencia de la sociedad de su tiempo, la limitación de los horizontes, el estupor intelectual, el ritmo invariable, tedioso, de la vida! -La personalidad del escritor reclamaba el gran escenario: la electrizada atmósfera de la sociedad que rodea y estimula el pensamiento de Schlegel en los grandes días de Weimar; la tribuna de todas partes escuchada que difunde la oratoria crítica de Villemain en el centro donde escribe Balzac y canta Hugo, la hoja vibrante de la revista, que esparce la palabra de Macaulay a los cuatro vientos del mundo intelectual... Y aquellas páginas que reflejan la irradiación de un espíritu no menos digno de las cumbres, no menos legítimamente ansioso de la luz, estaban destinadas a perderse, como el bólido errante, en el vacío de una sociedad sin fuerza inspiradora, vacilante de la orientación del ideal, desalentada y enferma... Esta dolorosa impresión se manifiesta por la sonrisa melancólica o el gesto de hastío en cada una de las páginas que arrojaba a ese abismo de indiferencia el crítico inmortal, y estalla, con la vibración potente del sollozo, en la crítica de las «Horas de Invierno» y la Necrología del Conde de Campo Alange.

Pues bien: en ciertas lamentaciones y desalientos él crítico de ahora, en el prólogo de «Sermón Perdido», en el de «Nueva Campaña», en el vigoroso treno satírico titulado «A muchos y a ninguno» se reconoce como el eco de aquellas nostalgias de la inteligencia.

¿Cabe en la España actual la repercusión de la elegía Patriótica de Fígaro, y en sus hombres de ingenio el sentimiento de soledad, el frío mortal del abandono, que identificaba, experimentándose en sí mismo, el gran escritor, con las angustias de quien busca, voz sin encontrarla, «en una pesadilla abrumadora y violenta»? Lo afirmaría quien hubiera de imaginarse la actualidad intelectual española por el traslado que de la laxitud de su producción, el enervamiento de la crítica, la indiferencia y las ingratitudes del público, ofrece a cada paso la sátira amarga de «Clarín»; pero sólo con la sensación directa del ambiente podría apartarse de lo que es observación y realidad en las tristezas del cuadro, lo que sin duda hay en ellas de proyección de un pesimismo personal que añade a la sombra exterior su propia sombra, al modo como el genial optimismo de Valera parece dejar un toque de luz en todo objeto sobre que se posa el vuelo de su espíritu, y lleva a todas partes la expansión de su íntima serenidad.

Con las manifestaciones primeras de la modificación del gusto español en el sentido naturalista, hace tres lustros, coincide la notoriedad literaria de «Clarín», cuya presencia vino a preparar por entonces en el escenario de la crítica actual y militante la desaparición prematura de Revilla y fue realzada por la oportunidad de un período de activa renovación de las ideas.

A los constantes empeños de su crítica, y a la no menos eficaz propaganda verificada por cierto libro famoso de Emilia Pardo Bazán, que él mismo acompañó con un prólogo, debe atribuirse en primer término el honor de la tolerancia obtenida en el espíritu del público español para la heterodoxia literaria que renovaba allí, como en todas partes, las iras de los «filisteos».

Dos magistrales artículos contenidos en «La literatura de l881» el juicio de «La Desheredada», de Galdós, al que no sería aventurado conceder en la crítica española la significación que en la novela tuvo la obra a que se refiere como iniciación de rumbos nuevas, y el de «Los buenos y los sabios», de Campoamor, donde se dilucidan con criterio original y profundo las posibles influencias del nuevo espíritu literario en la modificación de la lírica, pueden ser considerados como la iniciación de los esfuerzos que al comentario y aliento de tal tendencia dedicó desde entonces la crítica de Leopoldo Alas.

Su naturalismo, que nunca excluyó el criterio amplio y la cultura total que le han llevado a la ardorosa defensa de los clásicos como elemento de educación literaria irreemplazable, se señaló además por cierta «dilatación de horizontes» que, en presencia de actuales modificaciones de su crítica, es oportuno recordar. -El prólogo de la «Cuestión palpitante» a que aludíamos, tiene bajo ese aspecto una significación merecedora de estudio.

Domina en él una concepción esencialmente tolerante y relativa de la nueva escuela, en el sentido de considerarla como un «oportunismo literario» que no necesitaba negar estéticamente la legitimidad de escuelas diversas o antagónicas, pues le bastaba con que se reconociera su condición de género literario adecuado a las tendencias generales de la época en que se inició; y se manifiesta al propósito de levantar la idea esencial y fecunda que ella entrañaba sobre las limitaciones que el entusiasmo de la iniciación y la lucha y la preceptiva inflexible del maestro imponían al naturalismo batallador e intolerante de los que podríamos llamar «sus tiempos heroicos».

Para nuestro crítico el vicio capital de la protesta que dio impulso y dirección a la literatura contemporánea estaba entonces como ahora en la solidaridad contraída por el reformador con el experimentalismo exclusivista, insuficiente en cuanto método de arte, que proscribía toda inspiración psicológica; y en esta fundamental restricción puesta desde el primer momento por el autor del prólogo citado a la doctrina a la que se adhería, la que nos revela como natural evolución de su pensamiento que no puede calificarse de reacción, su actual tendencia a abrir camino a otras aspiraciones del espíritu literario, a otras oportunidades del sentimiento y el gusto.

Hablemos ya de esta nueva orientación de su espíritu, en la que no se manifiesta sólo, según veremos, una idea literaria modificada, pues responde a un impulso interior más hondo y más complejo. Por el corazón y el pensamiento del crítico han pasado las auras que traen al ambiente espiritual de la novísima cultura aromas y rumores que parecen anunciar la proximidad de un mundo nuevo. -El anhelo ferviente de una renovación, no ya idealista, sino religiosa, de la vida del alma, anhelo que aparece, como rayo de luz, entre tristezas profundas expresadas con el sentimiento que hay, verbigracia, en el citado comentario de «La Terre», que a veces toca en el lirismo de la elegía o en la semblanza, también citada de Camus: tal es la nota con que se revela el nuevo espíritu de la crítica de «Clarín», a partir de «Ensayos y Revistas».

Ya en ciertas páginas de una colección anterior, en el estudio de «Mensonges», a propósito del simbolismo puesto por el ilustre restaurador de la psicología novelesca en la hermosa figura del P. Taconet que cierra el libro con palabras de afirmación y esperanza, en ciertas reflexiones de la introducción a la serie de artículos titulada «Lecturas» sobre la libertad del pensamiento en la España actual, y en el examen de «Maximina», de Palacio, se nota, vago e incierto todavía, ese vislumbre de restauración ideal que hoy constituye la más señalada manifestación de su crítica.

Una generosa aspiración de armonía o inteligencia entre los espíritus separados por parcialidades de escuelas y confesiones, pero vinculados, desde lo hondo del alma, por el mismo anhelo de una nueva vida espiritual; un sentimiento profundo de concordia que une el respeto del pasado y de las tradiciones de la fe con el amor a la verdad adquirida y como inspiración de este grande impulso de fraternal acercamiento, la idea cristiana en su pureza esencial, en su realidad íntima y pura: así podríamos formular la nueva tendencia que convierte al satírico implacable en propagador de un ideal de tono místico.

En el estudio a que anteriormente hemos hecho referencia sobre cierta obra de apología de la tradición y la unidad religiosas, tal sentimiento vibra más que en ninguna otra parte con honda intensidad, con inspiración comunicativa y poderosa, y el espíritu de la elocuente confesión de anhelos y esperanzas que sugiere la obra al alma conmovida del crítico, se condensa en afirmaciones que pueden dar idea de su idealismo generoso, evangélico, al que no cabe desconocer, aun cuando no se compartan sus entusiasmos, un suave aroma de belleza moral: - «La tolerancia ha de ser activa, positiva; no ha lograrse por el sacrificio de todos los ideales parciales, sino por la concurrencia y amorosa comunicación de todas las creencias, de todas las esperanzas, de todos los anhelos». -«Hay una tendencia casi mística a la comunión de las almas separadas por dogmas y unidas por hilos invisibles de sincera piedad, recatada y hasta casi vergonzante; efusiones de una inefable caridad que van de campo a campo, de campamento a campamento se pudiera decir, como iban los amores de moras y cristianos en las leyendas de nuestro poema heroico de siete siglos».

-«Cabe no renegar de ninguna de las brumas que la sinceridad absoluta de pensar va aglomerando en nuestro cerebro, y dejar que los rayos del sol poniente de la fe antigua calienten de soslayo nuestro corazón».

En el último de los «Folletos Literarios», acaso el más hermoso y sugestivo de todos, se formula la misma aspiración de idealidad respecto a la enseñanza; oponiéndose a la idea de directa utilidad como inspiración del propósito educativo, la del desinteresado amor a lo verdadero.

Hay, en relación a la oportunidad literaria y filosófica de estos tiempos, un singular interés en tales manifestaciones de la crítica de «Clarín», a las que la necesaria compendiosidad de este trabajo no nos permite consagrar la atención de que ellas son merecedoras, limitándonos a señalarlas al sentimiento y la reflexión de los que en algo participen de esa ansiedad de cosas nuevas que flota, como presagio de una renovación tal vez cercana, en el ambiente moral de nuestros días.




ArribaAbajoLos poemas cortos de Núñez de Arce

Gaspar Núñez de Arce representa en el desenvolvimiento de la lírica española de nuestro siglo, la iniciación de dos notas principales, relacionadas la una con el sentimiento, la otra, con la forma, que se armonizan para constituirle en excelsa personificación del consorcio del genio tradicional y castizo de la poesía castellana con el espíritu moderno.

Suya es la gloria de haber consumado la resurrección del verso clásico, cuando él era patrimonio de escuelas puramente eruditas, a la vida del pensamiento y de la inspiración; suyo también el impulso comunicado a la poesía que flotaba en las intimidades de la emoción personal o la vaguedad de la leyenda, para que descendiera, armada y luminosa, a las luchas de la realidad, y representase, como si aspirara, a renovar sus viejas tradiciones civilizadoras, una fuerza poderosa de acción afirmada en el sentimiento.

Serían sobrados esos títulos para asegurar la inmortalidad del poeta que fulminó los rayos de Hugo y de Barbier en la tempestad revolucionaria de 1868 y puso de nuevo en descubierto el mármol purísimo de la forma en que labró el cincel de los clásicos; pero el espíritu de Núñez de Arce debía espaciar por más vastos horizontes su vuelo y cuando su poesía había dejado de respirar la atmósfera candente de las inspiraciones de la lucha, le consideraba la crítica como el poeta de la sola cuerda de bronce que reproducía la estoica austeridad de Quintana, él iniciaba con el período de su producción que se refleja en los «Poemas» ese alarde soberbio de flexibilidad que abarca las más diversas cuerdas de la lira.

Pareció después reconcentrarse el espíritu del poeta, para poner mano en la obra que debía ser coronamiento de sus anteriores creaciones y monumento perdurable de su genio: el poema anunciado que ha de condensar en vasta síntesis épica los eternos combates de la razón y las ansiedades de la duda que han sido inspiración principal de su lirismo; y nos resignábamos a su prolongado silencio por la esperanza que alentaba esa promesa verdaderamente deslumbradora, cuando la revelación de una nueva e inesperada ofrenda que pone el lírico excelso en el ara, ha tiempo desnuda, de su poesía, atrae a sí el interés y la admiración del inmenso público que habla a uno y otro lado del Océano la lengua sublimada de sus cantos.

Titúlase «Poemas Cortos», y es un conjunto uniformado en su mayor parte por ciertas condiciones de elocución, de composiciones de diverso carácter y sentimiento, que consideraremos con la necesaria rapidez de una apuntación bibliográfica.

Una delicadísima narración de forma lírica, sobre la que flota el perfume del recuerdo y la melancólica suavidad de una historia de amores que tiene algo de ternura profunda y la apacible tristeza del «Idilio», ocupa merecidamente las primeras páginas de la colección, y es acaso su nota más intensa y vibrante por el sentimiento, a la vez que su joya más preciada por la forma.

Nunca pudo comprobarse mejor el arte supremo con que Núñez de Arce logra conciliar al gusto clásico y la acendrada corrección, la vida y la belleza del sentimiento que hace palpitar el mármol inmaculado y deslumbrante del verso, sin que su movilidad enturbie una sola vez la limpidez de la línea, ni el orden soberano de la ejecución necesite sacrificar en ningún caso la espontaneidad o frescura del efecto.

La descripción primorosa que fue siempre una de las excelencias de la poesía de Núñez de Arce y una de sus notas de elevada originalidad, luce en «El único día del Paraíso» y en «La Esfinge» con toques vigorosos.

No sobresale el procedimiento descriptivo de nuestro poeta por esa fuerza de dilatación de la propia personalidad que impone el sello del espíritu a la realidad exterior, por el impulso íntimo que subordina al punto de vista psicológico el orden de las cosas y las reproduce según ellas se reflejan en lo hondo del alma, coloreadas por determinado sentimiento; sino por la serena y amplia objetividad de la visión.

En traducir las misteriosas voces de la naturaleza al habla de los hombres; en depositar las confidencias del espíritu en su seno o armonizar una melodía destacada del inmenso concierto de lo creado con los acordes de aquella otra música interior que según la Porcia de Shakespeare lleva cada cual dentro de sí -alcanzan otros poetas un efecto más hondo, y vano seria esperar en tal sentido del numen del autor de «La Duda» la magia transfiguradora que ejerció sobre lo inanimado la poesía que iluminó la faz serena del lago de Saboya y las noches diáfanas de Ischia con el reflejo del amor y el ensueño, o las adivinaciones del sentimiento que descifra elegías, con Millevoye y con Musset, en el rumor de las hojas que arrebata el viento del otoño y en el murmullo del sauce de la tumba.

No tiene Núñez de Arce el sentimiento lírico de la naturaleza, pero tiene en grado supremo el arte objetivo de la descripción.

Los campos castellanos y las faenas rústicas del «Idilio», después de cuyas admirables descripciones resulta vana la afirmación de Lamartine que consideraba negada a toda imagen poética la monotonía de la llanura poblada por la mies ondulante que sólo se relacionaba para él a la idea de lo útil; las marinas realistas de «La Pesca», que substituyeron en la poesía castellana, con el traslado de una observación directa y poderosa, el molde convencional de la descripción eternamente tomada al naufragio de la nave de Horacio o a las imprecaciones de Quintana al Océano; la magnificencia de la tarde que rodea desmayando sobre las calles solitarias de Palma el paso de Raimundo, y el misterio de la noche que propicia la cita: la playa griega de la «Lamentación de Lord Byron»; el secular torreón del «Vértigo»; la huerta de «Maruja»; cierto fragmento descriptivo que aparece en el hermoso tomo consagrado a reunir páginas dispersas de Núñez de Arce por la colección «Artes y Letras»; la pintura de Patmos, dónde la severidad y precisión de la línea y el brío conciso de la imagen se destacan realzados por la admirable limpieza de la forma, son imperecederos modelos del género de descripción a que nos referíamos, a los que deben agregarse los que las últimas composiciones del poeta nos ofrecen.

En «El único día del Paraíso» adquiere vida nueva y relativa originalidad un tema de los que se vinculan en la memoria a recuerdos de excelsa poesía, sobre cuyas huellas parecía temerario posar la planta. -Semejan aquellos trece irreprochables sonetos una reducción de los grandes cuadros de Milton, encerrando con vigorosa concisión dentro de su marco exquisitamente cincelado el arrobamiento de la primera contemplación de la naturaleza y el éxtasis de la primera plegaria; la tentadora súplica de Eva y el espanto universal que sigue al delito; la peregrinación medrosa en las tinieblas de la noche que los culpados imaginan eterna, y la Esperanza que con el primer destello de la nueva aurora desciende sobre el mundo.

Ha armonizado el poeta el drama íntimo que se desenvuelve en la conciencia de los habitadores del Edén, con los variados aspectos de la naturaleza en los sucesivos momentos de aquel único día; y así la placidez de la aurora se identifica con la candorosa alegría del vivir que inflama el ánimo de las primeras criaturas; la plenitud del sol, el ambicioso anhelo que las impulsa al goce de la ciencia vedada; la melancolía del crepúsculo, al desconsuelo de la proscripción; las sombras de la noche, a las inquietudes del remordimiento y los rigores del castigo.

«La Esfinge» a su valor de soberbia descripción realzada por la gravedad imponente y majestuosa de la imagen que se reproduce al final de los tres cuadros, une el de la significación ideal que transparenta. -¿Quién no reconoce en aquella escena del desierto, el símbolo de la «caravana humana» condenada eternamente a encontrar, por término del horizonte que limita sus luchas y, dolores, la pavorosa inmutabilidad del Enigma?

Una preciosa miniatura, Romeo y Julieta, que es de lo más suave y delicado de Núñez de Arce. A un agitador, Grandeza humana, sonetos correctísimos, aunque de menor frescura de inspiración e intensidad de sentimientos, completan con otros dos esculturales sonetos Al Dolor, el número de las composiciones modeladas en esa forma rítmica.

Son de notar, entre las que hemos citado últimamente, dos poderosas imágenes; la nube inmensa que condensando las lágrimas arrancadas por el dolor de los siglos anegaría las cumbres excelsas de los montes, y el cincel que pulsado por el brazo del Dolor golpea el bloque humano labrando en él el bien por escultura y arrancando del choque con sus duras entrañas las chispas de la idea.

El soberano dominio de la forma, que en el poeta de «Los Castigos» no cesó jamás de conquistar nuevos secretos de arte ni de insistir en la selección del procedimiento, robusteciéndose constantemente, aunque menguara su tesoro de poesía esencial, sus fuerzas de forjador de versos de bronce -hase afirmado y depurado progresivamente también en Núñez de Arce, y en tal sentido los «Poemas cortos» parecen revelar, antes que decadencia o cansancio del artífice, una labor de cincel más insistente y delicada que nunca. -El ritmo en ellos constantemente firme y severo, la imagen relevante, la dicción selectísima.

Sólo un reparo será lícito hacer a esta pureza formal -y es la adjetivación profusa que se advierte en algunos de los sonetos más hermosos. -La «poesía de Núñez de Arce es un eterno adjetivo», ha afirmado Valbuena, y debe confesarse que en presencia de ciertas páginas de «Poemas cortos» la afirmación adquiere visos de acierto. La profusión del adjetivo quita nervio a la frase, diluyéndola en una lánguida verbosidad; y con relación a una forma métrica que desenvuelve el pensamiento dentro de límites precisados por una gradación ideal en la que cada tramo que él asciende debe traducirse por un verso colmado y conceptuoso, prodigar los epítetos de lo que puede legitimarse como realce necesario u oportuno, equivale a trabar la Marcha rápida de aquel pensamiento.

Pone término a la colección un comentario poético del monólogo de Hamlet, versificado con esa incomparable maestría que despliega Núñez de Arce en el manejo del verso libre, tan desdeñado por muchos. Puede afirmarse que jamás, en mano de poetas de nuestra habla, la austera y clásica forma donde se ha escanciado en otras lenguas modernas la Poesía de Milton, la de Klopstock, la del autor de «Los Sepulcros», ha rescatado por la gallardía del movimiento rítmico y la pureza escultural del contorno todo el encanto de que le priva la ausencia de la rima, como cuando se doblega a la inspiración de nuestro poeta. Constituye el fondo de la composición a que nos referimos una vigorosa protesta de la esperanza de la inmortalidad, como término de una no menos elocuente exposición de las incertidumbres y vacilaciones de esa duda característica del autor de «Tristezas» que ha comparado un crítico a la duda provisional de Descartes, porque termina casi siempre con la palabra de la afirmación y la fe. -El pensamiento es digno de la forma; pero ese viejo tema de la poesía de Núñez de Arce, quizá un tanto marchito por el tiempo, y en el cual no sería difícil discernir la mezcla, que advirtió Menéndez y Pelayo, de «recurso poético» y retórica, necesitaba ser tratado con nueva y briosa inspiración y concretarse en forma que aportara cierta nota de originalidad penetrante en la expresión o el sentimiento, para que sonara a nuestros oídos de otra manera que como el eco debilitado de antiguas vibraciones de la lira del poeta, cuya impresión permanece imborrable en la memoria. Para quien recuerda, por ejemplo, la descripción de la marcha de las generaciones humanas en «La Visión de Fray Martín» e comentario del inmortal monólogo no es más que un eco.

Una lisonjera esperanza se une, como tributo final de la lectura de «Poemas cortos», a la inefable gratitud de la impresión que deja en el alma el paso de la verdadera poesía. La inspiración del poeta ilustre que nos parecía vencido por el desaliento, entra a caso en un período de nueva animación. - «Luzbel» bate las alas tras el velo que oculta la obra no terminada del artista -y pronto el cincel que ha de darle el último toque le golpeará en la frente para imprimirle el sello de vida y animarle a volar.




ArribaAbajo«Dolores»

Por Federico Balart


No es ciertamente la cuerda del sentimiento íntimo, delicado, que se manifiesta en la penumbra de resignadas tristezas, de suaves melancolías -que presenta atenuada la intensidad de los dolores considerándolos en el recogimiento de la meditación o en la perspectiva serena del recuerdo, y expresa las emociones del amor con menos fuego que ternura, la poesía que busca por natural afinidad el consorcio de la forma sencilla y opuesta a todo efectismo de estilo y de versificación, el género que da la nota dominante en el concierto de la lírica española de nuestro siglo.

Inicia sus anales la poderosa inspiración de Quintana, el tributo dantoniano del verso, cuya poesía severa e inflexible parece desdeñar como flaqueza mujeril la expresión de las íntimas congojas y las confidencias individuales. -Tiene el romanticismo por excelsos representantes a Espronceda y Zorrilla. El primero, levantándose, sobre el nivel de los dolores que son común patrimonio de los hombres, amargor conocido de casi todos los labios, para dar voz a las nostalgias y desesperaciones de un espíritu excéntrico y soberbio, propagador y víctima de la dolencia moral que enervó corazones y voluntades en la generación literaria de principios, del siglo, imprime a aquellas notas de su poesía que traducen sentimientos comprensibles por todos, la fuerza de la ardiente pasión y una forma, un tanto declamatoria, de imprecaciones y sarcasmos. -Zorrilla, el colorista de la tradición, el poeta de la melodía y de la imagen, mucho más brillante que sentido, más dedicado a procurar el halago eufónico de la versificación y los efectos de la pompa descriptiva que el íntimo estremecimiento de la emoción, rara vez es el poeta que habla directamente al corazón, que sufre con palabras que no se le muestran teñidas de colores o engarzadas de pedrería. -La sinceridad lírica renace, bajo los auspicios de un espíritu poético que puede ser considerado como la viva antítesis de la ostentosa verbosidad del anterior. El poeta de las «Rimas» es el gran intérprete del sentimiento individual en la España del siglo XIX, el soberano dominador de la forma pura y sencilla y el sentimiento espontáneo y caudaloso. Pero el aislado soñador sevillano, de quien por la índole tan poco meridional y castiza de su inspiración ha podido afirmarse, con expresiva paradoja, «que nació proscripto», no ha tenido en España ni émulos ni continuadores. El aislamiento melancólico en que aparece su personalidad no se desmiente por la multitud de los imitadores y secuaces que el genio del maestro enteramente deslumbra. -En Campoamor domina el pensamiento sobre los afectos. Tiene a menudo el «don de lágrimas»; no le es en manera alguna desconocido el secreto de la emoción -porque sin cierto grado de sensibilidad, como sin cierto grado de fantasía, no hay poesía posible ni poeta que pase de coplero,- pero siempre está, ante todo, el poeta pensador que filosofa en verso y tiende sobre las cosas la escrutadora mirada, del análisis al mismo tiempo que la radiación luminosa del lirismo. Personificará ante el porvenir la alianza definitiva de la poesía que piensa, que reflexiona, con el verso castellano. Por otra parte, tiene la sencillez externa de la forma -y es modelo a este respecto,- pero, le falta, en general, la sencillez del sentimiento y del espíritu. En los cuarteles de su escudo de poética nobleza, podrán figurar una de su escudo de poética nobleza, podrán figurar una lente de aumento y una alquitara, simbolizando todas las sutilezas y alambicamientos del pensar y el sentir. -El último impulso original y poderoso comunicado en nuestro siglo al desenvolvimiento de la lírica castellana es el que parte del poeta del «Idilio». Debe convenirse en que es una estrecha apreciación la de la crítica que no le atribuye sino una sola cuerda de bronce, por más que en ella haya que oírle para admirarle en la integridad de su genio. El mismo «Idilio» es un ejemplo de que sabe hacer sentir también pintando amores y tristezas, pero aún allí no los canta líricamente y en forma personal, según acertadamente observó Leopoldo Alas: los manifiesta narrando o describiendo. Y en cuanto a las composiciones de sentimiento individual que a veces interrumpen el carácter de épica objetividad de los «Gritos», puede afirmarse con Revilla que son «lamentos que participan del rugido del león».

Reconozcamos que no es el poeta cuya presentación nos proponemos hacer en la primera de estas crónicas de vulgarización bibliográfica a aquellos de nuestros lectores que desconozcan el libro que la ocasiona, inadvertido hasta hoy por nuestra crítica, el maestro que con la representación del género de poesía a que aludíamos, venga a ocupar su puesto al lado de los grandes nombres que hemos mencionado; pero afirmaremos que es sobre toda duda un poeta original y verdadero que trae por característica de su estilo y de su inspiración, el sentimiento delicado y profundo expresado en correctas y sencillas formas. -Es de los elegidos, aunque no sea aún -en este aspecto de su personalidad- de los maestros; y la revelación de un nuevo poeta de verdad, cualquiera que sea su índole y su talla, será siempre una halagadora novedad y una promesa de gratas emociones para aquellos que no podemos ver sin un poco de melancolía, aun cuando nos lo expliquemos como oportunidad literaria de la época, cómo el intolerante dominio de la prosa invasora que absorbe en todas partes la nueva savia intelectual para vivificar el organismo de la novela y la crítica triunfantes, deja languidecer en solitario destierro a aquella reina destronada que ejercía con el cetro del ritmo el soberano imperio del sentimiento y la fantasía de los hombres.

Descendiendo un tanto de las cimas, es menos difícil recordar como precedentes nombres relativamente secundarios, que evoquen en la memoria las impresiones de la poesía cuya índole tratábamos de caracterizar al principio de esta revista, en los anales literarios de la España moderna. Baste citar a Enrique Gil, el dulce y sentido poeta que resistiendo a las influencias de la escuela del romanticismo fogoso e hiperbólico, que su amigo el autor de «El Diablo Mundo» personificaba en España, mantuvo límpidas la ingenuidad y ternura de su inspiración, la naturalidad del sentimiento y la sencillez de la forma; a Ventura, Ruiz Aguilera, que en medio de la fecunda variedad de las manifestaciones de su numen dejó probado que era su verdadera cuerda la de los sentimientos tiernos y las confidencias melancólicas, y a Vicente W. Querol, que manejaba el verso castellano con una corrección y una facilidad tan dignas de nota como la verdad y la delicadeza de los sentimientos que expresaba.

Diremos algo más acerca de la oportunidad de estas reminiscencias, antes de entrar a manifestar las impresiones de nuestra lectura de Balart.

Cuando se trata de generalizar el carácter de la poesía, modernísima, tal como la imprimen su sello las escuelas de decadencia que representan en la metrópoli del mundo intelectual la última y alambicada expresión del exclusivismo formal y colorista del autor de «Fortunio», y empiezan a imponerse en las tendencias de la nueva generación poética española, es afirmación que por trivial está en todos los labios, la de que el culto supersticioso tributado a la forma y la preferencia concedida a la descripción y la imagen, conspiran a reducir a su mínima expresión el elemento íntimo del sentimiento. Impera en poesía la tradición de las «Orientales» y los «Esmaltes»; la fórmula del verso por el verso mismo o por el color, el desdén confesado de todo elemento espiritual que, para valernos de una frase famosa abandona la estimación de la idea y el sentimiento «a los burgueses».

Una tendencia análoga a la que mantienen en Francia tales escuelas, y derivada de ellas sin duda, tiene en España, su más, notable y genuina representación en la personalidad literaria de Salvador Rueda, temperamento intensamente colorista, poeta sensual y descriptivo, del que puede afirmarse que ha heredado, adoptándolo a nuevas formas, el secreto de la brillante y colorida expresión de la tradicional escuela andaluza, y crítico que ha teorizado sagazmente en los artículos coleccionados con el nombre de «El Ritmo» sus interesantes tentativas de innovación.

Acontece que cuando las influencias de una revolución literaria atraviesan las fronteras del pueblo donde esa revolución ha tenido origen y se insinúan en la vida intelectual de otro pueblo, el movimiento a que en este último dan lugar, evoca casi siempre en los anales de la literatura propia, el precedente con que mejor pueda la nueva tendencia vincularse, para imprimir en ella en cuanto sea posible, el sello nacional. Es así cómo en el carácter del realismo español contemporáneo, aunque influido en sus orígenes y tendencias por el naturalismo, se reconoce fácilmente que ha adquirido de su contacto con lo pasado el sabor propio del terruño, y es así también cómo la escuela poética de Rueda se relaciona de una manera ostensible con los modelos y los procedimientos de aquella poesía caracterizada por la adoración de todos los elementos pintorescos y musicales que tuvo en el Góngora de los buenos tiempos su encarnación.

La iniciativa del autor de «La Bacanal» y los «Cantos de la Vendimia» ha encontrado prosélitos en la nueva generación española; pero aun en los poetas jóvenes formados bajo otras influencias y extraños a estas inspiraciones del parnasianismo francés que sugiere las novedades métricas de Rueda, como en América las de Darío, domina el verso cultural y descriptivo de Ferrari, el opulento e imaginativo estilo de Shaw, o las derivaciones diversamente modificadas de la escuela del poeta de «La Selva Obscura», caracterizada ante todo por el culto severo de la forma.

En medio, pues, de estas manifestaciones más o menos convergentes del gusto, trae una nota original y digna de loa el poeta que sin descuidar, con indiferencia que acusaría un sentido poético incompleto, el aspecto técnico del verso, antes bien, cincelándolo con delicado enamoramiento de artista y sobresaliendo por las calidades del estilo y la pulcritud de la dicción, quiere ser, ante todo, «el devoto de los sentimientos» y acierta a reflejar constantemente en su poesía la hermosura de la naturalidad y la sencillez.

Digna de loa, repitamos; porque aun cuando nuestra preferencia individual no nos vincule al género exclusivamente interno y elegíaco a que Balart rinde tributo y coloquemos sobre la poesía, que es acción, la que orgullosa de los timbres de su antigua tradición civilizadora, inspira a representar en la vida de las sociedades humanas una fuerza fecunda y efectiva, uno y otro género de lirismo se dan la mano en cuanto signifique reivindicar, para el fondo esencial de la poesía, la superioridad que sobre lo puramente externo y material se le desconoce por las escuelas que prevalecen.

La nota nueva con que conmueve el ambiente de la lírica el libro de que vamos a ocuparnos, no trae aparejada la revelación de un nombre antes obscuro, si bien se identifica con la inesperada reaparición de una personalidad que nos parecía de otras épocas. Federico Balart está bien lejos de ser un desconocido en la república literaria, donde al derecho de ciudadanía del ingenio une desde ha tiempo los fueros de la magistratura del crítico; pero el obstinado mutismo en que permanecía, la ausencia de su palabra autorizada en las controversias que han renovado en los últimos quince años la faz de la literatura contemporánea, y el hecho inexplicable de que los artículos con que por dos veces ha ejercido en la vida intelectual española en interesantes campañas de crítica dramática, la dirección del gusto público, no hayan adquirido hasta ahora la forma duradera del libro, son otras tantas causas que entre nosotros contribuyen a esfumar los contornos de personalidad literaria tan digna de una notoriedad y una influencia que son a menudo concedidas a guías menos seguros.

Por dos obras casi simultáneamente aparecidas se anuncian en esta nueva etapa de la actividad literaria de Balart el despertar del talento poderoso del crítico y la revelación de las dotes ignoradas del poeta. -De la primera, que lleva el título de «Impresiones», no nos interesa hacer mención en esta revista, sino en cuanto ella ha contribuido a fijar nuestro criterio y nos ha dado ocasión de comprobar juicios extraños sobre aquel aspecto principal de su personalidad. -Sólo por alguna página, casualmente llegada a nuestras manos, de su última campaña de «El Globo» y por artículos más recientes, como los de donosa refutación de las paradojas didácticas de Campoamor, éramos conocedores de las altas dotes del crítico antes de la lectura de «Impresiones». -Agreguemos únicamente a este respecto, que en la evolución de la moderna crítica española es Balart el inmediato precursor de Revilla; que llegado a la juventud en el período literario que sigue al del florecimiento del romanticismo y que se caracteriza en literatura dramática por las tendencias que tienen su más alta personificación en el autor del «Drama nuevo» y el de «Consuelo», hizo las primeras armas en la crítica de teatros y continuó desempeñándola, como uno de sus más autorizados representantes, hasta el renacimiento, romántico traído por Echegaray; y que a las facultades de pensador y a la vasta y sólida cultura manifestada en sus páginas de crítica por un fondo doctrinal y científico del que ellas adquieren casi siempre un valor de permanente interés y oportunidad que las redime de la suerte generalmente reservada a las críticas del momento, une, por la flexibilidad elegante del estilo y la manifestación comunicativa y amena de la impresión personal, el dominio de las condiciones que aseguran el éxito de la crítica de actualidades.

Durante los años de silencio del crítico, hase verificado en su alma, bajo el inspirador influjo del dolor, la transformación que le ha hecho poeta.

Se explica así que su lirismo no sea variado ni fecundo, pues se limita en lo esencial, y salvo la manifestación de cierto estado del alma de orden más alto que luego consideraremos porque está en él uno de los aspectos más interesantes de la obra poética de Balart, a la sostenida inspiración de un sentimiento único, de un absorbente e imperecedero recuerdo, en los que se cifra para el poeta toda aquella parte de su vida afectiva que le parece digna de transfigurarse en la onda luminosa del canto y solicitar el tributo de las lágrimas al sentimiento de los hombres.

Es la suya la «usada poesía» que vive de las congojas del dolor, de las melancolías de la ausencia, de la inquebrantable fidelidad de la memoria: los temas inmortales cuya realidad lleva cada uno dentro del alma; que todos han cantado y que renacen siempre con la frescura de la juventud, como si comunicaran a cada nueva mirada del poeta, que se detiene en la contemplación de las manifestaciones invariables del sentimiento y de los viejos dolores de la vida, la mágica virtud del rayo de luz polarizada que transparenta y revela mil secretos encantadores en la interioridad del cuerpo que aparece, cuando se le vuelve a la luz común, vulgar y opaca. -La eterna constancia del dolor que nace de una ausencia irreparable, inspira, con monotonía que fácilmente se perdona, la poesía de Balart, Resuena en unas páginas con la poderosa vibración de los sollozos y con la intensidad de los tonos más sombríos de la elegía, que enlutan las estrofas de «Primer lamento» y de «Ansiedad»; se manifiesta en otras endulzada por la delectación contemplativa del recuerdo o por los halagos de la esperanza de la inmortalidad que finge un término a la ausencia, -y es este tono de melancolía penumbrosa el que domina- pero de una u otra manera se halla presente en todas partes, acompaña como sombra del alma el paso errante del poeta entre las ruinas del hogar derruido y pone un velo de melancólica tristeza a cuanto brota de sus labios. -Así, en la manifestación de los inextinguibles anhelos de su espíritu atraído por las seducciones del misterio, percíbese latente la idea de la dicha perdida, del amor malogrado; se siente vibrar en lo más hondo el íntimo impulso del dolor como sublimadora energía que levanta, el alma a las alturas, como escondido acicate que lleva el pensamiento en sus vuelos. Y al reflejar las contemplaciones de la naturaleza exterior que a veces dan motivo a su canto, sigue siendo, en lo íntimo de su inspiración, el poeta sugestivo, el poeta de su propio dolor, que acuerda las armonías de la naturaleza con las que el alma lleva dentro de sí y ve en las cosas materiales el reflejo del propio sentimiento.

Se encuentra hermosamente significada en el epílogo que el poeta titula «Restitución» esta cualidad de la poesía que atribuye a sus distintas manifestaciones un solo origen, y que hace que todo lo de la tierra adquiera para los ojos que lo contemplan un alma, una expresión, un significado misterioso que antes le faltaba, al identificarse con el recuerdo que busca en cada objeto de la naturaleza un testimonio de la pasada felicidad o un confidente de las penas de ahora.

Pero si uno es el impulso originario de las inspiraciones de Balart y si en este sentido cabe decir, repitiendo el concepto de uno de sus versos más hermosos, que «no, sabe más que una canción porque no tiene más que una pena», pueden notarse la repercusión de otro sentimiento y el reflejo de otra luz en su poesía, que se manifiestan a menudo con eficacia y vida propia bastantes para compartir con la nota del recuerdo personal y elegíaco la determinación del carácter del conjunto.

A la expresión hondísima del sentimiento que ha consagrado con la unción de las lágrimas la lira del poeta, se une, en efecto, en casi todas sus inspiraciones, identificándose muchas veces con aquél en un solo arranque del alma y suavizando las asperezas del dolor como el perfume de una esperanza última y definitiva, la aspiración de lo absoluto, la emoción religiosa, que vibran con grave intensidad en composiciones del precio de «Aspiración», de «Última tabla», de «Nostalgia», y hacen por raro caso de este poeta que comparte su naturaleza de tal con las facultades propias del crítico y procede del mundo intelectual del análisis, el aislado representante de un misticismo que si en las tradiciones de la lírica castellana tiene noble abolengo, no ha suscitado en la España de nuestro siglo, desde la época de Zorrilla y Arolas, otros acentos dignos de ser considerados como precedentes de la inspiración religiosa de Balart que los dedicados en la vasta producción de Avellaneda al género sagrado, las conmovedoras narraciones en que el cantor de «Las Mujeres del Evangelio» concilió la palabra ingenua de la fe con la expresión de desconsolador pesimismo, y ciertas notas dispersas que pueden señalarse, como la «Meditación religiosa» de Tassara y la inmortal «Plegaria» de Ayala, en la obra diversamente caracterizada de otros poetas.

Cabe pues, afirmar que la poesía del autor de «Dolores» ha galvanizado una fibra hacía tiempo amortiguada y lasa en el corazón de la lírica española, y que ha alcanzado una elevada originalidad en uno de los temas que por su misma excelsitud más profanados han sido en todo tiempo por el servum pecus de la lírica: uno de los más prodigados en odas académicas y composiciones de certamen, pero tal vez, en nuestros días, el más difícil de hallar unido a la verdad de la emoción, para quien acierte a medir el espacio que separa el verdadero sentimiento lírico de un objeto de la consideración del mismo objeto como tema retórico o como motivo de expansión de un pasajero y endeble sentimentalismo.

Este aspecto de las inspiraciones del poeta que estudiamos lo ha relacionado la crítica con las manifestaciones literarias, ya resonantes y cuantiosas, que pueden tenerse por expresión o indicio de una nueva e inesperada tendencia de los espíritus en este nuestro ocaso de siglo, tan lleno de incertidumbres morales, tan angustiado por extrañas vacilaciones: tendencia de reacción espiritual o idealista -en el sentido más amplio e indeterminado-, que sólo se ha manifestado por la vaga ansiedad, por la medrosa indecisión de quien investiga horizontes y tienta rumbos, brillando trémula y apenas confesada en ciertas almas descontentas de lo presente, como el toque de un reflejo crepuscular, pero de la que pueden notarse en la literatura española de los últimos tiempos vestigios tales como la idea fundamental de «La Fe», de Armando Palacio, el sentimiento íntimo que vibra en aquel hondo estudio de la crisis moral por que pasa el alma de Ángel Guerra y en la última de las grandes novelas de Galdós, y cierto espíritu nuevo que se difunde, cada vez más franco y perceptible, en la crítica del autor de «La Regenta», amortiguando con la sombra de intensas nostalgias ideales el brillo de la sátira y vivificando esa vaga aspiración neocristiana simbolizada en la hermosa página: final de «Apolo en Pafos» por la evocación del «mendicante de traje talar» que reaparece en las costas de la Palestina para lanzarse otra vez a la propagación de la buena nueva.

Mientras en el género al que indisputablemente pertenece la supremacía jerárquica en el seno de la actual literatura, corren así las aguas «por el cauce del realismo espiritualista», según la frase de Emilia Pardo Bazán, y cierta parte de la crítica pone el oído al rumor de las renovaciones cercanas, trae Balart a la lírica la nota de la suprema idealidad, la del amor de lo absoluto, que antes de leerle hubiéramos tenido por incapaz de hallar ambiente propio en nuestro espíritu.

Puede observarse a este respecto que las indecisiones y torturas del conflicto moral que tan principalísima parte desempeña en el espíritu de la poesía de Núñez de Arce y que simboliza, en soberbia imagen, uno de sus críticos identificándole con el martirio de las almas, que se sienten arrebatadas en el infierno del Dante por vientos encontrados, suelen reflejarse también en la poesía del autor de «Dolores» con acentos de pavor o de melancolía, que evocan el recuerdo de las «Tristezas» y de «La Duda» pero el conflicto aparece menos difícil y encarnizado en nuestro poeta, y semejantes acentos, tales como resuenan en algún pasaje de meditación filosófica de «Ultra» o en las décimas hermosamente cinceladas de «Ansiedad», acusan sólo los pasajeros desfallecimientos de un espíritu que ha logrado aplacar, tras larga lucha, en su seno, las tempestades de la razón y en el que imperan ya como definitivos estados de conciencia, frente al misterio de la vida, la afirmación y la esperanza.

No nos es dado dentro de los términos en que debe contenerse este trabajo penetrar en examen más detenido ni abonar nuestro juicio con las transcripciones oportunas, pero citaremos entre las composiciones, que pueden dar idea más exacta y característica de la colección de que forman parte las tituladas «Primer lamento», «Soledad», «Valle hermoso», por su conmovedora sencillez y la unción de lágrimas que llevan: «Nostalgia» y «Humildad» entre las que responden al amor de lo suprasensible; «Desde el promontorio» como modelo acabado de descripción; «El sauce y el ciprés» por la belleza del pensamiento fundamental que simboliza en el murmullo de dos árboles que guardan el sueño de la tumba, mirando el uno a la tierra y al cielo el otro, las encontradas solicitaciones de desconsuelo y esperanza con que atrae al espíritu el pensamiento de la muerte: «Aspiración», acaso la más bella e inspirada de todas, por la alteza lírica del vuelo y la vibrante intensidad de la emoción.

En Balart el poeta que piensa y filosofa es evidentemente inferior al poeta que siente; pero aun así, la ya citada y extensa meditación que lleva el título de «Ultra» y expone el íntimo proceso de las vacilaciones del alma torturada por el misterio para terminar con la palabra de la afirmación, puede contarse acaso entre las que dan la medida de sus más altos vuelos; y esto a pesar de cierta ostentación de verbosidad oratoria que contrasta con la expresión ingenua, y sencilla que es la habitual en él y la que nace espontáneamente de la índole de los sentimientos que canta, y a pesar también de que por la forma demasiado directa de razonamiento o argumentación con que en ciertos pasajes se aparta de los procedimientos naturales del estilo poético, suele empañarse con la opacidad del prosaísmo.

Por lo demás, la forma es pura, melodiosa, correcta, en la poesía de Balart. Sin ambiciones de originalidad, sin afectación de clasicismo, sin dejar huellas de un perfeccionamiento laborioso, alcanza casi siempre a una intachable pureza de ejecución y es de los poetas en que los dos elementos constitutivos de su arte se enlazan en perfecta armonía.

Pero insistamos, para terminar, en la afirmación que concreta nuestras impresiones y expresa al mismo tiempo la más notable significación del libro, que hemos considerado: el alto precio de la poesía de Balart, el perfume de su íntimo encanto, a la vez que el secreto de su originalidad poderosa -porque cabe decir que la verdadera y envidiable originalidad se identifica en poesía contemporánea con el gusto de lo puro y sencillo-, están para nosotros en que ella va encaminada al sentimiento del que lee por el seguro rumbo de la verdad de la confidencia y la verdad de la expresión: en que se la siente surgir, como generoso manantial de aguas límpidas, de las más hondas intimidades del alma: gran condición para cuantos crean que si hemos de asistir alguna vez a un vigoroso despertar del numen lírico, si está destinado al género que interpreta las confesiones de la conciencia individual a nuevos días de triunfo, ellos no han de lucir mientras no desista de alcanzarlos por el afán de los procedimientos artificiosos y las sensaciones nunca expresadas, para poner sus labios en la única fuente de regeneración que la sinceridad le ofrece.




ArribaAbajoPor la unidad de América

Montevideo, 19 de abril de 1896.

Sr. D. Manuel B. Ugarte, de mi aprecio:

Me exige usted como retribución de la brillante página con que ha favorecido a la Revista Nacional, mi prometido concurso para la que usted dirige.

Grato de veras a esa exigencia, para mí muy honrosa, y decidido a complacerle, había escogido por tema de mi colaboración, las impresiones de mi lectura de esa interesante «Revista Literaria».

Llegada, empero, la hora de dar cumplimiento a mi promesa, percibo la desproporción entre la fecundidad del asunto tan vasto y halagüeño y la premura con que escribo. -Prefiero, pues, por hoy, entregar a los rasgos fugaces de esta carta una sola, aunque quizá la más intensa de mis impresiones,- el interés y la simpatía que me merece uno de los muchos aspectos encomiables de la obra tan inteligentemente emprendida por usted.

Aludo al sello que podemos llamar de internacionalidad americana, impreso por usted a esa hermosa publicación, por el concurso solicitado y obtenido de personalidades que llevan a sus páginas la ofrenda intelectual de diversas secciones del Continente.

Lograr que acabe el actual desconocimiento de América por América misma, merced a la concentración de las manifestaciones, hoy dispersas, de su intelectualidad, en un órgano de propagación autorizado; hacer que se fortifiquen y se estrechen los lazos de confraternidad que una incuria culpable ha vuelto débiles, hasta conducirnos a un aislamiento que es un absurdo y un delito, son para mí las inspiraciones más plausibles, más fecundas, que pueden animar en nuestros pueblos a cuantos dirigen publicaciones del género de la de usted.

En los juegos Florales de 1881, donde fue coronado el poeta de la «Atlántida», la palabra elocuente del doctor Avellaneda resonaba para pedir, como una consagración de la raza española en este continente de sus esplendores futuros, una institución literaria, que, a la manera de los juegos de la Hélade antigua, abriese al genio y al estudio un vasto teatro de expansión, con auditorio de cuarenta millones de hombres, desde el Golfo de Méjico hasta las márgenes del Plata.

Mientras el pensamiento de aquel esclarecido hombre público no pase de una aspiración brillante y generosa; mientras una grande institución de ese genero no prepare, por la unidad de los espíritus, el triunfo de la unidad política vislumbrada por la mente del Libertador, cuando soñaba en asentar sobre el Istmo que enlaza los dos miembros gigantes de la América, la tribuna sobre la que se cerniese vencedor el genio de sus democracias, son las revistas, las ilustraciones, los periódicos, formas triunfales de la publicidad de nuestros días, los mensajeros adecuados para llevar en sus alas el llamado de la fraternidad que haga reunirse en un solo foco luminoso las irradiaciones de la inteligencia americana, por la fuerza de la comunidad de los ideales y las tradiciones.

En tal sentido, su propaganda y sus esfuerzos me parecen merecedores de un aplauso entusiasta.

Ustedes tienen, por el escenario en que descuellan, por el centro en que escriben, la más brillante oportunidad para vincular a su nombre el honor de la iniciativa en obra tan fecunda y de tan vastas proyecciones, desde esa Buenos Aires, encaminada, sin duda a representar en lo por venir, como lo representa acaso en el presente, la personificación más selecta de su estirpe, el primado de la civilización latinoamericana en las múltiples manifestaciones de la cultura, del arte y de la ciencia.

El más eficaz y poderoso esfuerzo literario consagrado hasta hoy a la unificación intelectual de los pueblos del Nuevo Mundo partió de tierra argentina y está representado por los trabajos de investigación, de divulgación, de propaganda, con que la incansable y fervorosa actividad de Juan María Gutiérrez tendió a formar de todas las literaturas de América una literatura, un patrimonio y una gloria de la patria común.

La labor del maestro espera continuadores que la lleven a término fecundo, y yo abrigo la persuasión de que, a continuar como hasta hoy el vuelo ascendente de la Revista que usted con tanto animoso espíritu dirige, ella ha de recordarse con honra el día en que sea posible constatar el definitivo triunfo de esa aspiración en que le acompaño con mis simpatías y mis votos.

Grabemos, entre tanto, como lema de nuestra divisa literaria, esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: POR LA UNIDAD INTELECTUAL Y MORAL HISPANOAMERICANA.

Créame su afectísimo amigo.




ArribaAbajoMenéndez y Pelayo y nuestros poetas

Hablaba Fígaro de las traducciones de comedias, y concluía, después de enumerar las condiciones exigibles a quienes en tal empresa literaria, se aventuran: «Todo esto se necesita, -se entiende bien- porque para traducirla mal no se necesita más que atrevimiento y diccionario». «Por lo regular el que tiene que servirse del segundo, agregaba con su habitual donaire el grande escritor, no anda escaso del primero».

Labor equiparable a la de las traducciones literarias se me antoja en gran parte la de las colecciones y antologías, por la aparente facilidad con que disimulan a los ojos de los inexpertos las dificultades que deberían hacerla tarea reservada a la pericia de los doctos.

Cuando a un criterio escaso o inseguro se deben; cuando no van guiadas por un propósito fecundo y no son precedidas por la labor que imponen la investigación, el método, la crítica, sólo pueden ser útiles las compilaciones literarias para servir de amparo y refugio al entendimiento que, incapaz de crear, ha de contentarse con las apariencias materiales de haber creado. -Cuando hay una idea, cuando hay un orden que guíen la elección, y que hagan de ella en todo caso la sentencia de un proceso de crítica, adquieren las compilaciones la dignidad de las obras singularmente serias y fecundas y representan como una definitiva sanción del juicio literario respecto a los autores y las obras que admiten.

En el caso primero, puede bastar para la tarea del colector con la habilidad del Cortadillo de Cervantes, cuya ciencia y oficio eran los de cortar muy delicadamente de tijera, -y pueden suplir a la ausencia del criterio y el gusto, el atrevimiento que Fígaro asociaba al diccionario de los traductores. -En el segundo caso, supone la antología una preparación y un pleno dominio de aquel campo donde se han espigado los modelos que ofrece, que casi autorizarían al colector para escribir la crítica y la historia de la literatura o el período literario cuyos frutos ha aspirado a seleccionar.

Del antologista a quien no impulsan otros móviles que propósito literario de lucro, o simplemente las tendencias de nuestro moderno prurito de publicidad y la ambición inocente de ver campear su nombre en la portada de un libro; al hombre de talento que, semejante en este acto de altruismo literario al traductor de buena ley, pone todas las fuerzas del propio espíritu en la obra de revelar, realzar y difundir ejecutorias de la nobleza ajena, va la distancia que medía de don José Domingo Cortés a Marcelino Menéndez y Pelayo.

Una selección de poesías, que en manos del colector del primer orden resulta facilísimo empeño, porque es labor puramente mecánica, obra obscura, es materia de la más noble labor intelectual entendida como dentro de la poesía de nuestra habla la entendieron Fernando Wolf y Manuel José Quintana, Agustín Durán y Bohl de Faber, Eugenio de Ochoa y Juan María Gutiérrez.

Conciliar con las exigencias de la representación armónica y total de todos los estilos y tendencias, y la sujeción a un método histórico, las imposiciones imprescriptibles del buen gusto; hacer que se destaque, por elección de los ejemplos, la nota propia y personal de cada autor: dar fiel idea del tránsito de una a otra época o escuela literaria; lograr, en fin, que de la armonía del conjunto resulte, claro y distinto, el traslado de determinada manifestación de literatura dentro del límite que en el espacio y el tiempo se han trazado: todas estas cosas debe proponerse el autor de Antologías que quiere hacer de su obra algo más que un libro de lectura y deleite o una acumulación inorgánica, y todas debe obtenerlas para que ella constituya en verdad, según exige el propio autor de la que va a ser objeto de esta crítica, trabajo previo y poderosísimo auxiliar en la historia de una literatura.

Sugiérenos estas consideraciones la aparición de un nuevo tomo de la Antología de los líricos americanos que publica, bajo los auspicios de la Academia Española, el sabio historiador de las Ideas Estéticas. Ofrece para nosotros este cuarto tomo, con el que llega a su término la colección, el interés de hallarse en él comprendida la parte reservada a los poetas de nuestra nacionalidad en ese vasto Cancionero de América.

Pasemos a exponer nuestras impresiones de su lectura.

La historia de nuestra poesía nacional ofrece, en sus orígenes, un valor expresivo del carácter y la constitución social de nuestro pueblo de entonces, que no es cosa fácil hallar, por aquel tiempo, en otros pueblos de América. -Hidalgo y Figueroa comparten la personificación de nuestro más remoto pasado literario, significando admirablemente, en su espíritu y su obra, con exactitud que les imprime carácter de personajes representativos, como diría el autor de Los Héroes, la interesante dualidad de la sociedad del tiempo en qué actuaron.

El autor del «Diario del Sitio» dio expresión a las últimas resistencias del espíritu urbano y español; espíritu que dejó para siempre en su poesía, como un sello imborrable, la impresión de la vida trivial, humilde, prosaica, sometida a un ritmo lento y monótono, del centro colonial; así como en la arquitectura risueña y sencilla de sus versos pareció reflejar más tarde, el viejo poeta del himno, un poco del aspecto de la ciudad cuya crónica de cincuenta años palpita pintoresca y animada en su producción constante y fecundísima. -Hidalgo, en tanto, creaba la forma en la que hubiera podido cantarse la «epopeya de la montonera». -Merced a él, además de llevar la representación de las aspiraciones democráticas y de los instintos indómitos del pueblo por nuestro modo de colaboración en el drama revolucionario, fuimos también demócratas, plebeyos, en literatura. -La tradición de Artigas, el recuerdo de los montoneros que habían inoculado la sangre bravía del desierto al organismo de Mayo, pueden bien enlazarse con los coloquios de los gauchos que Hidalgo hacía platicar en su lenguaje ingenuo sobre las cosas de la ciudad; a la manera como el clasicismo solemne y majestuoso del Luca, y de Varela armonizaba cumplidamente con la cultura de la época de organización que empieza en 1821 y representaba, con sus tendencias a un elevado magisterio social, como la poética consagración de la política de Rivadavia.

Uno y otro, el poeta modelado en el espíritu de la sociedad intelectual y el poeta de la libertad, de las cuchillas, aparecen, en la introducción del libro que me ocupa, relativamente bien comprendidos y juzgados.

La fisonomía picaresca y vivaz de Figueroa, que así en lo intelectual como en lo físico recuerdan motivadamente al colector la de don Manuel Bretón de los Herreros; su destreza incomparable de versificador; su optimismo regocijado e ingenuo, su vena abundantísima, encuentran la más justa y acertada expresión en el análisis, tan breve como substancioso, de que se hace objeto a su personalidad literaria. -Sólo como poeta sagrado me parece que se le elogia con tibieza. -En cuanto a Hidalgo, las dificultades que, poesía tan llena como la suya, de alma de determinada parcialidad humana y tan apegada a los ápices del localismo, ofrece para la inteligencia plena de sus versos por todos aquellos que no los reconozcan como la expresión de algo propio, o de algo, por lo menos, que duerme en las reconditeces de su naturaleza moral, como un vestigio atávico y se despierta obediente a la áspera evocación de aquellos versos rudos -explican bien la insuficiencia y la fugacidad del juicio que se le consagra. -A pesar de ello, la poesía gauchesca es apreciada por el crítico en su fresco sabor de naturalidad, en su sencillez agreste y hermosa, en su sentimiento a veces profundo: y el Fausto, de Del Campo, y el Martín Fierro, de Hernández, de los que se habla en la sección argentina, son presentados con casi todos los encarecimientos que esas felicísimas invenciones merecen.

De las páginas concedidas a Hidalgo y Figueroa se pasa en la colección a las que exhiben la dulce y candorosa poesía de Adolfo Berro, representante entre nosotros del advenimiento de la época literaria que tuvo el romanticismo por carácter y escuela, y por impulso la presencia de la emigración argentina que incorporó a nuestra cultura naciente las fuerzas de su espíritu, encerrando, durante cerca de tres lustros, el brillo y la animación de una intelectualidad de resplandores atenienses en el marco de bronce de una acción espartana.

Opino que las composiciones de Adolfo Berro que se incluyen en la colección han sido elegidas con acierto, y me parecen igualmente atinados la presentación y el juicio del autor. -«Fue más que un poeta, la esperanza de un poeta». Sería imposible concretar la justa apreciación de su personalidad en menos palabras. -Pero el nombre y la obra del piadoso cantor de todos los miserables y todos los irredimidos, no tienen nada que temer de estas veracidades saludables del juicio póstumo. -Siempre ha de admirarse en él la flor del ingenio noblemente orientado y tempranamente marchito, y hay, además, en su concepto del arte y en su forma, condiciones que nunca merecerán ser olvidadas. -La sencillez y el candor, -los dos caracteres de la expresión y el sentimiento que reflejan en su poesía la imagen de un espíritu a quien sería dado definir con cierto austero apotegma de la juventud de Víctor Hugo: «El poeta como el orador es vir bonus»- pueden señalarse por ejemplo oportuno en nuestros tiempos y sin abrigar el temor de que haya nadie que se sienta impulsado, como lo fue alguna vez el pobre poeta «que vio, cegar las sombras de su noche en el albor del día», a los extremos infantiles de su ingenuidad.

Nuestra tentación, desde que el autor de la Atlántida desplegó sobre nuestro espíritu, ya de suyo inclinado a todas las opulencias de la forma y el color, la audacia fascinadora de sus vuelos, suele ser la afectación declamatoria, la hojarasca brillante, el alarde inmoderado de fuerza, a menudo puramente retórica y ficticia, lo que llamó Argensola «el follaje ambicioso del ornato». -La artificiosidad decadente ha vertido, además, en nuestro vaso aún no bien cincelado por el tiempo, algunas gotas del filtro mágico y sobreexcitador que viejos pueblos beben en copa bizantinamente trabajada. -Conviene que hagamos aspirar, de vez en cuando, a nuestro espíritu, la dulce serenidad, los aires puros las fragancias agrestes, que van siendo de día en día más extraños a nuestro medio intelectual. Adolfo Berro, cuya mente de poeta no ha de estimarse por el valor de su obra realizada, a la manera como no se enaltece el nombre de Elbio Fernández o de José María Vidal, tomando por único fundamento sus páginas escritas, ni se gradúa la admiración debida al carácter de Prudencio Vázquez y Vega por la magnitud de su rapidísima acción, debe durar eternamente en el espíritu de la juventud que realice lo que en él fue promesa y esperanza, como una memoria noble y querida.

Alejandro Magariños Cervantes está juzgado en el prólogo de la Antología que comentamos con una exactitud y una justa proporción de elogios y censuras que vienen a fijar sólidamente el criterio de la posteridad sobre tal poeta, a quien el voto de la crítica, o por decir mejor, el silent vote de la opinión literaria, entre nosotros, o bien enaltece, sin leerle ni estudiarle, sin más noble y reflexivo fundamento que la fuerza de inercia de la gloria que le rodeara en vida, o bien considera bajo el imperio de una reacción desatentada que tiende a amenguar más de lo justificable y oportuno la razón de tal gloria.

Ciertos aspectos del poeta, poco estudiados en relación al interés que ellos ofrecen (sirva de ejemplo la insuficiente apreciación del poderoso concurso prestado por el autor del Celiar, como cantor de la naturaleza y las costumbres, a la obra iniciadora de una originalidad americana en poesía); ciertos errores de información (Palmas Ombúes, por ejemplo, son para Menéndez y Pelayo, la colección completa y definitiva de los versos del poeta) no menoscaban sino en mínima parte el acierto y la verdad del conjunto.

Pero si juiciosa y definitiva considero la página que consagra el comentador a la personalidad de Alejandro Magariños Cervantes, juzgo desacertada la elección de los versos que el colector escoge en su vasta obra por modelo. -Ondas y nubes me parece de las composiciones más fugitivas y triviales del viejo poeta, en quien admiramos ahora, más que el positivo valor del poeta mismo, la personificación patriarcal y venerable de una época de ruda iniciación y de entusiasmos generosos en los anales de nuestra literatura nacional.

Aparte la mediocridad absoluta de esos versos, ellos no ponen en manera alguna: ante los ojos del lector la imagen fiel de la poesía de Magariños Cervantes, ni dan idea de su elemento peculiar y su sello característico.

La condición más interesante y más hermosa de su fecunda producción; aquella por la que vive indisolublemente vinculada a los recuerdos de medio siglo de luchas, de sacrificios y dolores, es el ser obra viva en favor de una regeneración y un ideal, labor de misionero, o de soldado, o de tribuno, algo así como la tremulación, en fuertes manos, de una enseña de fraternidad y de civismo; condición por la cual no se ha manifestado sobre el haz de la tierra, donde ese noble guión de los sentimientos colectivos onduló un generoso esfuerzo, o un recuerdo de gloria, o una alentadora esperanza, que no haya encontrado eco y repercusión de la palabra del poeta, vibrante, según la imagen de quien tomó de sus manos la lira consagrada para las glorificaciones del sentimiento nacional como el «corazón de nuestra historia». -Ondas y nubes, entre tanto, es la manifestación de un lirismo gárrulo y vacío.

Si alguna vez me tocara penetrar en la obra del viejo cantor de las jornadas de la Defensa, para hacer destacarse del nivel del conjunto aquellos trozos que en mi sentir merecen ser señalados a la atención del coleccionador, no iría a buscarlos, ciertamente en los que manifiestan la irreflexiva imitación de los modelos románticos, ni en los acentos íntimos, flotantes por lo general en una zona donde ni la tempestad ruge poderosa y siniestra ni un sol triunfal pone los tonos ardientes de la vida; sino en aquellos otros que constituyen la realización de un generoso programa de poesía viril y pensadora, en los que fueron madurados al calor de los primeros anhelos de conceder una expresión original y genuina a las cosas de nuestra naturaleza y nuestra sociedad.

Elegiría fragmentos de Los hijos del genio que me parecen animados de inspiración noble y robusta, o del Derrotero, que es una hermosa profesión de fe de la poesía americana: elegiría La Gloria, donde se idealiza y se describe con toques de un pincel brillante y animado la Odisea del explorador; elegiría En las Piedras, donde percibe algo del soplo a un tiempo heroico y candoroso que bate la frente de aquel niño inmortal de Víctor Hugo que pide pólvora y balas sobre las ruinas desoladas de Chíos.

Llego en mis comentarios a la parte para la que reservaba el tono de una enérgica desaprobación. -Los reparos que he puesto no han sido, hasta ahora sino la exposición insegura, incierta, de mis dudas. Al llegar aquí, me yergo, a mi pesar, y levanto franca y confiadamente mi protesta.

Falta un nombre en la Antología.

Juan Carlos Gómez, que en concepto de muchos debió ocupar en esta parte de ella el puesto de honor, no es siquiera aceptado a participar de la representación del sentimiento lírico de su pueblo. Proscrito él mismo, en la realidad de la vida, y aun en el sueño de la muerte, que duerme en tierra extraña, estábale reservada de esta manera, a su obra de poeta, la dura suerte de una proscripción no menos injusta.

Me doy exacta cuenta del pensamiento a que obedece y el plan en que se encuadra la obra que ocasiona esta crítica; subordinada a una rigurosa selección que limita por la misma amplitud del campo que ella abarca en el espacio y el tiempo, el número de autores aceptados en cada parte de la Antología; y respetando de buen grado este criterio del colector, que me parece el único practicable, o el único oportuno en su obra, adviértase que no le hago cargos por la exclusión de Pedro Pablo Bermúdez, en quien reconozco el primero que consagró esfuerzos audaces a la victoria de una poesía empapada en el sentimiento de la tradición y el jugo de la tierra; ni de Melchor Pacheco, por cuya personalidad tengo veneración casi idólatra; ni de Enrique de Arrascaeta, en quien no todo dejó de superar el nivel de la mediocridad; ni de Heraclio Fajardo, a quien concede la Antología la semihospitalidad de la mención en una nota; ni de Fermín Ferreira y Artigas, que electrizó a una generación con su palabra de tribuno y todavía nos conmueve con no pocos de sus acentos de poeta.

Si considero injusta la proscripción de que se ha hecho objeto a Juan Carlos Gómez, es porque creo que difícilmente podía haberse excluido de la colección nombre que más la honrara y que reuniese más valor representativo.

La Libertad, que para Menéndez y Pelayo no parece ser sino una insoportable declamación versificada, es la que se invoca en primer término, como documento de prueba, en esta dura sentencia de exclusión.

Toda defensa de aquel canto puede ser sospechada de una parcialidad inevitable y generosa en labios de quienes lo recitamos y lo amamos desde la niñez. -Tres generaciones, antes de nosotros, lo han llevado en su espíritu, asociándolo, como una promesa, a sus anhelos de un futuro mejor,- esculpidos sus versos en la más segura intimidad de la memoria; tres generaciones lo han entonado en todas las horas solemnes de su acción y en medio de todas las sensaciones profundas del civismo, como un Credo: en los entusiasmos febriles de la lucha, en las horas amargas y frecuentes de la decepción, en las soledades sombrías del destierro, en las iluminaciones fugaces de la esperanza.

El imperio de esta tradición, constante y prestigiosa, que ha incorporado al número de las cosas queridas del sentimiento nacional el vicio canto del tribuno, es seguramente un obstáculo difícil de evitar para que nosotros nos alleguemos a juzgarle con la severidad del criterio desapasionado.

«En nuestros pueblos, decía una vez Miguel Cané, -y a propósito de la misma avasalladora influencia de la palabra de Juan Carlos Gómez,- la impersonalidad literaria es imposible». -Hay un lazo fatal, en el limitado escenario de nuestras democracias, por el que se vincula indisolublemente a la existencia y la obra de cada uno, su palabra, su prédica, su exhortación.

Cuando José Pedro Varela canta a la muchedumbre anhelante de los niños que la enseñanza congrega y conduce al porvenir bajo su égida de luz, la estrofa resuena en nuestro espíritu con unción evangélica, el verso adquiere alas de su vinculación con el recuerdo de la acción redentora; y cuando se lee a Juan Chassaing, saludando en la bandera de Mayo el símbolo del ideal a cuyo honor consagró las energías de un alma pura y fuerte, para los que conocen la vida y el ejemplo del ciudadano tienen aquellos versos una repercusión moral que indudablemente supera al efecto aislado de una inspiración que no alcanza a las cumbres.

Es indudable que el prestigio de La Libertad ha reposado, en mucha parte, para nosotros, sobre ese pedestal labrado por la acción de la palabra; es indudable que los esfuerzos, y las prédicas, y los dolores, de medio siglo de una constante personificación de la inteligencia incorruptible que flota, como un lampo de luz sobre las maldades triunfantes y tentadoras de la vida, han contribuido a formar alrededor de aquella composición una atmósfera, electrizada y luminosa; han puesto en sus acentos una poderosa vibración que no hallará, de seguro, en la letra inanimada quien no recite aquellos versos llevando la imagen del poeta en la memoria y el culto de su ejemplo en el corazón. Pero yo confío en que aun allí donde no alcance esta influencia prestigiosa a que no podemos sustraernos, los alejandrinos de La Libertad resonarán con la entonación de la verdadera poesía en aquellas almas capaces de apasionarse por los buenos y verdaderos pensamientos que el cincel de una forma hermosa ha acariciado.

Que hay en ellos pasajes que hoy nos suenan a declamaciones de colegio; que los deslucen en alguna parte ciertas notas de lirismo infantil, y ciertas galas de retórica candorosa, no seré yo quien lo dude. Pero la vida interna, el soplo ardiente que constituyen a aquel canto en un vivo organismo lírico, lo redimen largamente a mi ver, de todos sus pecados de la forma y todas sus faltas contra el gusto. Podría comparársele con un corazón que al palpitar da sones melodiosos. -Es, además, tornando al americanismo poético en un amplio sentido, una composición esencialmente americana. No tanto por la rememoración feliz de la Epopeya, que hace vibrar sones heroicos y triunfales enfervorizando la corriente hasta entonces majestuosa, serena, de la narración; no tanto por aquellas estrofas de poderosa síntesis descriptiva en que aparece la naturaleza del Nuevo Mundo brindando su seno próvido a la libertad proscrita de todos los climas y los tiempos, cuanto por significar, por su misma ingenuidad y su mismo abandono, el sentimiento intenso de la libertad que dominaba en el espíritu de pueblos que acaban de conquistarla, al precio de un inmenso heroísmo, luchando por su ser de naciones, y aun derramaban sangre por estrecharla con abrazo viril en el orden de su vida interna.

La libertad que habían cantado los poetas americanos hasta entonces, era la diosa clásica, la libertad que tuvo por atributos el gorro frigio y el ramo de laurel, y fue adorada en la cúspide del Aventino. No era este inmenso amor, este ardoroso y humano sentimiento, que se manifestaba, independiente de toda vestidura simbólica, en el canto que El Nacional de 1842 lanzó a los vientos en vísperas de la Defensa, cuando era llegada para la generación gloriosa de su autor, la hora de la acción y del civismo.

Y no es La Libertad el solo título de poeta que puede ofrecerse a la sanción de la posteridad en nombre de Juan Carlos Gómez. -Yo encuentro intensa poesía en sus composiciones de sentimiento personal que a Menéndez y Pelayo le parecen selladas por el amaneramiento de una escuela. Y no la encuentro de la estirpe que vive exclusivamente vinculada a ciertas convenciones de los tiempos y ciertas oportunidades del gusto, sino de aquella que se encamina derechamente a lo más íntimo del alma, de la que es idioma grato y comprensible para los hombres de todas las latitudes y de todas las épocas. «Gotas de llanto» será siempre leída con emoción y con deleite por cuantos sepan de la poesía que nace del reconocimiento del recuerdo.

«Ida y vuelta» es un romance de una delicadeza encantadora, donde ni el verso ni el espíritu descubren rastro de artificiosidad o afectación. «Agua dormida» me parece de las cosas más bellas con que una naturaleza a un tiempo viril y delicada ha podido expresarse en el lenguaje de los poetas. «Cedro y Palma», «Reminiscencias», «A una ausente», son algo más en mi sentir que inspiraciones de un pasajero sentimiento romántico. -Juan Carlos Gómez, a la manera de Nicomedes Pastor Díaz, uno de los tribunos de más varonil y resonante elocuencia que hayan hollado en nuestro siglo la tribuna española, y a la vez el más sentimental, el más íntimo, el más suave de los poetas de nuestra habla que preceden a Bécquer, ofrece ejemplo de una mente de publicista que es toda bronce y toda fuego en la vida de la polémica y la acción, extrañamente asociada a una vena lírica que brota, mansa y rumorosa, en la región de las supremas delicadezas.

***

Tales observaciones se nos ocurren respecto de la selección verificada en nuestra poesía y el juicio formulado sobre nuestros poetas, por el autor de la «Antología de líricos americanos». -Agregaremos, como consideración final, que no debe juzgarse por el acierto, bien inconstante y discutible, que manifiesta esta parte de la colección, el revelado en el vasto conjunto de la obra. -Ella ha llegado a término y ofrece a la crítica americana un interesantísimo asunto que abordar. -Acaso nos lo propongamos nosotros algún día; pero anticipando desde ya la fórmula que concreta, nuestro juicio y nuestras impresiones, nos será permitido dirigir un aplauso y una protesta de gratitud, con los que interpretamos seguramente el sentimiento de América, al autor de la Antología que viene a solemnizar, y consumar la incorporación de la obra de sus poetas al común acervo de la lengua española.

Los merece también, y no se los escatimamos por nuestra parte, la Academia que ha tomado bajo sus auspicios esta empresa literaria de positiva significación para el afianzamiento de nuestros pueblos con la metrópoli que puede aspirar todavía a recuperar gran parte del influjo perdido, por errores y pecados comunes, en la dirección de su pensamiento y en la educación de su espíritu.

El intercambio de ideas y de ingenio; las corrientes mensajeras de la actividad de la vida intelectual; el amor revelado en la consideración de las cosas de los unos por las mentes selectas de los otros, son vínculos más fuertes, más seguros, que los que pueden originarse de la organización oficial y artificiosa de instituciones que velen en cada zona de la vasta unidad castellana, a modo de vestales, por la integridad, o la inmovilidad, de la lengua.

Emilio Castelar, manteniendo constantemente viva la palabra de la reconciliación y la unidad eterna de la raza en las más altas cumbres de la tribuna; don Juan Valera, interesando, a favor del aticismo y la espiritualidad de las «Cartas Americanas» la atención del público español en los nombres y obras de la actual literatura del continente; y Marcelino Menéndez y Pelayo, saliendo triunfador de la primera tentativa encaminada a armonizar las inspiraciones superiores de nuestros poetas, en un conjunto ordenado bajo las prescripciones más seguras del criterio y del gusto, han realizado los tres esfuerzos más eficaces y plausibles entre los que han podido consagrarse al buen éxito de obra tan noble y tan fecunda como la de estrechar los lazos de fraternidad intelectual de España y América.



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