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- III -

Este hombre formó familia y sociedad civil. Formaba familia, dentro de la cual guardaba a su mujer. Las de Tirso superan al hombre en decisión y malicia, y en el museo de Lope hallamos esgrimiendo la espada a La varona castellana, defendiendo con puñal su honra La moza de cántaro, y junto a ellas, entre otras, La villana de Getafe y La Serrana de Tormes.

Entre esta mujer y su hombre los amores son naturales, con pocos intrincamientos eróticos. Nuestra castiza lírica amorosa será sutil, mas poco efusiva, y raros en nuestra literatura los acentos de pasión de amor absorbente y puro de otros sentimientos.

No es el amor ardiente y atormentado de Abelardo, ni el refinado de los trovadores provenzales, pues si bien entró en Castilla la casuística erótica de éstos por los trovadores gallegos catalanes y valencianos, no fue castiza y de genuina cepa. Ni el gallego Macias el Enamorado ni el valenciano Ausías March son almas castellanas.

Los amantes de Teruel, de Tirso, son sobrios en ternezas y blanduras, si bien se mueren de amor, con muerte fulminante y repentina. La Jimena de Las mocedades del Cid expresa sentimiento tan poco erótico y femenino como es el de estimar más el ver estimar su amor que su hermosura, tomándolo por pundonor. Y esta misma Jimena admira en aquel Rodrigo que la corteja, salpicándole el brial con la sangre de sus palomicas, que luce en él gallardamente, entre lo hermoso, lo fiero. El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso. Y aun cuanto más bruto, pues Celia, en El condenado por desconfiado, quería a Enrico, que la saqueaba y maltrataba, por valiente, como se rinde a su chulo la barbiana de rompe y rasga.

En esto del amor aparece también el espíritu disociativo, porque es, o grosero, más que sensual, o austero y de deber más que sentimental, o la pasajera satisfacción del apetito o el débito del hogar.


   Y en tratando casamiento
verás que mi amor le agrada,
que éste es el último intento
de toda mujer casada.



Y una vez casada, niega Isabel de Segura un simple abrazo a Diego de Marsilla:


    Ya es mi esposo, Marsilla, Don Gonzalo;
perdóname si el gusto que me pides
no te lo puedo dar como quisiera,
que no le he de ofender por ningún modo.



Doña Blanca, la mujer de García del Castañar, cree que


... bien o mal nacido,
el más indigno marido
excede al mejor galán.



No es castiza en España la casuística del adulterio, ni se ha elevado a institución a la amiga. Fuera del matrimonio, los amores son de gallo, de Tenorio, no de Wierther.

El realismo castellano es más sensible que sensual, sin refinamientos imaginativos y con fondo casto. Huele a bodegón más que a lenocinio, y cuando cae en extremo, más tira, aun en la obscenidad, a lo grosero que a lo libidinoso. Sirvan de ejemplo típico la novatada del buscón don Pablos, la aventura del bálsamo de Fierabrás y de los batanes. La misma Celestina escolastiza el amor24 cuando no cae en lo brutal.

No son castizos el sentimentalismo obsceno, ni los aderezos artificiosos del anonismo imaginativo del amor baboso. No sale de esta casta un marqués de Sade, que en su vejez venerable suelta con voz dulce una ordure «avec une admirable politesse»25. Nuestras mozas del partido no son de la casta de las Manón Lescaut y Margarita Gautier, rosas de estercolero.

Los celos en el teatro calderoniano son de honor ofendido, y los celosos matan sin besar, como Otelo, sin amor, por conclusión de silogismos y en frío, y a las veces por meras sospechas, y aun sabiendo inocente a la mujer, «sólo por razón de Estado», como «el labrador más honrado», García del Castañar:


   A muerte te ha condenado
mi honor, cuando no mis celos,
porque a costa de tu vida
de una infamia me preservo.



Amor sin refino y en el matrimonio grave y sobrio. La mujer, la madre, está en nuestro teatro castizo «oculta en el sancta sanctorum del hogar» (M. y P.).

Es el amor natural, base de la familia, fuertemente individuada ésta en la sociedad, la familia una y constante, cuyos miembros se acuerdan en el espacio, y en el tiempo se unen con los pasados por los sufragios a las benditas ánimas del purgatorio. Cosa castiza el purgatorio.

Son los hijos guardadores del nombre de sus padres y vengadores de su honra. Diego Laínez, afrentado, llama a los suyos, desprecia por infames a los que se quejan cuando les aprieta la mano y desenójale el enojo de Rodrigo, que le amenaza con que, a no ser su padre, le sacara las entrañas. Y al presentarle éste la cabeza del ofensor...,


toca las blancas canas que me honraste,
llega la tierna boca a la mejilla,
donde la mancha de mi honor quitaste.



El anciano don Mendo de Renavides, afrentado por Payo de Bivar, perdona a su hija Clara sus ilícitos amores con el rey Bermudo, puesto que a ellos debe el tener Sancho un nieto vengador de su honra (Los Benavides, de Lope).

Para tales hay que educar a los hijos, como Arias Gonzalo, cuando, muertos en lid singular con don Diego Ordóñez sus hijos Pedro y Diego, va a apadrinar a Rodrigo, a atizarle fuego en el honor.

La sociedad civil que formaron estos hombres tomó de ellos carácter y sobre el de ellos reobró. Formáronla sobre los restos de otra, bajo la presión de invasores de su suelo, comprimidos en un principio en montañas, donde originaron el sentimiento patrio.

Las necesidades de la Reconquista les dieron lealtad al caudillo e igualdad entre los compañeros. Sin lealtad no cabe comunidad guerrera, «pues siempre de la cabeza bajó el vigor a la mano». Jamás olvida el Cid separar del botín el quinto para el rey Alfonso, que le airó, enviarle presentaias y humillarse ante él, «hincando en tierra los hinojos y las manos, tomando a dientes las hierbas del campo y llorando de los ojos». Y con el «castellano leal» siente Guzmán el Bueno, y el señor de Buitrago, y tantos otros. Lealtad ésta de combatiente a su caudillo más que de cortesano a su señor, lealtad no exenta de «pronunciamientos».

Mas «del rey abajo ninguno», ¡fuera jerarquía!, ruda igualdad y llaneza entre los demás. Llaneza, castizo término. Al extranjero que viaja por España le sorprende el fácil tramar conversación en los trenes, el ofrecerse viandas, el pedirse fuego en la calle, el ponerse «¡a su disposición!».

Reinaba en nuestro castizo siglo una peculiar igualdad que se ha llamado democracia frailuna, en gran parte de la holganza y la pobreza, la de la espórtula y la braveza, anarquista. La disfrutaban muchedumbre de caballeros pobres, frailes, hidalgüelos, soldados y tercios, menospreciadores del trabajo, amantes de la guerra y de la holganza. Y a este anarquismo íntimo acompañaba, como suele, fuerte unificación monárquica al exterior; el absolutismo, o mejor ordenancismo castellano, fue forma y dique de anarquía, fue el espíritu de individualismo excluyente transportado a ley exterior.

Siempre la firme fe en el libre albedrío lleva, tanto como el fatalismo, al sofoco de la libertad civil; que hay que imponer ley a quien apenas la lleva dentro26, y consuélese el sometido con que su voluntad es libre e inolvidable el santuario de su conciencia. ¡Gran Celestina la metafísica!

Era aquí la castiza monarquía cenobítica y austera, ordenancista, reflejo de la familia castellana. En España no juegan papel histórico sobresaliente queridas de reyes.


Una grey y un pastor sólo en el suelo,
un monarca, un imperio y una espada



cantaba Hernando de Acuña, el poeta de Carlos V.

Era en aquella sociedad el sentimiento monárquico profundo, bien que un sí es no es quisquilloso, con la sumisión del «se obedece, pero no se cumple». El rey no es el Estado, sino el mejor alcalde; no quien crea nobleza y honra, sino quien las protege. Bien que sea fábula, es típico el «cada uno de nosotros vale tanto como vos, y todos juntos más que vos», y honradamente castizo el «e si no, no».


Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y sólo se debe a Dios.



Las voluntades se encabritan, sí, pero para someterse al cabo, sentida su desnudez, a la autoridad venida de lo alto, y tenían fe en ella. Pocas cosas tan genuinamente castellanas como el ordenancismo, acompañado de pronunciamientos. Ordenancismo más que absolutismo a la francesa, ni despotismo oriental, ni tiranía italiana.




- IV -

Cada uno de estos individuos se afirma frente a los otros, y para hacer respetar su derecho, su individualidad, busca ser temido. Preocúpase de la opinión pública, preocupación que es el fondo del honor, y cuida conservar el buen nombre y la nobleza. La bárbara ley del honor no es otra cosa que la necesidad de hacerse respetar, llevada a punto de sacrificar a ella la vida. «¡Muera yo, viva mi fama!», exclamó Rodrigo Arias al ser herido mortalmente por don Diego Ordóñez de Lara.

Como apenas se han socializado estos individuos ni se ha convertido en jugo de su querer la ley de comunidad, se afirman con altivez, porque el que cede es vencido; hacen todos del árbol caído leña, y ayúdate, que Dios te ayudará, que al que se muere le entierran.

Nada de componendas, ni de medias tintas, ni de pasteleo, nada de nimbo moral: justicia seca o razón de Estado. No saben «andar torciendo ni opiniones ni caminos». En el hermoso diálogo de la primera parte de Las mocedades del Cid, confiesa el conde Lozano a Peranzules que fue locura su acto; pero como tiene mucho que perder y condición de honrado, no la quiere enmendar, que antes se perderá Castilla que él; ni dará ni recibirá satisfacción; que el que la da pierde honor y nada cobra el que la recibe:


el remitir a la espada
los agravios es mejor.
[...] que en rigor
pondré un remiendo en su honor
quitando un jirón al mío;
y en habiendo sucedido,
habremos los dos quedado,
él con honor remendado
y yo con honor rompido.



Y encierra su opinión honrada en esta cuarteta, quinta esencia de la ley del honor:


   Procure siempre acertarla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defenderla, y no enmendarla.



¡Antes mártir que confesor! ¡Tesón, tesón hasta morir, y morir como don Rodrigo en la horca!

No hay que flaquear, y si se flaquea, que no lo sepan. Sobre todo, esto; que no lo sepan, ¡por Dios!, que no lo sepan. Como «el prender al delincuente es publicar el agravio», manda el rey se tenga secreta la ofensa del conde Lozano a Diego Laínez, lo cual parece a Peranzules «¡notable razón de Estado!». Secreto, ante todo: «a secreto agravio, secreta venganza»; «que no dirá la venganza lo que no dijo la afrenta». «¡Secreto, secreto, sobre todo, secreto!»27.

El honor se defiende a estocada limpia: «en ti, valiente espada, ha de fundarse mi honor», ese honor que en el pecho «toca a fuego, al arma toca», el que se lava con sangre. Con la de la herida del conde Lozano se frota Diego Laínez la mejilla «adonde la mancha estaba»28. «De lengua al agraviado caballero ha de servir la espada», «lengua de la mano» que


[...] es falta de valor
sobrar tanto la paciencia
que es dañoso el discurrir;
pues nunca acierta a matar
quien teme que ha de morir.



«El perro muerto, ni muerde ni ladra», decía aquel francote de Rodrigo Orgóñez, el amigo del pobre Adelantado Almagro.

¡Cuánto cuesta someterse a la ley no hecha carne, categórica y externa! «¡Cuánto cuesta el ser noble y cuánto el honor cuesta!», exclama Jimena. ¡Honor, «vil ley del mundo, loca, bárbara; ley tan terrible del honor»!


    ¡Que un hombre que por sí hizo
cuanto pudo para honrado
no sepa si está ofendido!



Son de oír en A secreto agravio, secreta venganza (escena 6.ª de la jornada III), los desahogos de Don Lope de Almeida contra esa ley. Es la tal ley un sino fatal, es la sociedad imponiéndose al individúo, disociado de ella en espíritu, no diluido en el nimbo colectivo; es ley externa la que engendra el conceptismo dilemático del pundonor. Es anarquismo moral bajo el peso del absolutismo social.

Esta ley y este sentimiento del honor tuvieron su vida, y no es muy hacedero raspar de ellos el barniz caballeresco francés para discernir qué cualidades castizas y peculiares acompañan al honor castellano. La sistematización del honor, la caballería, es, como tantas sistematizaciones y pulimentos, de origen francés. ¡Cuánto más caballeresca la Chanson de Roland que nuestro viejo y sobrio Cantar de myo Cid, no libre, sin embargo, de influjo francés! En aquélla aparece la loi de chevalier, y Sancho debajo del Cid, que en su querella con los infantes de Carrión se cuida mucho de los haberes que le han llevado, porque «esso me puede pesar con la otra deshonor» (verso 2.913).

Estaban los nuestros muy ocupados con los moros para esas caballerías, mas al desembarazarse de ellos derramáronse por esos mundos de Dios29, y a la postre entró el caballerismo en España, y tomó fuerte arraigo. Nuestros caballeros metieron las manos hasta los codos en aquello que llamaban aventuras. Fue aquí exagerado al punto de los Amadises y demás de su linaje, y en la vida real al de Suero de Quiñones, y al de los desafíos de Barleta. San Ignacio veló las armas y se hizo caballero a lo divino. El caballerismo dio nuevo barniz al Cid, a Bernardo del Carpio y a otros héroes legendarios. Los franceses nos dieron Rolando, como nosotros a ellos Gil Blas.

Mas siempre fue aquí el honor más macizo y brutal, más natural y plebeyo, y más sutil que delicado al querer refinarse. Fue siempre aquí cada cual más hijo de sus obras y padre de su honor30, debido éste más a naturaleza que a gracia, al brazo que al rey; honor menos de relumbrón y parada, más positivo, más apegado a sus raíces. En la francesada, no era el fin de los españoles -decía G. Pechio- la gloria, sino la independencia, que a haberse batido por el honor habríase acabado la guerra en la batalla de Tudela. Y a Stendhal le parecía el único, le suel, pueblo que supo resistir a Napoleón absolutamente puro de honor estúpido, bête; de lo que hay de estúpido en el honor (De l'Amour, capítulo XLVII). No hay aquello de «tirez les premiers, messieurs les Anglais», porque sabemos muy bien que el que da primero da dos veces, aunque no quite lo cortés a lo valiente. Son nuestros caballeros más brutales y menos amadamados, menos tiernos31 en derretimientos, más fastuosos y guapos que elegantes y finos, menos dados también a la sensiblería ginecolátrica. «Dios, Patria y Rey», es la divisa de los nuestros, más bien que «Dieu, l'honneur et les dames». Cuando más la dama, no les dames; el fondo de Amadís es su casta fidelidad a Oriana, virtud que brilla también en Don Quijote. ¡Desgraciada la mujer cuando la hacen ídolo!

En el fondo del caballerismo francés aparecen barones feudales, aquí reconquistadores del suelo patrio.




- V -

En sociedades tales, el más íntimo lazo social es la religión, y con ella una moral externa de lex, de mandato, que engendra casuismo y métodos para ganar el cielo. De todos los países católicos, acaso haya sido el más católico nuestra España castiza.

El catolicismo dominicano y el jesuítico son tan castellanos como italiano el cristianismo franciscano. Una fe, un pastor, una grey, unidad sobre todo, unidad venida de lo alto, y reposo además, y sumisión y obediencia perinde ac cadaver.

Este pueblo de las asociaciones y los contrastes se acomodaba bien a afirmar dos mundos, un Dios y un Diablo sobre ellos, un infierno que temer y un cielo que conquistar con la libertad y la gracia, ganando al Dios misericordioso y justo. Fue éste pueblo de teólogos, cuidadoso en congruir los contrarios; teólogos todos, hasta los insurgentes; teólogos del revés los librepensadores. En la teología no hay que desentrañar con trabajos hechos, sino combinar proposiciones dadas, es asunto de «agudeza de ingenios», de intelectiva. De esta casta brotaron los principales fautores de Trento, y los llamados Dominicanos, la Orden de Predicadores que se estrenó contra los albigenses, y la Milicia de Jesús más tarde. Un portugués, el impetuoso San Antonio, fue el que primero peleó contra los herejes en la Orden de paz y de tolerancia del pobrecito de Asís.

Que las castizas guerras de nuestra edad de oro fueron de religión. Esta era el lazo social, y la unidad religiosa forma suprema de la social. Para demarcar, por vía de remoción, la unidad nacional, se expulsó a judíos y moriscos y se cerró la puerta a luteranos, por «sediciosos, perturbadores de la república»32. Órdenes militares religiosas se fundaron en España para la cruzada interior que reconquistara el propio suelo, y en ninguna parte más vivo el sentimiento de la hermandad entre el sacerdote y el guerrero que en pueblo que dio tantos curas guerrilleros en la francesada. Guerras religiosas, sí, en cuanto el reino de la religión se extiende a este mundo, en cuanto institución para sustento de la máquina social y mantenimiento del orden y del silencio y de la obediencia a la ley.

Aquellas almas fueron intolerantes, no por salud y vigor, sino por pobreza de complejidad, porque no sólo tolera el débil y el escéptico, sino el que en fuerza de vigor penetra en otros y en el fondo de verdad que yace en toda doctrina, puesto que hay junto a la tolerancia por exclusión otra por absorción. Temían las malas doctrinas, las ideas, porque eran éstas en ellos categóricas e impulsivas; temían más la «soberbia del espíritu» que la «concupiscencia de la carne»; por la razón temían haber de venir la caída. Mas ellos no razonaron su intolerancia como tal, que esto se queda para los que no la sienten. Aquellos conceptistas concebían sus conceptos por exclusión y la religión como lazo social y base de unidad civil. Valía más, según el duque de Alba, conservar mediante guerra un reino arruinado para Dios y el rey, que tenerlo, sin esto, entero, en provecho del demonio y de los herejes sus secuaces.

A la ley había que someterse por la fe, que era confianza sobre todo, confianza en que el Rey celestial no habría de negar una hora de arrepentimiento al que obedeciese, aunque no cumpliera sus mandatos. Paulo el ermitaño se condena por desconfiar de su salvación,


porque es la fe en el cristiano,
que en sirviendo a Dios y haciendo
buenas obras ha de ir
a gozar de Él en muriendo.



por querer que Dios le diga si se ha de salvar o no y Enrico, el de los «latrocinios, cuchilladas, heridas, robos, salteamientos y cosas deste modo», el que mató treinta hombres y forzó seis doncellas, como «aunque es tan malo, no deja de tener conocimiento de la santa fe», sino que abriga esperanza siempre de que tiene de salvarse, esperanza no fundada en obras suyas,


... sino en saber que se humana
Dios con el más pecador
y con su piedad le salva,



sálvase por acto de arrepentimiento, llevándole al cielo «dos paraninfos alados». La misma concepción en el fondo que esta de El condenado por desconfiado, de Tirso, es la de La devoción de la Cruz, de Calderón. El genio oculto de la sociedad, su intraconciente providencia, dio codicia del cielo y terror al infierno a aquellos anarquistas. Donde Paulo, el ermitaño, al creerse condenado como el bandido Enrico, exclama:


¡Si su fin ha de tener,
tenga su vida y sus hechos!,



allí es donde adquiere, en virtud del contraste, plena significación el «aunque no hubiera infierno te temiera». En el fondo de aquellas naturalezas de un individualismo salvaje quedaba chispa de fe; poco de sumisión a una terrible ley externa, hado de la sociedad, a la que había que obedecer, mal que no se la cumpliera. A Sancho el socarrón le parecía un demonio «hombre de bien y buen cristiano», al oírle jurar «en Dios y en mi conciencia», y concluía que «aun en el mismo infierno debe de haber buena gente». ¡Respeto, respeto ante todo, y horror al escándalo! «Gracias a Dios, todo está tranquilo en los Países Bajos»; gracias a Dios y al Consejo de sangre.

La religión cubría y solemnizaba. Para que les enseñaran «las cosas de nuestra santa fe católica» encomendaban indios a los aventureros de América. ¡Extraña justificación de la esclavitud! Y allá, en aquellas mismas tierras de nuestra castiza epopeya viva, vírgenes de policía, donde se desenfrenaban las pasiones, cuando Pizarro, Almagro y el maestrescuela Luque hicieron convenio de repartirse la presa de la conquista del Perú, aportando el último, socio capitalista, 20.000 pesos, y su industria los otros dos, entonces cierran el trato en Misa celebrada por Luque, en que comulgaron los tres de una sola y misma Hostia. ¡Qué de miserias irreligiosas brotaron de este solemne y consagrado trato!

Afirmaba el alma castellana castiza con igual vigor su individualidad, una frente al mundo vario, y esta su unidad proyectada al exterior; afirmaba dos mundos y vivía a la par en un realismo apegado a sus sentidos y en un idealismo ligado a sus conceptos.

Intentó unirlos y hacer de la ley suprema ley de su espíritu, en su única filosofía, su mística, saltando de su alma a Dios. Con su mística llegó a lo profundo de la religión, al reino que no es de este mundo, al manantial vivo de que brotaba la ley social y a la roca viva de su conciencia.

En ninguna revelación del alma castellana que no sea su mística se entra más dentro en ella, hasta tocar a lo eterno de esta alma, a su humanidad; y en ninguna otra tampoco se ve más al desnudo su vicio radical que en la seudomística, en los delirios del alumbrismo archi-sensitivo y ultra-intelectivo, en aquel juntar en uno la unión sexual y la del intelecto con el sumo concepto abstracto, con la nada.

Por su mística castiza es como puede llegarse a la roca viva del espíritu de esta casta, al arranque de su vivificación y regeneración en la Humanidad eterna.



Abril de 1895.






ArribaAbajoIV.- De mística y humanismo


- I -

Así como la doctrina que forja o abraza un hombre suele ser la teoría justificativa de su conducta, así la filosofía de un pueblo suele serlo de su modo de ser, reflejo del ideal que de sí mismo tiene.

Segismundo, lanzado al trono desde su cueva de solitario, pronuncia que la vida es sueño, mas se ase de ella diciendo:


soñemos, alma soñemos
otra vez; pero ha de ser
con atención y consejo,
de que hemos de dispertar
deste gusto al mejor tiempo
[...]
que estoy soñando y que quiero
obrar bien, pues no se pierde
el hacer bien aun en sueños,
[...]
Acudamos a lo eterno,
que es la fama vividora
donde ni duermen las dichas,
ni las grandezas reposan.


Tras esto eterno se fue el vuelo del alma castellana.

La ciencia una, a cuya cumplida organización tienden de suyo como a fin último, aunque inasequible, las ciencias todas: tal es lo que trata de construir en la filosofía el hombre, el blanco a que endereza sus esfuerzos desde los datos de experiencia. Va a la par la realidad, por su parte, depositándose en silencio en el hondón del espíritu, y allí a oscuras organizándose. Ya de este hondón donde está su reflejo vivo y espontáneo, ya de la realidad misma conocida a la luz de conciencia, se quiere sacar filosofía.

El espíritu castellano, al sazonar en madurez, buscó en un ideal supremo el acuerdo de los dos mundos y el supremo móvil de acción; revolvió contra sí mismos sus castizos caracteres al procurar dentro de sus pasiones y con ellas negarlas, asentar su individualidad sobre la renuncia de ella misma. Tomó por filosofía castiza la mística, que no es ciencia, sino ansia de la absoluta y perfecta hecha sustancia, hábito y virtud intransmisible, de sabiduría divina; una como propedéutica de la visión beatífica; anhelo de llegar al Ideal del universo y de la Humanidad e identificar el espíritu con él, para vivir, sacando fuerzas de acción, vida universal y eterna; deseo de hacer de las leyes del mundo hábitos del ánimo, sed de sentir la ciencia y de hacerla con amor sustancia y acción refleja del alma. Corre, tras la perfecta educación de lo interno con lo externo, a la fusión perfecta del saber, el sentir y el querer; mantiene el ideal de la ciencia concluida, que es acción, y que, como Raquel, moriría de no tener hijos.

Casta la castellana de conquistadores, mal avenidos al trabajo, no se compadecía bien a interrogar y desentrañar la realidad sensible, a trabajar en la ciencia empírica, sino que se movían a conquistar con trabajos, sí, pero no con trabajo, una verdad suma preñada de las demás, no por discurso que sé, arrastra pasando de cosa en cosa, ni por meditación que, anda y cuando más corre, entendiendo una por otra, sino por gracia de contemplación que vuela y desde un rayo de visión se difunde a innúmeros seres, por contemplación de fruto sin trabajo, contemplatio sine labore cum fructu, que decía Ricardo de San Víctor. Pobres en el cultivo de las ciencias de la Naturaleza, ejercitaron lo agudo de su ingenio en barajar y adelgazar textos escritos, más en comentar leges que en hallar leyes. No construyeron filosofía propia inductiva ni abrieron los ojos al mundo para ser por él llevados a su motivo sinfónico; quisieron cerrarlos al exterior para abrirlos a la contemplación de las «verdades desnudas», en noche oscura de fe, vacíos de aprehensiones, buscando en el hondón del alma, en su centro e íntimo ser, en el castillo interior, la «sustancia de los secretos», la Ley viva del universo.

No parte la mística castellana de la Idea abstracta de lo Uno, ni tampoco directamente del mundo de las representaciones para elevarse a conocer invisibilia Dei per ea quae facta sunt.

«Ninguna cosa criada ni pensada puede servir al entendimiento de propio medio para unirse con Dios... Todo lo que el entendimiento puede alcanzar antes le sirve de impedimento que de medio si a ello se quisiese asir».


(San Juan de la Cruz)                


Arranca del conocimiento introspectivo de sí mismo, cerrando los ojos a lo sensible, y aun a lo inteligible, a «todo lo que puede caer con claridad en el entendimiento», para llegar a la esencia nuda y centro del alma, que es Dios, y en ella unirse en «toques sustanciales» con la Sabiduría y el Amor divinos. Los místicos castellanos glosan y ponderan de mil modos el «conócete a ti mismo» y aún más el «conózcame, Señor, a mí y conocerte he a Ti», de San Agustín. Las obras de Santa Teresa son autobiografías psicológicas de un realismo de dibujo vigoroso y preciso, sin psicologiquería alguna.

Robustísima en ellos la afirmación de la individualidad (cosa muy distinta de la personalidad) y del libre albedrío, grandísima la cautela con que bordean el panteísmo. Y es tan vivo en esta casta este individualismo místico, que cuando en nuestros días se coló acá el viento de la renovación filosófica postkantiana nos trajo el panenteísmo krausista, escuela que procura salvar la individualidad en el panteísmo, y escuela mística hasta en lo que de ser una perdurable propedéutica a una vista real que jamás llega. Y es tan fuerte el individualismo éste, que si San Juan de la Cruz quiere vaciarse de todo, busca esta nada para lograrlo todo, para que Dios y todo Él sea suyo.

Como no fueron al misticismo por hastío de la razón ni desengaño de ciencia, sino más bien por el doloroso efecto entre lo desmesurado de sus aspiraciones y lo pequeño de la realidad, no fue la castellana una mística de razón raciocinante, sino que arrancaba de la conciencia oprimida por la necesidad de lex y de trabajo. Es sesuda y sobria y sin manchas de ignorancia grosera. Santa Teresa, penetrada del valor de las letras, no se complace en relatarnos apariciones sensibles, ni que baje el Esposo a charlar a cada paso con ella, revelándole vaticinios impertinentes y avisos de gaceta; sus relaciones místicas, sea cual fuere la idea que de ellas nos formemos, fueron serias, sin segunda intención ni tramoya alguna. La casta de la reformadora será fanática, no supersticiosa. No cayó en el desprecio de la razón ni de la ciencia por abuso de ellas.

Buscaban libertad interior bajo la presión del ambiente social y el de sí mismos, del divorcio entre su mundo inteligible y el sensible en que los castillos se convierten en ventas; libertad interior, desnudarse de deseos para que la voluntad quedara en potencia respecto a todo.

«Y considerando el mucho encerramiento y pocas cosas de entretenimiento que tenéis, mis hermanas, [...], me parece os será consuelo deleitaros en este castillo interior, pues sin licencia de las superioras podéis entraros y pasearos por él a cualquier hora».


Esto decía a sus hermanas la mujer llena de espíritu de libertad y santa independencia.

Oprimidos por la ley exterior buscaron el intimarla en sí purificándola, anhelaron consonar con su suerte y resignarse por el camino de contemplación liberadora. Había ya dicho Ricardo de San Víctor que, de haber los filósofos conocido esta ciencia mística, jamás habrían doblegado su cerviz ante los hombres, nunquam creaturae collum inclinassent.

Corrían tras ciencia de libertad obtenida sin trabajo, sine labore cum fructu. Habríales parecido, de seguro, atroz blasfemia aquello de Lessing, de que no es la verdad que posee o cree poseer un hombre lo que constituye el valor de éste, sino los esfuerzos leales por alcanzarla, y que si Dios, teniendo en su diestra la verdad y en la izquierda no más que el siempre vivo instinto de perseguirla, aun añadido a este condenado a permanente error, le dijera: «¡Escoge!», se abalanzaría humilde a su izquierda, diciéndole: «Padre, dame este instinto; la verdad pura es para ti solo».

Buscaban por camino de oración, anhelos y trabajos, ciencia hecha y final, contemplativa, no de meditación ni de discurso; buscaban por renuncia del mundo posesión de Dios, no anegamiento en él, buscaban

«entender [el alma] grandes secretos, que parece los ve en el mesmo Dios, ni aun digo que ve, no ve nada: porque no es visión imaginaria, sino muy intelectual, adonde se le descubre como en Dios se ven todas las cosas, y las tiene todas en sí mesmo».


(Santa Teresa)                


«acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada en que está el alma bebiendo sabiduría, amor y sabor... Quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu, luego el alma ya sencilla y pura se transformaría en la sencilla y pura Sabiduría divina [...], porque faltando lo natural al alma ya enamorada, luego se infunde lo divino sobrenaturalmente; que Dios no deja vacío sin llenar».


(San Juan de la Cruz)                


Ciencia pura, absoluta, final y contemplativa visión de la divina Esencia por amor. ¿Es que puede conocerse algo sin amarlo? Conocer es querer y recriar. La mística buscaba el fondo en que las potencias se funden y asientan, en que se conoce, quiere y siente con toda su alma, no ya ver las cosas en Dios, sino sentir ser todas en Él, decía San Juan de la Cruz. ¡Por amor! Lo idealizaron, el amor al Amor. Las comparaciones de desposorio y matrimonio espiritual les ocurren a cada paso. Casi todos los místicos han sido pareja castísima. En todos los tiempos ha servido el amor de núcleo vivo de idealizaciones; en Beatriz ha encarnado en Ideal, porque la ciencia vive de sus raíces, y la inteligencia arranca de la vida de la especie. Dios no dice a Adán y Eva: «Estudiad y conoced las razones de las cosas», y la ciencia misma es viva en cuanto acrecienta y multiplica la vida de la especie. La mística idealizó no lo eterno femenino, ni lo eterno masculino, sino lo eterno humano; Santa Teresa y San Juan de la Cruz, nada hombruna aquélla, nada mujeril éste, son excelentes tipos del homo que incluye en sí el vir y la mulier.

Por ciencia de amor buscaban posesión de Dios, sin llegar a la identidad entre pensar a Dios y ser Dios del maestro Eckart. Aun cuando hablen de perderse en Él, es para encontrarse al cabo de Él posesores. Para venir a poseerlo, a saberlo y a serlo todo, no quieras poseer, saber, ni ser algo en nada, enseña San Juan de la Cruz.

Esta sed de supremo goce de posesión, sabiduría y ser por conquista amorosa, los llevó en aquella edad al anhelo del martirio, a la voluptuosidad tremenda del sufrimiento, a la embriaguez del combate espiritual, al frenesí de pedir deliquio de pena sabrosa, a que el alma hecha ascua se derritiera en amor, desgarrándose la urdimbre de espíritu y cuerpo y corriendo por las venas espirituales mares de fuego, y por fin llegaron algunos, rompiendo con la ortodoxia, a pedir la nada.

El punto que en nuestro misticismo separa la ortodoxia de la heterodoxia es verdadero punto y no muy fijo; es, sobre todo, la protesta de sumisa obediencia a la Iglesia. Negar que ese punto sirviera de transición es querer apagar la luz solar amontonando escombros paleontológicos, echando a los ojos tierra de erudición, con noticias complacientes.




- II -

Si oprimidos por la ley aspiraban a penetrar en la vida del universo, era para hacer de ella ley viva de su conciencia y que obraran en justicia y amor dentro del alma, moviendo sus actos, olvidada ésta de sí y atenta sólo a las cosas de Dios para que Dios atendiese a las suyas. El provecho de la visión intelectual en que vemos todo en Dios y con todo nos vemos en Él es sacar de idea de nosotros mismos humildad y resorte de acción. La contemplación de la sabiduría de Dios vuelve el entender y el obrar humanos en divinos, nos enseñan.

La ley moral es, en efecto, la misma de la Naturaleza, y quien lograra acabada comprensión del organismo universal viendo su propio engrane y oficio en él, su verdadera valía y la infinita irradiación de cada uno de sus actos en la trama infinita del mundo, querría siempre lo que debiera querer. Si la ciencia y la conciencia aparecen divorciadas es porque su ayuntamiento se celebra allá, en el hondón oscuro del alma, cuya voz ahogan y ensordecen los ecos mismos que de él nos devuelve el mundo. Una verdad sólo es de veras activa en nosotros cuando, olvidada, la hemos hecho hábito; entonces la poseemos de verdad.

La ciencia y la acción, María y Marta, habían de servir juntas al Señor, la una dándole de comer, contemplándole y perfumándole la otra. Marta trabajó, es cierto, pero «hartos trabajos» fueron, dice Santa Teresa, los de María al irse por esas calles y entrar donde nunca había entrado y sufrir murmuraciones, y ver aborrecido a su Maestro. Ciencia de amor sin trabajo, repito, de trabajos; no el heroísmo difuso, oscuro y humilde del trabajo, sino los trabajos de la conquista.

Conquistar para el alma la ley sometiéndose a la disciplina ordenancista de la externa y escrita, a la que nunca perdieron de vista ni proclamaron inútil; hacer de la lex gracia cumpliéndola; fe con obras, obedecer y cumplir. Magdalena fue perdonada, no precisamente porque amara, sino porque por haber amado creyó, creyendo sin entender, dice Juan de Ávila. Cuando dicen, con San Juan de la Cruz, «no hay otra diferencia, sino ser visto Dios o creído», se apartan de aquellos generosos esfuerzos de la edad heroica de la escolástica por racionalizar la fe, de aquel empeño por entender lo creído, del satagamus quae credimus intelligere nitamur comprehendere ratione quod tenemus ex fide, de Ricardo de San Víctor, formulador de la mística.

En San Juan de la Cruz, que, marcando el punto culminante de la mística castellana, es el más cauteloso en su osadía, parece se fundieron el espíritu quijotesco y el sanchopancino en un idealismo tan realista, como que es la idealización de la realidad religiosa ambiente en que vivía. Su mística es la de la «fe vacía», la del carbonero sublimada, la pura sumisión a quien enseña el dogma, más bien que al dogma mismo.

Su «Subida al monte Carmelo» es en gran parte comentario de aquellas palabras de San Pablo a los Gálatas: «Si nosotros mismos o un ángel del cielo os evangelizare en contra de lo que os hemos evangelizado, sea condenado». Preocupado, sin duda alguna, con la doctrina protestante de la revelación e inspiración interiores y personales y de la personal y directa comunicación con Dios, todo se le vuelve prevenciones contra las revelaciones, visiones y locuciones sobrenaturales, en que, como el demonio puede meter mucho la mano y falsificarlas, es lo prudente negarse a todas para mejor recibir el provecho de las divinas.

«Dios quiere que a las cosas que sobrenaturalmente nos comunica no les demos entero crédito, ni hagan en nosotros confirmada fuerza y segura hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre [...] Ninguna necesidad tiene (el hombre) para ser perfecto de querer cosas sobrenaturales por vía sobrenatural y extraordinaria, que es sobre su capacidad [...], de todas ellas le conviene al alma guardarse prudentemente para caminar pura y sin error en la noche de fe a la divina unión [...], para entrar en el abismo de la fe donde todo lo demás se absorbe [...], en que el entendimiento ha de estar escuro y escuro ha de ir por amor en fe y no por mucha razón... Cualquier alma de por ahí con cuatro maravedís de consideración... más bachillerías suele sacar e impureza del alma que humildad y mortificación de espíritu».



Estos individualistas eran profundamente antipersonalistas. La mística de San Juan de la Cruz es de sumisión y cautela. Poeta riquísimo en imágenes, enseña, sí, nos despojemos de ellas para mejor de ellas aprovecharnos; pero «advierte, ¡oh amado lector!, que no por eso convenimos ni queremos convenir en esta nuestra doctrina con la de aquellos pestíferos hombres que, persuadidos de la soberbia y envidia de Satanás, quiseron quitar de los ojos de los fieles el santo y necesario uso e ínclita adoración de las imágenes de Dios y de los santos».

Libertad por sumisión y no por rebelión, intimando la ley colectiva externa, no volviéndose a sí para proclamar la propia. El tema al Santo Oficio, ante el cual «lo cierto se hacía sospechoso y dudoso», según el maestro León, es explicación de corteza que no explica bien este carácter, por no ser éste efecto de aquel temor, sino ambos de la inquisición inmanente que lleva la casta en su alma, esta casta que obedece aun cuando no cumpla, que dará insurrectos, pero no rebeldes.

Con esta fe, fides, fidelidad, obras que son amores, y las obras, actos de sumisión, no de inspiración interior, acto que al degenerar acabaron por ser clasificados cual ejemplares mineralógicos en los «métodos de amar a Dios».

Partían de la realidad misma en que vivían envueltos tratando de idealizarla. Para llegar a cualquier punto que sea hemos de partir de aquel en que estamos, tomando aliento del aire ambiente (esto lo enseña Pero Grullo), pues quien quiera comenzar de salto y cerrando la boca se ahoga y se rompe la crisma, o como Don Quijote en Clavileño, creyendo volar por las esferas, no se mueve, vendados los ojos, del suelo en que descansa el armatoste. ¿Por qué pretender rebelarse contra la ley sin haber llegado a sus raíces vivas? ¿Qué debe ser es el que no arranca de la razón de ser de lo que es? Sin penetrar en esta razón, ¿qué fuerza habrá contra los rémoras que, esclavos de la apariencia, resisten al impulso que nos lleva a lo que ha de ser y tiene que ser, mal que les pese?

Y volviendo a la mística castellana, la ascesis que de ella brotaba era austera y militante, con tono más estoico que epicúreo, varonil. Santa Teresa no quería que sus hermanas fuesen mujeres en nada, ni lo pareciesen, «sino varones fuertes» y tan varoniles, que «espanten a los hombres».

Su caridad, en cuanto enderezada a los hombres, era, sobre todo, horror al pecado. Los milagros de dar salud al enfermo, vista al ciego o semejantes,

«cuanto al provecho temporal [...], ningún gozo del alma merecen, porque, excluido el segundo provecho (el espiritual), poco o nada importa al hombre, pues de suyo no son medio para unir al alma con Dios».



Aseguraban compadecer más a un luterano que a un gafo. Es la moral individualista de quien, poco simpático, incapaz de ponerse en el lugar de otro y pensar y sentir como este otro piensa y siente, le compadece porque no lo hace como él, ignorando, en realidad, cómo lo hace. Es la moral militante del Dios de las batallas, la de Domingo pidiendo a la Virgen valor contra sus enemigos.

Resaltan los caracteres de la eflorescencia religiosa de España cuando se la compara con otra: la de Italia, por ejemplo. Siguió ésta a la renovación comunal italiana de los siglos X al XII, brotando popularísima de la masa, mezclándose con ensueños apocalípticos de renovación social, de un reino del Espíritu Santo y del Evangelio eterno. Su flor fue el Pobrecito de Asís, de casta de comerciantes andariegos y alma de trovador, el alegre umbrío, no el macilento y triste en que se le transformó en España. No se mete en su alma, sino que se derrama fuera, amando con ternura a la Naturaleza, hermana de la Humanidad. Canta a las criaturas, y su Dios quiere misericordia más que sacrificio. Al solitario, monachum, monje, sustituye el hermano, fratellum, el fraile salvando a los demás, se salva uno en redención mutua. No se encierra en su castillo interior, sino se difunde en la risueña y juvenil campiña, al aire y al sol de Dios. No se cuida apenas de convertir herejes. Su religión es del corazón y de piedad humana. El símbolo religioso italiano son los estigmas de Francisco, señales de crucifixión por redimir a sus prójimos; el castellano, la transverberación del corazón de Teresa, la saeta del Esposo con que se solazaba a solas. Aquí era todo comentar el Cantar de los Cantares intelectualizado; allí pasaban del Evangelio al Apocalipsis; el uno es de sumisión y fe sobre todo; el otro, sobre todo de pobreza y libertad; regular y eclesiástico el uno; secular y laico el otro. Del italiano brotó el arte popular de las Florecitas y de los juglares de Dios, como Jacopone de Todi; el nuestro dio los conceptuosos autos sacramentales o las sutiles y ardorosas canciones de San Juan de la Cruz. Giotto, Fra Angélico, Chirlandajo, Cimabué pintaron con las castas tintas del alba, con los arreboles de la aurora, el azul inmaculado del cielo umbrío y el oro de sol figuras dulcísimas e infantiles en campo diáfano; Zurbarán y Ribera dibujaron atormentados anacoretas; Murillo, interiores domésticos de sosegado bienestar y lozanas Concepciones. Cierto es que el misticismo italiano floreció en el siglo XIII, y en el XVI el nuestro.

Así como en los tejidos hipertróficos se ve de bulto y como por microscopio el funcionamiento fisiológico diferencial mejor que en los normales, así en las hipertrofias morales. Las del misticismo castellano fueron el quietismo egoísta del abismarse en la nada o el alumbrismo brutal dado a la holganza y al hartazgo del instinto, que acaba en el horrible consorcio del anegamiento del intelecto en el vacío conceptualizado con la unión carnal de los sexos y en la grosería sensibilista de «mientras más formas, más gracias», en el último extremo de lo que llama San Juan de la Cruz lujuria y gula espirituales. El italiano, por su parte, degeneraba en sectas de pobres llenos de ensueños comunistas de restauración social.




- III -

De estos despeñaderos mórbidos salvó a uno y a otro el humanismo, la modesta ciencia de trabajo, la voz de los siglos humanos y de la sabiduría lenta de la tierra. El misticismo italiano, la religión del corazón, se humaniza en el Dante, nutrido de sabiduría antigua, que intenta casar la antigüedad clásica con el porvenir cristiano.

En España penetró tanto como donde más el soplo del humanismo, el alma del Renacimiento, que siempre tuvo altar aquí. Desde dentro y desde fuera nos invadió el humanismo eterno y cosmopolita, y templó la mística castellana castiza, tan razonable hasta en sus audacias, tan respetuosa con los fueros de la razón. El ministro por excelencia de su consorcio fue el maestro León, maestro como Job en infortunios, alma llena de la ardiente sed de justicia del profetismo hebraico, templada en la serena templanza del ideal helénico. Platónico, horaciano y virgiliano, alma en que se fundían lo epicúreo y lo estoico en lo cristiano, enamorado de la paz del sosiego y de la armonía en un siglo «de estruendo más que de sustancia».

Es en él profundísimo el sentimiento de la Naturaleza, tan raro en su casta (lo cual explica la pobreza de ésta en ciencias naturales). Consonaba con la campiña apacible y serena, la tenía en las entrañas del alma, en los tuétanos mismos, en el meollo de su corazón. En el campo, los deleites parecíanle mayores por nacer de cosas más sencillas, naturales y puras; «en los campos vive Cristo»; en la soledad de ellos, la fineza del sentir. Retirado a la Flecha, rincón mansísimo a orillas del Tormes, gustaba tenderse allí a la sombra, rompiendo, como los pájaros, a cantar a la vista del campo verde. En aquel quieto retiro, gozando del frescor en día sosegado y purísimo, tendido en la hierba, deleitábase con sus amigos en diálogos platónicos sobre los «Nombres de Cristo».

Este sentimiento de la Naturaleza concertábase y se abrazaba en él con su humanismo platónico; era aquélla a su mente reflejo de otro mundo ideal, la tierra toda «morada de grandeza, templo de caridad y de hermosura», espejo el campo del cielo, del «alma región luciente, prado de bienandanza». Como en lago sereno se pinta la celeste techumbre temblando las estrellas a las caricias de la brisa al agua casta, así para él espejaba la campiña, «escuela de amor puro y verdadero», la paz eterna.

«Porque los demuestra a todos (los elementos) amistados entre sí, y puestos en orden y abrazados, como si dijésemos, unos con otros, y concertados en armonía grandísima, y respondiéndose a veces, y comunicándose sus virtudes, y pasándose unos en otros, y ayuntándose y mezclándose todos, y con su mezcla y ayuntamiento sacando de contino a luz y produciendo los frutos que hermosean el aire y la tierra».



Como en el campo, veía en el arte un dechado del concierto ideal de las ideas madres, de los elementos espirituales. La música de Salinas, que serenaba el aire vistiéndole de hermosura y luz no usadas, hacía que el alma a su divino son tornara,


... a cobrar el tino
y memoria perdida,
de su origen primera esclarecida,



y a las notas concordes del arte envía consonante respuesta la música ideal e imperecedera, fuente de la humana, y se mezcla entre ambas a porfía armonía dulcísima en un mar de dulzura en que navega a anegarse el alma.

Usado a hablar en los oídos de las estrellas, levantaba a éstas su mirada en las noches serenas anhelando «luz purísima en sosiego eterno», ciencia en paz, salud en justicia, imanes de sus deseos. La ciencia es salud; la justicia, paz.

¡Ciencia! Ciencia humana anhelada, el día en que volar de esta cárcel y en que «el mismo que se junta con nuestro ser agora se juntará con nuestro entendimiento entonces», expresando así, cual mejor no se puede, cómo es el fin de aquélla traer a conciencia lo que ésta lleva velado en su seno. Con la vista en el cielo suspiraba «contemplar la verdad pura» y ciencia humana, saber cosas acerca de las cuales no sería examinado en el día del juicio, como ver las columnas de la tierra; el porqué tiembla ésta y se embravecen las hondas mares; de dónde manan las fuentes; quién rige las estrellas y las alumbra; dónde se mantiene el sol, fuente de vida y luz, y las causas de los hados. Sed de saber puro, no enderezado, como la unión carnal, a sacar a luz un tercero, sino saber que dé paz de deleite, unión para «afinarse en ser uno y el abrazarse para más abrazarse». El Cristo del maestro León es el Logos, la Razón, la Humanidad ideal, el Concierto,

«según la Divinidad, la armonía y la proporción de todas las cosas, mas también, según la Humanidad, la música y la buena correspondencia de todas las partes del mundo».



Su Cristo es Jesús, Salud, y

«la salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas diferentes, y es una como música concertada que hacen entre sí los humores del cuerpo».



Su Cristo es una de las tres maneras de unirse al hombre Dios, que crió las cosas todas para con ellas comunicarse por Cristo, que «en todo está, en todo resplandece y reluce», «tiene el medio y el corazón de esta universidad de las cosas», aun de las que carecen de razón y hasta de sentido, recriando y reparando con su alma humana el universo, renovando al alma con «justicia secreta», haciendo de los hombres dioses.

Del mundo de las cosas, por su trabazón, subimos a la Ley; en la Ciencia se coyunta ésta con nuestra mente y vivifica nuestra acción para que, naturalizados, humanicemos la Naturaleza. Así, el maestro León sube de las criaturas a Dios, muestra el ayuntamiento de éste con la Humanidad en Cristo, y de Cristo, el Verbo, nos enseña, desciende a deificar al género humano.

El Verbo, la Razón viva, es Salud y Paz, En aquella sociedad de aventureros de guerra que se doblegaban al temor de la ley externa, aborrecía el maestro León la guerra y mal encubría su animadversión a la ley, lex. De natural medroso, veía en Cristo la guarida de los pobrecitos amedrentados, el amparo seguro en que se acogen «los afligidos y acosados del mundo». Su Dios no es el de las batallas. Cristo, Brazo de Dios,

«no es fortaleza militar, ni coraje de soldado [...] Los hechos hazañosos de un cordero tan humilde y tan manso [...], no son hechos de guerra [...] Las armas con que hiere la tierra son vivas y ardientes palabras... Vino a dar buena nueva a los mansos, no asalto a los muros [...]; a predicar, que no a guerrear».



En hablando de esto dice que se metía en calor, y al parar mientes en que las Escrituras emplean términos militares, encogíase en sí, pareciéndole uno de los abismos profundos de los secretos de Dios. En aquella sociedad de nuestra edad de oro que, corriendo tras la presa, movía guerras con color religioso, consideraba el maestro León como el pecado enorme y originario de los judíos su adoración al becerro de oro, que, despeñándoles de pecado en pecado, los llevó a esperar un Mesías guerrero.

«Esclavos de la letra muerta, esperan batallas y triunfos y señoríos de tierra [...], no quieren creer la victoria secreta y espiritual», sino «las armas que fantasea su desatino [...] ¿Dónde están agora los que, engañándose a sí mismos, se prometen fortaleza de armas, prometiendo declaradamente Dios fortaleza de virtud y de justicia?».

¡Qué de cosas se le ocurrieron en condenación de la guerra en el seno de aquel pueblo cuya callada idea denunciaba el discreto Sepúlveda al tratar De convenientia disciplinae militaris cum christiana religione!

Repugnaba el estado de guerra y el de lex que de él brota. Sometíase a ésta como a dura necesidad de nuestra imperfecta condición, mas sintiendo en vivo, con Platón, que

«no es la mejor gobernación la de leyes escritas», que «el tratar con sola ley escrita es como tratar con un hombre cabezudo por una parte y que no admite razón, y por otra, poderoso para hacer lo que dice, que es trabajoso y fuerte caso».

¡Con qué ahincada complacencia despliega las imperfecciones de la ley externa y le opone la de gracia! Es el grito de los caballeros contra la bárbara ley de honor, pero racionalizado. Soñaba en el reino espiritual, el de la santa anarquía de la fraternidad hecha alma del alma, en el siglo futuro, cuando «se sepultará la tiranía en los abismos y el reino de la tierra nueva será» de los de Cristo. Entonces regirá ley interna, concierto de la razón y la voluntad en que aquélla casi quiere y ésta casi enseña, ley «que nos hace amar lo que nos manda», que se nos encierra dentro del seno y se nos derrama dulcemente por las fuerzas y apetitos del alma, haciendo que la voluntad quede hecha una justísima ley.

En aquel reino del siglo futuro, en que los buenos, posesores del cielo y de la tierra, sentirán, entenderán y se moverán por Dios, será el gobierno pastoril,

«que no consiste en dar leyes, ni en poner mandamientos, sino en apacentar y alimentar a los que gobierna»; que «no guarda una regla generalmente con todos, y en todos los tiempos; sino en cada tiempo y en cada ocasión ordena su gobierno conforme al caso particular del que rige [...], que no es gobierno que se reparte y ejercita por muchos ministros».

Su Rey ideal es manso y no belicoso; llano, hecho a padecer, prudente y no absoluto. Sobre todo, ni guerrero ni absoluto.

«Cumplía que en la ejecución y obra de todo aquesto... no usase Dios de su absoluto poder, ni quebrantase la suave orden y trabazón de sus leyes; sino que, yéndose el mundo como se va, y sin sacarle de madre, se viniese haciendo ello mismo [...] ¿Usó de su absoluto poder? No, sino de suma igualdad y justicia [...] En la prudencia lo más fino de ella, y en lo que más se señala es el dar orden como se venga a fines extremados y altos y dificultosos por medios comunes y llanos, sin que en ellos se turbe en lo demás el buen orden...».



Su Rey ideal no es capitán general educado para la milicia, es la Razón viva y no escrita. En su reino los súbditos son «generosos y nobles todos y de un mismo linaje»; que «ser Rey propia y honradamente es no tener vasallos viles y afrentados».

¡Cuán lejos de esto la realidad en que vivía! Los gobernantes de entonces apenas imitaban ni conocían tal imagen, y «como siempre vemos altivez y severidad, y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los hombres».

Cuando el buen Sancho perdonaba cuantos agravios le habían hecho y hubieran de hacer, Don Quijote, molido por los yangüeses, habría querido poder hablar un poco descansado y dar a entender a Panza el error en que estaba, adoctrinándole en cómo el que gobierna ha de tener «valor para ofender y defenderse en cualquier acontecimiento», doctrina caballeresca, levantadora de imperios y «lo que ha levantado y levanta estos imperios de tierra es lo bestial que hay en los hombres».

¡Qué soberano himno entona el maestro León a la paz en los Nombres de Cristo, alzando los ojos al cielo tachonado de estrellas! Es la paz reflejo del concierto del mundo y no la lucha ley de la vida. ¡Hueras utopías para aquellos a quienes lo bestial que hay en los hombres les ha enredado en la monserga del struggle for life, impidiéndoles ver la paz hasta en las entrañas del combate! ¡Cuán extrañas soñarían las doctrinas del maestro León a oídos atontados por el estruendo de tambores y mosquetes! Penetró en lo más hondo de la paz cósmica, en la solidaridad universal, en el concierto universal, en la Razón hecha Humanidad, Amor y Salud. No entabló un solitario diálogo entre su alma y Dios. Vio lo más grande del Amor en que se comunica a muchos sin disminuir, que «da lugar a que le amen muchos, como si le amara uno solo, sin que los muchos se estorben».

Espíritu sano y equilibrado, atento a vivir conforme a la razón, porque «el ánimo bien concertado dentro de sí consuena con Dios y dice bien con los demás hombres», identificó, la salud y la paz, y la justicia y la ciencia. Encarnó la filosofía del cordero en una sociedad de lobos en que sufrió bajo «la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía, el color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia». Clasicista y hebraizante, unió al espíritu del humanismo griego el del profetismo hebraico, sintió en el siglo XVI lo que un pensador moderno llama la fe del siglo XX, el consorcio de las pietas de Lucrecio, el «poder contemplar el mundo con alma serena», con el anhelo del profeta, «que la rectitud brote como agua y la justicia como un río inagotable».

Oprimido por el ambiente vivió el maestro León solitario y perseguido, sin que su obra diera todo el fruto de que está preñada. A la presión externa se le añadió la interior, su cobardía misma; le faltó algo del coraje que vituperaba. Con el perfume, aspiró el veneno horaciano.

Guiado por el humano sentido de la paz y la salud, expresó, cual condensación de su doctrina, lo más hondo de la verdad platónica en palabras eternas:

«Consiste la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos y todos y cada uno dellos el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando no mezcladas se mezclen, y permaneciendo muchas no lo sean; y para que extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo».



Palabras que encierran la doctrina de todo renacimiento.




- IV -

La mística buscó la mayor plenitud personal por la muerte de las diferencias individuales, pero por camino individual. El franciscanismo, la gran marea religiosa del siglo XIII, fue la mística popular, una internacional religiosa y laica, especie de estado de conciencia europeo que borró fronteras33.

Un pueblo perfecto ha de ser todos en él y él en todos, por inclusión y paz, por comunión de libre cambio. Sólo así se llega a ser un mundo perfecto, plenitud que no se alcanza poniendo portillos al ambiente, sino abandonándose a él, abriéndose lleno de fe al progreso, que es la gracia humana, dejando que su corriente deposite en nuestro regazo su sustancioso limo sin falsearlo con falaces tamizaciones, entregándonos a ella sin quererla dirigir. El ciénago mismo se trocará en mantillo. ¡Cosa terrible la razón raciocinante de todas las castas, definidora de buenas y malas ideas, que en nombre de una pobre conciencia histórica nacional, pretende trazar el arancel de la importancia científica y literaria y construir cultura con industria de protección nacional!

No dentro, fuera nos hemos de encontrar. Cerrando los ojos y acantonándose en sí, se llega al impenetrable individuo átomo, uno por exclusión, mientras se enriquece la persona cuando se abre a todos y a todo. De fuera se nos fomenta la integración que da vida, la diferenciación sola empobrece. El cuidado por conservar la casta en lo que tiene de individuante es el principio de perder la personalidad castiza y huir de la vida plena de que alienta la Humanidad, toda en todos y toda en cada uno.

Todos los días se repite maquinalmente el tópico de «ama a tu prójimo como a ti mismo», y a diario se dice que un pueblo es una persona; pero el «ama a otro pueblo como al tuyo mismo» parece despropósito ridículo. La ley del egoísmo y de la carne, hipócritamente celada en el individuo, se formula en la comunidad colectiva para que nos sirva de apoyo. Adversus hostem aeterna auctoritas, sólo es prójimo el de la misma tribu. Todo lo demás son utopías, cosas de ninguna parte, fuera de espacio, única realidad de los que creen en lo macizo y de bulto y que la patria es el terruño.

Nos aturden los oídos con eso del reinado social de Jesucristo, y apenas lo entienden sus pregoneros. No se sueña apenas en el reinado del Espíritu Santo, en que el cristianismo, convertido en sustancia del alma de la Humanidad, sea espontáneo. Por no serlo hoy tiene órganos conscientes y se razona sobre él tan en demasía. Parece locura que llegue a ser moral pública cuando no se ha hecho jugo del individuo.

Se han dado apologistas de la guerra, que, sin saber de qué espíritu eran, se llamaban cristianos, como el monstruoso De Maistre. Son legión los que sólo conocen al Cristo Júpiter de Miguel Ángel, y legión de legiones los que no dejan caer de los labios lo del derecho de legítima defensa, servato ordine, etc.




- V -

Cuando España se recogió en sí, entrando en el período llamado de decadencia, el de crisálida, la expansión de nuestro pueblo había creado una vigorosa vida periférica, exterior e interior, y fomentado la vida de relación34. Por el desarrollo de las funciones de relación progresan los vivientes, acrecentando y enriqueciendo su vida. De la periferia primitiva embrionaria, de los repliegues del exodermo brotan los órganos de la inteligencia; del interior, el tubo digestivo, cuyo no enfrenado desarrollo convierte al viviente en parásito estúpido.

Cosquilleos de fuera despiertan lo que duerme en el seno de nuestra conciencia. El que se mete en su concha, ni se conoce ni se posee. La misma diferenciación interior, no la externa, es efecto del ambiente, el mismo regionalismo, ministro de enriquecimiento íntimo, cobra fuerzas del aire extranjero, es el activarse la circulación y vitalidad de los miembros al ensancharse el pecho para recibir el aire ambiente. Las literaturas regionales suelen despertar con vientos cosmopolitas35.

El desarrollo, del amor al campanario sólo es fecundo y sano cuando va de par con el desarrollo del amor a la patria universal humana; de la fusión de estos dos amores, sensitivo sobre todo el uno, y el otro sobre todo intelectual, brota el verdadero amor patrio.

Hay que mantenerse en equilibrio con el ambiente, asimilándose lo de fuera; la mutualidad brota de suyo, porque necesariamente es recíproca toda adaptación. No hay idea más satánica que la de la auto-redención; los hombres y los pueblos se redimen unos por otros. Las civilizaciones son hijas de generación sexuada, no de brotes.

¡Pobre temor el de que perdiéramos nuestro carácter al abandonarnos a la corriente! Lleva el núcleo castizo de nuestra cultura un fuerte sentimiento de individualidad, un sentido sanchopancino de las realidades concretas y de la distinción entre lo sensible y lo inteligible, de los hechos intuidos, no deducidos, y un quijotesco anhelo a ciencia final y absoluta, que si no acaba grandes cosas, muere por acometellas. Nuestro quijotismo, impaciente por lo final y absoluto, sería fecundísimo en, la corriente del relativismo; nuestro sanchopancismo opondría acaso un dique al análisis que, destruyendo los hechos, sólo su polvo nos deja. Pero lo castizo eterno sólo obrará olvidando lo castizo histórico en cuanto excluye.

Hay que matar a Don Quijote para que resucite Alonso Quijano el Bueno, el discreto, el que hablaba a los cabreros del siglo de la paz, el generoso libertador de los galeotes, el que, libre de las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él pusieron su amarga y continua leyenda de los libros de caballerías y sintiéndose a punto de muerte, quería hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido su vida tan mala. «Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos», dirá el engañado Sancho al pedirle albricias.

«Los de hasta aquí -replicó Don Quijote-, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho».



«¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno. El bachiller Sansón Carrasco, la razón raciocinante apoyada en el sentido histórico, creerá incorregible a Don Quijote y siempre para su solaz la graciosa locura de éste. Así ha sido hasta hoy y así tiene que seguir siendo, hoy como ayer y mañana como hoy. Pero ¿es que la ley del cambio no está sujeta a cambio? ¿No hay ley del cambio de la ley? Lo único inmudable es el principio de continuidad.

Un mezquino sentido toma por la casta íntima y eterna, por el carácter de un pueblo dado, el símbolo de su desarrollo histórico, como tomamos por nuestra personalidad íntima el yo que de ellas nos refleja el mundo. Y así se pronuncia consustancial o tal o cual pueblo la forma que adoptó su personalidad al pasar del reino de la libertad al de la historia, la forma que le dio el ambiente.

Para preservarse, la casta histórica castellana creó el Santo Oficio, más que institución religiosa, aduana de unitarismo casticista. Fue la razón raciocinante nacional ejerciendo de Pedro Recio de Tirteafuera del padre Sancho. Podó ramas enfermas, dicen; pero estropeando el árbol... Barrió el fango..., y dejó sin mantillo el campo.

No es aquí todo antojos. Una ojeada al estado mental presente de nuestra sociedad española nos mostrará a la vieja casta histórica luchando contra el pueblo nuevo; veremos que no son palabras sólo lo dicho, que aun lo al parecer más impertinente, desatinado y extravagante de lo expuesto, es pertinente, atinado e intravagante a nuestro propósito. Aún resistimos a la gracia humana y tiene esta resistencia culto y sacerdotes. Resistimos abrirnos al ambiente y descender, desnudos de toda visión histórica, a nuestro profundo seno. Gracias a una virtus medicatrix societatis, se cumple la regeneración de todos modos, día por día, pero es deber de cada cual ayudar a la Naturaleza y no meterse a poner carriles al progreso.

Raspemos un poco y muy luego daremos en nuestra actual sociedad española con la Inquisición inmanente y difusa, vestida con formalismo de latísima formalidad, con la gravedad, nada seria, de la vieja morgue castillane.



Mayo de 1895.






ArribaV.- Sobre el marasmo actual de España

Conforme he ido metiéndome en mis errabundas pesquisas en torno al casticismo, se me ha ido poniendo cada vez más en claro lo descabellado del empeño de discernir en un pueblo o en una cultura, en formación siempre, lo nativo de lo adventicio. Es tal el arte con que el sujeto condensa en sí el ambiente, tal la madeja de acciones y reacciones y reciprocidades entre ellos, que es entrar en intrincado laberinto el pretender hallar lo característico y propio de un hombre o de un pueblo, que no son nunca idénticos en dos sucesivos momentos de su vida.

Aun así y todo, he intentado caracterizar nuestro núcleo castizo; cómo en la mística trató la casta castellana de levantarse sobre sus caracteres diferenciales sumergiéndose en ellos, y cómo el ambiente del Renacimiento levantó al maestro León a la verdadera doctrina liberadora, ahogada en el oleaje inquisitorial de concentración y aislamiento. Ahora, a ver los efectos de esta concentración y cierre de valvas nacionales.

Atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por de fuera, un desesperante marasmo. En esta crisis persisten y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien que en descomposición no pocos.


- I -

Aún persiste el viejo espíritu militante ordenancista, sólo que hoy es la vida de nuestro pueblo, vida de guerrero en cuartel o la de Don Quijote, retirado con el Ama y la Sobrina y con la vieja biblioteca tapiada por encantamiento del sabio Frestón. De cuando en cuando, nos da un arrechucho e impulsos de hacer otra salida. En coyunturas tales, se toca la trompa épica, se halla teatralmente de vengar la afrenta haciendo una que sea sonada, y, pasada la calentura, queda todo ello en agua de borrajas. No falta en tales ocasiones pastor de Cristo que recomiende a los ministros que le están sometidos que llenen «con verdadero espíritu sacerdotal los deberes de su altísimo ministerio, alentando al soldado en las guerrillas»; ni comandante general que arrase viviendas y aduares por haber tomado armas los adultos de ellos. Seguimos creyendo en nuestra valentía porque sí, en las energías epilépticas improvisadas, y seguimos colgando al famoso general «No importa» no pocos méritos de lord Wellington.

A este espíritu sigue acompañando, bien por algo atenuado, aquel horror al trabajo que engendra trabajos sin cuento.

Sigue rindiéndose culto a la voluntad desnuda y apreciando a las personas por la voluntariedad del arranque. Los unos adoran al tozudo y llaman constancia a la petrificación; los otros plañen la penuria de caracteres, entendiendo por tales hombres de una pieza. Nos gobierna, ya la voluntariedad del arranque, ya el abandono fatalista.

Con la admiración y estima a la voluntad desnuda y a los actos de energía anárquica, perpetúase el férreo peso de la ley social externa, del bien parecer y de las mentiras convencionales, a que se doblegan, por mucho que se encabriten, los individuos que sin aquélla sienten falta de tierra en que asentar el pie. Nada, en este respecto, tan estúpido como la disciplina ordenancista de los partidos políticos. Tienen éstos sus «ilustres jefes», sus santones, que tienen que oficiar de pontificial en las ocasiones solemnes, sea o no de su gusto el hacerlo, que descomulgan y confirman y expiden encíclicas y bulas hay en ellos cismas, de que resultan ortodoxias y heterodoxias; celebran concilios.

A la sobra de individualismo egoísta y excluyente, acompaña falta de personalidad; la insubordinación íntima va de par con la disciplina externa: se cumple, pero no se obedece.

En esta sociedad, compuesta de camarillas que se aborrecen sin conocerse, es desconsolador el atomismo salvaje, de que no se sabe salir si no es para organizarse férrea y disciplinariamente con comités, comisiones, subcomisiones, programas cuadriculados y otras zarandajas. Y como en nuestras viejas edades, acompaña a este atomismo fe en lo de arriba, en la ley externa, en el Gobierno, a quien se toma ya por Dios, ya por el Demonio, las dos personas de la divinidad en que aquí cree nuestro maniqueísmo intraoficial.

Resalta y se revela más la penuria de libertad interior junto a la gran libertad exterior, de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía, que se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente ramplonería.




- II -

En nuestro estado mental llevamos también la herencia de nuestro pasado, con su haber y con su deber.

No se ha corregido la tendencia disociativa; persiste vivaz el instinto de los extremos, a tal punto, que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos. Se llama sentido conservador al pisto de revolucionarismo, de progreso o de retroceso, con quietismo; se busca por unos la evolución pura, y la pura revolución por otros, y todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable.

Esta tendencia disociativa de visión calidoscópica se revela hasta en los más menudos detalles, como en lo de hacer un artículo para ensartar chistes previos, en lugar de que éstos broten orgánicamente de aquél. Y a tal tendencia disociativa van aparejadas sus consecuencias. Viste bien el construir períodos sintácticos sin sustancia alguna y alinear frases; se admira un pensamiento coherente, aunque no cohiera nada; se sacrifica a la consecuencia la vida concreta del antecedente y del consiguiente; al hilo, las perlas que debiera engarzar.

Una de las disociaciones más hondas y fatales es la que aquí existe entre la ciencia y el arte y las que respectivamente los cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los hombres de ciencia, solemnes lateros, graves como un corcho y tomándolo todo en grave, y los literatos viven ayunos de cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo peor, montón de conceptos de una ciencia de pega mal digerida. Se cuidan los unos de no manchar la inmaculada nitidez del austero pensamiento abstracto, y huyendo de ponerle flecos y alamares, le esquimatizan que es una lástima; huyen los literatos de una sustancia que no han gustado, y todavía se arrastra por esas cervecerías del demonio la bohemia romanticoide. Se cultiva lo ingenioso, no ya el ingenio, y se da vuelta a los cangilones en pozo seco. Se fabrican frases sangrientas para que corran de círculo en círculo, y otros se entretienen en pintar arabescos afiligranados en cayuela, que se descascarilla al punto de ponerla a la intemperie. Creen muchos que se aprende a hacer dramas leyendo otros, a escribir novelas dándose atracones de ellas; que para ser literato no precisa otra cosa que lo que llaman, por exclusión, literatura. Y en el cultivo de la ciencia todo se vuelve centones, trabajos de segunda mano y acarreos de revistas; la incapacidad para la investigación directa va de mano con la falta de espontaneidad. Y así, pasamos de latas cientificoides a fruslerías seudo-literarias. Y aquí no puede separarse una de otra la literatura y la ciencia, porque ésta ha de venir concretada en ameno ropaje para que penetre y aquélla tiene que tener entre nosotros función docente. En el estado de nuestra cultura, toda diferenciación y especialismo son fatales, hay que ser por fuerza enciclopedistas; todo el que aquí se sienta con bríos está en el deber de no encarrilar demasiado unilateralmente sus esfuerzos. Nos hallamos en punto a cultura en la situación que en punto a comercio se hallan esos lugarejos en que un mismo tenducho sirve para el despacho de los géneros más diversos entre sí.

Lo que alienta vivo y revivo es el intelectualismo de los conceptos cuadriculables, y con él, la ideofobia. Las ideas son las culpables de todo, de la Sistema con sus consecuencias todas. ¡Cuánta simpleza! Este conceptismo es militante y dogmático, y hasta tal punto nos corroe el dogmatismo, que le hay del antidogmatismo. Se malgasta y derrocha esfuerzo y tiempo en polemiqueos escolásticos y leguleyescos; la disputa es la salsa de la Prensa de provincias.

Sobre todo esto se cierne la suprema disociación española, la de Don Quijote y Sancho. Este anula a aquél. ¡Qué rozagante vive el sanchopancismo antiespeculativo y antiutopista! ¡Qué estragos hace el sentido común, lo más antifilosófico y anti-ideal que existe! El sentido común declara loco, en una sociedad en que sólo se emplea la simple vista, La vista común, a quien mira con microscopio o telescopio; el sentido común emplea argumenta ad risum para hacer ver la incongruencia de una opinión con nuestros hábitos mentales. «No; lo que es a mí no me la pegan ni me vuelven a tomar de primo», exclama hoy Sancho, perdido lo más hermoso que tenía, su fe en Don Quijote y su esperanza en la ínsula de promisión. Si Sancho volviera a ser escudero, mejor aún que escudero de Don Quijote, criado de Alonso el Bueno, ¡cuánto no podría hacer con su sano sentido común!

Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal, se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería. La desesperante monotonía achatada de Tabeada y de Cilla es reflejo de la realidad ambiente, como lo era el vigoroso simplicismo de Calderón. Cuando se lee el toletole que promueven en París, por ejemplo, un acontecimiento científico o literario, el hormiguear allí de escuelas y de doctrinas y aun de extravagancias, y volvemos en seguida mientes al colapso que nos agarrota, da honda pena.

Cada español, cultivado apenas, se diferencia de otro europeo culto pero hay una enorme diferencia de cualquier cuerpo social español a otro extranjero. Y, sin embargo, la sociedad lleva en sí los caracteres mismos de los miembros que la constituyen. Como a los individuos de que se forma, distingue a nuestra sociedad un enorme tiempo de reacción psíquica, es tarda en recibir una impresión, a despecho de una aparente impresionabilidad, que no pasa de ser irritabilidad epidérmica, y tarda en perderla; los advenimientos son aquí tan tardos como los son las desapariciones, en las ideas, en los hombres, en las costumbres.

No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie tan sólo, y a lo sumo, revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera, se extiende un páramo espiritual, de una aridez que espanta. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud.




- III -

He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen comprimida. En otros países europeos aparecen nuevas estrellas, errantes las más, y que desaparecen tras momentánea fulguración; hay el gallito del día, el genio de la temporada; aquí, ni esto: siempre los mismos perros y con los mismos collares.

Se dice que hay gérmenes vivos y fecundos por ahí, medio ocultos; pero está el suelo tan apisonado y compacto, que los brotes tiernos de los granos profundos no logran abrir la capa superficial calicostrada, no consiguen romper el hielo. Un hombre que entre nosotros conserva en edad más que madura fe, vigor y entusiasmo juveniles, sostiene que aquí los jóvenes prometen algo hasta los treinta años, en que se hacen unos badulaques. No se hacen, los hacen; caen heridos de anemia ante el brutal y férreo cuadriculado de nuestro ordenancismo y nuestra estúpida gravedad; nadie les tiende a tiempo una mirada benévola y de inteligencia. Se los quiere de otro modo que como son; a nuestro rancio espíritu de intolerancia no le entra el dejar que se desarrolle cada cual según su contenido y naturaleza.

Hace poco, pedía un crítico un cuarto turno en el Español para los autores noveles y desconocidos, algo así como un teatro libre. ¡Generosa ilusión! ¿Es que se sabe distinguir el brote nuevo? Nos falta lo que Carlyle llamaba el heroísmo de un pueblo, el saber adivinar sus héroes. Fundan unos muchachos una revistilla, y en seguida veréis en sus planas los nombres de tanda y de cartel. En la vida intelectual, lo mismo que en el toreo, apestado también de formalismo, hay que recibir la alternativa de manos de los viejos espadas; lo demás no se sale de novillero.

Junto a este desvío para con la juventud se halla un supersticioso servilismo a los ungidos. Se ha ejercido con implacable saña la tarea de achuchar y despachurrar a los retoños tiernos, sin discenir el tierno tallo de la broza en que crecía, y no se ha tocado al muérdago y a los tumores y excrecencias de las viejas encinas, ungidas e intangibles. ¡Cuántos jóvenes muertos en flor en esta sociedad que sólo ve lo hecho y recortado, ciega para lo que se está haciendo! ¡Muertos todos los que no se han alistado en alguna de las masonerías: la blanca, la negra, la gris, la roja, la azul!...

Añádase a esto que la pobreza de nuestra nación hace duro el ganarse la vida y echar raíces; el primum vivere ahoga al deinde philosophari. Los jóvenes tardan en dejar el arrimo de las faldas maternas, en separarse de la placenta familiar, y cuando lo hacen, derrochan sus fuerzas más frescas en buscarse padrino que los lleve por esta sabana de hielo.

Para escapar a la eliminación, ponen en juego sus facultades, todas camaleónicas, hasta tomar el color gris oscuro y mate del fondo ambiente, y lo consiguen. No es adaptarse al medio adaptándoselo a la vez, activamente; es acomodarse a las circunstancias, pasivamente.

Vivimos en un país pobre, y donde no hay harina, todo es mohína. La pobreza económica explica nuestra anemia mental; las fuerzas más frescas y juveniles se agotan en establecerse, en la lucha por el destino. Pocas verdades más hondas que la de que, en la jerarquía de los fenómenos sociales, los económicos son los primeros principios, los elementos36.

Y no es nuestro mal tanto la pobreza cuanto el empeño de aparentar lo que no hay. La pobreza de la olla es algo más vaca que camero; el salpicón las más noches, los duelos y quebrantos de los sábados y las lentejas de los viernes, no pudieron por menos que concurrir con las noches pasadas de claro en claro en la lectura de los libros de caballerías a secar el cerebro al pobre Alonso el Bueno. Y aún corre vigente entre nosotros el aforismo del dómine Cabra de que el hambre es salud, recluta prosélitos el doctor Sangredo, y sigue asegurándose en grave que los tumores son de la fuerza de la sangre, y exceso de salud los ataques de epilepsia. Y nos recetan dieta. Y ¡mucha cuenta con decir la verdad! Al que la declare virilmente, sin ambages ni rodeos, acúsanle los espíritus entecos y escépticos de pesimismo. Quiérense mantener la ridícula comedia de un pueblo que finge engañarse respecto a su estado.

No hay Joven España ni cosa que lo valga, ni más protesta que la refugiada en torno a las mesas de los cafés, donde se prodiga ingenio y se malgasta vigor. Y esos mismos oradores protestantes de café, briosos y repletos de vida no pocos, al verse en público, se comprimen, y perlesiados y como fascinados a la mirada de la bestia colectiva, rompen en ensartar todas las mayores vulgaridades y los cantos más rodados de la rutina pública.

Se ahoga a la juventud sin comprenderla, queriéndola grave y hecha y formal desde luego; como Dios a Faraón se la ensordece primero, se la llama después, y al ver que no responde, se la denigra. Nuestra sociedad es la vieja y castiza familia patriarcal extendida. Vivimos en plena presbitocracia (vetustocracia se la ha llamado), bajo el senado de las sachems, sufriendo la imposición de viejos incapaces de comprender el espíritu joven y que mormojean: «No empujar, muchachos», cuando no ejercen de manzanillos de los que acogen a su sombra protectora. «Ah, usted es joven todavía, tiene tiempo por delante...», es decir: «No es usted bastante camello todavía para poder alternar». El apabullante escalafón cerrado de antigüedad y el tapón en todo.

Los jóvenes mismos envejecen, o, más bien, se avejentan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho, pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos, ascender a alfiles.




- IV -

Donde no hay juventud tampoco hay verdadero espíritu de asociación, que brota del desbordamiento de vida, del vigor que se sale de madre y trasvasa, Las sociedades nacen aquí osificadas, y esto cuando nacen, porque la insociabilidad es uno de nuestros rasgos característicos. Dilatada a las relaciones sexuales, fomenta nuestra insociabilidad el brutalismo masculino, fuente de huraña grosería y de soeces desplantes, para acabar sometiendo a los hombres como polichinelas a caprichos e intrigüelas mujeriles.

Apena el ánimo la contemplación de los estragos de nuestra insocialibidad, de nuestro salvajismo enmascarado.

Asombra a los que vivimos sumergidos en este pantano el remolino de escuelas, sectas y agrupaciones que se hacen y deshacen en otros países, donde pululan conventículos, grupos, revistas, y donde, entre fárragos de excentricidades, borbota una vida potente. Aquí las gentes no se asocian sino oficialmente, para dar dictámenes o informes, publicar latas y cobrar dietas, Hay una asociación de escritores y artistas que lo mismo podría pasar por de peluqueros; es una cooperativa funeraria y de Tersípcore a la par; su oficio, pagar el entierro a los que se mueren y hacer bailar a los vivos.

Es que para asociarse se precisan un principio asociante y un principio de asociación, y faltan uno y otro donde la lucha por los garbanzos produce el atomismo, y la presbitocracia, el estancamiento.

Todo es aquí cerrado y estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la Prensa periódica. Forman los chicos, los oficiales y los maestros de ella falange cerrada, sobre que extienden el testudo de sus rodelas, y nadie la rompe ni penetra en sus filas si antes no jura las ordenanzas y se viste el uniforme. Es esta Prensa una verdadera balsa de agua encharcada, vive de sí misma; en cada Redacción se tiene presente, no al público, sino las demás redacciones; los periodistas escriben unos para otros, no conocen al público ni creen en él. La Literatura al por menor ha invadido la Prensa, y aun los periodistas mismos, los mejores, no son sino más o menos literatos de cosas leídas. La incapacidad indígena de ver directa e inmediatamente y en vivo el hecho vivo, el que pasa por la calle, se revela en la falta de verdaderos periodistas. A falta de otra cosa, el brillo enfático de barniz retórico o la ingeniosidad de un batido delicuescente. El reporter es el pinche de la Redacción. Estúdiese nuestra Prensa periódica con sus flaquezas todas y al verla fiel trasunto de nuestra sociedad no se puede por menos que exclamar al oír execrarla neciamente:


   Arrojar la cara importa,
que el espejo no hay por qué.



Espejo verdadero, espejo de nuestro achatamiento, de nuestra caza al destino, espejo de nuestra doblez, de nuestra rutina y ramplonería. No es más que nuestro ambiente espesado, concentrado, hecho conciencia. Sobre todo, de una corrección desesperante.

¡Menos formalidad y corrección y más fundamentalidad y dirección! ¡Seriedad, y no gravedad! Y, sobre todo, ¡libertad!, ¡libertad!; pero la honda, no la oficial. Hace estragos el temor al ridículo el miedo al público, a la bestia multifauce.

Hay un misoneísmo feroz a todo lo fresco y rozagante, razonable y vivo, y, en cambio, pasa lo absurdo si viene envuelto en gravedad esquemática, hacen libre carrera todos los matoidismos y, entre rechiflas vergonzantes, triunfan. Disértese de biología poliédrica, de patología algebraica, de fisiología esquemática, de cualquier clase de pentanoma pantanómica, hágase cualquier peralada, pero ¡ojo con hablar de la ley de vida de las colonias o con poner peros a la fe en nuestro ingénito valor! ¡Cuidadito con tocar a la marina!

Pasamos, lo dijo don Juan Valera, de lo basto a lo cursi.

Y el mal parece que se agrava y cunde; es cada día mayor la ignorancia, y la peor de todas, la que se ignora a sí misma, la de la semi-ciencia presumida. Y a todo esto, mucho denigrar la frivolidad francesa y poner por los suelos al utilísimo Larousse, fuente casi única de información de algunos de nuestros conspicuos. ¡Y gracias! Porque los que los critican y zahieren no han pasado de Wanderer.

La presunción es tanta, que impide se empiece por el principio, por aprender conocimientos elementales en cartillas científicas. El que quiere darse una tintura de ciencia comienza por el fin, se va a las maduras sin haber pasado por las duras, y caerá en el dictado de dómine pedantón e inaguantable cualquier conferenciante que, conocedor de nuestros ilustrados públicos, empezara por exponerles el abecé elemental de una disciplina. Sirve aquí el estado de los maestros de primeras letras para tema de declamaciones retóricas; pero, en el fondo, se desprecia hondamente, no ya sólo al maestro, a su función; desasnar muchachos es lo último37.

Carecemos de la rica experiencia que sacaban los castizos aventureros de nuestra Edad de Oro de sus correrías por Flandes, Italia, América y otras tierras, aquellos que vertían en sus producciones el fruto de una vida agitadísima, de incesante tráfago, y no sustituimos esta experiencia con otra alguna. Hay abulia para el trabajo modesto y la investigación directa, lenta y sosegada. Los más laboriosos se convierten en receptáculo de ciencia hecha o en escarabajos peloteros de lo último que sale por ahí fuera.

Se disputa quién se ha enterado antes de algo, no quién lo ha comprendido mejor; lo que viste es estar a lo último, recibir de París el libro con las hojas oliendo a tinta tipográfica.

En la vida común y en el comercio corriente de las gentes, la extrema pobreza de ideas nos lleva a rellenar la conversación, como de ripio, de palabrotas torpes, disfrazando así la tartamudez mental, hija de aquella pobreza; y la tosquedad de ingenio, ayuno de sustancioso nutrimento, llévanos de la mano a recrearnos en el chiste tabernario y bajamente obsceno. Persiste la propensión a la basta ordinariez que señalé cual carácter de nuestro viejo realismo castizo.

Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político, y en esta anemia se congestionan los centros más o menos parlamentarios. En una bolitiquilla al menudeo suplanta la ingeniosidad al saber sólido, y se hacen escaramuzas de guerrillas. La pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional. Y aun el pólipo está en crisis. Los viejos partidos, amojamados en su ordenancismo de corteza, se arrastran desecados, y brota, como signo de los tiempos, el del buen tono escéptico y de la distinción elegante, el neo-conservatorismo diletantesco y aseñoritado con golpes plutocráticos. Por otra parte, sudan los más populares por organizar almas hueras de ideas, hacer formas donde no hay sustancia, cohesionar átomos incoherentes, cuando, si hubiera rebullente germinación y savia de primavera, brotaría de sí el organismo potente, la sustancia tomaría espontáneamente forma al brotar al ambiente.




- V -

¿Y qué tiene que ver esto con lo otro, con el casticismo? Mucho: éste es el desquite del viejo espíritu histórico nacional, que reacciona contra la europeización. Es la obra de la inquisición latente. Los caracteres que en otra época pudieron damos primacía, nos tienen decaídos. La Inquisición fue un instrumento de aislamiento, de proteccionismo casticista, de excluyente individualidad de la casta. Impidió que brotara aquí la riquísima floración de los países reformados, donde brotaban y rebrotaban sectas y más sectas, diferenciándose en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y seca la vieja encina podada.

A despecho de aduanas de toda clase, fue cumpliéndose la europeización de España, siglo tras siglo, pero muy trabajosamente y muy de superficie y cáscara. En este siglo, después de la francesada, tuvimos la labor interna y fecunda de nuestras contiendas civiles; llegó luego el esfuerzo del 68 al 74, y pasado él, hemos caído rendidos, en pleno colapso. En tanto, reaparece la Inquisición íntima, nunca domada, a despecho de la libertad oficial. Recobran fuerzas nuestros vicios nacionales, castizos todos, la falta de lo que los ingleses llaman sympathy, la incapacidad de comprender y sentir al prójimo como es, y rige nuestras relaciones de bandería, de güelfos y gibelinos, aquel absurdo de qui non est mecum, contra me est. Vive cada uno solo entre los demás, en un arenal yermo y desnudo, donde se revuelven pobres espíritus encerrados en dermatoesqueletos anémicos.

Con el sentido del ideal se ha apagado el sentido religioso de las cosas, que acaso dormita en el fondo del pueblo. ¡Qué bien se comprimió aquel ideal religioso que desbordaba en la mística, que de las honduras del alma castiza sacaba soplo de libertad cuando la casta reventaba de vida! Aún hay hoy menos libertad íntima que en la época de nuestro fanatismo proverbial; definidores y familiares del Santo Oficio se escandalizarían de la barbarie de nuestros obispos de levita y censores laicos. Hacen melindres y se tapan los ojos con los dedos abiertos, gritando: ¡profanación!, gentes que en su vida han sentido en el alma una chispa de fervor religioso. ¡Ah!, es que en aquella edad de expansión e irradiación vivía nuestra vieja casta abierta a todos los vientos, asentando por todo el mundo sus tiendas.

Fue grande el alma castellana cuando se abrió a los cuatro vientos y se derramó por el mundo luego, cerró sus valvas, y aún no hemos despertado. Mientras fue la casta fecunda, no se conoció como tal en sus diferencias; su ruina empezó el día en que gritando: «mi yo, que me arrancan mi yo», se quiso encerrar en sí.

¿Está todo moribundo? No, el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad histórica, en la intra-historia, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente hasta que le despierten vientos o ventarrones del ambiente europeo.

Eso del pueblo que calla, ora y paga es un tropo insustancial para los que más le usan, y pasa cual verdad inconcusa entre los que bullen en el vacío de nuestra vida histórica que el pueblo es atrozmente bruto e inepto.

España está por descubrir, y sólo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el paisaje38, y el paisanaje y la vida toda de nuestro pueblo. Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya, y nadie para su atención en las coplas de ciegos, en los pliegos de cordel y en los novelones de a cuartillo de real entrega, que sirven de pasto aun a los que no saben leer y los oyen. Nadie pregunta qué libros se enmugrecen en los fogones de las alquerías y se deletrean en los corrillos de labriegos. Y mientras unos importan bizantinismo de cascarilla y otros cultivan casticismos librescos, alimenta el pueblo su fantasía con las viejas leyendas europeas de los ciclos bretón y carolingio, con héroes que han corrido el mundo entero, y mezcla a las hazañas de los Doce Pares, de Valdovino o Tirante el Blanco, guapezas de José María y heroicidades de nuestras guerras civiles.

En esa muchedumbre que no ha oído hablar de nuestros literatos de cartel hay una vida difusa y rica, un alma inconciente en ese pueblo zafio, al que se desprecia sin conocerle.

Cuando se afirma que en el espíritu colectivo de un pueblo, en el Volkgeist, hay algo más que la suma de los caracteres comunes a los espíritus individuales que le integran, lo que se afirma es que viven en él de un modo o de otro los caracteres todos de todos sus componentes; se afirma la existencia de un nimbo colectivo, de una hondura del alma común en que viven y obran todos los sentimientos, deseos y aspiraciones que no concuerdan en forma definida, que no hay pensamiento alguno individual que no repercuta en todos los demás, aun en sus contrarios, que hay una verdadera subconciencia popular. El espíritu colectivo, si es vivo, lo es por inclusión de todo el contenido anímico de relación de cada uno de sus miembros.

Cuando un hombre se encierra en sí resistiendo cuanto puede al ambiente y empieza a vivir de sus recuerdos, de su historia, a hurgarse en exámenes introspectivos la conciencia, acaba ésta por hipertrofiarse sobre el fondo subconciente. Este, en cambio, se enriquece y aviva a la frescura del ambiente, como después de una excursión de campo volvemos a casa sin traer apenas un recuerdo definido, pero llena el alma de voces de su naturaleza íntima, despierta al contacto de la Naturaleza, su madre. Y así sucede a los pueblos que, en sus encerronas y aislamientos, hipertrofian en su espíritu colectivo la conciencia histórica, a expensas de la vida difusa intra-histórica, que languidece por falta de ventilación; el pensamiento nacional, trabajando hacia sí, acalla el rumor inarticulado de la vida que bajo él se extiende. Hay pueblos que en puro mirarse al ombligo nacional caen en sueño hipnótico y contemplan la nada.

Me siento impotente para expresar cual quisiera esta idea que flota en mi mente sin contornos definidos, renuncio a amontonar metáforas para llevar al espíritu del lector este concepto de que la vida honda y difusa de la intra-historia de un pueblo se marchita cuando las clases históricas le encierran en sí, y se vigoriza para rejuvenecer, revivir y refrescar al pueblo todo al contacto del ambiente exterior. Quisiera sugerir con toda la fuerza al lector la idea de que el despertar de la vida de la muchedumbre difusa y de las regiones tiene que ir de par y enlazado con el abrir de par en par las ventanas al campo europeo para que se oree la patria. Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pueblo. El pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la Historia, es la masa común a todas las castas, es su materia protoplasmática; lo diferenciante y excluyente son las clases e instituciones históricas. Y éstas sólo se remozan zambulléndose en aquél.

¡Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos nosotros, y venga la inundación de fuera, la ducha!




- VI -

ES una desolación: en España, el pueblo es masa electoral y contribuible. Como no se le ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para amarle. El bachiller Carrasco sigue confirmando a Sancho por «uno de los más solemnes mentecatos de nuestros siglos», porque habla de testamento que no se puede revolcar. Ni sus costumbres, ni su lengua39, ni sus sentimientos, ni su vida, se conocen. Y, sin embargo, es hondamente castizo Pereda, no cuando urde por su cuenta y riesgo tramas con hilos de nuestros viejos clásicos y labra marquetería de lingüística libresca, sino cuando explota con tino y arte la riquísima cantera del pueblo en que vive.

¿Que el pueblo es más tradicionalista aún que los que viven en la Historia?... Es cierto, pero no al modo de éstos; su tradición es la eterna. Como su ideal es más sentido que pensado y como no toma formas y perfiles definidos y recortados, los que sólo ven lo geométrico y formulable lo confunden con las interpretaciones que de él se hacen.

A raíz de nuestra Gloriosa, tan castiza, dígase lo que se quiera, tan hondamente castiza, levantose, al parecer, en contra de ella, y en realidad para acabarla y extenderla, el pueblo de los campos, y hoy es el día en que no nos hemos explicado aún aquella oleada. Sólo vemos los programas, las fórmulas, las teorías y las doctrinas con que trataron de explicarla los que aparecían a su frente. Y, sin embargo, no faltó quien dijera, con vivo vislumbre de la verdad, que aquello no era partido, sino comunión, y que no tenía programa. ¿Cuándo se estudiará con amor aquel desbordamiento popular que trascendía de toda forma? ¡Cuántas cosas cabían en los pliegues de aquel lema: Dios, Patria y Rey! Le sucedió lo que ab hervidero religioso de la Italia del siglo XIII; lo encasillaron y formularon y cristalizaron, y hoy no se ve aquel empujé profundamente laico, democrático y popular, aquella protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo, todo jacobinismo, contra todo aristocratismo y centralización unificadora. Fue un movimiento más europeo que español, un irrumpir de lo sub-conciente en la conciencia, de lo intra-histórico en la Historia. Pero en ésta se empantanó, y al adquirir programa y forma, perdió su virtud. ¿Para qué seguir escribiendo de un momento intra-histórico que sólo vemos con prejuicios históricos? Quédese para otra ocasión.



Es ya cosa de cerrar estas divagaciones deshilvanadas en que lo por decir queda mucho más que lo dicho. Era mi deseo desarrollar más por extenso la idea de que los casticismos reflexivos, concientes y definidos, los que se buscan en el pasado histórico o a partir de él, persisten no más que en el presente también histórico, no son más que instrumentos de empobrecimiento espiritual de un pueblo; que la mariposa tiene que romper el capullo que formó de su sustancia de gusano; que el cultivo de lo meramente diferencial de un individuo o un pueblo, no subordinándolo bien a lo común a todos, al sarcoda, exalta un capullo de individualidad a expensas de la personalidad integral; que la miseria mental de España arranca del aislamiento en que nos puso toda una conducta cifrada en el proteccionismo inquisitorial que ahogó en su cuna la Reforma castiza e impidió la entrada a la europea; que en la intra-historia vive con la masa difusa y desdeñada el principio de honda continuidad internacional y de cosmopolitismo, el plotoplasma universal humano; que sólo abriendo las ventanas a vientos europeos, empapándonos en el ambiente continental, teniendo fe en que no perderemos nuestra personalidad al hacerlo, europeizándonos para hacer España y chapuzándonos en pueblo, regeneraremos esta etapa moral. Con el aire de fuerza regenero mi sangre, no respirando el que exhalo. Mi deseo era desarrollar todo eso, y me encuentro al fin de la jornada con una serie de notas sueltas, especie de sarta sin cuerda, en que se apuntan muchas cosas y casi ninguna se acaba. El lector sensato pondrá el método que falta y llenará los huecos. Me temo que si lo intentara yo, volvería a perderme en digresiones, y en vez de repasar con paso firme el camino seguido, me metería en nuevas veredas, sendejas y vericuetos a derecha e izquierda, a guisa de perro que se pasea en incesante ir y venir. Prefiero dejarlo todo en su indeterminación, y me daría por pagado si lograra sugerir una sola idea a un solo lector.

¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados, se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos casticistas, jugo seco y muerto de gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor!