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Entrevista a Daniel Moyano

Rita Gnutzmann Borris





A pesar de que naciste en Buenos Aires, en realidad te sientes como un escritor del interior, de La Rioja. ¿Qué diferencia hay entre vosotros y los porteños?

La actitud de los escritores del interior de un país como la Argentina es diferente. La Argentina divide claramente su historia, su literatura y su economía en dos partes: una es Buenos Aires, la otra el resto del país. El interior es algo distinto, hay otra concepción del lenguaje, el castellano está menos contaminado por la gran masa inmigratoria. La realidad del interior ha sido siempre un poco marginada. Cuando nosotros intentamos hablar del interior decían que era folklore. Nosotros empezamos a publicar por los años sesenta, un grupo que incluía a Haroldo Conti, Roldolfo Walsh, Juan José Hernández, Antonio di Benedetto y Héctor Tizón.

Dicen los críticos que nosotros superamos el folklore. No, nosotros no hemos superado nada, simplemente somos fieles a una realidad que teníamos ahí. Yo escribí una primera novela que era Una luz muy lejana, una novela de contenido metafísico, en busca, como dice Luis Harss, «de las raíces».

Creo que es verdad. Nosotros somos un país sin pasado precolombino, sin una cultura indígena de valor y aculturizados por Buenos Aires.

Entonces empezamos a hablar de nuestra realidad. Esto fue decisivo para mí, más la existencia y la presencia de la obra de un Rulfo que nos dio pie a nosotros a hablar de lo nuestro. Nuestra parte era desconocida; la literatura argentina era urbana, una literatura de Buenos Aires o de la provincia de Buenos Aires con el gaucho y toda su mitología. Yo descubrí que América Latina empezaba ahí en la provincia de La Rioja, que no éramos Buenos Aires ni Europa. Esto me llevó a escribir sobre lo que me rodeaba, pero no en términos del realismo, sino de tomarlo como base, tratando de introducir nuestra manera de decir, rechazada desde siempre por los que tenían el poder en Buenos Aires.

¿Crees que hay un espíritu común entre vosotros los del interior?

Sí, ha habido siempre una clara marginación cultural de ellos con respecto a nosotros, manteniéndonos sin acceso a las editoriales.

¿A qué autores argentinos te sientes más afín?

Nombraría en primer lugar a los ya citados, a Juan José Hernández, di Benedetto y Haroldo Conti. En una entrevista en Buenos Aires lo llamé una especie de cuarteto de cuerdas, Hernández y yo, violines; di Benedetto, viola y Haroldo Conti, violoncelo. Un cuarteto elegido por amistad y preocupaciones parecidas. Mirábamos para el interior y no para Buenos Aires. Nos interesaba más Juan Rulfo que Borges. Por fin he podido dialogar largamente con Rulfo, que nos apoyó desde México, cuando nosotros empezábamos a escribir en nuestras provincias.

¿Cuál es tu objetivo al escribir?

Yo escribo para explicarme el mundo; no me lo explicaba, ni me lo explico. Cada vez que me pongo a escribir es un poco para entender todo esto. Las palabras se convierten en un elemento mágico que permiten, aunque sea sólo en este plano, controlar el vivir y la realidad que te rodea. Buscar el tiempo perdido en el caso de Proust. A mí me ha tocado una vida bastante complicada, en un país complicado, lleno de violencia. Escribo un poco para tratar de explicármelo.

Todos tus cuentos emplean el lenguaje hablado y muchas veces dan la impresión de ser transcripción de cuentos orales. ¿Es así?

A mí me gusta mucho contar mis cuentos antes de escribirlos y voy contando diversas versiones, porque las palabras muchas veces me llevan a dar otra versión, como cuando uno le cuenta un cuento a un niño y éste quiere que uno se lo repita. Aunque me aburría contar el mismo cuento varias veces a mis sobrinos, a mí me gusta variarlo y después elijo una versión para escribirla. Si el cuento ha aguantado este desgaste oral puede que valga; y si no, a lo mejor pasa al olvido. La oralidad tiene sus propias leyes que a veces lo encierran, y todo el encanto de algunos cuentos reside precisamente en lo gestual y en la oralidad. Pasarlo a la escritura significaría traducirlo o contar otra historia. En mi infancia vivíamos lejos de la ciudad y no teníamos luz ni radio. Por la noche, después de la cena, nos reuníamos y alguien contaba no sólo cuentos de tradición oral, sino también se inventaba cuentos. Yo mismo muchas veces me vi obligado a contar algo. Tenía entonces doce o trece años y empecé a inventar historias. Creo que en muchos escritos latinoamericanos se nota la oralidad. Me he dado cuenta de que los escritores del interior, a los que yo pertenezco, meten su tonalidad. Escriben con las mismas palabras con que se habla en Buenos Aires, pero las relaciones entre ellas surgen de la pura oralidad. Si uno lee atentamente, no es lo mismo un texto de un escritor del norte como Héctor Tizón o di Benedetto que un texto de un escritor urbano de Buenos Aires. Hay una actitud sonora diferente. Creo que es importante pensar en cómo suena la lengua. Las palabras tienen que pasar por los sonidos. La oralidad a mí me parece saludable.

Llama la atención en tu obra la frecuencia con la que tratas el problema entre padre e hijo. Toda la novela El oscuro se basa en este tema. ¿Hay algún dato autobiográfico detrás de ello?

Uno de los primeros cuentos que escribí fue «La espera». Es la historia de un niño que espera a su padre. Pero el padre nunca viene. El profesor Barufaldi escribió un ensayo sobre este aspecto. Dice que toda mi obra está dominada por la búsqueda del padre. Lo relaciona con el Padre con mayúscula, y me pone a mí como un sacerdote o un místico. Algo de esto puede haber. Mi abuelo era italiano y vivió diez años con su familia en Brasil. Mi madre nació ahí; era protestante y también lo fui de niño. Luego, cuando murió mi madre, yo vivía con mis tías, desde los siete a los catorce años. Entonces conocí toda la visión aterradora del catolicismo con su idea del infierno. Mi padre nos abandonó cuando yo era pequeño. Solía recibir cartas de él de distintos lugares. Quería ver a mi padre pero no era posible. Mis abuelos me hablaban mal de él, como de un monstruo; era un borracho, un criollo, un maldito. Me encontré con mi padre a los 17 años. Pienso que toda esta búsqueda de un padre debe de haber influido de alguna manera en mí. De mi madre casi no recuerdo nada. Puse algún rasgo de mi padre en la figura del «oscuro». Pero más que nada me inspiré en un amigo que tenía en Córdoba, un hombre de origen muy humilde. Cuando se casó con una mujer de la pequeña oligarquía de Córdoba tuvo acceso a otra clase social y adquirió todos los tics de ésta. Yo nunca había visto a su padre, como si no existiera. Algún día me habló de él como de «un ser indigno». Luego lo conocí; era un encanto de hombre, una dulzura. Lo metí en la novela y lo hice riojano. No digo que fuera del todo aquel hombre, pero sí me sirvió de encarnadura para mi personaje. Es lo que dijo François Mauriac: sus personajes eran mezcla de personajes de la realidad y la ficción. Al contrario Onetti dice que jamás pondría un personaje que existiera en la realidad. Dice que esto le limitaría; a mí me ocurre lo mismo.

Aparecen muchos viejos en tus relatos, ¿no es así?

Así me dicen. No me había dado cuenta nunca. A mí los viejos me gustan mucho. En El oscuro escribí la historia del militar y quería ponerle cosas alrededor para contraste y por ello le puse este padre muy dulce, al lado de un hijo que lo desprecia.

Hablando de padre e hijo, del hijo que quiere matar al padre o viceversa, me doy cuenta de que en Libro de navíos citas un enorme número de autores y obras, pero falta uno muy importante, Kafka. También Kafka partió del problema padre-hijo.

Para mí el descubrimiento de Kafka fue decisivo para que me resolviera a escribir. Sin Kafka a lo mejor nunca hubiera escrito. Leía mucho y escribía, pero escribía sin hacer de la escritura una razón de mi existencia. Descubrí a Kafka a los veinte o veintidós años. Me sentí absolutamente identificado con los conflictos de Kafka, con la imposibilidad de vivir. No solamente en relación con el padre, sino con toda la problemática planteada por Kafka.

¿Cuándo empezaste a escribir sobre la realidad de tu país, sobre los militares?

Yo empecé a escribir sobre lo histórico presente transfigurándolo, conjurando a través de la literatura una realidad que por el momento me era insoportable. Antes del golpe de los militares del año '76 yo ya había escrito El oscuro, una novela sobre un militar golpista. Entonces no había ninguna censura, el libro se publicó sin ningún problema. Lo que pasa es que no hablo directamente del golpe, sino que creo un personaje que niega a su padre. Su obsesión es el mal, para descubrir al final que lo que él llamaba el mal era un drama de su propia conciencia. Después escribí El trino del diablo, también sobre los golpistas y cuando llegó el exilio, no tuve tiempo para escribir sobre el exilio, porque yo mismo tuve que exiliarme. Esto fue en el '76. Sentía desde el principio que tenía que escribir sobre la realidad más inmediata. Yo no creo que nosotros debemos plantear la literatura en términos de la eternidad, un solo libro a lo largo de toda la vida. La literatura en este momento debe ser un instrumento de investigación de la realidad. La violencia forma parte de la realidad de América Latina. Durante muchos años yo no podía escribir porque el exilio me asfixiaba. No podía encontrar el lenguaje. Buscaba un agente desencadenante para entrar en mi novela sobre el exilio. Nunca hago un plan de la novela como lo hace Vargas Llosa, capítulo por capítulo. El lenguaje, una dinámica, el ritmo del lenguaje me van llevando a las conclusiones. Debe contar el lenguaje, cómo se dicen las cosas. Debemos liberarnos un poco de los hechos. Yo no quiero contar tantas cosas, es más importante cómo las contamos.

¿Qué dicen los críticos de izquierda de esta opinión tuya?

Dicen que soy un tímido, que no mato a los militares; una crítica un poco ingenua. La crítica de la derecha es peor. No me acepta por mis temas.

También El vuelo del tigre trata el tema de la violencia de los militares. Pero el final de la novela ¿no es una evasión de la realidad?

Empecé a escribir El vuelo en los días previos al golpe del '76; había un clima de violencia tremendo. Tenía hecho un borrador, cuando la Editorial Sudamericana me llamó para saber cuándo les iba a entregar la novela. No les envié el borrador. Cuando me detuvieron, a los tres días un amigo sacerdote fue a mi casa para revisar mi biblioteca. Pidió el borrador a mi mujer y se asustó, porque veía que era muy peligroso. Hicieron un pozo en el jardín y lo enterraron. Allí se quedó y yo volví a escribir la novela. Me acuerdo apenas de aquella versión. La escribí con miedo. Sabía que no la podía ubicar en Argentina. También ya había en mí una tendencia a escaparme a este centralismo de Buenos Aires. Nosotros los del norte nos sentimos más de América Latina. Siendo de América participamos algo en el pasado indígena. Por esta búsqueda de una raíz hice al personaje viejo medio indio y ubiqué la novela entre la cordillera, el mar y las desgracias, es decir, en cualquier parte de Sudamérica. Pero claro, el paisaje que describí es de La Rioja. Para despistar puse algunas palabras y algún pájaro que no existen en Argentina, y también para tratar de abarcar un país más amplio en el cual me siento más integrado. Después de residir varios años en España considero a mi país una provincia más del continente latinoamericano que sí tiene identidad.

El propósito de mi novela era matar a los violentos. Pero ¿cómo hacerlo? Con la magia, ¿con qué otra cosa podía exterminarlos? Lo mismo me ocurrió en mi cuento «El Falcón y la flauta», en el que quería matar un «Falcón» verde, un coche con el que los militares solían recoger a los presos políticos. La única forma de hacerlo fue con una flauta. En El vuelo los pájaros se lo llevan al percusionista y lo tiran en el mar. En una primera versión el percusionista cayó del cielo con un paracaídas. Pero me pareció algo forzado y preferí hacerlo llegar tal como ellos llegan, en la madrugada. Cuando reescribí la novela en España yo mismo ya había tenido mi experiencia de detención y cárcel. Pero quería contarlo de otra manera y elegí la perspectiva de una gata para no meterme a mí y mis vivencias. Sin embargo, hay algunas experiencias propias, como el interrogatorio, la arañita en la pared, la cuchara, etc. Quise evitar las escenas de violencia y tortura y mostré ésta a través de la conjugación del verbo «haber tocado».

También el cuento «Tía Lila» trata la violencia que entonces veía en la Argentina. Me sonaba la palabra Lila y tenía la imagen de su vestido blanco y de los sapos. Toda la violencia de la dictadura militar se volcó en este cuento.

¿Cómo encontraste por fin el comienzo del Libro de navíos y borrascas?

Yo buscaba que sonara, yo quería que empezara como el Martín Fierro: «Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vigüela...».

¿De ahí te viene la idea de la vieja casona de un cuento nórdico?

Sí, pero esto se me ocurrió al final. Yo caminaba una noche por Madrid, por la calle de Goya, a las tres de la mañana, y vi de pronto un hombre y una mujer con una bañera. Me acerqué y pregunté qué hacían a esas horas llevando una bañera. Eran exiliados argentinos de Córdoba y decían que tenían una terraza grande y querían plantar un sauce. La bañera la habían encontrado en la basura. Pensé en mi novela, pero es una tontería decir: «Una noche una pareja pasaba por Madrid con una bañera». Yo tenía que poner la bañera sin nombrarla. Entonces un grupo de exiliados sale de Buenos Aires en barco y llega a Barcelona, como hice yo con mi familia en el '76. Escribí como cincuenta páginas y seguí. Escribí toda la novela y no pude meter la bañera. Cuando terminé la novela, las primeras cincuenta páginas no sonaban bien; entonces reescribí toda la primera parte, porque considero que toda mi novela está estructurada musicalmente, no en el sentido del lenguaje, sino en el sentido de la estructura, con sus temas y sus subtemas. Me faltaba una introducción y escribí el primer capítulo «Chau Buenos Aires» y metí un violín.

¿Te sientes más escritor o músico? En toda tu obra aparecen músicos y letras de canciones.

Un poco músico frustrado, por esto inventé a Rolando, un compositor de composiciones inéditas. Allá en La Rioja tocaba en el Cuarteto de la Dirección de Cultura. Tocábamos en toda la provincia y en otras del norte. Era una maravilla.

Cuando escribí El oscuro no encontraba la estructura para mi novela. Leyendo la partitura de un cuarteto de Brahms me dije que así tenía que sonar mi novela. Todas mis novelas tienen que sonarme en una tonalidad. Años después de escribir El oscuro un amigo violinista me dijo que lo que más -o lo único- le había gustado era el capítulo VI, el monólogo del viejo padre, porque le pareció un solo de violencelo. Ésa fue la referencia sonora que yo mismo tuve.

El Libro de navíos y borrascas tiene muchas cosas que entonces me iban sucediendo al nivel espiritual. De alguna manera yo lo iba volcando en la novela. Yo tengo una visión del amor, pero como no tengo historias de amor puse el amor entre una bahía y un barco, para expresar lo que yo este momento pensaba del amor.

¿Por eso la figura de Nieves queda tan borrosa?

Sí, una amiga psicoanalista en México hace poco me ha dicho que tengo miedo al amor. Otro capítulo lo escribí con mucho humor, el capítulo del guardafaro. Fui a Gijón, porque nunca había visto un faro. Mi farero tiene una canción que yo escuché en mi infancia. Yo estaba aterrado; tenía una hija que lo dejó solo en el faro. Metí en él lo que a mí me asfixiaba en el exilio. Es una novela bastante visceral, para liberarme de pesadillas. Durante la escritura yo leí relatos de los náufragos portugueses del siglo XVI y volví a leer Moby Dick, Salgari, todo lo que está relacionado con el mar. Otro libro de cabecera fue Ulises de Joyce que releí entonces. Entre nosotros, en el barco, no nos animábamos a hablar. Nos callábamos. Pero sabíamos la historia de todos a través de los niños, porque ellos sí hablaban. En Brasil subieron setenta brasileños a bordo que no eran exiliados. Iban de vacaciones a Lisboa. Llenaron el barco de alegría y cantaron y bailaron durante todo el viaje hasta Lisboa. Allí se bajaron y siguió el silencio hasta Barcelona. Sufríamos.

Uno de los personajes que más me ha impresionado es Contardi, el padre ficticio de Haroldo Conti. ¿Qué relación tenías con Conti y de dónde sacaste el personaje del pintor Contardi?

Es un homenaje, digamos, cariñoso a Conti. Yo lo conocí a Haroldo cuando empezamos a publicar juntos por los años sesenta. Él acababa de ser seminarista. Era profesor de latín y no tenía ideas políticas. Estaba escribiendo un cuento muy bonito que se llama «Ad astra». Le dieron algún premio municipal de literatura y así nos conocimos en Buenos Aires. Cada vez que iba a Buenos Aires lo llamaba y me invitaba a su casa y también él vino a la mía. A los cuarenta años, con la crisis de esa edad, dejó a su mujer. Se enamoró de una chica joven, Marta, quien lo introdujo en la política. Se fue a Cuba y a la vuelta pasó por mi casa. Venía enamorado de Cuba, ya con una conciencia política muy clara. A mí me detuvieron el mismo día del golpe y estuve doce días en la cárcel. Luego fui a Buenos Aires, porque ahí no me molestaba nadie por ser otro distrito militar. Llamé a Haroldo por teléfono para decirle que me iba y le avisé que se cuidara. Pero él me contestó que no le iban a hacer nada, porque ¿qué había hecho? me invitó a un chinchulín, pero no fui. Ese mismo día lo detuvieron. Sé por presos que lo vieron que le habían cortado los tendones de los pies. No sabemos cómo murió. Cuando Ernesto Sábato tuvo una entrevista con Videla le pedí que hablara en favor de Antonio di Benedetto y de Haroldo Conti. Más tarde Sábato me dijo que Videla le había contestado que di Benedetto salía en esos días, pero de Conti no le podía decir nada. Tal vez ya lo habían matado. Cuando escribí la novela le quise hacer un homenaje y le inventé su padre.

En realidad, Contardi, el pintor, no iba en el barco. Lo conocí en su casa en Madrid. Es pintor y vive en un quinto piso. Me impresionaba mucho cómo subía la escalera. Tenía una cabeza grande y blanca. Tenía una visión un poco mística de todo. Creía que el exilio era un designio divino. Yo lo metí, su visión y su figura física. Al titiritero también lo conocí, es argentino y se vino antes para acá. Estaba presentando la ruta del Quijote. Luego el Gordito, el abogado; quise poner un porteño simpático en la novela. Lo saqué de un periodista argentino. Decían que era del equivalente de la CIA, del Servicio de Información del Estado. Yo lo conocí durante muchísimos años. Fui a su casa y había un personaje siniestro ahí. Entonces lo metí en la novela también, pero lo hice bueno. A Sandra la inventé, la saqué de un tango. En realidad es un poco mezcla. Había en el barco una chica que llamábamos la UPI, la United Press International. Sabía toda la información. Ella sí que habló; una noche se levantó la manga y nos mostró su brazo, todo lleno de cicatrices. Estuvo tres días colgada de la pared con cadenas y la torturaron y violaron. Pero dijo: «Tenemos que ir peleándonos». Era redactora de fascículos del Centro Editor de América Latina. La salvó un coronel de la tortura. A partir de ella y del tango María inventé el personaje de Sandra. En realidad los uruguayos se fueron antes; con nosotros sólo vinieron los uruguayos que se habían refugiado en Argentina. Incluso metí algunos chilenos, aunque en el barco no hubo ninguno. Lo hice un poco para abarcar lo que era la dictadura militar en el Cono Sur. Algunos críticos me preguntan por qué todos mis exiliados vienen a España. Aquí vinieron profesionales y músicos. Es la gente que yo conozco. Yo me metí en la novela como músico. El capítulo «Cadenza» me costó mucho, porque tenía que hablar de la tortura.

Así salió la novela y nunca entró la bañera. Creo que tengo que ir escribiéndola. Ahí está la figura de Nieves, sin terminar. Pienso que Nieves puede ser el pretexto para escribir la segunda parte de la novela. Todavía me quedaron cosas por decir.

¿Cómo sientes el exilio?

No me gusta hablar del exilio. La segunda parte del Libro de navíos me sale casi demasiado humorística entre Nieves y el viejo pintor. Va a ser más afirmativa, más vital. Ahora me doy cuenta que el exilio es irreversible. Mis personajes ni se encuentran con España ni pueden volver para allá. Tengo que hablar de la naturaleza del exilio, qué significa. Somos hijos y nietos de exiliados. He tomado conciencia de lo que significa el exilio; antes nunca supe valorarlo. En México me he dado cuenta de que toda la cultura precolombina es un gigantesco exilio, el exilio de una cultura que fue destruida. El latinoamericano no tiene su cultura, porque ésta fue mutilada. Ahí está la búsqueda de una identidad; es lo que más preocupa consciente e inconscientemente a todos los escritores latinoamericanos. Buscamos, porque no sabemos qué somos.

¿Cuáles son tus futuros proyectos literarios?

Actualmente estoy preparando otra novela, el Libro de caminos y de reinos, que será la segunda parte del Libro de navíos.





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