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ArribaAbajoAntología e historia: métodos y procesos

A diferencia del problema de la enseñanza de la literatura, sobre el que dejó el importante puñado de artículos y notas comentado, no hay más que esquirlas reflexivas sobre la historia literaria en diversos ensayos inconclusos o no del todo acabados de Proteo, o en la práctica de trabajo específica de los estudios «Juan María Gutiérrez», «El Iniciador de 1838», «Americanismo literario», «Arte e historia» y la refundición posterior de todos ellos en «Juan María Gutiérrez y su época». Este estudio aporta, con todo, suficiente material; en él relucen sus ideas historiográfícas y críticas con una erudición y una sabiduría que lo destacaron en su tiempo entre las inteligencias de toda América Latina. Un deseo y una meta obsesiva recorren ese único y extraordinario trabajo de historia literaria que efectuó Rodó: la autoctonía literaria americana. Cada episodio, cada texto, está analizado bajo esa lupa.

En forma expresa se dedicó a la cuestión de la construcción de un canon contemporáneo o de una antología. Dos artículos se destacan en el rubro por su densidad, por su capacidad propositiva. El más completo, «Una antología americana», es una disección de La joven literatura americana, de Manuel Ugarte, selección literaria de 1907 [Rodó, 1967: 631-637], al que reunió en El mirador de Próspero, pieza capital para la crítica rioplatense. También, se encuentra la reseña, anterior en el tiempo -ya que es de 1896-, sobre la Antología de poesía hispanoamericana, de Marcelino Menéndez y Pelayo, en la que el espesor teórico fue menor, puesto que privilegió la discusión de pautas y el comentario de autores incluidos o excluidos por el erudito español. Sus ideas sobre el canon antológico, casi invariables a lo largo de más de una década, podrían desglosarse en los siguientes ítems:

a) La confección de una antología tiene, en el tiempo que vive América (albores del siglo XX) una finalidad didáctica y una urgente exigencia política, no sólo en lo que atañe a la cultura: conquistar un público, lo cual en las condiciones americanas significa crearlo, permitiendo que se verifique un circuito de relaciones productivas que cimienten la colectividad americana a través de la «alta cultura». Para eso se necesita promover a los nuevos, en una entrega «breve, bien hecha, y editada en condiciones propias para su vulgarización».

b) Toda antología debe estar acompañada, para cumplir con el cometido inicial de «vulgarización», por un adecuado aparato de notas e informaciones. Entonces no se precisa la selección erudita que llegará a manos de los pocos bien entrenados, sino una recopilación histórica y didáctica, a la vez que rigurosa, para ensanchar la circunferencia de las pocas «almas aristocráticas».

c) El colector «ejercita principalmente su gusto», es decir, actúa como (y es) un crítico literario. Al mismo tiempo «se propone, ante todo, presentar el resumen significativo, trazar el mapa literario, de la cultura, de una nación o de una época». Quiere decir que procede, en este plano, como el historiador. Para efectuar esta última operación tiene que tomar dos caminos confluyentes: elegir lo mejor que encuentre o que estime como tal, hacer una valoración esteticista fundada en el criterio del valor o de la excelencia; pero sin perder de vista el «documento», procediendo, en este último caso, como un investigador naturalista, «con abstracción del juicio que ellas merezcan en la relación literaria o en la relación moral».

Existe para Rodó un campo textual que más allá de su valor intrínseco, aun pisando «lo ridículo», puede representar «una iniciativa o un modelo que hayan ejercido influjo positivo en la orientación de las ideas», o hasta una «aberración del gusto general o un vuelco de la moda». Hay que analizar esta propuesta con más detenimiento, porque en ella Rodó revisa a fondo algunas de sus certezas, o en todo caso toma algo de distancia de su fidelidad a la concepción platónica de la belleza, idea eterna expresada sobre todo en los diálogos Fedro y Simposio- cuya proyección en el sujeto lo lleva a desear lo hermoso de la naturaleza como vía directa hacia la comunión con esa misma idea y de sus consecuencias inmanentes: lo bueno y lo verdadero. Lo bello constituye, así, una forma material de la grandeza (y la belleza) de la divinidad. Con esa reivindicación de la «baja» literatura como un factor clave del contexto discute, por otra parte, el principio horaciano de que sólo lo óptimo vale la pena ser tenido en cuenta en los dominios del arte; esa episódica relativización del valor y del reino absoluto de la belleza -a la que venera-, representa una adaptación de las ideas reivindicativas sobre lo feo y lo grotesco de Victor Hugo en el prefacio a Cromwell (1834), al cual, curiosamente, apenas menciona al pasar en los Apuntes (folio 238). Pero principalmente esa consideración de los materiales literarios digamos «menores», le está impuesta por las condiciones del medio y del tiempo. Dicho en otros términos, si Rodó siguiera al pie de la letra las sugestiones de Platón o de Hegel, si fuera estrictamente leal a su propia concepción de la belleza como un absoluto, negaría la historia literaria latinoamericana, y esto no convenía para su prospecto político y civilizador. Ya en 1896 había formulado estas ideas algo más tímidamente y sin tanta osadía, como se verifica al mirar de cerca la primera cláusula del siguiente pasaje:

«Conciliar con las exigencias de la representación armónica y total de todos los estilos y tendencias, y la sujeción a un método histórico, las imposiciones imprescriptibles del buen gusto; hacer que se destaque, por elección de los ejemplos, la nota propia y personal de cada autor; dar fiel idea del tránsito de una a otra época o escuela literaria; lograr, en fin, que de la armonía del conjunto resulte, claro y distinto, el traslado de determinada manifestación de literatura dentro del límite que en el espacio y el tiempo se ha trazado».


[Rodó, 1967: 824-825]                


d) Compilador y traductor, insiste en los dos artículos sobre antologías que referimos, son esencialmente lo mismo. Los dos deben dominar su oficio (el conocimiento de la lengua extranjera y propia, el conocimiento de la materia literaria que se va a seleccionar), los dos, para alcanzar las formas más perfectas, deben estar guiados por cometidos nobles contra el oportunismo del que encara un trabajo ligero o el que maneja una tijera con habilidad. Los dos, en suma, realizan una labor didáctica superior, en la medida en que descubren para el gran público un conjunto de relaciones entre los signos de una lengua ajena o de un conglomerado de creadores, que funcionan en el organismo vivo de una cultura y que, a simple vista, es casi imposible encontrar para quien no sea especialista. Los dos confirman la máxima de Ariel: «La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato» [Rodó, 1967: 246].

Una antología es «trabajo previo y poderosísimo auxiliar en la historia de una literatura» [Rodó, 1967: 825]. Sobre este cometido que Rodó entendió de mayores proporciones, ofrece alguna pista, otra vez, en su artículo sobre «La enseñanza de la literatura», en el que imagina que el libro de teoría literaria de divulgación para que los jóvenes puedan comprender el abc de la literatura, tendría que estar acompañado por una antología «con objeto y plan esencialmente didácticos» y

«un texto de historia literaria, parco en nombres y en juicios bibliográficos, y en el que se atendiese debidamente a la relación de la actividad literaria con los caracteres de raza, de país, de sociabilidad, de instituciones, que concurren a imprimir el sello en la literatura de cada nación y cada época».


[Rodó, 1967: 533]                


Una vez que la labor historiográfica abole la inamovilidad de las categorías del valor y la belleza, puede establecer una distinción firme entre crítico e historiador:

«Porque crítica tácita hace quien, con sujeción a un criterio de belleza, decide lo que debe proponerse preferentemente a la lectura; y síntesis histórica realiza el que, remontándose sobre la desordenada multitud de obras y nombres, presenta el cuadro fiel e intuitivo de las evoluciones del estilo y del gusto en determinado espacio de tiempo»16.


[Rodó, 1967: 632]                


Si al crítico le corresponde la más alta tarea: guiar con su juicio al lector lúcido, promover al joven talento y «mantener la veneración por el grande espíritu que declina», como indica en sus «Notas sobre crítica», de 1896, al historiador corresponde sistematizar información, llevar a cabo una investigación que puede ser ciclópea (como la de Dardo Estrada sobre la prensa de Montevideo, que tanto elogia en 1912 [Rodó, 1967: 1015]), inspirado -igual que el crítico- en el amor a su tarea, en la emoción y el interés. En tal sentido, Rodó contempla para esta labor los tres principios escalonados del historicismo que se expandió en el siglo XIX: 1) la determinación de un corpus empírico o conjunto de piezas literarias a ordenar; 2) la admisión de un proceso lineal donde disponer las unidades de ese conjunto o corpus; 3) la fijación (o autofijación) de los límites teóricos (o metadiscursivos) con que se realizaron las operaciones precedentes.

En un artículo juvenil, de 1874, Nietzsche habla de tres tipos de historia, la monumental, la anticuada y la crítica. La primera, venera en el pasado las «cumbres de la humanidad», los episodios centrales de su constitución, y por lo tanto «impide la firme decisión en favor de lo que es nuevo, paraliza al hombre de acción»; la segunda, consiste en la exaltación pura del pasado «como monumentos dignos de ser imitados», un pasado al que el historiador «elige como domicilio»; la tercera, por el contrario, lo juzga y lo condena en nombre del presente y de la vida [Nietzsche, 1932]. Si acomodamos este trípode conceptual al método rodoniano sobre historia literaria, como recientemente se hizo en cuanto al modelo teórico general [Perrone, 1998], podrá apreciarse que el mismo no calza del todo con su práctica, aunque podría postularse que Rodó rechaza la historia «anticuaría» y combina las formas «monumental» y «crítica». Porque el uruguayo piensa que en América Latina el historiador debe guiarse por los dos principios fundamentales que darán lugar a la autonomía literaria, los dos establecidos en el estudio «Juan María Gutiérrez y su época»: el sentimiento de la naturaleza y el sentimiento de la historia. Este distingo es claramente hegeliano, aunque se desprende de su filosofía puesto que resuelve las imposibilidades de desarrollo autónomo para América que éste propone. La naturaleza encierra la exuberancia y la fuerza del fenómeno en un continente en estado salvaje que es descubierto primero por los europeos (Humboldt, Schmidel), y después por los americanos europeizados, los que poseen el poder de la letra; los escritores americanos se inspiran en lo propio de su ambiente, en lo más típico, al que podrán modificar con la intermediación de un pensamiento cada vez más complejo y, en consecuencia, así podrá inaugurarse la historia autónoma de América. Esa forma de representación de la naturaleza en un «americanismo de paisajes, tradiciones y costumbres», es en opinión de Rodó, «la más fácilmente originar», la cual será sustituida por formas más urbanas y universales una vez que continúe el proceso o la evolución de la cultura literaria, aunque ansia que en ese tránsito no se pierda del todo el «sentimiento de la naturaleza», único capaz de frenar el cosmopolitismo descaracterizador de los pueblos [Rodó, 1967: 711]. Para Rodó la historia asume la forma de la patria, el estremecimiento de la conciencia colectiva identificada inicialmente con un solar, un «pago», al que la literatura contribuye a acrecentar y, luego, a elevar hasta crear la conciencia de que se pertenece a un espacio mayor, al de la «Magna Patria» americana. Del propio trabajo crítico en «Juan María Gutiérrez y su época», pueden deducirse pautas y niveles de reflexión sobre la historiografía literaria (I) y funciones que componen la nistoriografía literaria (II). Véase, dentro de la primera clase, el modelo teórico y su demostración en el cuerpo del propio texto:

1) Primero que nada, será historiador y será un investigador cabal quien rehúya la «erudición vulgar», la que hurga el «pasado por el pasado, el dato nimio», algo semejante a lo que Nietzsche entendía por «historia anticuaría». Y la sustituya, necesariamente, con una escritura vivida, por un examen del «tiempo muerto» en el que reconstruirá «idealmente [la] vida intelectual y afectiva de una generación, la fisonomía moral de una sociedad o la genialidad literaria de una época» [Rodó, 1967: 736]. En el punto es ecléctico. Recoge del romanticismo la idea del historiador que trabaja con el «alma de los pueblos», la idea de Herder de estudiar una obra en diálogo con la cultura, la sociedad, la política y la naturaleza, que a través de sus personalidades cimeras dibuja el mapa de una sociedad con una escritura imaginativa. Adopta del positivismo la entera confianza en el factum, la posibilidad de demostrar racionalmente los hechos, de hacer concordar los contornos del pasado a través del lenguaje, sin intromisiones de la fantasía o de la vaguedad especulativa. El investigador ideal, en suma, se le aparece bajo la estampa de Juan María Gutiérrez o, mejor, bajo los méritos que se concentraron en él:

«Conciliaba con el oficioso amor del hecho depurado y preciso, que es lastre de la historia, la aptitud de generalizar y el poder de la interpretación colorida; pero sentía la obligación de cimentar, ante todo, sólidamente, sobre aquel árido y seguro cuidado de los hechos, la ciencia del pasado, y abominaba en ella los vuelos errabundos y arbitrarios de la imaginación, las vanas anticipaciones de la indiferencia y del juicio».


[Rodó, 1967: 737]                


2) Fiel a la matriz del pensamiento historicista romántico, Rodó hace funcionar todo el proceso literario de una ciudad, un país o un área determinada en torno a una personalidad-eje. Pero esta personalidad adquiere real dimensión en un grupo generacional. Sin llegar a las teorías generacionistas formuladas en los años veinte por Julius Petersen -seguidas y difundidas en el mundo hispánico por José Ortega y Gasset, Julián Marías y Pedro Salinas-, en las que se precisa las características de la generación y se formula un rígido estatuto, Rodó imagina un diálogo entre sujeto y grupo (y los dos con la sociedad de su tiempo) como un todo integrado y armónico, seguramente influido por las ideas biologicistas finiseculares. Se impone «cierto lazo simpático» que vincula «las aspiraciones, las ideas, los sentimientos de libertad, en todas sus manifestaciones» [Rodó, 1967: 698]. Al «maestro» (Echeverría) o las cabezas más visibles de esa generación (para el caso, Gutiérrez, Alberdi, Echeverría, Cañé) los acompañan otros nombres que el tiempo se lleva, «pero que en su hora significaron un esfuerzo más, una aspiración generosa, un valor de entusiasmo y estímulo» [Rodó, 1967: 706-707]. Este principio operativo se vincula con la idea sobre el «documento» comentada en el tercer ítem correspondiente a sus ideas sobre la antología.

Juan María Gutiérrez es «el término de transición», el punto intermedio justo para aquilatar todas las oscilaciones de la temperatura literaria de su época. Respetuoso del alicaído clasicismo, está situado entre el extremo romanticismo que representa Echeverría y la mentalidad más analítica pero también más política (y por ende menos «literaria») de Juan Bautista Alberdi. Gutiérrez no es ajeno a éstos y otros intelectuales porteños, se destaca porque dialoga con ellos, alterna en sus círculos, escribe para sus periódicos, se exilia con ellos en Montevideo, recorre Europa y se interna en América. Es, en suma, el más americano de toda su generación y por eso es un modelo. Pensando en Gutiérrez, escribe:

«[...] su figura es, mejor que cualquier otra, el centro adonde transportarse para abarcar el cuadro literario de su época, porque él mismo lo consideró con esa visión amplia y serena que anticipa, sobre las pasiones de los contemporáneos, la mirada de la posteridad».


[Rodó, 1967: 692]                


Los supervivientes Apuntes inéditos muestran, también, que prefirió al autor por encima de la obra y al autor destacado como llave de un proceso y no al proceso como centro y al autor en cuanto componente del mismo.

3) La cita última sirve de bisagra para un nítido segundo punto en sus ideas sobre el trabajo del historiador literario. Será pertinente el esfuerzo de aquél que se sobreponga a las pasiones y que sin abandonar sus convicciones más íntimas, así como sus propias ideas estéticas, pueda comprender con amplitud las distintas tonalidades de una época. Los Apuntes inéditos testimonian esa tarea, porque en ellos Rodó no ceja en catalogar «errores» o «defectos» -indicados con estas palabras- en las producciones literarias de las distintas épocas y lugares de la humanidad, en base a un corpus estético personal, pero siempre matizando sus juicios, contrabalanceando a menudo la censura con el elogio (o a la inversa) y, en todo caso, sin expulsar a priori a ningún autor.

4) Así como hay autores-eje del proceso, hay también acontecimientos catalizadores del mismo proceso: una fecha relevante y simbólica (1837), uno o más libros aparecidos ese año que marcan una inflexión para el grupo (La Cautiva, Dogma socialista). De esto se desprende, también, la noción de período, término que Rodó no emplea pero que puede funcionar como un sinónimo de «época», es decir de un ciclo temporal al que le da unidad una serie de hechos históricos, sobre todo políticos.

No siempre la íntegra calidad de un libro es obstáculo para provocar este acontecimiento, puede haber en él algún aspecto que abra nuevas orientaciones, que fertilice ideas duraderas o básicas. Por ejemplo, los Consuelos (1834), de Esteban Echeverría, le parece un libro

«mediano [...] pero el poeta de una generación estaba allí. Un numen ignorado amanecía en aquellas páginas, para nosotros tan lánguidas y tan marchitas y que parecieron entonces llenas de vibración, llenas de color y de vida».


Y aun más, este poeta

«de la regeneración política y social, vivirá, más que por la discutible calidad de su arte, por la grandeza del propósito y la originalidad del pensamiento que propagó y en el que germinaba la solución futura del problema fundamental de su pueblo».


[Rodó, 1967: 700 y 721, respectivamente]                


5) Toda operación historiográfíca requiere de un estudio de fuentes del hecho literario en cuestión y de una pesquisa de influencias. Por ejemplo, las ideas románticas y nacionalistas de El Iniciador (1838) se nutrieron de diversas fuentes europeas que beneficiaron las particularidades locales; la novela histórica latinoamericana no hubiera sido posible sin anteriores y semejantes esfuerzos de Chateaubriand, Walter Scott o Manzoni.

6) Como idealista cree en la existencia de «juicios definitivos», de pronunciamientos que cierran una discusión, presumiblemente por su cantidad y calidad de información, por su inteligencia crítica y la prosa elegante en que escribió el «historiador artista, de cabal iniciado en los secretos de la narración que reproduce formas y colores y palpitación de entrañas vivas» [Rodó, 1967: 736]. Eso puede sospecharse de lo que dice sobre el estudio de Miguel Cané a propósito de Larra: «constituye un juicio definitivo y perfecto que hoy podría figurar, sin alteraciones, en el texto de una historia literaria» [Rodó, 1967: 703] [Subrayado nuestro].

Dentro de la segunda clase (funciones que componen la operación de la historiografía literaria), puede identificarse esta serie:

1) Existe una correlación estrecha entre la forma literaria que se lleva a la práctica y la época (momento social e histórico) en que aquélla se desenvuelve. Cada época tiene una singularidad que fomenta una tipología literaria. Son esos «caracteres de raza, de país, de sociabilidad, de instituciones, que concurren a imprimir el sello en la literatura de cada nación y cada época», de los que habló en «La enseñanza de la literatura» [Rodó, 1967: 533]. Así, en la década del treinta del siglo XIX en el Río de la Plata, la «época era favorable, por su propio abatimiento cívico, para los abandonos de la melancolía; como lo fuera en tiempos cercanos para la altivez y virilidad de lo épico» [Rodó, 1967: 700].

2) Para que surja un escritor, que no sea pobre remedo de una utilería retórica, es menester que confluyan una serie de factores que conforman el «sistema literario»17 de una época, y aun lo que Pierre Bourdieu llama el «campo literario», es decir, el conjunto de agentes o de instituciones que entran en relación y en conflicto en una situación de poder dada y producen un fenómeno literario18. Si no hay un pasado revivible, un presente bajo los estímulos de la pasión y el interés y una socialización de la creación orientada hacia el porvenir, no habrá literatura.

Para el caso de Juan María Gutiérrez y de sus coetáneos argentinos, Rodó detalla la emergencia de una generación homogénea, la prensa y la tribuna, las asociaciones intelectuales, la cátedra, los libros. Pero también las vicisitudes históricas y políticas contribuyen a formar una personalidad y a dibujar una época: la agitación liberal de las ideas, la represión del gobierno de Rosas, el exilio en Montevideo y el énfasis en la campaña antirrosista, etc. A la inversa, en la capital uruguaya no se había facilitado la vida cultural con todos los trazos de la vecina orilla, y por esa «falta de tradición intelectual» y del «reposo» necesario, hasta la llegada de los exiliados porteños no fue posible armar «las formas fundamentales de una cultura» [Rodó, 1967: 696].

3) Cada generación pone en tela de juicio a la anterior, cada época engendra un estilo o una estética más o menos orgánica que cuestiona la precedente. Pero Rodó confía en la tradición, es decir en la continuidad y en la razonada recuperación de los elementos útiles del pasado. Por eso no puede acercarse a la idea que los formalistas rusos, principalmente Víctor Schklovski, fundamentarían en la noción de «desviación de la norma», atendiendo al texto específico en relación con sus antecedentes y en base al aspecto lingüístico19. Sin embargo, es claro que al comentar la transformación en la retórica y la poética en lo que va del clasicismo, al romanticismo, fija en la idea de ruptura del «cetro de la autoridad» [Rodó, 1967: 698], eso sí: entendiendo siempre el movimiento de la dinámica literaria bajo «el principio de evolución de las ideas literarias», que los formalistas demolerían.

4) Para que un movimiento o una corriente estéticas sean «oportunos» deben, proviniendo de donde vengan, adaptarse a «nuestra naturaleza y a nuestro medio social» [Rodó, 1967: 701]. Porque el afán de autonomía es el verdadero motor de las letras de América, la suprema aspiración, la realización final y complementaria a una verdadera independencia sólo cumplida en la integración espiritual del continente. De ahí que, como está claro en su «Juan María Gutiérrez...», el principal objetivo de todo estudio sobre la creación literaria en América Latina debe ser el impulso americanista de las mismas.

La adaptación ocurrió en el clasicismo y sobre todo con el romanticismo, pero entendió que sus contemporáneos decadentistas y modernistas no habían sido capaces de hacer ese traslado fértil, como se verá en el apartado «Tradición y formas literarias americanas». Ésa fue, además, una forma de militancia literaria que lo distrajo buena parte de sus años de trabajo.




ArribaAbajo¿Una lengua nacional?

Las expresiones de la criolledad, desde las literaturas indígenas hasta la poesía gauchesca, no tienen mayor interés para José E. Rodó, quien las reduce a un rincón, a una especie de subliteratura20. A primera vista esto es una contradicción flagrante con sus ideas de tronco romántico sobre el carácter de los pueblos, sobre la originalidad de los mismos, sobre la presencia nítida de «las voces de las naciones» de las que habló Herder, sintagma que hace suyo en tres oportunidades [Rodó, 1967: 493, 716, 793]. En efecto, en el fragmento CLV de Motivos de Proteo consideró que durante el siglo XVIII el iluminismo europeo había hecho una labor «descolorida y uniforme» extirpando «el genio tradicional de cada pueblo», pero que el romanticismo recuperó «el materno calor de la memoria» de esos pueblos [Rodó, 1967: 492-493]. En suma, como fue estudiado en el apartado precedente, la literatura nacional americana es una alta tarea que debe cumplir el escritor. Pero no basta con esa expresión de voluntad, hay una última frontera que no es fácil franquear: la de la lengua. Nada mejor para pensar el caso que la poesía gauchesca rioplatense sobre la cual, sintomáticamente, se pronunció casi en forma marginal.

Con Bauzá, piensa que Bartolomé Hidalgo es un poeta popular y democrático pero, agrega por su parte, que reproduce o «crea» el lenguaje de los gauchos, que afea la norma castellana en cuanto la altera, en tanto introduce un factor de fragmentación en la unidad lingüística hispanoamericana que -como creía Andrés Bello- sólo podía regirse por la gramática castellana. A esa norma totalizadora del «espíritu» hispanoamericano era deseable llegar, según lo que opina de Daniel Muñoz (seudónimo: Sansón Carrasco), al que le obsequia uno de los más preciados de sus calificativos: «escritor castizo». El asunto está aun más claro cuando predica, con cierta amargura, que Zorrilla de San Martín perdió la oportunidad de destronar a la gauchesca, que a esa altura había sumado otras piezas centrales también en Uruguay (en las que no se detiene, como Los tres gauchos orientales, de Antonio D. Lussich, 1872). Porque «al hacer el Tabaré siguió una senda extraviada; debía haber hecho la epopeya de los gauchos en vez de hacer la de los indios, que poco han influido en la formación de nuestra nacionalidad» (véase Apéndice).

Sobre la gauchesca pueden cotejarse numerosos escritos de épocas distintas con las esquirlas verbales sobrevivientes en los Apuntes inéditos. Las dimensiones políticas de este tipo de literatura tienen sustancial interés. Por un lado, Rodó señala que la revolución artiguista fue democrática y popular, y que consiguió expresarse a través de un poeta gaucho condigno, Bartolomé Hidalgo, semilla de una identidad propia, representante de una sensibilidad cruda y a la vez opuesta al dominio extranjero. Esto desde el punto de vista de la «utilidad» histórica de una literatura, de la dimensión ética que una literatura comporta para la afirmación de un noble sentimiento colectivo. Desde el punto de vista estético, sin embargo, Hidalgo le parece desechable. Le dispensa sólo unos instantes de su curso, al menos a juzgar por las tres líneas que se encuentran en las notas mencionadas (véase Apéndice). Por otra parte, el profesor Rodó mira con tristeza que la revolución artiguista tuviera un jefe y pocos intelectuales que lo rodeasen y que, en cambio, le sobraran multitudes incultas, mientras que en la Revolución de Mayo argentina existió un asimétrico (y para Rodó envidiable) predominio de las élites:

«[...] la revolución de la independencia carece de dirección intelectual, muchedumbres bárbaras representadas por Artigas, nos dan una idea de lo que era. Mientras que la revolución argentina tuvo políticos, tribunos, periodistas, Montevideo careció de ellos [...]».


(Ver Apéndice)                


Lo mismo había manifestado antes, en 1896, si bien de manera mucho más oblicua o encubierta. Puede oírse, en el artículo «Menéndez Pelayo y nuestros poetas», el hilo de la voz rodoniana a través de la repetición de modelos y hasta de fórmulas que reitera en los Apuntes finiseculares:

«Hidalgo, en tanto, creaba la forma en la que hubiera podido cantarse la "epopeya de la montonera".- Merced a él, además de llevar la representación de las aspiraciones democráticas y de los instintos indómitos del pueblo por nuestro modo de colaboración en el drama revolucionario, fuimos también demócratas, plebeyos, en literatura».


Aquéllos, con todo, son versos «rudos» aunque sean la «representación de algo propio» [Rodó, 1967: 825-826]. En contraposición, en los distintos estudios sobre el amanecer de la literatura rioplatense, que al fin juntó y retocó en el comprensivo ensayo «Juan María Gutiérrez y su época», propone -como antes Sarmiento en el Facundo- a los poemas de Gutiérrez y de Florencio Balcarce y también a La Cautiva, de Esteban Echeverría, como los primeros casos válidos de poetización de lo criollo. A los dos primeros porque depuraron «el canto plebeyo, representado por las rudas estrofas de Ascasubi» [Rodó, 1967: 706]; al segundo, por cuanto le compete «la obra de nacionalizar el espíritu de la poesía en que florece la cultura urbana y ennoblecer la forma del verso inspirado en el sentir agreste del pueblo» [Rodó, 1967: 715]. Justamente por eso: porque Echeverría habla de la vida brava de estas tierras y escribe en un castellano normativo, sin condescendencias con el lenguaje rudo de los habitantes del país. En cambio, el precursor Hidalgo, apenas se arrima al «balbuceo de la imaginación del paisano», moviéndose en la esfera «bárbara» de las costumbres y del lenguaje, y es por eso que «sólo muy superficialmente reflejaba el sentimiento popular» [Rodó, 1967: 715], entendiendo por «pueblo», claro está, una homogénea abstracción compuesta de ciudadanos blancos, republicanos y de habla «urbana». Más nítido había sido aun en la primera versión de este estudio, en el artículo datado en septiembre de 1895 -y por lo tanto anterior a su curso-, en el que dijo, sin eufemismos, como lo podría haber escrito su maestro Juan María Gutiérrez: «Hidalgo daba voz a la inspiración ingenua y agreste sin los prestigios de la forma que la hacen grata a las imaginaciones cultas» [Rodó, 1967: 792-793]. El apartamiento de esta poesía que confunde «lo popular característico con lo vulgar», tiñó también su lectura del Martín Fierro, la obra cumbre del género, invalidada por el crítico uruguayo

«[...] por el mismo remedo, no depurado ni adaptado artísticamente, sino nimio y lleno de inútiles escorias, del modo de decir del hombre de campo: género de preocupación seudorrealista que más tarde había de afear también la realización formal del Martín Fierro».


[Rodó, 1967: 731]                


Como explicara Yamandú Acosta, el dualismo rodoniano de Ariel que opone espiritualidad (América hispana) a materialismo (Estados Unidos), puede entenderse como una forma de desplazar al dualismo sarmientino, para quien los Estados Unidos estaban en camino de civilización y América Latina tenía demasiadas rémoras de barbarie [Acosta, 1997: 19]. Pese a esto, desde el punto de vista antropológico y del proyecto político y cultural específicamente rioplatense, son los ecos del Facundo los que resuenan en las concepciones sobre la literatura y sobre el habitante de la campaña de este Rodó discípulo de la tradición intelectual portuaria y romántica. Compárese, al respecto, el dictamen de Juan Carlos Blanco (1846-1910), al que Rodó veía como uno de sus respetables mayores. Para éste, Facundo es un libro original que se impone sobre el presente en el que escribe y, «como estilo, es un trabajo de la más elevada oratoria, llenado por un inimitable actor» [Blanco, 1933: 271]. El personaje real que inspiró a Sarmiento, el gaucho, que fue «el chieftain de las cuchillas uruguayas y de la pampa argentina, está muerto y bien muerto» [Blanco, 1933: 271], Rodó, en 1898, en una de las muchas oportunidades en que se refiere a este libro argentino y a su autor, escribe, y quizá no por casualidad en el prólogo al único libro de Juan Carlos Blanco Acevedo, el hijo del antes mencionado:

«La obra de mayor arranque genial que las generaciones del pasado hayan trasmitido a las nuestras, en los pueblos del Río de la Plata, es seguramente el Facundo, en el que nosotros reconocemos a la vez el más poderoso esfuerzo aplicado a desentrañar la filosofía de nuestra historia y la más original creación de nuestro arte»21.


[Rodó, 1967: 992]                


Por esos días, afirma en las aulas:

«Nótase en las obras de Sarmiento que son medianamente correctas; sin embargo, no hay escritor americano que haya hecho una obra más genial. Las descripciones que hace Sarmiento son modelos inimitables» (ver Apéndice). Con desdén, temor o piedad -o con las tres cosas juntas- Rodó juzga al gaucho, quizá teniendo presente la masa inculta de la campaña que sirve de hueste al caudillo rural en 1897 y en 1904, o la «chusma» que celebra con estruendo, sin límite ni prudencia, el fin de la guerra civil en lugar de dedicarse al recogimiento. Como fuere, su interpretación se lleva a cabo cuando el gaucho ya no existe, cuando ha experimentado las transformaciones antedichas, y en tal sentido prefigura tímidamente la beatificación que llevara adelante Lugones de este tipo humano y de la literatura que se le consagró (sobre todo del Martín Fierro), en las conferencias dictadas en Buenos Aires en 1913, luego reunidas en su libro El payador. Alcanza con revisar algunas notas, pero en particular las que apunta en el prólogo a Narraciones, de Blanco Acevedo: «El gaucho es, para cualquier artista observador, una realidad que ostenta a flor de aire -casi sin corteza prosaica- su porción natural de poesía. Hegel hubiera reconocido en él la plena realización de aquel carácter de libérrima personalidad, de fiereza altiva y triunfante; que él consideraba como el más favorable atributo del personaje que ha de ser objeto de adaptación estética».

Y concluye que al criollo originario, ya proscripto de la tierra, «el arte de América, debe recogerlo cariñosamente en su regazo», y que el joven autor de esos relatos emboca cuando se manifiesta consciente de «esta obra de piadosa rememoración, que toca desempeñara los que tienen, entre nosotros, la paleta del artista o del escritor» [Rodó, 1967: 990]22. Después de todo, el gaucho desaparecido, el ideal, era un ejemplar autóctono, mientras que el inmigrante que se introducía a raudales en nuestras ciudades descaracterizaría la homogeneidad del pueblo, condición en la que creyó como base para crear un sólido arte nacional americanista. En realidad, Rodó no hacía sino expresar casi lo mismo que Sarmiento había dicho en Facundo, cuando advertía que el argentino de la pampa en contacto con el horizonte infinito toca, sin saberlo, la experiencia poética, y que las costumbres del medio pampeano, con el tiempo, «un día embellecerán y darán tinte original al drama y al romance nacional» [Sarmiento, 1977: 47].

Aunque resulte evidente su propósito, sea dicho en otros términos: sólo muerto el gaucho se puede comenzar una literatura sobre él; mientras duró y puso al descubierto las contradicciones del capitalismo periférico y las insuficiencias de un país al que había contribuido a liberar, mientras paseó su tosca figura y su basto lenguaje -al que, según Rodó, Hidalgo interpretó como en espejo-, entonces no había posibilidad para las superiores e ideales categorías del arte. En su fundamental libro, Beatriz González Stephan ha demostrado la influencia del pensamiento hegeliano en América Latina, sin el cual todo lo señalado antes quedaría incompleto:

«El sentido hegeliano de la «inmadurez» de América y sobre todo del hombre americano apunta a que como ha vivido en contacto con esa naturaleza se ha visto alejado de la libertad. Por ende, el espacio natural de la negociación de la "razón de ser", así como de la posibilidad de tener historia, evolución, progreso y hacerse "libre" No es de extrañar que el pensamiento liberal en la América Latina haya forjado la conocida tesis de "civilización" y "barbarie" dentro de los marcos de esta filosofía europea. También se pensó el continente americano como el cuerpo y a Europa como el espíritu. Todos estos esquemas están articulados sobre una base hegeliana».


[González Stephan, 1987: 90]                


Es notable la vinculación de Rodó con estos esquemas, más allá de que haya podido fertilizarlos y hacerlos un poco más complejos, en el caso del gaucho, la gauchesca y los orígenes necesarios de una literatura nacional. Una literatura nacional a la medida de una ideología liberal y conservadora, en atención a «concepciones más altas» [Rodó, 1967: 191] de la sociedad o, en palabras de Ángel Rama, articulada por la «ciudad letrada»23. Rodó hizo un aporte enorme para esta operación que involucró a tantos intelectuales, desde la primera generación de la independencia, es decir, desde Alberdi, Cané, Juan María Gutiérrez, Juan Carlos Gómez o Andrés Lamas, para ceñirnos sólo al Río de la Plata.




ArribaAbajoLa tradición y las formas literarias americanas

En un sentido fundamental Ariel es la contracara de la gauchesca, la otra política de la lengua de las élites ilustradas, la que destierra toda traza de «barbarie», la que venera el idioma de Cervantes como mejor alternativa literaria, sin interferencias o con la lejanía necesaria como para que el lector perciba la distancia entre los dos niveles de lengua, en obvio privilegio del primero. Visto desde este ángulo, Ariel es el objeto literario que Rodó busca y no encuentra en América Latina: el sermón, el ensayo, el relato simbólico, la prosa con vuelo poético, todo aquello que en su artículo de 1909 sobre «La enseñanza de la literatura» llamó, a falta de una preceptiva precisa y desconfiado de las rigideces de la retórica clásica, de «obras intermedias singularmente adecuadas a nuestro gusto y a nuestras necesidades espirituales»; indicando como ejemplos las de Quinet, Guyau y Renan, que «anticipan acaso las formas que tendrá preferencia en la literatura del porvenir...» [Rodó, 1967: 532].

Antes que nada, a diferencia de Bauzá, Rodó cree que la efectiva realización del arte y del destino colectivo se hace en América y no (o no sólo) en la patria chica. Pero para eso se necesita una tradición intelectual de la que se carece, según dijo en el discurso de bienvenida a Anatole France en 1909, y a la que se construye lentamente, combinando las piezas del pasado con los proyectos futuros, interpolando en el nuevo mundo los elementos civilizatorios del mundo central, de esa Europa «cuna de la civilización» [Rodó, 1967: 577-580].

El clasicismo se le aparece como un arranque mutilado, en el que sin embargo fue posible encontrar, en el Río de la Plata, una conciencia crítica desarrollada. El romanticismo aportó ingredientes para explorar la propiedad de la literatura americana, pero la autoctonía, concebida como un proceso y la consiguiente maduración plena, no se habían alcanzado con él, porque el romanticismo estimuló «la propensión a la negligencia, al desaliño, a la falsa espontaneidad, a la abundancia viciosa» [Rodó, 1967: 636]. El naturalismo, abrigando las mejores expectativas, se frustró en tierras con futuros promisorios, por su propuesta de «pesimismo agrio, desesperanzado y hastiado» [Rodó, 1967: 637]. El presente modernista lo entusiasma en cuanto nuevo desafío al estatuto de la lengua literaria; lo decepciona, en cambio, porque abandona el acento americanista y el mandato ético que vincula al intelectual con su tiempo refugiándose en superficialidades, en «trivialidad y frivolidad» -como dice en una carta a Leopoldo Alas-, en estériles torres de marfil [Rodó, 1967: 1324]; y porque no consigue romper las cadenas con los modelos europeos o, lo que es lo mismo, no consigue la deseada autonomía literaria. Sin embargo, este último aspecto es el menos relevante en su crítica, ya que Rodó no creía que fuera posible una total independencia, dado que, como buen evolucionista, estaba seguro de que la fuerte deuda con el Viejo Mundo todavía tenía un plazo para saldarse y que lo único conquistable a corto plazo era un acento de singularidad, que era menester -como anotó Real de Azúa- «tener conciencia de umbicalidad pero asimismo bríos de originalidad» [Real de Azúa, 1965: XLVI]. A propósito de la antología de Ugarte, en 1907 (nótese: siete años después de Ariel), fijó su inconfundible posición sobre tan delicada cuestión:

«Es indudable que, dejando aparte superioridades de excepción, el pensamiento hispanoamericano no ha podido ni puede aspirar aún a una autonomía literaria que lo habilite a prescindir de la influencia europea [...] sólo cabe literatura propia donde colectivamente hay cultura propia, carácter social definido, personalidad nacional constituida y enérgica. La dirección, el magisterio del pensamiento europeo es, pues, condición ineludible de nuestra cultura; y pretender rechazarlo por salvar nuestra originalidad sería como si para aislarnos de la atmósfera que nos envuelve, nos propusiéramos vivir en el vacío de una máquina neumática».


[Rodó, 1967: 635]                


Su crítica de la tradición, concebida como conciencia dinámica -según advirtiera Uruguay Cortazzo [1986]- y su diálogo respetuoso con ella, llega en Ariel a una síntesis en la que se conjugan la admiración por las fuentes filosóficas y literarias metropolitanas -esto es: la tradición intelectual de la ciudad letrada-, con la oferta de problemas americanos; la prosa de pura cepa castellana con las citas de textos franceses y anglosajones. En el modernismo hispanoamericano, al que pertenece con las salvedades antedichas, navega también entre dos aguas en cuanto a la lengua: afecto a la cultura francesa -adicto a la prosa y las conservadoras ideas de Renan, por ejemplo-, es también un sereno admirador de lo castellano. Por lo cual Rodó, como sus antecesores Bauzá y Zorrilla, podía aceptar «el mito del casticismo, es decir la creencia de que sólo se puede escribir bien usando un cierto tipo de vocablos: los que la Academia ha declarado castizos» [Rodríguez Alcalá, 1990: 23], línea que tuvo a su paradigma en Menéndez y Pelayo. Pero no era un fanático perseguidor de los galicismos si bien no hacía culto de ellos, como lo hicieron Gutiérrez Nájera o Herrera y Reissig. El uso de esa norma iba en el sentido de la superación progresiva de un pueblo nuevo que necesitaba afirmar su identidad colectiva americana con una literatura consecuente. Como en los procesos culturales todos, junto a la entrada hospitalaria de la novedad, «si hemos de mantener alguna personalidad colectiva, necesitamos reconocernos en el pasado y divisarlo constantemente por encima de nuestro suelto velamen», escribió en 1915 en un artículo para La Prensa de Buenos Aires titulado «La tradición en los pueblos hispanoamericanos» [Rodó, 1967: 1205]. Por eso la literatura rioplatense tenía que empezar con construcciones hispánicas y no con el habla impura de los gauchescos ni con los prestigios de la lengua francesa ni (menos aun, hay que suponerlo) por las lenguas o dialectos traídos por los inmigrantes. Acaso admitía, e incluso ejercía, la presencia de algunos galicismos o anglicanismos siempre que expresaran un rasgo de «espíritu» local, una «manera» nacional, inmune al «cosmopolitismo que sube y se espesa en nuestro ambiente como una bruma» [Rodó, 1967: 1205]. Por eso admiró a Sarmiento, a Echeverría y a Reyles, capaces de hablar en americano adaptando la lengua de la novedad universal; por lo mismo condenó en público y en privado al decadentismo hispanoamericano (el primer Quiroga incluido24), al que estigmatizó como una escuela de imitadores de un arte degradado, de «abalorios» y adversario del «ideal» que precisaba un pueblo joven, al que en carta a Unamuno calificó como algo «estrafalario y huero que nos infestó» [Rodó, 1967: 1393]. Por eso, también, admiró la orfebrería verbal del primer Rubén Darío, el creador de «versos de una distinción impecable y gentilicia; de un incomparable refinamiento de expresión», pero apuntó que, con todos esos méritos excepcionales, «no es el poeta de América», porque en su poesía de entonces había mucho de exotismo para una América que necesitaba un lenguaje más diáfano, más «oportuno», porque no consiguió independencia de sus modelos y, de esa manera, continuó con el estigma de la dependencia literaria, zambullendo sus poemas en ideas de un «anárquico idealismo contemporáneo» y no en los altos ideales americanistas que el crítico uruguayo buscaba sin consuelo [Rodó, 1967: 169-172 y 191]. En Darío, entonces, no podía hallar esa literatura que «tuviese efectiva trascendencia social, hiciese fértil propaganda de ideas, fuese eficaz instrumento de labor civilizadora» [Ardao, 1970: 22], que en rigor no encontraba en la poesía americana sino que esperaba en las ya citadas «obras intermedias» y avizoraba en la novela.

En suma, para Rodó en América Latina la literatura tenía que contribuir a la unidad espiritual de la «Magna Patria». Debía resistirse a toda mimetización, conservando el castellano estándar como lengua de la literatura hispanoamericana y necesitaba entrar en contacto con las nuevas ideas, provinieran de la lengua que proviniesen y del lugar del planeta que fuese. Si el escritor americano no podía desoír el llamado de la naturaleza ni la cantera de la historia con sus episodios heroicos y legendarios, tampoco debía entregarse al provincianismo reductor ni a la imitación servil. La aspiración rodoniana para esa literatura autónoma estribaba en asimilar la experiencia propia y, esquivando la reproducción del modelo metropolitano, abrirse «"a cualquier eco venido de literaturas extrañas", como dirá en Ariel, y adquirir de ese modo conciencia de nuestra singularidad en confrontación simpática con toda otra manifestación cultural» [Lockhart, 1982: 89-90]. Por lo tanto no se trata de que haya formulado que la civilización europea sólo estuviera «representada por el legado hispánico», como se ha dicho erróneamente [Costábile/Fernández Alonso, 1973: 15]. España era la matriz y la posibilidad, como le dice en una carta a Unamuno, de crear un espacio común, pero basta con pasar los ojos por encima de Ariel para darse cuenta de que las ideas y los paradigmas bien podían venir de Francia, de Inglaterra, de Alemania o de donde fuera.

En cierto sentido, las ideas de Rodó sobre americanismo literario, admitiendo la aleación de lo propio con lo necesario llegado de otras latitudes, cierran una etapa de la inconciliable polémica que durante la segunda mitad del siglo XIX se agitó por todas partes, la que planteó el enfrentamiento entre nacionalismo cultural y cosmopolitismo. Nada mejor para medir los alcances de este debate que la polémica habida entre José de Alencar y Joaquim Nabuco, entre el 22 de septiembre y el 20 de noviembre de 1875, en la que se incluyen -con tanta prolijidad y abundancia, quizá como en ninguna otra polémica americana- todos los ingredientes de referencia: la relación de fuentes metropolitanas con la creación nativa, el lugar de la lengua (nacional o única para americanos y europeos), la pertinencia o no de la intercalación en nuestras ficciones de aspectos formales y estilísticos provenientes de Europa, la conformación y educación de un público, el manejo de lo popular, etc. Alencar, defensor sin cuartel de la originalidad americana e idealizador de una «barbarie» domesticada, opina que Nabuco: «Vive aqui no Rio de Janeiro; faz a êste solo a honra de pisá-lo; mas é cidadão do Faubourg Saint-Germain». Nabuco, afrancesado, universalista y defensor de las ideas «civilizadas», describe el trabajo literario de su oponente de esta manera: «cada nôvo romance que faz sensação na Europa tem uma edição brasileira dada pelo Sr. J. de Alencar, que ainda nos fala da originalidade e do "sabor nativo" dos seus livros». Tal vez un poco más cerca del refinado Nabuco que del nacionalista Alencar, Rodó postula la superación de esta dicotomía, aunque seguirá creyendo en una lengua no contaminada por el mestizaje, como pensaba Nabuco: «Em todo o caso se a nossa língua há-de modificar-se profundamente, não será sem a ação do tempo, por mais cajus que o Sr. J. de Alencar nos obrigue a chupar» [Alencar/Nabuco, 1965: 121, 135 y 191, respectivamente].

La reprobación frontal del decadentismo, primero, y del modernismo poético después -Darío incluido-, no significa que Rodó se haya cerrado a una fórmula mecánica que emparienta poesía estéticamente útil (o socialmente necesaria) con tematización (o matizaciones temáticas) americanas. En este campo supo discernir entre, por lo menos, tres grupos:

  1. La poesía de tema americano, inspirada en su naturaleza o en su historia, base de una autonomía literaria a completar, como la de Olegario Andrade, que resalta por «la grandeza de los temas y la exuberancia de la imaginación», o la de José J. de Olmedo y de Andrés Bello [Rodó, 1967: 583 et passim]).
  2. La poesía que informa de una tradición en el interior de un pueblo y en las conciencias individuales que la integran, como la de la composición lírica «La libertad», de Juan Carlos Gómez, a la que reivindica contra la lectura de Menéndez y Pelayo.
  3. La poesía que supera la marca de lo circunstante, que salta sobre las dificultades del «suelo bien poco generoso», que es América, para dirigirse a las minorías con un grado de perfección formal incomparable (el primer Darío), pero que es juguete verbal sólo inteligible para los mejores dotados: el decadentismo y el modernismo. De ahí, también, las reservas que guardó con la obra lírica de su compatriota Julio Herrera y Reissig o la segura abominación de la obra de su también paisano Roberto de las Carreras.

Rodó definió a la novela como la «épica inexhausta y proteiforme de nuestro tiempo» [Rodó, 1967: 532]. En 1920 Georg Luckács fundamentará en su Teoría de la novela la superación de la epopeya a manos de este género, que opone al individuo y la sociedad, al hombre y el mundo, mientras «la epopeya forma una totalidad de vida acabada en sí misma, la novela busca descubrir y edificar la totalidad secreta de la vida» [Luckács, 1971: 63-64]. González Stephan ha hecho notar que el pensador uruguayo se adelantó a este planteo, aunque no incursionó en un desarrollo vasto. En cambio, la mencionada estudiosa interpreta que Rodó postula las «obras intermedias» como pruebas textuales que rebaten la rigidez de los esquemas teóricos establecidos por la retórica tradicional [González Stephan, 1987: 174-175]. Si bien este aspecto está contemplado en «La enseñanza de la literatura», todo indica -como se ha dicho- que se está refiriendo a una tipología literaria en particular que podría asociarse fácilmente a la naturaleza formal y retórica de Ariel. Eso no empece que en esas mismas páginas condene «esa armazón vetusta de clasificaciones y jerarquías», en el que propone, en su lugar, una renovación de las categorías teóricas en función de «un orden fundado en las formas que realmente viven»; es decir, en la historia y, por consiguiente, en la concreta realidad americana. Ni significa que deje de propiciar para el análisis y la completa comprensión de la obra «dos seguros fundamentos [...] la ciencia estética y la historia de las literaturas» [Rodó, 1967: 533]. Todo este aparato constituye, por su cuenta, el sólido cimiento de una crítica y una historiografía literarias latinoamericanas que de Ángel Rama a Antonio Cornejo Polar, de Antonio Candido a Roberto Schwarz, pensarán el estudio de las letras latinoamericanas en base a sus características históricas, sociales y culturales específicas y no en la medida que reproduzcan o reflejen, de modo exclusivo, estilos o tendencias metropolitanas.

En realidad, José E. Rodó nunca se preocupó in extenso por ninguna literatura nacional hispanoamericana y nunca incursionó en Brasil25. Salvo en su juventud, cuando se interesó por la generación de la independencia rioplatense, particularmente del lado argentino. Esto ocurrió porque no existía un pasado demasiado útil a efectos de la construcción de una nueva literatura autónoma en América y porque, al fin de cuentas como le dijo a Unamuno en la carta ya citada, el esfuerzo que había hecho para sobrevivir en un medio tan hostil a la cultura y el pensamiento le estaba despertando el deseo de «ir a oxigenar el alma a Europa», adonde terminó por viajar con el alto precio de condiciones nada favorables. De ahí que, como Bauzá en relación a Uruguay, Rodó hizo ficción, ensayo y crítica literaria americana aun antes de la consolidación de una literatura: porque creía que en la literatura estaba una de las llaves con las que facilitaría esa solidez de un pueblo nuevo, como en el punto también pensaba su antecesor compatriota, vista en perspectiva de un mañana promisorio. Así aspiraba a contribuir en un espíritu americano fuerte y uno. Sus ideas sobre literatura, lectores, historia y crítica literarias no pueden divorciarse de su tarea política en el más amplio sentido, y de hecho Rodó no escapa (no quiere escapar) ni siquiera en su teorización, tan unida a la práctica de trabajo sobre textos hispanoamericanos, de las premisas del americanismo que, como estableciera Arturo Ardao, atraviesa cuatro etapas: la del americanismo literario, cultural, político y, finalmente, heroico [Ardao, 1970: 9]. Y esas ideas siguieron circulando bastante tiempo después de su desaparición física.




ArribaAbajoSupervivencia de un sistema

El proyecto rodoniano sobre la enseñanza de la literatura, y en él, la actividad como profesor, encierra un tímido intento por la superación de los márgenes estrechos de las minorías privilegiadas, una forma sui generis de democratizar «desde arriba» a la sociedad por medio de la «superioridad espiritual» (folio 301). Ariel aporta suficiente testimonio de esta tendencia. En el punto, la propensión selecta y universalista de los programas de literatura para la educación media que inventara Blixen y confirmara Rodó, siguieron vigentes a lo largo de todo el siglo XX.

No es que uno y otro descubrieran la pólvora. Evidentemente los modelos venían de las tradiciones intelectuales europeas, particularmente de Francia, pero suyos fueron en términos nativos los proyectos fundadores sobre la enseñanza de la literatura y sus conceptos-eje. La pedagogía uruguaya se fue impregnando de esta filosofía arielista, que se dirige a los mejores o a los más aptos (de hecho a los únicos que por su clase social estaban en condiciones de llegar a este beneficio) y, luego, progresivamente se infiltra entre los cuadros de la clase media, que -con el triunfo del proyecto batllista- fue ascendiendo hasta lograr una porción de los bienes culturales y educativos. Estos supuestos de democracia cultural dirigida, pensados en un mundo ajeno al imperio de la tecnología, un mundo donde el cine se estaba introduciendo muy lentamente, consiguieron subsistir, momificándose, con restas y adiciones de títulos o autores -con el debilitamiento cada vez mayor de las letras clásicas y de la Europa moderna-, pero sin modificaciones en su esencia.

Hasta los sesentas el modelo vigorizó la cultura de las clases medias ilustradas, pero comenzó a fracasar estrepitosamente cuando, hacia fines de la década siguiente, se afirmó el ya imparable despojamiento económico de los estratos tradicionales de esta clase social, y cuando la educación vino a masificarse, sin un simultáneo reforzamiento profesional y con un inadecuadísimo presupuesto. Por su parte, se producía la declinación de la «Galaxia Gutenberg» -según Marshall Mc Luhan-, invadida por la «revolución de la imagen», de unos años a esta parte mucho más avasallante en virtud de la irrupción del alud informático. Retoques y reformas educativas aún no han encarado a fondo el problema de estas asimetrías que, de nuevo, aunque no en la dirección a que aspiraba Rodó, ponen a las minorías en los lugares más selectos y sofisticados, mientras expulsan a las mayorías o las condenan a una educación -estética y del tipo que fuere- de menor calidad o con herramientas más ineptas.

Sigue rigiendo lo literario como modelo hegemónico de la formación estética del adolescente, en todo caso cuestionado en los últimos años por una visión reduccionista que propone el refuerzo de la enseñanza de técnicas y destrezas del discurso para una adquisición elemental de las operaciones básicas de la lengua. Como sea, Rodó continúa en pie, mal que le pese a la realidad, y al margen del debate sobre el estatus del arte o del lugar de los estudios culturales.

El escritor novecentista uruguayo pugnó por crear un medio fértil, «ateniense», para la cultura y las artes, la que lo llevó a la actividad política, la enseñanza, el periodismo y la administración pública de los bienes culturales, siempre con la seguridad de que la educación mejora al sujeto y al cuerpo social. «El paradigma del intelectual armoniosamente desenvuelto en un medio maduro y receptivo, como Goethe en Weimar, era la meta que se proponía alcanzar», escribió recientemente Belén Castro [Castro, 2000: 27-28]. El sabio germano bien puede ser un modelo para Rodó, de quien dijo en los Apuntes que le disputaba a Hugo «la monarquía de la poesía» y que «todas las escuelas literarias de nuestro siglo tienen un precedente en las obras de este autor». En verdad, como Goethe, Rodó tuvo un «espíritu moderno y una forma clásica» (folio 224).

Pero si hay que establecerse únicamente en el territorio de la enseñanza de la literatura, está claro que la orientación universalista y, de modo persistente, occidental (grecolatina y cristiana) y europea moderna del modelo Blixen-Rodó, siguió rigiendo por décadas nuestros programas secundarios y, hasta cierto punto dentro de la paupérrima situación actual, todavía sigue privando. Esto en lo fundamental: en la filosofía educativa, en la concepción honda de qué es la literatura, por qué -más que cómo- debe enseñársela. Hubo, es cierto, un cambio para nada accesorio: se eliminó el curso de estética y se pasó de la historia literaria, criterio fuerte con que se manejaba el programa de 1897, al estudio de ejemplos de la literatura concebida como unidad superior, casos vinculados por lazos firmes más allá de la estricta contingencia histórica, por su implícita y atemporal condición de «clásicos». Esto trajo aparejado una mayor confianza en el alumno como descodificador e intérprete del texto en lugar del receptor pasivo como el plan de 1897 concebía al joven, por más que éste tuviera que atravesar por un examen duro al final del curso. De recipiente de una enorme cantidad de información, puesta por encima de la lectura de una obra en particular, de ese bagaje de conocimientos impartidos por la voz magistral, se cruzó hacia una mayor confianza en la participación del alumno.

La primera crítica acerba al plan que Rodó había recomendado en 1900 como ajustado a las necesidades de los jóvenes y la técnica de enseñanza correspondiente llegó muy pronto, en 1905, y llegó con un informe de Carlos Vaz Ferreira, entonces decano de Enseñanza Secundaria. De hecho, el contundente texto de Vaz Ferreira, no recogido en sus Obras Completas ni -hasta donde pudimos averiguar- comentado jamás, implica un fuerte contrapunto a las ideas rodonianas en lo que se refiere a las estrategias pedagógicas. «La Literatura se enseña, por falta de tiempo y por otras razones, de una manera defectuosa», sentencia al principio el ilustre decano, y sus críticas se ahondan en tanto afirma que con el sistema vigente:

«los estudiantes se limitan a aprender de memoria la biografía de los autores, la fecha de su nacimiento y la de su muerte, la lista de los títulos de sus obras, etc.; los mejores aprenden, de memoria, argumentos y apreciaciones tomadas de textos o apuntes, y emplean en esta tarea estéril el doble del esfuerzo que necesitaría para estudiar racionalmente; formar, por las lecturas, el gusto, y ejercitar su juicio personal».


[Acevedo, 1906: 161]                


Alcanza con hojear el programa del 97 y repasar los Apuntes inéditos de Rodó para darle la razón al crítico del plan, quien llega a concluir que «debido al criterio que hoy predomina, los examinados no leen sino por rara excepción, y el examen es, solamente, una prueba de erudición estéril» [Acevedo, 1906: 163]. Indudablemente, Vaz Ferreira ha sido el responsable del giro en los dispositivos para la enseñanza de la literatura en educación media que, en este plano, se han mantenido hasta el presente privilegiando a la lectura y la interpretación personal del estudiante, en lo que se diferencia radicalmente de la tendencia expositiva y minuciosa en detalles biográficos o de época según lo entendía Rodó. No obstante, la filosofía de uno y de otro es la misma: educar para formar el gusto de los mejores, enseñar literatura como valor «irremplazable sobre todo entre nosotros, donde la cultura general está menos difundida que en las sociedades europeas, y donde es más peligrosa, en consecuencia, la estrechez de horizontes de los especialistas». Enseñar literatura para poner en contacto al muchacho con los «grandes espíritus», que «después del contacto con la naturaleza, [es] el más poderoso factor de cultura» [Acevedo, 1906: 161]. La disidencia, en el fondo de las cosas, no existe:

«La enseñanza de la Literatura puede ser considerada desde dos puntos de vista, o mejor dicho, tiene dos fines, a mi juicio de importancia desigual.

El primero de estos fines es el de simple erudición: es indudable la utilidad que ofrece el que los estudiantes conozcan el nombre de los escritores más importantes, datos biográficos relativos a ellos, así como la lista de sus obras principales; que sepan cuáles son los méritos y defectos de los autores, sus géneros literarios, etc., todo lo cual se enseña en el primer curso de la materia (Historia Literaria). No es menos útil que conozcan las principales teorías estéticas, y su aplicación a la obra literaria, enseñanza que corresponde al segundo año (Estética Preceptiva).

Pero la enseñanza de la Literatura tiene otro objeto, que es, a mi juicio, su objeto principal: el de la educación en el más amplio sentido de la palabra: educación de los sentimientos, de la inteligencia, de la moralidad, por el contacto directo con los grandes espíritus».


[Acevedo, 1906: 160-161]                


El abandono del criterio positivista-historicista del plan del 97 tuvo otras consecuencias. Hasta la reforma del «Plan piloto» de 1963, los programas elaborados en 1945 -pensado por el ultrarrodoniano José Pereira Rodríguez- y 1954 (este último rectificado tres años más tarde26), casi no le asignaban lugar alguno a la literatura latinoamericana y aun uruguaya. Seguía en pie la idea de la inmadurez de la cultura americana, tal como la pensaba Rodó en el Novecientos. En 1958, Carlos Real de Azúa apeló a una mayor flexibilidad en el estudio de la literatura en Enseñanza Secundaria y, de paso, denunció el criterio museístico, o en extremo cauteloso, que llevaba a dictar autores como Martí, Zorrilla de San Martín, Rodó, el primer Darío (hasta Prosas profanas, 1896) y sólo algunos más recientes, como Rómulo Gallegos, en desmedro de los más cercanos a la sensibilidad de un adolescente (Acevedo Díaz, Quiroga, Güiraldes, Rivera son los ejemplos propuestos por el crítico). En sustancia, y al margen del gran giro del método de historia literaria a la serie literaria «mayor», Real de Azúa, sin comentarlo, no oponía grandes reparos al modelo Blixen-Rodó -y al que Vaz Ferreira en este aspecto, reafirma-, porque reconocía las bondades del cosmopolitismo, la occidentalización, el sincretismo de aportes culturales diversos: «Todas estas circunstancias pueden decidir una orientación cultural universalista que no tendrá nada, pese a gruesas y actuales simplificaciones, de colonial» [Real de Azúa, 1958: 45]27.

Ángel Rama, por su parte, en 1960 reclamó que el curso de cuarto año de Enseñanza Media estuviera dedicado totalmente a la literatura uruguaya. Porque «la integración espiritual del país», no se lograría nunca si el sistema educativo medio no contribuía a formar a los futuros lectores que, reconociéndose parte de una colectividad, se acercarían a la producción estética nacional, comprarían libros, vigorizarían la cultura propia dando paso a los escritores jóvenes. Su postura parecía ser mucho más radical, más nacionalista, si se quiere, que la de su coetáneo, pero un argumento secretamente rodoniano cerraba la apelación de Rama:

«Que los millares de jóvenes que pasan por el cuarto año liceal descubran la existencia del país [...] en lo que tiene de continuidad del esfuerzo, de obra de muchas generaciones, de problemas aún insolubles pero que muchos hombres han ido desbrozando con fervor, de búsqueda permanente de la más alta calidad civilizadora» [Subrayado nuestro].


[Rama, 1960: 21]                





ArribaAbajoOtra forma del elitismo

Una novedad importante en los Apuntes, algo no demasiado nítido en sus escritos públicos, es su enfoque discriminatorio y -dígase sin vacilaciones- machista de la sociedad y del arte. El «sentimiento de la tolerancia», piensa Rodó, es la clave del crítico moderno, quien para ser tal debe convertirse en «un hombre de muchas almas» [Rodó, 1967: 1004]. No obstante, esa tolerancia tenía límites: la inautenticidad, el destronamiento de la belleza y la ausencia de un pulso «viril» en la obra. El inmoderado uso del adjetivo «viril», por lo demás común en la prosa castellana del siglo XIX y aun antes, que se encuentra a cada paso en sus páginas, se asimila metafóricamente, en primera instancia, al vigor (propio de todo auténtico ejemplar masculino), a la seguridad con que se hace una pieza artística: convicciones profundas, objetivos claros, realización plena. Y sin metáforas Rodó anexa la fuerza del talento a lo varonil, como se verá en el caso de Mme. de Stäel.

¿No hay, también, cierto toque homofóbico en el manejo de este vocablo en una época en que el decadentismo y el primer modernismo están llevando adelante una tarea colectiva en que las formas de lo erótico tienen un lugar preponderante? Como ha demostrado Óscar Montero en su estudio sobre Julián del Casal, las ideas de Max Nordau, las de su muy influyente libro Degeneración (1902) -traducción española de la edición alemana de 1892- la «erotomanía», así como todas «las anomalías, las aberraciones y las enfermedades características de todos los "ismos" decadentes contaminan el cuerpo social sano» [Montero, 1993: 16]. En este punto Rodó puede considerarse un discípulo de Max Nordau; por lo menos en una ocasión se confesó su admirador y no ahorró menciones a su libro [Rodó, 1967: 1342]. En algo no puede haber dudas: sus enconadas críticas al decadentismo28 y, por añadidura, al primer modernismo poético hispanoamericano, mucho le deben Degeneración, libro que ya conocía en 1896, seguramente a través de la versión francesa29. Así, escribiendo sobre Prosas profanas, anota con evidente satisfacción que «el talento de encontrar títulos buenos es el único que ha querido reconocer Max Nordau a los oficiantes de las nuevas capillas literarias, esos clientes malgré eux de su clínica» [Rodó, 1967: 190]. Las opiniones sobre Verlaine amplían los contactos. Nordau le imputa que en la raíz de su «erotismo vehemente, desordenado y excesivo» se encuentra un «crimen repugnante»: la homosexualidad [Montero, 1993: 16]. Rodó admira en Verlaine al poeta más refinado y completo de la Francia moderna, pero observa en él una «sensibilidad perversa», lo hace sabedor «de la ciencia del dolor y del arrepentimiento» [Rodó, 1967: 163, 174]. Desafortunadamente nada hay sobre este poeta en los Apuntes inéditos. ¿O las virtudes de su arte unidas a los «desarreglos morales» de su conducta lo hacían peligroso como modelo para la lectura de los jóvenes? Hay, sí, censuras abundantes para el malditismo y la moral disoluta de Baudelaire. ¿Qué no le habría esperado a Verlaine de haberlo tratado en el aula?

La actitud ante la mujer artista fue más categórica y más clara. En un pasaje sobre Mme. de Stäel, por ejemplo, el discípulo Barbagelata-Ariel anota -sin disidencia en el punto- que Próspero-Rodó habría señalado que esta escritora francesa «no agregó ninguna idea nueva, lo mismo que todas las mujeres que han sido escritoras no tiene el atributo de la invención, se limitaba a exponer las ideas de los demás» (folio 233). No pierde oportunidad para remachar éste (prejuicio, puesto que vuelve a repetirse, casi literalmente, en la lección dedicada a Jorge Sand (seudónimo de la francesa Aurora Dupin), aunque agrega el elemento ornamental como típico (y menor) de la imaginación femenina:

«Como Madame [de] Stäel y como a todas las escritoras, falta a Jorge Sand originalidad. Sus ideas literarias son las de Prudhome, sus ideas filosóficas son las de Leroux, pero así como las ideas apenas ganan al ser expresadas por Mme. de Stäel, así las ideas de estos autores ganan con Sand que las mejora, las hace más bellas y eficaces».


(folios 319-320)                


El profesor Samuel Blixen, el tan querido predecesor de Rodó, había hecho en 1893 una evaluación muy distinta en su tratado para la enseñanza de la literatura:

«Mme. de Stäel ha demostrado poseer suprema independencia intelectual; una alta comprensión de las cosas y una organización filosófica y razonadora, con grandes facultades de emoción. Comparada con Chateaubriand, Mme. de Stäel se muestra superior en ideas, y por eso, mientras que aquél sólo pretendía conmover, ella trataba de persuadir. Tuvo además, esta insigne escritora, el mérito de haber sido la primera que abrió a la Francia los horizontes del romanticismo, iniciándola en el conocimiento de las literaturas del Norte».


[Blixen, 1892: 596]                


Rodó insistirá aún con mayor violencia en el caso de la escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, a la que dice estimar mucho, sobre todo porque

«Lo que [se] admira es el genio varonil de esta poetisa; nunca se inspira en temas débiles o afeminados, siempre se inspira en temas enérgicos: la patria, la libertad, la religión. La forma es varonil, vigorosa, robusta, y por esto leyendo una de sus obras, sin conocer el autor, cualquiera dice [que] son obras de un hombre, de un espíritu masculino».


(folios 297-298. Ver Apéndice)                


Bien mirado, hay un artículo poco leído en el que con donosura Rodó se las ingenia para marginar a la mujer a un espacio subalterno, en una jugada semejante a la que hace respecto de Jorge Sand. Había leído, y había leído bien a Madame de Stäel, de la que toma varias opiniones en muchas páginas, y en el artículo «Maris Stella [En el álbum de una dama uruguaya]», de 1912 -y por lo tanto muy posterior a su corta experiencia docente-, no vacila en colocarla como aquélla que «revoluciona la literatura de un siglo», junto a Juana de Arco, quien «personifica la conciencia de un pueblo», y a otras mujeres de alto desempeño en la historia de la humanidad. Pero las conclusiones son elocuentes:

«En todo eso es el alma de la mujer, grande y hermosa. Pero yo la prefiero en la actitud serena de la contemplación, en la dulce dignidad de su recogimiento: levantando sobre nuestras borrascas su serenidad inviolable, y sobre nuestras dudas su esperanza infinita; resplandeciente; resplandeciente y pura [...] el bálsamo para la herida que sangra, el entusiasmo para el brazo que combate, y la inspiración para la frente que piensa».


[Rodó, 1967: 1193]                


En suma: si la mujer activa es un ser excepcional, mejor será si auxilia al hombre, a quien corresponde la suprema tarea de pensar, como está claramente expresado en la frase final del artículo: «la inspiración para la frente que piensa», el solaz para el guerrero, como se atreve a escribir evocando, sin nombrarlos, añejos versos homéricos. Como sea, está claro en estas notas y también en el capítulo VIII de su «Del trabajo obrero en el Uruguay», que Rodó se agrega al proyecto patriarcal y elitista que en la América Latina decimonónica -y en los primeros tramos del siglo XX- excluyó «no sólo a la mujer sino a indios, negros, esclavos, analfabetos y, en muchos casos, a quienes no tenían propiedades» [Achugar, 1998: 20]. Nunca más claro esto que en su clase sobre Baudelaire -que puede leerse en el Apéndice de este volumen-, un poeta al que respeta y que simultáneamente le resulta antipático como pocos, porque «fue el precursor del decadentismo», que tanto daño creía que había hecho por América Latina y quizá, también, porque -junto a Edgar A. Poe- dio el golpe de gracia a la idea platónica de la belleza y llevó la poesía de la esfera metafísica a la materialidad de los sentimientos con toda la carga de asco y fealdad que pueden contener. Su antipatía por Baudelaire lo hizo llegar al extremo, evaluando su obra, de unir misoginia con desprecio intelectual y racismo: «algunas veces su originalidad es inadmisible: cuando canta la belleza de la mujer, poetiza y canta a una negra del Congo que había conocido en su viaje y la llamaba la Venus negra». Por cierto que, además, en el punto ignora la relación del poeta maldito (para Rodó réprobo y degenerado) con su amante mulata Jeanne Duval, a quien en verdad aluden esos versos que tanto le repugnan.

Por otra parte, la abierta misoginia de Rodó puede vincularse con la peripecia vital de quien no conoció a fondo la psicología femenina, un hombre que oculta siempre su cuerpo en lo público y hasta en las páginas íntimas30, un hombre que -según han escarbado sus biógrafos- no frecuentó el trato con mujeres salvo con algunas prostitutas, como está documentado en el póstumo y hasta ahora fragmentario «Diario de viaje» [Rodó, 1967: 1483-1500], el único texto en que se asoma alguna aventurilla cifrada y hasta -como sugiere Rodríguez Monegal- un posible acto de voyeurismo.




ArribaAbajoConclusión

Los apuntes de sus clases hablan de otra aventura, la que corresponde al insaciable espíritu de un gran intelectual entre dos siglos, que aspiró a la universalidad en un rincón del mundo, entonces moderno y pujante. Allí, donde lejos de la «áspera muchedumbre», habló a esa juventud de elegidos en la que confió -igual que Próspero en Ariel- porque la creía «sangre y músculo y nervio del porvenir» [Rodó, 1967: 245].

Ése era su proyecto: la conformación de una clase dirigente fundada en la inteligencia y no en el poder económico, como el de la burguesía en ascenso de su época, sobre la que dio muestras de desprecio justamente por utilitaria y por desdeñosa del ocio creador. Su idealismo, que como subrayó Ardao es del «ideal», se manifiesta «como valor que apunta a la realidad aspirando y exigiendo ser trascendido de algún modo a ella» [Ardao, 1968: 257]; ese idealismo le impidió notar que estaba cayendo en una trampa o que estaba fabricando una ilusión, ya que nunca resolvió la contradicción que encerraba aspirar a una élite directriz sin vínculo directo y necesario con el poder económico, en la medida que en ningún escrito Rodó propone alteración alguna del orden económico impuesto. Esa posición lo alejó de las concretas condiciones de vida de las mayorías latinoamericanas, para las que no sólo no ofreció solución alguna, según las tempranas y severísimas críticas que recibió el arielismo por todos los rincones de América Latina, simultáneas a tantos ditirambos [Real de Azúa, 1975; Penco, 2000]. La literatura fue la llave de esa ideología aristocratizante, a través de la cual el individuo «mejor» se encontraría con su identidad profunda y con la que podría guiar a esa sociedad convenientemente estratificada, hacia una evolución que con el tiempo mejoraría y armonizaría el conjunto. Y asimismo la literatura era la mejor herramienta para cumplir con el sueño integrador, con ella se consagraría la conquista, progresivamente, de la autoctonía que liberaría a América de los lazos de dependencia que la sujetaban. Por cierto que nunca Rodó avanzó, como lo haría más tarde José Carlos Mariátegui o en cierta medida también Pedro Henríquez Ureña, hacia una «resolución de la contradicción evidentemente irracional entre una forma "dependiente" y socialmente desigual y un contenido esencialmente preparado ya [...] para una autonomía sin atrasos» [Larsen, 1999: 88]. Pero algunas ideas de Rodó, sobre todo las relacionadas con historia literaria y creación propia en América, contribuyeron a una voluntad de modernización autónoma junto a la creación de un idéntico estado económico y social, idea que en los últimos años ha entrado en crisis. Mucho más aun hubiera alarmado al pensador uruguayo, como inquietó a Cornejo Polar al final de sus días, la constante desagregación del castellano y del portugués en privilegio del inglés en la escritura de trabajos sobre literatura latinoamericana, ya que hoy esta lengua está «gobernando el campo general de los estudios hispanoamericanos» [Cornejo Polar, 1998: 4].

La muerte le impidió ver el desarrollo de esas ideas y de las enormes transformaciones ocurridas; la muerte, en rigor, le clausuró el conocimiento de esa centuria tan alejada de su sensibilidad, tan poco equilibrada y tan estrepitosa, en la que pocos adorarían los altares de la «personalidad», el «genio» y la condición perenne de la «belleza». Muy pronto serían aniquilados los referentes culturales y sociales de Rodó, con la irrupción de las vanguardias artísticas (a las que apenas entrevió en su postrer viaje por la Europa en guerra), con el triunfo de la revolución bolchevique (cinco meses después de su deceso), con el ascenso del fascismo, con la eclosión del psicoanálisis, con el avance de la tecnología y, entre tantos otros factores -que hubiera puesto en cuestión sus ideas sobre lengua y literatura- con la publicación en 1916 (a pocos meses de su muerte) del Cours de Linguistique Générale, de Saussure.

Sin embargo, hay algo paradojal en sus páginas, de lo que suele resultar una rara combinación de resistencia y atracción. Puede encontrarse una barrera en un estilo que sería injusto llamar pomposo, aunque sí alambicado, castizo, un poco estatuario, propiedades que lo ha hecho ilegible para las generaciones más jóvenes (e irónicamente Ariel está dedicado «A la juventud de América»). Puede, asimismo, percibirse en el más breve de sus textos la voluntad por construir un discurso antipragmático o, dicho de otro modo, en ellos violentó la matriz del lenguaje cotidiano creando otra opción de lenguaje, que lo peculiariza y por lo mismo entraña un alto poder de seducción. Esta desviación a la norma, ese «extrañamiento» -propiedad fundamental del discurso literario para los formalistas-, no se presenta como algo artificioso, sino que brota en su prosa de manera natural. Con todo, es claro que Rodó al pensar la lengua y la literatura como problemas inventó ese estilo suyo. O, a la inversa, la invención de un estilo trajo consigo, indisociablemente, la reflexión sobre el estatus de la lengua y la literatura, el pensamiento teórico. Y ésta, quizá, sea su enseñanza más perdurable.