Refiere Pedro a sus ordinarios académicos una ingeniosa burla, y al mismo tiempo se prosigue con la narración de la novela intitulada Polidoro y Aurelia
Los amigos, más conformes y gustosos que nunca, acudieron con la siguiente luz a ver a los dos carísimos herm[a]nos, que con artificiosos y apacibles embustes entretenían a los unos con lo mismo que murmuraban de los otros, haciéndoles el plato de sus propias cosas, tan bien guisadas, que desconociéndolas, se deleitaban con ellas. Celebraban mucho la treta feliz con que Pedro había desterrado del lugar a los tres molestos y pesados: poeta duro, tahúr renegado y ciego mendigón. Algo se desvaneció con las injustas alabanzas, que provocado de ellas mientras no se ofrecía en la conversación otra materia más grave, propuso al juicio de los presentes, para su risa y entretenimiento, un caso que le pasó en Córdoba, y dijo en este modo:
-En la patria donde yo nací, ilustre por tantos títulos, pues siendo agradable al cielo, se mostró tan liberal con ella, que hasta sus peñas visten esperanza, porque se vea que en sus campos aun las piedras engendran verdores y lozanías, hubo un hombre tan defectuoso, que sus partes personales fueron cosquillas de la risa de los más severos. Tan pequeño, que llegaba con las narices a la pretina de los hombres de mediano talle, de modo que ni era hombre, ni mitad de hombre, sino tercia parte, y esa compuesta de los peores y más inútiles miembros que la naturaleza pudo repartille. La cabeza se ensangostaba tanto hacia la frente, que no lo parecía, sino esquina donde podían romperse todas las demás que encontrasen con ella, sobrándole allí la agudeza que en el entendimiento le faltaba; los ojos, mal avenidos entre sí propios, miraban a diferentes partes, porque fueron tales, que conociendo de sí que eran ofensivos deste modo, repartían el daño por diversos sujetos; el izquierdo mayor que el derecho, presidiera al rostro si no trujera una niña embozada en una nube, que era la una tan niña, y la otra tan blanca, que la segunda parecía pañal de la primera. Andaba siempre tan disgustada esta rapaza ojiizquierda, que la mayor parte del año le lloraba, sin poderla él enderezar para ninguna cosa que fuese loable, a que ella satisfacía con dos disculpas: la primera, ser el lugar del rostro donde estaba izquierdo; y la segunda y última, su modo de mirar tuerto. El otro ojo era tan pequeño, que lo pudiera ser de una aguja de estas con que se hace cadeneta; miraba con él sin ser visto, porque en materia tan breve no se descubría cosa que pudiese juzgar, ni ser juzgada. La nariz, hebrea en lo disforme, hizo la limpieza de su sangre sospechosa. Vestíase lo más del año de morado, luto en los cardenales, y cardenal en ella. Su grandeza admiraba, porque naturaleza anduvo aquí tan cumplida cuanto en el ojo derecho escasa, haciendo en él un sujeto narigón y desojado. La boca bien armada de dientes, aunque entre sí desiguales, mostraba en los inferiores dos órdenes, siendo su risa el llanto de los niños, porque con lo que descubría les causaba temor y espanto. Era maldiciente, y parecía que no podía menos hombre tan desbocado. En la barba ancha y larga tenía él librada toda su autoridad, si la repasara con alguna limpiadera a sus tiempos, porque sólo le servía de testigo de que comía, trayendo en ella las migajas que desperdiciaba la boca, si no es que las dejase allí la industria, por desmentir la opinión que de miserable se le achacaba, quiriendo más ser contado con los sucios que con los avaros.
»La garganta se le perdió a la comadre que asistió a su parto (como dicen) entre las manos, porque la cabeza fincaba sobre los hombros, de modo que parecía estar allí clavada, porque para revolverla había de ir con ella todo el cuerpo. Tenía el pecho hundido, y la espalda alta para pagar en ella, recibiendo palos, las malicias que formaba en él. Sus piernas eran tan delgadas, que admiraba que aun el peso de tan ruin cuerpo no las quebrase. Los pies, cimientos de tan vil edificio, fue lo más bien formado de su cuerpo, para que se engañase (como le sucedía) con lo mismo que el pavón se desengaña.
»En este sujeto tan disforme se aposentaba un espíritu brioso y alentado, que muchas veces sucede repartir las peores casas a los mejores huéspedes. Escribía versos y jugaba las armas, ofendiendo con entrambas cosas. La presunción suya desigual a sus fuerzas, inducida de sus imprudentes esperanzas, le persuadía vanísimos asumptos, enamorando siempre lo más bello, lo más discreto, porque él, más osado en lo más imposible, todo lo hallaba igual en su pensamiento. Las noches rondaba mozas y mataba perros, porque decía que ladraban a los ladrones, y que siéndolo él de amor, era fuerza que persiguiese a sus enemigos. Siguiósele de aquí que los rapaces, y aun los barbados, que a veces se entretienen con lo mismo que los muchachos, le llamasen «mata perros».
Hasta aquí llegaba Pedro con su discurso, cuando entró aquel ilustre poeta autor del poema intitulado Las hazañas del Amor, que prosiguiendo con la materia empezada dijo:
-La fábula de Rosismunda y Recaredo oístes, cuando empezaba la de Polidoro y Aurelia me arrebataron ocupaciones forzosas de vuestros ojos, más ya que el tiempo da lugar, proseguiré con ella, aunque será forzoso volver a referir la última octava, que para nuestro intento viene a ser la primera. Dice así:
Callaban los circunstantes, y Pedro, como dueño de la casa y de las voluntades de todos, agradeció al ingenioso caballero el gusto con que los había entretenido y admirado; pero, viendo en el auditorio deseo de que se templase aquella tragedia con proseguir el discurso que dejó suspenso, tosiendo primero, repasó los bigotes, compuso la capa y sombrero, y levantando la voz más, dijo:
-Andaba, pues, nuestro perricida mordido de Amor contra quien ni podía, ni sabía defenderse. Era la causa de sus inquietudes la hija de un maestro de escuela, moza resplandeciente de rostro, a quien él llamaba veneno de corazones, y decía bien, porque el solimán lo es, y así no es mucho que las damas quiten con sus caras tantas vidas, si llevan en ellas tan ofensivas armas. Presumía la tal señora de entendida, y por esta causa hallaba entretenimiento con la conversación del mata perros. Andaban de la una a la otra parte papeles, apurábanse los concetos tanto, que en compañía de algunas cosas sutiles iban otras muy necias. Las noches rondaba la puerta, y si como hacía piernas, le fuera posible hacer talle, hubiera sido el hombre bienaventurado. Llegó el viento de este caso, si no a mis narices, a mis oídos, que me obligó a reír no poco. Por este buen rato que recebí a su cuenta, estaba obligado a no dársele malo, pero como de él se me había de seguir a mí otro mejor, y cada uno quiere más su gusto particular que las comodidades de su prójimo, apenas lo entendí, cuando le armé la burla; si fue ingeniosa, a mí no me toca este juicio, sino a vosotros, a quien agora pido atención y después si se me debiere, el aplauso.
»Es el caso, que el padre de la dama papelista -digo el gobernador de pupilos y corregidor de planas-, se preciaba de cristiano antiguo, y decía que sus abuelos habían servido al Santísimo Tribunal, muralla y castillo de la Fe. Blasonaba de limpio, bien que no lo mostraba en los manteles de la pobre mesa, que ponía a los pupilos, aunque en los platos sí, porque nunca llegaban a tener con qué ensuciarse. Habitaba pared y medio un vecino poderoso en hacienda y mal opinado en la sangre, no por culpa suya, sino de un bisabuelo, hombre de poco crédito en las cosas de la otra vida, buscador de dineros y de ruidos, que por haber vivido sin ella en el alma, murió en la lumbre su cuerpo. Era éste padre de un hijuelo de pocos años, que en lo alto y demás forma del cuerpo, se parecía al perseguidor de los valientes canes. Estaban los dos, aunque tan juntos en las casas, muy distantes en las voluntades, porque el uno se desvanecía con la pureza de su sangre y el otro soberbio con su dinero, decía, y era verdad, que se servía de otros tan buenos como él, y aun mejores. Cuando me pareció que el amor andaba más brioso y esforzado, hice una visita al padre de la doncella escritora, a quien referí sus liviandades, y le di a entender, que el amante que la servía era el hijo de su manchado vecino, de que recibió no pequeña cólera, y protestó con graves juramentos castigar al rapaz el atrevimiento indigno y licencioso.
»Este mismo día sobre un punto de derecho, de que se ofreció tratar, tuvo Mataperros una disputa con el alcalde mayor, y encendiéndose la competencia, llegaron a tan libres palabras, que fue menester la autoridad del corregidor, que haciendo risa y desprecio de la insolencia del canicida, los compuso. La noche vino cumplida de todo lo que ha menester un amante, porque fue muy helada y escura, dando causa con esto a que el nuestro viniese al puesto más presto de lo que solía. El padre de la dama le acechó, y como aun apenas pudiese velle con tantas tinieblas, mandó a un pupilo suyo, mozo de buena disposición, que se llegase a él y le preguntase, como lo hizo: «¿Eres Gregorio?», porque éste era el nombre del hijo del vecino. Él, que entendió que por este camino desmentía espías y aseguraba sospechas, respondió, sutilizando la voz: «Sí, yo soy. ¿Qué quieres?». Con esto, el otro sin replicalle, se volvió a dar cuenta al superior, que cuando acabó de persuadirse a creello, dijo colérico disparates, que sólo fueron celebrados con ser muy reídos, y volviendo a llamar al pupilo y a otros tres, aun de mayor cuerpo y fuerzas, les dio orden que arrebatándole en brazos, se le trujesen, que apenas pronunció el auto, cuando de ellos, siendo obedecido, fue ejecutado.
»Esperábalos el maestro en el portal de su casa, donde no había luz, y apenas entraron con el miserable prisionero, cuando haciéndole quitar las agujetas en fee de ser Gregorillo, le hizo poner a caballo. Confuso y admirado se halló aquel amante infeliz en ocasión tan triste, pero considerando que si daba voces y se descubría por quien era, podría seguirse mayor inconviniente, como era, o quitalle la vida o la reputación, haciéndole casar con mujer inferior a sus prendas, determinó pasar con silencio por aquel castigo, pues mientras no era visto ni conocido, no se le seguía más daño que un breve dolor. Así, recibió mucho número de azotes, dados con tan buena mano, y tan mala intención, que doliéndose más de lo que él pensó, le obligaron a levantar el grito.
»A este tiempo, uno de los cuatro pupilos, que era amigo de Gregorillo, había avisado en su casa que no hallándole en ella, por estar en la de un tío suyo, sin que sus padres lo supiesen, lo creyeron, y acudiendo el padre y los criados con mucho ruido de asadores, palos y espadas, quebraban con golpes las puertas, sin que esto bastase para que suspendiese su furor aquel airado verdugo.
»Pasaba en aquella ocasión con todos sus ministros el alcalde mayor de ronda, que viendo tanto aparato de armas y descomposición de gritos, con la mano poderosa de la justicia, echó las puertas en el suelo, y entrando con las luces de sus linternas, vio con todos los demás que a su lado iban, al que aquella misma tarde había sido su atrevido contendor. El padre del rapaz, que se presumió que era el paciente, desengañado y contento, se recogió con los demás de su familia en su casa, lleno de risa, y estendiendo el cuento por toda la vecindad, que le oía con admiración no pequeña. El pobre maestro, que vio el sujeto sobre quien había descargado su furor, se halló confuso por una parte, y por otra más airado de que aquel monstro de naturaleza se hubiese atrevido al ídolo de su casa, y le parecía que para la reputación de su hija aun no era bastante satisfación. El alcalde mayor, del suceso gozosísimo, recibió las querellas de entrambas partes, y haciéndolos poner en la cárcel, dio cuenta al corregidor, que enviándola él a los ministros superiores de la Corte, fue el cuento célebre por toda España. Estuvo algunos días sin componerse esta causa, hasta que intercediendo personas graves, eligieron por mejor medio que se casasen los dos amantes, para la satisfación del uno y del otro agravio, quedando a un tiempo los tres castigados: la novia con marido tan disforme, él con mujer tan liviana y bachillera, y el anciano y colérico maestro con hallarse padre y suegro de tal yerno y de tal hija.
La risa de los semblantes y no pequeños encarecimientos hicieron aplauso a la ingeniosa burla, y previniendo verse la noche del día siguiente, que era el de Todos los Santos, determinaron repartir en ella los papeles de una comedia intitulada El gallardo Escarramán, de que fue autor el sutil cordobés, que decía haberse de representar la de Navidad; y lo cierto era que pretendía que al título y nombre de que se juntaban a los ensayos, la conversación de su casa prosiguiese, y con ella el juego para él tan útil, que le valía infinito número de ducados, con que sustentaba la autoridad de su familia, sin que hasta entonces Inés hubiese hecho ninguna vileza con nadie, particular causa de tenellos a todos igualmente rendidos y tributarios.