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El último Moyano: «Dónde estás con tus ojos celestes»

Teodosio Fernández





Con las reservas derivadas de su publicación póstuma, relacionadas con una redacción tal vez precipitada y sin la posibilidad de una última revisión, Dónde estás con tus ojos celestes, la última novela de Daniel Moyano, constituye una de las obras más complejas del escritor argentino, rica en aspectos de interés, a veces novedosos e incluso sorprendentes. Aunque escrita en Madrid y abundante en referencias al desarraigo de quien está lejos de la tierra natal, no ofrece una historia narrada desde un exilio forzado: argentino y músico, Juan ha llegado a España no por razones políticas, sino en busca obsesiva de una mujer o del recuerdo de una mujer que tal vez nunca existió fuera de su memoria. El lector comprueba ese hecho en la primera línea, y poco después que el viaje relatado es también la huida de un recuerdo doloroso, que paradójicamente va a manifestarse sin cesar hasta que se consigue conjurar en ese ámbito de la literatura que permite neutralizar el pasado volviendo a vivirlo. En suma: frente al discurso próximo al realismo mágico que Moyano había cultivado desde la primera redacción de El trino del diablo, orientándolo hacia una peculiar versión de carácter paródico y alegórico -neobarroco en buena medida-, se prefiere ahora una narrativa ligada a la memoria, lo que supone adoptar una orientación intimista acorde con esa dimensión existencial y no política del alejamiento del solar nativo.

Esas novedades ofrecen una profunda significación cuando se relacionan entre sí, y para apreciarlo tal vez resulte necesaria una somera revisión de la producción que Moyano había desarrollado en el exilio1: una producción que la versión definitiva de El trino del diablo parecía orientar decididamente hacia el discurso mágico-realista adoptado en la primera, donde ya parecía haber roto con el «realismo profundo»2 de su obra anterior. Confirmado y enriquecido en El vuelo del tigre y Tres golpes de timbal, ese discurso no sólo parecía insistir en la visión de Latinoamérica que Cien años de soledad y otras novelas muy celebradas habían conseguido imponer. Adoptado en el exilio y ajeno tanto a la tradición literaria argentina como a su obra inicial, ese discurso podía responder en Moyano a la voluntad de arraigarse en esas patrias del escritor que pueden ser el idioma y también (como en este caso) un registro literario como el del realismo mágico, entonces convertido en el registro latinoamericano por antonomasia. Ricas en dimensiones «poéticas» (alegóricas y simbólicas), El trino del diablo, El vuelo del tigre y Tres golpes de timbal asociaban la riqueza imaginativa con una vida americana primordial o al menos con sectores populares de la población, mientras el código «realista» (racionalista) quedaba insistentemente asociado a poderes represivos internos y también a la amenaza imperialista del exterior. La solidaridad con los débiles o los desheredados daba a esas novelas una significación sociopolítica «totalizadora» o colectiva, que las dimensiones alcanzadas por la represión en Argentina y por su repulsa internacional garantizan también para Libro de navíos y borrascas, el testimonio más directo de los tiempos difíciles que se desataron en 1976, con la dictadura que la Junta Militar impuso en la Argentina a partir de esa fecha, y que determinaban decisivamente la trayectoria literaria de Moyano.

Esa significación colectiva está ausente en Dónde estás con tus ojos celestes, sin que por ello se haya renunciado a las libertades de la imaginación ni a la expresión de preocupaciones de orden existencial, social y político. El narrador de esa última novela no deja de sentir profundamente el desarraigo, que directa o simbólicamente alcanza expresión en diversas ocasiones, como en ese capítulo 3 en el que Juan, ante las miradas inquietantes de las viejas y de los besugos, tarda en tomar «la Vez» en el mercado madrileño de la Cebada y luego huye con ella decidido a no pasársela a nadie, a guardarla para sí como un objeto que en su tierra era desconocido y aquí le depara un bienestar efímero. Resulta evidente, además, que Moyano escribe para un público que no es argentino: de ahí la necesidad de explicar al congoleño Mastropiero y a los lectores las características de la pampa, y que una pulpera era alguien que «atendía a los parroquianos en un bar o pulpería»3, y que eso ocurría en el siglo XIX, en los tiempos del «dictador» Juan Manuel de Rosas. La historia argentina irrumpía con esas referencias a los conflictos políticos de la época recuperada con «La pulpera de Santa Lucía», canción cuya letra se cita o se glosa minuciosamente, como en otra ocasión al percibir el narrador desde el útero materno «ruidos estridentes de carros y armas de fuego» (34), referencia indudable al golpe militar que en 1930 puso fin al segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen, y en varias al evocar la pesadilla vivida en Argentina bajo la dictadura aún reciente, «cuando los asesinos empezaron a matar artistas por considerar que el arte era subversivo» (230), angustia que parece reproducirse ahora -eco de nuevos temores, desatados por el fallido golpe de estado en España, el 23 de febrero de 1981- en otra pesadilla, ésta animada por los enanos que persiguen al narrador por las calles y los subterráneos del metro de Madrid.

Alejada del ámbito latinoamericano que antes la legitimaba, esa fantasía a veces desaforada parece buscar su justificación en los ámbitos del sueño o de otras inconsciencias -la provocada por el alcohol, por ejemplo-, o al menos en el de ese otro sueño que es la literatura. Se impone así una dimensión personal e íntima, inseparable del ejercicio de la memoria que el narrador de Dónde estás con tus ojos celestes pone en marcha como recurso fundamental para construir su relato. No es improcedente relacionar esa opción elegida con la voluntad de insertarse en las tendencias recientes de la narrativa hispánica: Ricardo Moyano ha recordado que el editor de su padre le aconsejaba «que escribiese sus memorias o una novela histórica o autobiográfica» (9) con objeto de atraer el interés de editores y lectores. Moyano se resistió hasta los últimos meses de su vida, cuando entre Oviedo y Madrid afrontó la redacción de Dónde estás con tus ojos celestes, aunque los relatos de Un silencio de corchea permiten comprobar que en ellos ya prevalecían el aprovechamiento de los recuerdos y el sentimiento desencantado de la derrota, que los escritores hispanoamericanos conjugaron con frecuencia por entonces. Incluso Tres golpes de timbal puede iluminar este aspecto del proceso que afectaba a Moyano: el registro mágico-realista ya no era allí tanto una fórmula adecuada para expresar la condición peculiar del mundo hispanoamericano, irreductible a modelos europeos, como un intento de hacer de la palabra el último refugio para una cosmovisión amenazada de muerte. En efecto, al fijar la memoria de Minas Altas, esa novela obedecía menos a la pretensión de crear una dimensión ajena a las desventajas de la civilización y de la historia, como El Trino del diablo o El vuelo del tigre habían buscado, que a la necesidad de encontrar un antídoto contra el olvido. Los relatos de Un silencio de corchea confirman que, como para los habitantes de Minas Altas, la literatura (o el lenguaje) se había convertido para Moyano en una frágil patria definitiva, en la última posibilidad de arraigo y de supervivencia. La inmersión en experiencias estrictamente personales parecía la única salida viable en la atmósfera intelectual de aquellos años, y tanto Moyano como el narrador de Dónde estás con tus ojos celestes lo sabían: «Estamos en el siglo XXI, y con el XX que se extingue terminaron los sueños colectivos, la soñada Humanidad. Todo ha sido una gigantesca mentira» (60).

La renuncia a las ambiciosas alegorías de significación colectiva da paso a una escritura a la que el tono personal e íntimo no impide adoptar procedimientos expresivos complejos y muy variados. En Dónde estás con tus ojos celestes el músico que fue Daniel Moyano resulta omnipresente -y fundamental, lo mismo en la elaboración de episodios concretos, como el relativo al eneáfono que le permite conocer la música de cada persona e incluso la de cada día, que en la inclusión de motivos que se reiteran y contribuyen decisivamente a la construcción del significado global de la novela, como los que se refieren al sonido del corazón de la madre o a la armonía que el narrador pretende alcanzar-, pero con eso no hacía sino ser fiel a sí mismo. Algunas referencias, sin embargo, pueden resultar ahora especialmente significativas si se recuerda que tras el título de El trino del diablo estaba la sonata de Giuseppe Tartini y si se consideran esos gustos musicales «selectos» los acordes con las exigencias de la construcción alegórica de las novelas anteriores4. En contraste, las referencias musicales dominantes en Dónde estás con tus ojos celestes pertenecen al ámbito de la música popular: las que atañen al vals «La pulpera de Santa Lucía», un poema de Héctor Pedro Blomberg al que Enrique Maciel puso la música, no pueden, por abundantes, dejar de considerarse significativas. Son versos populares o de Blomberg -«Era rubia y sus ojos celestes / reflejaban las glorias del día / y cantaba como una calandria / la pulpera de Santa Lucía»- los que anteceden al relato, y de alguna manera ya justifican el título. Luego ese vals resultará insistentemente asociado a la madre muerta, y a los recuerdos del narrador incluso antes de su nacimiento -forma parte de esa memoria auditiva que le permite el regreso al útero materno-, y a los recuerdos del nono, pues se trataba de la única canción del país que aquel inmigrante italiano había conseguido interpretar con su acordeón. Está ligado asimismo al recuerdo de Eugenia, que comparte con la madre los ojos celestes, y de la que apenas queda una sensación grabada en la yema de los dedos, porque en Donde estás con tus ojos celestes también la memoria táctil resulta fundamental para la construcción del relato. Además, aunque apenas aparezca aludida, no ha de pasar desapercibida la referencia a la zamba «La López Pereira», que el narrador y músico Juan alguna vez mezcla a la interpretación que él y el congoleño Mastropiero improvisan a propósito de «La pulpera de Santa Lucía», y que podría servir de acompañamiento musical al drama que lo atormenta: esa zamba estaba enraizada también en su infancia -«no sólo pertenecía a la tierra natal sino a un tiempo natal» (71)-, y Moyano no debía ignorar que en ella se declaraba un amor imposible que era el de alguien que añoraba a la mujer que él mismo había asesinado5; probablemente lo recordó al redactar Dónde estás con tus ojos celestes porque le permitía evocar otro oscuro drama que lo afectaba y en el que había también una mujer muerta y un esposo violento -«padre / cuchillo» (73)- hasta llegar al crimen.

Avanzada la lectura, el lector puede constatar que ese drama personal y familiar constituye el tema fundamental de la novela -no lo es la búsqueda de una mujer, como podía parecer en las páginas iniciales-, arraigado en recuerdos de infancia como los que Moyano ya había tratado de plasmar treinta años antes en un primerizo e inédito relato titulado Los pájaros exóticos, según su hijo pudo comprobar (10), y que probablemente subyacía en el peculiar tratamiento de algunos temas abordados en sus ficciones6. La carta al padre que constituye el capítulo 11 es sin duda un «ajuste de cuentas final» (9), como Ricardo Moyano señaló, y en Dónde estás con tus ojos celestes el desgraciado episodio se reconstruye con el apoyo de abundantes referencias al tango: a tangos de Agustín Bardi y de Eduardo Arolas asociados al mandolín paterno, a letras que hablaron de muchachas adolescentes con ansias de sufrir y amar o que iban para el centro todavía vestidas de percal, y de seducciones y olvidos culpables, como la de «Grisel», o de traiciones y venganzas, como la de «Noche de Reyes». La presencia de esa música de Buenos Aires confirma la preferencia por el registro popular, apto para adentrarse en un drama que es también de algún modo argentino -en los tangos aflorarían «verdades profundas» (152) que la historia oficial habría preferido ignorar-, aunque esta vez lo que prevalece es la dimensión personal impuesta por un narrador que decide afrontar el problema que no le ha dejado ni le deja vivir en paz. Esta dimensión personal pone en entredicho la relación de esos elementos populares con la posición americanista desde la que se potenciaba lo popular mientras Moyano se adhería a los códigos mágico-realistas: si «La pulpera de Santa Lucía» parecía arraigar a la madre europea en la tradición histórica y cultural argentina, la carta al padre valora sobre todo esa Europa que la madre representa y que ha sido víctima de la venganza de una América ancestral antes violada, presente en la «desesperada sangre india» (154) de quien ahora ha impuesto su resentimiento y su crueldad. Esas contradicciones, reales o aparentes, tienen un sentido individual y a la vez de época: la coherencia política se ve a merced de los sentimientos personales, por una parte, y por otra en esos últimos años del siglo XX «no hay nada para querer o tener, todo es una gigantesca espuma, incluso los países, las patrias, los descubrimientos, los así llamados grandes hechos de la historia» (60). El cuerpo de una mujer -también el de la madre, cuya posesión se disputa al padre con la ventaja de haber estado en su interior y haber compartido los latidos que conforman la armonía con el mundo, esa armonía perdida con el alumbramiento- puede verse así como lo único inmortal, la única posibilidad de arraigo, el único sueño que puede convertirse en verdad. Por ello tiene sentido el viaje a Europa, que es un viaje a los orígenes de la madre y a la vez a la realidad de la amada, y también la posibilidad de dejar definitivamente atrás ese horror o ese ruido que es el recuerdo del padre asesino.

No es difícil comprobar -la referencia a esa armonía perdida con el alumbramiento ayuda a comprenderlo- que el desarraigo y el exilio en Dónde estás con tus ojos celestes son sobre todo de orden existencial y sólo en parte debidos a causas externas: «me exilié en el mundo» (36), asegura el narrador al referirse al momento preciso en el que abandonó el útero materno para nacer. Eso significa que los torturadores recuerdos asociados al padre sólo son un factor entre los que determinan el desarraigo y la desdicha posteriores, y que no impiden la idealización de una infancia que aún conservaba algo de la armonía original. En esa infancia, entre otros muchos recuerdos, arraigan los de «La pulpera de Santa Lucía» y «La López Pereira», los de la sierra de Córdoba y la infancia junto a los abuelos. Entre esos otros recuerdos están también el de otra canción y el de la historia de Grosso que la novela recupera para que el narrador, en una atmósfera de llovizna y ensueño, pueda enfrentarse en la plaza madrileña de Cascorro al héroe de la guerra de Cuba cuya estatua es ahora habitada por el virrey Pezuela7, y pueda reconocer luego -tras ensayar hábilmente la dicción gaucha y también la de emigrantes de procedencia diversa- que incluso en los tiempos poco propicios que preparaban la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento de América, más que con los próceres cuyas victorias crearon la Argentina, se siente identificado en España con ese antiguo enemigo derrotado y condenado al olvido en su propia tierra. Aún más: todo parece indicar que la patria tiene una dimensión personal y menor: el gaucho no tuvo otra que su caballo, ni el inmigrante otra que sus patacones o el corral donde encerraba sus chanchos. Cabría concluir que ahora el narrador (el escritor) no tiene otra patria que sus recuerdos, o al menos eso cabe deducir de su convicción de que «para tener un minuto cualquiera del presente era necesario poseer a fondo el tiempo que pasó» (98). Esa convicción se le hace patente en el preciso momento en que se encuentra con la mujer que tal vez estaba buscando, encuentro que parece estar en el origen del relato: es entonces cuando el narrador se siente obligado a «hurgar sin piedad» (98) en su vida, en ese pasado de su padre y de la muerte de su madre que hubiera sido tal vez mejor dejar en el olvido. También a ese pasado parece pertenecer la «epifanía delirante» (190) de la adolescencia en la que el narrador se rememora cuando empezaba a ganarse la vida, otra maleta de recuerdos que hubiera preferido olvidar. Allí estaba el fin de su niñez, con los abusos de poder del señor Hidalgo y su acoso a la Rusita que también era Eugenia, con la experiencia agridulce de la iniciación sexual y el contacto con personas maduras y aquejadas por el temor a la vejez y a la soledad, aferrados a la farsa que es la vida y a los sueños que a veces les permitían sostenerla. Sin éxito, el narrador también tratará de desprenderse de esos otros ruidos, de esa basura que le llega del pasado8.

Tras la irrupción de la Eugenia que podría ser la verdadera, Dónde estás con tus ojos celestes parece enriquecer indefinidamente sus significados. Esa Eugenia permitirá comprobar que la búsqueda de la auténtica Eugenia -la niña con la que narrador tal vez tuvo un encuentro fugaz en su infancia: los pechos nacientes, las rosas trepadoras y los ligustros asociados al cerco de alambre, la lengua en la punta de los dedos que evoca con insistencia- tampoco es el motivo central que orienta la escritura de la novela. Esa Eugenia inicial es apenas un recuerdo perdido y recuperado: los sucesos que condujeron a la muerte de la madre habían ocultado las imágenes y sobre todo las sensaciones de aquel encuentro, sensaciones e imágenes que empezaron a aflorar sólo después de que el rompecabezas de aquellos acontecimientos luctuosos adquiriera una forma precisa para el niño que ahora es el narrador. La recuperación de ese recuerdo no fue ajena inicialmente a los cercos de ligustros y rosas arracimadas que cuidaba el abuelo, experiencia que a quien después recordaba le permitía evocar y tal vez inventar las otras rosas arracimadas y las otras alambradas romboidales que habrían presenciado aquel encuentro olvidado. Así pues, en buena medida esa recuperación de un momento perdido era un producto de la imaginación del narrador, que empujaba hacia el olvido otros recuerdos dolorosos recién adquiridos, en especial los nacidos de la relación con ese abuelo que evoca a una niña, luego madre, que cantaba «La pulpera de Santa Lucía» y que terminó siendo aquella pulpera tanto para quien la evocaba en sus conversaciones como para quien ahora lo revive al escribir la novela. Los recuerdos parecen prescindir así, al menos en algunas ocasiones, de los hechos recordados, como si no tuvieran otro origen que la imaginación que los actualiza y que en algún momento pudo crearlos. La imagen de aquella niña apenas entrevista se convierte así en la imagen de algo más complejo en lo que se cifra el objeto de una búsqueda que ninguna mujer puede colmar.

Dónde estás con tus ojos celestes es sobre todo la plasmación literaria de esa búsqueda, que la presencia de distintas mujeres «reales» -ya desde la adolescencia, como demuestra el recuerdo de la Rusita- ayuda a precisar. La significación de la madre ya ha quedado de manifiesto en alguna medida, pero hay otras relevantes para el desarrollo de la novela y para su significado final. Producto de la propensión a lo alegórico y lo simbólico tan arraigada en la obra de Moyano, la enana Eugenia, con la que el narrador mantiene una atormentada relación estimulada por el alcohol, sirve sobre todo para ilustrar una degradación que a Juan -ese músico no carece de lecturas, como demuestra en diferentes ocasiones- le permite recordar «unos versos de Baudelaire, la beauté c'est le laid, o aquellos otros au fond de l'Inconnue pour trouver du nouveau» (56), y de paso aludir a reflexiones o experiencias en las que el sexo y la muerte descubrían dimensiones y vínculos secretos y fascinantes. Algo de la auténtica Eugenia apenas entrevista ha llegado hasta ella, como hasta todas las Eugenias con las que el narrador entabla relaciones. Eso es particularmente notorio cuando se trata de la Eugenia que podría ser la verdadera, con sus ojos azules, con su posible ascendencia gallega o asturiana que favorecería un viaje a la Argentina en una infancia remota. Es esta Eugenia la que permite aclarar las razones y el sentido de la búsqueda, sobre todo cuando resulta identificada como una Grulla -inspirada en La grulla crepuscular, la obra teatral de Junji Kinoshita- que no puede salvar al hombre que ama porque él está incapacitado para la felicidad, y termina abandonándolo cuando comprueba lo inútil de su entrega. Es su propia incapacidad para ser feliz lo que impide al narrador alcanzar el equilibrio al lado de esa Eugenia que no se adecua plenamente a su sueño: de ahí que la valore como una nota sensible que nunca podrá ser tónica (104) -siempre le faltará un grado para llegar a la octava-, o que apenas pueda apreciar que ella haya estado en los lugares recorridos por la Eugenia soñada, pero sólo «al lado» (113). Tales deficiencias son, pues, pretextos de ese personaje que se llama Juan para continuar su búsqueda, y cada página que escribe deja nuevas pruebas de que los problemas narrados constituyen una parte íntima de él, tal vez constitutiva. En este aspecto Dónde estás con tus ojos celestes no supone sólo un ejercicio de la memoria: esa última novela parece volver de algún modo al lejano pasado literario de Una luz muy lejana y El oscuro, cuando inquietudes existenciales entonces muy compartidas determinaron que Moyano dedicase sus ficciones a indagar en los misterios de la condición humana, con territorios tan diversos como el ámbito de los sueños o como el lado siniestro que puede encontrarse hasta en la lucha contra el mal.

Con eficacia indudable, el sentido de la búsqueda se aclara en los dos últimos capítulos de Dónde estás con tus ojos celestes, cuando el narrador viaja en tren hacia Asturias en lo que parece constituir el intento que lo llevará al encuentro final con Eugenia, la verdadera. Significativamente, los trenes ya habían ocupado un lugar relevante en la vida del narrador y en la construcción de la novela: importantes en la niñez del narrador -a ellos están ligados los primeros recuerdos de la madre y de Eugenia en la casa familiar de Buenos Aires, y luego los que recuperan a ambas mientras vive con el abuelo en las sierras de Córdoba-, importantes en el viaje que lo lleva de Barcelona a Madrid mientras evoca los trenes del pasado, importantes en el momento en que se despide de la Grulla por primera vez en el metro madrileño, y fundamentales cuando a punto de emprender el viaje final descubre que su meta no es otra que la patria verdadera aunque insuficiente que ahora ya conforman los escasos amigos de Madrid junto a los recuerdos de Eugenia y de la madre y la pampa perdidas. Es como si todos los trenes confluyeran ahora en ése que llevará al narrador hacia una tierra natal que promete ser el fin del camino y también el principio, la recuperación de la amada y del pasado europeo de su madre. Luego, ya en su interior y en movimiento, el tren puede ayudar a concebir el deseo de posesión de lo lejano, «donde se aíslan los deseos», y también el acceso a las «posibilidades de la simultaneidad», que conseguirían anular las «mentiras del tiempo» (233): es así como convergen la Eugenia perdida y la que se espera encontrar, las pulperas de ojos celestes que abandonaron sus pulpos al embarcar para América en el puerto de Vigo y las pulperas que en la pampa argentina regentaban pulperías y cantaban como calandrias; es así como la pulpera y madre asesinada consigue salvarse en el cuerpo europeo de Eugenia, y como los caminos y carreteras de Asturias parecen repetir el trazado romboidal de las rosas trepadoras de antaño, anticipando en esa correspondencia el resultado feliz de esa búsqueda que terminará cuando tantas experiencias dispersas descubran su congruencia secreta. No en vano es ése el momento en el que la imagen del padre aparece por última vez, para dejar sensaciones de amor y perdón antes de desvanecerse para siempre, y en el que la canción de la pulpera inunda el silencio primordial de los campos recién amanecidos. A la voz de la madre se suma el acordeón del abuelo, mientras a lo lejos se escucha el sonido de la mandolina paterna que trata ahora de acompañarlos, y esa música consigue fundir las llanuras pampeanas con las montañas de Asturias, en un instante de armonía suprema que tal vez resulte irrecuperable fuera del tren.

El capítulo final confirma así lo que en el transcurso de la novela ya se había anticipado. La búsqueda de Eugenia ya no disimula lo que se pretendía alcanzar: lo que el narrador había denominado una «intersección» y había definido como «ese lugar where the rose and the fire are one que decía nuestro amigo Eliot», cuando por primera vez manifestó la aspiración o el deseo de que en esa intersección confluyeran su padre «con su cuchillo asesino» y su madre con su canción «y la enana y Eugenia y el mar y las carabelas, y los sueños frustrados de los indios y el fuego de las espadas de la conquista» (61). El lugar donde el fuego y la rosa son uno no difiere en esencia de aquel «un certain point de l'esprit d'où la vie et la morte, le réel et l'imaginaire, le passé et le futur, le communicable et l'incommunicable, le haut et le bas cessent d'être perçus contradictoirement» que el segundo manifiesto de André Breton identificó con la meta a la que aspiraba el surrealismo. Ahí puede encontrarse la raíz de las funciones que la novela termina asignando al azar, y que Juan hace explícitas cuando se cree próximo a Eugenia y no toma iniciativa alguna que pueda alterar «la libre manifestación de los hechos ocultos» (238): iban a encontrarse, como cumpliendo una ley o un destino. Esa es la lógica en la que los trenes pueden constituir un ámbito propicio para que se manifieste el azar objetivo, dibujando las relaciones secretas e inevitables que permiten entrever el orden o la armonía encubiertos por el sufrimiento y la desazón de la existencia; la lógica en la que tienden a identificarse la pulpera de la parroquia de Santa Lucía, que se desvaneció en la pampa infinita, y la madre, que se desvaneció en la muerte, y Eugenia, que se desvaneció en la pedregosa España, perdidas las tres en el pasado y unidas por el color azul celeste que sus ojos compartían; la lógica en la que encontrar a Eugenia puede equivaler a la salvación de la madre: a la anulación de ese pasado que la alejó de su tierra natal para entregarla a un destino violento de miedo y de muerte en un país extraño.

Dónde estás con tus ojos celestes había instaurado desde sus primeras páginas la atmósfera propicia para que el lector pueda comprender al final la dimensión profunda que -como a las palabras o a los sonidos- se asigna a los hechos narrados: hechos extraños o insólitos que, «aunque parezcan imaginativos o 'poéticos' a los ojos de la gente no avisada, forman la trama de la realidad y es necesario tenerlos muy en cuenta para las búsquedas concretas» (37). Para captar las señales que emite esa trama secreta hay que mantener una actitud vigilante y receptiva ante lo imprevisto, como cuando el narrador, en Madrid y en busca de Eugenia, actúa acorde con su convicción de que las palabras improvisadas en una discusión guardan mejores posibilidades de ofrecerle alguna revelación que las esperables de «una conversación corriente en el portal» (40). Desde luego, la colaboración del alcohol perece decisiva para justificar el tono delirante que el narrador adopta en alguna ocasión, y son numerosas aquellas en las que los sucesos discurren en una dimensión onírica o de duermevela: estados en los que el control de la razón se diluye o desaparece, permitiendo la afloración de estratos oscuros e inquietantes del sujeto, pero también la revelación del orden secreto que se persigue. Esa búsqueda literaria de una trama oculta y de un sentido último resulta fundamental en Dónde estás con tus ojos celestes, y, más que en el surrealismo, parece querer arraigarse en otra tradición narrativa reciente que, más que latinoamericana -como era la del realismo mágico-, resulta suficientemente argentina. A este respecto, tal vez valga la pena reparar en que el narrador advierte a propósito de su inmersión en el azar -como si recordase El perseguidor de Julio Cortázar- que «en jazz uno sabe adónde quiere llegar pero es libre de elegir el camino, mejor dicho, uno se deja ir por donde quieran llevarlo los sonidos iniciales, si éstos han nacido bien y son absolutamente necesarios» (42), y en que es Mastropiero, el trompetista negro de la orquesta de jazz en la que a veces trabaja, quien -además de añadir palmeras y cocodrilos a la pampa cuando con su música evoca a la pulpera- personifica el azar que le depara las diversas Eugenias a través de las cuales emprende la búsqueda de la Eugenia verdadera que determina el principio y el fin del relato. Quizá no debe sorprender que a la hora de las relaciones sexuales el narrador contraste, como un nuevo Horacio Oliveira, sus «especulaciones librescas» (55) con la inmersión de ese otra Eugenia, la enana, en el placer fisiológico y biológico, en prácticas que para Juan constituyen una intensificación de tendencias regresivas que permiten entrever lo monstruoso o lo maldito, como en esa pesadilla en la que la secta de los enanos lo persigue por las calles y por el metro de Madrid: esos enanos barriobajeros armados de navajas que se transforman en pequeños seres extraños que en oscuros subterráneos cultivan hongos de otros mundos, antes de mostrarse como soldados argentinos armados con cuchillos que tienen la cara del padre violento, o como golpistas tocados con tricornio, dando cuenta minuciosa, una vez más, de los temores y las obsesiones que atormentan al narrador y determinan su insistente búsqueda de la armonía.

El relato de la búsqueda de Eugenia y de la madre perdida narraba en realidad el anhelo de esa armonía, el deseo de una vida renacida y verdadera. En la medida en que una ficción pueda ser una autobiografía, Dónde estás con tus ojos celestes da cuenta de los esfuerzos de Daniel Moyano para hacer del ejercicio de la escritura una posibilidad de autoconocimiento y de salvación: una posibilidad incierta y precaria que acertó a plasmar conjugando la insatisfacción y el dolor del presente con la memoria de un pasado real o apócrifo, en una inquietante atmósfera lírica.





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