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ArribaAbajoLa Celestina

ELICIA.-  ¡Ay, hermana mía! que mi madre Celestina parece. ¡Ay! ¡válame la Virgen María! ¡Ay! ¡no sea alguna fantasma que nos quiere matar!

CELESTINA.-  ¡Ay, bobas! y no hayáis miedo, que yo soy: las mis hijas y los mis amores, venidme a abrazar, y dad gracias a Dios que acá tornar me dejó.

AREÚSA.-  ¡Ay, tía, señora! Espantadas nos tienes en ver cuanto dices, sino que vienes más vieja y más cana...

CELESTINA.-  Sabed, hijos míos que no vengo a descubrir los secretos de allá, sino a enmendar la vida de por acá, para con las obras dar el ejemplo aviso de lo que allá pasa, pues la misericordia fue de volverme al siglo a hacer penitencia.


Segunda comedia de Celestina. ESCENA IX.                



   Allá cerca de los muros
casi en cabo de la villa
cosas haz de maravilla
una vieja con conjuros,
porque tengamos seguros
los placeres cada el día:
llámase Mari-García;
hace encantamientos duros.
   Una casa pobre tiene;
vende huevos en cestilla;
no hay quien tenga amor en villa
que luego a ella no viene:
hagamos que nos ordene,
pues que sabe tantas tramas
para que de nuestras famas
que nunca se suene.
   Está en Misa y procesiones;
nunca las pierde contino;
Misas d'alba; yo imagino,
jamás pierda los sermones;
son los más sus devociones
vísperas, nonas, completas;
sabe cosas muy secretas
para mudar corazones.
   Trae estambre de unas casas;
dalo a otras a hilar,
y con achaque de entrar
ir preparando las masas;
finge que anda a vender pasas
a las dueñas y doncellas,
por tener parte con ellas
con su rostro como brasas.


(Coplas de las comadres, por RODRIGO DE REINOSA.)                


Si Feliciano de Silva, para llevar a buen cabo los amores del caballero Filides y de la hermosa Poliandra, supo resucitar y tornar al mundo, con más caudal de astucias, con mayor raudal de razones dulces, y con número más crecido de trazas y de ardides, a la famosa Celestina, para asediar más estrechamente la honestidad y el recogimiento, embebecer y enlabiar la crédula hermosura, y para enredar entre los lazos del amor liviano y desenvuelto la inocencia y la virginidad, antemuradas y defendidas con el rigor de los padres y hermanos y la vigilancia de las dueñas y madres, no semejará por cierto extraño que al cabo los años mil vuelva a dar muestras de sus tocas y de su siniestra persona, la primera y más famosa, comienzo, fin y epílogo de las andantes y tratantes en tercerías y tratos y enredos de amor. Y no diremos pues, que Celestina ha resucitado, sino que Celestina nunca murió, y que de siglo en siglo, de edad en edad, de generación en generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas, y dándoles otros y mejores aliños, al son y compás que las costumbres y usos se renuevan.

Con efecto: si recordamos todas aquellas aventuras, y el continente y talante de aquellos personajes, que con su apacible estilo nos pone ante los ojos después de tanto tiempo la inmortal tragicomedia de Calixto y Melibea, no podremos menos de conferir las unas y cotejar las otras con los sucesos por donde uno ha pasado, y con muchas de las personas que en ellos intervinieron, sacando en claro una semejanza admirable, ya que no sea una identidad justa y como de molde. Y no es más, sino que tal semejanza está inherente al propio ser y naturaleza de las cosas; porque si los juegos nocivos del amor siempre han de mortificar y consumir el pecho de los mancebos, y más de los que divierten la vida en recreaciones y entretenimientos de la vanidad ociosa, y esta enfermedad, como de germen intenso y semilla poderosa, ha de querer contaminar e inficionar la causa y principio de ella; no hay más que para llegar a tan malvado y punible fin ha de valerse de los mismos medios por donde siempre se comunicó y llegó a inocular su fatal ponzoña; es decir, a emplear y hacer ministros de sus furores y liviana intención a las viejas interesadas, a los aviesos sirvientes y a las criadas más continuas y familiares de las principales damas y doncellas. Y de tan feas cataduras como llevan y parecen estos instrumentos de la liviandad y del desordenado amor, ninguna presenta bulto más siniestro ni rasgo más elocuentemente malvado como la vejez femenil, que, apoyando su máquina cascada y su magra y repugnante persona en un bordón encorvado para no caer en la fosa de la sepultura a cada paso, toma placer incalificable y recóndita y maldita voluptuosidad, en dar al traste con la entereza de las vírgenes, y en descalabrar las honras y la fama de las doncellas.

Sólo en la especie humana es donde se encuentra ese tipo de maldad y de reprobación. Ni en las aves que pueblan los aires, ni en las alimañas que corren por el suelo, ni aun entre los reptiles que se arrastran entre el lodo y el cieno de las infectas lagunas y esteros, se hallará hembra alguna, entre tantas y tan diversas especies, que tome a su cargo el amaestramiento y enseñanza que en la familia humana desempeña tan gustosa cuanto espontáneamente la Celestina. Y es la causa, que, como la inteligencia de los animales tiene un límite y un vallado estrecho impuesto y levantado por la misma naturaleza, también han de ser de reducido alcance y de términos conocidos los instintos de su perversidad; pero, como la razón humana, al contrario, abarca esos ámbitos inmensos por donde vuela y campea según sus propias inspiraciones, si éstas, por móviles que no son del caso explicar, llegan a contaminarse con los hálitos del mal, son también inconmensurables y no sujetos a dimensión ni cálculos los grados de reprobación y maldad que llena y puede alcanzar.

La mujer desenvuelta que en sus primeros años cumplió el oficio vil que sólo puede ser vencido en vileza por el empleo diabólico que ha de ejercer después; que, borrando en su ánimo todas las nociones de lo bello y de lo noble, no obedece ya otras leyes que las impresiones más groseras y feroces; que, familiarizada, en fin, con todos los vicios y con todo el cinismo de la gente más perdida y baladí, de los galeotes, de los rufianes y demás fruta de cuelga que se cría y amamanta en las galeras y cárceles, es de derecho y por juro de heredad la llamada a desempeñar en su vejez el papel de Celestina, si antes la muerte no ha venido a sorprenderla, o con los horrores de enfermedades espantosas, o con la catástrofe del puñal o del cordel, que son las arras y dotes que de sus desastrosos y desventurados amantes suelen alcanzar y poseer.

Mas para que la Celestina produzca la fascinación que en sus operaciones y oficios ha menester, para que ejerza ese imperio en la imaginación de los dolientes y rendidos de amor que a ella acudan pidiendo antídoto y consuelo, y para que su autoridad, por una parte y sus suaves razones, por otra, logren abrirse las puertas de las clausuras, disipar las sospechas de los guardianes, porteros, madres y tías, y ablandar la condición dura y zahareña de las solitarias viudas, de las apartadas esposas y de las recogidas doncellas, se necesita que en el pueblo o ciudad en donde haya teatro de sus artes y hazañas, nadie sepa de dónde vino; nadie pueda fijar fecha a su bautismo; todos duden si es santa o si es hechicera; cuenten muchas historias fabulosas de ella; diga aquél que una noche la vio cabalgando en una escoba escuadronada entre diez zánganos y cien brujas; refiera otro, por el contrario, que en la ermita del monte la encontró orando en arrobamiento divino a cuatro palmos del suelo, y sirviéndole de peldaño y escabel un celaje de gloria y ambrosía, y todos, al encontrarla, salúdenla cortésmente si es de día, y prueben un sentimiento indefinible de curiosidad y de horror si de noche la encuentran vagando temerosamente por las calles solitarias, por los atrios de las iglesias y en las afueras del pueblo, al rayo de la luna, por entre alamedas o cementerios.

Establecida de tal manera la opinión y fama de nuestra heroína insigne, es estar ya la miel en su punto y presto el telar para la labor y menester. El tener en el magín los nombres y condiciones de las damas y caballeros principales de la villa, el conocer cuáles son sus hábitos y flaquezas, el saberles sus aficiones presentes y las inclinaciones de antaño, el no ignorar las historias y aventuras de sus peregrinaciones y mocedades, son aditamentos, noticias y armas auxiliares que no deben faltar nunca de la memoria de Celestina, para sacar fruto cumplido de sus trazas y poder llevar a buen cabo sus empresas. La compostura en el rostro y en los ademanes, la humildad en las tocas y sayas, y, sobre todo, un hablar dulce y compasado, ora amoroso y roncero, ora sentencioso y plagado de refranes y adagios, pusieran el sello de perfección al tipo universal que retratamos, si no se nos quedara en el tintero la parte mecánica y manual de que debe ser diestra operaria y consumada maestra. Hablamos de los afeites, de los untos, de las lejías y de las hierbas que ha de saber confeccionar, de las poderosas artes, suertes y conjuros que ha de echar y de la habilidad estupenda en que ha de ser sola, para retrotraer a virgen la que fue mártir diez veces. Con la baraja en la mano, ha de averiguar la vida pasada de cualquiera, los azares y sucesos que le han de sobrevenir y los toques y encuentros en que al presente se halla; trabajando tales suertes la astuta vieja, bien por la manera del culebrón, o bien por el poder de la Cruz de Malta. Por el cedazo ha de encontrar y hacer hallazgo de toda prenda que se haya hecho perdidiza entre sus vecinas y comadres, y sendas nóminas y oraciones debe tener en la memoria para los aojamientos, madrejón, mal caduco y otros accidentes y dolencias. En su compañía no ha de ser ni hospedar más que esta o aquella sobrina que, por más estrechar el parentesco, no han de comunicarse sino con el tierno cuanto mentido remoquete de la mi madre, la mi hija. En fin, la casa ha de ubicar en paraje apartado, colindante con los campos y ejidos, y no lejos de las torres y campanarios en donde se dejan sentir, a deshoras de la noche, el reñir de las espadas y los acentos tristes y siniestros del búho y del cárabo.

Supongamos, pues, que a tal nido y con huésped tan endiablado dentro, cuanto nos imaginemos a Celestina, dirige sus pasos allá algún mancebo enamorado, de ánimo levantado, de riquezas muchas, de airosa persona y agraciado gesto, y para quien cada capricho y fantasía es una ley irrevocable y deuda que trae aparejada pronta e inmediata ejecución, sin haber alegatos ni fórmulas que la puedan evitar, entorpecer ni aplacar, aunque quieran hacerlos valer todos los abogados de la chancillería y los más fervorosos predicadores de todas las órdenes mendicantes. Finjamos, pues, que llega a la boca del infierno, queremos decir a la puerta de la caverna, en donde reside y tiene asiento el hórrido serpentón de que hacemos estudio y anatomía. Suenan los golpes repetidos en la puerta, y dice el mancebo:

-Maldición a la vieja. Mucho le dura la audiencia con su amo y señor, el que se viste de encarnado y negro, y muy embebecida debe estar con la infernal visión, pues de otro modo la sacaran de su éxtasis los redoblados truenos, que no golpes, con que le bataneo la puerta. Mas apelemos a otro medio. Dejémonos el guijarro y los golpes, y hagámosle oír y escuchar el sonido de los reales de a ocho y escudos que en esta bolsa se encuban y disfrazan, que si a su mágico estruendo no despierta y abre la trampa de esta cueva la malvada vieja, cierto es y de no dudar que ya bajó a servir de ascua y tizón a la caldera de Pero-Botero, en donde, con boca de sierpe, morderá los dientes de las ruedas que atormenten, martiricen los miembros malditos de su cuerpo. Sonó el dinero, y ya creo escuchar algo de fragor por de dentro.

CELESTINA.-  Al punto voy, quien quiera que sea; allá voy; bajo al punto; ¡qué sueño el mío! Vieja, pobre y sola, sueño de modorra. Entrad, entrad, señor gentilhombre, que la noche es húmeda, y las siete cabrillas ya parescieron, y corre un relente que asaz embaraza y entorpece los miembros. Y creí haber escuchado algo del argén que caía. Dejádmelo buscar, señor, ante el lindar de la puerta. Buenas almas sin duda que habrán querido socorrer a la pobre viuda.

MANCEBO.-  Cierra la puerta, maldita, que apacible está la noche para recibir el vaho de noviembre con sus nieves y ventisqueros, y más, hombre que, como a mí, me has tenido hincado en el lodo de la rúa como astil de almotacén, y ya sabes tú, brujidiabla, que el dinero no cae ni bulle por los tejados y ventanas como el granizo que nos azota, sino que se encuentra sólo en las ahuchas y escondrijos tuyos y de tus iguales, o en los bolsillos de los caballeros. Helas, helas aquí esas gallardas piezas de plata y oro, que son para ti, si tus servicios me son en ayuda y tan presto como mi voluntad requiere.

CELESTINA.-  Líbreme Dios de alboroto de pueblo y de ira de señor, y Dios me guarde de lanza de moro izquierdo y de mano de hidalgo de buen talle, y cornudo y apaleado y hacerlo bailar, y como dijo el otro, si os acuden con la vaquilla llegad heis con la soguilla, y blancas manos no ofenden, y de vos no se diga que sois como la zarza que da su fruto espinado, y antes cuéntese de vos, que si abrió la boca, la bolsa no la cerró; y hablad, señor, que, aunque humilde y pecadora, todavía tengo para mis bienhechores muchas romerías que dedicarles y grandes devociones orales y mentales para aplicación suya y de sus pecados, pues...

MANCEBO.-  Calla, traidora, y no me mientas ni finjas. Si tengo paciencia para sufrir ante mis ojos tu maldita catadura, ¿no he de tener valor para sufrir en todo su desnudo la fealdad de tu alma? Aparte que no quiero ni pretendo por ahora cosa de mayor marca, pues ni pienso en robar esposa, ni otorgada a hidalgo alguno de las cercanías, ni menos escalar convento ni monasterio en busca de amores místicos. Quiero sólo hablar inocentemente con Teodora, la hermosa hija de Jacinto el labrador, que pronto va a casar con Antón el estudiante.

CELESTINA.-  ¿Y qué queréis decir a esa paloma sin hiel? Arrullos, sin duda, que ella aprenderá para repetírselos a su prometido después, celando empero el nombre del primer maestro. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Es muy picante en verdad el pensamiento de endonarle a un estudiante ladino, y con sus bártulos y baldos en la mollera, una esposa ya bien enseñada y amaestrada; esto me indujera a servir a otro cualquier garzón de ingenio vivo y de donaires, cuanto más a caballero que tan de antiguo obligada me tiene con sus graciosas palabras y dádivas ricas. Y no tardaré en visitar a Teodora y en volvérosla flexible como un guante de ámbar, y azucarada como manjar de alcorza. ¡La otorgada de Antón! El sabihondo estudiante, el que con sus cálculos y astrolabios pretende defraudar la veracidad a mis pronósticos y buenaventuras, y que sus almanaques y horóscopos tengan más autoridad que mis profecías y conjuros. Allá veremos si su astrología le advierte la flor que le preparo, y sin duda la noche de sus bodas le avisa del anzuelo que va a tragarse y de la obra que va a desbaratar, toda forjada y edificada por las artes, cuidado y traza de su amiga Celestina. ¡Hi!, ¡hi!, ¡hi! Qué burla tan extremada, y más cuando nos juntemos en corro a recordarla y reírla los tres personajes de la escena, la Teodora, este su enamorado, y yo, la desventurada vieja, que de tales regocijos sólo puedo haber noticias apartadas, y de que ningún útil ni provecho para este cuerpo ya desierto y deshabitado para glorias del amor...

Y la infernal meguera, dejando desvanecido entre sus imaginaciones licenciosas al desacordado mancebo, se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento.

Y si estos o muy semejantes son los introitos de tales aventuras, y en la que ofrecemos por ejemplar hemos visto los pensamientos que animan a Celestina, los móviles que la deciden y los resortes que la disparan, conviene verla cual milano que cierne el vuelo sobre su inofensiva presa, cual ronda ella también a su presunta víctima, cual la fascina, cual la convence y conviene, y cual, primero con aliento suave, va prendiendo en el pecho de la doncella las primeras llamas del amor, hasta que, viéndolas alzarse con ahínco y cresta encendidas, la atiza y aviva con soplo desesperado y rabioso, hasta convertir en pavesas todos los obstáculos que el recogimiento y la honestidad pudieran oponer a tanto furor, y la conduce paciente y embebecida a la última perdición.

¿Y quién no ha de sentirse aguijado de curiosidad viva por oír a la embajadora de la maldad, cuando, puesta en escena, se sabe abrir las puertas de los altos palacios, adormecer la vigilancia de los Argos que custodian la honestidad y, acercándose a la hermosura depositaria de tanta virtud y excelencia, primero la hinche con vanagloria y soberbia encareciendo sus perfecciones, después le despierta la compasión por los fingidos tormentos del galán enamorado, luego la escandece y concita maligna y diestramente su rivalidad y femenil orgullo, hablándole de la afición que otras doncellas sus amigas o parientes abrigan por el embaidor temerario, cuya causa desordenada y licenciosa amadrina y procura; y al fin, cuando observa todas aquellas maquinaciones y trazas a punto, en día cierto y a plazo dado, hace hundir en el oprobio y vilipendio todo aquel sagrado, hasta allí inviolable, de altivez, de nobleza, de belleza y de virginidad. Hela aquí a la infernal arpía en su obra de iniquidad, y empleando embelecos de mayor y más subida traza, como que van encaminados a empresa en donde con el riesgo que se corre se pide habilidad grande, secreto mucho y ánimo muy sereno. Camina a hacer su presa en la honestidad de unas grandes señoras, y dice:

CELESTINA.-  Allí se parescen y encuentran los palacios encumbrados en donde he de conquistar ese vellocino que tanto valor tiene para este necio del garzón enamorado, pero gallardo y dadivoso a fe. Mas las puertas me las tienen tomadas aquellos dos sayones de criados, que acaso querrán oponerse a mi pacífica entrada.

UN PORTERO.-  ¿Es aquella la mala mujer de quien tantas hechicerías se cuentan?

OTRO PORTERO.-  ¡Cómo mala mujer! Esa es la honra de la villa. Después de vísperas la encuentro todas las tardes encendiendo candelas en los cementerios.

OTRO PORTERO.-  Es que va a ejecutar sus horribles misterios rebuscando dientes por la boca de los últimamente ajusticiados, y... mas ya llega.

CELESTINA.-  Sé de lo que tratabais entre vosotros. Mas la caduca vejez cierto nunca alcanzó loores; y de mozos y de rufianes jamás le vino sino males; y en verdad que por eso os huyo tanto a vosotros y a vuestros iguales. Y si hoy toco por vuestros umbrales, fuérzame la voluntad, el mandato de vuestra señora, que al darme algo de limosna el día de la Epifanía, por mano de su bellísima hija, en la capilla, me encargó con mucho encarecimiento ciertos recaudos, de que la traigo buena cuenta. Y tú, Sigeril -a un portero-, no te andes a deshoras de la noche dando músicas por la calle de San Román a la sobrina de Silberia, que los que mal te quieren arman celada contra tu vida. Y tú Poveda -dirigiéndose al otro-, ten más recaudo en las sisas que haces en la despensa y en las sangrías que cometes en la bodega, que ya el mayordomo tiene ojos fijos en ti, y sus ventores y sabuesos, gente de tu propia ralea y catadura, están ya a tu alcance, y mía fe si muy pronto no te desenzarcen y salteen con gran placer de Doroteo, que avizora tu plaza y ración, y ansía por ser tu sucesor y heredero...

LOS DOS PORTEROS.-  Entrad, madre, entrad... Al diablo con la vieja, y qué punto por punto nos sabe la vida, y qué noticias tan cabales tiene para escribir nuestras crónicas.

Y la Celestina, que ya dentro de aquel alcázar de virtud y de la inocencia se considera, prueba el mismo gozo que la garduña cuando a duras penas y trazas se ve y mira poseyendo y dominando un vivar de cándidas palomas; y encontrando en la próxima estancia a la matrona noble, que como águila poderosa resguarda y custodia con sus alas el fruto de sus amores de las asechanzas de la sierpe, se arroja a sus pies y la dice:

-¡Ah, señora!, báculo de la vejez, apoyo de la orfandad, amparo de los desvalidos y antemural y defensa de las doncellas, ¿cómo atreverme a ofrecer ante tus ojos persona de achaques tantos como la mía, y vestiduras tan humildes como las que traigo, si tu benignidad de un lado y el traerte ocasión de emplear santamente los raudales de tu libertad cristiana no me dieran valor para salvar los umbrales de tu casa, y para llegar hasta donde puedan mis labios besar la tierra que tus pies tocan? He aquí, señora -sacando un curioso canastillo de bajo sus faldas-; he aquí, en matizadas madejas de rico estambre, el arco iris de todos los colores más vivos, y el delgado viento hilado, y puesto a punto de ser tejido en telas finísimas y transparentes. Obra es toda ella de dos recogidas y hermosas doncellas, que combaten la liviandad y la seducción con el fruto de su rara habilidad y la tarea de sus manos. Y conociendo yo el peligro en que su estrechez ahora las arriesga, y contemplando también la astucia y deshonesta codicia de sus enamorados, que como lobos hambrientos las rodean y acechan para traerlas al trance vil de la deshonra, he querido anteponer y atravesar mis buenos oficios para desviar tamaño mal, y recogiendo ricas muestras de su curiosa habilidad, os las traigo para que, adquiriéndolas, amparéis aquellas pobres hermosuras, y se logre con el fruto riquísimo de tanto esmero la sin par beldad de vuestra hermosísima hija.

Y en verdad que estas palabras y sentidas razones hallarán acogida y buen recibimiento del corazón más desabrido, cuando más de una principal señora tan amorosa y compasiva. Y divertidos sus ojos y embebecida su atención con el dibujo y variedad de los colores, o con el artificio y extrañeza de cualquier presente que le ofreciera aquella mensajera de la deshonestidad, o más bien queriendo hacer partícipe de su maravilla y gusto a la hija de sus entrañas, que por otras estancias más recónditas vagara distraída, o recreándose entre las flores de los verjeles y jardines, ¿quién duda que diligentemente la hiciera llamar, poniendo así inadvertidamente la simple avecilla a tiro del veneno de la maligna sierpe? Y ya las cosas en tal estado, ¡cuán fácil no debe serle a ella el comenzar su obra de perversidad, y producir el efecto que se propuso, fin, blanco y objeto a donde han ido enderezadas todas sus trazas y arterias!

-¡Oh ángel en la hermosura! -diría-; ¡oh cielo estrellado en todas horas!, ¡oh sol siempre suave y sereno!, ¡oh beldad sobrehumana!, ¡oh mujer celestial ante quien son lodo y barro todas las bellezas del mundo!, ¡oh flor, en fin, a cuyo lado se mustian y marchitan cuantas otras flores y rosas se mecen y ufanan con su necia hermosura en los demás alcázares de la villa y por los otros ámbitos de esta espaciosa provincia! Y ni el ébano es más negro que estas crenchas que bajan con más copia y riqueza, que estos rizos que casi quieren besar el suelo, sin reparar los necios que antes han pasado por tal garganta y por tal lucientes espaldas, de donde nunca debieran desenredarse amorosamente. Y dejadme, bellísima doncella, ya que la importunidad de estas criadas distraídas es ahora menos asidua, que me llegue más de cerca a contemplar tanta belleza, que la hermosura, sin ser vista y admirada, loada y apetecida, fuera lo propio que dejar siempre en noche oscura las perfecciones que Dios derramó por la naturaleza. Mas, ¡oh, qué talle delgadísimo, tomado con tal aire y gentileza, y que descendiendo con perfiles de agradable y voluptuoso incremento hasta llegar a su asiento gracioso y lleno de donaire, conmueve al arrobamiento y a la adoración! ¡Y qué pies tan imposibles por breves, y tan breves por su donosa figura y planta para sostener templo tan arrogante de hermosura, y, sin embargo, lo sostienen con señorío tal, que no parece sino que cuando huellan el suelo son emperadores de la tierra! ¡Y no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar miembros tan perfectos con el sagrario divino, y con el ser todo de tanta belleza; porque si su visión matara de placer a la mitad del mundo, la relación de tantos misterios matara de envidia a la otra mitad!

Si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de mujer que se encuentra en la aurora de su vida y que percibe vagamente el placer de amar y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden dejarse a la consideración de la menos entendida. Y de aquí a deslindar y tocar los primeros propósitos de amor y a presentar, como visión entre celajes, la imagen de algún noble caballero, cuyo nombre sea bien familiar y conocido por su gentileza y gallardía, ya no hay más que un paso, porque tales cosas se tocan como eslabones de cadena eléctrica, y como ésta rápidamente comunica, comunican sus ideas e impresiones. Por lo mismo, no hay miedo que defraude con su pereza la Celestina la buena ocasión que su diligencia supo procurarse.

-Y no fue ciego, no, sino lince y muy lince -proseguiría la vieja- el garzón gentil que os alcanzó a mirar no ha mucho una de estas mañanas cogiendo lirios y rosas en el jardín, pues hasta las mínimas y ápices más remotos de tanta hermosura me las supo referir punto por punto el otro día que vino a encargarme algunas de las limosnas que él compasivamente distribuye todos los viernes, siendo yo el indigno instrumento que escoge para hacerlas llegar a los necesitados y cercados de pobreza. Y no sé cómo no le conozcáis, pues es el caballero justeante que tanta gloria y prez ganó en el último torneo, y que después con tanta gala y bizarría rindió dos toros con sus rejoncillos y espada, llevándose el aplauso de la fiesta, concitando la envidia de los caballeros y cautivando la voluntad de las damas. Pero de éstas no hay ninguna que fijar pueda caballero tan cortesano y que a prendas tan cumplidas añada tanta riqueza y tales mayorazgos, sino es que la celebrada Ramira, vuestra prima, y que locamente presume contender con vos la palma de la hermosura, logra alguna correspondencia y hace venturoso señuelo de su amor, del listón verde bordado con su mano que le dejó caer el caballero cuando desalojaba la plaza...

Desde este punto, avanzado, y ya en el interior recinto de la fortaleza, el éxito y final de la aventura ya se deja adivinar, y cualquier cronista podrá poner fin a la historia, sin que nosotros tomemos a nuestro cargo relación tan lastimosa.

Pero allí en donde la Celestina demuestra su condición verdadera y donde le bulle y salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas, es cuando alguna de éstas, recobrada de su sorpresa, burlada acaso en las esperanzas que había concebido de mirarse colmada de preces y de dádivas, y despechada al contemplarse humillada sin poder salvar del naufragio en que ella misma ha supuesto su honra, se presenta rabiosa, en cabello, mesado el rostro, cárdeno con los golpes con que ella misma lo ha castigado, los ojos encendidos, el llanto convertido en globos de fuego, la vista traspuesta, y torciéndose las manos, se presenta, digo, a grito herido y con sollozos lastimeros delante de la infernal y recogida vieja, que la recibe con extremos de amor y con palabras de miel que encubren, como ponzoña en flores, la ironía más amarga, así como el placer más diabólico.

-Por amor de mi vida -la dice-, que no me llores de tan amarga manera. Mal sientan las lágrimas en las bodas, y bodas tan dulces y regocijadas cual las tuyas lo han sido, que aún todavía recuerdo ayer noche (pues tú me dejaste ver por el horado que para tales casos dejo en la puerta del teatro de tales bodas), todavía recuerdo, loquilla, que andabas colgada de la mano de tu enamorado, para que volviese a halagar los aladares de tus cabellos, que por ser tan rizos y copiosos tienes gran vanidad y soberbia en ellos. Bien lo provocabas a nuevas obras, sin darte por vencida en tan agradable lucha, y tus ayes y lastimerías de muy diverso son eran, y por distinto tono se dejaban sentir que las presentes. Sin duda él, desvanecido con su triunfo, no te habrá cumplido la promesa de te volver a ver hoy; pero déjalo llegar, bobilla, que antes ha de tornar a ti, que no tú al estado que ayer tenías; que yo por mis artes sé y bien alcanzo, que pájara quincena es mejor reclamo que canto de sirena, y los gustos del agraz, gustos son para apurar, y lo que bien supo cuando empezó, nunca, luego ni presto se dejó; con que así, ovejuela mía, paloma sin hiel, toma huelgo y solaz aquí al par mío y al orete del fuego, y oyendo mis buenos preceptos y enseñanza, atiende a tu enamorado que no tardará en parecer; que gato caminero presto halla al mur en el agujero; y en tanto asienta bien las crenchas de ese pelo, que por ser tan luengo casi lo atropellas, mete orden en esas tocas, refresca el rostro con agua de la fuente, y toma un continente señoril y reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas, que cierto al verte con tal sosiego y tan lejos de las locuras y graciosidades picantes de la noche, muy luego se le ha de regocijar la sangre de despertar mil gustosas imaginaciones; pues a pernil y más pernil, múdale la salsa y te sabrá a perdiz; y en tal extraña y en hacer la acometida por donde no hay gola ni coracina, es como se vence y sojuzga ese capricho voluble de los hombres, aprende, aprende, la mi hija, que doctrina y ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuesen arena; y si de poco acá comenzaste a saber y deprender, bueno es que pronto tomes borlas, si no de Salamanca o de Alcalá, al menos de las que en Sevilla, Valencia, Granada y Madrid ponen las Garduñas, las Floras, las Elisas y otras doctoras, mis hermanas y mis iguales.

La desconsolada moza, que entre tal oleaje de palabras y malas razones, y por en medio de tanta burla y crueldad, no acierta ni a dar significado a las frases, ni a descubrir en dónde está el sarcasmo o la verdad, la flecha envenenada de la burla o el bálsamo consolador de la esperanza; incierta en lo que ha de decir, conociendo su humillación, pero dudando de hallar tanta infamia en mujer, se deja caer sobre el asiento más inmediato, y prorrumpiendo en frenético llanto, exclama:

-¡He perdido mi honra! ¡Me han engañado vilmente!...

Y no haya miedo que la heroína de la falda y tocas se alborote ni ponga en pena al contemplar arranques tan dolorosos, ni lamentos tan hondos y de tanta verdad. Anudando el interrumpido hilo de su taravilla de Luzbel, así prosigue:

-¡Tu honra, tu honra! Pues contigo la tienes, boba; ¿para qué mal guiso la pudo querer y arrebatártela aquel gentil caballero? Él no hizo más que encerrártela más aína y ponerla más en custodia, llevándola más adentro, como tesoro sin precio, en donde la poseerás para siempre, y cada y cuando tú quieras valerte de ella, como de finca libre y honra que te corresponde en franco y alodial dominio. Y yo así se lo encarecí y encargué a aquel tu enamorado, y no es él hombre para faltar un tilde ni en el negro de la uña a lo que yo con tantas veras le encomendé que si, como tal, le advertí contigo, hija mía, le encargara un colegio de doncellas o huérfanas tempranas, la misma exactitud, pulso y circunspección tuviera para devolvérmelas sanas y salvas, como si depositadas estuvieran en el camerín de una matrona romana. Pero si por arte de la vengativa Venus, que con sangre quiere y pretende amatar siempre los fuegos en que arden los pechos de los finos amadores, otra cosa ha sido, no hayas duelo que tu honra peligre. Acaso aquel descreído de tu amante, olvidadizo de mis buenos documentos y amonestaciones, feroz en hechos y poderoso en obras, haya pasado por tu cuerpo garrido con menos miramiento que lo que a tu tierna edad y miembros delicados convenía: y por cierto que tal demasía mucho es de castigar; y en cuanto tenga y celebre asamblea el tribunal de mis iguales, daréle cuenta y haréle relato de todo lo ocurrido, para que el delincuente pague la pena del desprez y omecillo; y en esto, hija mía, puedes fiarte como en caución firmada y signada por escribano real de estos reinos y señoríos. Y a pesar de tal tragedia (si ha sucedido), alza tu espíritu como el vuelo del gerifalte, y ríete y solázate, que yo, madre y pretora de todas las doncellas estropeadas y vírgenes secundum quid, no he de querer dejarte sin remedio en tu desolación, ni he de mirarte abandonada, como en el Robledal de Corpes las hijas del Cid castellano. Pues ¿para qué tengo y poseo el mejor recetario que desde Quinto Sorano, médico en los amores de Cleopatra, hasta el día, ha podido reunirse, sino para corregir, enmendar, restaurar y reedificar todo lo que derribar y destruir pueden desaciertos como los vuestros? Además, que, aparte de este libro, en mi memoria guardo y conservo otros miles de secretos y maravillosos artificios, que te parecerán y pararán tan entera como el día que naciste. Y ensancha el ánimo, y alégrensete las pajarillas, que si tu mal ángel y las asechanzas de Venus te trajesen a estropear de nuevo, pues has principiado un camino que aína mete codicia para trillarlo mucho, no faltarán otros remedios para traer al cabo y fin las cosas a su prístino y original estado. Tenme tú algo de paciencia y sufrimiento, y denme del sirgo delgado de Valencia y agujas de San Germán, que yo haré nulas y de ninguna recordación ni vestigio, no ya las obras de ese catarriberas y pisaverde tu enamorado, sino los mismos hechos del moro membrudo, que, según graves historiadores, galanteó a doña María de Azagra. Ahora, si es que ese tu enamorado te ha hecho agravio de mayor cuantía, propasándose a vituperios de otra especie, y no guardándote los fueros que a mujer principal se deben, y muy más en días regocijados de bodas, déjalo por cuenta mía y al brazo secular de otro caballero, a quien lo defiero y encomiendo, muy tu aficionado, que no arde sino en deseos de hacérsete acepto y agradable, y que sabrá tomar venganza del tu agraviador, aunque fuera a ocultarse en una cueva oscura de Sierra Morena por siete años. Y para que lo veas cuán galán y garrido es ese tu vengador que mi mucho amor te ha buscado, helo aquí, te lo tenía guardado en ese camarín inmediato.

Y levantándose de su sitial la ganzúa infernal de las honras, sin cuidarse de la admiración y espanto de su víctima, que ignora lo que le pasa y no alcanza el nuevo trance a donde ha venido, abriendo la falleba de otro aposento, y dando entrada a otro galán, en cuyos brazos arroja y entrelaza la que se deshace en llanto, se salva por otra puerta, riéndose y mofándose infernalmente de las escenas que ha provocado y la catástrofe que sus trazas han llevado a efecto.

Innumerables fueran los cuadros que de sucesos tan trágicos y lastimosos pudieran sacarse a luz, para escarmiento de los unos y aviso saludable de los otros. Y no nos hemos detenido más en ellos casi por creerlos, si no de entera superfluidad, al menos de un lujo innecesario e inoportuno, porque felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Dénos Dios larga vida para ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando.



ArribaAbajoEl fariz


   Si no existiera la mujer hermosa,
fuera un bridón el ídolo del moro.
Mas si los dos al orbe prestan lumbre,
los dos a un tiempo forman un tesoro.


Poesía árabe.                


¡Cuán dichoso es el árabe cuando, montado en su corcel, se lanza, desde las rocas en el desierto; cuando los pies de su bridón, sumergiéndose en la arena, levantan el mismo murmullo que el hierro ardiendo mojado en el agua! Vedlo allá cuál nada en el océano de arena, y cuál hiende las áridas ondas con su pecho de delfín.

Aprisa, aprisa; apenas toca con sus pies la faz de las arenas; aguija, aguija; ya se lanza envuelto en un turbillón de polvo.

Es negro el corcel mío como nube de otoño; blanca estrella como la aurora brilla sobre su frente; da al viento su crin hermosa, como garzotas ondeantes, y sus pies cuatralbos vibran centellas de fuego.

Vuela, vuela, bridón mío, el de la estrella blanca; selvas, montañas, abrid paso, dadme lugar.

En vano la verde palma se me brinda con sus dátiles y sombra; yo desprecio su hospedaje.

La palmera avergonzada huye de mí, se oculta en el Oasis, y en el susurro de sus hojas parece que se burla de la temeridad mía.

Sus altas rocas, custodios de la frontera del desierto, vuelven sobre mí su faz negra y torva, repiten la carrera de mi caballo, y parece que me amenazan así.

-El insensato, ¿dónde va? Su cabeza no encontrará ya amparo contra los dardos del sol, ni bajo la verde cabellera de la palma, ni bajo el blanco pabellón de la tienda. Allí no hay más que una tienda, la bóveda del cielo. Allí las rocas pasan la noche; sólo las estrellas viajan por allí.

Yo corro más y más; vuelvo la cabeza y miro las rocas huir avergonzadas de mí, y que se ocultan y bajan sus crestas las unas tras las otras.

Pero el águila escuchó sus amenazas, y juzga con loca presunción que me hará su prisionero en el desierto; se lanza por los aires y sigue mis huellas con carnívoro afán, y tres veces cerniéndose en el cénit me rodea la cabeza con una negra corona.

-Yo siento, yo percibo -grita en lo alto- el olor de un cadáver; ¡oh, caballero insensato; oh, desgraciado bridón! ¿El jinete inquiere aquí la senda? ¿El caballo busca aquí la hierba? ¡Insensatos! El viento sólo halla aquí el camino; las negras aguas encuentran aquí su pasto; los cadáveres solos descansan en el desierto, y los buitres tan sólo viajan por él.

Así gritando roncamente me amenazaba esgrimiendo sus garras. Tres veces se encontraron nuestros ojos, y tres veces nos medimos con gesto amenazador; y de los dos, ¿quién se arredró? El águila fue, que huyó aterrada.

Corro más y más, y cuando volví los ojos, el águila estaba lejos, muy lejos, suspendida del aire como una mancha negra, grande como un jilguero, luego, como una mariposa, después como el más pequeño insecto, y, en fin, se desvaneció entre lo azul de los cielos.

¡Corre, vuela, corcel mío, el de la blanca estrella! ¡Rocas, águilas, hacedme lugar!

Pero una nube oyó las amenazas del ave carnívora y, desplegando en éter sus cenicientas alas, comienza a perseguirme, presumiendo ser en el cielo tan veloz como yo sobre la tierra; se fija sobre mi cabeza, y así me amenaza entre los silbos del viento.

-El insensato, ¿dónde va? El calor le fundirá el pecho cual si fuese cera; ningún celaje con su lluvia le templará su cabeza cubierta del polvo más sofocador, ninguna fuente lo llamará con voz sonante y argentina, ni la más leve gota del rocío llegará a él para consolarle, porque apenas cuajada, ya la habrá devorado con su aliento el viento de fuego.

En vano me amenaza. Yo corro más y más, y la nube, vencida del cansancio, comienza a vacilar en los cielos, dobla su altiva cresta y busca apoyo sobre una roca.

Cuando volví la cabeza, un horizonte entero nos separaba; pero, sin embargo, divisé la nube, y sobre su faz leí lo que pasaba en su corazón. Primero se tiñó en rojo de encendida rabia, luego vistió la amarillez de la envidia, y, por último, poniéndose negra como un cadáver, se ocultó detrás de las montañas.

¡Vuela, vuela, bridón mío, el de la blanca estrella! ¡Nubes y aves, hacedme lugar!

En aquel punto, como si fuera el sol, di una mirada en derredor por todo el horizonte y no vi a nadie; yo solo estaba en el desierto.

Aquí la naturaleza aletargada no se despertó nunca por los cuidados del hombre. Aquí los elementos no se mueven en torno de mí, así como los animales de una isla descubierta por la vez primera no se asustan con las miradas del hombre.

Pero, ¡oh Alah!, yo no soy aquí el primero ni el sólo venido.

Allí, en campo cercado de arena, miro brillar numerosa comitiva. ¿Serán éstos pacíficos viajeros, o salteadores que acechan los pasos del peregrino? Corro a ellos y no se mueven, les grito y nada me responden.

¡Oh Dios!, éstos son cadáveres, es la antigua caravana exhumada por el viento del hondo de las arenas. Sobre los esqueletos del camello cabalgan los huesos de los árabes, por los cóncavos donde en otro tiempo se animaban los ojos, y por las mandíbulas descarnadas se desliza corriendo la arena sutil, y estos murmullos parecen amenazas.

-El insensato, ¿dónde va? Más allá el huracán lo espera, y tendrá nuestra propia suerte.

Yo los desprecio y corro y vuelo más y más; ¡cadáveres y huracanes, hacedme lugar!

Un huracán, el más terrible de los que recorren el África, discurría solitario por el Océano del desierto. Me divisa lejos, se maravilla al verme, detiene el paso y, enroscándose en sí mismo, se dijo:

-¿Quién es aquel viento, el más débil de todos mis hermanos, que con su vuelo lánguido y perezoso se arriesgó a entrar hasta en mis estados hereditarios?

Encendido en rabia, marcha en contra mía como pirámide ambulante, y reconociéndome por un mortal, furioso y despechado hiere el suelo con su planta, y trastorna la mitad de la Arabia. Me asalta y prende como el sacre a la paloma; con sus alas fulminantes me azota, y me maltrata, me abrasa con su aliento de ascua, me lanza en el aire y me rechaza al suelo. Yo me defiendo y combato, y rompo vigorosamente los nudos gigantescos de sus turbillones; lo desgarro y lo muerdo, y tasco entre mis dientes las arenas de mis miembros. El huracán quiere evadirse y deslizarse, en forma de columna, del ahogo de mis brazos; no puede lograrlo, y se estrella y rompe.

Su cabeza se desvaneció en lluvia de polvo, y su enorme cadáver cayó a mis pies como las murallas de un alcázar.

Entonces respiré, levanté los ojos y los fijé fieramente en las estrellas, y todas las estrellas fijaban sobre mí sus ojos de oro, pues en el desierto nadie había sino yo.

¡Oh, cuán dulce es respirar aquí con toda la holgura de su pecho! Yo respiro libre, ancha y desembarazadamente, y todo el aire del Arabistán bastará apenas para el pecho mío. ¡Oh, cuán dulce es mirar de aquí con todo el alcance de su vista! Mis ojos se engrandecen, se fortifican y alcanzan más allá de los límites del horizonte. ¡Oh, cuán dulce es extender aquí mis brazos franca, poderosamente y en toda su extensión! Me parece que con ellos abrazaría todo el universo, desde el oriente al ocaso. El pensamiento mío se lanza como una flecha, alto, muy alto, más alto todavía, hasta llegar al abismo de los cielos. Y como la abeja envía su vida en el aguijón que dispara, así yo, con mi pensamiento, elevo a los cielos todo mi espíritu.

Adán Mickiewicz se ha dado a conocer ventajosamente en Europa por su Conrado, bosquejo histórico, sacado de los anales de la Lituania, y por sus sonetos de Crimea; pero lo que más le ha recomendado por su originalidad y valentía es el rasgo que hemos dado a conocer, y que traducido libremente al castellano ofrecemos al público.




ArribaAbajoCatur y Alicak, o dos ministros como hay muchos

Podrá el triste ser retirado de su tristeza, pero nunca el malvado de su maldad.


Sentencia árabe.                


Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde Esbilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada entonces del califa.

A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una gran población y famosísima corte le anunciase el próximo encuentro de algunos individuos de su numerosa familia.

El asno, digo, picaba tan sereno, y con un pasitrote tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus adentros de esta manera:

-En las escuelas de Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación mía; sé con puntos y comas las Suras del Alcorán, las decisiones de la Zuna y los dichos de los cadís. Mis versos se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes de historia el visir los lee, nadie puede afrentarme por mis acciones, y para mayor fortuna los buenos me quieren y los malos me odian. ¡Oh, buen Alá, cuán bien hice de aplicarme al estudio y no imitar al imbécil de Catur; y cuánto mejor me fue al seguir los principios del justo, que no la perversidad de Alicak! ¡Oh, buen Alá, qué dicha tan completa me espera!

Por mucha recreación que Caleb tuviese con sus locos pensamientos, al entrar por una alameda que sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de su cavilación una voz que de este modo iba cantando:



   Cada cual busca su igual;
tal para cual, tal para cual,

Fortuna sentada adentro
al saber que un necio llega,
sin duda vendrá a mi encuentro;
que el leño al leño se allega,
y todo busca su centro.

    Cada cual busca su igual,
tal para cual, tal para cual.

Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filósofo de la cantinela, cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero de viaje, pero ello no fue necesario, pues el asno por un superior instinto se resolvió a trotar muy gentil y poderosamente.

A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no sería la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur.

Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban se alargaron la mano con el mayor estrecho, y de pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar en su totalidad por no poderlo recoger a las márgenes estrechas de este reducido cuadro. Pero al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero le dijo:

-Catur, ¡cuánto me place verte caminar para Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantado con el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación pasada, vas a poner la última mano a tus estudios, ganando a un tiempo gloria y provecho. Catur, ¡cuánto me agrada la resolución tuya!

-¡Oh, Caleb! -replicó el otro-; yo pensé que el conocimiento que dan los años te desviaría de la mala senda por donde entraste, y senda que no te llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, eh?; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el mundo te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus barbas, y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te saltarán sino los más recios vendavales. ¡Oh, Caleb, cuánto me aflige la resolución tuya!

-Eres un necio, Catur.

-Eso, Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo yo de buen talante por alto título y dictado, y al fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he procedido de rebato para ser tonto, sino que para ello he caminado con un tino y con un rigor lógico que te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos; si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido, acaso, para andar a cachetes con los libros en el mundo? Esto no tiene vuelta; además, que aunque toda comparación es odiosa, y que es género de argumentación que no te agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo paseaba por la Dialéctica, sin embargo, ello es cierto que siempre los necios...

-Calla, bárbaro.

En este coloquio iban los dos antiguos estudiantes, cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz de cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que cantaba de esta manera:


   Con espuela y paso a paso
llega el asno a la jornada,
pero víbora o culebra
dando saltos más alcanza.
Ora se arrastra entre la hierba verde,
luego sube, y por do subió más muerde.

En esto llegó a los dos primeros otro interlocutor de prolongadísima persona y mala catadura, color entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía montado en alta mula burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo.

Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito de admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos viandantes a nuestro Caleb y Catur, y éstos en él al señor Alicak, célebre en sus primeros años por sus malicias y enredos.

Alicak saltó de su cabalgadura así como reparó en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en actitud humilde, y con eco melifluo, le dijo:

-¡Oh, mi caro, mi antiguo y único amigo, y oh, mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor! Tú caminas para Córdoba; tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y, por último y feliz horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡Oh, qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme tu gracia y favor...

Caleb, que, conociendo la condición maligna de Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo, y así, con tono dogmático, le habló de este modo:

-Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal se hubieran debilitado, cuando no destruido de todo punto; por eso me aflijo al mirarte con poca enmienda, siendo así que donde vamos, tus artes te harán mucho mal y bien ninguno. La justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden; ¿y qué será de ti, si, por ventura...?

-Perdón, perdón, y mil veces perdón -gritó Alicak-; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente de la doctrina, león contra el engaño, justo, sabio, valiente Caleb, dame los pies para los besar.

Y así diciendo, dejando a Catur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos.

Catur renegaba, porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la carona de la cabalgadura del orador moralista un sendo aguijón, que comenzó a lastimar el asno y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del camino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahenos que llevaba.

Después de esta aventura (que por ser tan común en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba, y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal, que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico, que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y pícara.

Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste.

Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos, trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas, ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza necia); pero viniendo semanas y andando meses nada conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la fortuna.

En esto se le vino a recordar que desde Cuf traía cierta carta para el sabio Lokman, famoso en los reinos muslímicos por las obras que escribía, y más aún en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se propuso, sin falta, el visitarle a la siguiente mañana.

Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada del sabio, que era un pequeño verjel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fue recibido muy cordial y amorosamente por un anciano de faz venerable y de bellida y argentada barba.

Aún no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas de su estrella.

Lokman entonces hizo ocultar a Caleb entre unas mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos curiosos, que para mayor maravilla del escondido, no eran otros que Catur y el señor Alicak.

El sabio, instruido de la demanda de entrambos, se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak, leyéndoles, y observándoles la faz a cada cual con escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante los dos al uso oriental, exclamó:

-¡Oh, poderoso Alá, tus juicios son insondables! Pero fuerza es adorar tu obra.

Levantándose después, le dijo a Catur:

-¡Oh, hijo mío, esta tarde y otra y otra pasea por las alamedas del río entre los otros árabes, lleva alzada, muy alzada la frente y duerme con descanso; al cuarto día serás emir y poseerás grandes riquezas; sólo te pido, en premio de mi noticia, que me dejes en paz.

Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, mirándole con miedo a la frente:

-Tú, ser afortunado, retírate a tu casa y nada más.

Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres echando antes el primero una mirada de antojo al verjel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que tenía Lokman en la mano.

Caleb, que observó toda esta escena, salió para abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor partido que sus dos inferiores compañeros de estudio; Lokman le miró entre gozoso e incierto y, abrazándole estrechamente, le dijo:

-¡Oh, hijo mío! Ninguna de las líneas de tu frente te anuncian fortuna, al menos para la edad en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo.

-¿Y cuál es ese letrero, padre mío? -repuso afligido Caleb.

-Joven querido, son tal y tal -y pronunció dos palabras árabes desconocidas para nosotros.

-¿Y qué quieren decir tales palabras?...

La historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras, pero sí se sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, que Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el califa.

Cual fuese el feliz régimen y honradas acciones de estos dos ministros se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los habitantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos quedaron casi desiertos.

Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz venerable y bellida y argentada barba, y otra persona de menos edad, huyendo de los visires, vivieron solos y apartadamente en una isla desierta.

Muchos sospecharon que tales solitarios no pudieron ser sino Lokman y Caleb.




ArribaAbajoToros y ejercicios de la jineta

E lo tal fecho, el señor conde e la señora infanta, e Urraca Flores, con Sancho Destrada, e demás viajaron a la morada de Sancho Destrada, onde yazía el tálamo, e las tablas para yantar; detollidas las tablas, montaron en sus rocinos, e viajaron el coso onde se había de festejar, con justas e torneos e lidiar los toros [...]

E Gometiza Sancha, hija de Martín Muñoz, iba en çaga bien arreada, é acompañada de la mujer de Fortún Blánquez e de Sancha Destrada, é montaron en un tablado é los nobles montaron en otro é se lidiaron ocho toros.


Cronicón de D. Pelayo, obispo de Oviedo.                


Y confess France and Italy vaunt very much of their splendid games (as they call them), and the english upon more just grounds extol the costliness of their prizes and the stateliness of their Coursing-Horses: but in my umble opinion, what Y'm a describing may claim right to the preheminence.


Description of the Plaza de Madrid and the Bull-Baiting by James Salgado. London, 1683.                


(Confieso que la Francia y la Italia se vanaglorian de sus espléndidos juegos [que así los llaman], y que los ingleses, con mayor razón y más justos títulos, se precian de sus luchas pugilísticas y carreras de caballos; pero, en mi humilde opinión, los espectáculos que ahora voy a describir [las corridas de toros] tienen derecho a ser preferidos a todos los demás.


Descripción de la Plaza de Madrid y de las corridas de toros, por Santiago Salgado. Londres, 1683.)                


En publicación como la presente, que presume de muy castiza, por lo mismo que su principal propósito se cifra en relatar y revelar los usos y costumbres españolas por el modo más peculiar de nuestro suelo que posible sea, parecería malsonante y peor visto si dejáramos andar más allá el asunto sin sacar a plaza algo que frise y toque con el espectáculo nacional de España, que no es otro que las corridas de toros. Ello es que si esta publicación tiene obligación estrecha para presentar los rasgos de nuestra fisonomía y los toques de nuestro carácter del modo más español posible, todavía está obligada con vínculos de más fuerza a dar su relativa importancia a las cosas aquellas, como son las corridas de toros, que por su desuso en las demás partes del universo, su existencia única y peregrina entre nosotros, su remota antigüedad en nuestros anales y crónicas, y por su sello de originalidad, extrañeza, valor y gallardía, han llegado a ser, y son efectivamente, un distintivo peculiar de la noble España y de sus bravos y generosos hijos.

Los toros, pues, ya se les considere como espectáculos circenses, ya se les mire como recuerdos caballerescos de la Edad Media; ora se les califique con filosófica imparcialidad, ora se les alabe y encomie con vanagloria nacional como muestra del esfuerzo y bizarría española, merecen siempre del escritor público toda aquella atención que sobre sí llaman los hechos constantes y de forzosa repetición que nunca se desmienten y que sufren y saben resistir el transcurso de los siglos, y, lo que es más admirable todavía, el trueque de las ideas y la revolución de los Estados.

La nacionalidad española, amenguada hoy día hasta casi reducirse a breve cerco si se compara con sus antes innumerables dominios, combatida de modos mil por los novadores y reformistas de toda laya y de todo disfraz, siendo presa alternativamente de la influencia francesa o del ascendiente inglés, según los hábitos o el interés de malos españoles, desconocida en sus costumbres, alterada visiblemente en su idioma, dividida en sus creencias y aficiones, sólo conserva un recuerdo que ha sobrevivido a todo y que da muestras de vivir eternamente, que es las gentilezas del circo hispano, y sólo está acorde en acudir de buena voluntad o al coso o a la pelea.

Tal fenómeno, que no necesita de nuestro encarecimiento para aparecer importante, y que, a pesar de ser vulgar y de trivial conocimiento, lo hemos querido hacer valer aquí cumplidamente, explicará a nuestros lectores la causa que nos mueve a bosquejar, si en estrecho y reducido cuadro, con tintas de fresco colorido y con cabal y minuciosa distinción de los grupos y figuras, el origen, progresos, andanzas y estado actual de los espectáculos del circo español, sus lances, encuentros, juegos y suertes.

No es cosa fácil, por cierto, señalar los tiempos o fijar la época en que comenzaron en España los espectáculos grandiosos que, sin ceder en magnificencia y poderío a los juegos circenses de los romanos, tienen sobre ellos la ventaja de presentar a los luchadores, no como siervos envilecidos, sino cual hombres valerosos, ágiles, diestros y denodados, casando siempre los mayores esfuerzos del ánimo con las gentilezas y bizarrías de la persona. Ello es que si tales regocijos fueran de origen romano, por fuerza habían de haberse encontrado en los escritos, monedas, mármoles y otras reliquias de aquella civilización que con tal abundancia se encuentran en las bibliotecas, museos y gabinetes de los anticuarios, algún signo, alguna prueba otro testimonio irrecusable que presentara el hombre burlando la ferocidad del toro, o rindiéndolo, o postrándolo por el hierro o por la fuerza. Ninguno de tantos investigadores como desde el renacimiento de las letras se han ocupado en revelarnos la manera de existir del pueblo rey, llevándonos de la mano para asistir a sus festejos, juegos, convites, termas, teatros y, naumaquias, han hablado de usos y cosas que, por ser tan importantes y de tal grandiosidad, no hubieran escapado a su curiosidad e investigación; de modo que casi debe tenerse por sentado y cierto que los espectáculos del circo español no tienen consanguinidad ni parentesco alguno con los del circo romano.

Otros autores han sospechado el que semejantes luchas pudieran muy bien ser algún resto de la ferocidad goda y de los demás pueblos que desde el Norte se precipitaron sobre las regiones meridionales y occidentales de la Europa; pero esta suposición, enteramente gratuita, tampoco tiene mejor apoyo, y aun se puede asentar, desde luego, que todas las probabilidades militan en contra de semejante hipótesis. En primer lugar, las ganaderías y toros de los países allende de Elba, antes que aptos y feroces para los combates del circo, se han tenido siempre más bien como adecuados sólo a las pacíficas faenas de la agricultura, o para rendir la cerviz humildemente bajo la segur de los sacrificadores. Por otra parte, si tales luchas y juegos fueran originarios de los pueblos godos o teutónicos, es cierto que hubieran dejado algún recuerdo por las diversas regiones en que peregrinaron y países donde se establecieron desde que, conmovidos del asiento de sus desiertos y selvas, invadieron los reinos dilatados de Europa y Asia; esta opinión, pues, no tiene ni mayor fuerza ni mayores probabilidades que la anteriormente combatida.

No faltan tampoco escritores españoles que, viendo en tales ejercicios y combates cierto carácter oriental o africano, los atribuyen exclusivamente por de uso de los árabes en cuanto a su origen, y de antigüedad en España a contar desde la irrupción sarracénica. En nuestro entender, no mayor fundamento tiene esta opinión que las otras dos enunciadas. Ello es que en parte alguna de los escritores árabes, que tan nimia y escrupulosamente han escrito de sus costumbres, así cuando vivían entre sus oasis y arenales en pequeñas tribus, como cuando comenzaron a conquistar los reinos e imperios del mundo, se encuentra la más leve reminiscencia de semejantes espectáculos, y sólo en el libro de la historia de los reyes de Marruecos, libro comúnmente conocido por el Kartas, se cuenta de un rey de los almohades, que murió entre las astas de una vaca en una como montería o regocijo. El desastre de este rey, según el contexto de la historia, más parece azar inmotivado, que no el resultado probable de un combate peligroso, y, por otra parte, aconteciendo ya este suceso en época muy avanzada, cuando tales ejercicios eran, no sólo conocidos, sino hasta familiares en España, en donde los almohades tenían grandes establecimientos, y en donde fijaban con gran frecuencia su corte y morada, la sola deducción que pudiera sacarse sería que algunos de los ejercicios de los cristianos y árabes de la Península solían ensayarse en los alcázares de Fez y de Marruecos.

Pues entonces, se nos dirá, ¿de dónde han venido tales combates, tales juegos? ¿cuál fue el tiempo de su introducción entre nosotros, qué causas los hicieron nacer ahora y no antes, acaso en época anterior, y no en tiempos más modernos? Lisa y llanamente vamos a decir lo que se nos alcanza sobre el caso sin que el deseo de hacer vano alarde de ingenio nos aparte de la obligación estrecha de ofrecer a nuestros lectores lo que, si no es verdad, pueda parecer, al menos, lo más probable.

Para que los espectáculos de toros ofrezcan los lances y encuentros que forman el grande interés de ellos, es indispensable el que los toros tengan cierto grado de valor y ferocidad. Nosotros creemos que estas cualidades no se despertaron en las ganaderías españolas sino mucho tiempo después de la dominación romana, pudiéndose asegurar que tal mudanza en la condición y naturaleza de esta raza no pudo nacer sino del cruzamiento de especies diversas. Si este fenómeno tuvo lugar en virtud de la mezcla de las indígenas con las castas que en sus reales y campamentos traían los godos y vándalos, o del cruzamiento con las razas africanas, es cosa que jamás podrá deslindarse. Además de esto, hay alguna consideración que puede explicar también satisfactoriamente esa energía rabiosa y esa ferocidad que distinguen a los toros de las campiñas de Castilla y de la Mancha y en las soledades de la parte baja de Andalucía.

El toro, más que otro animal alguno, crece en ánimos y en coraje a medida que vive en lugares más apartados y desiertos, en sitios más selváticos y rústicos, sin oír la voz del hombre, y viendo sólo los riscos, las selvas y las aguas.

La lucha de siete siglos que la diferencia de origen y el odio religioso estableció entre los árabes y cristianos en España, y la laboriosa cuanto sangrienta progresión y superioridad que éstos fueron alcanzando sobre aquéllos, establecía diversidad de fronteras entre unos y otros en el territorio español, fronteras que duraban siglos enteros, hasta que una conquista importante o una batalla decisiva como la de San Esteban de Gormaz, de las Navas o la del Salado, afirmando a los cristianos en sus posesiones antiguas, iban a buscar otras nuevas fronteras. La perseverancia de los unos por conquistar y la tenacidad de los otros por defenderse, las convertían bien pronto en un desierto sangriento. Las huertas, los viñedos, los arbolados desaparecían, y toda clase de cultivo. Los pueblos, las alcarías y las aldeas desaparecían, las granjas y quintas se trocaban si acaso en algún castillo sombrío o en esta o aquella atalaya. Todo bienestar, toda riqueza se aniquilaba, y todo se reducía a grandes hatos de ganados de varia especie. Esta riqueza, por su cualidad de semoviente, era la sola en que los casos, harto frecuentes, de rebatos, algaradas, entradas y correrías, podía salvarse, poniéndola a buen recaudo de la capacidad recíproca de los fronterizos.

Nosotros atribuimos a este periodo de tiempo, que abraza más de cuatro siglos y a las circunstancias y condiciones de aquella vida pastoril y guerrera, no sólo el origen de estos espectáculos, que comenzaron indudablemente por muestras de esfuerzo acaso necesarias en los campos, en las selvas y en los abrevaderos para salvar la vida, sino también la afición que desde luego se despertó para tales ejercicios, y la esplendidez y gala con que al punto se pusieron en práctica. La crónica antigua que incluye el padre Ariz en su historia de Ávila, y de la que hemos tomado texto en el frontis de este artículo, demuestra auténticamente que ya en aquellos tiempos, es decir, que en el siglo XI no había festividad alguna en que con las justas o torneos no entrasen los toros por parte principal del regocijo, y como, según nuestra teoría, ya había dos siglos que Burgos se había fundado, sirviendo alternativamente de frontera las orillas del Duero o del Jarama, podremos asentar con gran verosimilitud que estos combates, muestras de fuerza y agilidad, y alardes de gentileza y de gala, aparecieron en nuestras costumbres desde el siglo IX al X.

Además de la riqueza y apostura que ostentara en su persona el jinete, y en sus arreos o paramentos el corcel, no parece que en aquellos tiempos pasasen las suertes y lances más allá de recibir al toro en el coso con la lanza armada, clavándosela con acierto y pujanza hasta quebrantarle la cerviz y desnucarlo. Así es como las leyendas de aquel tiempo nos presentan al Cid castellano cuando mancebo, ganando por su arrojo y gallardía los plácemes y vivas de dos pueblos enemigos, pero congregados en un propio palenque para presenciar los azares y peligros del festejo de los toros.

Ya se deja entender que en siglos tan remotos y en edades de tantas revueltas, no podían encontrarse ni épocas señaladas en el año para estos festejos, ni sitio deputado para ellos en las grandes ciudades, ni lidiadores que ordinariamente viniesen a la vista de los Reyes o la presencia de un pueblo inmenso a captar la benevolencia de éste o a merecer la distinción de aquéllos. Los caballeros sólo y altos personajes eran los que podían tomar parte en tales ejercicios, pues como lances de peligro y de gala, y en que la riqueza de los arreos competía con el valor de las alfanas y bridones, pareciera mal dejarlos al alcance de los villanos y pecheros, y así sólo en grandes ocasiones de festividad, o por dar mayor boato a este o el otro galanteo, o dar razonable amenidad a la justa y al torneo, salían al circo los mancebos de la nobleza o los paladines de la frontera y de las Órdenes. Hasta el tiempo de los Reyes Católicos no acordaron las ciudades señalar lugar determinado para tales festejos, y en darles orden y fisonomía con las ordenanzas, bandos y prevenciones que el caso requería.

Los arreos con que los caballeros cabalgaban en la plaza para rendir un toro, eran los de la jineta, casando en ellos lo más firme y adecuado para la lid. Si por acaso se da ejemplo de que algún caballero haya parecido a la brida en la arena, tal cosa debe tenerse por de rareza y como falla en la pauta general recibida para estos ejercicios. La jineta ya se sabe que era modo de cabalgar a lo árabe o berberisco. Los arzones habían de ser muy elevados, los estribos cortos, y los arriceses colocados en concordancia a esto. El jinete debía montar muy recogido, el caballo mandarse sólo por el freno, excusando todo cabezón, y las riendas prolongadas por todo extremo para con ellas castigar el caballo. En cuanto a la espuela, sus ayudas, avisos y castigos no iban por cierto a dar en la parte inferior del vientre, sino en el vacío, hiriendo, no de martillejo, como solía decirse, sino de repelón y resbalando. Sin tomar en cuenta estas diferencias, la más notable que se deja ver entre la jineta y la brida, es que la brida enseña y adiestra al caballo con rigor y violencia, valiéndose para ello de cabezón y otros castigos, y la jineta sólo se valía del freno y del mucho pulso, cuidado y miramiento en la mano de rienda.

Bien se deja conocer a los inteligentes que, por su naturaleza y condición, nuestros caballos del mediodía habían de ser extremados para este género de escuela, e indudablemente lo son. Aun para los efectos de la guerra, siempre sacaron ventaja a esos caballos poderosos y de armas nacidos en el Henao en la Normandía. Francisco de Ayora refiere en sus cartas que en las guerras del Rosellón habidas con franceses después de la conquista de Granada, los jinetes granadíes que allá llevó el rey don Fernando peleaban tan ventajosamente con los temibles hombres de armas, que hubo ocasión en que el español, armado a la jineta, mató, rindió y burló a cinco caballeros enemigos armados a toda guisa. En Italia, en los encuentros que precedieron y tuvieron lugar cuando la batalla de Pavía, a todos maravillaron las hazañas de los jinetes españoles singularmente de don Diego Ramírez de Haro y Ruy Díaz de Roxas, caballero valeroso, que en sólo un día derribó a seis hombres de armas a presencia de ambos ejércitos. Y esto causará poca extrañeza si se contempla la agilidad y destreza que era propia de aquella silla, las entradas y salidas, revueltas y rebatos que el jinete podía ejecutar, secundado por el instinto y calidades de nuestros caballos, la ventaja que ofrecía el manejo de la lanza, ya terciándola, ya empuñándola por el medio, ya tomándola por el cuento para darla mayor alcance; ora afirmándola en el brazo para herir más poderosamente, ora deslizándola por la mano y reduciéndola casi al manejo de la daga o cualquier otra arma corta, ora, en fin, dándola mil vueltas rápidas y engañosas que deslumbraban al contrario, haciéndole llevar el golpe cuando más pensaba haberse reparado. Para llegar a tal extremo de perfección en las veras, era preciso que desde muy temprano se ensayasen los jinetes en los ejercicios de la carrera, los lances, las parejas, los juegos de cañas, las cuadrillas, las alcancías, los bohordos por una parte, y por otra, en el rejoneo, las varas y demás encuentros en la plaza con el toro.

Dejando para diversa ocasión las otras gentilezas de a caballo, proseguiremos ahora en la explicación de los lances con el toro, hasta llegar al estado en que hoy se encuentran nuestras corridas. Además de la lanzada a caballo, que ya hemos apuntado, el quebrar rejones en el toro era suerte la más común en las antiguas corridas, conservándose ahora sólo este lance para funciones reales de desposorios, nacimientos y juras de reales personas.

El rejón podía clavarse al toro en tres maneras de posturas: una al rostro, otra al estribo y otra al anca. La primera era la de más peligro, porque, puestos en línea recta toro y caballo, no parecía sino que iban a encontrarse desapoderadamente, cuyo incidente se remediaba porque, al partir el toro, el caballero torcía el rostro a su caballo del camino que aquél traía, y al ponerse en suerte y descargar el golpe, salía el caballo de la línea, ayudándole al jinete con el batir de sus pies. El rejón debía tener de largo nueve o diez palmos contando el hierro, o, para mayor seguridad, debía llegar a la frente del jinete y no más, pues a ser más largo, podía el toro en sus embestidas y derrotes herir en los ojos y en el rostro al caballero con notable riesgo de su persona, como así aconteció muchas veces. La madera había de ser liviana, mortificada de cortes y muescas, tomadas con cera, para fácilmente romperse y no lastimar la mano, y como había de procurarse que el astil fuese astillante y bronco, era cosa de gran lucimiento oír resonar el chasquido del rejón roto y ver caer el toro. El rejón roto no debía llevarse sujeto a la mano con cinta o fiador, porque en cualquier azar desgraciado quedaba embarazado funestamente el jinete, corriendo el riesgo de ser sacado de la silla, o sin poder, al menos, meter mano con presteza a la espada, si, errando el golpe y embrocado el toro, era necesario acudir a las cuchilladas.

La espada había de ser ancha y corta, y de talle tal, que pudiera manejarse con ligereza y acierto, hiriendo al toro, bien de tajo o bien de revés, en los morros, partes de gran sensibilidad en estas fieras, y donde, recibiendo tres o cuatro golpes, se duele mucho, y por rabioso que se mire, se huye y desbarata.

Si por desgracia el caballero cayese, tenía que defender el puesto cobrando su caballo, sombrero, guante o cualquier prenda que hubiese soltado. Por esto la capa no debía llevar fiador y poderse valer de ella inmediatamente. La ley era irse al toro revuelta la capa al brazo y la espada en la mano, hiriéndolo para tomar así venganza de su desafuero. Desbaratado el toro y huyendo, no era permitido perseguirlo, por el mal aire y poca gentileza en correr la plaza a pie. Esta razón prohibía al caballero buscar su caballo por la plaza para cobrarlo. El uso era que sus lacayos se lo trajesen al puesto que había defendido.

Por este relato se echará de ver cuán poco en arte y en regla andaban los caballeros que rejoneaban en la plaza las últimas funciones reales, corriendo de una parte a otra sin sombrero, y habiendo alguno que salió de la plaza para tomar caballo. El caballero ofendido del atropello del toro debe tomar venganza de él, pero no descomponerse ni desairar su propia persona, dejando para otra suerte y mejor lance el desempeñarse honrosamente. El rejón al estribo se quiebra atravesado el caballo, esperando al toro que llegue a desarmar su derrote, clavándole en aquel propio punto el rejón, y sacando al caballo batiéndole mucho de pies sobre la derecha, para cortarle la tierra, midiendo muy bien los tiempos en todo, porque, faltando en ello, aunque es suerte más fácil que la primera, suelen suceder atropellos y desgracias.

La suerte de ancas vueltas, aunque es muy vistosa, raras veces se quiebra el rejón en ella, por no poderse el caballero valer de su arma sino al soslayo; por lo mismo los antiguos toreadores reservaban jugar este lance cuando, roto el rejón, seguía el toro al caballo, armándose fieramente para derrotar, pues guardándose la distancia conveniente, el toro, que iba como peinando la cola del caballo, quedaba burlado, llevando entretanto sendos golpes en el rostro con la caña del rejón. Puesta así la suerte, quedaba reducida a la de la varilla, que consistía en recibir al toro con cañas o varas de pino preparadas de manera tal que astillasen y quebrasen prontamente, cosa que era muy de ver, plantándolas en la frente del toro, el que, embistiendo sobre la carrera dos o tres veces, hacía saltar la caña o vara, con gran contentamiento de los curiosos y espectadores. Hubo caballero que para tales regocijos entró en la plaza cuadrillas de libreas de hasta cien lacayos. Las más comunes eran de veinticuatro o doce, y ningún caballero se presentó jamás en plaza sin seis o cuatro esclavos o lacayos y otro lacayuelo vestido costosísimamente. Éstos servían para dar los rejones al caballero, para cobrarle el caballo o servirle otro nuevo y para desjarretar el toro. En aquel tiempo, los primores de los peones, sus recortes, juguetes, arponcillos, burlas y saltos no habían llegado al punto en que hoy se encuentran.

Fue el caso que desde los principios del siglo XVIII los primores de la jineta, y singularmente el torear, fueron quedando en desuso por el desdén con que la corte comenzó a mirar aquellos ejercicios, desdén que, como siempre sucede, lo aceptó y remedó inmediatamente toda la nobleza. Desde entonces los actores para semejantes luchas comenzaron a reclutarse sólo de la gente más rahez de las ciudades y mataderos, por una parte, y por la otra, de los jayanes membrudos y feroces que habían nacido y crecido en las llanuras de Castilla y soledades de Andalucía entre las ganaderías de toros y caballos; de éstos se reclutaba la gente de a caballo, y con los otros se formaban las cuadrillas de peones o chulos. La suerte del rejón vino a ser menos frecuente y familiar, reemplazándose por la garrocha o vara larga de detener. Este lance, desde el monte y los campos, en donde era muy en uso entre los vaquerizos y yegüeros para apartar, castigar, derribar y rendir las reses, trasladado a las plazas y circos de los pueblos, cautivó desde luego la atención de los aficionados. Es indudable que hay algo de portentoso y mucho de poder mirar el grupo de una fiera que rabiosamente y con irresistible impulso embiste a un jinete, pudiendo éste, por su valor y destreza, no solamente resistir aquel empuje y castigar a la fiera, sino burlarla también y salir del lance con gloria suya, dejando al toro sangriento y dolorido. En los primeros tiempos en que apareció esta suerte, y como remedo de lo que pasaba en el campo, y en los que en las plazas se miraban mejores caballos que en el día, el lance se verificaba a caballo levantado. Era principio sentado como verdad del arte, que toda ofensa recibida por el caballo desde la cincha a la reata era azar no imputable al jinete, y que toda herida desde la cincha al pretal, era prueba cierta de su poca pujanza y de su ningún arte.

Desde que la corte tomó asiento definitivo en Madrid, las funciones de toros tomaron más regularidad y acaso mayor boato que en tiempos anteriores. La Plaza Mayor, que se concluyó en 1619, ofrecía anchuroso y acomodado palenque para tales bizarrías. Con mil quinientos treinta y seis pies de circunferencia, en ella cerca de doscientas casas, rasgadas éstas con quinientos balcones, y pudiendo acomodarse en circo tan espacioso cerca de sesenta mil personas, no podía imaginarse espectáculo más grandioso que una de aquellas corridas en que asistía el rey con la corte más numerosa y lucida que ha podido verse desde el imperio asirio y romano hasta el día, prodigando las riquezas de dos mundos en sus galas y arreos, y presidiendo al pueblo más valiente y generoso de Europa. Al aparecer el rey en los balcones de su palacio de la Panadería y las damas en los demás que les estaban preparados, comenzaba a recogerse, despejando la plaza la guardia española y tudesca, compuesta cada una de cien hombres escogidos, con sendas casacas coloradas con vueltas de seda pajiza y con bizarros sombreros a la chamberga de terciopelo negro. En aquel punto entraban en la plaza los mancebos cortesanos que, viniendo desde palacio acompañando a sus majestades y a las damas, salían a hacer terrero. Esta fineza y galanteo se reducía a pasear por delante de la corte y de las damas incesantemente, revolviendo siempre el caballo de manera y postura tal, que no pareciesen vueltas las espaldas a la corte, prosiguiendo en este fino ejercicio, en tanto que el rey, la reina o algunas de las damas autorizasen los balcones. Sólo era permitido apartarse del terrero, bien para prestar socorro a algún caballero o peón puesto en riesgo, o para buscar alguna suerte en el toro, si la fiera no la había provocado en sus arremetidas y encuentros. Entretanto, la plaza se miraba regada por la manera que hemos alcanzado todavía en nuestros días, sino que cada uno de los veinticuatro carros que entraban simultáneamente para refrescar la arena venía cubierto de arrayanes, juncias y otras hierbas olorosas. Al propio tiempo entraban los demás caballeros que querían tomar parte en el festejo con sus cuadrillas y lacayos, y hecha la señal, se soltaba el primer toro.

Los lances se jugaban de la manera diversa que ya hemos apuntado, y cuyos minuciosos pormenores se encuentran en los numerosos libros que de la materia se escribieron, y todos por caballeros de la primer nobleza, bastando sólo el relato hecho hasta aquí para dar ahora una compendiosa idea de aquellos ejercicios. Como el objeto que llevaban los caballeros en dar muestras de su persona en tal teatro era para alcanzar la benevolencia de sus reyes, el agrado de las damas por su esfuerzo y bizarría, y el cariño del pueblo por el valor, no había caballero que allí se presentase que no hubiese ya adquirido razonable experiencia y habilidad, ya vaqueando en campaña rasa, ya ensayándose en las funciones de aldea, y ya probándose una y otra vez en los encierros y vistas.

El encierro en aquel tiempo se hacía por la puerta de la Vega, enchiquerándose los toros, sobre poco más o menos, en el sitio que hemos visto en nuestros días, atajándose la plaza con andamios y catafalcos por el modo que todos conocemos. Acaso algún peón atrevido se arriesgaba a poner la lanzada de a pie, que se ejecutaba poniéndose el atleta rodilla en tierra enfrente de la puerta del toril, por donde, disparado el rabioso y deslumbrado jarameño, o bien se embasaba sangrientamente por la cruel cuchilla que le asestaban, o bien dejaba maltrecho al osado gladiador, si éste se conturbaba sin dirigir bien la lanza. Acaso también se le ofrecía estafermo o algún dominguillo hecho de ligera lana o de henchido odre con peldaños de plomo, al rabioso toro, que, pugnando por derribarlo, sin alcanzarlo jamás, aumentaba su saña y su coraje. También le presentaban algún tonel de frágil estructura que, desbaratado a las primeras arremetidas, daba paso a cien y cien gatos de furiosa condición, de diapasón horrible y desacordado, y agudísimas uñas, que, acometiendo al toro de desusada manera, lo llevaban al extremo de la desesperación. Asimismo en la arena se practicaban burladeros o caponeras, en donde, escotillonados los peones, con mil demostraciones provocaban al toro, quien, asombrado de tal visión, ora acometía o derrotaba al aire y siempre en balde, ora acechaba armado para herir aquellos abortos de la tierra, sin alcanzar nunca a los burladores, obligándoles sólo a estar agazapados, asestando en tanto las astas por la tronera o trampa en posturas asaz provocadoras de la risa y el regocijo. Ya la chusma lo asaltaba con arponcillos, que entonces sólo se clavaban uno a uno, teniendo a veces la capa en la siniestra mano, o bien burlando al toro con mañas distintas y engaños diferentes, pero no con tanta gracia y arte cuanta vemos campear hoy en los placeadores modernos. Cuando comenzaban tales bufonadas o tocaban a desjarretar, los caballeros se retiraban desdeñosamente del toro, pues era cosa tenida por cierta que ni a toro rendido, cansado, mal herido u objeto de tales burlas, debía jugar lance ni ofender el noble y altivo caballero.

Hemos indicado que estos ejercicios comenzaron a declinar desde principios del siglo XVIII, por la ninguna afición que a ello manifestaba la corte francesa de Felipe V. Sin embargo, todavía en 1726 se imprimió en Madrid la Cartilla de torear a caballo, escrita por don Nicolás Rodrigo Noveli, que, según aparece, era muy entendido en ambas sillas, y muy singularmente en la jineta. En los preliminares de su libro bien relata el autor que por lo raros que habían llegado a ser tales espectáculos en la corte, se vio obligado a perfeccionar su afición en apartados lugares del reino, asistiendo a los festejos de toros en donde indudablemente se sostenía la afición antigua.

El mismo Noveli dedica su libro al duque del Arco, a quien presenta como muy entendido en las dos sillas y diestro en los primores de torear, acompañando además una aprobación de don Jerónimo Olazo, caballero del hábito de Santiago, vecino de Peñaranda de Duero, y a cuyo dictamen y fallo da mucha autoridad el autor, por la destreza, valor y gallardía del aprobante. Faltando a tales regocijos y festejos el aliciente que presentaba la nobleza con su ostentación y valor, entraron a sustituirlos en el entretenimiento del pueblo, como ya hemos dicho, gente de otro jaez, tomando un estipendio por su arrojo y habilidad.

Entonces los corredores y guardas del campo, ataviados con su capote de monte, su justillo de ante y con montera o sombrero, vinieron con su vara larga a ocupar el lugar de los de la lanza y el rejón, y la gente menuda de la guifa y del matadero tomaban la figura de los antiguos lacayos, esclavos y sirvientes. Pero éstos lograron dar al arte grandes adelantos. Francisco Romero, el de Ronda, inventó la muleta, presentándose a matar el toro frente a frente y con el estoque en la mano. Su hijo Juan Romero, y los hijos de éste, Francisco, Benito y, sobre todo, Pedro Romero, hicieron llegar el arte hasta el punto de donde no es posible pasar. Costillares inventó la suerte de volapié. Juan Conde introdujo, y nadie lo ha igualado, la del toro corrido. Cándido, dejando el calzón y justillo de ante como traje poco galán y de poca bizarría, introdujo el vestido de seda y el boato de los caireles y argentería. El licenciado de Falces, con mil juguetes y suertes que ejecutaba, fue el primero que puso las banderillas de dos en dos, ejecutando la linda suerte de clavarlas al cuarteo. Delgado (alias Hillo), con su desgraciada y lastimosa muerte, hizo más dolorosos los recuerdos de sus gracias y donaires con la capa y el toro.

En la gente de a caballo se dejaron ver hombres gigantes por su poderío y fortaleza para rendir a un toro, así como númidas o centauros para dominar y castigar al caballo. Los Marchantes, Gamero, Toro, Varo, Gómez, Juanijón, Núñez y el caballero don José Daza se hicieron émulos en cuanto a castigar el caballo y rendir al toro, de las gentilezas de los antiguos Ramírez de Haro, Rojas, Aguilares, Andrades, Vargas Machucas, condes de Puñoenrostro y cien otros famosos por la agilidad de su lanza, sus bizarrías de a caballo y sus primores con el toro. Laureano Ortega se hizo inolvidable, no tanto por la gallardía de su persona y buen corte de cara, cuanto por sus bizarrías con el caballo. Por el espacio de tres años, y por entre los azares de cien y cien corridas, se le vio sacar siempre salvo el caballo que montaba, que era una famosa haca mosqueada, que la perdió al fin en la plaza de Cádiz. A Corchado se le vio matar un toro con la pica, que, cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras, y matarlo. A los Ortices, a Míguez, a Sevilla y otros más, los hemos alcanzado todos, dejándonos maravillados de su destreza, valor y pujanza.

El escuadrón de esta gente que se formó cuando la batalla de Bailén, dejando escarmentados a los franceses en Menjíbar y otras refriegas, da poderoso argumento para deducir el partido que sacaría la caballería de guerra adiestrándola por la misma manera que nuestra antigua jineta, y con la espuela y las prácticas que se conservan todavía en nuestros llaneros de Castilla y Andalucía.

Si bien, como ya hemos apuntado, fue olvidando la nobleza poco a poco las galas primitivas de la jineta, no por eso faltaron de todo punto hartos caballeros que tomaran parte y afición a las trocadas y nuevas bizarrías del torear. Además del caballero extremeño Daza, que ya referimos, hombre gentil y poderoso a caballo por todo extremo, aparecieron en Andalucía el famoso vizconde de Miranda, marqués de Torre Cuéllar y otros menos famosos, que a pie y en el coso burlaban y mataban un toro como los mejores diestros de la época. El actual duque de San Lorenzo, cuando sus verdes años, alcanzó en Andalucía gran fama por los primores de su capa, y al duque de Veragua lo hemos visto en nuestros tiempos burlar y rematar un toro con valor y gallardía. Esto prueba que las costumbres de nuestro pueblo, por lo mismo de llevar en todo tal sello de valor, originalidad y bizarría, toman preferencia y alcanzan autoridad sobre los usos de la corte y los decretos y fallos de la moda. De cuantos personajes han tomado parte en esta clase de ejercicios, ninguno como el vizconde de Miranda, ya citado. Su gala, su buen corte, su ánimo y su destreza rayaban a tal punto, que le hicieron confesar muchas veces al famoso Pedro Romero que, no cuidándose de las glorias de sus demás compañeros de arte, sólo podían causarle envidia los triunfos del vizconde de Miranda.

El arte tauromáquico, que comenzó a descender desde la muerte de Delgado (alias Hillo), porque la guerra de la Independencia dio empleo glorioso a cuanta gente de ánimo y brío se encontraba en el país, volvió a resucitar con las lecciones de Romero en Sevilla y el ejemplo de Montes (alias Paquiro). La afición, que estaba adormecida, volvió a despertar con mayor fuerza, y en verdad se puede decir que hoy día se corren y juegan en España triple número de toros que ahora veinte años, habiéndose alzado nuevas plazas por todas partes.

No es este lugar a propósito para detenerse a defender el espectáculo nacional de las acusaciones e invectivas extranjeras. En este punto son ellas tan apasionadas, tan injustas y tan palpitantes de ojeriza y envidia, cuanto son odiosas y miserables las acusaciones que de otro género nos hacen. Los toros es un ejercicio arriesgado, y en esto está su mérito; tal diversión exige grande agilidad y buena conveniencia y hermosa proporción en el trabado de los miembros. En esto cabalmente se funda lo airoso y extremado de tales ejercicios: en ellos entra por parte principal y sin excusa el grande ánimo y esfuerzo del corazón; pero por esto es justamente por lo que son únicos para tales juegos los animosos españoles; pero concurriendo en un propio sujeto el valor, la buena proporción de persona y la habilidad y el arte, se encuentra tan seguro entre las astas del toro, como en los miradores de un balcón. Cuando estas tres cualidades, en verdad peregrinas, no se encuentran en el toreador en la debida y alta proporción que el caso requiere, no hay la menor duda que pueden verse siniestros y azares; pero siempre son lejanos y no computables, por regla general. Pedro Romero bajó al sepulcro después de haber lucido su gala en toda España, habiendo hecho morder la tierra a cinco mil toros, sin haber sufrido una cogida y sin sacarle una gota de sangre. Su alta estatura le hacía dominar la fiera; el buen corte de su persona le daba presteza de una parte y exactitud maravillosa para todos sus movimientos. La fuerza que mandaba en sus jarretes le hacía siempre mejorarse sobre el toro, y con el poder de su muñeca remataba instantáneamente al toro más pujante en cuanto la punta de la espada tomaba cebo en el cerviguillo. Si a esto se añade ánimo y corazón a toda prueba, que no le dejaba conturbarse en medio del trance más peligroso, y arte y habilidad inagotables que le sugerían recursos en los mayores apuros, se tendrá idea de lo que fue aquel dechado y modelo del circo español.

No hemos hablado, y de propósito, de la jineta española, sino en lo tocante y que se refiere a los primores del torear. Para hablar de las otras gentilezas y ejercicios que en lo antiguo abrazaba tal arte y que cobijaba también la caza, la cetrería y ballestería, era necesario, no ya el calibre de un reducido artículo, sino las anchas dimensiones de un libro. A pesar del desuso de los tiempos y de la superioridad que sobre la jineta últimamente tomó la brida, todavía las hermandades de Maestranza, en las ciudades de Andalucía, conservaron por mucho tiempo los recuerdos de aquellas caballerías españolas. Las parejas, las carreras y aun los juegos de cañas vivían todavía al principio de este siglo; y últimamente, cuando la jura por princesa de Asturias a nuestra reina, aparecieron las Maestranzas en esta corte, ejercitando sus nobles y útiles bizarrías.

No ha habido partido en la tribuna, ni periódico en la prensa, ni hombre que haya asaltado el poder en estos últimos quince años, que no haya poblado el viento o manchado largas columnas o llenado los papeles oficiales de prédicas, lamentaciones, proyectos y medidas para fomentar las castas y mejorar la cría caballar. De tanta solfa como se ha cantado y de tantos registros como se han pulsado, nadie ha indicado siquiera la única medida que, sin lastimar derechos creados, ni proponer cosas que por difíciles son enteramente inaccesibles, puede dar un resultado inmediato y poco costoso. No es otro el medio que el estimular el celo y la vanagloria de las Maestranzas, para que vuelvan a poner en uso sus antiguos ejercicios, avivando así la afición a los primores de las dos sillas, cosa que ha de dar por consecuencia inevitable el fomento de la cría caballar y la diligencia y cuidado conveniente para obtener buenos caballos. Las sociedades formadas para mejorar la cría, muy útiles sin duda, y procurando grande honor a las personas que las han formado y puesto en buen concierto y organización, no producirán jamás el resultado general que se apetece. Los cruzamientos y combinaciones de razas que se verifiquen abrirán grande campo a la observación de los curiosos e inteligentes; pero, por lo mismo de ser esto tan costoso, los resultados no tendrán aplicación, y jamás se conseguirá lo que debe desearse, que no es otra cosa que el mayor número posible de excelentes jinetes y de buenos caballos.

Puesto que en Madrid residen siempre tantos caballeros de todas las Maestranzas, y supuesta también la gran comunicación y movimiento que la capital tiene hoy con todas las provincias, fuera cosa así fácil como útil el que estos caballeros se reuniesen para repetir en Madrid los diversos ejercicios que les deben ser familiares, como deprendidos y ensayados en sus respectivas Maestranzas. Esto daría más inmediato provecho y resultado que no los interminables decretos, instrucciones y reglamentos que de tiempo en tiempo vomitan desacordadamente esos ministerios y secretarías. Más consideración ganarían las Maestranzas cumpliendo así con sus nobles y antiguos institutos, que no solicitando el fuero militar o este o aquel nuevo arrumaco en los uniformes, que así alteran su antigua y noble sencillez como los aparta del espíritu de la venerable institución antigua. Altos y entendidos personajes existen en nuestra grandeza que, si a sus manos llegan estas observaciones, podrán prestar al país más servicios desenvolviendo y aplicando esta indicación, que no el Gobierno haciendo nuevas ediciones de errores ya conocidos, o proponiéndose llevar a cabo propósitos dificultosos e imposibles.




ArribaAbajoLa miga y la escuela

«[...] que yo trocaba con él los peones, si eran mejores que los míos; dábale de lo que almorzaba, y no le pedía de lo que él comía; comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro, y entreteníalo siempre.»


Vida del Gran Tacaño. (Cap. II.)                



   Muchachos del aula,
en horas de asueto,
burlando a Nebrija,
se enredan en juego.
Peón y rayuela
de estrena tuvieron;
San Miguel y el diablo,
la billarda luego:
mas por arrullarle
al dómine el sueño,
recetan el toro,
abreviado infierno.
Olvidan sus bandas
César y Pompeyo;
ni el asno y corona
sirven ya de freno.
Echaron chinita
con pausa y sosiego,
y en cesta ballesta
corrió todo el cerco;
en Andrés Berruga
recayó el sorteo;
un rollo de chico
de quintal y medio,
de condición mala,
en tino certero;
pedrada que tire,
cachivache al suelo.
Le envidia la turba
ser toro tan presto
(afición temprana
que todos tenemos).
Al zaguán lo nombran
de toril chiquero,
por valle y palenque
al tapial mampuesto.
Ya la ceremonia
iba a dar comienzo,
cuando de la miga
atalaya hicieron.
Señora maestra
quedóse durmiendo.
Al dar de los gritos,
las chicas salieron.
Canuto y Pilatos
les van al encuentro,
como embajadores,
y ofrecen asiento.
Con muchos remilgos
y mil embelecos,
responde la Nena
al acatamiento.
Su devantal trae
pespuntado el medio;
y en un sendo coco
remangado el pelo.
Damas le acompañan
de alcurnia y respeto,
la Toña y Menguilla,
la nieta del Tuerto.
También Maricota,
Pepona Talego,
y Tusa Villodres,
hija del Tendero.
Cada cual escoge
su lindo don Diego,
y llenan la plaza
con su contoneo.
Por dar a las damas
mayor lucimiento,
alzan los galanes
tablado cubierto.
De sala de estudio
rebañan al vuelo
el escabel cojo
de pino mugriento.
La Nena preside
con gesto muy serio,
pues fue hecha condesa
por el nacimiento.
Para dar la venia
previene el moquero
(a un jeme no alcanza
de tela de angeo).
La música rompe
el noble concierto,
mayando seis gatos,
gañiendo diez perros;
suenan por timbales
dos huecos morteros,
tañen por platillos
rodajas de hierro:
y Tolo repica
a compás dos tejos,
pues en contrapunto
es grande maestro.
Da el Zopo la seña
como trompetero,
con su pipitaña
que chirría los sesos.
Se dispara el toro,
lleva el diablo dentro,
da vuelta en el coso,
bufando y corriendo.
Si no con la frente,
con la mano al menos,
esgrime dos astas
testuz de carnero.
Picador de vara,
le sale a los tercios
colás el Bellaco,
jinete estupendo:
sobre Blas cabalga,
rucio verdadero,
del puente del asno
huésped sempiterno.
A espuela ya brida
lo rige el piquero,
montando a horcajadas
por cima del cuello.
Se ufana torciendo
muy airoso el cuerpo;
la pica, una caña
que arrancó del huerto.
Berrugilla (el toro)
fin dio a su escarceo,
y ante el espantajo
se para frontero.
Al prójimo darle
quisiera de lleno,
cual picaña fiera,
con entendimiento.
Acomete al postre
furibundo y ciego,
en la cornamenta
la lanza prendiendo.
Forceja Berruga,
aprieta el lancero,
en vilo se quedan
los dos sin resuello.
Mas Berruga acuerda
los veinte tan recios
que le dio el Bellaco
de orden del maestro.
Arremete y cierra
con rencor frailesco,
y a entrambos derriba,
rocín, caballero.
Malparados caen
en tierra revueltos;
por salva la parte
los emboca el cuerno.
Acuden peones
y los cuadrilleros
con sus capotillos
de tabí muy vicio.
Dan citas al toro,
mas él se hace el sueco:
¡qué lluvia de coces!
¡qué gran moqueteo!
Al fin se retrae,
los deja por muertos,
se encara a las capas
y parte tras ellos.
A cuál lo voltea,
a tal le da un vuelco,
o por el trascoro
le abre los gregüescos,
beato el que puede
por pies más ligero,
en la talanquera
tomar valla y puesto.
Ya la escaramuza
más se iba encendiendo,
cuando Jusepillo
saltó en plaza suelto.
Al mirador pide
venia y rendimiento,
volviendo los ojos
hacia su embeleso.
Sacó caperuza
de papel burlesco
que sobró en Cuaresma
cuando el partimiento:
de cartón picado
espaldar y peto,
con su taparrabo
de bocazí negro.
Lleva rehiletes
con arpón y fluecos,
y al toro provoca
los brazos abriendo.
Parten uno al otro
con torvos intentos;
mas corta Jusepe
tierra al jarameño,
y en suerte vistosa,
cogiéndole al sesgo,
le clava en la tabla
los dos instrumentos.
Lo aclama el concurso;
responde él modesto,
saluda a su dama,
le arroja ella en premio
el bollo de azúcar
y hornazo con huevos,
que de merendilla
le dio padre abuelo.
Iba ya Calbete,
estoque blandiendo,
a matar de un golpe
al toro primero,
cuando de improviso
llegó un aguacero,
que diablos son bolos,
nada dejan quieto.
A la gresca y bulla,
aunque era gallego,
despertó el durmiente,
rascando y gruñendo.
La Dómina salta
también de su lecho,
y a la encamisada
dan en el torneo.
Los unos se escapan,
otros quedan yertos;
nunca asustó tanto
garduño a conejos.
Con la disciplina
principia el solfeo,
y el salvo honor paga
los pasados yerros.
a cortina alzada
sufren ellas ciento,
y a baja pretina
diez docenas éstos.
Quedaron los lomos
cual rojo pimiento,
con comezoncilla
picando y bullendo.
Así acabó en llanto
el toro y bureo,
que llanto es el cabo
de todo festejo.



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