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ArribaAbajoDon Egas el escudero y la dueña doña Aldonza

FECHO ES DE BURLAS

Dueñas, déselas Dios a quien las desee: mirando estoy dónde las echaré.


QUEVEDO, Visita de los chistes.                



   Meterte a sacomano me atreviera;
mas ante Elvira aféitate la cara,
y tal tu dura enjundia me prepara,
que en ti abra cala un espetón siquiera.


Desperdicios de un soneto.                


Horas de vísperas eran cuando en largo de la cal de Sant Romant, de Toledo, paso a paso divagaba un escudero en continente reposado, ansí como pavón atildándose en la sombra. Sus calzas de entray atacadas a rico jubón colorado, capa palmilla revuelta al brazo, e gorra aceituní con sendas plumas blancas e negras, bien demostraba que aquel gentil hombre presumía de caballero, bien que el no calzar borceguíes bermejos, tachonados con sendas espuelas, aína decía no haber alcanzado tanta honra.

En cambio, requería a menudo la luenga espada que pendía del talabarte, autorizando así la minúscula persona que no semejaba más que cimbel allegado a senda pértiga.

A poco trecho de casa donde el paseante enclavaba afincadamente los ojos, se abrieron los lienzos de la encumbrada fenestra, e una mano gentil que no cristiana, arrojó una letra que el paseante, a guisa de can, que con la boca abierta atiende coger la mariposa que pasa, pensó atrapar antesacando el pecho y abriendo los brazos en aspa de Sant Andrés; pero el papel avieso, como fecho de materia liviana, hizo cortes y ruedas, y ruedas y vueltas por el aire, pasando y repasando por entre los dedos del penitente para luego revolar e posarse en lo más alto del dintel de la puerta.

Don Egas, que tal fue su nombre de este hidalgo, para conquistar aquel joyel, apellidó en su ayuda los ingenios de guerra que están en uso para asaltar los torreones de las cercas y muros; pero al postre, acopiando sendos guijos lisos y escuetos de la corriente, trepando por ellos con su luengo acero, pescó el billete, que, desdoblándole de sus tres dobleces y aplicándolo como ensalmo a los ojos, sobre el calletre y por bajo de la higadilla (salvo sea la parte), leyó, después de la cruz negra del comienzo con capirotes encarnados, las siguientes razones:

«A vos, el magnífico escudero salteador de mi alvedrío: Magüer la entereza de mi honestidad afincóse en resistir la delectación de vuestros requebrados amores, tan de antuvión entrástedes por el rastrillo de trasparamento de mi corazón, que sin más estar en mí, me siento astreñida en rendir el mi homenage, y me juro en deliquios de imaginaciones vuestras. Otrosí el vuestro talante que pasea de continuo frontero a mis fenestras, magüer encogido e diminuto, halló medra en mi aspereza, e sepades (e en tal punto se me enrova bermejo el rostro), que campeará en el mi alvedrío in saecula saeculorum. E como el mi linage es de enjundia e añejo, inquirí que sedes de los buenos e viejos, sin ser retejado (Dios vos libre), ni conocer la Atora ni el sábado, ni mirades a furto el lardo; e otros supe, y vala por todo, que sedes de Solares de Carriedo, todo para gloria de esta mi persona ataviada hoy día en fecha con saboyana carmesí y verdugado de seda, y la toca con volante blanco pintajado con pinjantes ricos, visión en forma que si queredes reverenciar, acudir habedes a media noche por filo por el arcaduz del jardín. Subid por el tapial, y de allí por el abedul tomad tierra: catad de non caer, e si caedes catad de lastimaros razonablemente e nada más.»

Tres veces se le agolparon lágrimas de gozo a los ojos de aquel menguado lector, compañero tuyo en aquel trance de lición, ¡oh, benévolo leyente!, y tres veces suspiró y desahogóse el pecho. E aína rebozóse en la capa, y, asomando el rostro como cauto ballestero por saetir, repasó la calle, ojeando la fenestra de suso nombrada, e trasflor de verdes vidrios de Venecia, atisbó la figura de la enjaulada, que ni punto más ni punto menos semejaba a don Satanás enfaldado, e faciendo gentil mesura, volvió el cantón de la vecina calle enderezando a su casa para atender la escura noche.

Eran las doce muy corridas e la rúa estaba negra como malos pecados, cuando dos gentiles hombres así fablaban en puridad, andando su camino:

-Paréceme, amigo Egas, que no andades tan suelto por la calle sonando la queda como a sol tendido.

-Oh don Malicioso, ¿e non sabedes que el jaco de malla, e la cota, e el broquel, e el montante, e otros arrequives de tal guisa, algún tanto empescen e perturban los miembros? Más aosadas que el ánimo, más despejado va que nunca, e resuelto a todo. Mas dígame, dómine Tomillas, ¿traedes el discante y la letra para cantar?

-Sí traigo.

-Mas hemos llegado al lugar; vos faredes la escucha, buen Tomillas, mientras yo guindo mi persona por el tapial, ansí como me hagan la seña. Rasgad empero el instrumento, e apuntadme la letra.

Entonces el enamorado Egas, con voz entonada y ronquilla, cantó de tal manera con ayuda de vecino:


   Cuando contemplo en tal hora
el blanco envés de tu espalda,
y que recoges tu falda
para subir tan sonora;
don Cupido, o don demonio,
entra a rebato en mi pecho
y grito, un sátiro hecho,
yo requiero matrimonio.

Así cantaba Egas cuando se oyó caer una falleba, e otrosí, se oyó una voz que ceceaba desde rejas no muy altas e luego dijo: «Ah del gentil hombre.»

Llegóse el amador, dándole órdenes antes a su atalaya, e ansí fablaba a su señora:

-Tan mal parado no parástedes cuando paréme a parar los parabienes que para...

-Alto, alto, e non parareadme más, don apareador de lindezas; liso y llano e non tan alto de punto, non semejedes a saltador y surtidor de jardín que lanza agua alto, alto y se resuelve en nada. Empero esto aparte, dadme mercedes ya que os evité saltear murallas, e a riesgo de voltear os tengo aquí ni con tanto trabajo vuestro, ni tanto apartamiento mío. Recogí las llaves de este zaquizamí, e vedme aquí sola e sin mancilla, que las fembras de pro no temen trasgos ni fantasmas.

-Ya que por vuestro mandato he de parlar canto llano, vos diré, señora, que esta merced que de vos recibo la acojo con más gratitud de vuestra pudicia, cuanto hasta ahora no vos merecí que crueldades y sofrenadas.

-Así es la verdad, caballero; mas parad mientes que las doncellas treintenas, como yo, han de esquivarse con más ansia que los arrapiezos de quince a veinte; materia feble e quebradiza e que vos enloquecen a vosotros los amadores.

-No así a este vuestro servidor, que donde no ve persona entera o correosa, no ve al de provecho; además que non nací para endotrinar fija de vecino.

-Mi fe que habláis como el conde Lucanor, e que esa discreción me captiva. También vos diré que ora miro en vos perficiones que antes no reparé en ellas. Ejempli gracia: ese vuestro naso corvo y parvo, e arremangado un tantico como quien va a la frente me ponía un miedo cerval como a doncella asustadiza; parecíame jeme de gigante sayón desplegado por la mitad de vuestra cara, e las carnes me bullían viendo los anchos lunares como de almagre que le paraban. Empero ahora no miro en él que miembro apuesto que vos autoriza cumplidamente; e miro más, e veo a ese don Cupido de quien cantabais que cabalga en ellas, fablo narices, e que con sus viras batiéndoos a guida de acicates, os llama la sangre en aquel lugar.

-Non me sonrojéis con los vuestros loores, mi señora...

-¿Dejástedes quien vos ficiese espaldas? Pues creí escuchar algún rumor.

-Fieme en el buen Tomillas, tañedor de laúd e dulzaina, e él dará rebato en toda aventura... mas hele, hele por do viene.

-Mala landre me mate si no somos acometidos. Tres campañarios armados entran por la calle, de cada paso llevándose media plaza de andadura, y en las manos menean por mazas sendos robles o palos de navío.

-El miedo vos face abultar las cosas, buen Tomillas.

-Decidme, gentil hombre, ¿sedes poeta?, que según faciedes uso de hipérbole, o yo no me apellido Aldonza, o podéis bien facer un poema; andad a vuestro puesto, don Babieca, que eso que vos semejan campañarios habían de ser los mozos gabachos del comendador Núñez, que facen burlas e escarnios ruando por el barrio, como que hoy es martes de antuejo. Idos, idos e non conturbéis nuestros coloquios.

-Ansí será, e la peña de Francia no me desampare en este oficio de atalaya de amores...

Y se fue el escucha y prosiguió don Egas:

-¡Oh, doña Aldonza!, círculo de mis ruedas, blanco de mi cuidado, e cuento de mis vueltas e revueltas, dejadme, amparadme de vuestra diestra.

-No me retocéis la mano por entre las rejas de la fenestra, travieso mancebo, que tengo ante los ojos aquello de lo barato dado, caro llorado. Atended al tiempo y no quered perder el rocín y las manzanas.

-El tiempo tiene atiende, tiempo viene que se arrepiente; perdonad algo a la fuerza del mi amor.

-Todo home face tales añascos y marañas para burlar a nos las doncellas, e después de burladas, el duelo ajeno del pelo cuelga.

-Mal alfajeme remoje las mis barbas si mi promesa..., pero el pobre Tomillas lo rematan... ¡Santo Dios, qué vapuleo!

Y era así, que los mozos gabachos del comendador, que todo el día anduvieron guantando con blanco a los vagantes, y sujetando jirones y añaceas al manto de las dueñas, encontrando de estantigua al buen Tomillas, por la medianoche la arremetieron con algazara, e le atapaban la boca con poleadas de yeso cual a chico mamón, e el cuitado gritaba:

-Que me rematan a coces y cucharadas.

Dejando la turba alegre a Tomillas malparado, embistieron con el amante, que en buen paladín en medio de la calle blandía la espada para reñir como bueno, animado por las voces del marimacho enrejado, que le acuciaba a reventar de fuerte, o semejándole en lo bravo a Leónidas e a otros perillanes de la antigüedad.

Pero el atónito escudero, ya porque remembrase la paciencia cristiana, o bien porque la disforme catadura de los desenvueltos mancebos que venían de carantoña y botarga le turbase los sentidos, ello es cierto que tomó una retirada sin más compás que los espaldarazos y cintarazos de aquellos tarascas o garduños, e aínda llevando el agua va de los vecinos.

El molido se recogió en su morada, e la dueña, dando ventanazo, se refugió en su recámara, matando las alimañas e correderas que encontraba al paso en el desván, no cansándose de maldecir por el hombre que tan mal defendió el paso, e revolviendo en su mente la traza de vengarse de amante tan amilanado.

Don Egas fincaba en su lecho repasando en la mañana los azares infaustos de su correría nocturna, cuando ante él apareció un muchacho vivo e agraciado que le entregó una epístola con nema negra, y le preguntó:

-Niño, ¿sois paje?

-¡E que no, señor estafermo, digo enfermo! Soy el monaguillo del barrio, cual lo vedes por la hopa que visto; e llevo, e traigo, e tomo, e pido.

-Pues toma -dijo el del lecho- esos tomines, e la Magdalena vos guíe.

Allí rompió la nema y leyó esto que sigue:

«Al follón, al ruin, al asendereado e más molido de todos los escuderos:

Vos vide fuir al cantar el gallo, entendí el son del bataneo que vos ficieron en los lomos; abollados se os mantengan.

Non mantuvisteis el campo como ardido, ni vos salvastes con cautela, mas sin cerrar vez siquiera, tomástedes calzas de Villadiego e corristeis a puto el postre.

E ansí magüer fagáis en mi desagravio diez torneos e dos pasos honrosos, e quebredos trescientas lanzas vos fago siempre la mamola; chicos e grandes vos escarnecen e dicen que a hombres de Castilla nunca el mesmo diablo puso miedo, cuanto más los antifaces e mojiganzas; e otros dicen, ¡Santa María, qué horror!, dicen que la fuida vos soltó los pies, e vos corrió la vicaría, e que de acullá vino que sonástedes por bajo la dulzaina, e non era dulzaina, e que oliades non a estoraques ni algalias, sino peor que azufre. ¡Puf! ¡Qué blasfemia!

Id en mal hora; e jardinero os recoja para sus eras, que non limpia e aseada dueña doña Aldonza.»

Tres días de sol a sol, el pesaroso Egas quedó sin catar pan ni tragar agua, llorando con los ojos y cacheteándose con los puños por su flojera de nervios; al cuarto día tomó descanso, al quinto anaranjeó un gallo, e jugó a las tablas, e de allí a otro día reía a la desesperada, e cuando le tocaban la retaguardia sólo respondía:

-Más vale vergoña en cara, que cuchillada.

Saludable consejo que de marras aquí muchos prosiguen e obedecen.

E otrosí: oteando en su magín el buen don Egas, reparó que, si a interrogación se debe respuesta, con mayor fuerza de derecho toda epístola traída en recaudo pide letra y carta en papel; y por tal resolvió no darse por muerto, antes bien, escribir su senda foja, y diciendo y haciendo ansí trazaba letras como signos de nigromancia, y dijo:

«A la por ahora mitrada en tocas y rabuda en haldas.

Tal espinan y escuecen las razones de vuestra epístola, que no semejan sino escritas con el bello de vuestros belfos y quijadas, que no son más ásperos los ortigales de la montaña.

Si me catástedes repararme y retirar (que fugir non, ¡pese a Mahoma!), fue porque con cuatro no hay garabato, y que a mi hijo lozano no me lo cerquen cuatro; y más vale salto de mata, que ruego de bueno, y antes tuerto que ciego, y huido que no manco ni lisiado.

Y no pensedes que soy hijo de paloma blanca o Juan de buen alma que me tomo las barbas con jayán de tres estados y me barajaré con diez gigantes.

Y en cuanto a lo del punto por bajo, miente la bellaca, que, soy bien trabado de miembros y muy estreñido de natura que nunca por jamás me permitió hacer tal desaguisado, y por tal todas mis coyunturas y entrecijos huelen a estoraques y canela y estoy a prueba y pago la estrena. Non curo que vos podáis sofrir semejante espulgo si no es que don Lucifer fuese el husmeador.

Vos os habéis dicho en puridad: «Más valen coces de monje, que halagos de escudero.» Mas pronto vos veré como la pimienta negra, rugada, tostada y en pos molida. Si os ofendéis de mis razones, sabed que a quien me hace mal con la boca, le muerdo con la cola; y que habló la boca por do pagó la coca.

Tened por cierto que los mis amores no me entraron por vuestros ojos bellidos, sino atendiendo a que por falta de chapín metí mis pies en un celemín, o que por deseos de zuecos metílos en cántaro. No al sino que si Satanás no os empuña, los grajos vos saboreen. Don Egas; dos minutos después de mi redención.»

La carta fue y afufóse la tórtola, e ansí quedaron en flor y ciernes los amores de Egas e de Aldonza, fincando burlados los curiosos de ver que fruto e ingerto hubiera salido de cruzar dos cartas tan eminentes por su huero magín. E magüer la perfección de esta mercancía reservó natura para altos fines a tiempos más cercanos a nosotros, non embargante casándose separadamente Egas e doña Aldonza, difundieron prolíficamente su simiente necia e sandia hasta nuestros días, en que sus nietos andan en servicio de estos reinos por mar e por tierra. Es linaje eterno.

Tuvo cabo esta historia en la Era de César de 1342, e la escribió maese Cándamo.




ArribaAbajoHiala, Nadir y Bartolo


   Feliz el que cubriendo su cabeza
con la holanda sutil del blando lecho,
fija la mente en mágica belleza,
se duerme al alba en plácido reposo;
y mil veces feliz y más dichoso
si bebiendo en la copa del beleño,
visita las mansiones encantadas
que con oro y azul fabrica el sueño.


Soledades.                


¡Oh, Nadir! Estás cautivo y el feroz sultán Ismael no soltará jamás los nudos de tus cadenas. Tú tienes fértiles territorios, él posee grandes Estados; están en linde y deben confundirse, y con tu muerte, él los hereda como hermano de tu padre; triste catástrofe... ¡Oh, Nadir, me inspiras compasión!

-¡Oh, virgen hermosa! Tú no puedes ser sino Híala; tus acentos me revelan algo de más celestial que las vulgares bellezas del serrallo; tus ojos de gacela me manifiestan quién tú eres. Tú sufres como yo; tú, como yo,eres prisionera; si mi cárcel es el estrecho recinto de una torre, también es prisión tuya ese jardín en que vagas. Tenga el sultán un deseo, y ese ámbito se estrechará hasta...

-¿Hasta qué?

-Hasta el recinto de su camarín, hasta el cerco de su lecho. ¡Oh, Híala, me inspiras compasión!

-Resolución de mujer, es palma contra el siroco; se dobla, y finge que cede; pero al fin cumple siempre el gusto suyo y triunfa de la fuerza. Quien viene a verte en la torre de los Siete Sellos, algún poder tiene, y quien te habla desde un ajimez, alto cien codos del suelo, algo tiene de las propiedades de las aves, y el poder y la belleza sólo se rinden al placer. ¡Oh, Nadir, qué inadvertido eres!

-Las aves también se prenden, y la burla que en su loca venidad hacen de las redes, la pagan a caro precio, sacudiendo los hilos de alambre de su jaula y lastimándose contra ellos; el poder y la belleza los vence más poder y mucha astucia. ¡Oh, Híala, qué inadvertida eres!

-Nadir, a pesar de la indiscreción de que me acusas, tú tienes, tú tienes cierto oculto presentimiento de que te verás libre por arte y ayuda mía. Un sueño, una visión, cuyas circunstancias no quiero apuntarte, te han participado tal suceso, y las aventuras por donde has de pasar, y las finezas que me has de beber, y las delicias que juntos hemos de disfrutar, son casos tan verdaderos para tu fantasía, que todo lo crees con la mayor certeza; y es preciso confesar que no puede haber credulidad mayor como dar fe a las sombras del sueño. ¡Oh, Nadir, cuán crédulo eres!

-Híala, no negaré que hay algo de verdad en la relación que has hecho; los sueños son el único consuelo de los desgraciados, y ya halaguen sólo los miembros fatigados y lasos, o ya entretengan con sus juegos la sed de una imaginación ardiente, siempre es dulce el disfrutarlos. Pero el desvelo acerca al punto la mano fría de la realidad, y toda ilusión desaparece; así, mis sueños huyen, y con ellos la credulidad mía; si tú me juzgas crédulo, ¡oh, hermosa Híala, cuán crédula eres!

-Mira, Nadir, nos hemos echado en cara como defectos tres cosas, cada una mejor que la otra, y que juntas hacen el encanto de los sentidos y la delicia del espíritu; juntas, digo, forman el verdadero amor, y amor con juventud y belleza es el almíbar de los cielos. La compasión es ternura; ser inadvertidos es ser inocentes y crédulos... ¡Oh, Nadir! La credulidad, y la credulidad más ciega, es el único y cierto distintivo del amor. Si yo a mi amante le dijese (y no lo creyera) que volaba la montaña Kal, y que el mar venía encerrado en la concha de mis zarcillos, lo separaba al punto de mi mente. Así, Nadir, dejemos ese lenguaje, que, aunque lleno de flores, siempre presta alguna amargura, y dispongamos la evasión tuya y la fuga mía para cumplir tu sueño y completar nuestra dicha.

-Mira, Híala, ya en mí es un deseo, un delirio, un frenesí el más extremado lo que en tu corazón acaso no será sino un antojo pasajero. Pero, ¿perderé mis Estados? ¿Dejare de llevar a cabo mi venganza? Para mí la venganza es la miel de la vida, y el ponerte al lado de este ídolo y sagrario de mi corazón es el mayor encarecimiento de la pasión mía. Rompe mis cadenas, dame un manjar y toma con mi cariño la última lágrima de mi sangre; pero, antes de todo, déjame vengar.

-Mira, tus estados son grandes, son fértiles, pero el fruto más puro y la flor más linda revelan siempre la fatiga de un esclavo, el sudor de un infeliz. La venganza es manjar muy dulce, y debo saberlo, porque soy mujer; acaso estamos de acuerdo, y sólo nos diferenciamos en el modo; concédeme que nuestra venganza sea menos violenta y yo daré tal susceptibilidad a nuestro enemigo, que le sea dolorosa en mucho más. El acero casi se embota en la dureza de la mano, y una espina de la rosa hace lastimar y desangrar el corazón. Ya el sultán se abrasa perdidamente en el fuego mío; cuando al huir nos mire pasar por ante sus ojos y todo su poder no alcance a estorbarlo, su propio cuello se lo morderá de rabia, y para que no calme este leve sinsabor, todas las siestas le recordará su burla y nuestro amor la paloma azul, que vendrá a arrullar sobre su ventana. Por lo demás, puedes poner en el menos valer, en el desprecio, todas las riquezas de tu herencia, y todas las arideces de tus floridos vergeles. Mi dote te hará más rico que todos los monarcas de la Arabia y de la Persia, y sólo consiste en esta llave, este listón y esta mariposa blanca y verde de Cachemira. Con la llave abrirás y entrarás y visitarás invisiblemente, desde la cabeza gorda y maciza del visir Barbaruk, hasta el último abismo del mar. Con el listón, sacándolo y ensortijándolo donde quieras, aunque sea en los círculos del aire, por un oculto sortilegio que no quiero explicarte, él mismo, y por su propia virtud, traza un oasis encantado, mansión afortunada de todos los gustos y placeres sin que la saciedad ni el fastidio tengan poder para entrar en el mágico cerco de la isla. Genios aéreos servirán el más leve de nuestros caprichos, sin emplear jamás las groseras manos del hombre (que no puede haber dicha en la pútrida atmósfera del sudor ajeno ni en el trabajo del esclavo). Carros de luz nos columpiarán en el éter, corolas misteriosas de flores peregrinas nos suministrarán, como en cálices de oro, los manjares más deliciosos, las bebidas más delicadas; y esta mariposa, en fin, nos llevará a nuestro antojo, y con la viveza del pensamiento, doquiera que mandemos, dándote a ti asiento en la verde y a mí en la blanca y siniestra ala. Mira, Nadir, cual despliega el insecto hermoso su plumaje de iris para volar hasta ti, llevándose la llave misteriosa que ha de abrir los siete sellos que cierran las puertas de tu torre. Abre, huye, y escapemos juntos de la vileza y podredumbre del mundo de Arismane, y volvamos a la isla de los encantos; parte, vuela...

-Tiendo, trémulo de placer, la mano, y me encuentro, ¡ira de Dios! ¡cuerpo de Cristo!, me encuentro con la mano gafa de mi criado Bartolo, que me movía y sacudía, cual violenta peripecia de tragedia, para despertarme del sueño más delicioso que mortal alguno pudo disfrutar: me asestaba aquel Longinos la larga lista de sus sisas, que como traidora lanza cotidianamente me dilacera el flaco y doliente costado, sacándome el revuelo rosicler de la plata y calderilla. No pudiendo mi imaginación abandonar el hilo de oro de sus ideas, aun todavía yo soñoliento, se me escapaban de mis labios estas palabras, que Bartolo tomándolas por otras tantas interrogaciones matinales de las que acostumbro hacerle, procuraba satisfacer, del mejor modo, entablándose así el siguiente diálogo:

-¡Oh Ismael!

-Don Rafael entró aquí muy de mañana; dio tres vueltas y cuatro carrerillas; por no despertarle, pintó a vuesamerced, con la tinta avinagrada del escritorio, tres o cuatro bordados en la cara con mucha sutileza, que todavía los conserva vuesamerced con el mayor primor (y era verdad), salvo que se han extendido, ennegreciéndolo de oreja a oreja. Diome cuatro capirotazos, llamándome bruto y asturiano; se almorzó el chocolate, quebró el vaso, tronchó dos sillas y se despidió, prometiéndome siempre volver después para diablear un poco.

-¡Oh, Híala, oh, hurí mía!...

-Doña María entró también con la doncella de su sobrina; trajo papel del sello pobre para un memorial pedigüeño que debe vuesamerced hacerle; dejó nota de la mucha hambre que padece, nombre del marido que pudo tener y murió, y estadística del estado en que puede hallarse la niña; dejaron la ropa blanca; me dio cuatro pellizcos de monja, y volverán para lamentarse, la vieja, del tacaño tiempo, y la sobrina, de la poca fe de los hombres...

-¡Oh, llave misteriosa; oh, paloma azul; oh, mariposa de Cachemira!...

-Señor, no fue Cachemira, fue cachetina, y cachetina endiablada la que se dieron. Él uno debía y dijo nones, y el otro quiso su dinero y decía quiero; fuerza era que se sacudiesen.

-¡Calla, maldito, calla! -le dije al fin-. No despliegues tus labios y no me martirices sacándome de los sueños que encantan para conducirme a las realidades que matan. ¡Calla, maldito, calla!

Pero todo fue en vano; el hilo estaba ya roto, y ya me fue imposible remontar mi mente hasta los palacios de Armida, de donde bajé en un salto; y así, el artículo principiado con las mágicas razones de Híala y Nadir, fuerza fue acabarlo con la parla rastrera de mi académico Bartolo.




ArribaAbajoBaile al uso y danza antigua


   El príncipe, el señor, el bien nacido,
el galán y entendido,
el resuelto y valiente,
cogerá en el danzar gloria luciente,
que tan alta corona
grave autoriza, airosa perfecciona.
[...]
   Danzan las aves en el aire vago
y en el salado lago
el bullicioso pece,
y el jabalí más trisca y se enloquece:
que en gozos celestiales
danzan las aves, peces y animales.


Poesía antigua.                


Bien así como tocábamos todos a los umbrales regalados de Navidad, así también llegaban al zaguán mío las señales de benevolencia de mis amigos. Mas cuenta que como en nada puedo valer, ni tengo pizca que dar, se guardaron muy bien de encomendárseme en la memoria con pañuelos de Barcelona, ni con regalillos de Andalucía, ni chucherías de Valencia, y mucho menos con esas golosinas apetitosas mejicanas y peruleras, que tienen por divisa el castillo y el león. Todo se redujo a tres billetes de diversas formas, aunque unísonos en la gallardía de la letra y finura del papel, que por contrarios registros me convidaban en una de las noches de Pascua de cierta diversión y sarao honesto y entretenido. El primer billete era de un honrado hortera, a quien conocí en la mercadería única de Jumilla, reino de Murcia, que aquí cayendo, allá levantando, ha formado muy gentil patrimonio entre los ingleses de Gibraltar y los españoles de las costas y fronteras. El tenor era el andante «Míster Juanillo Paco Martínez y Fernández convida al honorable Don N. para un té, pudding y negus en la noche tal: se entonará; The live the king, y se jugará un wisth, etc, etc.»; -El segundo billete, que casi estaba en castellano, se relataba de este modo: «Le Chevalier Pedro Pérez Porras invita a Mr N al soireé que ofrece al círculo de sus conocimientos. La calzadura de balparé y el pantalón corriente o coulant.»; -El tercer cartel, escrito en papel rico de Capellades y con letra de la más hermosa forma del maestro Torío, me decía: «D. Jorge Roberston, del condado de Essex, en Inglaterra, suplica rendidamente a Don N. que le acompañe tal noche en tertulia: el agasajo comienza a las once, y espera de la cortesía de su amigo no ser desdeñado.»

Por cierto que extrañan mucho estos billetes viendo que el más castizo y español lo es el escrito por el inglés Don Jorge; pero más se repararán y admirarán los oyentes y leyentes sabiendo que por curiosidad maligna o por mi natural disonante y exótico, admití el convite del billete más revesado y extravagante; esto es, el del caballero Pedro Pérez Porras, a quien no quiero defraudar en nada omitiendo la menor letra de sus nombres, prenombres y connombres. Llegado el día y hora, me envainé el vestido de terciopelo frisado que estrené en las juras de Carlos IV, y con mis piernas encanutadas me conduje faustamente a la posada del convidante, que, como otras de su clase, se conocen, por grandes y espléndidas, con el distintivo de Hoteles. ¡Qué idas, qué venidas, qué trasiegos del coche al suelo y qué revueltas del suelo al coche! La entrada se defendía con más contraseñas que la plaza de Figueras, y cada persona era avizorada, olfateada y examinada con más escrúpulo que fardo en almojarifazgo, o que joya de alquimia en mano de fiel contraste. En fin: vencidos tantos fosos y rebellines, me instalé gloriosamente en el recinto privilegiado del baile, donde ya vagaban alegremente damas y mancebos al son de ministriles y chirimías. Nadie pondrá en duda que si el caballero Porras convida malditamente en español, y si pone tarifa y pragmáticas de trajes para la entrada en su sarao, con todo eso es magnífico y suntuoso, no contradiciéndose lo rico a lo elegante y de buen gusto. Amén de esto, en siglo en que cada cual toma de lo ajeno lo que puede para sus goces y placeres, edifica sobremanera el ver a un buen hombre que gasta largo sólo en gracia y por fin de divertir a los otros. Esto lo encuentro sobremanera meritorio, por cima de cuantos modernos escritores digan y mantengan que todo cuanto el hombre hace es y lo ejecuta por interés propio o por egoísmo, lo que es igual mirándolo por ese lado. La calle de la Montera, las tiendas del Carmen, los soportales de la Mayor, y todas cuantas bujerías, embelecos y tiritañas se venden o toman al fiar en el ámbito de Madrid, se encontraban ambulantes y como con vida bajo mil formas, quier bellas, quier caprichosas, por el recinto iluminado de aquellos estrados y salones. Por más que digan filósofos tristes y saturninos que tanta beldad, que tanto amor, que tanto festejo y alegría no pueden despertar en la idea sino pensamientos severos y de aflicción, y por más que me canten la coplilla del Maestre de Santiago que dice:


   Los infantes de Aragón,
qué se hicieron...

a mí no me cuelan, que yo me dejo llevar del placer bonitamente, y, a pesar de todo, digo que no he de recordar ni la destrucción ni la muerte por los ojos de la cara que me pidiesen. Esta buena y alegre condición mía, no es sólo cuando me hablo y me solazo con dama que no pasa de los veintidós, sino que es igual aun cuando en la bulla y danza tercie con galanes y señoras cuya edad se signifique por tres cifras. En este baile hallé fisonomías que si levantara la cabeza, le fueran ciertamente muy familiares al señor Felipe V; pero ¿qué importa? El arte, el rus, los depilatorios, los cosméticos y mil específicos que casi tienen la virtud de la piedra filosofal, han inmortalizado aquellas pieles abadanadas, más que zurrador el gamito de Flandes.

Por entre aquellas turbas divagaba yo, oyendo aquí un requiebro, allá una cita, acullá un pese a tal, o por allí una maldición cordial a sendo marido importuno, cuando, al volver por un grupo de garzones y muchachas que se emplazaban para el rigodón, tropezaron mis ojos con aquel vejete despierto y parlerín, aquel erudito de la danza, que, si el pío lector recuerda, me dio la filiación del bolero con mucha salsa de noticias y curiosidades antiguas. Cogióme la mano afectuosamente, y díjome:

-¡Oh, amigo mío!, usted ha sido de los beatos y escogidos, de los predestinados por Júpiter, y señalados con bola blanca por la fortuna, puesto que lo veo en gloria y majestad, disfrutando de tanta delectación y encanto. Yo por mí -proseguía-, le afirmo que si mis años copiosos me roban el gusto soberano de medir los pasos a compás, y moverme con medida y gracia, me desquito en lo que puedo, acompañando a mi dulce tórtola -pues laus deo estoy casado-, y haciéndola bailar en cuantas danzas, saraos, bailes y tertulias tienen lugar entre conocidos y amigos. Mírela allí -y me señalaba con el índex una linda mujer de veinte años-, cual se columpia donosa y vistosamente entre los brazos de aquel capitán de guardias. Ello es que nada puede hallarse que llegue donde rayan las excelencias del danzado, siendo indubitable, según el sentir de doctores graves y emborlados, que la danza no es sino una imitación de la numerosa armonía que las esferas celestes, luceros y estrellas fijas y errantes, traen en concertado movimiento entre sí.

-Nadie negará -le respondí- que no venga ese arte de lo más alto y encumbrado que encontrarse puede, si, como usted dice, viene de las estrellas, y ya poco me falta para que crea que fue el sol el primer maestro de las danzas que tuvieron los hombres.

-Caro amigo -me replicó mi viejo, y tomando el mismo airecillo suficiente de marras-, cuál fuese el primer maestro o inventor de arte tan primoroso, es punto que admite opiniones, dividiéndose el campo autoridades de mayor y superlativo empeño. Celio Rodigini dice que Teseo llevado de Creta a la isla de Delos, dio principio a la danza, adiestrando algunos niños en tal arte. Otros afirman que fue Pirro; pero esto, a mi flaco entender, debe entenderse únicamente de aquel baile que, por su nombre, se llama pirrichio. Algunos sienten que la danza tuvo comienzo en Zaragoza; pero no señalan autor a quien se le pueda pagar patente de invento, y así es esta opinión muy desopinada, bien que a la que yo más me atengo es a lo que dice Aldrete, que este nombre de danza se ha tomado de Dan, capitán que fue, cual todo el mundo sabe, de una de las doce tribus. A éste tal, echándole su bendición Jacob, le llamó Cerastes, y se llamó Dan Cerastes desde entonces, como primero que dio reglas a la danza, y esto es muy de hacer y creer, como a las décimas se les llamó espinelas de su autor Espinel, y otros mil ejemplos que se pueden traer, llevar, citar, aducir y anotar...

-No me lleve, por Dios (le dije), a esas abstrusidades de erudición, que de puro remotas pueden parecer gratuitas e infundadas, y véngase a terreno más llano y a región más conocida.

-Voy de un vuelo -me replicó mi catedrático sonriéndose algún tanto, como dando algo de valor a mi ajustada observación, y siguió relatando así:

-Fuera prolijo, por cierto, si hubiese yo de referir las danzas peculiares de cada pueblo, y acaso tocaría en enojoso si quisiera comparar los compases, medidas y carácter de ellas con la condición y hábitos de las diversas naciones. En nuestra España puede decirse que, como en crisol en donde han venido a fundirse tantos pueblos y tantas razas y familias, se encuentran rastros, recuerdos y reliquias de las diversísimas expresiones que los hombres han adoptado para manifestar por el movimiento sus pasiones y afectos, ora temibles y sangrientos, ora afables y voluptuosos. En la jota aragonesa y en otras danzas de Cataluña y el Pirineo, se encuentra el compás, los accidentes y las mudanzas de los bailes griegos. En las provincias Vascongadas y en esto camino de acuerdo con mi amigo Iztueta, vemos todavía y oímos en sus zorcicos y otras músicas marciales los destellos, ecos y reminiscencias de la música y de las danzas célticas e ibéricas. El crótalo, que por todas partes de nuestras provincias se revela siempre bullicioso, acompañado de diversa manera, aunque siempre airosamente, las actitudes de la persona, nos recuerda, en gran parte, los festejos con que el pueblo del Lacio celebraba al dios de los jardines en los valles frondosos y apartados. Si damos un salto a nuestra morisca Andalucía, nos encontraremos allí con la desenvoltura oriental, restos de las antiguas zambras casadas acaso con otros bailes venidos de las remotas partes de entrambas Indias. Es verdad, amigo mío, que el diluvio francés que casi ahogó nuestra nacionalidad en principios del pasado siglo, puso en olvido, al menos en las clases elevadas, estas tradiciones de las costumbres y usos de nuestras diversas provincias. El insulso Minuet, el cansado Pasopié, el amable la Bretaña y otros pasos franceses desterraron de nuestros salones los bailes y danzas de antigua alcurnia española, de que ya hablé a vuesa merced en buena ocasión; pero el genio del país, que, como elástica ballena, se sacude y salta cuando menos se piensa, sirviéndole de poderoso resorte el más leve motivo, tomó muy pronto ruidosa venganza, en cuanto al baile, de la invasión francesa. Fue el caso que un don Pedro de la Rosa, maestro de danzas y que viajó mucho tiempo por Italia, regresando a España con mayores conocimientos en su arte, se propuso reducir a reglas fijas de baile nuestras seguidillas y coplas octosilábicas. Se dio tan buena traza, en verdad, que las seguidillas y el fandango alcanzaron lugar y plaza en todas las funciones públicas, cerrándose siempre con ellos los grandes bailes, como ahora con la grecca y el cotillón. Puedo asegurar a vuesa merced -prosiguió el viejo- que, si queremos calificar debidamente el fandango, no tanto debemos escuchar los propios encomios cuanto las ajenas calificaciones, porque han de ser más imparciales. Lea, pues, en las aventuras de Casanova, el juicio que formó de este baile al verlo ejecutar en Madrid en cierto sarao público, y sacará por el hilo de sus exclamaciones y entusiasmo las vivas y profundas sensaciones que hubo de probar, gustando con los ojos y con el alma aquellos éxtasis, desmayos, arranques y furores de la pasión y del placer, que forman, con el compás y la medida, y con las actitudes más apasionadas, la esencia y vida del fandango y demás bailes españoles. A fe, a fe, le aseguro que, si todavía tiene alma y vida nuestra nacionalidad, hemos de ver puestas a trasmano estas danzas extranjeras que ve vuesa merced figurar ante sus ojos en este salón, resucitando, si es que ya existió, o creándose, si es que aún no ha vivido, alguna danza española viva, sentida, gallarda y apasionada, que dé al traste y ponga sello de olvido a tales bailes, que más parecen concurso de estatuas silenciosas que proceden, que no a damas y galanes que se solazan con muestras de gentileza y gallardía.

Aquí llegaba mi orador, cuando, terciando a la derecha y mudando conversación, los ojos fijos en aquella que llamó su tórtola, díjome:

-Más vagara por este punto, tan del gusto mío; pero mi amada consorte ha quedado viuda; es decir, que la dejó su compañero pareja, y voy a entretenerla mientras halla otra distracción más amena que la de vuestro servidor, marido suyo.

Se disparó de mí; fuese, pero detúvose al medio del trecho; revolvióse para mí, y añadió:

-Vuesa merced se pierde de saber cosas mil, curiosas, así como de oír el romance que principié de Brianda, pero si mi mujer logra un coloquio del caballero P. Pérez Porras, soy al punto con vuesa merced, pues le agrada a la muchacha por extremo su conversación y sus novelas. Las exageraciones y las novelas divierten mucho a las mujeres, ya que no por otra cosa, al menos por la parte que tienen de embuste y embeleco.




ArribaAbajoGracias y donaires de la capa

Después de cuanto he dicho por mi cappa, aún la extrañas, y me preguntas que cómo pude por ella trocar la toga. ¿Qué mucho, si por ella tal vez se trocó el ceptro y la corona? [...]

Puesta la cappa en los hombros, como no es cerrada, puede derribarse del uno o tenerse de ambos. Aunque se prende al coello, no le aprieta ni carga. No causa cuidado alguno de conservar fieles los pliegues. Fácilmente se toma, fácilmente se trae y fácilmente se dexa; con la misma facilidad se manda y maneja y con essa facilidad propia se adereza.


(La Cappa de Tertuliano, cap. V.)                


Dévese considerar que se podría el cavallero hallar con una de tres capas, o capa corta, o capa de luto larga, o ferreruelo: si se hallase con capa corta, sea capa terciada, que es mejor: y soy de parecer que no le ponga fiador al cuello, porque parece muy mal en la carrera.


(Ejercicios de la Jineta, por el capitán Vargas Machuca.)                


Muy de sobretarde entrábamos en Sevilla de vuelta de cierta partida de caza en Bollullos del Condado, seis compañeros alegres y regocijados, así por los buenos azares que hubimos en el monte, como por las pláticas agradables y un tanto chistosas con que logramos engañar las horas del camino. Al atravesar Triana, don Juan, estrecho amigo mío y que tenía su posada al otro lado de San Román, volviéndose a los de la camarada, les habló así:

-Para hacer recuento y partija de nuestros despojos venatorios, y refrescarnos algún tanto de la fatiga y cansancio después de despolvoreados, me ha encargado nuestro compañero -y me señalaba a mí como su faraute para esta ocasión- que ruegue a todos vosotros que entren en su casa, que la hallaremos al paso, en donde la solaz logrará aumento con algunas aguas heladas y conservas que nos servirán los insignes Capita y Puntillas, los dos fieles servidores del amigo Solitario, famosos por sus raras habilidades.

Los camaradas fueron contentos en ello, y a los pocos minutos entrábamos todos por la cancela de la casa mía, que se cerró sonoramente detrás de nosotros en cuanto entró por su garguero el cabo que cerraba la marcha, que lo fue don Juan; pues yo me puse desde luego en la primera hilera para servir de guía y descubridor. Mis salas bajas se miraban regadas y preparadas al caso de aliviar el calor, el patio entoldado, los tiestos de azulejos, con pinos, nicaraguas y albahacas, adornaban el fresco círculo de dos fuentes, cuyos surtidores moriscos casi bañaban el artesonado con sus cristales, y ancha mesa enmantelada limpiamente y cubierta de agua de limón, naranja, nieve y dulces, y un aparador refulgente con la cristalería necesaria y dos grandes globos de porcelana, en donde retozaban y zambullían lindos peces de oro y nácar, traídos de los estanques del Alcázar, manifestaban bien que mis dos escuderos habían cumplido atildadamente, cuando no excedido, la letra y espíritu de mis instrucciones. Mis amigos fueron dejando sus ricas escopetas por los rincones que más a propósito y a mano se les parecían, y en otra mesa que se dejaba ver larga pieza más allá de la que se ostentaba de tal manera a la vista, fueron dejando descuidadamente las bandolas, los frascos, los polvorines, las astas con cebo y las bolsas de municiones. Después se fueron sentando o acaso reclinando por los sillones canonicales que de trecho en trecho se veían, o por las banquetas de zaraza y crin que decoraban todo el recinto. Despojados de los pañolillos del cuello, rociada la cara y bien oreados por el fresco ambiente que se respiraba en la estancia, nos pusimos al recreo del agasajo.

En tanto era muy de ver la buena diligencia, gracia y destreza con que mis dos continuos Capita y Puntillas desempeñaban su cometido, estando en todo, escanciando el vino y las bebidas, pasando las macerinas, sirviendo los bollos y bizcochos, y todo este tráfago y laboreo por la traza más singular de la tierra, pues Capita tenía terciada la capa, que, en verdad sea dicho, para nada le empescía ni jamás lo tropezaba, y Puntillas, moviéndose como una lanzadera vivaz y bien disparada, ostentaba en su boca allá hacia la región izquierda y casi al cerrar los labios sus perfiles, un cabo de cigarro que, según lo bien y seguro que seguía todos los movimientos, no parecía sino que era parte integrante de la boca, y que no podía desprenderse, caerse ni enajenarse de su lugar sin previa discusión y consentimiento de toda aquella máquina humana. Aunque nadie se daba por admirado ni fijaba su atención sobre visión semejante ni traza tan extraña, consideré yo por conveniente darme por entendido de tal singularidad poco respetuosa, y así, desde mi sitial de rey de la compañía, alcé la voz, y dije:

-En verdad, señores, que por grandes que sean los fueros que la democracia práctica de nuestra Andalucía pueda dar y conceder a los criados buenos y antiguos de las casas, no creo que alcancen jamás a permitir la llaneza casi irrespetuosa con que este par de buenas maulas nos sirven y nos tratan. Por cierto que tal no esperaba yo del buen instinto de Capita, ni de la discreción de Puntillas.

Apenas hube dicho estas palabras, el primero de los interpelados tiró con desenfado y gentileza la capa en el rincón más próximo (el otro escupió el cigarrillo), y aquél, en tono asaz suave y de afecto, me dijo:

-Señor, nosotros -pues aquí tomo la voz y nombre de mi compañero,- hubiéramos aquí desempeñado nuestro menester doméstico sin nuestros adherentes respectivos; es decir, yo sin la capa y mi camaradilla sin el cigarro, si en la mesa hubiéramos visto algún extranjero, o este y aquel español llamado y aficionado a las cosas de fuera, o si tuviéramos ante los ojos a algún forastero o personaje extraño; pero en mesa y cónclave en donde toman asiento, y en ton y son de regocijo y algazara, don Juan Ariurta, don Félix Marmolejo, don Alfonso Farfán, don Carlos Sayavedra y don Fernando Laso, reyes de Sevilla y gala y flor de la gente legítima de la tierra, creímos y tuvimos por cierto estar obligados a no abandonar ni la capa ni el cigarro, así por feudo nuestro como por gentileza de todo nuestro bando, ya que se va maleando, ahilando y corrompiendo de años acá...

-Tiene razón el señor Capita, amigo Solitario -dijo don Juan-; y puesto que la ocasión se presenta por el capote, y ninguna otra recreación se presenta por esta noche sino el ir por último a descansar en diez horas de cama los ocho días en que hemos fatigado esos montes y serranías, perdamos útilmente las dos que quedan de aquí a las diez oyendo como buenos discípulos y escolares, de boca de estos dos catedráticos, lo que se les alcanza y saben de virtudes y excelencias de sus dos respectivos e inapreciables muebles y joyas, a saber: la capa y el cigarro, que más fácil será para nosotros deprender estos documentos -añadió sonriéndose y mirándonos a los demás- que no los Vinios en maese Rodrigo o la Universidad.

-¡Que nos place! -exclamaron todos a una voz.

-Así sea -dije yo, acomodándome en mi sitial y echando una ojeada de comandos a mis dos sirvientes.

-Así sea -dijeron sumisamente los dos, trayendo sillas para sentarse.

Y Capita, que era el más licurgo, después de bajar la cabeza como para ordenar su taravilla, levantó el rostro y, con una volubilidad maravillosa, comenzó a decir:

-A mí me llaman Capita por ser hijo de Capota; nieto de Capisayo y biznieto de Capazas. Mis tíos los apellidaron, por sus inclinaciones y habilidades, Capicuelgas y Rapicapas, con otros primos y entenados a quienes llamaban los Capotes, Capotillos, Socapas, Capuces, Capotines y Recapotados. Toda mi familia, pues, ha sido de los de Capirote, si es que exceptuamos a mi antetío Mendotiras, que engendró a Mendotirillas, a quien luego rompieron en Mentirillas. Éste fue padre de mi primo Mentirón, padre de Mentiranzas, que todos han compuesto, formalizan y acolan genealógicamente en diversas ramas y descendencias, el árbol copiosísimo de los Mentirolas, Mentirolines y Mentiroletes que hace luengos tiempos alcanzaron, y aún hoy alcanzan, gran poder y valimiento en el redondel de España, singularmente desde que corre eso que anda desde 1843 acá; y de ellos muchos han sido ya diputados y casi todos ministros. Mi madre era también de la prosapia de los Capirotes, pues la llamaban Capelina, y no Clavellina, como malas lenguas dicen, y era hija de la Capisaya, prima de Capillera, sobrina de la Zurcicapa y más prima todavía de las Capiurdumbres, y Caperas, y Capoteras, y Capiagarras.

-Hijo, Capita -le dije yo-; no nos capees ni capotees más; déjate de esos primores y trabalenguas, y no andes por caballetes de tejado; antes bien, vente por lo llano y liso, y cumple lo que ofreciste en cuanto a garbo, gracias y habilidades de tu capa, y Dios sea con nosotros.

-Pues adecuadamente voy camino de ello, sin tocar en rama -respondió Capita-, sino que he querido y tenido por conveniente, previamente y con antelación, por mi ascendencia, progenie y casta de donde vengo, probar, demostrar y no dejar duda de que soy la mapa y el maestro deputado, sin necesidad de examen ni juramento, para hacer hablar siete varas de paño y valerme de ella en toda laya de apuro y aflicciones, y que la capa me es a un propio tiempo lengua que habla, gala que adorna, arma que defiende y el instrumento más pintiparado de que valerme puedo en cualquier fregado en que mi persona tome parte, ya sea por lo alto y encopetado, ya por lo entreverado y medianil, y ya por lo humilde, raez y rastrero. La capa es la concha del hombre, el arrimo del pobre, la medicina del menesteroso, el sanalotodo del enfermo, la guiropa del hambriento, el palacio del sabio, la estufa en el invierno, la garapiñera en agosto, y, en una palabra, la carne y pulpa del hueso que se llama hombre, y el tuétano del hombre, que aquí, hablando en poridad, es un purísimo, durísimo y malditísimo hueso.

-Capita, Capita -le dije, interrumpiéndole; no te me vayas por esos trigos de Dios; amaina, amaina de tu taravilla y cíñete a lo que es justo y razonable. No queremos filosofías ni sutilezas, y sí sólo deprender de ti las posturas, aposturas y composturas que tiene la capa.

-Pues ahí voy derecho como saeta -repuso nuestro catedrático-; pero tratándose de una materia tan alta y ardua, tan peregrina y extraña, puesto que no sé haberse escrito de ella tratado ni manual alguno, no ha sido fuera de propósito, antes de entrarme en harina, encabezar mi relación con algo de introito y de antezaguán; pero, puesto que tales preliminares no petan ni parecen bien, allá los echo, y entro en materia. La capa, después de la hoja de la higuera, es la primera de la vestimenta humana, y por lo mismo, siempre que los pintores y escultores representan al Eterno asomado por cima de la bola batahola que llamamos mundo, nos le pinta con una capa pasada por los hombros. Después, cuando Noé se embriagó, la capa de su hijo...

-Capita, hijo -le volví a decir-; deja esas erudiciones que a ti no sientan bien, y redúcete a representarnos aquí las lindezas, golpes, embozos y donaires de tu capa por el mejor modo que tú sepas, y nada más.

-Pues a eso voy -respondió-. Y dejando aparte estas honduras, diré -prosiguió mi paralisdero- que la española es la legítima heredera por línea recta y de varón en varón de la capa venerable de los profetas y de los filósofos antiguos, traída sin embargo al uso común de la vida, según los tiempos y las circunstancias, sin afectación ni mojigatería. Al llegar aquí me opongo y protesto contra todo el que prevenga, sostenga y mantenga que la capa puede confundirse y tener paricidad con el ferreruelo, el gabán, el capimonte, el albornoz y el manteo. Nada de eso, no, señores; cada una de tales prendas y vestiduras podrán tener sus excelencias y virtudes, y otros escritores, pues escritores hay para todo, pueden ocuparse en esas lucubraciones y que el diablo sea sordo, que en cuanto a mí, sólo me propongo explicar, enseñar, pintar y definir las galas, perfecciones, maravillas y portentos de la capa española, conservada en toda su pureza y esplendor en la ancha, rica, fértil, valiente, creadora, sustanciosa, arrogante y poderosa Andalucía, madre, maestra y señora nuestra.

Y al decir esto Capita, bajó la cabeza con cierta veneración y recogimiento. Después añadió:

-Y la capa, para ser capa, no debe llegar hasta los tobillos, ni quedarse por sombrero de los muslos, que el alargarse allá es achaque de hábito, y el quedarse por aquí es cosa de tacañería y prenda rabicortona; ni debe exceder de siete varas, ni recortarse hasta las cinco de paño, que aquello es embarazoso y de estorbo, y esto es perder la prosapia de capa y trasladarse a la estructura de mal capote. La capa, pues, para que obedezca hasta en sus mínimas y semimínimas los pensamientos de quien traerla sabe, cual suele suceder al jinete con los caballos bien arrendados y embocados, debe estar muy hecha y ser algo manida, quiere decir, que su amo la ha de conocer por tacto, uso y costumbre de tiempo atrás; ha de ser cosa llevada y traída lo menos por seis meses, y que haya dejado el husmo y lustre de la tienda, que es como si dijéramos perder el pelo de la dehesa, y, en una palabra, debe haber pasado a ser mesmamente el tegumento y el pellejillo de la persona. En tal aliño y con tal son, ya la capa está acorde y a punto de cualquier mandar y volunto del hombre. Por ejemplo: aquí se ve la mía, que no me dejará mentir.

Y dando gentil salto Capita hacia el rincón del aposento, nos mostró con cierto aire de vanidad su capa, teniéndola primorosamente tomada por el cuello, y levantando el brazo y aupándose después para que no besase el suelo.

La capa, en efecto, sin ser inválida, bien pudiera jactarse de muy veterana. De pardomonte de Grazalema mostraba paño entre fino y treinteño y de a tres por púa; y muy suelta de haz y de envés, pregonaba a voces que era dúctil y muy fácil para ceñirse al cuerpo, adecuada para el emboce, y pintiparada para los pliegues y despliegues. Después del alarde y muestra que de su alhaja hizo Capita, dio una media vuelta, y la capa, como por encanto, vino a posarse suavemente sobre sus hombros, no de otro modo que el cimbel que anda revolando viene a reposarse en la pértiga, su habitual morada, cuando ella siente llamarse por la mano amiga. Capita, sintiéndose bañado ya por su talar vestidura, prosiguió delirando así:

-Heme aquí, señores, con el manto real de armiños de todo hombre honrado. La capa apenas me muerde los hombros y, sin embargo, se cuenta allí tan segura como si se sujetase con dos escarpias, y vean qué gentil escarceo armo con los pies -y era verdad que lo armaba-, y observen qué desenfado de movimientos -y no engañaba en lo que relataba-, y atiendan qué devanar de brazo -y era muy cierto que los movía como molinos de viento-; y miren siempre cómo, a pesar de mi danzar de cuerpo, esgrimir de pies y bullicio de brazos, me sigue siempre la capa, como la sombra al cuerpo, como el cuestor al contribuyente y como la cola al pájaro que vuela, sin desampararlo nunca. Si a la distancia de cincuenta pasos, si desde el tercer piso de cualquier casa me disparan un trabucazo de siete varas de paño, es decir, me escupen a la cara, con la capa mía no tengo más que perfilar este movimiento -y hacía un quiebro y desguince inexplicable, y ¡zas!, sin mirar más en ello, viene la capa a abrazarse amorosamente conmigo, como si fuese mi segunda mitad. Así, pues -y sirva de voz de atención-, esta es la posición natural de la capa.

Y diciendo esto, requería el cuello con ambos pulgares de las dos manos, y daba al cuerpo cierto aire galán y desembarazado.

-Teniendo esta lección bien presente, como que tal postura es la base y piedra angular del noble arte que profeso, entraremos ahora en la explicación didascálica de la capa.

-Didáctica querrás decir, Capita, hijo -le interrumpí, oyéndole su disparate.

-Para mí -me repuso el maestro-, tan disparate será lo uno como lo otro; pues yo lo que quiero decir es explicación o enseñanza, y es más castellano. Siguiendo en mi discurso interrupto -¡y cuidado, que no gusto de interpelaciones!-, sentaré por principio que el arte de la capa se contiene en tres grandes secciones, mereciendo el estudio de cada cual de ellas la vida entera de un varón, sin excluir las hembras. Estas tres secciones en que se divide la ciencia son la capa de rúa, la capa de toros y la capa de a caballo, abrazando todas tres el número de treinta y tres mil novecientas cuarenta y cuatro suertes y media y tres octavos, aunque en mi propósito no entra por ahora sino el hablar de la primera sección, que es la que enseña el arte de llevar y traer la capa en los usos comunes de la vida.

-Paso por esa triforme división, y hago la vista gorda sobre ese número excesivo de suertes, posturas y lances -dijo algo socarronamente don Juan Ariurta, dirigiéndose a Capita-; pero protesto contra esas fracciones de suertes, esos medios y esos octavos, que para mí son cosas de dislate, cuando no supositicias y arbitrarias. Y no me apeará de tal convencimiento si no se principia la explicación por los quebrados, ya que en cuanto a los enteros, ¿quién ha de tener paciencia ni posibilidad de escuchar una por una esa enumeración asombrosa de las treinta y tres mil novecientas cuarenta y tres suertes, y para cuyo conjunto ni aun se ha pedido la salvedad del error de pluma o suma?

Capita miró atentamente a don Juan, como maestro que ve con compasión el sentido voto del escolarillo que no cree a pie juntillas los aforismos y preceptos, y dijo con severidad y magisterio:

-Hay sus fracciones en los lances de la capa, como tienen sus quebrados los movimientos del cuerpo. Va un amigo a tomar la rosa que está en el pechero de una mujer y, al tender la mano -y va de ejemplo-, ve al marido, u otra bestia por el estilo, que le sorprende la intención, y el hombre se queda así -y Capita daba a las manos, al rostro y a la persona toda, cierta aptitud entre trágica y cómica-; pues esto es quebrado de movimiento, porque no se perfeccionó la intención; se quiso, y no se llegó a la gloria... Señores -dijo, volviéndose con cierta impaciencia a los circunstantes-: ¿no es ésta la razón? Pues, para acabar de ponerla de mi parte, voy a dar fundamento de mi dicho, y quiero, antes de entrar en el menudeo de los treinta y tres mil novecientos cuarenta y tres lances, hacerme cargo del medio y de los tres octavos de la suerte de la capa. El medio justo y cabal en las suertes de la capa es cuando un hombre va a pasar el río y se lo encuentra al endino con agua bastante para los taberneros de Madrid y de Sevilla; es decir, capaz de endiluviar otra vez el mundo. ¿Qué hace el hombre? Toma su capa, la dobla boniticamente, se la echa al hombro como las argeñas de lego demandante -hay quien opina que si hay agua en demasía debe auparla a la cabeza-, y pasa los raudales alzando los morros para no oler el fato del agua, que para un aficionado siempre es perjudicial y mal sano. Esta es media suerte, y nada más; porque si bien la capa va pegada al hombre, todavía no la ciñe ni cobija, ni entra el arte por ella en nada.

-¿Y los tres octavos, alma de Caín? -replicó don Juan.

-Tenga cuajo, señor don Juan, que, según sus preguntas y retrónicas -repuso Capita-, debe ser don Juan Clímaco. Tenga cuajo, y deme lugar para que me descarte de mis palabras, que no soy talego ni costal que vomita de una vez. Los tres octavos de suerte con la capa son los siguientes: Se encuentra vuesa merced, por casualidad y nada más, en casa de malas mujeres, en la tienda de un montañés después de las diez en invierno y de las once en verano, o, en fin, se mira vuesa merced entretenido en mirar los pies de la sota o los corvejones del caballo en alguna casa de diversión a quien los malhablados llaman garitos, y ¡zas!, llaman a la puerta... ¡La justicia! ¿Qué hace un hombre, entonces? Si va a la puerta, está tomada por el piquete; si va al postigo, allí está el señor Lagrava, o el señor Gálvez, o el señor Campa; si se agachapa aquí, le husmean los alguaciles; si se escabulle por allí o por doquiera, me lo descubren o me lo aciguatan; ¿qué hacer, entonces, un hombre listo y corrido, y que tiene en su capa no sólo su arrimo, su remedio, su redención, sino también sus alas? ¿Qué?... Abre la ventana de la trastienda o espaldas de la casa, siquier tal ventana estuviese a treinta estadios del suelo; abre la ventana, digo; salta en la ceja y borde de allá, arroja la capa muy rebujada y formando tornos y espirales con ella, e incontinenti, y súpito sanguino, se deja ir tras ella. La capa sirve de peana y sostén, y es como la nube de las glorias en los cuadros del señor Bartolomé, que no dejan desnucarse a los angelitos que van por el aire; la capa, digo, sirve de escotillón suave, de paracaída exquisito, de columpio apacible y aparato maravilloso, y máquina de descenso admirable, que, como el hombre siga bien la perpendicular sobre ella y no se me ladee a derecha o izquierda, es cosa sabida, primero, que siempre llega abajo, y como no se rompa las piernas del todo al todo, suele escabullirse, dejando a la justicia y a los señores de la policía con narices a tres palmos. Aquí hay tres octavos, sin llegar a medio de suerte, porque si bien la capa juega siempre en el lance, va siempre fuera de la persona del justeante, confinando con ella siempre y no llegando nunca hasta que tiene efecto el agradable caso de reunirse y consolidarse en uno el suelo, el diestro volador y las siete varas de paño. Queda, desde luego, sentado que en pizca alguna de lo por mí propuesto como doctrinal se encuentra nada que huela a supositicio o arbitrario. Pero, dejando esta vereda de atraviesa de los quebrados para volver al camino real y entero de mi comenzado discurso, diré: que la primera sección en la materia de las capas se divide, naturalmente, en noventa y seis capítulos principales, que en cada cual de ellos se habla del manejo de susodicho mueble para alguna ocasión solemne y principal. El primer capítulo habla del paseo con capa natural; el segundo, de las gentilezas de ella; el tercero, de los embozos, rebujamientos y retapados; el cuarto, del manejo de la capa por el espanto; el quinto habla del manejo de la capa en ataque y defensa; el sexto trata de capa en faena y tarea; el séptimo discurre sobre la capa puesta en huida; el octavo habla de los engaños y arterías que es permitido usar con la capa; el noveno, de la capa de camino; el deceno, de la capa de amoríos y quereres; el onceno...

-Capita, hijo -le dije al ver semejante borbollón de doctrina-; todos admiramos tu saber, el aparato científico de tus variados conocimientos y, más que todo, esa feliz propiedad con que todo lo explicas; pero, convencidos como ya lo estamos de tu erudición capil, nos contentaremos ahora con que nos expliques algunos de los lances que se contienen en cada una de las admirables divisiones que tan elocuentemente nos has hecho, y bueno está lo bueno.

Capita, que entre sus muy muchas perfecciones contaba también con la virtud de una docilidad infantil siempre que el mandato concordaba con su voluntad y gusto, se avino al punto a mi indicación y, dando señal de asentimiento con la cabeza, empalmó el hilo de su historia con las siguientes palabras:

-Veo que las honduras no gustan, que las cosas de migajón y sustancia no alcanzan autoridad, y así, hablando velanderamente, diré que en el capítulo del paseo hay varias, múltiplas y muy curiosas posturas, ya por lo formal, solemne y de oficio, y ya por lo usual y corriente; y en cada cual de estas clases hay sus diferencias y especiales actitudes, porque el paseo de este alcalde o de aquella autoridad en nada debe frisarse ni confundirse con las vulgaridades del menestral, ni con las gallardías de los hombres bizarros y de empuje. Hablemos con ejemplo, que es lo más instructivo y estomacal.

Dijo Capita, poniéndose en pie. Y tomando dogmáticamente la capa, se la pasó magistralmente sobre los hombros. Después añadió:

-Figurémonos que vamos a esta procesión, o que celebramos en aquella demostración de júbilo la inauguración de tal o cual ministro amigo. En el primer caso va la persona autorizada, o el ricote, o el sujeto de circunstancias, con gran pompeo, de esta manera -y se engallaba Capita como cabo de gastadores que marcha en el día del Corpus a compás regular-; y dejando caer la capa naturalmente desde los hombros y sacando el antebrazo con el bastón de porra de plata en la mano, debe ir de tal guisa con aire señoril -y se blandía Capita de persona-, mirando de esta parte a la otra, y si tiene gafas, es mayor la solemnidad, hiriendo el suelo con el bastón pausadamente. Si es el festejante un regular, esto es, un parte de por medio, debe ir con gran recogimiento, sujetando con el izquierdo -suple codo- el un embozo, y con la propia mano siniestra, recogiendo pulidamente la punta del otro embozo, dejando como por ventana rasgada al descubierto el diestro lado, y con la mano derecha sacando la vela por la tal claraboya, perfilando un tanto la persona, y volviendo la cabeza afectuosamente y con gesto melifluo hacia el santo de la procesión, ni más ni menos que los diputados de la mayoría se mirlan y engestan cuando de los bancos negros sale algún bombazo estupendo o una graciosidad asturiana. En una palabra: así, de esta manera...

Y diciendo y haciendo, Capita tomaba la actitud más regocijada y aviesa que puede encontrarse en las caprichosas imaginaciones del Bosco.

-La capa -proseguía enhebrando Capita sus disparates- abriga en el invierno y refrigera en el verano. La habilidad del hombre es poner el punto en su punto: Señor, que canta la chicharra y se atufan los pájaros de calor, y, como dice el boticario, que el telómetro sube a treinta y cinco grados; pues, en primer lugar, saco si me da la gana la capa de rúa, de tafetanes o de seda, y luego, volviendo los brazos atrás, me llevo con las manos los embozos, sujetándolos con cierto remangue gracioso; así, de esta manera, como médico que dice no quiero y pone las manos -y fingía los movimientos-, y va un cristiano más fresco que la lechuga. Pues se le antoja al hombre ir con veinte y cinco grados y nada más de carbones; ¡toma!, ¿y qué hace? Se ciñe la capa, pasando al siniestro el embozo del lado derecho, muy recogido el vuelo, y dejando al aire galanamente el brazo de la terrible -derecho quiero decir-, y va así gallardeándose como iba por la plaza en lo antiguo el señor Pedro Romero, y ahora mismamente el señor Paquiro y el Chiclanero. Pues vamos al que quiere ir al temple del mes de abril circumcirca:- se emboza así, con cierta holgura, de modo y de manera que pueda alzar el pico al viento o entonarlo según y conforme quiera, y no hay que decirle qué tiempo hace, pues va disfrutando la propia primavera. Pues vienen las sesiones de Cortes, es decir, que principian a llover sobre nosotros las contribuciones y las nieves como si fueran mal granizo, y se mira uno hecho jamón de conserva de Trévelez de purísimo frío: ¿qué se hace entonces? Entonces se aguza el cuello de la capa, que es como las orejas del caballo, y se encoge el cuello humano correlativamente -la encogidura aquí es permitida-; se largan los rizos del vuelo derecho de la capa con gran brío; se da el boleo con muchísimo del rigor, y saca el hombre el hombro izquierdo a verificar el embozo; y así que éste llega a jurisdicción, aquel movimiento que venía de la izquierda se trueca de revés y gira de la derecha al contrario, y la capa, con el aire y violencia que trae, se liga, religa y ciñe al cuerpo tan ajustadamente, que queda el hombre como peón o trompo envolatinado por la cuerda de diestro muchacho. Recogido así el aliento y la capa con tal forma, si anda un aficionado tanto como desde San Pablo al horno de las Brujas a mil cien pasos por minuto, llegará jadeando como mastín en el mes de agosto, aunque se haya venido a Sevilla toda la nieve de la sierra de Granada. Me sucedió a mí, y va de cuento, cierto caso aquel año de los fríos del año 30, que se helaba la candela en la chimenea, que prueba los calores que presta una capa jugada y ceñida por el estilo. Fue, pues, que, me sentía todo morir de purísimo invierno y mes de enero, cierto día que de mi casa salí por dos pares de huevos de gallina inglesa -porque yo soy muy gallero- para echárselos a mi clueca. Tomé la mercancía, me embocé en mi capa, según la suerte ciento tres que acabo de explicar, y fue tal el hornito que me hice, que cuando llegué a mi casa ya habían cuajado los huevos, se empollaron y habían nacido los cuatro pollos y comenzaban a reñir. Bien es verdad que me detuve tres días en la Carretería con otros amigos, bebiendo mosto, sorbiendo vino, soplando ron y chupando rosoli, de tal modo, que, según inteligentes, nadie nos hubiera asegurado de incendios ni al 90 por 100; tan cerca estábamos de una ignición espontánea. Pero la gala de la capa está en el reñir, y en lo del comer por el espanto. Para reñir se pone la capa sobre la sangría del brazo izquierdo; se soslaya el cuerpo en la mano derecha, llamada atrás, el mondadientes de Albacete o de Guadix, que no debe pasar de cuarta y media. Los pies en posición, la vista fija en la del contrario, llevando el escudo o rodela pañil de este lado al otro, saltando como una pulga para reparar el golpe que venga y dar el quite conveniente, pasando y repasando como una lanzadera de aquí para allá, de allá para estotro lado, apuntando arriba y dando el saetazo abajo, amagando a la cara y metiendo hierro en el bandullo, y siempre la capa flotando como bandera en el aire, recogiéndose y dilatándose como serpiente negriparda; porque la capa, en tales fregados, debe tener tanta sapientiastucia, cuanta tuvo la serpiente en el paraíso.

Y Capita brincaba y se reparaba, y acometía y tocaba a retreta, siempre con la capa revuelta al brazo, acudiendo donde mayor era la necesidad, que se perdía de vista en sus movimientos para los ojos del pensamiento, cuanto y más para los de la cara.

-Ya con este picadero y enseñanza -prosiguió Capita- se puede comer por el espanto, trayendo a verdadero conocimiento y razón al picarillo, que sea sardesco y vaya fuera de camino. Yo doy cinco de ventaja en palo y pinta al más pintado en esta materia. ¡Si yo fuera ministro allá en las Cortes de Madrid! ¡Cómo me guardarían el respeto los capataces de los gabachos y de los gringos! -aquí se enfurecía Capita como un verdadero diablo-. Que el uno se quería meter en lo temporal y eterno, tratando malos casorios, y haciendo que se recargue el vino y que se pague más plata, me pondría en esta positura -y se abría de patas- delante de él, metiéndole la capa por los ojos, levantada en alto como debe de estar el pabellón de España, y asestaría a los costillares con este alfiler que siempre me acompaña -y en esto blandía, en efecto, un ancho y luciente flamenco de puro acero, objeto artístico salido de las manos del tío Matute, de Tolox-. Pues que el otro quiere que nos vistamos a su gusto, y que el azúcar se compre caro, y yo -decía Capita- me excusaría de tomar cartas en este fregado si la azúcar no sirviese, como sirve, en efecto, para el rosoli y la mistela; ¿y quiere el gringo darnos papilla por estas circunstancias? Me iría a él muy calladito y muy retrepado, ocultando mucho el hierro, le hablaría por la buena para que dejara habérmelas con el gabacho, y si no se venía a quereres y me alzaba el gallo, zafarrancho de combate, y le endilgaría cuatro puñaladillas ocultas que yo me sé y que no tienen quite, y no volvía el gringo a ver, no ya al Manzanares, pero ni tampoco al Tajo. Y todo esto se hace de esta manera.

Y Capita tomaba tales aires y daba ira a tal gesto, y movía los miembros con tanta agilidad, presteza y arte, que, en verdad, era cosa para imponer respeto al más atrevido, aunque estuviese municionado con un cañón de a 24.

-Pero como al lado de las valentías deben estar los amores, voy a apuntar aquí -dijo Capita- algo de los quereres y del arrullar con la capa a las mujeres, antes de irme en la materia por esos mares adentro. Un hombre menos que treinteno en los años, de buen corte en la perpendicular de su persona, quebradito de cintura y ojito negro, y con garbo y saber en los movimientos, debe ser, y será siempre, cazador famoso y de grande acierto para esto de atrapar vivas, muy vivas las inocentes palomas de quince a veinte abriles que entre celosías y verjas se muestran en las rejas y balcones, siempre que a su capa el caballero, además de gentileza, le dé todo el tilín y significación debidos. Cuatro rondas y paseos por la calle, y cuatro despliegues y embozos al enfrontar la reja para dejar ver la configuración del bulto, es el revuelo del cimbel que ya advierte a la individua del cual capítulo se trata, y es probado que ella nunca se equivoca, por lerda que sea. La danza armada por este son entretenido pide al momento el reclamo de la capa, que no debe ser menos eficaz que el canto de la perdiz desmachiembrada. Un embozo llevado a efecto desmayadamente dice que hay mucho del querer: tres pliegues y rebozos hechos con aire e impaciencia señalan que la dificultad apura; el terciar la capa y luego abatirla, es solicitar parlamento; el desembozarse y requerir el sombrero a renglón seguido con primor y dos dedos, es pedir celos, y si al requerimiento se deja el susodicho sombrero a medio mogate, ya es decir que habrá hollín, y largo. Si la paloma, a pesar de estas y otras amonestaciones y reclamos, no hace más que arrullar sin tender el ala, entonces se apela al remedio heroico de oxte y me mudo, que produce maravillosos efectos. Para esto no hay más que hacer el paseo de calle, y al emparejar que empareja con la reja o balcón, se acelera el paso, y desplegando un hombre la capa, lleva el embozo izquierdo sobre la derecha, que es lo que se llama trocar los frenos, y esta significación de cambio hay pocas tórtolas o calandrias que lo sepan o puedan resistir; que verdaderamente se atortolan y encandilan de modo tal, que vienen a dar en el señuelo y a entrarse ellas mismas de por sí mansamente por las redes. Entonces -dijo Capita-, entonces... Pero al llegar aquí -prosiguió-, no debo pasar adelante sin hacer mención de que en este capítulo de los quereres perdió la capa su más galán, gentil y entendido intérprete, no ha muchos años, en la persona de un bizarro caballero andaluz, y criado entre Córdoba, Écija, Cádiz y Sevilla, llamado tal de Saavedra. No ese que dejó de hacer buenas coplas para fraguar malas notas matrimoniales, sino aquel su hermano, garrocheador de toros y rendidor de caballos, si galán por la persona, la mapa y dechado de todo lo apurado y legítimo de esta tierra de Andalucía. Ninguno como él, señores, en esto de la capa para el arrullamiento, el reclamo, la notificación y el remate de los quereres. En fin, la presente compañía lo ha alcanzado como yo, y esto me excusa de encarecimiento; pero sí relataré lo que le acontecio con cierta paloma blanca como la nieve, que moraba noblemente, y sin cuidarse de amores, en cierto sitio retirado y ameno de esta invicta ciudad. Ella era zahareña, esquiva y recelosa por extremo, y en vano empleaba el gentil caballero todos los buenos medios que la doctrina enseña para tales casos, sacando ora plumas de soldado, ostentando allá armiños de duque, derramando por aquí regalos y preseas, y afectando a veces elegancias extrañas de París, Flandes y Milán; todo era en vano, y la paloma manteníase encastillada y sola en su vivar escondida. Ni la capa en la silla jineta, ni la capa de toros -que también en ambas era extremado Saavedra-, pudieron alcanzar de avecilla tan desdeñosa otra cosa que un tanto de atención, pero sin nada de reblandecimiento, hasta que al fin y postre puso en obra aquel noble caballero los preceptos y doctrinas que acabo de exponer y comentar. Desde el primer punto principió a tomar cartas en el juego la hermosa avecilla, desplegando su plumaje al viento, ufana cuanto esplendente, volando y revolando por fuentes, prados y espesuras, y cuando quiso separarse, y retraerse, y decir nones y volvamos a empezar, de repente aplicó el astuto cazador la suerte del cambio del embozo, y con ella, ella se fascinó y la tomó el mareo y la fatiga del querer, y él comenzó a tener flux de sus amores, y treinta y una de mano siempre que quería y tendía la manta. Aunque bueno es advertir que, aunque ella era paloma blanca, jamás dejaba su palomar, teniendo por lo mismo el buen cazador que ir siempre prevenido de una escala de seda, de modo que él subía, ya que no volaba, y subía en verdad como buen grumete. Y como si al lado de la valentía han de encontrarse los amores, a la cera de los quereres deben crecer las tretas y los engaños, viene, pues, adrede y muy al justo el que toquemos aquí algo de los graciosos disfraces, embustes y embelecos que, con utilidad del hombre, puede intervenir la capa. Y no mencionaré aquí, por muy sabido, el lance del cautivo, que yendo a desbeber de sus aguas, lo están aguardando todavía, porque supo con su capa, sostenida con el sombrero, formar armadijo y traspantojo que lo representase en efigie y biombo, por detrás del cual pudo deslizarse por la tangente. Ni tampoco referiré uno solo de tantos sucedidos, así de donaire como de enseñanza, que al caso pudiera traer, que diablos son bolos, y pudiera ser que allí donde yo quisiera ofrecerme como el ameno y divertido, diera en la flor de hacerme el impertinente y causar el hastío. Mas a pesar de tan buen propósito, búlleme el papo por decir algo, y allá va una historia peregrina cuanto cierta y verdadera, que demuestra de claro en claro, y deja ver por la transparencia del cristal, que la capa ofrece un recetario poco menos rico que el que archiva la ciencia de gobernar hogaño, para esto de los embelecos y engaños, aunque acaso no tan chistosos ni de tanta rara invención. Sucedió, pues, no ha mucho tiempo, que unos corsarios berberiscos quisieron dar rebato una noche oscura y tempestuosa a cierto rico lugar de la costa de Granada. Al saltar en la playa, además de aforrarse bien con sus grumías, alfanjes y espingardas, cada cual de ellos, morazos membrudos y descomunales, tuvo buen cuidado de prevenirse con su capa española, negra o de olor de tabaco, para recatarse y desmentir su prosapia y vestimenta, si el caso lo requiriese. El caso llegó, en efecto, pues las atalayas y corredores de la costa que divagaban por la lengua del agua no tardaron en encontrar a los de la grey berberisca, que al punto vinieron en conocer el pícaro trance en que su mala suerte los había puesto, si de él no los redimía alguna buena traza. La feliz estrella que siempre acompaña a los malos se las facilitó en el momento, y fue de esta manera: que un renegado del año cuarenta y tres, que iba en la gavilla, les aconsejó que ciñesen bien las capas y que con los cuellos cubriesen en forma de capilla las tocas y capellares, endoctrinándolos para la ocasión. En efecto: los soldados jinetes, en cuanto llegaron a razonable distancia y dieron la voz tan conocida del «¿quién vive?», preguntaron a renglón seguido «¿qué gente?».

Y entonces todos aquellos buenos encapados respondieron en coro: «Semos jrailes japuchinos que vamos a japítulo», y avivando el paso y asentado decentemente su pintoresca capilla, logró aquella santa comunidad salir del peligro, y aun empleando otros engaños, y artimañas, y disfraces, lograron quedar en estos reinos muchos de estos que entonces fueron turcomanos, kurdos, moros y jalofes, y han alcanzado, a beneficio de la capa, quedar entre nosotros, y gracias a Dios los poseemos en cuerpo y alma, y mandan y disponen, quién por aquí, quién por allá, ora en Granada y Sevilla, ora en Galicia y Cataluña. Pues vean vuesas mercedes, y entrando más en materia -proseguía Capita-, de la manera que yo con mi capa asusto y empavento, como decía la Calderi, a los ministros de los ministerios, de cualquier gremio y hermandad que sean. ¿Son progresistas? Pues yo y otros muchachos nos ponemos a distancia por los cantones y esquinas, y blandimos las capas como en la suerte del abrigo y empollamiento de los huevos, las embozamos con el mismísimo aire, de aire vendaval, sólo que levantamos el brazo derecho sobre la cabeza, y allí se arropan y enroscan en las líneas espirales las capas, quedando los hombres cubiertas las caras, y presentando con tales corazas y capirotes de paño la propia efigie de los penitentes negros de Semana Santa en la procesión de Jesús de la Palma. Con tal disfraz piensan los ministros que ya está encima el tribunal de la Santa, o fingen que le temen, y piensan y arman el escarceo del Rosario de Cuevas bajas. En cuanto al ministerio de la otra banda, les entra el reconcomio más fácilmente, y por otra traza. Salen los muchachos de noche muy reembozados y muy recatados, con las capas por los ojos y los brazos por debajo, arqueados como cuando el barba Ramírez hacía los valentones en los sainetes, y se les ve venir, venir andando con pasos callados, y volviendo la cabeza de una parte y otra con muchísimo cuidao, sin chistar ni rechistar, reportando el paso, y luego comenzando a la propia tarea; pues héteme aquí que el fuelle de esquina da parte al sayón del barrio, quien la da al comité del cuartel, quien la traslada al mayoral de los alacranes, quien al secretario, quien al jefe, quien al ministro, quien a los otros ministros, quienes a la turba multa y non sancta, y todos dan la voz, y todos corren la alarma, y todos chillan a grito en grito: «¡Ya están ahí, ya están ahí los pronunciados!» Y entonces... entonces comienza otro capítulo de la capa, capítulo que es de las fugas, escapadas, huidas, evasivas y chapescas. Y me opongo -aquí tomó aliento Capita-, me opongo a que, al llegar a este trance, dejen los aficionados, abandonen, tiren, arrojen sus capas para huir con más desembarazo. Esto es contra toda regla y precepto. La capa no estorba para correr, que el patriarca José a buen seguro que él la dejara cuando iba a huir, a no habérsela empuñado aquella buena amiga de Putifar. Si la capa hemos probado que sirve a veces para volar, ¿cómo, y con cuanta mayor razón, no ha de ser parte para emprender y llevar a cabo una fuga provechosa, aun de suma honra para el fugitivo? De provecho, porque la capa, bien llevada, ¿de cuánta rustiquez y gravedad no despoja y priva al palo o latigazo que dispara a las espaldas algún brazo bocheador y desalmado? Y de honra, porque si los generales supieran a veces llevar bien el embozo de la capa, ¿con cuánta decencia no podrían dejar el campo de batalla, así que la cosa calienta, sólo con embozarse y taparse la cara con siete varas de paño? Ahora no negaré yo que para esta evolución de la gran táctica se necesita ser maestro en toda regla, pues no hay nada de más fatal en las escapadas como el mal pergeño en las bizarrías de la capa. Por esto, como dijo el otro, debe tenerse siempre ante los ojos aquel verdadero axioma, la letra mata el espíritu vivífico; es decir, si la capa está mal llevada y sin la pulidez conveniente, se enreda en la fuga como culebra entre los pies, y después de mil bamboleos y estropezones, al fin se da el formidable talegazo, y el hombre es castizo, siempre que corre se pira y se escapa, pues todo el método es el siguiente: afirmar las piernas, y, sobre todo, principiar con tiempo. En las huidas hay tres entonaciones: las carreras, las escapadas y las chapescas. Las carreras son el pan cuotidiano del lance y como los primeros compases de todo baile público en las calles, singularmente en España. Muy poco curioso debe ser, y sobrado enemigo de los juegos gimnásticos, quien no disfrute de este ejercicio saludable siquiera tres veces a la semana. Si está en Sevilla, con irse a la retreta, a la Campana o calle de la Sierpe; si en la corte, con pasarse por la Puerta del Sol o calle de Carretas; y si en cualquier otro pueblo, con discurrir y vagar por la plaza o recinto a ellas inmediato poco después de anochecido, disfrutará indudablemente, si es que ya no lo ha disfrutado mil veces, o volverá a disfrutar de este agradable escarceo, y, según las cosas pintan, ha de ser el tal espectáculo muy repetido en esta temporada. No se necesita de gran escuela para la capa en esta suerte, que verdaderamente no tiene malicia ni trascendencia. Así, pues, no hay más que requerir bien el embozo, enfaldarse algún tanto los caídos, tanto con los codos cuanto con las manos, y apretar del cuarto trasero, y ahilar, ahilar, sin descomponerse ni alborotarse mucho para correr, porque estos son chubascos veniales que pasan pronto, o que, al menos, dan mucho respiro; mas esto se deja al buen arbitrio del interesado, porque si desde luego quiere correr a todo trapo, tiene carta blanca para ello. En las escapadas ya es otra cosa, porque debe haber siempre e intervenir causa que le caiga en pecho de varón constante. Las escapadas las pueden proporcionar, o las autoridades (método el más común) o los muchachos de palo y gorrilla (esto, aunque está dormido ahora, volverá pronto), o cualquier particular que tenga algo de afición a tal espectáculo y que sea algún tanto avieso. La autoridad que es amable puede proporcionar en verdad este espectáculo muy a menudo y sin gran desvelo ni desembolso: con hacer que los centinelas y guardias sacudan algunos mandobles a los estantes y trashumantes; con mandar disparar, siempre por la rasante para mayor inocencia, algunos tiros o balazos, o soltar por las calles aunque no sea más que medio escuadrón de caballería que vaya jugando a cañas y alcancías con la lanza en ristre o bagatela por el estilo, la cosa es muy para ver. Ahora se ha puesto al uso otra lindeza y gala, que es la de las partidas de capa; pero es método que pertenece exclusivamente a la invención, y por lo mismo es de la propiedad sola del ministerio de la Gobernación, que tantos bienes ha producido ya y promete. Este es método menos solemne, pero más sencillo y manuable que los demás todos. En cualquier feria, reunión o concurso van estos dependientes del ramo de fomento y de las mejoras materiales, así muy serios, seriecitos en regla. Por antojo o improvisación comienzan a dar fomento en las espaldas del prójimo, a mejorarle las costillas al que ellos fallan por jibado o mal hecho, y se arma la danza más entretenida del mundo. Yo, a fe de Capita, siempre estoy en postura para la escapada desde la aparición de tal langosta. Y la flor es que, como tal gurullada no trae insignia y distintivo, cuando acuerda el paciente ya está la granizada descargando. Decía cierto pobre francés, a quien por curiosidad lo entrecogieron en una de tales encamisadas y le soflearon soberanamente el dorso de su medalla, que los oficiales de justicia deben llevar la insignia de su ministerio, pues de otro modo no eran otra cosa que salteadores o bandoleros. Yo creo que esto es muy sin razón y, al fin, murmuración de extranjeros, y que tales amigos deben considerarse sólo como amables burladores, que a veces tienen chanzas y ocurrencias pesadas. Algunos muchachos han tomado la consideración del francés por donde quema, la han comentado, y de todo han deducido que quien carece de distintivo no tiene derecho a ser mirado como ministro de justicia, ni, por consiguiente, a ser respetado; y que quien sin tales requisitos se propasa a vías de hecho, puede y debe ser repelido con la ayuda de cualquier argumento que acabe en punta.

En cuanto a las diversiones de los muchachos, aguardemos a verlas para calificarlas, y vengamos a las escapadas que puede proporcionar o improvisar cualquier aficionado, por poca inventiva y chirumen que contenga en su magín. Hay, y pongo un ejemplo, un gran aluvión de concurrentes en esta o aquella calle, en aquel o estotro barrio, y se quiere muñir y algazarar la gente embebecida por la iluminación o por la música; pues no hay más que tomar este buscapié, aquel morterete o petardo, o alguna bomba de pólvora y papel, sujeta y religada con hilo embreado y muy fuertemente; ¡zas!, se pone en algún zaguán para que retumbe bien, si es que no se quiere situar, y es lo más provechoso, entre los pies de los divagantes y ociosos, aunque sean hembras, y ¡fuf!, se le pone algún tanto de fuego, cosa corta, así, una pizca, asunto de nonada y chirinola, que como la pajolilla prenda bien y el artefacto haga un traque barraque de a folio, verán ustedes estallar en carreras las gentes, y gozarán de una escapada legítima. Pero es receta de mayor efecto y más cordial la siguiente: Hay gran bullir de hombres y mayor rebullimiento de mujeres en alguna plaza, con mucho de yentes y vinientes, no pocos de salientes y entrantes y transeúntes, y algunos acorrillados y parladores, de manera tal, que parezca la calle suelo plagado de hormigas, todos atraídos y convocados por la curiosidad de alguna procesión, o el buen ver de alguna entrada triunfal, de las muchas que hay y ha de haber; pues bien: va y toma el aficionado un cabritillo, hijo de vaca y toro y que sea mancebillo como de cuatro o cinco años no más, y me lo suelta por donde más se angoste la calle y más se apiñe la gente, que como el animalito sea algo revoltoso y regocijado y comience a echar bendiciones con la cabeza, puede prestar rato de mucho gusto a los ojos y dar que contar y referir más a una lengua parladora y bien montada. Entonces es cuando se requiere de veras el arte de la capa -y en esto volvió a levantarse Capita, y embrazó su mueblaje de paño-. Entonces -prosiguió- es para cuando se necesita de la retentiva y del sentido, y del mucho arte; viene el bullicio y los rempujes y las arremetidas de esta parte pos, y va de ejemplo, y hay lugar para escapar: entonces se da un gentil arranque a los pies, embozándose antes por lo largo, de manera que caiga mucho el rebozo derecho, y con la mano izquierda se levanta el diestro, como si fuese ola de nazareno, y recogiéndola cuanto más pueda, sale escapado de esta guisa.

Y Capita, poniendo en obra lo que enseñaba, se embozó de tal manera y comenzó a correr por la sala a lo largo y a lo ancho y en todos sentidos, que no parecía sino legión de demonios; enfaldada la capa por tan buen estilo, que parecía servirle de máquina de vapor, que no de estorbo o impedimento. Parando de pronto, exclamó Capita, ya entusiasmado, enardecido y hecho un energúmeno:

-Pues en esta placeta y claro me encuentro al cabritillo hijo de vaca y de toro y mancebillo de cuatro o cinco años que ya ha volteado a cinco pacientes, y que con cada derrote llega a las ventanas del segundo piso, se mosquea y bufa, y viene sobre mí, y yo entonces..., entonces, así como lo siento y soslayando algo de la cabeza, como en la suerte del abanico del señor Montes, comienzo a gallearle. Se viene sobre el lado izquierdo husmeando la tierra y rascándome los falbalaes con la cornamenta, ¡zas!, me cambio al costado derecho; se me viene sobre éste, ¡zas!, trastéolo al siniestro, y, ¡zas, zas, zas!, le doy cinco pases, y al sexto, ¡tras!, me pongo la capa y...

¡Pesia a mi alma! Yo que me había hallado asaz tranquilo mientras duró la parte didáctica del cuento, no pude menos de alterarme algún tanto en cuando Capita comenzó a pintar en vivo y natural las suertes y lances del galleo, y que lo veía pasando y repasando, y sacudiendo los pies, y estallando de persona, todo cerca del aparador cargado de la pecera de cristal y de las cuatro jarras de flores de porcelana y demás ornamentos y curiosidades de la salvilla. Desde luego, al primer ¡zas!, que correspondió ajustadamente al primer pase de capa, me pasó a mí por la mente el trabajo que iba a acontecer, y se me quedó pasado el corazón de cierto presentimiento quebradizo. Al segundo ¡zas! me boté sin sentirlo de la silla; al tercero quise hablar, y no pude, temiendo que mi voz apresurara el fracaso en lugar de evitarlo; al cuarto y quinto que cruzaron como relámpagos por mi mente, ya no vi nada, pues cerré los ojos para no ver el horrible cataclismo que amenazaba, y al que hizo seis..., ¡ah!..., al que hizo seis, oí el verdadero y original sonido de donde se ha copiado en El Barbero de Sevilla el fragor y estrépito de toda la cacharrería que Fígaro destruye adredemente. Abrí al fin los ojos, y contemplé al pobre Capita enredado entre los travesaños del aparador, y que en medio del Mediterráneo de agua que formaba el líquido vertido y de los peces saltando en derredor, no parecía mismamente la ballena de Jonás, sino es que al verlo abrazado afectuosamente con su capa, pugnando por recuperarse y levantarse, no se le tomara mejor por algún profeta que sobre su manto quería hender algún río o brazo de mar.

Todos reían desesperadamente, y fue preciso seguir el ejemplo, y aun yo tuve que mejorar el juego con estrepitosas carcajadas. Capita, ya restaurado en su posición vertical, aunque algo doliente de este costillar y de la pierna izquierda, sin dejarse distraer por el encalle que había sufrido, y más enardecido y más en escena que nunca, proseguía:

-En cuanto a las chapescas, que es la escapada elevada a la tercer potencia...

-¡Calla, calla, por Dios, Capita -le dije yo-, y no me disparates más, que ya estos señores, como yo, han formado juicio cabal y completo del arte que con tal habilidad y afición profesas! Empárchate si puedes esa pierna, embízmate esas costillas, y asordínate por ahora ese pico de papagayo o cotorra, que si la diversión ha de seguir todavía, Puntillas, tu compañero, será el que nos hará el gasto.




ArribaFisiología y chistes del cigarro

Que forman brocado de una y otra haz, águila imperial de dos cabezas y huevo de dos yemas, con los donaires de la capa


[...] Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban a sus pueblos, mujeres y hombres: siempre los hombres con un tizón en las manos y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete hecho de papel de los que hacen los muchachos la pascua del Espíritu Santo: y encendido por la una parte dél, por la otra chupan, o sorben, o reciben con el resuello para adentro, aquel humo, con el cual se adormecen las carnes, y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes o como los llamáremos, llaman ellos tabacos.


(Las Casas, Historia general de Indias.)                


-En cuanto a mi persona en cuerpo y alma, me llaman Puntillas, hijo de Puntales, nieto de Punzones y biznieto y tataranieto de los Puntas y Collares todos, que han militado en el barrio de San Bernardo, en nuestra Universidad de Sevilla. A mi madre la llamaron Puntera, hija de la Puntaalegre y nieta de Trespuntos, coligada por la sangre con las Poncelas averiadas de Osuna y con las Punterolas, Repuntadas, Estrechipuntas y Puntilames que vivieron en Cádiz morigeradamente en lo que cabe, en ciertas casas bajas de techo, pero de alta nombradía, que se parecían enfrente del castillo de puntales, orillitas del mar y cerca del ventorillo del Tuerto. Dejando a cada cual de mis abolengos que prueben y motiven de legítima y originaria derivación de sus apellidos, en cuanto a mí, yo sólo sabré decir que en retintín mi nombre puede hacer son con los que muestra mi esclarecida alcurnia, todavía me supe ganar yo por mis propios merecimientos el renombre de Puntillas, por la singular afición que desde tamañito saqué de buscar, allegar y hacer caudal de todos los cabos, restos, trozos, pedazos y puntas de cigarro que por doquiera hallaba. Mientras otros mis compañeros de inferior edad y más bajos pensamientos se enamoraban con fe ciega, pero con menos afición, de los pañizuelos, carteras, petacas, cartapacios y otras menudencias que se embozaban honestamente en este bolsillo o aquella faltriquera, sacándolos de su morada sin venia y beneplácito del gobernador o vicario, yo, dando por insegura, aunque muy sabrosa por lo lucrativa, aquella nueva especie de corso, daba en tanto modesto entretenimiento a mi filosofía peripatética, paseando, discurriendo y divagando por entre los trebejos de los cafés y tertulias, y por entre los andenes y lunetas de los coliseos y teatros, dando agradable cebo así a esta nueva clase de caza y montería. Mis despojos y trofeos de tal mariscar, así contaban con muestras de los vegueros, panetelas, regalías y ciento en boca de La Habana, como con retales de toda laya de Virginia, rehuz y desperdicio del Brasil y Prayapreta, retirándome casi siempre al reducido zaquizamí de mi chiscón con pañuelos colmados de estos tesoros. Todos ellos puestos al pique ya de sendas tijeras o tajantes cuchillas, triturados debidamente, acribados con limpieza y pasando por la hábil manipulación de mi buen ingenio y arte, ofrecían agradable materia para los inteligentes, que se embebecían de placer saboreándola en los pulcros, lindos y encanutados pitillos en que yo me la sabía embutir y acomodar. El buen crédito de mi mercancía aumentaba el de mi persona, y ambos valimientos me alzaron a mayores, y comencé a verme de mano a mano, de una parte con los saboreadores del humo, alias fumadores, y de otra con los tratantes y traficadores, así marítimos como terrestres, del precioso fruto de La Habana. Yo, que en todo quiero tener suficiencia razonable en lo que trato y contrato, para alcanzar autoridad, no sólo para con los otros, sino también para mi dignidad propia, me propuse adquirir idoneidad exquisita en tan curioso y enrevesado ramo. Puedo decir, en verdad, que si daba feria a la mitad de mi mercancía, de la otra mitad era yo mismo el más goloso consumidor, pasándome las horas que no empleaba en mis excursiones y manipulación, en quemar agradablemente mis propios pitillos entre los labios, dormidos casi los ojos en soñoliento placer, y viendo desvanecerse en el espacio, bien de la Puerta de Tierra viendo jugar al sacanete y parar, o en los garitos y casas de gente buena, las espirales caprichosas y azuladas del humo que se columpiaba y perdía mansamente. Aseguro en mi conciencia, que si en los tiempos del Manco de Lepanto hubiera estado, cuanto lo está en el día, puesto en práctica y corriente el uso del tabaco, las trazas del señor Monipodio hubieran sido más fértiles y adecuadas, y más listos y avisados habríanse dejado ver aquellas dos figuras de los señores Rinconete y Cortadillo, que tanto nos edifican, sin embargo, a los que en siglos posteriores y menos afortunados seguimos su santo ejemplo, con más devoción que fortuna, por esta Tebaida de Sevilla, Cádiz y otras partes, sin excluir a Ceuta. Cuando un hombre de sangre regocijada en las venas y con algo de chirumen en la cabeza va bebiéndose sabrosamente el espíritu de un cigarro, no hay miedo que le asistan sino pensamientos de grande alteza y utilidad, siendo mucho de notar que estos pensamientos crecen de importancia conforme el holocausto se va consumiendo, de manera que, al llegar el cigarro a la cola, presta al fumador la mayor inteligencia posible, y se la monta, hablando con perdón a la quincuagésima potencia. Para mí esto es tan cierto, que cuando Colón resolvió la posibilidad de un nuevo mundo y Hernán Cortés decidió la Conquista de Méjico, si es que entonces no estaban ya en uso los cigarros, algo sin duda se chupaban entonces, y no era el dedo, que es justamente lo que nosotros nos chupamos en la cuestión agradable que estamos viendo entre ese mismo Méjico y los Estados Unidos (severos moralistas, como todos conocemos).

-Esto os hará conocer, señores míos, que este chupe del chupamiento del cigarro va por encontrado camino, en cuanto a resultas y efectos de la chupandina de las sabrosas salsas y, suculentos bocados que en otro tiempo era prebenda de cierta gente que ya pasó, y que hoy disfrutan mutatis mutandis, y todo es igual; los que han entrado en el goce y disfrute de las medias provincias que poseían los cartujos, benitos, bernardos, jerónimos, y demás amigos. Esta chupandina, según el decir de las gentes, daba crasitud a la humoracion, prestaba obesidad al cerviguillo, pereza al entendimiento, tardanza a la imaginativa y mucho trastrueque en las funciones del entendimiento, al paso que el regalado chupe de un cigarro despabila los sentidos, aviva el ánimo, regocija el alma y la sugiere los pensamientos más sutiles y los medios, no por ingeniosos menos adecuados, para llevarlos a provechoso cumplimiento. Esto es tan cierto, que cuando yo, recostado en el respaldo de alguna silla, veía entre cuatro amigos que echaban un resto a primera, al golfo o a la flor, o cualquier otro juego de envite y azar, jamás dejó de ocurrírseme el servir de atalaya y vigía de aviso para mi camarada de enfrente. Mi puntilla o cola entre los labios, trasteándola acertadamente, y con clave convenida, desde el diestro al siniestro entrecijo de la boca, marcaba, con más seguridad que la hora del reloj de San Pablo, los puntos de mi facistol, desde veinticuatro al treinta, o lo que a bien venía o el caso requiriese, sin omitir su santo y contraseña para esto de flux u otros naufragios semejantes.

Aquí llegaba el doctor Puntillas, que con las buenas gracias y feliz aplicación del chiste de sus cigarrillos nos había hecho asomar algo de sonrisa en los labios, cuando yo, queriendo zaherir en algo al antiguo interlocutor, apellidándolo en forma, le dije:

-En verdad, Capita, que para otra ocasión debes tomar ejemplo de tu amigo Puntillas, si has de repetir el encomio de los donaires de tu capa. He ahí una relación lisa y llana, no falta de novedad, y sin esas escabrosidades de erudición, citas y apostillas que hubieran hecho insoportable tu discurso, si mi autoridad y buena razón no te lo hubieran hecho chapodar y talar con mano airada, y aun todavía fuera inadmisible entre gentes de menos indulgencia que nosotros.

-Alto allá -dijo Puntillas-; que esa razón, si puede tomarse por reprimenda a mi companero, puede considerarse también como invectiva a este mi romanzado tan por liso y raso, y tan poco empavesado de las flámulas y gallardetes de mi mucha letra y sabiduría.

-No he querido yo, buen Puntillas -repliqué-, poner en duda la certeza de tus peregrinos conocimientos en la materia...

-Pues al buen pagador no le duelen prendas; y nadie a mí me pisó la cola, ni rayó más alto que yo, ni me ensalivó la oreja, y por mucho menos en esto de los decires y de la conversación por lo pintado y lindo, porque a mí me llamaban pico de oro, devano palabras por madejas y sé más casos y sucedidos que don Pedro de Portugal, que corrió las siete partidas del mundo, y tengo más respuestas y acertijos que la doncella Teodor. Acaso vuesas mercedes me miren como fumadorcillo de aguachirle, romanticista y sin matrícula ni título, y supongan que no cursé, ni por tiempo conveniente, ni con maestro autorizado y de nombradía, la materia que trato y contrato, y en la cual soy doctor de a claustro pleno, y no de los de tibi quoque.

-No te sobresaltes -iba a decirle yo-, querido Puntillas -cuando, reforzándose de palabras y atragantándose de razones, prosiguió con rabiosa grandilocuencia desta manera:

-Porque, señores, soy doctor de cuatro borlas, celeste, rosácea, morada, verde, y maestro en artes, además, en esta arte liberal del tabaco y cigarrillo, y nadie que en algo estime su honra será osado a entrar en oposiciones conmigo. En cuanto a medicina, me sé de coro las condiciones, virtudes y calidades de esta planta, sus especies, sus nombres, si es buena o nociva, si aprieta, si laxa, si chupa, si escupe y demás menudencias. En cuanto a teología y derecho canónico, ¿quién como yo podrá decidir las interesantes cuestiones de si el cucarachero por las narices o el habano por los labios y fauces quebrantan el ayuno natural o formal? ¿Quién establece la diferencia del por qué el polvo puede absorberse en el templo y el fumar ni por las nubes? En cuanto a lo de leyes, vuélvome el Salcedo de contrabando, pues hombre que, como yo, ha asistido a veinticinco alijos por semana, siempre con permiso competente de la autoridad del ramo que ha sufrido cuarenta causas y treinta y dos condenaciones que ninguna he cumplido, que da un oscuro al lucero del alba, y que, de antubión y por la tremenda, sabe entrar dos corachas del brasileño por ante las barbas de tres partidas y veinte cuadrilleros, bien se le puede tener y fallar por perito rematado. Pues en cuanto a su historia, genealogía y prosapia, ¿quién es el atrevido que alzárame el gallo en esto del tabaco? En la isla Española lo encontraron en uso los españoles, que, como gente de gusto, lo adoptaron como cosa propia y de casa, y para mí tengo que ha sido el único útil que hemos sacado y adquirido por la conquista de las Indias; porque en un país en donde ni los unos ni los otros, ni éstos ni aquéllos, ni ahora ni entonces, ni blancos ni colorados, ni chatos ni narigones, dejan de estar quedo el menor tarín o ardite en el bolsillo del pobre, ¿qué otro mejor alivio sino el tabaco para este hombre libre, que mata el hambre, que alivia la sed, sin pan, sin viandas y bebidas, y que viste de gala al más haraposo, aunque sólo posea un manco taparrabo? Por ser para tanto esta ínclita hierba, o, por mejor decir, sirviendo para todo, fue, sin duda, por lo que la nombraron y denominaron por tantos nombres y apellidos. En la Española la llamaron cohuva; en Nueva España, pisciel; en el Perú, sayre, y en Brasil, peto; en Europa, unos la llamaron nicosiana, de cierto quídam llamado Nicot, que en la embajada que de Francia trajo a Portugal en tiempo del rey don Sebastián tuvo conocimiento de esta hierba y, tomándola consigo, la connaturalizó en Francia; otros la llamaron hierba regina o de la cruz; aquéllos, vulneraria; estotros, piperina; pero los españoles hablamos, y la llamamos tabaco, y efetá; con tal nombre quedó bautizada para in eternum, porque los nombres que han de vivir los ha de dar la gente de más autoridad.

Viendo yo que Puntillas se me desquebrajaba en erudiciones y noticias peregrinas, quise meterle el capote, hablando técnicamente, y llevármelo a otro terreno de más amenidad; pero él desentendiéndose de mis llamadas, prosiguió así su trasiego de palabras:

-En cuanto a los autores y encomiastas que han tratado de esta hierba portentosa, no quiero hablar en demasía por no aridecerme las fauces y tener que remojar la palabra (y por aquí no hay vino), y así, dejando a Marradón y Eduardo Vestonio, sólo citaré la famosa Tabacología de Juan Neadro, en donde, además de darnos en estampa tres especies, enumera dieciocho clases de tabaco, de otras tantas provincias que lo producen, ofreciendo mil pormenores curiosos, y revelándonos mil secretos más curiosos todavía sobre planta a quien sólo el trigo le puede ser émulo y rival. Y esto en cuanto a escritores extranjeros; pues si hablamos de los españoles, es cuento de nunca acabar, amén de haber sido los primeros que dieron a conocer el tesoro escondido del tabaco. Las Casas, Oviedo, Juan Fragoso, Nicolás Monardes, Acosta, Cárdenas y otros ciento, ¿qué no dijeron de tan salutífera planta, habiendo alguno que llegó hasta entonarle himnos y cantares? León Pinelo examinó sus calidades nutritivas, hombreándolo, amanojándolo y emparejándolo con el sabroso chocolate, Leyva Aguilar, amostazado con tantas alabanzas, escribió su Desengaño contra el uso del tabaco, pues, como buen médico, opinaba que para chupar y tomar, había sendas cosas más preferibles que el tabaco. Monardes y Córdoba en sus Cualidades del tabaco...

Yo, al ver que mi Puntillas se me ladeaba de nuevo al mal camino, y que volvía a su remolino de palabras, de erudición y de citas, quise darle sofrenada y por el punto de la vanidad, si es que había de desviarlo de tan mala querencia, y así le dije:

-Todo el auditorio, amigo Puntillas, está pasmado de tu saber y doctrina; pero haciéndote gracia por ahora de noticias tan peregrinas, quisieran entender algunos de estos señores, que ya sabes cursan escuelas y arrastran bayetas, qué enigma es aquel que nos propusiste de doctores de tibi quoque, porque o yo me equivoco mucho, o esto debe ser cosa de curiosa recordación.

-Este punto -replicó Puntillas- que ha de ser muy del conocimiento de cualquier escolar. Ello es que allá en lo antiguo calzaba también universidad la ciudad de Gandía, en el reino de Valencia, que, como de regadío, abundaba también esta clase de fruta; como todo en ella se hacía a costo y costa, acudían graduandos que era un portento para sacar por poco dinero sendos títulos y borlas; y como siempre ha sido principio de justicia que el poco dinero vale poco trabajo, de diez a doce candidatos se elegía quien al menos tuviese el uso de la palabra, y entraba y tomaba asiento en el acto, que no era poca fatiga. Los compañeros de trahílla esperaban en las afueras del general la conclusión de los ejercicios; y después, en pos del doctorado, decía: Ecce Doctor, y después, dirigiéndose a cada cual de los estantes añadía: Et tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque, y sacaba de tal manera una hornada de quince o veinte sabios doctores. Pues miren vuesas mercedes que si en las universidades ha caído en desuso tal método, no deja de tener aplicación, y yo creo que con utilidad, en otros institutos; por ejemplo: cuando en las cortes se aprueban ciertas actas y se reprueban otras, según el color de estos o aquellos diputados, me parece que estoy oyendo al señor Bedel que dice respectivamente a estotros y aquéllos: Tibi quoque, tibi quoque, tibi quoque.

-Pero dejando en baceta estas cartas que no ligan -añadió Puntillas-,y volviendo al hilo de mi cuento, diré con dolor que ya no es el cigarro en autoridad y nobleza lo que alcanzaba a ser en otro tiempo. Sin tabaco negro no hay verdadero fumador, señores, y el blanco, con su entrada en uso, ha trocado en vulgar y trivial por extremo aquella ocasión de boato y gala señoril, de preparar, hacer y fumar un cigarro. ¡Qué diferencia de estos pitillos que como en haz de antiguos lictores se llevan en la faltriquera, a los aprestos que en otro tiempo eran necesarios para la noble operación! ¡Qué contrastre entre la manifactura que llaman fósforos ahora, con aquellas menudencias y cachivaches que in illo tempore llamábamos avíos! Entonces iba un hombre vestido de corto con su coleto y chupa, ya fuese de estezado, ya de triple, y el calzón de lo mismo con cenojiles copiosos y de colores, y al querer fantasear algún tanto en la plática sabrosa con un amigo, se asentaban en par, ora en un poyo si la escena pasaba en calle o plaza, ora en este canto o aquel repecho si tenía lugar en algún otero o prado, y comenzaba la entretenida operación del cigarro. Recogiendo la rodilla siniestra y hacia dicho costado, ladeando sutilmente la persona, se alargaba la pierna derecha reposadamente, y con la mano se exhumaba la bolsa de lobo marino que abultadamente se dibujaba en el tiro del calzón, asomando él un cabo de algún tanto por la faltriquera. Nacida al mundo, se desdoblaba sosegadamente la ancha colonia de veinte varas que la envolvía y religaba, y abriéndose de entrañas la bolsa, ofrecía primero el jeme de tabaco brasileño, su navaja roma y de cabo de hueso, su macillo de papel valenciano, el correspondiente pedernal con su adecuado eslabón y su golpe de yesca, ya de geta o ya de hierbas, amarilla como el azafrán. ¡Qué actitud aquella para picar el tabaco! ¡Qué tomarlo entre el índex y el anular de la izquierda, mientras que la derecha blandía el fierro y trocaba en rebanadas, de diámetro justo y cabal todas, el cabo del tabaco! ¡Qué aroma de higo bujarasol se percibía al restregar y moler entre las palmas aquel perfume oriental! En fin: en esto no cabe encarecimiento, porque ello es la pura verdad; baste decir que era el prólogo, la preparación y el introito -mundanidades aparte- del mejor rato posible que le es dado gustar a la gente buena. No hablo ni apunto aquello de envolver y dar ser al cigarro, de atravesarlo en los labios o ingerirlo a horcajadas en la oreja mientras se aprestaban los avíos, ni tampoco el herir del eslabón en la piedra, ni el soplo para dar alimento a la chispa cebada en la yesca, ni aquel volteo del brazo encendiéndola al impulso de cien garatusas en el aire, ni otras cosas más, que más son para sentidas que no para relatadas, realzada la operación con las pláticas sabrosas que todo esto salpimentaban. Yo diría que sin estos agradables coloquios habidos en trances semejantes, se hubiera perdido enteramente la memoria de los empalletados de Gibraltar y de la Guerra del Rosellón. Cuando un hombre regular, señores, se sabía procurar y proporcionaba tres rasques como éste, mutis, el día era pasado y ya contaba su salario o jornal por devengado, como los quinientos sueldos de cualquiera hijodalgo de solar conocido...

-Amigo Puntillas -le dijo al orador un amigo de los allí presentes-: oyendo esas descripciones tan sentidas y esos aforismos tan autorizados, me afirmo, confirmo y ratifico en que en todas partes en que hayas tomado la embocadura al cigarro, habrás sido el oráculo, el modelo, el dechado y la envidia de los fumadores, rindiéndote parias y vasallaje, proclamándote por su rey y señor natural.

-Así me lo tenía yo concebido y pensado -replicó Puntillas-; pero la mortificación se encuentra siempre al lado de la vanagloria, el mejor jugador topa con su maestro, y quien más caballero se cuenta, hémele aquí que se encuentra rellanado en tierra. Rey de los fumadores me apellidaba el mundo, quiero decir Sevilla, y por emperador del tabaco me tenía yo en todos sus confines y aledaños, cuando cierto día me dio un tapaboca el más pícaro desengaño, llegando a confirmarme en aquello de vivir para ver, y ver para aprender. Señores; fue el caso que yo me estaba cierto día sobre tarde en la pescadería, atónito de tanto bullicio y tráfago, y ensordecido con los gritos y vociferaciones de los malagíes que pregonaban, de los regatones que aturdían, del charrán que cantaba, del comprador que extremaba su porfía, del almotacén que mandaba a veces, y de todo bicho viviente que a gritos daba a entender, cuando reparé en cierto mozo peciguerol que expendía de su mercancía por el arte y maña más sutil que imaginarse puede. Ello es que con su balanza en la mano repartía libras a sus parroquianos con tal limpieza, con cercén y recorte tal, que allá iría un cuarterón cuando el marchante por su dinero tenía fundado derecho para recibir el cuarto de una arroba. Cuando algún desabrido o mal contento le echaba en cara la desconformidad del peso con la dimensión menguada del pez que llevaba, le replicaba con aire suficiente y tono decisivo aquel fiel contraste del género de la escama: «No hay que reparar en eso señores míos; estos róbalos, salmonetes y pajales, y estas lisas, doradas y merluzas -señalando así el género que vendía- están muy embebidas y en contracción; pero en cuanto sientan un poco el amor de la lumbre, se desenvainarán por cuartas y se alargarán por jemes; la calidad encubre el bulto, y el oro, si abulta poco, mucho vale; andar y andemos, y hacer hueco y lugar para que otros disfruten de tanta conveniencia y provecho.» Me gustó por extremo aquel despejo y bilada, pues era mozo como treinteno, embutido todo en unos como pantalones de terliz que casi le llegaban al hombro, con camisolín listado arremangado de ambos los brazos, con un pañizuelo pasado galantemente por la cabeza y saboreando un cigarro linterna en la boca, ni con más ni menos limpieza que la que yo muestro ahora mismo en mis labios. Por supuesto que desde que le eché los ojos dije para mí: «Este es un hombre»; pero no queriendo acelerarme, y para proceder con detenimiento, me acerqué al circunstante que me pareció más del caso, y le pregunté: «¿Quién es este mozo bueno?» Aquel hombre se me quedó mirando, y exclamó: «¡Cristiano!; qué ¿no conoce al señor Lipende, campana gorda de los valientes, extremo y cabo del mundo del saber, y aguja sutil de todas las mañas y zancadillas del mundo?» Yo, sin aguardar más palabra, dejé a éste y me fui a estotro, tendiéndole la mano como de casa y de la propia familia, y le dije: «Serrano de la mar, puesto que yo soy marisqueador de la tierra: ¿se pueden saber los antecedentes y premisas de ese noble apellido que lleva?» Aquel mozo regular, conociendo sin duda ser yo el otro, me tomó la mano, y me dijo: «Yo soy el mentado Lipende; pero esta derivación viene ya desfigurada y corruta, porque el verdadero nombre es Libripendens, que por la antigüedad preside y antecede a los famosos apellidos de los Mendozas, Ponces y Osorios, puesto que desde los añejos tiempos de Roma asistían mis antepasados con el Pretor para todo acto decente y de circunstancias en esto de justicia, conteniendo esto gran misterio y significación, manifestando que en todos los actos judiciales debe intervenir verdadera compra y venta. Los tiempos han venido a menos, y si imperios se han trastrocado, nada de extraño parecerá que el Libripendens de entonces sea el Lipende de ahora; todo al fin es cosa de pesas y balanza, de comprar y vender, y el cielo lo cobija todo. Entre tanto -prosiguió, así que observó lo mucho que me maravillaba la limpieza y arte de su peso-, ¿quiere vuesa merced comprarme una mosca que pesa dos libras?» Yo, señores, al oír tal desacierto, le repliqué diciéndole: «Señor Lipende: eso será alguna mosca morcón, imperial o de siete cabezas; porque ni en mis viajes, ni en las idas y venidas de los propios y los extraños, he visto ni oído cosas tal.» «Pues ahí está el caso -volvió a replicarme Lipende-, que todo ello no es más que el buche de la mosquilla más raez y de petiminí que puede verse.» El aquí -ya la había cogido al vuelo- echó una pesa de a dos libras en un platiller, y en el otro arrojó con brío y desenfado el insecto párvulo, y con admiración y espanto mío, vi ahocicar y atropellarse la balanza de estroto lado hasta tocar el suelo, alzando la cola y las pesas, ni más ni menos que al cenit. Yo quedé estático y anonadado de aquel portento, y a no ser por mi contrariedad a toda idolatría, hubiera caído de hinojos, adorando aquel sabio vulnerador e infractor de las leyes de la estática y de la mecánica. Desde luego conocí que aquel no era hombre de los que llamamos grandes en el día y de los que necesitan de periódicos, romances y relaciones, que todo es uno, para ganar nombradía. Era un aficionado émulo de Arquímedes, un Newton que andaba incógnito por las playas y mataderos; pero no queriendo yo ceder tan pronto la palma de mis merecimientos, le dije al señor Lipende: «Yo abato mi bandera ante esas gracias y mañosidades, si sutiles y curiosas, más útiles todavía, pero siempre me defiendo y mejoro en esto del encender y chupar de las colas, tusas, puntillas y cigarros.» Y diciendo y haciendo, comencé a ejecutar y poner por obra todo el manual y cartilla de mi práctica y escuela cigarril. Con aire bondadoso, y casi satisfecho, me miraba el maestro Lipende; y viendo que ante nosotros se parecía cierto anafe castañeasadero, de donde se desprendía ráfagas de centellas ardientes y fugitivas que, a fuer de lentejuelas vaporosas, se extinguían por el aire, se volvió a mí, y habló de esta manera: «Señor Puntillas: la gala de fumador y el gracejo, los buenos toques, el acierto en las señales, el buen manejo, el continente y señorío en provocar el humo, el primer y todos los puntos y tildes del melindre de fumador, tienen su asiento efectivamente en esa persona; pero ¿alcanza vuesamerced igual fuerza en la fuerza del chupe? ¿Sabe cogerla al vuelo, hacerla suya y arder al mundo entero, sin excluir las aguas y los mares, una chispa, un átomo, una minutísima parte de elemento caliente? Atienda vuesamerced bien, señor Puntillas, y ensáyeme, imíteme y remédeme si puede.» Y diciendo esto, el maestro Lipende-que este es el nombre que desde entonces le doy-, tomando en ristre con los labios el cigarrillo, salió escapando detrás de la centelleja de fuego más apartada que disparó el anafe, y con más acierto que el vencejo sobre el mosquito, y con más tino que la paviota encanuta al pececillo que trasflora el agua, atrapó el átomo ardiente; y encanutándolo y embutiéndolo en el ánima del cigarro, y moviéndolo allí con el bullir pruriginoso de los dedos, y cebándolo y alimentándolo, acreciéndolo con el chupe de mayor compás, amansándolo ahora, acrecentándolo después, remitiéndolo luego para ensoberbecerlo más aína, y volviendo la cara al cielo para tomar aire y volviéndolo de soslayo para tantear el viento, ello es que a poco vi trocado el cigarro -ya era anochecido- en una hacha de ocho pábilos o antorcha que recordaba el incendio de los Pirineos en tiempos del rey Gerión. Desde allí -añadió suspirando Puntillas-, hace el tanto de dos años que ando bebiendo los vientos, escopeteándome con mi cigarro en pos y tras la querencia de las chispas y centellas que estalla cualquier lumbrada, farol o braserillo encendido, y aún todavía me hallo en ayunas en lo de aquel primor que Maestre Lipende dibujaba cada y cuando se le antojaba y a mano le caía.

-Mucho diera -dijo aquel de los Farfanes- por tratar y platicar con ese doctor de los maestros, puntero entre los más principales, y endoctrinador de los sabios mayúsculos de Sevilla, según confesión del amigo Puntillas...

-Pues ésa es la lástima -replicó éste, con voz doliente y afligida-; ésa es la lástima, que Maestre Lipende no puede parecer aquí en este mismo momento, pues se lo llevaron al inocente engañado a Ceuta, y allá me lo tiene pérfidamente embebecido y como ligado a cierta cartagenera, que malos sean mis pecados si pesa menos de veinte y cinco libras, y por más que el pobre hace por romper tales hechizos, por más que pide favor a Lima y ayuda a todas las sierras de la geografía y de la historia, sin excluir la del bendito San José, todavía gime y llora en su jaula, contentándose con pasear los ojos por las altas olas de los mares y afincando la vista en las sagradas playas de España, esperando la libertad. Pero no hay plazo que no se cumpla, señores, y él vendrá aquí, y sirviéndolo yo de lengua y faraute, les explicará al auditorio, que por hallarse un hombre paseando sobre una mula, aunque sea de otro o por dar gravedad específica a la especie y materia que se vende, no hay motivo para enlabiarlo por la buena, empapelarlo por la mala y enviarlo allende el mar. ¿Y qué haría de su persona en aquel ámbito aislado y triste el eminente Lipende, si no buscara el arrimo, el regalo, el consuelo y la entretenida recreación del tabaco y del cigarrillo? Aguardemos, señores, con resignación a que regrese de peregrinación tan peregrina, que ya nos ofrecerá como fruto de sus meditaciones y vigilias, descubrimientos y aplicaciones de no menor donaire y utilidad que los de la centella volante y el del cigarro ensortijador. Allí mi buen amigo pondrá ahora a prueba y en provecho de su estómago trasijado, no con dos, sino con veinticinco vacíos, la facultad nutritiva del tabaco; ¡esa facultad que presta al fumador las propiedades de cuerpo glorioso! Vengan, pues, de todo calibre y dimensión, cigarros bastantes para formar un órgano de catedral, y con tal bizcocho y vitualla me ofrezco a tomar el asiento y manutención de un tercio de españoles, si éstos son de buen solar y prosapia. Y en la guerra de la Independencia, si no me miente la curiosa relación de mi hermano, algo más crecido en años que yo, se vio el caso -pues militó en ella- de que anduvieron él y otros quince por las fragosidades de Sierra Morena, huyéndole el bulto a los franceses en tiempo del Boqui o la Galpanta, sin más despensa ni repuesto que seis colas y veinticinco cigarros, y al postrer día, viendo que no quedaba por resto más que la última y más corta de las primeras, la encendió, el que llevaba el tono y son de caporal, y, bebiendo cada bocanada de humo, a compás se la inspiraba como saludador al más cercano, y éste al otro, y el otro a aquél, y todos a su vez y tiempo hasta hacer rueda final, y vuelta a otro turno, y es fama, y por consiguiente verdad, que todos se salvaron, trayendo dos dedos más de unto sobre la enjundia y siete carniceras más de carne en el ruedo de su persona. Es verdad que algunos dicen que pasaron por ciertas manchas de ovejas o piaras de gozquecillos de San Antón, y que se traspapelaron algunos individuos de una u otra especie, lo cual no puede creerse, atendida la rigidez reconocida de aquellos perseguidos cenobitas. Por lo demás, ¡vive Dios del cielo, que el cigarro es el más peculiar distintivo de la noble llaneza española! ¿Qué señor de título irá en pompa y majestad, llenando la calle con su persona y perfumando el aire con el habano, que no tenga que retraerse y detener su andar al simple reclamo de un fumador de chupetín y sombrerete, que le demanda el cuarto elemento para encender su menester, quier pitillo, quier cigarro o tusa? Y que se mosquee el señorón, y quiera con una negativa subirse en los zancos de su prosopopeya o autoridad, que ya le mando su mucho de mortificación y su poco de contundencia en la curiosa escena que puede provocar. Este fuero y franquicia del pueblo español no es tan fácil de traspapelarlo y caer en su desuso como los que de ciertos añalejos que se imprimen de algún tiempo acá. Diz que cierto caballero muy curtido en usos y costumbres extranjeras, quiso reformar la moda española, en cierta ocasión que, según el saludo ordinario, le pidió plática de cigarro un manolo chispero de nuestros barrios. El español modernizado, queriendo cumplir con la práctica al propio tiempo que manifestar su enfado, sacó su cuerda perfumada, la encendió en su cigarro, y la ofreció al postulante. Éste, conociendo la estocada y reservando el quite, tomó la mecha con aire socarrón, y encendiendo reposadamente su cigarro, al concluir sacó una tarja de a dos cuartos del bolsillo, entregándosela con la mecha al individuo atónito, que así se vio igualado con un habitante de la luna de los que zahuman el Prado en el estío con la cañaheja encendida. Pero, señores, si tales conocimientos se necesitan en las ciencias naturales y exactas para fumar magistralmente un cigarro, ¿qué ápices, qué perfiles y qué toques no son indispensables en las bellas artes, en el dibujo, en la pintura y en la estatuaria? Para pedir candela, encender el cigarro, ofrecer el propio y otros primores por el estilo, ¿qué estudio no se necesita dar al escorzo de la persona, qué aire al talle, qué primor al cuerpo, qué movimiento a la mano y qué floreo y juguetes a los dedos que toman, pulsan, encuentran, confrontan, pican, halagan y ensortijan los cigarros, hasta que ha hecho comunión el fuego del uno con las tinieblas del otro? Ni un maestro de esgrima, ni un diestro en el danzar, deben ofrecer más hermosura y gallardía que el fumador en tales y semejantes trances; y no digo nada del primor con que deben despedirse interpelante e interpelado, el atildamiento con que se debe requerir el sombrero, ni el movimiento gentil de la cabeza, ni otros adherentes del caso, porque esto es más bien para pintado que no para dicho; verbi gracia, y como para ejemplo, todo se verifica de esta manera.

Y Puntillas, haciendo y contrahaciendo cuanto dejaba dicho, hacía gala y muestra de la persona y movimientos por tal arte y manera, que, apuntando la risa en los labios, no por eso se dejaba de conocer que había mucho de donaire y no poco de gallardía en todos aquellos quiebros y accidentes.

-Pero, señores, todas estas ventajas, privilegios y utilidades del tabaco vienen a desvanecerse y a quedar en nada, si el cigarro no va encendido.

Y al llegar aquí Puntillas hizo gala de su persona incorporándose, y prestó tal aliento al cigarro, que relucía como un ascua.

-Andar con cigarro a matacandelas, es andar, señores, en tinieblas. Se sube a hurto por cierta escalera noruega a deshoras de la noche, temiendo hacer truco por alto con la cabeza y sin dar con el zaquizamí de la cita, pues chupe al cigarro; iluminativa al punto, y salva aquel inconveniente y da con el sitio del tesoro. Pues que a la una, y no del día, pasea un galán la calle, en noches del revuelto noviembre, y aguardando alguna cédula, y no de confesión, oye el chirriar de la ventana; rechupe al cigarro; relámpago súbito, y ya sabe doña Melinsendra hacia dónde ha de enviar su papel y sus bisbises.

Y en esto, Puntillas remedaba de una parte a otra con sus acciones la escena que ponía en tabla con la voz.

-Pues que el rival que a un hombre pisa el hopo y a quien se quiere sobresaltar, no da fuego, porque es blanco como las hostias; fuego al cigarro que se trueque en botafuego, y se le deja caer al descuido, con cuidado, sobre la muñeca y mano del paciente, advirtiendo antes el sacudir la ceniza, que como no resuelle con esta amabilidad, no hacerle caso y vendimiar su uva.

Y Puntillas hizo tan pintiparado y al vivo caso, que si no retira Ariurta la mano, que era la más confín y cercana, le pone un verdadero botón de fuego.

-Que paseando con un marido -prosiguió Puntillas-nos encontramos con su enemigo íntimo (mujer in facie ecclesiae), y que va en preguntas y respuestas con su tercero, pudiendo sobrevenir mucho hollín; sorbo al cigarro y disparo de siete torbellinos de humo, como de cuatro hornos de ladrillo, que oscurezcan, no sólo los ojos del paciente, sino el mismo sol, evitándose así algazara y cumpliendo con la obligación que todos tenemos de poner anteojeras a los maridos. Pero, señores -acelerando más su taravilla, dijo el orador cigarril-, ¿de cuánto no ha valido en paz y en guerra la entendida previsión de tener siempre encendido el cigarro? Si en hechos de paz ha relatado dos, cuatro y más ejemplos de las utilidades del cigarro encendido, ¿qué no diré de los lances de diablos que son bolos, bulla y zaragata y de a río revuelto? Aquel mi hermano el mayorazgo de quien ya relaté alguna hazaña, vean lo que puso en obra en uno de los rebellines de Torrero, en el sitio de Zaragoza, y viva Aragón.

Y aquí Puntillas, centelleando de ojos y afirmándose de boca, y por fuerza chispeando el cigarro, se acercó a la mesa en donde aquí y allí se parecían los trastes venatorios.

-Aquí estaba la batería, señores; la gente, cansada ya de matar gabachos y sin recelo de ser salteada, apagadas mechas y botafuegos, se entregaba al descanso, si no al sueño, por aquí y por acullá y entre las gualderas o avantrenes de los cañones, y veo que mi susodicho hermano, único que velaba, entretenido sin duda en contar los ápices ardientes de su cigarro o en sacar augurio de las ruedas azuladas del humo, observa otro enjambre de franceses que como garduños en vivar se acercaban, bayoneta calada y espada en mano, a darnos la alborada.

Aquí Puntillas dio tal chupe al cigarro, que lo transformó en verdadero bofatuego.

-Y mi hermano, ¡sus!, dando la voz de alarma con cierta interjección muy andaluza, avivando el cigarro como yo ahora, ¡zas!, aplicó el ascua de su cigarro al cebo del cañón: ¡pin-rim-pin-pan-pun-paf!...

Y era verdad que en la propia estancia se repetía, en miniatura, la escena de la batería, pues el buen Puntillas, con su tea encendida, que no un cigarro, la aplicó, contrahaciendo el artillero, con tal acierto en los granos de pólvora sacudidos de los polvorines y frascos que allí se parecían, que, cebándose el fuego y propagando la explosión por todos aquellos cachivaches, se dejó oír un verdadero pi-rim-pim-pan-pun-paf de un verdadero y nutrido fuego graneado. El ver los saltos, resaltos, brincos, desguinces y cabriolas de todos los asistentes, sin excluir el heroico Capita, hubiera sido cosa muy de reír, si no se sobresaltase la imaginación con el riesgo más que probable de alguna pierna rota, testa cascada, o, cuando menos, con el de alguna chamusquina de menor cuantía. Y no se piense que el imperturbable Puntillas se sobrecogiera o amilanara con el impensado fracaso, pues despreciando los estampidos y las fogatas, proseguía gritando:

-Así fue, señores, cómo se salvó la batería del cañón que disparó mi hermano, fumador de privilegio, cayeron siete hileras de franceses; los zaragozanos que acudieron a servir y jugar las otras piezas, aniquilaron el escuadrón de asalto, y al cigarro, señores, al cigarro se debe aquella heroica y singular hazaña...

No se sabe hasta qué punto hubiera llegado con su entusiasmo el buen Puntillas, si, primero, al verse solo en la estancia, y, segundo, por los raudales de agua que le alcanzaban, de los muchos que con cacharros, trebejos y hasta con un clister de a 36 que manejaba Capita con grande acierto, no hubiera vuelto de aquel parasismo de verdadera rabia. El auditorio, que desde luego se puso en salvo tomando con buenos pies el ojo del patio al lado de los surtidores, me lo encontré algo mohíno, no fuera que en uno y otro caso hubiera por mi parte algo de mohatrería como para darle susto y sobresalto; pero el más incrédulo, incluyendo al glorioso Santo Tomé, no podría abrigar tal pensamiento si derramaba en derredor la vista, pues todo era destrucción, escombros, pavesas y cenizas. Yo sólo tuve valor para decir a mis amigos:

-Señores, el próximo cónclave que celebremos, si a él han de asistir Capita y Puntillas, se tendrá en los llanos de Tablares, porque allí hay bastante tierra para sacar la suerte a un toro y bastante agua para apagar los incendios que puede provocar un cigarro.





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