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Poesía árabe. |
¡Cuán dichoso es el árabe cuando, montado en su corcel, se lanza, desde las rocas en el desierto; cuando los pies de su bridón, sumergiéndose en la arena, levantan el mismo murmullo que el hierro ardiendo mojado en el agua! Vedlo allá cuál nada en el océano de arena, y cuál hiende las áridas ondas con su pecho de delfín.
Aprisa, aprisa; apenas toca con sus pies la faz de las arenas; aguija, aguija; ya se lanza envuelto en un turbillón de polvo.
Es negro el corcel mío como nube de otoño; blanca estrella como la aurora brilla sobre su frente; da al viento su crin hermosa, como garzotas ondeantes, y sus pies cuatralbos vibran centellas de fuego.
Vuela, vuela, bridón mío, el de la estrella blanca; selvas, montañas, abrid paso, dadme lugar.
En vano la verde palma se me brinda con sus dátiles y sombra; yo desprecio su hospedaje.
La palmera avergonzada huye de mí, se oculta en el Oasis, y en el susurro de sus hojas parece que se burla de la temeridad mía.
Sus altas rocas, custodios de la frontera del desierto, vuelven sobre mí su faz negra y torva, repiten la carrera de mi caballo, y parece que me amenazan así.
-El insensato, ¿dónde va? Su cabeza no encontrará ya amparo contra los dardos del sol, ni bajo la verde cabellera de la palma, ni bajo el blanco pabellón de la tienda. Allí no hay más que una tienda, la bóveda del cielo. Allí las rocas pasan la noche; sólo las estrellas viajan por allí.
Yo corro más y más; vuelvo la cabeza y miro las rocas huir avergonzadas de mí, y que se ocultan y bajan sus crestas las unas tras las otras.
Pero el águila escuchó sus amenazas, y juzga con loca presunción que me hará su prisionero en el desierto; se lanza por los aires y sigue mis huellas con carnívoro afán, y tres veces cerniéndose en el cénit me rodea la cabeza con una negra corona.
-Yo siento, yo percibo -grita en lo alto- el olor de un cadáver; ¡oh, caballero insensato; oh, desgraciado bridón! ¿El jinete inquiere aquí la senda? ¿El caballo busca aquí la hierba? ¡Insensatos! El viento sólo halla aquí el camino; las negras aguas encuentran aquí su pasto; los cadáveres solos descansan en el desierto, y los buitres tan sólo viajan por él.
Así gritando roncamente me amenazaba esgrimiendo sus garras. Tres veces se encontraron nuestros ojos, y tres veces nos medimos con gesto amenazador; y de los dos, ¿quién se arredró? El águila fue, que huyó aterrada.
Corro más y más, y cuando volví los ojos, el águila estaba lejos, muy lejos, suspendida del aire como una mancha negra, grande como un jilguero, luego, como una mariposa, después como el más pequeño insecto, y, en fin, se desvaneció entre lo azul de los cielos.
¡Corre, vuela, corcel mío, el de la blanca estrella! ¡Rocas, águilas, hacedme lugar!
Pero una nube oyó las amenazas del ave carnívora y, desplegando en éter sus cenicientas alas, comienza a perseguirme, presumiendo ser en el cielo tan veloz como yo sobre la tierra; se fija sobre mi cabeza, y así me amenaza entre los silbos del viento.
-El insensato, ¿dónde va? El calor le fundirá el pecho cual si fuese cera; ningún celaje con su lluvia le templará su cabeza cubierta del polvo más sofocador, ninguna fuente lo llamará con voz sonante y argentina, ni la más leve gota del rocío llegará a él para consolarle, porque apenas cuajada, ya la habrá devorado con su aliento el viento de fuego.
En vano me amenaza. Yo corro más y más, y la nube, vencida del cansancio, comienza a vacilar en los cielos, dobla su altiva cresta y busca apoyo sobre una roca.
Cuando volví la cabeza, un horizonte entero nos separaba; pero, sin embargo, divisé la nube, y sobre su faz leí lo que pasaba en su corazón. Primero se tiñó en rojo de encendida rabia, luego vistió la amarillez de la envidia, y, por último, poniéndose negra como un cadáver, se ocultó detrás de las montañas.
¡Vuela, vuela, bridón mío, el de la blanca estrella! ¡Nubes y aves, hacedme lugar!
En aquel punto, como si fuera el sol, di una mirada en derredor por todo el horizonte y no vi a nadie; yo solo estaba en el desierto.
Aquí la naturaleza aletargada no se despertó nunca por los cuidados del hombre. Aquí los elementos no se mueven en torno de mí, así como los animales de una isla descubierta por la vez primera no se asustan con las miradas del hombre.
Pero, ¡oh Alah!, yo no soy aquí el primero ni el sólo venido.
Allí, en campo cercado de arena, miro brillar numerosa comitiva. ¿Serán éstos pacíficos viajeros, o salteadores que acechan los pasos del peregrino? Corro a ellos y no se mueven, les grito y nada me responden.
¡Oh Dios!, éstos son cadáveres, es la antigua caravana exhumada por el viento del hondo de las arenas. Sobre los esqueletos del camello cabalgan los huesos de los árabes, por los cóncavos donde en otro tiempo se animaban los ojos, y por las mandíbulas descarnadas se desliza corriendo la arena sutil, y estos murmullos parecen amenazas.
-El insensato, ¿dónde va? Más allá el huracán lo espera, y tendrá nuestra propia suerte.
Yo los desprecio y corro y vuelo más y más; ¡cadáveres y huracanes, hacedme lugar!
Un huracán, el más terrible de los que recorren el África, discurría solitario por el Océano del desierto. Me divisa lejos, se maravilla al verme, detiene el paso y, enroscándose en sí mismo, se dijo:
-¿Quién es aquel viento, el más débil de todos mis hermanos, que con su vuelo lánguido y perezoso se arriesgó a entrar hasta en mis estados hereditarios?
Encendido en rabia, marcha en contra mía como pirámide ambulante, y reconociéndome por un mortal, furioso y despechado hiere el suelo con su planta, y trastorna la mitad de la Arabia. Me asalta y prende como el sacre a la paloma; con sus alas fulminantes me azota, y me maltrata, me abrasa con su aliento de ascua, me lanza en el aire y me rechaza al suelo. Yo me defiendo y combato, y rompo vigorosamente los nudos gigantescos de sus turbillones; lo desgarro y lo muerdo, y tasco entre mis dientes las arenas de mis miembros. El huracán quiere evadirse y deslizarse, en forma de columna, del ahogo de mis brazos; no puede lograrlo, y se estrella y rompe.
Su cabeza se desvaneció en lluvia de polvo, y su enorme cadáver cayó a mis pies como las murallas de un alcázar.
Entonces respiré, levanté los ojos y los fijé fieramente en las estrellas, y todas las estrellas fijaban sobre mí sus ojos de oro, pues en el desierto nadie había sino yo.
¡Oh, cuán dulce es respirar aquí con toda la holgura de su pecho! Yo respiro libre, ancha y desembarazadamente, y todo el aire del Arabistán bastará apenas para el pecho mío. ¡Oh, cuán dulce es mirar de aquí con todo el alcance de su vista! Mis ojos se engrandecen, se fortifican y alcanzan más allá de los límites del horizonte. ¡Oh, cuán dulce es extender aquí mis brazos franca, poderosamente y en toda su extensión! Me parece que con ellos abrazaría todo el universo, desde el oriente al ocaso. El pensamiento mío se lanza como una flecha, alto, muy alto, más alto todavía, hasta llegar al abismo de los cielos. Y como la abeja envía su vida en el aguijón que dispara, así yo, con mi pensamiento, elevo a los cielos todo mi espíritu.
Adán Mickiewicz se ha dado a conocer ventajosamente en Europa por su Conrado, bosquejo histórico, sacado de los anales de la Lituania, y por sus sonetos de Crimea; pero lo que más le ha recomendado por su originalidad y valentía es el rasgo que hemos dado a conocer, y que traducido libremente al castellano ofrecemos al público.
Podrá el triste ser retirado de su tristeza, pero nunca el malvado de su maldad. |
Sentencia árabe. |
Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde Esbilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada entonces del califa.
A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una gran población y famosísima corte le anunciase el próximo encuentro de algunos individuos de su numerosa familia.
El asno, digo, picaba tan sereno, y con un pasitrote tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus adentros de esta manera:
-En las escuelas de Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación mía; sé con puntos y comas las Suras del Alcorán, las decisiones de la Zuna y los dichos de los cadís. Mis versos se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes de historia el visir los lee, nadie puede afrentarme por mis acciones, y para mayor fortuna los buenos me quieren y los malos me odian. ¡Oh, buen Alá, cuán bien hice de aplicarme al estudio y no imitar al imbécil de Catur; y cuánto mejor me fue al seguir los principios del justo, que no la perversidad de Alicak! ¡Oh, buen Alá, qué dicha tan completa me espera!
Por mucha recreación que Caleb tuviese con sus locos pensamientos, al entrar por una alameda que sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de su cavilación una voz que de este modo iba cantando:
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Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filósofo de la cantinela, cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero de viaje, pero ello no fue necesario, pues el asno por un superior instinto se resolvió a trotar muy gentil y poderosamente.
A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no sería la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur.
Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban se alargaron la mano con el mayor estrecho, y de pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar en su totalidad por no poderlo recoger a las márgenes estrechas de este reducido cuadro. Pero al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero le dijo:
-Catur, ¡cuánto me place verte caminar para Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantado con el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación pasada, vas a poner la última mano a tus estudios, ganando a un tiempo gloria y provecho. Catur, ¡cuánto me agrada la resolución tuya!
-¡Oh, Caleb! -replicó el otro-; yo pensé que el conocimiento que dan los años te desviaría de la mala senda por donde entraste, y senda que no te llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, eh?; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el mundo te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus barbas, y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te saltarán sino los más recios vendavales. ¡Oh, Caleb, cuánto me aflige la resolución tuya!
-Eres un necio, Catur.
-Eso, Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo yo de buen talante por alto título y dictado, y al fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he procedido de rebato para ser tonto, sino que para ello he caminado con un tino y con un rigor lógico que te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos; si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido, acaso, para andar a cachetes con los libros en el mundo? Esto no tiene vuelta; además, que aunque toda comparación es odiosa, y que es género de argumentación que no te agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo paseaba por la Dialéctica, sin embargo, ello es cierto que siempre los necios...
-Calla, bárbaro.
En este coloquio iban los dos antiguos estudiantes, cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz de cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que cantaba de esta manera:
Con espuela y paso a paso | |||
llega el asno a la jornada, | |||
pero víbora o culebra | |||
dando saltos más alcanza. | |||
Ora se arrastra entre la hierba verde, | |||
luego sube, y por do subió más muerde. |
En esto llegó a los dos primeros otro interlocutor de prolongadísima persona y mala catadura, color entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía montado en alta mula burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo.
Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito de admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos viandantes a nuestro Caleb y Catur, y éstos en él al señor Alicak, célebre en sus primeros años por sus malicias y enredos.
Alicak saltó de su cabalgadura así como reparó en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en actitud humilde, y con eco melifluo, le dijo:
-¡Oh, mi caro, mi antiguo y único amigo, y oh, mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor! Tú caminas para Córdoba; tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y, por último y feliz horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡Oh, qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme tu gracia y favor...
Caleb, que, conociendo la condición maligna de Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo, y así, con tono dogmático, le habló de este modo:
-Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal se hubieran debilitado, cuando no destruido de todo punto; por eso me aflijo al mirarte con poca enmienda, siendo así que donde vamos, tus artes te harán mucho mal y bien ninguno. La justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden; ¿y qué será de ti, si, por ventura...?
-Perdón, perdón, y mil veces perdón -gritó Alicak-; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente de la doctrina, león contra el engaño, justo, sabio, valiente Caleb, dame los pies para los besar.
Y así diciendo, dejando a Catur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos.
Catur renegaba, porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la carona de la cabalgadura del orador moralista un sendo aguijón, que comenzó a lastimar el asno y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del camino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahenos que llevaba.
Después de esta aventura (que por ser tan común en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba, y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal, que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico, que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y pícara.
Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste.
Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos, trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas, ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza necia); pero viniendo semanas y andando meses nada conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la fortuna.
En esto se le vino a recordar que desde Cuf traía cierta carta para el sabio Lokman, famoso en los reinos muslímicos por las obras que escribía, y más aún en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se propuso, sin falta, el visitarle a la siguiente mañana.
Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada del sabio, que era un pequeño verjel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fue recibido muy cordial y amorosamente por un anciano de faz venerable y de bellida y argentada barba.
Aún no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas de su estrella.
Lokman entonces hizo ocultar a Caleb entre unas mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos curiosos, que para mayor maravilla del escondido, no eran otros que Catur y el señor Alicak.
El sabio, instruido de la demanda de entrambos, se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak, leyéndoles, y observándoles la faz a cada cual con escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante los dos al uso oriental, exclamó:
-¡Oh, poderoso Alá, tus juicios son insondables! Pero fuerza es adorar tu obra.
Levantándose después, le dijo a Catur:
-¡Oh, hijo mío, esta tarde y otra y otra pasea por las alamedas del río entre los otros árabes, lleva alzada, muy alzada la frente y duerme con descanso; al cuarto día serás emir y poseerás grandes riquezas; sólo te pido, en premio de mi noticia, que me dejes en paz.
Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, mirándole con miedo a la frente:
-Tú, ser afortunado, retírate a tu casa y nada más.
Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres echando antes el primero una mirada de antojo al verjel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que tenía Lokman en la mano.
Caleb, que observó toda esta escena, salió para abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor partido que sus dos inferiores compañeros de estudio; Lokman le miró entre gozoso e incierto y, abrazándole estrechamente, le dijo:
-¡Oh, hijo mío! Ninguna de las líneas de tu frente te anuncian fortuna, al menos para la edad en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo.
-¿Y cuál es ese letrero, padre mío? -repuso afligido Caleb.
-Joven querido, son tal y tal -y pronunció dos palabras árabes desconocidas para nosotros.
-¿Y qué quieren decir tales palabras?...
La historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras, pero sí se sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, que Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el califa.
Cual fuese el feliz régimen y honradas acciones de estos dos ministros se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los habitantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos quedaron casi desiertos.
Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz venerable y bellida y argentada barba, y otra persona de menos edad, huyendo de los visires, vivieron solos y apartadamente en una isla desierta.
Muchos sospecharon que tales solitarios no pudieron ser sino Lokman y Caleb.
E lo tal fecho, el señor conde e la señora infanta, e Urraca Flores, con Sancho Destrada, e demás viajaron a la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, e las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rocinos, e viajaron el coso onde se había de festejar, con justas e torneos e lidiar los toros [...] E Gometiza Sancha, hija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blánquez e de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros. |
Cronicón de D. Pelayo, obispo de Oviedo. |
Y confess France and Italy vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing-Horses: but in my umble opinion, what Y'm a describing may claim right to the preheminence. |
Description of the Plaza de Madrid and the Bull-Baiting by James Salgado. London, 1683. |
(Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus espléndidos juegos [que así los llaman], y que los ingleses, con mayor razón y más justos títulos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir [las corridas de toros] tienen derecho a ser preferidos a todos los demás. |
Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683.) |
En publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería malsonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.
Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el transcurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.
La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.
Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.
No es cosa fácil, por cierto, señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba otro testimonio irrecusable que presentara el hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y, naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.
Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar, desde luego, que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende de Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia; esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.
No faltan tampoco escritores españoles que, viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo. El desastre de este rey, según el contexto de la historia, más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.
Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.
Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.
El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.
La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que éstos fueron alcanzando sobre aquéllos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola en que los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la capacidad recíproca de los fronterizos.
Nosotros atribuimos a este periodo de tiempo, que abraza más de cuatro siglos y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.
Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.
Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.
Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arriceses colocados en concordancia a esto. El jinete debía montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello de cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.
Bien se deja conocer a los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey don Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles singularmente de don Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquier otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.
Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.
El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole al jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón roto no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder, al menos, meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.
La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.
Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.
Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejoneaban en la plaza las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, y habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.
La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entretanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de libreas de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.
Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos, por una parte, y por la otra, de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.
Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaba a recogerse, despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el rey, la reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.
Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.
El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba maltrecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su saña y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban al extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlando al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.
Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por don Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.
El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de don Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que presentaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.
Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.
En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero don José Daza se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Míguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.
El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía.
Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.
El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.
No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.
No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro. A pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por princesa de Asturias a nuestra reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.
No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de prédicas, lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.
Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza que, si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.
«[...] que yo trocaba con él los peones, si eran mejores que los míos; dábale de lo que almorzaba, y no le pedía de lo que él comía; comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro, y entreteníalo siempre.» |
Vida del Gran Tacaño. (Cap. II.) |
Muchachos del aula, | |||
en horas de asueto, | |||
burlando a Nebrija, | |||
se enredan en juego. | |||
Peón y rayuela | |||
de estrena tuvieron; | |||
San Miguel y el diablo, | |||
la billarda luego: | |||
mas por arrullarle | |||
al dómine el sueño, | |||
recetan el toro, | |||
abreviado infierno. | |||
Olvidan sus bandas | |||
César y Pompeyo; | |||
ni el asno y corona | |||
sirven ya de freno. | |||
Echaron chinita | |||
con pausa y sosiego, | |||
y en cesta ballesta | |||
corrió todo el cerco; | |||
en Andrés Berruga | |||
recayó el sorteo; | |||
un rollo de chico | |||
de quintal y medio, | |||
de condición mala, | |||
en tino certero; | |||
pedrada que tire, | |||
cachivache al suelo. | |||
Le envidia la turba | |||
ser toro tan presto | |||
(afición temprana | |||
que todos tenemos). | |||
Al zaguán lo nombran | |||
de toril chiquero, | |||
por valle y palenque | |||
al tapial mampuesto. | |||
Ya la ceremonia | |||
iba a dar comienzo, | |||
cuando de la miga | |||
atalaya hicieron. | |||
Señora maestra | |||
quedóse durmiendo. | |||
Al dar de los gritos, | |||
las chicas salieron. | |||
Canuto y Pilatos | |||
les van al encuentro, | |||
como embajadores, | |||
y ofrecen asiento. | |||
Con muchos remilgos | |||
y mil embelecos, | |||
responde la Nena | |||
al acatamiento. | |||
Su devantal trae | |||
pespuntado el medio; | |||
y en un sendo coco | |||
remangado el pelo. | |||
Damas le acompañan | |||
de alcurnia y respeto, | |||
la Toña y Menguilla, | |||
la nieta del Tuerto. | |||
También Maricota, | |||
Pepona Talego, | |||
y Tusa Villodres, | |||
hija del Tendero. | |||
Cada cual escoge | |||
su lindo don Diego, | |||
y llenan la plaza | |||
con su contoneo. | |||
Por dar a las damas | |||
mayor lucimiento, | |||
alzan los galanes | |||
tablado cubierto. | |||
De sala de estudio | |||
rebañan al vuelo | |||
el escabel cojo | |||
de pino mugriento. | |||
La Nena preside | |||
con gesto muy serio, | |||
pues fue hecha condesa | |||
por el nacimiento. | |||
Para dar la venia | |||
previene el moquero | |||
(a un jeme no alcanza | |||
de tela de angeo). | |||
La música rompe | |||
el noble concierto, | |||
mayando seis gatos, | |||
gañiendo diez perros; | |||
suenan por timbales | |||
dos huecos morteros, | |||
tañen por platillos | |||
rodajas de hierro: | |||
y Tolo repica | |||
a compás dos tejos, | |||
pues en contrapunto | |||
es grande maestro. | |||
Da el Zopo la seña | |||
como trompetero, | |||
con su pipitaña | |||
que chirría los sesos. | |||
Se dispara el toro, | |||
lleva el diablo dentro, | |||
da vuelta en el coso, | |||
bufando y corriendo. | |||
Si no con la frente, | |||
con la mano al menos, | |||
esgrime dos astas | |||
testuz de carnero. | |||
Picador de vara, | |||
le sale a los tercios | |||
colás el Bellaco, | |||
jinete estupendo: | |||
sobre Blas cabalga, | |||
rucio verdadero, | |||
del puente del asno | |||
huésped sempiterno. | |||
A espuela ya brida | |||
lo rige el piquero, | |||
montando a horcajadas | |||
por cima del cuello. | |||
Se ufana torciendo | |||
muy airoso el cuerpo; | |||
la pica, una caña | |||
que arrancó del huerto. | |||
Berrugilla (el toro) | |||
fin dio a su escarceo, | |||
y ante el espantajo | |||
se para frontero. | |||
Al prójimo darle | |||
quisiera de lleno, | |||
cual picaña fiera, | |||
con entendimiento. | |||
Acomete al postre | |||
furibundo y ciego, | |||
en la cornamenta | |||
la lanza prendiendo. | |||
Forceja Berruga, | |||
aprieta el lancero, | |||
en vilo se quedan | |||
los dos sin resuello. | |||
Mas Berruga acuerda | |||
los veinte tan recios | |||
que le dio el Bellaco | |||
de orden del maestro. | |||
Arremete y cierra | |||
con rencor frailesco, | |||
y a entrambos derriba, | |||
rocín, caballero. | |||
Malparados caen | |||
en tierra revueltos; | |||
por salva la parte | |||
los emboca el cuerno. | |||
Acuden peones | |||
y los cuadrilleros | |||
con sus capotillos | |||
de tabí muy vicio. | |||
Dan citas al toro, | |||
mas él se hace el sueco: | |||
¡qué lluvia de coces! | |||
¡qué gran moqueteo! | |||
Al fin se retrae, | |||
los deja por muertos, | |||
se encara a las capas | |||
y parte tras ellos. | |||
A cuál lo voltea, | |||
a tal le da un vuelco, | |||
o por el trascoro | |||
le abre los gregüescos, | |||
beato el que puede | |||
por pies más ligero, | |||
en la talanquera | |||
tomar valla y puesto. | |||
Ya la escaramuza | |||
más se iba encendiendo, | |||
cuando Jusepillo | |||
saltó en plaza suelto. | |||
Al mirador pide | |||
venia y rendimiento, | |||
volviendo los ojos | |||
hacia su embeleso. | |||
Sacó caperuza | |||
de papel burlesco | |||
que sobró en Cuaresma | |||
cuando el partimiento: | |||
de cartón picado | |||
espaldar y peto, | |||
con su taparrabo | |||
de bocazí negro. | |||
Lleva rehiletes | |||
con arpón y fluecos, | |||
y al toro provoca | |||
los brazos abriendo. | |||
Parten uno al otro | |||
con torvos intentos; | |||
mas corta Jusepe | |||
tierra al jarameño, | |||
y en suerte vistosa, | |||
cogiéndole al sesgo, | |||
le clava en la tabla | |||
los dos instrumentos. | |||
Lo aclama el concurso; | |||
responde él modesto, | |||
saluda a su dama, | |||
le arroja ella en premio | |||
el bollo de azúcar | |||
y hornazo con huevos, | |||
que de merendilla | |||
le dio padre abuelo. | |||
Iba ya Calbete, | |||
estoque blandiendo, | |||
a matar de un golpe | |||
al toro primero, | |||
cuando de improviso | |||
llegó un aguacero, | |||
que diablos son bolos, | |||
nada dejan quieto. | |||
A la gresca y bulla, | |||
aunque era gallego, | |||
despertó el durmiente, | |||
rascando y gruñendo. | |||
La Dómina salta | |||
también de su lecho, | |||
y a la encamisada | |||
dan en el torneo. | |||
Los unos se escapan, | |||
otros quedan yertos; | |||
nunca asustó tanto | |||
garduño a conejos. | |||
Con la disciplina | |||
principia el solfeo, | |||
y el salvo honor paga | |||
los pasados yerros. | |||
a cortina alzada | |||
sufren ellas ciento, | |||
y a baja pretina | |||
diez docenas éstos. | |||
Quedaron los lomos | |||
cual rojo pimiento, | |||
con comezoncilla | |||
picando y bullendo. | |||
Así acabó en llanto | |||
el toro y bureo, | |||
que llanto es el cabo | |||
de todo festejo. |