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El rumor de los clásicos. Historias que fueron escritas para ser contadas

Gabriel Janer Manila





Durante miles de años los hombres contaron historias y recitaron o cantaron versos en voz alta. Puede que, a menudo, crearan aquellos textos orales a la vez que contaban o cantaban; porque al mismo tiempo que construían sus textos podían modificar su sentido, rehacer el significado, colorear con nuevos tintes sus creaciones. Durante miles de años, la ficción transitó por la voz.

No había que demostrar nada. Simplemente mostrar mediante las palabras. La palabra también es un gesto, la expresión de un estado interior, de una idea o de un sentimiento al que cada uno confiere su propia energía. Esta proyección de las palabras sobre el cuerpo permite prolongar sus vibraciones, su dinámica y su significación profunda. La expresión del rostro, los múltiples juegos de la mirada, los ritmos de la voz, todo el vocabulario gestual se ponen al servicio del texto literario oral. El cuerpo que narra es un cuerpo que crea sentido y, mientras sugiere significados posibles, estimula y despierta la imaginación. Entender que en la creación de sentido juegan un papel de primer orden las actitudes mentales, las competencias intencionales, los mecanismos psicológicos, es intentar comprender los fundamentos antropológicos de la ficción. Sólo a partir de aquí seremos capaces de explicarnos por qué creamos ficciones, por qué nos interesan y nos encantan. Por qué no podemos vivir sin ellas.

Nunca conoceremos el tono de voz ni sabremos los gestos con que acompañó el joven diácono y profesor de Oxford, Charles Dodgson, conocido con el nombre de Lewis Carroll, el relato de las bellísimas y extravagantes historias de Alicia, a un pequeño grupo de niñas -Lorina, Alice y Edith Liddell-, la tarde del cuatro de julio de 1862. Habían salido a pasear en barca por el río. Charles remaba, camino de Godstow. Ellas le pidieron que les contara un cuento. Y empezó a contar la historia de una niña dispuesta a crecer de forma diferente. Tumbada en la hierba bajo el sol del verano, Alicia vio pasar un Conejo Blanco que consultaba la hora en su reloj antes de desaparecer en el fondo de una madriguera. Sin vacilar, ella le siguió y, de esta manera, entró en el país de las maravillas. Fascinada y desconcertada al mismo tiempo, Alicia descubre ese mundo extraño, subterráneo y fantástico, donde crece y se vuelve pequeña en un instante, donde se puede jugar con el tiempo, donde la autoridad, la justicia, la sabiduría y las reglas morales se balancean sobre el absurdo1. Nunca sabremos qué gestos y qué voz acompañaron el primer relato de aquella historia extraña y tierna. Le pidieron que les contara un cuento. Carrol nos inyecta su espacio de locura. Hay en el relato una poderosa influencia del cuento tradicional: animales y objetos que hablan, personajes fabulosos, transformaciones que sorprenden: como la metamorfosis de un recién nacido en un pequeño cerdo. Y nos lleva a un país donde una niña de siete años se dispone a preguntarse quién es: ¿Quién diablos podría ser yo? ¿Quién podría ser...? Pero Alicia corre entre los senderos de la aventura, mientras inventa la libertad. Después de aquella tarde de verano, Alice Liddell le insistió en que le escribiera su cuento. Charles comenzó a escribir aquella misma noche, y fue incapaz de esconder su resignada y sonriente tristeza; «la soledad de Alicia entre sus monstruos -ha escrito Jorge L. Borges- refleja la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad del hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole...»2. A menudo organizaba excursiones en barca durante las cuales improvisaba cuentos de hadas que fascinaban a las niñas. En aquel paseo de un día de julio de 1862 surgió la historia de Alicia. No iban solos. Les acompañaban las hermanas de Alice: Lorina y Edith además del reverendo Robinson Duckworth, íntimo amigo y colega de Charles. Empezó a contar. No era la primera vez que lo hacía y en sus relatos solía servirse de viejos materiales extraídos de la tradición oral: cuentos de hadas, juegos de palabras, elementos de procedencia diversa que combinaba de nuevo para inventar extrañas locuras. Sabemos que, atendiendo a los ruegos de Alice escribió la historia: la contó de nuevo por escrito, la ilustró con sus propios dibujos antes de que lo hiciera John Tenniel, y se la regaló a la pequeña en las Navidades de 1864.

Hay un mundo extraño que sólo ven los ojos de Alicia. Una irrealidad que únicamente puede ser vista por los ojos de un niño3. Hay también palabras que llegan a nosotros como un rumor y que no vamos a descifrar si hemos perdido el niño que fuimos.

Quiero aquí recoger la palabra rumor en su acepción de murmullo, de ruido sordo y continuado: el rumor de una voz que narra y cuenta una vieja historia, pero siempre nueva, en algún rincón de nuestra memoria. Ese rumor venido de lejos se halla en muchas de las obras literarias que hoy consideramos clásicos de la literatura para niños. Las raíces de la oralidad se hunden y penetran profundamente y con fuerza en las tradición literaria de los pueblos y alimentan las nuevas creaciones llenándolas de savia regeneradora4. Recuperamos algunas de esas voces en el momento en que nuestra imaginación se pierde entre las páginas de un libro. «Leemos siempre en silencio y se nos olvida que en su origen lo que ahora llamamos literatura fue sobre todo una voz», escribe Antonio Muñoz Molina5, a la vez que nos remite a la «nostalgia de abrir los libros queriendo escuchar en cada uno de ellos una voz»6. Pero eso mismo ya lo había escrito en 1697 Charles Perrault en el prefacio de sus «Histoires ou Contes du temps passé». Dice: «il faut que la lecture se fasse écoute, et les pages imprimées voix sans nom»7.

En un extremo de la playa donostiarra de Ondarreta, en el País Vasco, el escultor Eduardo Chillida construyó, unos años antes de su muerte, tres esculturas de hierro forjado conocidas en todo el mundo como «el peine del viento». Estas esculturas surcan los acantilados del monte Igüeldo y acarician las brisas marinas del mar Cantábrico. En aquel lugar Chillida ha creado un espacio de preguntas y respuestas: el horizonte, el mar y las olas se funden. El viento encoleriza las mareas. Vale la pena interrogarse sobre el enigma del horizonte y preguntarse de dónde vienen las olas. El viento sur levanta, ondula y riza la cresta espumosa del mar. Es cuando se establece un diálogo entre las formas del acero, como garfios que atrapan el espacio en su interior, y el viento que debe entrar en la ciudad ya peinado. Hay en la mismísima roca siete respiraderos a través de los cuales se encauza el empuje salvaje de la marea. Se oye el rumor de unas voces que el viento trae hasta nosotros. ¿Recuerdan ustedes aquella canción de Nina Simone que han versionado David Bowie y, posteriormente, Susan Philipsz? Salvaje es el viento; pero ha de entrar en la ciudad peinado por aquellos garfios. Y sucede que las voces que nos llegan son el rumor de ciertas palabras que llevamos dentro. Al comienzo se quiso que aquel rumor se concentrara en unas pocas palabras descifrables para el oído: música, horizonte, tolerancia, libertad... No se consiguió técnicamente; pero nos llegan convertidas en un susurro: un rumor de olas y viento que nosotros mismos podemos descifrar, si somos capaces. Así, cada hombre o mujer puede filtrar el sonido confuso del mar y atribuirle su particular significado. En aquel lugar donde se juntan la naturaleza y el arte encontramos una vía de acceso a la condición humana: un espacio donde es posible percibir las voces que nos cuentan a nosotros mismos, un rumor que nos permite reformular nuestra imaginación, nuestros deseos y nuestros miedos.

El viento ha de entrar ya peinado en la ciudad. Pero su rumor despierta en nosotros los infinitos significados que llevamos dentro. La voz quebrada y frágil de Susan Philipsz en aquel lugar -junto al peine del viento-, cantó a capella la canción de Nina Simone: «Salvaje es el viento / que me aleja de ti...».

El rumor de los clásicos nos llega peinado por los garfios del tiempo. En una entrevista al músico Alain Bashung se refería a su mujer que cantó el «Cántico de los Cánticos» el día de su matrimonio. Decía: «Elle à un pied dans le cri, un autre dans le murmure». A veces, un texto literario nos llama a gritos, otras, nos permite soñar junto a las voces que fluyen del murmullo.

Empezó a contar la història de una niña dispuesta a crecer de forma diferente. El cuento hablaría de un conejo con prisas, de un sombrerero loco y de la risa de un gato colgada en el aire: el gato de Cheshire, el pequeño condado donde Charles había nacido.

En el país de les maravillas -que tanbién es una parodia del mundo adulto- se hacen possibles muchas locuras. El escritor confabula la perversión de la sociedad y el inconsciente aflora a través del sueño. Caroll nos dice que la locura constituye el verdadero substrato de la vida y, a partir de aquí, construye un relato iniciático de transgresión y cuestionamiento del mundo adulto. Pero locura es para Carroll sinónimo de transgresión. Y la transgresión es -hay que subrayarlo-, la materia que alimenta los clásicos. Las aventuras se suceden sin solución de continuidad, por simple asociación de ideas o de imágenes, como sucede en el interior de los sueños. En el país de las maravillas, Alicia encuentra todo tipo de criaturas extrañas y excéntricas.

Sus aventuras son un viaje impertinente por el universo del mundo adulto: pretencioso y ridículo. Y también, un recorrido a través del uso ilógico, estúpido y demente del lenguaje... Pero también son un relato de iniciación a un nuevo lenguaje: al juego con las palabras, a la posibilidad de inventar otros significados. Allí abajo hay un bosque donde los nombres no tienen cosas... Lewis Carroll nos invita a atravesar este bosque. A buscar nuevas realidades a partir del lenguaje. Se trata de un retorno al origen: a aquel tiempo en que las cosas aún no existían, y existieron sólo a partir de las palabras. Regresar de nuevo al principio, cuando la palabra era todavía un vacío.

No es extraño que los poetas surrealistas admirasen profundamente la obra de Carroll. Su texto late detrás del mejor teatro del absurdo: Samuel Beckett, Eugene Ionesco. Su influjo recorre las vanguardias del siglo XX, desde el surrealismo al ciberpunk8. En el país donde los nombres no tienen cosas, Alicia corre entre los senderos de la aventura, mientras inventa la libertad. Mientras, el gato de Cheshire construye falsos silogismos y sonríe.

Sabemos que la historia que cuenta a aquellas niñas es improvisada, que la inventa a medida que transcurre la excursión. En realidad, intenta proponerles una variación de un cuento tradicional, y hace que Alicia entre en una madriguera, pero sin tener la menor idea de lo que va a hacer allí dentro. Pero en aquel cuento están sus deseos, sus esperanzas, sus temores y sus angustias que no saben manifestarse de otro modo.

Sólo en apariencia Charles L. Dodgson es un hombre sumiso y respetuoso con las convenciones sociales: diácono de la Iglesia anglicana, universitario de Oxford, cumple escrupulosamente con sus deberes. Pero debajo de esta máscara aparente, hay un romántico, frustrado en el plano sexual y hastiado ante un mundo que juzga absurdo. Su existencia, minuciosamente ordenada de universitario prudente y sensato, esconde una vida afectiva intensa, la de un solitario imaginativo y fascinado por las niñas. Si Alicia es un enigma -decía-, este enigma es una consecuencia de los límites del lenguaje. Porque no todo puede decirse con palabras y existen zonas umbrías en el inconsciente que, sólo con mucha dificultad, las palabras podrán expresar.

Por un lado, Alicia encarna el amor más puro, un amor sin sexo, un cuerpo deshumanizado. Pero el relato lleva inscrita una tremenda contradicción: en la imaginación de su autor Alicia se convierte en objeto de deseo.

Entre 1837, año en que sube al trono la reina Victoria y 1914, en que estalla la Primera Guerra mundial se publica en Inglaterra una parte importante de los que hoy consideramos los grandes clásicos para niño: Las dos partes de Alicia, los poemas absurdos, sin pies ni cabeza, de Edward Lear, y los textos más significativos de Edith Nesbit, Robert L. Stevenson, James Matthew Barrie. El conjunto de estas obras evocan una atmósfera de felicidad, un tiempo optimista y hermoso. Proponen la huida hacia un universo de sueño, y recorren espacios y tierras de fábula. Algunas sienten nostalgia por el mundo rural anterior a la industrialización y persisten en la idea de que, antes de la pubertad, el niño es inocente.

Pero esta idea del niño inocente no es nueva: la encontramos en el Nuevo Testamento: Dejad que los niños se acerquen a mi... Si no os hicierais como niños..., etc. También en la obra de Dante y de Shakespeare, los niños son un símbolo de inocencia. Pero el siglo XIX acoge las interpretaciones románticas -Blake, Wordsworth- y pone el acento en la naturaleza bondadosa del niño y la enfrenta a la sociedad pervertida y a la moral hipócrita. Se trata de la herencia de Rousseau: Todo es perfecto cuando sale de las manos de la naturaleza, todo degenera en las de los hombres, escribe en las primeras líneas de Émile. Pero aquellos escritores decimonónicos añadieron un nuevo elemento: la imaginación aporta al niño, precisamente porque es inocente, la posibilidad de acceder a una visión superior de la realidad que con los años ya no va a ser posible: viajar al extraño país de las maravillas, conocer la tierra de Nunca Jamás. A los tiempos de la reina Victoria sucedieron los de Eduardo VII. Ahora, Peter Pan y sus amigos van a ser libres, incluso, capaces de volar, mientras los adultos permanecen atados a la orilla del Támesis. En Peter Pan and Wendy, Barrie evoca aquellos días maravillosos y dulces del pasado, definitivamente perdidos. Y escribe: «En estas mágicas playas los niños que juegan detienen siempre sus barquillas. Todos nosotros hemos estado allí, y aunque no desembarcaremos en ellas nunca más, todavía podemos oír el murmullo de las olas al romper sobre la arena...»9. El rumor del mar que llega hasta nosotros peinado de nuevo a través de los garfios de J. M. Barrie. El recuerdo de un murmullo que resuena en nuestro interior.

Esta sociedad que rechaza aceptar cualquier tipo de sexualidad extramatrimonial y se escandaliza por ello, hasta el extremo de que Mrs. Ruskin, Mrs. Carlyle, Mrs. Barrie languidecen, casi vírgenes, al lado de un marido indiferente a los placeres de la carne, hace del niño preadolescente el objeto de sus fantasías eróticas. Puede que se trate de un delicioso y lejano fantasma, de una felicidad puramente emocional que no amenaza el ideal de castidad ni hace tambalear ninguno de los pilares sobre los que se asienta la sociedad victoriana. Una mezcla de hipocresía, de inocencia y de voyerismo que desemboca en la idealización de la infancia: es bella, imaginativa, espontánea, llena de audacia. Una de las grandes cualidades de los poemas de Lear y de los relatos de Alicia es esta fiesta de la extravagancia, de la irracionalidad, del no-conformismo, esta ausencia de moral, esta franqueza alegre.

Que un señor respetable como Ruskin se enamore de una niña de nueve años, que un diácono de Oxford como Lewis Carroll esté fascinado por la pequeña Alice Liddell pudo ser algo corriente en la Inglaterra del siglo XIX. Dickens, cuya heroína, la pequeña Nell, es el más querido de todos los personajes novelescos de su tiempo, dijo, un día: «Caperucita Roja fue mi primer amor. Creo que, si hubiera podido casarme con ella, hubiera conocido la felicidad perfecta».

Quiero detenerme en Le Petite Chaperon rouge. Así comienza: Il était une fois une petite fille de Village, la plus jolie qu'on eût su voir...10. Caperucita atraviesa el bosque con su cesta colgada del brazo. Allí encuentra el Lobo. Éste le pregunta a dónde va. Ella responde que a casa de su abuela que vive al otro extremo del bosque y que la espera acostada en la cama. El Lobo acude a la casa de la abuela, se echa sobre ella y la devora. Tranquilamente, espera a que llegue la niña. Caperucita ve perfectamente la cabeza del lobo: qué brazos tan grandes, qué orejas tan grandes, qué ojos tan grandes... Y los dientes. Son para comerte. Et, en disant ces mots, ce méchant Loup se jeta sur le Petit Chaperon rouge, et la mangea11. Todos conocemos la historia de aquella niña y el lobo: el encuentro fatal entre la niña y la bestia.

Este cuento, el más corto del conjunto editado por Perrault, en su magistral brevedad y su atrevimiento inaudito, es uno de los grandes textos de la literatura. En él se unen de forma magistral y misteriosa el realismo y lo maravilloso, el terror y la magia, la obsesión por el sexo y la muerte. Incesto, violación, pedofília, canibalismo, voyerismo y fetichismo se concentran en un cocktail explosivo. Merece la pena fijarnos en la versión modificada que publicaron los hermanos Grimm en 1815. De esta manera introdujeron en Alemania un cuento allí desconocido; pero profundamente cambiado. ¿Por qué el siglo XIX quiere tranquilizar a los niños desobedientes que no obedecen a su madre? El niño de la era industrial es el heredero de los bienes familiares y hay que preservarlo como se preserva un bien económico por su plusvalía, hasta hacer de él el rey de la casa. Sus padres son severos y bondadosos al mismo tiempo, le dicen como ha de comportarse y qué le está prohibido. En caso de transgresión -hay que salvar al rey- tienen a punto un cazador para las intervenciones de urgencia. El cazador abre el vientre del lobo, salen intactas la abuela y la niña y llena de piedras el vientre de la bestia. Aquel no se da cuenta del cambio y, al despertarse, se tambalea hasta caer en el fondo de un pozo o en el río. Como debe ser, para que, al final, se haga justicia. Y el pedagogismo burgués acabará salvándolas de la caída en las fauces de la bestia. La familia vigila.

Le Petit Chaperon rouge es el único cuento de Perrault que ha sido manipulado y corregido. El cuento termina con estas palabras: Et, en disant ces mots, ce méchant Loup se jeta sur le Petit Chaperon rouge, et la mangea12. El lobo la devora, pura bestialidad. En cambio, Le Petit Chaperon rouge tiene un final horrible: devorada por el lobo. ¿Qué ha ocurrido? Se trata de una historia que cuenta una barbarie: la violación y la muerte de una niña valiente, que confía en si misma, en su madre y en su abuela, con una enorme curiosidad por la vida, ávida de saber, de experimentar, de conocer... Ella sola resume la condición de cualquier ser humano que empieza a vivir. ¿Y es por esto que el cuento la castiga? Nos remite, tal vez, al mensaje de toda tragedia: el inocente sólo es culpable por ser inocente.

Probablemente, Perrault había leído a Locke, traducido al francés en 1695. No es difícil hallar en sus cuentos el eco de las ideas pedagógicas de Locke y su pensamiento sobre el desarrollo de la inteligencia infantil. Como Locke, Perrault cree que es posible favorecer el desarrollo de aquella inteligencia si se utilizan los medios apropiados. El lobo acaba por comerse a Caperucita roja. Pero el lobo somos cada uno de nosotros: la invitamos a acercarse a la cama y a meterse en ella para devorarla: [...]viens te coucher avec moi. Le Petit Chaperon rouge se déshabille, et va se mettre dans le lit...13. La cama de la abuela es el lugar donde le esperan todos los peligros14. Donde pensaba que estaría protegida la acechan los dientes del lobo. La madre no le había advertido que no se detuviera en el camino, como afirman algunas versiones del cuento que se alejan de la de Perrault. Éste nos dice con claridad que la niña no sabía que detenerse a hablar con un desconocido pudiera ser peligroso: [...] le pauvre enfant qui ne savait pas qu'il est dangereux de s'arrêter à écouter un Loup...15. Quiero decir que en la versión de Perrault no hay transgresión. La niña es inocente; culpable por el hecho de ser inocente.

No tengo duda de que aquella pasión por la niñez está en el origen de la literatura infantil inglesa. Se trata de una sociedad que descubre algo que ha definido la Pedagogía moderna: la infancia es un período de aprendizaje de la vida adulta; pero también una etapa específica, un estadio de la vida con entidad propia. También, el niño es percibido como bueno e inocente. Diría -y creo que la afirmación vale también para nuestro tiempo- que la literatura infantil victoriana nace contra el pecado original.

En un mundo por el que circulan los lobos disfrazados de abuela, Alicia aparece como un prototipo de niña que representa la inocencia en el seno de la corrupción, antes de que la vida imprima en ella su degeneración y sus miedos. Pero el sueño de Alicia no es sólo la ruptura con la vieja educación; sino que elabora y construye las bases de una pedagogía racional y moderna. Al terrorismo escolar, Carroll propone la pedagogía sonriente del juego. Pero su mejor logro es haber descubierto que la construcción de significado se hace a través del lenguaje. Quisiera vivir en un lugar donde las palabras no tuvieran cosas para inventar los significados y levantar de nuevo el mundo a semejanza de sus sueños.

Peter Pan, es ya de otra época. Es probable que el suyo fuera un tiempo de desilusión y desencanto. A comienzos del siglo XX, el niño ha dejado de representar la inocencia y ya no es un modelo moral. Peter es listo y sagaz, pero egoísta. Dispuesto a exprimir una juventud que no quiere perder. Ya conocen ustedes el tema: Todos los niños quieren crecer, excepto uno. La primera versión fue escrita para ser representada -sin duda, el teatro es otra forma de literatura oral-, y su estreno tuvo lugar en 1904. Todas las tardes el público adulto que asistía a la representación aplaudía a Peter Pan que, después de vencer al Capitán Garfio, exclamaba: Yo soy la juventud, yo soy la alegría. Soy un pequeño pájaro que ha caído del nido... El culto a la juventud y al triunfo. Con anterioridad Peter había dicho: La muerte es una aventura prodigiosa... Estas palabras me traen a la memoria algunas voces que prefiero olvidar. En 1936, los fascistas españoles también rendían culto a la juventud y vitoreaban la muerte. Novios de la muerte, se llamaron algunos a sí mismos.

Peter no quiere crecer. Ha oído a sus padres mientras hablaban de qué haría cuando fuera mayor. Y no quiere ser mayor. Puede ser hermoso ser el capitán de los Niños Perdidos en el País de Nunca Jamás.

Una noche entra en la habitación de los hermanos Darling: Wendy, John y Michael y les enseña a volar. La madre de los niños es afectuosa y tierna, el padre es un hombre cruel y la institutriz, Nana, es un perro. Aquella noche el perro estaba atado y los hermanos Darling volaron junto a Peter hacia una isla salvaje: el País de Nunca Jamás. Wendy asume el papel de madre de aquel grupo de niños perdidos y, entre otras aventuras, luchan contra los indios, se enfrentan a los piratas conducidos por el Capitán Garfio, reencuentran un cocodrilo que hace tic-tac porque se había tragado un despertador. Se enfrentan a la muerte, puesto que el Capitán Garfio les ha capturado y quiere echarles al mar. Pero Peter llega a tiempo para salvarles: combate con él y el Capitán se precipita al mar para caer en las fauces del cocodrilo. Los niños regresan a su casa, pero Peter, que rechaza quedarse con ellos, se obstina en seguir siendo un niño en la tierra de Nunca Jamás.

Es su valor simbólico que convierte la obra de J. M. Barrie en un clásico. Más de un siglo después, el nombre de Peter Pan sigue siendo sinónimo de eterna juventud. El cocodrilo se convierte en la representación del tiempo que devora la vida. Los Niños Perdidos, el País de Nunca Jamás, la cabaña de Wendy dejan en el lector una marca profunda, imborrable.

También Hans Christhian Andersen escribió sus cuentos para que fueran contados o leídos en voz alta. Lo ha escrito no hace mucho tiempo el novelista alemán Günter Grass que, para festejar el bicentenario del nacimiento de Andersen y dispuesto a transgredir la frontera entre la palabra y la imagen, ha ilustrado treinta de sus cuentos16. Dice: «Andersen était un fabuleux liseur, un déclamateur qui aimait lire ses oeuvres en public, de préference devant les plus prestigieuses têtes couronnées d'Europe. Moi aussi, je fais gran cas de la lecture à haute voix, car rappelons-nous que la littérature, jusqu'à Homère, se transmettait oralement. J'écris chaque phrase en l'articulant jusqu'à ce qu'elle trouve son rythme dans la bouche et sur le papier. Je suis convaincu que si l'on privilégiait dans les classes la lecture à haute voix, cela favoriserait l'apprentissage et l'amour des livres. Et les élèves entendraient que la grammaire, elle aussi, a un sens»17.

Sabemos que Andersen fue un escritor meticuloso, que reescribía varias veces cada uno de sus cuentos porque pensaba que tenían que ser leídos en voz alta, que su padre -que ejercía el oficio de zapatero remendón y que sabía leer y escribir-, le leía pasajes de Las mil y una noches. Sabemos también que a menudo se inspiró en los cuentos populares de su país, de los que extrajo brujas, elfos y hadas. Y que, en varias ocasiones, es la voz anónima del viento quien relata la historia que el autor nos quiere contar. Una vez más, un escritor de cuentos peina de nuevo el viento para que su palabra se oiga en voz alta.

Había nacido en un barrio miserable de la ciudad de Odense, en la isla danesa de Fionia, en 1805. No voy a detenerme en su niñez triste, llena de dificultades económicas: las burlas de sus compañeros por su aspecto afeminado, la muerte del padre a la vuelta de la guerra -se había alistado en el ejército de Napoleón-, su trabajo de aprendiz de tejedor, luego de sastre... En uno de estos lugares sus compañeros llegaron a bajarle los pantalones para comprobar a qué sexo pertenecía. Su huída a Copenhague para iniciar una carrera artística... Como los héroes de los viejos cuentos que no cesan de buscar hasta que encuentran aquello que va a poner fin a su inquietud. Era El patito feo: diferente a los otros, el que es distinto. Era un pollo de cisne feo y torpe que estuvo completamente fuera de lugar. «Siempre había sido un cisne pero lo ignoraba. Los que le rodeaban tampoco tenían ni idea e, incapaces de aceptar al patito feo como uno de ellos, lo atormentaron»18. Su obra más importante fueron sus cuentos. Se inspiró en los relatos que había oído contar a su madre, en las leyendas, en la historia, en la vida cotidiana. Y escribió en total 164 cuentos para niños -dice Harold Bloom- de todas las edades, de 9 a 90 años. Un sentimiento trágico subyace en el humor de sus cuentos y sus historias.

Bloom se pregunta: ¿Qué hace imperecederos a los cuentos de Andersen? Y la respuesta es así de sencilla: El proyecto de Andersen era cómo seguir siendo niño en un mundo manifiestamente adulto19. De nuevo el rechazo del hombre adulto, de la sociedad perversa. En esa inquietud misteriosa que Andersen proyecta en cuanto le rodea, radica su enorme capacidad de seducirnos. Los juguetes viven, las princesas se transforman en cisnes y el mar esconde, encubiertos por las olas, enigmáticos palacios. En El ruiseñor y el emperador de China, acabará diciéndonos que el mejor descubrimiento no va a ser nunca una máquina, sino el corazón del hombre y la energía que contiene. Andersen se propone siempre escribir la historia de una vida, sea un ser humano, un animal, un vegetal o un objeto. Y por ello dota de vida, de lenguaje y sentimientos humanos a los objetos y a los animales, como ocurría en los cuentos y en las antiguas fábulas. Es un buen ejemplo: Bajo el sauce, escrito en 1853, en el que nos cuenta la historia de un niño y una niña, siempre juntos. La niña se va a vivir a otro lugar y, al encontrarse, unos años más tarde, el joven declara su amor a la chica que le rechaza amablemente. Desesperado, viaja para olvidarla y, pasados los años, cuando la vuelve a ver, ella no le reconoce. Desamparado, vuelve a su pueblo y al sauce bajo el que habían jugado cuando eran niños y se deja morir de frío.

Transforma todo cuanto escribe mediante una ternura radiante, que utiliza como instrumento de disolución. Murió en 1875 rodeado de honores y reconocimiento a su obra. Había dicho: Nunca soñé en llegar a alcanzar tanta felicidad cuando era sólo un patito feo20.

También Le avventure di Pinocchio de Carlo Collodi pudo ser en sus orígenes un relato oral. Publicado por capítulos en el Giornale per i bambini, cuyo primer número salió a la luz en Florencia, el 7 de julio de 1881, contiene profundos rasgos de la narración popular de carácter oral. En su publicación periódica llevaba por título Storia di un burattino y, posiblemente, esta historia fue leída en voz alta en escuelas y casas particulares, en círculos recreativos y lugares donde un grupo de personas, niños y adultos, fueran capaces de conmoverse ante la instintiva alegría de Pinocchio, ante sus embustes e impertinencias.

Con un pedazo de leña, «C'era una volta...» ¿Un rey? No, queridos niños, en esta ocasión no era un rey..., era «un pezzo di legno», regalo de maese Cereza, el viejo Gepetto decide fabricar un burattino maravilloso que sepa bailar, manejar la espada y realizar el salto mortal. Piensa que con él va a recorrer el mundo, de ciudad en ciudad, dispuesto a ganarse su jornal. En el capítulo diez, Collodi refiere hasta qué extremo Pinocchio es hermano de los títeres y de las máscaras. En medio de la plaza la gente se agolpa alrededor del gran Teatro de Títeres. Hace poco que dejó de nevar. Atraído por la música y el jolgorio que se crea en torno al teatro de madera, Pinocchio no acude a la escuela, vende su abecedario y entra a ver el espectáculo. El telón estaba levantado ya y la comedia había comenzado. Cuando las marionetas de la compañía del señor Comefuego ven a Pinocchio lo reconocen como a su hermano de madera.

Como ellos, Pinocchio es un títere de madera dura, obstinado y quisquilloso. Con su nariz larga, embustero e impertinente, mantiene toda la gracia, la fantasía y la fuerza misteriosa de los personajes del teatro de títeres21. Pero Pinocchio está vivo desde el comienzo del relato, apenas cuando empieza a ser un muñeco: Cuando Gepetto llega a casa comienza a tallar el muñeco. Pero tan pronto como la boca de Pinocchio se halla terminada, se ríe de éste y le saca la lengua; y cuando ya tiene brazos, le arranca la peluca de la cabeza. Cuando sus piernas y sus pies han sido terminados sale corriendo. [...] Además de ingenuo, es impulsivo, grosero, egoísta y agresivo22. Pinocchio no es un niño ejemplar. Y en esto consiste su atractivo. Éste es un niño nacido con el pecado original. Y la sociedad en la que vive, estúpida y corrupta.

Hay algo en él del viejo diablo popular, pero sobre todo se unen el niño libre de la naturaleza de Rousseau con el niño revoltoso e inquieto de la Revolución. Es, más que otra cosa, el personaje en el que confluyen los surcos de un gran mito literario. Pinocchio, cuerpo elástico que corre incansable, cabeza de madera y nariz que se alarga y fluctúa. Collodi debió preguntarse cómo se cambia una sociedad en la que Pinocchio pasa hambre, sufre golpes, es explotado, se le niega el estado de la niñez, se le pide que sea obediente y feliz en su obediencia23. La respuesta es sólo una: mediante la imaginación. Porque imaginar, sigue siendo disolver las barreras, no hacer caso de las límites, subvertir la visión del mundo que se nos ha impuesto24. Hacer que las palabras y con ellas la vida dejen de ser objetos rígidos. Collodi afirmaba la importancia del pan por encima de las palabras; pero sabía muy bien que cada crisis de la sociedad es, en definitiva, una crisis de la imaginación25.

Hay otras historias que contar, otros cuentos que en algún momento se pensaron para que fueran contados o leídos en voz alta. Quien los imaginó tuvo la idea de inventar al mismo tiempo otras voces. Pienso ahora en El mago de Oz, de Lyman Frank Baum, publicado en el año 1900. Aparece un robot, un corazón artificial, sistemas de televisión... Pero el país de Oz es, ante todo, una utopía. Dorothy Gale vive con sus tíos en una aislada granja de Kansas. Un día un huracán arranca su casa con ella dentro y la lleva hasta el extraño país de Oz. Allí conoce a seres muy especiales: el Espantapájaros, que fue construido para alejar a los cuervos de un maizal, pero que piensa y habla, el leñador de hojalata, sólo hecho con piezas metálicas y el León cobarde, rey de los animales, pero demasiado sensible. Oz es un país donde uno puede escapar de la monótona vida doméstica hacia el país de la fantasía [...], se pueden tener emocionantes aventuras sin peligro y, quizá lo más importante de todo, se puede no tener que crecer nunca26. Oz es ese lugar -decía Ray Bradbury-, diez minutos antes del sueño, donde nos vendamos las heridas, nos ponemos los pies en remojo, soñamos que somos mejores, dormitamos con poesía en los labios y decidimos que a la humanidad, por muy maliciosa y estúpida que sea, habrá que darle siempre otra oportunidad, al amanecer.

En otro lugar del mundo, en el corazón del Mediterráneo occidental, de nuevo un artista busca arrancar el viejo rumor de las piedras. Se trata de Pinuccio Sciola que, hace algunos años, exponía sus esculturas al aire libre en la ciudad de Luxemburgo. El título de la muestra: «Piedras sonoras»27. El escultor busca las piedras de los montes de su propia tierra: la isla de Cerdeña. Se trata de un tipo de basalto del que están hechos los «nuraghi» estructuras de piedra que sirvieron de refugio hace tres mil años a los hombres de la edad del bronce. Para crear sus «piedras sonoras» Sciola utiliza grandes bloques de basalto que sólo trabaja por una cara, quedando el otro lado sin manipular. Se trata de una piedra de color de arena, tierna, austera, silenciosa que, en sus tiempos muertos, se atreve a jugar con el viento; acostumbrada a retener en sus grietas el tiempo y los lagartos. Este tiempo frágil y duro sobre una piedra capaz de cantar con las caricias de la brisa o la suave presencia de una mano. Fue durante los años noventa del pasado siglo que Sciola realizó sus primeras «piedras sonoras»: bloques de basalto atravesados por incisiones profundas, a veces geométricas. El viento vibra sobre estas piedras y el rumor que se desprende de ellas es la voz de la piedra. Un material aparentemente mudo encuentra su propio sonido, mientras la piedra permanece en su tiempo de piedra.

Pero la voz deriva de la imaginación. Hay textos que se construyen a través de una voz: las vibraciones, la entonación, la sensación de que las palabras comienzan a vivir, la instantaneidad de un discurso interior, el ritmo y la atmósfera que se imprimen al texto. Dostoïevski decía que escribía en voz alta. Y Henri Michaux: Yo no puedo escribir si no es hablando en voz alta; es posible que se trate de un encantamiento. Es posible que la voz que surge del texto sea en realidad su metáfora, la más bella de las metáforas, la más eficaz. Porque tal vez no haya otra metáfora: [...]c'est entièrement une question de voix, toute autre métaphore est impropre28.

Esta voz es una voz ficticia, surgida de la imaginación, un espejismo. Mediante esta voz las palabras se erotizan. En ella se integran tono, ritmo... Y se convierte en la caja de resonancia donde llegan otras voces, otros ruidos. Todo el rumor del mundo. Justamente los clásicos son clásicos porque en cualquier momento, en el espacio y en el tiempo, son ca paces de integrar en sus voces el rumor del tiempo, no en que fueron escritos, sino el rumor de cada tiempo en que son leídos. El escritor recoge la música del tumulto, las voces de su tiempo. Fue por mayo de 1968 en París: cuando los muros del Quartier Latin empezaron a hablar. Aquellos muros fueron también sonoros. Podríamos trazar una mitología moderna de la voz. Aquellas palabras escritas en las paredes fueron más poderosas que la palabra mediática. Desde aquellos días, las minorías humanas, las mujeres, los niños y los locos empezaron a hacer uso de su propia voz. Como lo habían hecho los primeros músicos que imaginaron las múltiples voces del jazz. A finales de los años treinta, un personaje de Sartre escucha los largos y secos lamentos del jazz, los sonidos blancos y acidulados del saxo. En las orquestas de Ellington los instrumentos -trompetas, guitarras, harmónicas y trombones- imitaban la voz humana; pero también el grito del animal salvaje. El rumor que surge del texto literario, como del jazz, participa de todos los sonidos, ruidos y voces del entorno29.

Pero a veces es como si el escritor hubiera puesto un micrófono bajo el cerebro de sus personajes: esta imagen se encuentra en Milan Kundera a propósito de Joyce: En la cabeza de Bloom, Joyce ha puesto un micrófono. Gracias a este fantástico espionaje que es el monólogo interior, nosotros hemos aprendido mucho sobre lo que somos30. Pero no olvidemos que esta voz se crea en la imaginación del lector. ¿Podemos referirnos a la banda sonora de la escritura? Percibimos a través de la voces escondidas en el texto las tonalidades de la prosa, su estructura profunda, su música, su sensualidad. Esta voz contribuye a construir el sentido. Para quien lee como Teseo en el Hipólito de Eurípides, los signos escritos hablan, cantan, gritan, mientras el ojo descubre el sonido y construye su estricto y particular significado31. Pero aquella poesía que nos transmite la voz que hemos imaginado nos lleva a otros lugares donde puede haber otras voces. Nos lleva al interior de otros tiempos. Y, sobre todo, al interior de lugares y tiempos que no existen, aunque sabemos que están muy cerca.





 
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