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Escritores hispanoamericanos celebrados por Lope de Vega en el Laurel de Apolo


José Toribio Medina



Portada



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ArribaAbajo Noticias bio-bibliográficas de los escritores americanos celebrados en El laurel de Apolo de Lope de Vega

Junto con dar cabida en el volumen XXXVIII de la Colección de Autores españoles de Rivadeneyra al Laurel de Apolo de Lope de Vega, impreso por primera vez en Madrid, en 1630, puso a su final don Cayetano Rosell un Catálogo de los autores que aparecen citados, con alguna noticia bibliográfica muy sumaria y, a veces, cuando se le alcanzaba, otra biográfica más compendiosa aún, con lo que contribuyó a ilustrar aquella joya de la literatura castellana. Empresa análoga es la que ahora acometemos nosotros, pero si bien limitándola a los autores americanos en ella recordados, con la extensión que nos ha sido posible, excepción hecha de los príncipes de la literatura, que cuentan con biografías especiales y que no habría para qué, estando en manos de todos, reproducir ni siquiera en sus líneas generales, ¿Cómo sería posible, por ejemplo, que   -6-   entráramos en pormenores de la vida de don Juan Ruiz de Alarcón, tan admirablemente estudiada por Fernández Guerra y Orbe, de la de fray Gabriel Téllez, ni en las de Ercilla y Pedro de Oña, ya hechas por nosotros? En este supuesto, los antecedentes biográficos, si no siempre tan abundantes como el prolijo investigador lo deseara, pues nunca falta algún vacío que llenar en ellas, son lo bastante completos para formarse cabal idea del personaje historiado; mas, en no pocos casos, esos antecedentes se ignoran en absoluto respecto de varios de los autores recordados por el «monstruo de la naturaleza» en sus silvas y habremos de contentarnos, por esa causa, casi con la simple enunciación que de ellos trae. Tal es lo que ocurrió ya al propio Rosell cuando llega a hablar de don Juan de Arámbulo, don Fernando de Avendaño, don Luis Ladrón de Guevara, fray Lucas de Mendoza, Cristóbal de la O, Luis Pardo y doña Jerónima de Velasco, y, en un caso, hasta se olvidó de sacar entre los autores celebrados en el texto a uno de ellos, cual aconteció con la Amarilis bogotana.

Nuestro plan, en la parte que abraza, saldrá, pues, de los límites de un simple catálogo, abarcando la descripción bibliográfica completa de las obras de los ingenios americanos celebrados en el Laurel de Apolo (excepción hecha de la de Ercilla, que por sí sola abarcaría muchas páginas y la hemos dado ya), e ira seguida de las noticias biográficas que hayamos logrado allegar, si no de todos ellos, porque tal cosa resulta imposible, por lo menos de aquellos, que serán también los más, de quienes algunas hayamos podido rastrear, salvo, como decíamos, de los de primera nota, ya estudiados.

Adviértase que pondremos primeramente el texto del Laurel, en la parte que toca a nuestro asunto, y   -7-   que las biografías, para su más fácil consulta, irán en orden alfabético.

Entiéndase igualmente que por autores americanos consideramos no sólo a los nacidos en América, sino también a los peninsulares que en ella vivieron y tuvieron alguna figuración, ya en el orden político, ya en el judicial, religioso o meramente literario o científico: atribución tan justa, por lo demás, que bastará con preguntarnos, en el caso de Ercilla, verbi gratia, si habría escrito algo de la importancia de La Araucana a no haber residido en Chile.

Deslindado así nuestro programa de estudio, la simple lectura de los veinticuatro nombres que ha de abarcar, nos obliga desde el primer momento a exclamar: ¡pero aquí no están todos los que son, ni son todos los que están!, para valernos de una frase ya consagrada. ¿Por qué, en efecto, pueden considerarse acreedores al laurel figuras tan opacas, por no decir del todo desconocidas, como Arámbulo, Ladrón de Guevara, Cristóbal de la O, Luis Parelo y alguna otra? Se explica que tratándose de damas, Lope recordara, y por cierto en este caso con justicia y por gratitud personal, a la Amarilis, y por la excepción que en el cultivo de las letras en aquellos remotos tiempos y en estos países aún más remotos de todo comercio literario importa, a doña Jerónima de Velasco; pero ¿cómo explicarnos que se olvidara de la autora del Discurso en loor de la Poesía, pieza que circulaba impresa desde muchos años antes que escribiera Lope su Laurel y que por su mérito intrínseco constituye de hecho la pieza poética más interesante y acabada de la literatura colonial? Y sin salir del campo de la poesía, ¿cómo justificar que se olvidara de don Antonio de Saavedra Guzmán, el autor de El Peregrino Indiano, publicado en 1596, y de otro   -8-   versificador de aquella parte norte del Continente americano, Gaspar de Villagra, cuya Conquista de la Nueva México andaba en letras de molde desde hacía entonces veinte años? Y si tendemos la vista a la América del Sur, digamos con más especialidad al Perú, ¿por qué olvidó el Elogio de damas de Dávalos y Figueroa, el Parnaso Antártico de Diego Mexía de Fernangil y sobre todo, por la inspiración que lo anima, el poema de fray Diego de Hojeda, los tres también publicados desde mucho antes?

Cabe, así, preguntarse después de esto, a qué criterio obedeció Lope para hacer la selección de los autores que se propuso celebrar. Ciertamente que en algún caso a relaciones de amistad, en otros a referencias extrañas, quizás, y posiblemente también en varios como los que apuntamos a olvidos o descuidos; pero nunca, claro está, a preterición intencional.

Y previa esta observación, que bien se comprende la importancia capital que reviste para apreciar lo que falta y en parte también lo que sobra -justo será reconocerlo-, entraremos a estudiar las biografías de los escritores recordados en el Laurel de Apolo.





  -9-  

ArribaAbajo Laurel de Apolo




ArribaAbajo Silva II


[...]
    Que el mar Septentrional su trompa oyera
en la última Tile,
el aire navegando vagarosa,
si propia a Escocia nuestra lengua fuera,
pues que por serlo en la remota Chile,
con fuerza sonorosa
las musas despertó de Pedro de Oña,
no con ruda zampoña,
sino con lira grave,
poema heroico, armónico y suave
del patriarca Ignacio de Loyola,
entre los cisnes de las Indias sola.

    Las Indias, en ingenios mundo nuevo,
que en ellas puso más cuidado Febo
que en el oro que cría:
-10-
Testigo la sagrada teología
con que Fray Lucas de Mendoza honora
el púlpito, por quien la blanca aurora
viene de España con más presto paso
a despertar las sombras del ocaso;
y Apolo, de mirar que en verso admira,
mas, ¿qué se admira, si le dio su lira?

    Al doctor Juan de Arámbulo pudiera,
grave jurisconsulto,
dar la fama el laurel de aquella esfera,
por no dejarle a nuestro polo oculto;
pero, pues es retórico süave,
parte forzosa a profesión tan grave,
como a su oculta musa,
ella podrá difusa
dilatar a dos mundos su alabanza;
que, como el sol del uno al otro alcanza,
podrán los versos de su clara idea.

    Y siempre dulce tu memoria sea,
generoso prelado,
Doctísimo Bernardo de Balbuena.
Tenías tú el cayado
de Puerto-Rico cuando el fiero Enrique,
holandés rebelado, robó tu librería,
pero tu ingenio no, que no podía,
aunque las fuerzas del olvido aplique.
¡Qué bien cantaste al español Bernardo!
¡Qué bien al Siglo de oro!
Tú fuiste su prelado y su tesoro,
y tesoro tan rico en Puerto-Rico,
que nunca Puerto-Rico fue tan rico.
-11-

   Cristóbal de la O, letra perfeta,
como a ninguna intersección sujeta,
que sin principio y fin, nos muestra clara
la eternidad, no menos se prometa
su heroica y dulce pluma,
que por única y rara
ser inmortal presuma.
Ya nuestro polo tanto ingenio estima,
porque mal se ocultara,
pues que la fama fue por él a Lima,
y de la O, donde su nombre acaba,
sacó la admiración con que se alaba.

    Aquí con alta pluma don Rodrigo
De Carvajal y Robles, describiendo
la famosa Conquista de Antequera,
halló la fama y la llevó consigo,
tantas regiones penetrando y viendo,
que del Betis le trujo a la ribera;
y haciendo por su hijo
festivo regocijo,
las bellas ninfas el laurel partieron,
y como ya sus dulces musas vieron
restituidas a su patria amada,
tomó la pluma Amor, Marte la espada.

    Si a Juan Rodríguez de León no hubiera
dado con larga mano
el cielo otro León, que fue su hermano,
¿Quién con león tan bravo compitiera?
Éste en la sacra esfera
del sol del Evangelio resplandece
Con tan heroica acción, que el mundo admira,
y aquél con vivo espíritu engrandece
-12-
cuanto en el polo de Calisto mira
Febo, que de oro y plata le enriquece,
y más que el sol los dos con tantas leyes
del cielo y del Consejo de los Reyes.

    En México la fama,
que, como el sol, descubre cuanto mira,
a don Juan de Alarcón halló, que aspira
con dulce ingenio a la divina rama,
la máxima cumplida
de lo que puede la virtud unida.

    Santa Fe de Bogotá bien quisiera
que su Amarilis el laurel ganara,
como su fénix rara
y que el mejor de España le perdiera;
mas, dice, en medio el mar, que se contente
de que la llame sol el Occidente,
porque estar en dos mundos no podía,
sin ser el uno noche, el otro día.

    Parece que se opone a competencia
en Quito aquella Safo, aquella Erina,
que si doña Jerónima divina
se mereció llamar por excelencia,
¿Qué ingenio, qué cultura, qué elocuencia
podrá oponerse a perfecciones tales,
qué sustancias imitan celestiales?
Pues ya sus manos bellas
estampan el Velasco en las estrellas
del otro polo, Pola de Argentaria,
y viene bien a erudición tan varia,
pues que don Luis Ladrón, su esposo, es llano
que mejor de Lucano
-13-
se pudiera llamar que de Guevara,
y más con prenda tan perfecta y rara.
¡Dichoso quien hurtó tan linda joya
sin el peligro de perderse Troya!
Pero dióselo el cielo, aunque recelo
que puede la virtud robar el cielo.

    Con esto, a varias partes divertida,
ya la miraba la mar y ya la tierra
la voladora fama,
ya ribera antártica extendida,
por donde el paso del tridente cierra,
y al margen sale el ámbar puro en lama.
Ya la primera guerra
en su clara memoria revolvía;
que miraba a Colón le parecía,
y del bravo Cortés la heroica mano,
español Josüé, David cristiano,
y aquel que fue el más rico de los hombres,
digno de eternos y de ilustres nombres,
aquel marqués Pizarro,
hasta en morir bizarro,
trocándole una letra:
luego los Andes bárbaros penetra,
descubriendo las barcas
de un solo tronco abierto,
que se atreven al golfo como al puerto;
y luego en la provincia de los Charcas
aquel famoso Porco,
que tiene tantas almas en el Orco,
monte preñado de inexhaustas minas;
el Cuzco en diez y siete australes grados,
y cubriendo ceniza las marinas
volcanes, que a los orbes estrellados
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infestan con centellas,
y fugitiva dellas
rompió las nubes como blanca espuma
al Paraguay y al reino de Tucuma.

    Aquí Luis Pardo estuvo,
ingenio felicísimo, si diera
más a la pluma y menos a la espada;
mas la contienda que en su pecho tuvo
el dios sangriento de la quinta esfera,
siempre la vista de diamante armada,
con el docto Cilenio,
fue causa que inclinase más su ingenio
al estruendo marcial; si bien tenía
a Venus, que de trino le miraba,
con que templar este rigor solía,
y deponiendo la fiereza amaba.
Pues olvidando a Flandes,
donde tuviera por hazañas grandes
los cargos más honrosos de la guerra,
amigos, ocio, amor y propia tierra,
le dieron lotos, y una Circe hermosa
(no de otra suerte que detuvo al griego
después de aquel fatal troyano fuego),
dulcemente engañosa,
rémora fue de nuestro gran poeta:
mas siendo más hermosa que discreta,
daba lugar a un hombre poderoso
que la hablaba de noche de secreto.
El poeta celoso,
no armado de satírico soneto
ni de prólogos fríos,
con tantos ignorantes desvaríos,
sino de su valor y de su queja,
-15-
quitó los embozados de la reja,
de suerte que de cuatro, dos se fueron;
que los dos que esperaron no pudieron.
Con esto fue forzosa diligencia
embarcarse a las Indias con la flota.
La dama lamentó su injusta ausencia,
porque la vida rota
adora en los amores criminales;
pero al fin de seis meses, que tenía
nuevas de que vivía
entre los argentados minerales
del reino de Tucuma,
la noche del mayor de los nacidos,
para ver una huerta prevenidos
el arráez y el barco,
que estaba media legua de Sevilla,
rompió del Betis la nevada espuma,
siendo piloto Amor y el remo el arco.
Llegados a la orilla,
cortó el arráez ramos, renovando
los que estaban marchitos, y durmiendo,
lisonjeado del susurro blando
del agua y viento, poco más de un hora,
despertó con los rayos de la aurora;
y a la ciudad volviendo,
se fue la dama, y él quedó pagado
del viaje y del sueño.
estaba por la tarde con su dueño
a la orilla del agua el barco atado,
cuando algunos indianos, viendo el leño
de mil árboles indios enramado,
bejucos de guaquimos,
camaironas de arroba los racimos,
aguacates, magueyes, achiotes,
-16-
quitayas, guamas, tunas y zapotes,
preguntaban de dónde había traído
árboles que en la India habían nacido
tan frescos a Sevilla.
El arráez juraba
que los cortó de la primera huerta,
que cerca de la orilla
del Betis claro a media legua estaba,
dejando los marchitos que llevaba,
sin ver la gente o descubrir la puerta;
de donde se entendió por cosa cierta,
y porque declaró que había tenido
un sueño, que le tuvo en tanto olvido,
que aun despertando le turbó la vista,
que fue y vino la noche del Bautista,
pues no hay otra razón que se presuma,
desde Sevilla al reino de Tucuma.

[...]

    De la provincia bética en los fines,
mirando al occidente,
Cádiz de peñas coronó la frente,
quien respetan focas y delfines
por el alto blasón de Carlos Quinto,
de las puertas del África distinto;
aquí Gabriel Airolo
es de las musas celebrado Apolo,
porque de las colunas de su genio
no ha pasado jamás mortal ingenio.

[...]

    Pero volviendo al punto
de nuestro panegírico y asunto,
no se olvidó Baeza
-17-
de llamar a Bonilla
octava en el Parnaso maravilla,
honrando su cabeza
los laureles sagrados
a las divinas musas dedicados...

[...]

    Si don Martín Carrillo el premio intenta,
ingenio universal, corona y gloria
de su dichosa patria, ¿cuál ingenio
presume en tanto mar correr tormenta?
Si al verso, si a la historia
corre su erudición con igual genio,
¡Oh! ¡Libio! ¡Oh! ¡Mitrídaco Partenio!
¡Oh! ¡ilustre aragonés! A tu memoria
ofrecen para bronces inscripciones
cuantos claros varones
celebra España por sujetos graves;
y si te han de alabar por lo que sabes,
¿Quién puede haber que intrépido presuma
en los rayos del sol mirar tu pluma?

[...]




ArribaAbajoSilva IV


[...]

    Don Alonso de Ercilla
tan ricas Indias en su ingenio tiene,
que desde Chile viene
a enriquecer las musas de Castilla,
pues del opuesto polo
trujo el oro en la frente como Apolo;
porque después del grave Garcilaso
fue Colón de las del Parnaso.

[...]

  -18-  


ArribaAbajoSilva VI


[...]

    Si pena Prometeo en alto risco
porque intrépido hurtó del sol la llama,
¿Qué debe quien a Homero nombre y fama,
Oh claro don Francisco,
príncipe de Esquilache y del Parnaso,
nuevo en España Tasso,
ilustrísimo Borja,
para quien ya laureles de oro forja,
que los verdes admiten desengaños
de que los pueden marchitar los años?

[...]

    Tú, pues, ilustre, aunque pequeño río,
padre de sabios, príncipes y santos,
que por islas de juncos y mastrantos
corres a tu albedrío;
tú, que en la primavera y el estío,
humilde entre violetas y alhelíes,
por labios de coral cristales ríes,
mira al doctor Solórzano, que el Tormes,
lloroso por pizarras disconformes
a la lengua del agua, en las sonoras
ondas murmuradoras
llama, para que tú con menos ondas
a sus quejas respondas,
como si tú le hurtaras,
naciendo en tus riberas,
ya por su nombre claras;
o si del otro polo le trujeras.
De quien tan altamente escribe y mira
que entre severas leyes
de los sacros Consejos de los Reyes
-19-
al verde lauro aspira,
cuando a la cuna de Felipe dice:
«Para que tanto bien España espere,
que nace al mundo cuando Cristo muere».
Pronóstico felice
de quien tan alto vaticinio infiere.




ArribaAbajo Silva VII


[...]

    Si fue don Gabriel Gómez de Sanabria
aquel cuya sonora lira oíste
en el prólogo tierno de sus años,
aquel cuya nobleza honró a Cantabria
aunque la cierta en la virtud consiste,
¿qué importa que por mares tan extraños
agora viva senador de Lima,
para que tú le olvides,
y él deje de ser tuyo si le pides
favor en esta empresa;
que ser tu hijo estima,
y las musas profesa
con tal cuidado y tan atenta mano,
que habla por él Marcial en castellano?
Y si por español poco parece,
quien lo dice se engaña:
grande alabanza don Gabriel merece,
porque Marcial, si fácil se imagina,
ha mucho tiempo que salió de España,
y su lengua olvidó por la latina,
y es volvérsela a dar acción divina.

[...]

    Si cuando a fray Gabriel Téllez mereces,
estás, ¡oh! Manzanares, temeroso,
ingrato me pareces
-20-
al cielo de tu fama cuidadoso.
Pues te ha dado tan docto como culto
un Terencio español y un Tirso oculto.

Si no tienes laureles de álamo blanco,
honra las doctas sienes,
ilustre río, del maestro Franco
pues que por él a tanta gloria vienes;
pero si no le tienes,
presto dellos verás tu campo lleno,
si el nuevo Nacianceno
concuerda con sus letras peregrinas
al arpa de David musas divinas.

[...]




ArribaAbajo Silva VIII


[...]

    Tú, que presumes siempre, ingrato olvido,
que escureces y borras
la fama de los ínclitos varones,
por más siglos que corras,
de ti mismo olvidado y divertido,
eterno vivirá Matías de Porras
conquistador de tantas aficiones
cuantas fueron sus letras y virtudes,
pues la gracia igualó con las saludes.

[...]

    Pues canta Apolo en estos dulces hinos,
oradores divinos
del evangelio universal de Cristo,
aunque vivas el polo de Calisto,
aquí permite que tu voz retrate,
dulce sagrado vate,
doctísimo Fernando de Avendaño,
ave del cielo, y del infierno daño;
pues de las Indias sacas
-21-
el ángel fiero, que los habla en guacas,
insigne en la palabra y en la vida,
tanto, que puede darte,
evangélico Marte,
nombre de Idolicida.
Luz en el monte Antártico encendida,
filósofo y teólogo tan raro,
que constituye en ti la Iglesia un faro,
que alumbre en el Perú, segundo Apolo;
y no te admire ver que a nuestro polo
llegue tu nombre, que el opuesto aclama,
pues el doctor León sirve de fama,
que tus hechos publica,
y de tan gran predicador predica
lo que dijeras tú si dél hablaras,
letras insignes y virtudes raras1.

[...]



  -[22]-     -23-  

ArribaAbajo Amarilis

¿Quién fue la poetisa que quiso ocultar su nombre tomando el de la aldeana celebrada por Virgilio en una de sus églogas? Tan poca importancia le atribuyó Rosell, que ni siquiera la apuntó entre los ingenios celebrados por Lope en su Laurel: preterición que no merecía ni por su calidad de cultora de las Musas, ni de su sexo, y para nosotros mucho menos por su nacimiento en América, especialmente en una tan remota época como aquélla. Acreedora es por todo esto, en verdad, a que se procure descifrar el enigma de su nombre.

Ni ha faltado quien se haya aventurado en esta empresa. El autor del libro Últimos amores de Lope de Vega Carpio, con manifiesto olvido de los más elementales dictados de la crítica, se avanzó a decir que la Amarilis del Laurel no era otra que doña Marta de Nevares Santoyo, la querida misma del poeta, (y la última), olvidándose de lo que éste decía acerca de ella no sólo en esta obra suya sino también en la epístola que le dirigió en respuesta a la que le escribió desde América2

  -24-  

Ricardo Palma echó por otro atajo. Después de reconocer que en Huánuco no ha faltado vecino que estimando a Amarilis como ascendiente suya, creyera descubrir en ella a doña María de Figueroa, y hasta hay quien la supone, advierte, hija de don Diego de Aguilar3, autor del poema titulado El Marañón, llega a la conclusión de que en este caso, como en el de la tutora del Discurso en loor de la Poesía que figura en el Parnaso Antártico, de Diego Mexía, se trata de una mistificación «tan clara como la luz del día». Fúndase para ello en la falta de educación que recibía la mujer en aquellos años, y en lo acabado de la epístola, pues que tal perfección no se adquiere sino después de   -25-   larga práctica. Como comprobante de su aserto recuerda también que allí en Colombia hizo escuela mucho más tarde, digamos en nuestros días, parecida mistificación4.

No participamos ni con mucho de tal opinión del insigne escritor peruano. Cierto que no podrá negarse que los quilates que reviste la Epístola de Amarilis suponen ensayos previos y revelan ser el resultado de una educación clásica esmerada, muy raras cosas, por cierto, en la mujer americana de aquellos tiempos; ¿pero por qué avanzarse hasta negar que por circunstancias felices hayan podido verse reunidas tales facultades en una mujer? ¿No sabemos que, como ya lo reconocía Cervantes, el poeta nascitur? El hecho, por lo demás, está a la vista y argumentos no valen ante la realidad que se nos presenta con todos los caracteres de indiscutible y con cuantas señas pudieran apetecerse de la autora de esos versos, ya de su nacimiento, ya de su educación, ya de la profesión que había abrazado, ya, por fin, de cómo germinó en su espíritu esa admiración hacia el «monstruo de la naturaleza» que le obligó a tomar la pluma para enviarle, junto con sus aplausos, la humilde súplica de que se dignara escribir la vida de la santa que ella tanto veneraba. Juzgando las cosas con el mismo criterio de Palma, también sería el caso de preguntarse quién pudo ser aquel varón que disfrazando su sexo en el nombre, fuera capaz de calzar tan altos puntos en la poesía. Y no dudemos ni por un momento de que será tan difícil descubrirlo como el de la mujer que se ocultó con el seudónimo de Amarilis.

Partiendo siempre de la base del cortísimo número de damas que pudieron pulsar el estro poético, con la perfección a que alcanza la de la Epístola a Lope, se ha supuesto, asimismo, que ella no debió de ser otra que la misma que escribió el Discurso en loor de la Poesía. El hecho es indudable en cuanto a la hermosura y alteza de conceptos de ambas composiciones; pero la similitud que se alega nos parece inaceptable, y sea dicho para honra de las letras americanas, forzoso será reconocer que fueron obra de dos plumas diversas.

Ya Menéndez y Pelayo observó que las diferencias de estilo que se notan entre composiciones eran obstáculo formidable   -26-   para identificar a una y otra poetisa. Ni en verdad eran éstas tan raras en aquel tiempo, pues que la propia autora del Discurso decía en él:


Y aun yo conozco en el Pirú tres damas
que han dado en poesía heroicas muestras...



Y sea que entre esas tres, que, desgraciadamente, no nombra, contemos a Amarilis, siempre quedará en pie el hecho de la coexistencia de más de dos damas cultoras de la poesía en aquel tiempo, alla en el Perú. Todavía, sin hacer caudal de una que Lope nombra con todas sus letras y, de la que a su tiempo hemos de hablar.

Para adelantar algo más en esta distinción de las dos de que venimos con especialidad hablando, consideremos, desde luego, las fechas de las piezas de que son autoras. La que va en el Parnaso Antártico es, sin duda alguna, anterior a 1607, año en que ese libro vio la luz pública en Sevilla, al paso que la Epístola de Amarilis fue escrita tal vez tres lustros más tarde, como que sólo vino a publicarse en 1621. ¡Largo habría sido así el tiempo en que alentó la vena poética en aquella mujer! Pero, sin esta observación, no olvidemos lo que de las autoras de ambas piezas conocemos por referencias más o menos directas o por propias declaraciones autobiográficas.

El Discurso en loor de la Poesía consta de su propio encabezamiento que fue escrito «por una señora principal, muy versada en las lenguas toscana y portuguesa», a que añadía ser también «heroica dama»; y sin más que tales señas, que han de bastar a nuestro propósito por el momento, es fácil distinguirla de la que firmó con el nombre de Amarilis, con sólo traer a cuento los datos que ésta nos suministra de su persona en su Epístola a Lope. Dejemos aparte por un instante las que tocan a su nacimiento y familia, para fijarnos únicamente en el hecho de que por los días en que escribía era ya monja. Decía, en efecto, así:


Yo, siguiendo otro trato,
contenta vivo en limpio celibato,
con virginal estado,
a Dios con gran afecto consagrado...



¿Se aviene semejante estado con los calificativos de «señora principal» y de «heroica dama» con que se pinta a la autora del Discurso. No, ciertamente.

  -27-  

Pero, se dirá, ¿cabe dentro de aquel estado religioso el cultivo de la poesía profana? En el hecho, y por lo que toca a la América, ejemplos tenemos que lo acreditan de sobra. Sin hacer caudal, por demasiado conocido, del caso de sor Juana Inés de la Cruz en México, ahí está, y aún con anterioridad al de nuestra Amarilis, el de aquella doña Leonor de Ovando, de que nos ha conservado memoria Eugenio de Salazar en su Silva de varia Poesía, que floreció en Santo Domingo y a quien corresponde la prioridad en el cultivo de la poesía en América con versos que «aunque llenos de asonancias, como era general costumbre en el siglo XVI y lo es todavía entre los italianos, según tan atinadamente observa Menéndez y Pelayo, no parecen despreciables...»5.

Continuemos ahora con los demás datos biográficos que Amarilis nos da de sí en su Epístola a Lope y, que con elocuencia superior a cuanto pudiéramos nosotros allegar, servirán para distinguirla de la poetisa autora del Discurso. Y aquí será justo también que cedamos la palabra desde luego al historiador de Lope, cuando llega el caso de que hable de la epístola que escribió en respuesta a la de Amarilis. «Era esta incógnita dama, según claramente indica en su referida composición, natural de la ciudad de León de Huánuco, situada 50 leguas al norte de la de los Reyes, y en aquélla residía. Después, acaso se trasladó a Santa Fe de Bogotá, adonde la refiere Lope al elogiarla. Descendía de los conquistadores de aquellos países, que fundaron la dicha ciudad de León. Sus padres murieron prematuramente, quedando ella y otra hermana, a quien llama Belisa (Isabel), a cargo de su tía, herederas de un patrimonio muy suficiente para su cómoda subsistencia. Vivían juntas las hermanas, Belisa, menor, la casada, y nuestra Amarilis «en limpio celibato...».

«La ciudad de León de Guánuco fue fundada por el capitán Gómez de Alvarado (hermano del adelantado don Pedro) en 1539, con poder del virrey Pizarro. Despoblada algunos años después, por consecuencia de un alzamiento de los indios, la reedificó Pedro Barroso y acabó de asentarla Pedro de Puelles6   -28-   Acaso, pues, era el nombre de esta señora doña María de Alvarado»7.

Tales son los datos que Menéndez Pelayo tuvo presentes para las líneas que por su parte consagra a nuestra Amarilis, y que no debemos omitir por proceder de tan alta autoridad crítica y literaria. Ellas, al par que contienen una apreciación del mérito de la Epístola de la poetisa indiana, abundan en la misma conclusión a que llegaba el erudito La Barrera. Dice, pues: «Lope de Vega contestó con la epístola de Belardo a Amarilis, que tiene buenos trozos y curiosas noticias de su persona, pero que dista mucho de ser la mejor de las suyas. Por esta vez perdone Lope: la humilde poetisa ultramarina lleva la palma. Él, que tanto pecaba por el lado de la galantería, fácilmente hubiera perdonado este juicio, y aun se hubiera complacido en la derrota; ni quien es opulento en grado tan soberano y excepcional pierde nada por algunos tercetos más o menos felices. De los requiebros que dirige a su encubierta admiradora, pondré alguna muestra, para completar este curioso capítulo de costumbres literarias... Y cortésmente se excusa al fin de la epístola de no escribir el poema de Santa Dorotea, dejándole a la devoción de la misma poetisa...

«¿Es esta Amarilis la misma poetisa celebrada en el Laurel de Apolo como «fénix rara» de Santa Fe de Bogotá? No es inverosímil que de Huánuco pasara a establecerse al Nuevo Reino de Granada, pero no me atrevo a afirmarlo».

Y este es, a primera vista al menos, el punto grave que ofrece la identificación de nuestra poetisa; pero, de no aceptar aquella hipótesis, nos veríamos obligados a sostener otra mucho menos probable, cual sería, la de dos poetisas que coetáneamente escriben a Lope sendas epístolas, una desde Huánuco y la otra desde Santa Fe. Por lo demás, el contexto de la de Amarilis no asevera de modo terminante que la escribiera desde la primera de esas ciudades, y hasta diríamos que tal cosa no habría sido posible, pues ni en aquellos tiempos ni nunca que sepamos ha habido en ella convento alguno de monjas8. Así, pues,   -29-   Amarilis nacida en Huánuco, ha debido pasar a Santa Fe para ingresar en un convento de monjas, y de ahí entonces que Lope se dirija a ella como residente en la capital del Nuevo Reino de Granada.

En cuanto a quién pudiera corresponder el seudónimo de Amarilis, decíamos que el gran crítico español abundaba en la misma conclusión sostenida por La Barrera. Después de recordar los apuntes autobiográficos contenidos en su epístola y que ya conocemos, prosigue, en efecto, de este modo: «Las señas no pueden ser más explícitas. Si la incógnita dama había nacido en la ciudad de León de Huánuco (situada en el actual departamento de Junín, a cuarenta y tantas leguas al norte de Lima) y descendía de los conquistadores de aquella tierra y fundadores de aquella ciudad, su apellido debía ser el muy ilustre de Alvarado, puesto que el fundador de la ciudad de León de Huánuco, llamada también León de los Caballeros, fue el capitán Gómez de Alvarado, hermano del adelantado don Pedro, de inmortal memoria en los fastos de América. Y aunque es cierto que la primitiva fundación de Alvarado en 1539, quedó luego casi desierta, hasta que la reedificó Pedro Barroso y acabó de asentarla Pedro de Puelles, los términos en que la poetisa se explica cuadran más bien al fundador primero y a su hermano, de quienes podía decirse con más razón que de Barroso:

Que aqueste Nuevo Mundo conquistaron.



«Y si atendemos a que el nombre poético de Amarilis es, por lo común, rebozo del de María, tendremos completos el nombre y apellido de la discreta doncella de Huánuco: doña María de Alvarado».

Por desgracia, tan especiosa argumentación se viene al suelo por su base, cuando se sabe que Gómez de Alvarado murió soltero9. Ni nos es lícito referir la ascendencia de Amarilis   -30-   a Pedro de Puelles, que asimismo falleció en estado de soltería. De Barroso nada se ha dicho hasta ahora.

Habrá, pues, que buscar otro derrotero para descifrar el enigma. No sabríamos decir si la dificultad insuperable que hemos puesto de manifiesto media para suponer a Amarilis descendiente de aquellos fundadores de Huánuco la tendría o no presente don Manuel Antonio Valdizán al emitir la opinión que sustentó en el prólogo a su reimpresión de la Epístola de nuestra poetisa, porque tenemos que traerla a cuento valiéndonos del extracto que de ella hizo Mendiburu al hablar en su Diccionario de doña Isabel de Figueroa. Dice así el párrafo de nuestra referencia, después de hacer presente que Valdizán era natural de Huánuco: «En su carta dedicatoria asienta como cosa indudable que la poetisa Amarilis nació en la citada ciudad, y que no habiendo datos seguros sobre su verdadero nombre, envuelto en la obscuridad de los tiempos, conjetura fundadamente haber sido hermana de doña Isabel de Figueroa, «célebre, dice, por su hermosura, linaje y magnificencia», cooperando en apoyo de su juicio la circunstancia de que al contar Amarilis a Lope las bellas cualidades de su hermana, la llama Belisa, anagramando el nombre de Isabel».

Descontemos desde luego, el error en que incurre Valdizán al afirmar que Amarilis había nacido en Huánuco, cosa que ella no dice, refiriendo esa patria simplemente a sus abuelos y lamentemos el que no se nos hayan puesto a nuestro alcance en qué se basan esas conjeturas «fundadas» a que Mendiburu alude para hermanar a Amarilis con doña Isabel de Figueroa, que en todo caso, necesario será reconocerlo desde luego, se hallan en manifiesta concordancia con lo aseverado por Amarilis respecto de su hermana, que


con alegre himeneo
de un joven venturoso, que en trofeo
a su fortuna y vencedora palma
alegre la rindió prendas del alma,



ya que doña Isabel de Figueroa de que se trata fue mujer del encomendero don Bartolomé Tarazona10.

  -31-  

También nosotros, sin quitar ni poner rey, y en vista de las opiniones de Valdizán y Mendiburu, dijimos por incidencia, al hablar del doctor Francisco de Figueroa y de la canción suya que se registra entre los preliminares del Arauco domado de Pedro de Oña, (Lima, 1596), que «sospechaba ser hija suya, aquella poetisa de apellido Figueroa, disfrazada con el nombre de Amarilis», dando por buena la atribución de aquellos autores que mejor instruidos nos parecían para formularla: sospecha que sólo obedecía, en primer término, a la identidad de apellidos y, en segundo lugar, al ambiente de cultura que sin duda rodeaba el hogar de un poeta tan distinguido como aquél. Y traemos al tapete aquellas palabras nuestras, que en nada afectaban a la resolución de un problema que no abordábamos, por cuanto, como vamos a verlo, el novísimo autor de Los poetas peruanos de la colonia las recuerda en el capítulo de esa obra que consagra a Amarilis para estampar que «todas estas conjeturas carecen de seriedad, por inatención de sus autores». Se impone, cuando esto se dice, que examinemos cuál es la que por su parte sostiene.

Después de ver cuán doctoralmente se hace aquella afirmación, nos imaginamos que se nos iba a presentar una resolución indubitable al problema que se discute, de tal modo que nuestra sorpresa fue no poca cuando leímos que «probablemente, Amarilis se llamó María Tello de Lara y de Arévalo y Espinoza» con lo cual, fácil es de suponerlo, ya la duda se produjo para nosotros acerca de los fundamentos de aquella probabilidad. Son ellos los que siguen:

«Dícenos el señor Sánchez desde luego que los padres de la dama aquella, se llamaron don Juan Tello de Lara y doña María de Arévalo y Espinoza; que Juan Tello y su hijo Juan Tello de Sotomayor fueron de los primeros pobladores de Huánuco y también, demás está advertirlo, de los primeros conquistadores del Perú; que el rebelde Francisco Hernández Girón fue aprehendido en Jauja por los abuelos de Amarilis, (dando así por resuelta desde luego la cuestión), Juan Tello y Gómez Arias Dávila». «Y bien, continúa, del matrimonio de Juan Tello de Sotomayor con doña Constanza de Contreras nació don Hernando Tello, quien casó con doña Eufrasia de Lara, hija precisamente de Gómez Arias Dávila, el otro aprehensor de Francisco Hernández.   -32-   Reunió, pues, ambas sangres don Juan Tello de Lara, casado con la dicha doña María de Arévalo y Espinoza»11.

Pero, he aquí que el genealogista de esa familia «no apunta ninguna hija hembra (¡sic!) de este matrimonio»12, según las propias palabras de Sánchez: «¡hecho de poca monta, en concepto suyo, y que debe achacarse a mera omisión del genealogista! Bastaría esto, nos parece, para que la hipótesis tan vocingleramente sustentada se venga al suelo; pero ni es sólo eso lo que nos impide aceptarla».

Rectifiquemos también el aserto de Sánchez al decir que Amarilis vivía en Lima, cosa que no aparece en parte alguna de su Epístola, y que está en manifiesta contradicción con la declaración terminante de Lope, que bien debía saberlo para contestársela, cuando en el Laurel comienza el párrafo que le dedica, diciendo:


Santa Fe de Bogotá bien quisiera
que su Amarilis el laurel ganara
como su fénix rara...



y concluyamos con que mientras no se averigüe el nombre de alguno de los fundadores de Huánuco, o si se quiere, de alguno de sus hijos que pasaron a radicarse en Santa Fe, subsistirá la duda respecto al apellido que correspondiera a Amarilis. Si los de todos aquellos nos fueran conocidos, la averiguación que indicamos no sería del todo improbable hallarla en el libro de Flórez de Ocariz; pero sin ese antecedente, ¿quién tendrá el valor necesario para recorrer las páginas de sus dos tomos atestadas de nombres?13

Duélenos así tener que dejar envueltos en las sombras los ascendientes de Amarilis y lamentar no poder allegar por nuestra parte antecedente alguno que sirva para descifrar el enigma vinculado a su nombre.

La Epístola de Amarilis a Belardo se publicó por primera vez en La Filomena, con otras diversas Rimas, Prosas, y Versos.   -33-   De Lope de Vega Carpio, Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, Madrid, 1621, 4.º Se reimprimió en las pp. 457-467 del tomo I de las Obras sueltas de Lope, Madrid, 1776; en Lima, 1834, por don Manuel Antonio Valdizán, con la respuesta de Lope, referencia que tomamos de Mendiburu, Diccionario, t. III, p. 343, que allí trascribió también fragmentos de la Epístola de la poetisa bogotana; por cuarta vez en las pp. 126-137 de los Últimos amores de Lope de Vega Carpio, Madrid, 1876, 8.º y, finalmente, Menéndez y Pelayo la incluyó, acompañándola de elogiosos comentarios, en y las pp. CLXX y siguientes del tomo III de su Antología de poetas hispano-americanos (1894).



  -[34]-     -35-  

ArribaAbajo Don Juan de Arámbulo

En blanco hubo de dejar Rosell el nombre de este ingenio celebrado por Lope, y bien poco será lo que por nuestra parte podamos decir de él. Advertiremos, desde luego, que su verdadero apellido debió ser el de Arámburu, como en textos impresos y en manuscritos se le halla siempre. Y más aún: que ése era el segundo de los que llevaba, como luego hemos de verlo.

No puede caber duda de que Arámburu había descollado en las Indias, puesto que Lope le enumera el segundo a quien podía dar fama «el laurel de aquella esfera», y que ella le era debida por su profesión de jurisconsulto, a la que añadía el ser «retórico suave» y quizás también el cultivo de las musas, sin ostentación de su parte y casi a hurtadillas. Tales son las señas que de la persona de Arámburu nos da Lope y las únicas también que puedan guiarnos para descubrir sus huellas en América antes de 1629, puesto que la dedicatoria de El Laurel de Apolo está datada el último día de enero del año siguiente de 1630.

Pues bien, el prolijo registro de las obras impresas en México y Lima, únicas ciudades del Nuevo Mundo que contaban con imprenta hasta esa fecha, nos permite asegurar que ese apellido de Arámbulo no figura ni siquiera entre los preliminares de ninguna de ellas, y mucho menos en las portadas en que se registran los nombres de los autores. En una sola ocasión, allá en el año de 1597, se ve aparecer el nombre de Jerónimo de   -36-   Arámbulu, contador de Real Hacienda, prestando su aprobación al Libro general de las reduciones de plata y oro de Juan de Belveder, impreso en Lima en aquel año. Hay, pues, que renunciar a descubrir un dato cualquiera del personaje celebrado por Lope buscándolo por el apellido y las señas que de él nos dejó.

Pero, he aquí que en el Diccionario histórico-biográfico del Perú de don Manuel de Mendiburu hallamos el nombre del doctor don Juan Morales de Arámburu, «natural de Lima, hijo primogénito de Garci López de Morales, uno de los antiguos pacificadores del Perú, primer canciller mayor de esta Audiencia y fundador del mayorazgo de su casa. Fue don Juan colegial del Real de San Martín, caballero de la Orden de Santiago, oidor, y después presidente gobernador y comandante general de Quito». Lástima es que tales datos no vayan acompañados de una indicación cualquiera de fecha que nos permita relacionarlos de cerca con los que Lope consigna del que llamó don Juan de Arámbulo; pero, o mucho nos equivocamos, o éste y don Juan Morales de Arámburu son una misma persona. Conste, en todo caso, que producción alguna suya, ya del orden forense o del literario, no se conoce.



  -37-  

ArribaAbajo Don Fernando de Avendaño

Ni una sola línea dedica Rosell a este gran «idolicida», como tan acertada y gráficamente le retrata Lope, lo que no habría acontecido caso de haberse percatado del elevado cargo eclesiástico para que fue propuesto por el Rey, que entonces le bastara abrir el libro del maestro Gil González Dávila para decirnos de Avendaño que «su patria fue la ciudad de Lima, en el Perú, y sus padres Gaspar de Avendaño y María de Orozco; fue catedrático de Prima en la Universidad de su patria, en cátedra de teología; calificador del Santo Oficio, cura y rector de su iglesia arzobispal, su chantre y arcediano, y visitador de la idolatría, en que hizo a la Fe muy señalados servicios. Vive en este de 1655»14.

Pero vamos por partes, pues los datos referentes a la patria y padres de Avendaño no son tan indiscutibles como los asienta aquel cronista. No falta, en efecto, quien le haga natural de Loja, en cuya ciudad habría nacido en 158015. Mendiburu afirma que fue hijo de don Diego Avendaño, «que en 1627 fue   -38-   alcalde de la Santa Hermandad», y nacido en Lima16, aunque sin decirnos cuándo. Documentos irredargüibles nos permiten por nuestra parte aseverar que en verdad vio la luz en la capital del virreinato en 157717 y que su padre se llamó Gaspar de Avendaño -tal como lo afirmaba González Dávila-, pero que el nombre de su madre fue el de María González Henríquez. Respecto de aquél, consta, asimismo, que lejos de haber tenido la posición expectable que le supone Mendiburu, no pasaba de ser «un pobre oficial de soletero, que servía de bufón al inquisidor Gutiérrez de Ulloa».

Se ordenó de sacerdote en 1604 y pasó luego a servir sucesivamente la cura de almas en tres parroquias de indios, hasta que en 1621 se le nombró para la rectoral de Lima, que desempeñó durante doce años hasta abril de 1633, en que tomó posesión de una canonjía de aquella Catedral. Regentó también durante seis años la cátedra de teología en la Universidad de San Marcos, que hubo de renunciar por falta de salud, y en los de 1641 y 1642 el cargo de rector. El arzobispo don Fernando Arias de Ugarte, cuya confianza se conquistó por entero, le confió el cargo de provisor y vicario general del arzobispado, y estando ya para morir escribió al Rey una carta en la que le recomendaba en los términos más calurosos. Ascendió en su carrera eclesiástica a chantre y arcediano y logró, no sin alguna resistencia, derivada de la humilde condición de su padre, el que el Tribunal del Santo Oficio le confiriera el puesto de su calificador18.

Pero su principal mérito fundábalo Avendaño en la activa participación que le había cabido en la extirpación de la idolatría de los indígenas en el Perú, a contar desde el año de 1620, hasta el de 1628, durante cuyo tiempo había absuelto a más de   -39-   doce mil personas, confiscado gran cantidad de oro y plata dedicada al culto de los ídolos, que tenía entregada por cuenta y razón a los Oficiales Reales, penitenciando, a la vez, a los «maestros dogmatizadores desta secta» y siendo sin número los santuarios que se derribaron. Confirma estos hechos el padre José de Arriaga en el prólogo de su célebre libro de la Extirpación de la idolatría, para el cual confiesa haber aprovechado en gran parte los papeles y advertencias de Avendaño. Por todos estos méritos y cuando, según decía, llevaba ya gastados cuarenta y dos años en tales ejercicios, solicitó del monarca, en mediados de 1647, que se le concediese algún ascenso en su carrera, pretensión que apoyó calurosamente en el año inmediato el virrey marqués de Mancera, haciendo de paso alusión a «la injusta calumnia que algunos enemigos suyos le opusieron», que no sabemos a punto fijo cuál fuera, pero, acaso, la nota relativa a su nacimiento que se le achacaba; como ignoramos también la referencia que en esa misma carta hace el Virrey «a que se le había opuesto un canónigo de la misma Iglesia (Catedral), tenido acá por inquieto y de recia condición, con quien ha tenido encuentro...». El hecho fue que el Rey atendió las pretensiones de Avendaño y las recomendaciones del Virrey, presentándole para la mitra de Santiago de Chile en fines de 1654 o en principios del año siguiente, cargo que Avendaño se negó a aceptar, prefiriendo que se le elevase al deanato de la Catedral de Lima, que acababa de vacar por muerte del doctor Pedro de las Cuentas, por razón de no entender la lengua de los araucanos, y sin duda, más que por eso, por cuanto se sabía que dichos indios se hallaban en completa rebelión. «Y ansimismo, concluía en su carta de excusa, porque siendo el temple de Chile muy contrario a este en que nací y me he criado, dicen los médicos que o con la muerte, preso o enfermedad no podré ser de provecho para el Real servicio de Vuestra Majestad». Avendaño no llegó, en efecto, a tomar posesión de su diócesis, habiendo fallecido meses más tarde del día en que declinaba ese honor, tal vez en 1656 y seguramente en 1657.

No es en verdad muy nutrida la labor literaria de don Fernando de Avendaño. Conocemos de él la aprobación que en 1628 prestó a un sermón de fray Alonso Muñoz de Toledo; la del Ritual de curas de Juan Pérez Bocanegra, que dio en 14 de noviembre de 1631; en fines de 1637 aprueba un sermón de   -40-   fray Blas de Acosta, y en ese mismo año se hace cargo de la impresión de las Constituciones sinodales del arzobispado, respondiendo así a la confianza de su prelado Arias de Ugarte, cuya Vida, escrita por Diego López de Lisboa, el padre de los León Pinelo, aprueba también en 1638; y, por fin, en junio de 1646, da, asimismo, su aprobación al Panegírico de San Bruno, de don Pedro de Solís y Valenzuela. Dos años más tarde entregaba por su parte a la prensa, allí en Lima, sus Sermones de los Misterios de Nuestra Santa Fe Católica en lengua castellana y la general del Inca, libro cuya importancia para el conocimiento de las creencias y costumbres de los indios peruanos corre parejas con su rareza. La preparación que para ese propósito tenía adquirida Avendaño nos es ya notoria con lo que sabemos acerca de su larga práctica en el trato de los indígenas, de que ya tenía dado muestras en los papeles suyos que había utilizado el jesuita Arriaga, entre los cuales se contaría posiblemente la carta escrita por él al Arzobispo de Lima en la que le da cuenta de las idolatrías y prácticas religiosas de los indígenas, que está fechada en Lima a 3 de abril de 1617 y que nosotros hemos insertado íntegra en La Imprenta en Lima. A este respecto, el jesuita padre Francisco Conde, que acompañó a Avendaño en la visita, dice en el libro de éste que «fue testigo de vista, con otros de mi sagrada Religión, del calificado servicio que hizo a entrambas Majestades descubriendo innumerables ídolos que dichos indios ocultaban; alcanzó claras noticias de todos los errores que impugna, como tan grande y consumado teólogo que es; y acomodándose a la capacidad de dichos indios (que es otra nueva y singular gracia del cielo) declara altísimos misterios con discursos, ejemplos, y razones, que, si fáciles y caseras, son convincentes». Y Avendaño, a su turno, dirigiéndose al arzobispo Villagómez, le expresa respecto de su libro: «Mandome Vuestra Señoría Ilustrísima que por la necesidad que había en este reino de confutar los errores que han tenido los indios, heredados de sus progenitores gentiles, compusiese estos sermones traducidos en la lengua general del Inca: empresa deseada de todos, intentada de muchos y conseguida por principal asumpto de ninguno, quizá por no haberse tenido tan individual noticia dellos como me la enseñó el continuo exercicio en ocho años que dichosamente me ocupé en la visita general de la extirpación de   -41-   la idolatría deste arzobispado, en que absolví once mil personas apóstatas...».

A pesar de que el título de la obra de Avendaño reza que es una Primera Parte, en realidad es también lo único suyo de que debía constar, puesto que la Segunda y Tercera, según lo declara al final de su prólogo al lector, debían comprender «los sermones que se imprimieron por mandado del Concilio Limense Tercero sobre los Mandamientos y Sacramentos», que con el tiempo se habían consumido, «pareció conveniente, expresa, que se volviesen a imprimir, como se verá en la Segunda y Tercera Parte deste libro...»19.

-Sermones / de los misterios / de Nvestra Santa Fe Católica, en lengva / castellana, y la general / del Inca. / Impvgnanse los errores par- / ticulares qve los indios han / tenido. Parte Primera. / Por el doctor don Fernan- / do de Avendaño, Arcediano de la / Santa Iglesia Metropolitana de Lima, Calificador del San- / to Oficio, Catedrático de Prima de Teología, y / Examinador Sinodal. / Dedícase / al Illvstríssimo / Señor doctor don Pedro de / Villagómez, Arçobispo de Lima, / del Consejo del Rey N. S. / (Debajo de una raya). Con licencia, / Impresso en Lima, Por Iorge López de Herrera, Impressor / de Libros, en la Calle de la cárcel de / Corte20.

  -42-  

Debemos prevenir que en el ejemplar que tenemos a la vista, la portada transcrita lleva como foliación el número 74, y que entre los preliminares se halla un índice de cosas notables, con los folios 95-110, que no corresponde al texto de los Sermones. Las signaturas resultan también irregulares. Y no ha habido forma de comprobar si salió así el libro de la imprenta, porque nunca hemos visto más ejemplar de este libro que el que se guarda en la Biblioteca Nacional de Santiago.



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ArribaAbajoGabriel de Ayrolo Calar

Gabriel de Ayrolo Calar21 fue hijo de Nicolás de Irolo Calar, natural de Cádiz22. De aquí, probablemente, y de las palabras de Lope en su Laurel de Apolo, que se haya atribuido también tal patria a su hijo23. Nicolás de Irolo pasó a México en una fecha que desconocemos y allí ejerció el cargo de escribano, dando a luz en 1605 una obra relacionada muy de cerca con el desempeño de su profesión, que intituló Política de Escripturas obra que, al decir de Beristaín, «es una pauta de escrituras legales reformando las expresiones antiguas con arreglo a la   -44-   mayor cultura del idioma castellano, y con varias adiciones para casos y asuntos extraordinarios»24. Allí, en aquella ciudad, le nació su hijo Gabriel25, que debía ser ya de alguna edad al tiempo en que su padre publicaba su libro, pues entre los preliminares figura un soneto suyo26.

De buena fuente consta que Ayrolo se había «criado» en casa del conde de Monterrey, don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, que gobernó la Nueva España desde noviembre de 1595 hasta octubre de 1603. En la Universidad de México estudió cánones, leyes y teología, hasta graduarse de bachiller, habiéndole tocado, por ausencia de los catedráticos propietarios, leer las asignaturas de Prima de Leyes y de Instituta. En aquella Audiencia obtuvo también el ser recibido de abogado.

Decorado con tales títulos, resolvió hacer un viaje a España, muy probablemente en busca de adelantos para su carrera. ¿Cuándo? A punto fijo no podríamos decirlo. Consta sí, como se ha visto, que aún se hallaba en México en 1605, y de seguro aún en mediados de 1611, fecha en que se recibía del virreinato el arzobispo don fray García Guerra, fiesta para la cual se sabe que escribió un «hieroglífico», que hubo de insertar más tarde en el primero de sus libros que imprimió en España. Podría asegurarse, asimismo, que continuaba aún allí en abril del año siguiente de 1612, en que se celebraron las honras hechas en honor de la reina doña Margarita de Austria, habiendo sido Ayrolo, en efecto, nada menos que el autor de la Descripción del túmulo, letras y jeroglíficos dispuestos para esa ceremonia, que cuidó de estampar en aquel mismo libro suyo a que acabamos de referirnos. Por fin, el hecho es que en Cádiz se hallaba en fines de junio de 1616, fecha en que el provisor de la ciudad le extendía autorización para que pudiera dar a la prensa su   -45-   Pensil de Príncipes y Varones ilustres; siendo aún de advertir que en todo caso su arribo a España ha debido de tener lugar algún tiempo antes, ya que en la portada de esa obra aparece decorado con el título de abogado de la Real Audiencia de Sevilla. Como complemento a sus estudios, es de saber que en Osuna se había graduado de licenciado y doctor en cánones y que los mismos grados en teología tenía alcanzados en Sevilla.

¿Había escrito ese libro en España, o lo llevaba ya redactado desde México? Esto último parece lo más probable. Dedicolo a don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia, y salía a la luz pública en Sevilla, en el año de 1617. En cuanto al título que le puso, decía: «me pareció metáfora propia darle nombre de Pensil por lo que suspenden y admiran grandezas de príncipes y hazañas de varones ilustres, las cuales por sí son tan levantadas, que con su sabor y precio, suplen las faltas del sujeto que las celebra».

Además de esa empresa literaria, Ayrolo, ordenado ya de sacerdote, sin que podamos decir dónde ni cuándo, dedicó parte de su tiempo a la predicación. En Cádiz ocupó el púlpito en varias ocasiones, entre otras, cuando se celebraron allí las honras del rey don Felipe III; y algunas también en la Corte, «con buena opinión». Deseoso de radicarse en la patria de su padre, hizo una oposición a la canonjía magistral de Cádiz, que no obtuvo, pero en 1622 fue propuesto al Rey para una ración en México, haciéndose notar en el documento respectivo que Ayrolo tenía allí seis hermanas huérfanas.

Dos años más tarde se hallaba nombrado chantre de la Catedral de Guadalajara de Nueva España, como rezaba la portada de un poema heroico en nueve cantos que salía en 1624 de la prensa de Juan de Borja en Cádiz y que intituló Laurentina, por haberse verificado la victoria que celebraba el día de San Laurencio, cual era, la naval que don Fadrique de Totedo Osorio había ganado en 1621 en el estrecho de Gibraltar.

Cerca de tres años más hubo de permanecer Ayrolo, en la Península, hasta que por fin, en mayo de 1627, llegaba a Guadalajara a tomar posesión de su canonjía, dos lustros después se le halla allí en la dignidad de arcediano. El 22 de agosto de 1638 y con ocasión de hallarse en esa ciudad de paso el virrey marqués de Cadereyta se celebraba con gran pompa en la Catedral el día de San Hipólito, patrón de México, y ante aquel   -46-   magnate y con asistencia de la Audiencia Real y de los dos Cabildos eclesiástico y secular, predicó Ayrolo un sermón, que dedicó a la «nobilísima ciudad de México, cabeza del Imperio Indiano», y patria suya, según cuidó de expresarlo.

Y tal es la última noticia de Ayrolo que tengamos.

-Pensil / de príncipes, / y Varones Ilvstres. / Por el doctor don Gabriel de / Ayrolo Calar, Abogado de la Real Audiencia / de México, y de la de Seuilla. / Al exceletíssimo señor do Manuel Alioso Pérez de / Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia &c. / (Gran escudo de armas del Mecenas). / En Sevilla, por Fernando Rey, Año de 1617. / (Al pie de la última página y debajo de un filete:) Con licencia. / En Seuilla; por Fernando Rey. / Año de 161727.

La canción primera está dedicada al príncipe Emanuel Filiberto; la segunda a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos; la tercera «Al hecho memorable del Mecenas»; la cuarta a don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros; la quinta a don fray García Guerra, arzobispo de México; hieroglífico que se hizo a su recibimiento cuando entró por virrey; la sexta a la salida que hizo el general don Luis Faxardo con la armada Real de la bahía de Cádiz para la Mamora; la séptima, al rey don Felipe, «dándole cuenta de la inundación de México, desagüe y descripción de su laguna»; sigue en prosa la Descripción del túmulo de la reina doña Margarita de Austria con una canción al sepulcro de Felipe II; y, además, hay versos a San Ignacio, a la Concepción, etc.

  -47-  

-Lavrentina / poema heroico / de la victoria naval / que tuuo contra los Olandeses don Fadrique / de Toledo Oforio, marqués de Villanueua / de Balduesa, Capitán General de la Armada / Real del Mar Occéano, y gente de guerra del / Reyno de Portugal, en el Estrecho de / Gibraltar, el año de 1621, día del / ínclyto Martyr Español / San Laurencio. / Dirigido a don Pedro / de Toledo Ossorio, marqués de Villafranca, / de los Consejos de Estado, y Guerra, / y capitán general de España. / Avtor el dotor don / Gabriel de Ayrolo Calar, Chantre de la Ca- / thedral de Guadalaxara de la nueua / España, nacido en la Ciudad / de México. / (La línea siguiente entre filetes:) Con licencia / En Cádiz, por Iuan de Borja, Año 1624. / (Colofón:) / Con licencia / Impresso en Cádiz, por Iuan de Borja Im- / pressor de Libros, Año 162428.

Escrito en octavas reales y dividido en nueve cantos.

Libro de que no tuvieron noticia Nicolás Antonio ni Cambiaso, y que sin duda no vio tampoco Rosell cuando al citarlo dice que «suya (de Ayrolo) debe ser también La Laurentina».

-Sermón / qve predicó el / doctor don Gabriel / de Ayrolo, / Arcediano de la Santa Iglesia de / Guadalajara, y natural de la ciudad de México, / el día de sv Patrón S. Hypólito, qvando / haze reseña de su Estandarte Real, y se lleua a su Iglesia con sumptuoso / acompañamiento, assistiendo en ella / el excelentíssimo señor marqvés de / Cadereyta, virrey desta Nueua España, Audiencia Real, y los dos / Cabildos Ecclesiástico,   -48-   y Secular. / Dirigido a la Nobilíssima Civdad de Cabeça del Imperio Indiano. / Año de (Escudo de armas de México). 1638. / Con licencia. / (Filete). / En México, por Francisco Salbago, Ministro de la Santa Inquisición29.

Un facsímil de la firma de Ayrolo Calar y composiciones poéticas suyas se registran en las pp. 51, 108-109 y 180 del Primer certamen literario en honor de la Inmaculada Concepción de María, celebrado en Sevilla en 1615, impreso en Madrid, 1904, 4.º, a expensas del marqués de Jerez de los Caballeros.



  -49-  

ArribaAbajo Don Bernardo de Balbuena30

Por demás acreedor a una biografía propiamente tal, es el gran poeta, que sin rebozo ni empacho alguno, se avanzó a decir de sí, que


A alcanzar con mi pluma adonde quiero,
fuera Homero el segundo, yo el primero31.



Mas ¡ay! salvo uno que otro dato de importancia en su vida y el señalamiento de algunas fechas, nada se ha avanzado hasta ahora para el cabal conocimiento de su carrera literaria y de su actuación como prelado. Sí -hace de esto ya muchos años- cuando estuvimos engolfados en el estudio del Archivo de Indias y allí en España pudimos disfrutar de las bibliotecas, se nos hubiera venido en mientes acometerla, tal vez, y sin tal vez, hubiéramos podido enhebrarla siquiera lo suficiente para sacarla de los pañales en que se halla envuelta; pero hoy, aquí, sin libros ni documentos, debemos contentarnos con decir cómo   -50-   después de acordado, da dolor, si bien algo no estampado hasta ahora podremos adelantar en el estudio biográfico del poeta español.

Nació Balbuena en Valdepeñas, en Castilla la Nueva, villa conocida por el famoso vino a que ha dado su nombre, y fueron sus padres don Bernardo de Balbuena y doña Francisca Sánchez de Velasco32, pertenecientes uno u otra a familia que tenía derecho a usar como blasón un escudo de armas, que nuestro poeta cuidó de hacer grabar para ponerlo al frente de la primera labor suya que dio a la imprenta33.

Según se dice, su nacimiento habría tenido lugar el 2 de noviembre de 156834.

  -51-  

De los demás miembros de su familia nada sabemos, a no ser que tenía un hermano llamado Francisco, que, como él, se hallaba en México en 1603; y tampoco ajeno al cultivo de las Musas35.

Dícese que allí también vivió un tío suyo, canónigo de aquella Catedral, a cuyo lado habría residido durante el tiempo de sus estudios; y de cierto sábese que era primo de fray Miguel Cejudo, poeta de cierto renombre, mencionado que fue por Cervantes en su Viaje del Parnaso y amigo igualmente de Lope de Vega, en cuyo loor escribió ciertos versos para una de sus obras, como antes lo hizo en caso análogo para con Balbuena, según hemos de verlo. Cejudo, no está de más hacerlo notar, perteneció a la Orden de Calatrava.

  -52-  

Don Francisco de Balbuena, el padre, había seguido la carrera del foro, y por circunstancias que ignoramos, pero que bien se deja entender pudieron ser la de adelantar en su fortuna, se trasladó con su familia a México, en una fecha que no es dado precisar, pero sin duda anterior al año de 1548, en que, según su propio decir, había acompañado al licenciado Lebrón de Quiñones y demás oidores encargados de fundar la Real Audiencia de Guadalajara en calidad de secretario de ese tribunal36.

Del mismo origen procede la noticia de que don Bernardo, su hijo, había cursado artes y teología y «dado de sí en sus estudios muy buena cuenta», y que luego se ordenó de sacerdote. Concurre a hacer buena la aseveración del padre el hecho de que éste afirme en una de sus obras que durante sus estudios había logrado premio en tres certámenes poéticos, celebrados, el primero a la festividad del Corpus, en el año de 1585, siendo arzobispo don Pedro Moya de Contreras, a que, además de este prelado, se habían hallado presentes seis obispos allí congregados con motivo de la reunión del tercer concilio mexicano37; el segundo, en honra del marqués de Villamanrique, y el tercero para festejar al virrey don Luis de Velasco38. El triunfo literario de Balbuena era tanto más de celebrar cuanto   -53-   que lo había obtenido en competencia con más de trescientos aspirantes39.

De fuente insospechable consta también que había servido el puesto de capellán de la Audiencia de Nueva Galicia hasta el año de 1592 -prueba, por consiguiente, de hallarse ordenado de sacerdote, aunque no sepamos desde cuándo-, para pasar en aquella fecha a servir el curato de las minas del Espíritu Santo y partido de San Pedro de la Lagunilla. La opinión pública decía de él que era muy gran letrado y muy buen predicador, y que era muy virtuoso y de buena vida y costumbres»40.

En cuanto a su carrera literaria, sabemos que en 20 de octubre de 1602 se hallaba graduado de bachiller en teología, que tales son la fecha y el título con que aparece suscribiendo en México su Grandeza Mexicana, libro para el que obtuvo licencia de impresión en 10 de julio del siguiente año y que no salió hasta el inmediato de 1604, precedido de varias poesías encomiásticas, entre ellas, un soneto de don Antonio de Saavedra Guzmán, poeta ya célebre entonces por haber dado a la luz pública un lustro antes El Peregrino Indiano, otro del mexicano don Miguel Zaldierna, particularmente interesante por contenerse en él noticias de otros trabajos de Balbuena, y que, por lo mismo, es oportuno que transcribamos aquí:



    Espíritu gentil, luz de la tierra,
sol del Parnaso, lustre de su Coro,
no seas más avariento del tesoro
que ese gallardo entendimiento encierra.

   Ya Erifile fue a España; desencierra
de ese tu Potosí de venas de oro
al valiente Bernardo, y con sonoro
verso el valor de su española guerra;
-54-

    Ni te quedes con sólo esta Grandeza,
danos tu universal Cosmografía,
de antigüedades y primores llena;

   el divino Cristiados, la alteza
de Laura, el Arte nuevo de Poesía:
y sepa el mundo ya quién es Balbuena.



¡Pues nada menos que todo eso abarcaba ya su labor literaria por entonces! Producto, como decía de sí una insigne escritora española de nuestros días, de «la inquieta savia de la primer juventud literaria», y que en Balbuena había obedecido, conviene que lo oigamos de sus labios, aplicando su confesión a su obra de más aliento, a que «deseando yo en los principios de mis estudios y por alivio dellos, poner en ejecución y práctica las reglas de humanidad que en la poética y retórica nos acababan de leer (clase por donde todos en la niñez pasamos) y celebrar en un poema heroico las grandezas y antigüedades de mi patria... este fue el fundamento de acometer en aquella edad, con los bríos de la juventud y, la leche de la retórica, a escribir este libro...»41.

Con tal declaración de Balbuena aparece, pues, confirmado el aserto de Zaldierna de que el gran poema español había sido escrito allí en México, y que lo estaba ya al tiempo en que salía al público la Grandeza Mexicana, en una o dos ediciones o tiradas a la vez.

Por circunstancias que no es posible aclarar, una de esas tiradas o ediciones42, tal vez la que tenemos por primera, estaba dedicada al arzobispo de México don fray García de Mendoza y Zúñiga, y dirigida la otra a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, presidente que era en aquellos días del Consejo de Indias, el mismo a quien había de consagrar tres años más tarde el Siglo de Oro, como lo hizo Cervantes poco después con tres de sus obras, entre ellas, bien sabido es, la Segunda Parte del Quijote. ¿Estaba esa edición dedicada al prócer español a circular en España, y la otra en el virreinato? ¿Obedecía, quizás, aquélla al proyecto que ya, indudablemente, abrigaba   -55-   Balbuena de hacer un viaje a su patria y verse allí amparado de una mano que lo protegiera en las pretensiones que acariciaba? Es lo que parece más probable.

No es del caso analizar aquí ese primer libro que Balbuena daba a las prensas mexicanas, y en el cual insertó también al final su Compendio apologético en alabanza de la Poesía, que por las señas debe de ser la misma obra a que Zaldierna se refería en su soneto laudatorio llamándola Arte nuevo de Poesía, y que, según eso, no se habría perdido para la posteridad, como se ha venido sosteniendo43. Y para no volver sobre esta materia, hemos de decir desde luego que en efecto no han parecido hasta ahora ni aquella Universal Cosmografía, ni Laura, ni el Cristíados, privándonos de conocer los primores de que se aseguraba estar llena la primera, de la «alteza», de la segunda, y de la divinidad afecta a la tercera, con la cual, evidentemente, más que a la vena poética de su autor, se aludiría al tema en ella tratado, que debía asemejarla a la Christíada del agustino fray Diego de Hojeda, que por esos mismos días iba trabajando en Lima. Pero si semejante crítica no es de nuestra incumbencia, hemos de recordar que en la introducción que a ella le puso y que comienza «en los más remotos confines destas Indias» y que Quintana consideraba como una de las muestras de que pudiera enorgullecerse la lengua castellana -acreditándole desde el primer momento de maestro en ella, como hubo de reconocerlo más tarde la Real Academia, incorporándole entre sus autoridades-, se halla la declaración que hacía Balbuena de que «llegose también a vueltas el tiempo de mi venida a esta ciudad, doce años después que hice della la segunda salida y la ausencia»: dato ciertamente interesante para su estancia en el virreinato, pero que no es fácil aclarar, a no ser que por lo tocante a esa segunda salida de que hablaba, digamos que habría tenido lugar hacia los años de 1591, puesto que aquello lo escribía   -56-   en 1603. ¿Esa su segunda salida correspondía a su partida a la Nueva Galicia para ir a servir en Guadalajara el cargo de capellán de la Audiencia, cuyo puesto dejamos ya dicho que sirvió hasta el año inmediato siguiente de 1592? Es posible; pero, ¿cuándo habría hecho su primera ausencia de la capital?

Sea como quiera, el hecho es que nuestro poeta donde se sentía a su placer era en la capital, pues, como lo recordaba en la Grandeza Mexicana:


Que yo en México estoy a mi contento,
adonde, si hay salud en cuerpo y alma,
ninguna cosa falta al pensamiento.



Buena prueba del bienestar que allí disfrutaba era el libro que consagraba a elogiar a la ciudad, en todas las manifestaciones de su actividad, y no bastándole aún eso, quería corresponder en su gratitud con una obra mucho más prolija, proyecto literario que acariciaba con ardor y de que nos ha dejado trasunto, aunque, desgraciadamente, sin llevarlo al fin al cabo, en la Grandeza Mexicana. Ya en la Introducción anticipaba que «quizá lo haré apuntando de mi mano algo de estos mismos discursos, que aunque parezca en su llaneza sobrado este pensamiento, no lo es en el que yo tengo de explicar algunos que dejé medio anegados y muertos entre el aprieto de los consonantes. Esto será otra vez...» y luego, en el cuerpo mismo de la obra, insiste en aquel su propósito, diciendo:



De cuyo noble parto sin segundo
nació esta gran ciudad como de nuevo
en ascendiente próspero y fecundo;

   y otras grandezas mil en que yo llevo
puesta la mira en una heroica historia,
donde pienso pagar cuanto le debo.

   Allí conserve el tiempo mi memoria,
y a mí me deje, a vueltas de la suya,
gozar en verlo una invidiada gloria,

   que sin que esta ocasión la disminuya,
espero que mi musa en son más grave
lo que le usurpa aquí le restituya,

   y en pompa sonorosa y en voz suave
lo diga todo y los milagros cuente
a que la brevedad echa hoy la llave,

   pues ya en las selvas de mi clara fuente
en humildes llanezas pastoriles
ocupan el lugar más eminente.
-57-

   Y entre las armas de aquel nuevo Aquiles,
el gran Bernardo, honor, gloria y modelo
de obras gallardas y ánimos gentiles

   tienen su rico engaste pelo a pelo
con las demás grandezas españolas,
que ponen lustre al mundo, envidia al suelo.



Y en otro pasaje, ya compendiosamente, pero de modo aún más afirmativo, al decir:



    Quédese a otra ocasión más extendida,
do ya me siento celebrar sus loores
en voz más grave y pompa más debida;

   y en versos de inmortales resplandores
las grandezas oirán que ahora callo...



Deuda de gratitud era la que Balbuena tenía contraída para aquella ciudad, alma mater de su espíritu, y según lo afirmaba, tanto en las Selvas de Erifile como en El Bernardo, había tenido oportunidad de recordar, de paso, las grandezas que en poema heroico se proponía consagrarle por entero. Y en efecto, entre aquellas «humildes llanezas pastoriles» de su Siglo de Oro, en la égloga VI, las enumeraba con singular complacencia, aunque por de contado, no sin más encomio del merecido. Sin hacer caudal del sitio en que la ciudad estaba edificada, de las hermosas calles que la cruzaban, de los soberbios edificios que en ellas se levantaban, de las altas torres de sus tres famosos templos, de sus galanes y ataviados mancebos, notemos el recuerdo que hacía de sus «hermosísimas y gallardas damas, discretas y cortesanas entre todas las del mundo», y sobre todo, de «los delicados ingenios de su florida juventud, ocupados en tanta diversidad de loables estudios, donde sobre todos la divina alteza de la Poesía, más que en otra parte resplandece». Así también en el libro XIX de El Bernardo rememoraría el origen de los indios mexicanos y en sumarísimo compendio las hazañas de Hernán Cortés y del pueblo que acaudillaba:



    Al mudable cristal desta laguna,
del polo helado y su encubierta gente,
domando en riendas de oro la fortuna,
otro tiempo bajó un pueblo valiente:
rindió incultas naciones, que ninguna
fiel tributo negó a su rey potente,
-58-
y él, en victorias y poder ufano,
leyes dio al Nuevo Mundo de su mano44.



Pero todo no había sido para Balbuena tortas y pan pintado, como vulgarmente se dice, allí en Nueva España. En el libro suyo de que venimos tratando dejó escapar ciertas quejas por las injusticias y envidias de que fuera víctima, probablemente en el tiempo que estuvo residiendo fuera de la capital en desempeño de sus funciones de capellán o parroquiales, que tal es lo que trasciende de los siguientes tercetos suyos:



   ¿Qué mucho que hable con lenguaje bronco
quien tantos años arrimado estuvo
al solitario pie de un roble bronco,

   donde si un bien mil males entretuvo,
fue a costa de otras tantas sinrazones
que en mis azares y desgracias hubo?

   Donde hay envidias, todas son pasiones.
¡Gracias al cielo, gracias que ya vivo
sin asombros ni sombras de invenciones...!



La preterición hecha a su padre, después de tantos años de servicios, le había movido, según adelantamos, a levantar en 1592 una información para hacerlos constar, que se remitió a la Corte, aunque sin resultado alguno. En vista de esto, le «fue forzoso, refería su hijo, respecto de no se le haber hecho merced, de venir a estos reinos (España) a representar a Vuestra Majestad lo sobredicho», en 1594. Y en esa situación le sorprendió la muerte a principios de 1596. Se imponía así para el poeta continuar aquellas gestiones, que habían de ser ya en beneficio propio, a cuyo efecto nombró quien le representase en España, precisamente en los días en que salía a la circulación su Grandeza Mexicana, con encargo de solicitar para sí una prebenda. A la vez que tal encargo, le remitió para su publicación el manuscrito de su Siglo de Oro, hecho de que daba fe el mexicano Zaldierna   -59-   en su soneto recordado y a que de manera más o menos velada aludía el propio Balbuena, cuando en su epístola al Arcediano de México le decía que si algún día los demás trabajos suyos, «merecieren salir a luz, será gozando de las comodidades de España, enviándolos allá o disponiéndome yo a llevarlos». Comenzó, en efecto, por remitir aquel otro su libra pastoril para su publicación; pero como en tantos otros casos semejantes de que se halla comprobante en la historia literaria de América durante el período colonial, no logró verlo en letras de molde. Era corriente, en verdad, que esos agentes se quedasen con el dinero y echasen al triste autor al olvido, según la frase de que se valía el obispo de Santiago don fray Gaspar de Villarroel al referir lo que a él le había ocurrido en un caso análogo.

Decidido ya su viaje a España, no es posible asegurar la fecha precisa en que lo emprendiera, pero ciertamente después de 1605, año en que salía a luz en México la Política de escrituras de Nicolás de Yrolo Calar con un soneto de Balbuena, en cuyo encabezamiento se le da el título de licenciado. Habría así obtenido ese grado en su carrera literaria, después de 1603, año en que, según dijimos, aparecía como simple bachiller. Lo cierto es que en principios de febrero de 1607 le hallamos ya en Madrid, que tales son la fecha y data puestas a un memorial suyo que había presentado al Consejo de Indias en solicitud de que se le concediese la prebenda a que aspiraba, y que no mereció más providencia que la de «al memorial». Desahuciado por el momento así en sus pretensiones, pensó entonces en la publicación de su Siglo de Oro, que por rara casualidad lograra recuperar, dedicándoselo también, como lo había hecho con la segunda edición de su Grandeza Mexicana, al conde de Lemos, en términos los más rendidos.

En ese documento, que está fechado en Madrid, el 31 de octubre de dicho 1607, cuéntanos Balbuena que «estos acometimientos de mi pluma, ensayos del furor poético que en el verano de mi niñez, a vueltas de su nuevo mundo fueron naciendo, no sé si diga que me pesó hallarlos ahora en España, cuando yo del todo los tenía por perdidos»; «primicias de sus cosas», «principios en que se cortó la pluma -repite-, para el famoso Bernardo, que ufano de haber ya llegado a los pies de Vuestra Excelencia, piensa asombrar al mundo con tal grandeza». Sobre el cual, advertía también al lector en su prólogo el doctor Mira de Amescua,   -60-   que «recibiese con ánimo grato estas primicias del ingenio del autor, refiriéndose al Siglo de Oro, en tanto que da otro poema épico, que está ya en estado de salir a luz y venir a tus manos».

Además de tales lisonjeras palabras de voz tan autorizada en las letras como aquélla, adornaban los preliminares de la obra hasta siete sonetos, algunos nada menos que de Baltasar Elisio de Medinilla, de fray Miguel Cejudo, y, por sobre ellos, de Quevedo y de Lope de Vega. El libro, empezado a imprimir en realidad en 1607, sólo salió a la venta en el año siguiente, en casa de Alonso Pérez, mercader de libros, que fue quien costeó la edición, habiéndole cedido Balbuena el privilegio para su impresión a cambio de 150 ejemplares, que debían serle entregados en el plazo de dos meses a contar desde aquel día.

Este libro de Balbuena, apenas necesitamos advertirlo, es una novela pastoril, en prosa y verso, al estilo de las Ninfas y pastores de Henares, la Cintia de Aranjuez, o si se quiere, de la Galatea de Cervantes, siendo digno de notarse que en él, sin duda por su carácter eclesiástico, el autor no hace figurar sino pastores45.

Lo que Balbuena no había logrado presentando en el Consejo los papeles de sus servicios, obtúvolo por sus dedicatorias, -ya hemos visto que fueron tres-, al conde de Lemos: y en 29 de abril de 1608, digamos, a raíz de haber salido al público su Siglo de Oro, era nombrado abad de Jamaica46. De seguro que tal designación no llenó el colmo de sus deseos, que a ella habría preferido, sin duda alguna, prebenda o canonjía en Nueva España. Buen testimonio de ello nos ofrece en su segunda dedicatoria de El Bernardo...

A este tiempo debemos referir su residencia en Sigüenza,   -61-   cuya Universidad era entonces emporio de los estudios teológicos, en la que obtuvo el grado de doctor47.

En espera, quizás, de flota en qué embarcarse para ir a tomar posesión de su abadía y deseoso de aprovechar los días que aún le quedaban de permanencia en España para dar a la estampa El Bernardo, presentó el manuscrito a la censura en uno de los últimos días de enero de 1609, que fue remitido al examen del mismo Mira de Amescua, que en su aprobación del Siglo de Oro había tenido ocasión de hablar del poema como que estaba ya entonces en estado de salir a luz, y que con gran diligencia, desempeñó su cometido, aprobándolo en 9 de febrero del mismo año. Pero los demás trámites de cajón no marcharon con igual presteza, y el caso fue que la licencia para imprimir el libro y el privilegio que por diez años se le concedió sólo vino a extendérsele el 11 de julio48.

Balbuena, no pudo, sin embargo, ver por entonces en letras de molde su magna obra poética, seguramente por causa de su partida para América, dejándola confiada, según parece, a la diligencia de algún amigo, que, como ocurrió antes con el Siglo de Oro, no manifestó interés alguno en el desempeño de su comisión.

Largos años permaneció Balbuena en Jamaica, hasta que, habiendo sido presentado para el obispado de Puerto Rico, en 27 de enero de 1620, hizo por él el juramento de la Fe su procurador, en manos del nuncio don Francisco Cenino, llegando, al cabo, a su diócesis «al fin de la cuaresma» de 162349, después   -62-   de haber asistido al sínodo diocesano que se celebró en la Isla Española o Santo Domingo en 162250.

Llegado a su sede, celebró allí también un sínodo en 1624. El cronista de quien tomamos estas noticias nos informa que el nuevo prelado «consoló a sus ovejas con predicación y limosnas».

Ya fuera desde Santo Domingo o de Puerto Rico, Balbuena se resolvió a dar por fin a la prensa su Bernardo, desde tanto tiempo atrás terminado, que, como decía con razón, «pudiera haber salido a dar cuenta de sí muchos años ha, pues de diez que se le concedieron de privilegio, son ya pasados más de los seis, y poco menos de veinte que se acabó, aunque no de perfeccionar, que esto es inacabable...». Surgió entonces en su   -63-   ánimo una duda, cual era, si en vista del alto carácter sacerdotal de que estaba investido, no sería por acaso disonante y mal mirado de las gentes el publicar un libro de versos en el que sólo se movían paladines y se celebraban acciones profanas. Decía, en efecto: «Aunque sacar ahora a luz este libro, en alguna manera desdice de lo que en rigor toca a mi oficio y dignidad y a la profesión de púlpito y estudios de teología, porque el tiempo, dueño de las acciones humanas, de tal manera altera y muda las cosas, que lo mismo que en uno era gala y bizarría, en otro suele heredar diferentes nombres; con todo eso, lo que en una ocasión fue virtud reconocerlo por tal, en otra no puede ser vicio; y así, este poema, demás de haber sido los primeros trabajos de mi juventud, fábrica y compostura del calor y brío de aquella edad, que tiene por gala semejantes acometimientos y partos de imaginación, todo él es sujeto heroico y grave, lleno de honestidad, modestia y pureza de lenguaje...». Bien hizo, en verdad, cuando salvó así sus escrúpulos de doctrina. Quedábale aún por enmendar la primera dedicatoria de esa su obra. Su primer Mecenas, don Pedro Fernández de Castro, a quien debía los adelantamientos de su carrera, era ya fallecido por ese entonces, y, fiel a su memoria, sin olvidar el agradecimiento a que le era deudor, ocurrió al temperamento de dirigirla a don Francisco Fernández de Castro, hermano de aquel prócer, «por refrescar el gusto en la memoria -le decía-, de haber hecho este pequeño servicio a quien se debían los mayores de la tierra, la he mandado poner en estampa...».

Y en efecto, de las prensas de Diego Flamenco salía en Madrid, a fines de septiembre de 1624, en un abultado volumen en 4.º, El Bernardo o Victoria de Roncesvalles del doctor don Bernardo de Balbuena abad mayor de la Isla Jamaica.

Se cumplían así, por fin, los anhelos del poeta, durante tanto tiempo abrigados y siempre defraudados, y grande debió de ser su gozo al ver allí en Puerto Rico el parto de su ingenio juvenil en aseados caracteres de molde, placer que bien pronto hubo de verse amargado con el saqueo de su librería por «el fiero Enrique, holandés rebelado», en uno de los últimos días de septiembre de 162551.

  -64-  

El voto que Balbuena había formado en su Grandeza Mexicana, en el terceto en que dice, dirigiéndose a España:


   El mundo que gobiernas y autorizas
te alabe, patria dulce, y a tus playas
mi humilde cuerpo vuelva, o sus cenizas.



no había de cumplirse, pues en el asiento de su diócesis fallecía el 11 de octubre de 1627, a las cinco de la tarde52. «Su Venerable Cabildo le dio sepultura en su Iglesia Catedral. Dexó su hacienda a la Iglesia, con cargo que se edificase una capilla en ella, dedicada a San Bernardo, para Sagrario, y dotó la luz de lo que gastase una lámpara de aceite todo el año. Yace en esta capilla, donde se dice en cada primer domingo de mes, por el descanso perpetuo de su alma, una misa cantada, y en el día de San Bernardo otra, con sermón y vísperas»53.

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