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Diálogo séptimo

 

Entre los dos interlocutores MERA y MURILLO

 

MURILLO.-  ¡Novedad grande y digna de toda lástima, señor doctor!

MERA.-  ¿Qué ha sucedido, y qué se ha hecho nuestro Blancardo?

MURILLO.-  Por él es este lamento y la grande novedad. A primer canto del gallo hizo ensillar su bayo y dijo que marchaba a Quitó a negocios del mayor momento. Por no turbar la paz de la casa, y mucho más el preciso descenso del sueño en que usted tranquilamente se sintió estaba sepultado, no se atrevió a tocar la puerta de su aposento, para decirle adiós. Pero lleno de gratitud y de pena, me encomendó saludes, memorias y agradecimientos que yo le hiciese a usted a su nombre. ¡Buen muchacho! Propio para seguir una conversación; y es, uno de sus mayores disgustos que lleva, no asistir a la de hoy; que juzgo será, queriendo Dios, la última.

MERA.-  Es verdad que siento mucho haberle perdido. Creería que le llevaba el negocio de Capítulo, si fuese el verdadero autor de la aprobación. Pero él hizo y representó tan bien el papel, que ha sido un encanto.

MURILLO.-  Pues, Señor, al venirme, conociendo a este joven de bello humor, le traje advirtiéndole que lo representase al vivo. Así lo ha practicado, y usted, señor doctor, con hacerse el desentendido,   —269→   le ha hecho que desplegue cuanto en una ficción le pudo ministrar su alegrísimo y bien templado genio. Pero lo perdido, perdido, y ojo al ganar.

MERA.-  Dice usted bien, no perdamos tiempo: Lea usted.

MURILLO.-  Voy allá; y ahora entra la contradanza que me ha hecho rodar tanto mundo y llegar con bastante fatiga a este villorrio de Ambato. Leo, atienda usted bien, señor doctor. «La exhortación no puede ser más juiciosa, ni más cristiana. No creo que haya Aristarco el más severo, ni Zoilo por injusto que sea, que muestre desagrado».

MERA.-  Conque, éste, sin duda será el exordio del sermón que habrá meditado contra mí. Y linda está la entradilla para proponer su asunto. Pues que lo proponga.

MURILLO.-  «Lo mismo debía prometerme (dice) de toda la oración, haciendo memoria de que es tanta la aceptación que tiene con el público; que la envidia misma con el nombre de Luciano, lejos de atreverse a su ofensa, le tributa veneraciones y aplausos a su mérito».

MERA.-  ¡Buena, buena cuchillada al pobre Luciano! Podía sacarle sangre, si el infeliz aprobante no hubiese aprendido en su esgrima más que el bote italiano. Esa satisfacción con que dice no creo que haya Aristarco, quiere imponer mucho. Pero mi juicio es levantar la caza y estimular a los lebreles a que la sigan. Nunca yo haré de perro ni la seguiré. Ahora; qué nos querrá decir con esa farfantonada: «¿Es tanta la aceptación que tiene su autor con el público?» Yo sé bien lo que él es; y el señor doctor Yépez no ha de ignorar que si es beneficio lograr la aceptación del público, es necesidad   —270→   y obligación de todo hombre de talento aspirar al verdadero mérito. Pero al tiempo que digo esto, conozco que está lánguida y pesada mi imaginativa. Me echo a reír, y es sobre un pasaje del padre Isla. Se burla del carácter de las dedicatorias y del modo que observan en formarlas sus autores, y hablando de la causa, dice: «Nunca, jamás ha de ser otra, que la de buscar un poderoso protector contra la emulación, un escudo contra la malignidad, una sombra contra los abrasados ardores de la envidia, asegurando a rostro firme que con tal Mecenas, no teme ni a los Aristarcos, ni a los Zoilos; pues, o acobardados no osarán sacar las cabezas de sus madrigueras y escondrijos, o si tuvieren atrevimiento para hacerlo, serán ícaros de su temeridad, derretidas sus alas de cera a los encendidos centellantes rayos de tan fogoso resplandeciente padrino».

MURILLO.-  ¡Bonito pasaje para constituir padrino al mismo aprobante!

MERA.-  Aplíquelo usted como quisiere, que yo no estoy para ser en el día muy exacto, porque aún me molesta la indisposición de la cabeza.

MURILLO.-  ¡En buen tiempo buenas obras! ¿Ahora sale usted con que podía sacar sangre y con la indisposición de su cabeza? Esta es mucha flema, señor doctor. ¿A mí me había de tratar de envidioso?

MERA.-  Pero ¿qué remedio cabe ahora, sino sosegarse un poco, usar de un átomo de magnanimidad y examinar con más frescura toda la cláusula?

MURILLO.-  Yo me quejaría al mundo entero de que me sacasen de letra de molde a la plaza universal de los necios y de los discretos.

MERA.-  ¿A dónde le nombran a usted?

  —271→  

MURILLO.-  ¡Buena pregunta por cierto! Pues, diciendo Luciano, no entro yo, que soy uno de los que componen sus diálogos.

MERA.-  ¡Bien! ¿Y de quién se había usted de quejar, pregunto, y a quién?

MURILLO.-  A toda la República Literaria; y del señor doctor Yépez.

MERA.-  ¿Por ventura ha padecido alguna lesión de juicio? ¿Qué es lo que usted se atreve a decir? Quisiera saber, no obstante, ¿qué fundamento tenían sus quejas?

MURILLO.-  Allá van los fundamentos, por partes y por preguntas. Usted me responderá. ¿Qué se juzga del autor del Nuevo Luciano?

MERA.-  Lo más que se juzga con certidumbre es que habla con demasiada libertad y atrevimiento.

MURILLO.-  ¿Y es prudencia irritar al que no teme decir verdades?

MERA.-  No es mucha discreción. Pero el decirlas no pone sello a las lenguas, ni rompe los dedos para tomar la pluma en contra de cualquiera que las diga.

MURILLO.-  ¿Y es cierto que cualquiera deberá así sin miedo tomar la pluma?

MERA.-  No será cualquier docto ni prudente, antes sí, será cualquiera del vulgo.

MURILLO.-  ¿Pero en este caso aprobará este hecho alguna persona sabia y juiciosa?

MERA.-  Ningún sujeto de este carácter aprobará tal hecho, antes disuadirá con eficacia el que logre su efecto.

MURILLO.-  ¡Eh, bien! Vea todo el mundo el primer fundamento de mis quejas. ¿Cómo el señor doctor Yépez, siendo persona igualmente que juiciosa,   —272→   sabia, no disuade al indiscreto aprobante, este párrafo con que a usted le emprende e injuria?

MERA.-  Allí hay un falso supuesto animado de su amor propio. Y es creer que Luciano diga en sus nueve conversaciones, verdades. Habrá concebido el señor doctor Yépez que no hay alguna, y ha hecho muy bien entonces de permitir el que el Reverendo aprobante le hiera.

MURILLO.-  Convenciome usted, señor doctor: Voy al segundo fundamento en el mismo método. Luciano no dice verdades, todas son mentiras. Pero dice el aprobante que este Luciano, siendo la misma envidia, lejos de atreverse a la ofensa del señor doctor Yépez, le tributa veneraciones y aplausos a su mérito. ¿Será buena política en el aprobarte herir al que se conforma con su dictamen en alabarle?

MERA.-  Ya se ve que parece no muy buena, con decir: aún Luciano (crítico, severo), es de mi mismo parecer en orden al mérito del orador, había dicho galantemente.

MURILLO.-  ¿Y será gratitud propia de una alma generosa e ilustre, permitir que tiznen con el color infame de la envidia misma, a Luciano, que le aplaude y tributa veneraciones?

MERA.-  Otra falsa suposición, juzgar que un aplauso merecido, que una veneración debida sea lo mismo que un beneficio. A éste es a quien se debe gratitud y correspondencia.

MURILLO.-  Ello, usted es un no sé qué desatador de dificultades. Va el tercer fundamento.

MERA.-  Amigo, no nos cansemos. El modo de concebir los hombres es muy vario, y en esto le digo mucho. ¿Qué importa que yo haya hecho una descripción bastante exacta del estado literario de   —273→   Quito con el celo de su reforma? ¿Qué importa que sea yo un adorador de la verdad? ¿Qué importa que al que me pareció tener mérito; le haga, sin un átomo aun de emulación justicia? Nada de esto viene al intento; y las quejas de usted vienen entonces al aire; y es mucha verdad que las lleva de aquí para allí el viento. Fuera de eso, creo que las aprobaciones o censuras se estampan fielmente conforme el texto del original. Creo que el juez que comete, no tiene poder para mudar ni una letra. Creo que no llegan ellas antes de ir a la oficina, a manos del autor de la obra que se pretende dar a luz. Creo otras muchas, cosas de estas; porque, no habiendo yo sido alguna vez autor de algo, ¿qué he de saber por experiencia acerca del modo de dar a la prensa algún escrito? Vamos ahora al papel, lea usted amigo.

MURILLO.-  Vamos a él juntos para advertir cierta cosa. Mire usted, doctor mío, con sus propias niñas. Ea, remire este reclamo al margen, al número 5 dice: Papel satírico pseudónimo, y corresponde al centro, a la palabra Luciano; escrita con caracteres de letra bastardilla o cursiva, para hacer conocer a la Envidia misma.

MERA.-  Tampoco eso importa un bledo. Podría decirse jocosamente que d, relajado en la literatura, era opuesto a la reforma. Pero no lo diré, porque era necesario suponer reglas y constituciones literarias, para ver si había observancia o relajación. Este párrafo, pues, que ha echado a mi Luciano, ha de ser tal vez un triste desahogo de un hombre sentido y que se juzgó comprendido en alguna invectiva de nuestros pasados coloquios. ¡Y pudo ser que en ellos hayamos lastimado la integridad   —274→   de su purísima sabiduría, virgen y mártir a un tiempo, tocándole en la médula del honor!

MURILLO.-  No puedo acordarme dónde dijo usted que quería derribar primero los colosos para levantar después mejores bultos. Pero si fue que se juzgó grande, grande y docto; docto, ya debía tener presente aquella redondilla, para no ofenderse.


No pienses va dirigido
¡oh! Zoilo, a ti lo picante,
que te das por ignorante,
si te das por entendido.

MERA.-  ¡Muy buena redondilla! ¡Eh! Pero si alguna palabra le ofendió, hizo muy bien de desquitarse a donde pudo este aprobante.

MURILLO.-  Entonces digo que hacen muy bien, y han hecho bellamente cuantos Blancardos hay de restaurar, al modo de nuestro aprobante, el crédito literario, que usted les había quitado. Por eso, un grandazo predicador, predicando su historia de feria por la cuaresma pasada, entonó altísimamente de esta manera: No tengo miedo a los Lucianos. Por eso, otro que predicó de la transverberación de Santa Teresa en el Carmen Bajo el año pasado de 79, le dio a Luciano un bonito recorderis. Por eso, un Blancardo que predicó cierto sermón de Santo Tomás, (que dicen es vomitador de sátiras, y de quien se guarda archivado un sermón de Capítulo, dirigido al honrado maquiavelismo del aprobante), le dio también su buena meneada. Por eso, otro Blancardo de puntas, quiero decir de cabeza y de ingenio agudos levantados (que a la verdad son dos capillas), echó las pestes contra Luciano en un sermoncillo   —275→   mísero de Rogaciones. Por eso, otro Blancardo hecho a tiros largos, de mal humor, de pésima hipocondría, de ignorancia y de infinito amor propio suyo, encajó en su sermón de las luces que vivifican, párrafo y medio de sandeces, achacando al pobre Luciano, críticas hurtadas e ignorancia de lo mismo que trataba. Por eso, y si quiere más, le echaré más por esos que tiene el sermón de Dimas de mi aprobante.

MERA.-  Digo que hicieron bien, y creo que a todos estos caballeros sin nombrarles, se les dará satisfacción en otra parte. Ahora, para que usted se serene un poco, para que conozca hasta dónde llega la ciencia blancardina; y para que vea del género que ha de ser la satisfacción, he aquí la muestra. Adivine usted si es paño, lanilla o jerga.



Con una gracia putesca,
una dulce voz melosa,
tal cual pullita chistosa
y un asunto luz de yesca,
formó Pamelio la gresca.
Dio la sombra al Evangelio
cuando le hirió a Lucio Lelio;
pero abuela quedó absorta,
y dijo: cuando más corta,
¡qué bien predica Pamelio!

Abuela todo es contento
por Pamelio tan parlero,
llámele tordo, jilguero
por su tono de lamento.
Luego, tiene entendimiento
(dijo), tiene cholla y chapa,
—276→
nadie de su pico escapa.
Bajo su capucho es grave.
Orador, que todo sabe
debajo de su solapa.

Tal es su garbo y su aliño
en su decir halagüeño,
que has de conocer al dueño
de esta blancura y armiño;
y aunque la voz es de niño,
viejo es, como viejo rapa,
saca la caja, la tapa,
toma el polvo con fiereza,
estornuda, tose, empieza
echando a un lado la capa.

Dice por su boca horrores,
espanta con sus dos luces,
abuela se hace mil cruces.
Pamelio de mis amores
de tu boca los primores
(dice), me encanta Pamelio
dale fuerte, pega a Lelio;
pero ha de ser con enfado,
botarás a Lelio a un lado
y a otro lado el Evangelio.

MURILLO.-  Buenas están las décimas, a mi contento. Conozco para quien son, voile a decir.

MERA.-  No haga usted tal. Viste una gala, que yo venero por su humildísimo serafín y por sus mismos dignísimos hijos; si a algún particular se le acomete; no es por herir a todo el cuerpo. Éste, pues, (por más que digan incesantemente sus hermanos   —277→   que es pesado y grave), ha sido docilísimo a nuestro modo de insinuarnos en nuestro Luciano. Veo escogidos jóvenes de espíritu y de virtud para la regencia de las cátedras. Veo a estos mismos, atentos a su obligación, celosos del honor literario de su religión, educando a la juventud religiosa que se les ha confiado, ya en una docta Filosofía de los Fortunatos de Brescia, Nollet, Gravesande y Musschembroek. Veo a sus teólogos, (¡oh! ¡qué prodigio de luz y de discernimiento, de docilidad y amor a lo verdadero!), manejando con profunda meditación a los Bertis y a los Boyvin, instruyéndose en la disciplina antigua, estudiando la historia de los Concilios y de la Iglesia; y tomando aun de memoria la Santa Escritura63. Lo admirable está en que todos estos progresos los veo alcanzados con el silencio de una modestia verdaderamente sabia y religiosa. Y esta es una acogida práctica, que ha hecho esta seráfica religión al Nuevo Luciano,   —278→   honrándole con aceptar su deseado y apetecido plan de estudios. Pero su autor, amante de la verdad, la publicará con una especie de arrebatado entusiasmo. Y sensible a ese favorable auspicio con que le han admitido, reconocerá como obsequio suyo, el que sólo ha sido homenaje a la verdad.

MURILLO.-  Paso adelante entonces, regocijándome infinito de lo que usted ha hablado; y vuelvo a machacar diciendo que ha hecho la cosa del mayor aplauso Blancardo el aprobante, en llamar a Luciano la misma envidia.

MERA.-  Pues, si usted es eterno movedor de las mismas especies, ha de oír las mismas respuestas: hizo muy bien de desahogarse y de respirar por la herida, si es verdad que le hemos lastimado. Antes, le ruego a usted que conjeture cuáles sean los pasajes que más le hayan herido.

MURILLO.-  Voy a adivinarlo. Ha de ser lo primero, porque en una ocasión me dijo usted que para ser Provincial, más que sabio, se necesitaba ser sabido y atracar con astucia los votos.

MERA.-  Puede haber muchos que lo hagan, y el aprobante puede ser que no sea de esos muchos. Tal lo contemplo, y para hablar seriamente, vea usted que sé hacer justicia al demonio que la tenga. A nadie le deseo de Provincial en este próximo Capítulo; sino a este caballero, porque, cuando lo fue, reformó cuanto estuvo de su parte la disciplina regular, promovió tal cual el estudio de su casa a su modo, proveyó y mandó cosas útiles a su Provincia, llenó el templo de operarios, y él mismo ejecutó lo que había ordenado, dando la mejor ley en el ejemplo; de suerte que los fieles hallaban consuelo espiritual en el templo de las misericordias.   —279→   Vuelvo a decir, que secular como soy, pero, como idólatra de la sociedad, le doy para superior mi voto.

MURILLO.-  Ha de ser lo segundo, porque yo hice la pintura de mis estudios teológicos en un pueblo de los Pastos a dirección de un Blancardo de esta orden, y creería que a su merced había yo retratado en mi amable Padre Maestro sin duda que no tuvo presente el verso que poco ha repetí: No pienses va dirigido.

MERA.-  Harto mal haría de sentirse, porque allí ni nos acordamos del aprobante. Lo que daría motivo a su engaño, sería ver al margen de nuestro primer ejemplar del Nuevo Luciano algunas letras iniciales, que genios traviesos interpretaron a su modo. Omitamos desde luego las siguientes E. B., porque aún con la satisfacción no queremos irritar los ánimos de los que (se creyó), venían en ellas comprendidos. Pero viniendo a la letra A, confesamos de buena fe que no entendimos en ella al aprobante. Mi escribiente, para decir verdad, muchacho de alguna viveza osó poner estas letras por lo que se imaginó que designaban a los sujetos. ¿Qué verosimilitud hay en señalar a un solo individuo escolasticón, para denotar la falta de verdadera Teología en el complejo de toda una numerosa comunidad? Estemos, pues, en que las letras aes no querían decir más que acicates. Vamos a otro cargo que se nos puede hacer; y es que se hablaba con falsedad acerca del método que observaba esta Orden en estudiar su Teología, y que se le quitaba el crédito en publicar que se estudiaba tan mal, como lo asegurábamos. La respuesta es la más fácil del mundo, y consiste en decir que el método de esa   —280→   Orden es más primoroso que el que observa en su Teología la misma Sorbona. No se tome por ironía, esta es la verdad, para satisfacer a mi conciencia. En queriendo hablar por mis sentidos, diría que usted, mi doctor Murillo; en su narración de la Teología describió un regular; aunque ignorante, escolasticón de su tiempo, pero al fin un regular que deseaba cumplir con su obligación; que anhelaba satisfacer su gusto literario, propio de su siglo, de su sociedad y de su educación pero que ignora aun la escolástica vulgar, como se le puede hacer constar con demostraciones matemáticas en nuestra segunda parte. Quien no se ha muerto de amor de los libros, como lo sabemos demasiado, debería antes que ofendido, quedar agradecido al retrato del Padre Maestro.

MURILLO.-  Lo tercero puede ser, porque usted habló con claridad acerca de la sutileza blancardina del sermón de San Pedro Nolasco, y dio a entender era el parto de un fray Gerundio.

MERA.-  Entonces me alegro que en estos nuestros diálogos de la Ciencia Blancardina se hayan criticado los pasajes más selectos del tal sermón, y el público nos hará justicia. Pero si aún hoy, el aprobante, preocupado del mérito de su Apolo, le defendiese, daría muestras no solamente de su ignorancia, más también de su incapacidad. El siglo, pues, va dejándose ver con algunos crepúsculos del buen gusto y del bello espíritu; mas, es renunciar su ilustración hacer voto de abrazar las necedades de nuestros mayores. Alabemos el buen talento con que nació el Padre de las tres A A A, pero no envidiemos su literatura. Tengámosle por el honor de su Orden en los tiempos de tinieblas,   —281→   pero no queramos seguir la extraviada carrera de su tumultuaria lectura. Pero si insiste nuestro aprobante en que en decirlo somos sacrílegos; entonces protestamos, para satisfacer al público; y a su merced, dar una copia legal con buenas notas de los sermones del alabadísimo Padre Maestro.

MURILLO.-  Puede ser lo cuarto, porque usted no encuentra entre los autores de su Orden más que a fray Juan Prudencio.

MERA.-  Ojalá hubiera estado en mi arbitrio agregar también al Maestro Prudencio de la Historia de Fray Gerundio, y hacer que vistiese un anascote para darle una gran honra. Pero no está, ni estuvo en mi mano el hacerlo; y estoy en el concepto de que tiene más mérito el Maestro Prudencio imaginario del Padre Isla, que el real y militar de los Blancardos. Con todo, hoy les añado a Zumel, a Interián de Ayala y aún a Morro, que, habiéndole consultado sobre los asuntos de esta Provincia, no manifiesta en sus determinaciones el mejor tino. Y aún les agregaré a todo el mundo blancardino.

MURILLO.-  Lo quinto puede ser, porque yo le dije (pecador de mí), que en esa orden no había más Teología que las materias manuscritas de los jesuitas.

MERA.-  Pues, ¿no hay más que llevar a un escribano de cámara, a un notario mayor; al protonotario que dentro se hallase, para que den fe y testimonio de lo contrario? Y, si a usted le cogen en la mentira, pueden obligarle a que el día de publicación de bulas, o el día de auto de fe del Santo Tribunal diga desde el púlpito este pregón, que debe desde hoy tenerle muy salido: Yo, Don   —282→   Miguel Murillo y Loma, profesor de las ciencias apolíneas y venerador de Apolo, ora sea que presida al virginal coro castalio ora que rija la caterva de los médicos, declaro en descargo de mi conciencia a todos los moradores de esta ciudad, estantes y habitantes, a todos los pasados, aún a todos los futuros contingentes y al mismo Moisés Blancardo el aprobante, que los Blancardos de esta Provincia de San Nicolás, saben la Teología dogmática con todos los requisitos necesarios para ser doctísimos en ella. Ítem declaro, también en descargo de mi conciencia, que especialmente Moisés Blancardo, aprobante, in solidum de una oración fúnebre, se ha mamado a todos los Padres de memoria y es el verdadero sabio de este siglo. Y que, si he dicho alguna vez directa o indirectamente, en veras o en chanza, lo contrario, que todo sea nulo, de ningún valor y efecto para lo de atrás; para lo de adelante, para ahora y para siempre in saecula saeculorum. Amén.

MURILLO.-  Lo sexto ha de ser, porque yo di a usted un soplo de que este nuestro aprobante había publicado que cuanto usted parlaba en su Luciano, había salido del cuarto de la Historia antigua del señor Rollín y después yo mismo (me acuso de mi malísimo natural, no de mi envidia, que no conozco), yo mismo le repetí aquella linda coplita, que, habiéndola oído, me la tomé de memoria para decirla como alusiva a ciertas palabras magníficas de cierto sermón que escuchamos. Esta es la copla:


Sorprendido el pensamiento
de unos ecos rubicundos,
desmayado cayó en brazos
de unos pollinos tacungos.

  —283→  

MERA.-  ¿Pero qué culpa tengo yo de que por su facilidad de espíritu, por su ligereza de ánimo y lengua, por su ignorancia y porque dio a entender que ha visto y leído los asuntos que tocamos en nuestras conversaciones, se le hiciese esa coplilla? Todo el que quiera hablar sin conocimiento de causa, se expone a estas irrisiones. Embístase a mi Luciano desde luego, pero sea con verdad, con solidez, con doctrina.

MURILLO.-  No lo encargue mucho, que Moisés Blancardo el aprobante, luego que salió Luciano ofreció destruirle e impugnarle. Algo tendrá trabajado, y será con acierto pues ha echado ya el texto capital en la aprobación.

MERA.-  Mire usted que esa impugnación que Blancardo el chico medita contra el Luciano, ha de ser como la impugnación de Fray Gerundio, imaginada por el Padre de las tres aes, Blancardo el grande. Este Apolo, este sabio, así, que llegó a la cuidad la obra del padre Isla, profirió que la impugnaba, llamó por aliados a todos los regulares del mayor nombre, les pidió materiales y ayuda, y después de la zambra, la grita y la algazara, no hemos visto de mano tan docta un discurso, de pluma tan sabia un rasgo, de alma tan buena un reflejo. Hablando con seriedad, digo, que anduvo discreto en no medir el brazo con jesuita que sabía tan bellamente volver ridículos a sus contrarios, sino es al Barbadiño, cuya extensión y peso de doctrina oprimió los flacos hombros del Isla, y su impugnación, puesta entre las que salieron contra el sabio Verney, pareció un estoque de paja aplicado al pecho robusto de un león. Vamos a la Historia de Fray Gerundio. En ésta, pues, he advertido   —284→   muchos flancos por donde a su autor se le puede holgadamente batir, y son ellos dependientes del conocimiento de pocas ciencias, mucho más del conocimiento de las costumbres domésticas de las Órdenes Regulares. Pero Luciano comprende la instrucción de más facultades; de más copiosas noticias y de asuntos totalmente extraños a todo el conocimiento de todos los Blancardos. Ahora, pues, no dudo (y yo lo conozco para mí), que ha de tener muchísimos errores. Pero, ¿de cuánta lectura anterior, de cuánta doctrina consumada, de cuántos auxilios de libros y de noticias exquisitas no se requiere que esté adornado y pertrechado el que le haya de impugnar? Luciano fue papelito que lo corrí en el corto tiempo de quince días, cuyas horas siempre fueron barajadas con los ratos de pluma y mis ocupaciones ordinarias. Y es preciso que con el deseo de abreviar su data, llevase todos los defectos de las obras mal digeridas y meditadas, de donde fue fácil cogerle en errores; tal vez, monstruosos. Con todo, no pueden los que proclaman que le impugnan, acertar con una coma. Vea usted aquí una demostración de la ciencia blancardina.

MURILLO.-  ¡Ah, Señor! ¿Olvida usted a Marco Porcio Catón escrito por Moisés Blancardo con el título de Memorias para la impugnación del Nuevo Luciano de Quito?

MERA.-  Como es ésta la última jornada desenredadora de muchos enlaces cogidos en toda la serie de nuestros coloquios, aunque en el primero simulé haberle visto, ahora digo que no sólo le he manejado, sino que yo mismo soy el autor de dicho papelillo. Fuera todo enigma, y vea usted aquí todo el arte. Mil personas del vulgo han tirado   —285→   sus tajos y reveses contra las conversaciones del Nuevo Luciano. Era preciso que yo estuviese bien desconocido con el velo del anónimo, para oír con toda libertad imaginable lo que sentía el vulgo acerca de mi Luciano; y vea aquí usted; que lo he conseguido con ventajas, dignas todas de risa, pero igualmente que tienen un fondo admirable para conocer el carácter de los hombres; sus diferentes dictámenes, sus alcances, sus luces, su doctrina y aun sus pasiones y afectos. Recogidas, pues, todas las objeciones que se habían hecho, me determiné a escribirlas, con aquel desorden propio y característico de la ignorancia y de la prevención. Afectó ya el estilo de un orador famoso, ya el de un parlero culto, ya el entusiasmo de un pedante, ya el tono irritado de un safio, ya el furor de un falso celoso, y ya, finalmente, todo el carácter del vulgo quiteño: y, si antes en el Nuevo Luciano introduje a usted (perdónemelo), como representante o actor, con el papel de la ignorancia, después en mis Memorias introduje a su ficticio autor Moisés Blancardo, como el retrato fidelísimo de la última rudeza del vulgo quiteño. Y éste es tal, que tomó el papel por cosa seria; y aún muchos juzgaron de él, que decía buenas cosas, capaces de parecer sólidas dificultades64. Acordeme del famosísimo Boileau   —286→   Despreaux, que, viéndose asaltado de un tropel de adversarios, de quienes en sus anteriores sátiras había hablado con mucha libertad siguió el gusto de Horacio e hizo su apología, al mismo tiempo que dio a luz la respuesta en su sátira nona dirigida a su espíritu. Así yo (tal cual es mi talento), debajo el pretexto de censura, con el lenguaje mismo de un populacho rudo; mis conversaciones   —287→   han vuelto ridículos sus pensamientos; y, de no vuelva usted mi doctor Murillo, a leer, su Marco Porcio Catón. Verá aun demás que en el dicho papel he dibujado todo el plan, para sacar completa y algo útil la segunda parte del Nuevo Luciano. Verá que yo mismo, hablando el idioma de las injurias más groseras, no dudo decir que me llaman envidioso casi en cada página del dicho papel. Pero, a la verdad, confieso que tratarme así, no fue porque lo oyese, sino porque entendí que aquellas almas más plebeyas, y que con el nombre sólo de uno que se dice libelo infamatorio, se habían de aterrar y no leerle, y con todo eso, sabiendo su asunto y las personas a quienes critica, habían de decretar que Luciano era el efecto de la envidia; de allí es que no dudé poner contra mí mismo, aquel vulgar denuesto. Y vea usted aquí, cuánto ha aprovechado decirlo, para ver cuál es el lastimoso aprobante a quien por burla irónica dice Despreaux lo siguiente:


Mais vous, qui raffinez fur les Écrits des autres,
de quel oeil pensez-vous qu'on regarde les vôtres?
Il n'est rien en ce temps à couvert de vos coups
mais savez-vous aussi comme on parle de vous?
Gardez-vous, dira l'un, de cet Ésprit critique;
on ne sçait bien souvent quelle mouche le pique.
Mais c'est un jenne Fou, qui se croit tout permis,
et qui pour un bou mot va perdre vingt Amis.
Il ne pardonne pas aux vers de la Pucelle,
et croit régler le Monde au gré de sa cervelle.
Jamais dans le Barrean trova-t-il rien de bon?
Peut-on si bien prêcher qu'il ne dorme au Sermon?65

  —288→  

Pero volvamos a oír sus conjeturas. Diga usted, amigo, ¿qué otros motivos infiere que tenga nuestro aprobante para que me trate de la misma envidia?

MURILLO.-  Lo séptimo y último ha de ser, porque, juzgando que usted es un anónimo, pero anónimo que debe callar a presencia de su Prelado, dijo cortemos duro y parejo al Nuevo Luciano; porque su autor, o ha de callar como en misa, o si se me atreve con algún otro papel, no ha de faltar quien me defienda.

MERA.-  Ya verá su desengaño; y aun a ver que siendo el imaginado autor un instante; aunque fue uno de los que ofrecieron dos tomos de impugnación a mis conversaciones de mayor bulto que tiene el cuerpo del Nuevo Luciano66. No hay cosa como ser solo; y no hay cosa, como si se tiene alguna doctrina y espíritu sepultarlos en el silencio y la oscuridad. Dos personas de muy lejos de esta provincia me han sugerido esta bella   —289→   máxima. La una es muy sabia; la otra, bastantemente erudita. La primera me dijo (haciendo de mi maestro que lo fue), esta es la escuela de Pitágoras, y tú, en tu moderación y silencio, sea un verdadero pitagórico. La segunda, que fue el doctor don Pedro Vallejo, hoy residente en Lima, me dijo es usted un niño y necesita de algún consejo. Oculte usted como delitos su aplicación, sus luces y todo su mérito, si quiere ser estimado en esta ciudad; pues, si aquí dentro, si en esta casa que se llama la de la sabiduría, porque con mi estudiosidad he dado algunos pasos para ser docto; se me tiene aborrecimiento, ¿qué será afuera, donde no hay sino barbarie? Los consejos, pues, de uno y otro, me han sido útiles yo he aprovechado de ellos. Y es cierto que el más penetrativo, en toda su vida dará conmigo, con mi estudio, ni mi modo de trabajar. Diga usted, doctor Murillo.

MURILLO.-  Que no hallo más motivos que los dichos; así Dios me lo perdone.

MERA.-  En un solo motivo, en una sola causa (sépalo usted de contado), consiste el que nuestro aprobante trate a mi Luciano de la misma envidia; y es en la misma ignorancia e insensatez. Tal es la del caballero y de todos los que se le parecen, que antes de leer mi papel no sabían si había habido en el mundo un autor griego llamado Luciano, mofador de los filósofos y noble escritor de otras buenas obras. Y oyendo que en Quito había salido un escrito intitulado el Nuevo Luciano, equivocaban la palabra o la trastornaban llamándola Nueva Luciana.

MURILLO.-  ¡Ah, ah, ah! Entonces disculpo a mi Blancardo: mucho es que no dijese, creyendo   —290→   que la obra era alguna prostituzuela Luciana. Es tanta la aceptación que tiene su autor con el público, que la lujuria misma con el nombre de Luciana, lejos de atreverse a su ofensa, le tributa veneraciones y aplausos a su mérito.

MERA.-  Siempre alabaré la satisfacción máxima de bautizar al pobre Luciano con el renombre no sólo de envidioso, sino de la misma envidia.

MURILLO.-  Lo habrá dicho, tal vez, inspirado. Pues, solamente por revelación pudo saber que la obra de Luciano era el efecto de la envidia.

MERA.-  Dice usted bien. ¿No, pudo ser quizás y sin quizás solicitar la reforma de los estudios en este país de la ignorancia? ¿No sería (como fue), el amor a la sociedad, al bien común a la Patria? ¿Ha de ser precisamente la misma envidia?

MURILLO.-  Sí, señor mío. Ella, en cuerpo y alma, con su pelo y su lana. Ella misma.

MERA.-  Pero, ¿dónde la manifiesto, o por dónde se me trasluce?

MURILLO.-  No solamente se trasluce. Brilla como la luz meridiana, y voy a decir el cómo usted envidia a Cratilo, su consumada latinidad; a Eutifón, su poética, historia y todas sus letras humanas sabidas con la mayor perfección a Menexeno, su bellísimo espíritu; a Nito, su Filosofía doctísima; a Melito, su Teología escolástica divina; a Fedón, su moral purísima; a Fecteto, su oratoria; y a Blancardo, su medicina, su tino mental aprobatorio y todo lo que se debe saber, recopilado en su divina mollera.

MERA.-  Parece esto que usted acaba de decir, a un gracioso cuento que anda por ahí y he oído muchas veces. Se dice en favor del padre Isla, que todos   —291→   los Blancardos, bravamente enojados de que hubiese escrito con la mayor sanidad de conciencia (tal me imagino), con el celo más puro y con la doctrina correspondiente, de su bella invención, la Historia de Fray Gerundio, gritaron altamente, el padre es la misma envidia. Le hace llagas ver la inimitable ortografía del cojo de Villaornate; le saca sangre la latinidad, poesía serpentina y acróstica del dómine Zancas largas; le lastima el no poder imitar el estilo cultísimo del padre Soto-Marne; le hiere en lo más vivo no tener arbitrio ni habilidad para alcanzar la erudición, lenguaje y facilidad de hacer y decir sermones tan buenos como los del padre predicador mayor, fray Blas; le duele verse sin la óptima Filosofía del padre Lector, fray Toribio; y se muere de celo, de rabia, y de envidia, de que no le hubiesen encomendado el sermón del escribano Domingo Consejo, que tan divinamente predicó el famosísimo fray Gerundio de Campazas, en sus bien pagadas exequias.

MURILLO.-  Hablemos en puridad, señor doctor. Lo ha decretado en una aprobación que es más que una patente, y en la que nos intima, bajo de santa obediencia y en virtud del Espíritu Santo, que creamos que Luciano es la misma envidia. Así yo no resisto: creer o reventar. Que no quiero rencillas con las armas más poderosas de una aprobación.

MERA.-  Esos cocos a otro niño. No tengo el corazón sino muy fuerte, y sabiendo la alusión que hacen a otro asunto sus palabras... ¡Qué! ¿Dónde estamos? En la Siberia, ¿a dónde con ventosas amenazas se nos vede usar de nuestro discernimiento? ¿En Sibaris, donde el entendimiento no   —292→   goza ni de su libertad, ni de sus facultades? Directamente hablando, digo que es cosa de que se aflige extremadamente la modestia, proferir (pero es bien proferir), que no envidio a ningún individuo de todos aquellos, cuyos vicios de literatura manifesté en el Luciano. Siguiendo las reglas de una buena crítica, aseguro que habrá uno u otro raro genio, ya en esta orden, ya en la otra; ya en este gremio, ya en aquel, que se haya formado por sí mismo, en las ciencias, y que por la nobleza de su entendimiento, se persuada a que, no sabiendo nada es digno de vivir sin darse nunca a conocer. Pero de todos los que conozco y traigo criticados en mi Luciano, vuelvo a decir que no envidio ni su talento ni su instrucción. Digo (y es con sumo bochorno), lo que el padre Feijoo decía de cierto gremio de literatos. Conozco a todos (decía), los penetro y sé bien hasta donde alcanza la espada de cada cual. Ninguno envidia lo mismo que tiene lo que a otros sobra y nos falta, se suele envidiar según la expresión:


Virtutem incolumen odimus;
sublatam ex oculis quaerimus invidia.

MURILLO.-  Con todo eso ha de ser usted envidioso, no tiene remedio.

MERA.-  Siendo la envidia la aflicción del bien ajeno, ya se ve que es esta la pasión de las almas bajas. Pero, ¿cómo no me podrá afligir ver la perversísima educación que han tenido hasta ahora nuestros más famosos literatos? Conozco sí, que en virtud de ella son y fueron orgullosos, presumidos, resueltos, arrojados y que nada quisieron más que ser tenidos por doctos, siendo en la realidad tan ignorantes, que no sabían, no diré la serie de las   —293→   ciencias propias de su conocimiento; obligación y estudio, ¿pero ni por dónde habían de empezar a leer alguna obrilla que los dirigiese a formarse en la literatura? Acabada la carrera de las aulas, el que había por genio tomado el gusto a la lectura; se dirigía, según un ciego capricho, a leer ya éste; ya el otro autor, sin medir nunca las fuerzas que tenía o para su inteligencia, o para acabar con toda la obra. Y esta educación, o estos genios que no pudieron romperla y tomar otra mejor, ¿serán los bellos objetos de mi envidia? Parece que no; y desde luego confieso esta verdad, que entre la multitud de juicios; ya favorables, ya adversos a mi Luciano que he escuchado con gran paz en todo el espacio de un año y medio con estos oídos que ha de comer la tierra, no percibí que alguno me tratase de envidioso. Es atrevido, pero se sabe insinuar es plagiario, pero ha leído mucho; es satírico, pero lleno de gracias; es formidable, pero dice la verdad; es de un estilo ramplón, dijo uno de aquellos a quienes se atribuye la obra. Dice Luciano lo que sabemos los doctos, ha dicho otro. Nada trae de nuevo gritaron los que se precian de letrados; y esta es la Crítica que he oído. Pero ha escrito por pura envidia, no lo oí jamás. Y donde hay mucho de envidioso es cuando el más ínfimo populacho llega a tener noticia del intento de mi papel, ya en boca de un mentecato, y ya en la de un rudo; en la primera conversación del mismo Luciano y en el papelito de las Memorias, lo cual se expuso como una precaución retórica contra los mismos lastimosos sabindojos, que me quisiesen tratar de envidioso.

MURILLO.-  Es tiempo de aguantarla con todo   —294→   el cuerpo, señor mío. Le sacan a vergüenza pública; pues, sufra como un belermo, y sea por amor de Dios.

MERA.-  Pero, por si acaso usted se hubiese olvidado de todas mis reflexiones hechas en estos días pasados acerca de la ciencia blancardina, es necesario saber, ¿quién era o es el que me trata en este tono? ¿Quién me da color tan oscuro y tan negro como el demonio?

MURILLO.-  A mi ver es un gran mozo. He aquí su retrato sacado en miniatura. Un poquillo de gramática latina tan mala, que hoy no hará una oración de habiendo, aunque el hombre haga de estando. Una filosofía de azotes y cruces, con un lector todo manías, furores y cuernos diarios, de cada semana y de todo un año, porque por ellos hacía siempre aguas y todos le cogimos la orina. Una teología de cuatro cuestiones ridículas mal sabidas y nada entendidas, marineras, ulloísticas; miento, teatínicas todas. Retórica, ni una palabra. Bellas letras, cuando comenzó palotes. Historia, la de los doce Pares de Francia. Oratoria, la soplada y purísima de alabanzas conceptuales. Y saliendo de la carrera estudiantina, no saber coger un libro, ni por dónde va ni viene bola. Pero, habiendo leído a Feijoo, cátame de docto de la noche a la mañana, de los pies a la cabeza, por adentro y por afuera. ¿Todo esto no es de envidiar? ¿Pregunto, acaso no se muere usted de rabia de ver este primor? Mas, hay alguno más que usted le envidia, y voy a explicar. Un titulo (mayor que de un elector de Maguncia), de Examinador Sinodal un tal cual sermón de Leonardelli, y de un Leonardelli fatuo en cuanto describe y pinta; un   —295→   modito de examinar con muy gordas letras morales, pero con unos artificios serpentinos, dobles, picarescos, y que siempre estuvieron atentos al semblante que decretaba el rastrillazo, o al aspecto que sentenciaba el favor o la indulgencia. ¿Es más, acaso, el sapientísimo Moisés? Pero hay un buen medio para salir de este engorro.

MERA.-  No hay cosa como pasarlo a sangre fría. Pero, ¿qué era lo que usted pensaba?

MURILLO.-  Desde ahora para siempre sacarle a batalla campal, y citarle a que salga al campo literario armi de tuotes pieces, como dicen los monsiures, y veamos lo que produce.

MERA.-  ¡Qué locura! Es reto y desafío que tiene muchísima ridiculez y bajeza. No se acuerda usted aquella célebre redondilla en respuesta a un guapo:


Vuestro papel recibí,
y el desafío no abono,
que no quiero matar mono,
ni que mono mate a mí? [...]

El tiempo nos hará justicia. Volvamos al papel y a la misma cláusula.

MURILLO.-  Luciano, pues, lejos de atreverse a la ofensa del orador, le tributa veneraciones y aplausos, a su mérito.

MERA.-  Dígale usted al oído cuando vea a Blancardo amigo, mala memoria, y lo que es más ciento, mentira. Y si no, diga su señoría aprobante, ¿en qué parte de las conversaciones de Luciano están escritas esas veneraciones y estos aplausos? ¡Qué haya descaro para esta impostura, cuando Luciano anda ya en manos de muchos!

  —296→  

MURILLO.-  A bien que el asunto es pura materia de hechos. Volveré a leer lo mismo que parlamos, no por certificarme, que yo no padezco duda, sino por ver cómo andan los ejemplares, más o menos mal escritos. Prosigo la aprobación; dice: «No ha mucho que hizo ver (Luciano), su negra melancolía».

MERA.-  ¿No será que hizo ver clarísimamente la blanquísima tontera de los criticados, y toda la ignorancia blancardina? Es verdad que los melancólicos son de una imaginación oscura, de un ánimo abatido y sin esparcimiento. Yo (¿no lo ve usted?), soy risueño en el aposento, en la calle, en el campo, en la ciudad. Puede ser ese mi pecado, reír con alguna demasía y ser un Demócrito, que, viendo aquel flanco de ridiculez que descubro en los hombres de mayor crédito, me río, tomo desengaño, saco fruto, y es el mayor no despreciarlos ni en mi interior. Adelante.

MURILLO.-  «Vomitando su humor pestilente y un cruel veneno, aún contra lo más respetable y sagrado».

MERA.-  Propia expresión blancardina. La verdad dicha sin embozo, por sugestión de Fleury y a ejemplo de los mejores sabios antiguos y modernos. Alguna ironía propuesta con generosa libertad, por ser hoy el remedio más oportuno contra las rebeldes enfermedades de la indolencia y de la apoplejía quiteña en punto de letras. El celo de que se promueva la verdadera sabiduría y la cristiana elocuencia de los eclesiásticos todos. La manifestación palmaria e incontestable (practicada con hechos innegables), del mal método jesuítico en la enseñanza de la juventud doméstica, y mucho,   —297→   más de la extraña o secular. Un estilo, a veces vehemente y encendido contra los abusos más intolerables, tanto en el método de enseñar las ciencias, cuanto en la práctica de ciertas costumbres. Vea usted aquí el vómito de este humor pestilente. Cata allí el cruel veneno contra lo más respetable y sagrado.

MURILLO.-  No es sólo ese el movimiento pestilente, sino el que usted falta a la caridad cristiana, hablando con irrisión de los doctos, y mucho más siendo usted tan eficaz que ha logrado que no les tengan por tales.

MERA.-  ¡Vana acusación! Es muy cierto que todo hombre tiene derecho a su buen nombre y a su buena fama; y es muy cierto que el que los disminuye o consigue quitarles, peca gravemente contra la caridad y contra la justicia. La misma naturaleza parece que nos está insinuando con la voz de la razón, que es necesario observar esta regla de equidad para con todos nuestros hermanos. Sé que la ley 56 de la séptima tabla, en la serie de las doce dice así: «Cualquiera que infamare a otro, sea con vicios a conversos injuriosos que puedan oscurecer la reputación, será castigado a palos», De donde la ley al código de famosis libellis decreta pena de muerte al que publicare o vendiere el libelo infamatorio; como a verdadero autor del delito: Y antes la Ley Cornelia (legajo 5, ff. de injuriis), había contra los mismos mandado pena de destierro. Por todo lo cual; se ve en qué linaje de horror ha tenido el derecho civil a los que arrebatan la buena fama de los otros. Y que el canónico ha hecho por su parte una ley igual a la citada de las Doce tablas, mandando azotar con   —298→   varas a estos perversos deslustradores del nombre ajeno (capítulo qui in alterius): Ahora, pues, se sigue examinar si yo con la anterior y con la presente obrilla del Nuevo Luciano de Quito, he incurrido el grave delito de componer un libelo infamatorio.

MURILLO.-  Vamos, Señor, a otra cosa, que hacemos muy ignorantes a nuestros paisanos con querer averiguar este punto moral tan sabido.

MERA.-  Pero si este es el coco, con que intimidan los que se dicen moralistas, a los simples; déjeme usted que diga cuatro palabritas. No falta a la caridad, antes la práctica el que burla y ríe de los errores que se oponen a la felicidad eterna o temporal del hombre. Y es preciso mofarse de los que los adoptan, propagan y establecen, para que ellos, también se rían y abandonen sus prejuicios. «Haec tu misericorditer irridens, eis ridenda et fugienda commendes», dice San Agustín67. La misma caridad obliga, no solamente a reír, sino también a refutar los errores con severidad y con enojo. Y ésta es recomendación de un Padre de la Iglesia, a saber, San Gregorio Nacianceno en las siguientes palabras: «Habet quoque spiritus mansuetudinis et charitatis suam vehementiam, suam iracundiam»68. Y sin duda que la caridad debe tener sus puntas y filos de ímpetu y de ira, porque si no, le faltarían a ella y al espíritu de la verdad, armas   —299→   contra la mentira, la preocupación, el embuste y la hipocresía. Es esta la reflexión de San Agustín, que me veo obligado a transcribirla, aunque parece prolija: «Nam cum per artem (dice), rhetoricam, et vera suadeantur et falsa, quis audeat dicere, adversus mendacium in defensoribus suis inermem debere consistere veritatem, ut videlicet illi qui res falsas persuadere conantur, noverint auditorem vel benebolum, vel intentum, vel docilem proemio facere; isti autem non noverint? Illi falsa breviter, aperte, verisimiliter; et isti vera sic narrent, ut audire taedeat, intelligere non pateat, credere postremo non libeat? Illi fallacibus argumentis veritatem oppugnent, asserant falsitatem; isti nec vera defendere, nec falsa valeant refutare? Illi animos audientium in errorem moventes impellentesque dicendo terreant, contristent, exhilarent, exhortentur ardenter; isti pro veritate, lenti friguidique dormitent? Quis ita desipiat, ut hoc sapiat?»69

  —300→  

MURILLO.-  Señor mío; ya veo cómo debe obrar la caridad en contra de los errores, todo el mundo quedará convencido. No se fatigue usted más.

MERA.-  No padezco fatiga en proferir lo poquito que sé. Oiga usted ahora, si se puede lícitamente tratar con ironía a las personas que yerran de malicia o de ignorancia. San Crisóstomo y los demás Padres hallan una mofa e ironía amarga en aquellas palabras que dijo Dios a Adán después de su desobediencia. Veis aquí a Adán que se ha hecho como uno de nosotros: «Ecce Adata factus est quasi unus ex nobis». Los intérpretes Ruperto y Hugo, de San Víctor dicen que nuestro primer padre merecía ser burlado con mofa tan picante, para que percibiera aún más vivamente su locura, con una expresión burlesca, que con otra grave y seria, siendo ésta debida a su credulidad insensata; como una acción de justicia que ha merecido el que así fue mofado. Ahora, pues, no me cansaré en referir a usted que así, a imitación de Dios mismo; se han portado los Padres de la Iglesia. No traeré los pasajes, pero diré que la ironía, la irrisión y el enojo, fueron las armas que esgrimió San Jerónimo contra Joviniano, Vigilancio y los Pelagianos. Las que usó San Agustín contra los religiosos de África, llamados los cabelludos. Las que practicó San Ireneo contra los gnósticos, y las embrasaron valientemente Tertuliano contra los delirios de los   —301→   idólatras San Bernardo y los otros Padres contra los falsos doctores de su tiempo.

MURILLO.-  Con todo esto, y no obstante de tantos y tan prodigiosos modelos, Luis Antonio Muratori, Fortunato de Brescia, Eduardo Corsini, quieren que, al refutar a los adversarios y sus preocupaciones, guardemos mucha modestia.

MERA.-  Es, verdad; pero no estamos en estado de hacer larga discusión sobre los objetos que tuvieron presentes estos autores, por ir desde luego a tomar ejemplos de las Escrituras. San Pablo ha llamado a los de Galacia insensatos, y Jesucristo a sus amados discípulos les ha dicho que son bobos. Pero cuando increpa a los hipócritas y fariseos, ¿qué les dice? O por mejor hablar, ¿qué no les dice? Sepulcros blanqueados, en una palabra, hijos del diablo les llama a esos infelices. Han faltado Discípulos tan santos y Maestro tan divino y sabio, ¿han faltado a la modestia? Pero contraigámonos al honor literario, a la fama por la sabiduría. Pues, vea usted como se porta Jesucristo, dando en cara con su ignorancia a quien, teniendo en la apariencia doctrina, era, en la realidad, ignorante: Tu es Magister in Israel et haec ignoras? Le ha dicho a Nicodemo, que se juzgaba doctor y sabio maestro de la Ley; sobre cuyo lugar dice San Agustín, que Jesucristo, quiso reprimir con esa irrisión la soberbia, el fausto y la vanidad de un tan gran maestro. «O fratres: (dice el Santo Doctor), Quid, putamus Dominum huic magistro Judaeorum quasi insultare voluisse? Noverat Dominus quid agebat, volebat illum nasci ex Spiritu [...] Ille magisterio inflatus erat; et alicujus momenti sibi esse videbatur, quia doctor erat Judaeorum: deponit ei superbiam, ut possit nasci de Spiritu   —302→   insultat tanquam indocto [...] Sed exagitat superbiam hominis: "Tu es magister in Israel, et haec ignoras?" Tanquam dicens: Ecce nihil nosti, princeps superbe: nascere ex Spiritu»70. Del mismo modo exponen este lugar de San Juan, los doctores San Crisóstomo y San Cirilo, añadiendo, que Nicodemo merecía ser burlado de esta manera. ¿He tratado yo de otra suerte a los presumidos de sabios, en todas las conversaciones de mi Luciano? ¿Ni merece otro tratamiento el objeto de estos nuestros presentes coloquios?

MURILLO.-  Claro está que no. Los lugares alegados me han convencido. Resta saber si usted lo podía hacer sin pecar.

MERA.-  En queriendo saberlo, no hay sino un poquito de más benigna atención. He aquí, pues: aun cuando yo hubiese proferido contra muchos literatos de Quito, y mucho más contra el autor de la aprobación algunos convicios y algunas contumelias,   —303→   no con el intento de deshonrarlos, sino con el deseo de su enmienda o por otro semejante motivo, no cometería pecado alguno. De la misma manera que no lo cometería, antes haría acción lícita si azotase a alguno, o le dañase en sus negocios, por motivo de enseñanza y corrección. Si condenase alguno estas proposiciones, puede ver cómo lo hace; porque nada menos son que palabras de un doctor, que, si me apuran, les diré francamente quién es. Concina dice de esta suerte: «Que se ha de ganar al prójimo con la benignidad y las palabras suaves, si así se puede hacer; pero cuando urge la necesidad, se ha de usar de la severa reprensión, omitiendo la suavidad, y cuando se juzga que por este camino se ha de conseguir el fruto de la corrección. Pues, algunas veces se puede poner en uso la reprensión contumeliosa para quebrantar y deprimir el porfiado y rebelde atrevimiento de alguno, para contener la soberbia, y para ejemplo, escarmiento e instrucción de otros». No ha sido otro mi ánimo ni otro mi método. Veo que el siglo necesita un sabio teólogo, que las conciencias han menester un docto moralista, que las gentes todas piden un orador cristiano y al mismo tiempo toco un ergolistón para el siglo que corre, un idiota para la conciencia, que a la mía muchas veces le ha enredado, revuelto y dado empresa al despecho y a la turbación. Oigo después en el templo un santo sacerdote, que, en vez de instruirme, moverme y arrebatar mi alma a sólo Dios, desea arrebatármela para su aplauso; su admiración; y yo, que soy duro para esto, le doy mi lástima, mi compasión y a veces aún mi risa. Después de todo esto, veo la vanidad, la satisfacción   —304→   dominando a estas personas. ¿Qué sucedería si yo me llegase a sus ojos con un escrito serio, con una obrilla benigna? Me tratarían de cándido y de insensato, y olvidarían mi tibio celo. No así con el Nuevo Luciano. Esparce su poco de sal, echa a las narices un poco de pimienta, hace ruido con generoso desembarazo, y despierta.

MURILLO.-  No es preciso que usted se alabe mucho, señor doctor. Ya sabemos que, si quiere hacer lo que el Padre Feijoo en una de sus eruditas del tercer tomo, dirá esta conversación es útil por aquí, esta expresión inocente por allí, y esta palabra santa por todos lados. Lo que deseo saber ahora es, ¿si al que tiene fama de docto se puede decir eres ignorante, cuando en realidad no sabe?

MERA.-  Sí, señor mío, con sanidad de conciencia. La razón es, porque, aunque se diga que el reputado por docto tiene derecho a su fama, no puede ser que la fama fundada en falsedad, preste un verdadero derecho, a donde el título es falso, se disipa enteramente el derecho. Mas, orando un teólogo, un abogado, un médico u otro cualquiera artífice con su ignorancia causa mal y daño al común, es lícito descubrirla, por más que haya logrado por el prejuicio del vulgo o por sus imposturas, artificios e hipocresías, un nombre muy relevante. En nuestro asunto de hoy, la aprobación está dando clamores por una parte por otra, sus sermones que le hemos oído, dicen lo que alcanza y lo que sabe. Yo no dudaré decir de un hombre que predica a los sentidos y no a la razón, cristiana esta sentencia; o es un hombre sin religión verdadera, o es un ignorante irremediable.

MURILLO.-  Bravo parece que se ha puesto usted,   —305→   su frente la veo algo rugosa, y los labios medio hinchados, en junta de una voz recocada; áspera, y de una expresión interrumpida y turbada.

MERA.-  Habet quoque spiritus mansuetudinis et charitatis suant vehementiam, suam iracundiam. No hay que admirarse.

MURILLO.-  ¿Pero no dejará de haber algunas reglas para que use la caridad de esa ira y de esa vehemencia?

MERA.-  Haylas, no tiene duda esto. Oígalas usted al momento, y sepa que son tomadas de las que líos han dejado los Santos Padres para reconocer si la burla y las reprensiones nacen del espíritu de piedad y de amor, o si son efectos del aborrecimiento y la impiedad. El espíritu; pues, (regla primera), de mansedumbre, sugiere hablar el idioma de la verdad y de la sinceridad. El de la envidia, obliga a valerse de la mentira y de la calumnia. Los defensores, pues, de la verdad, no deben alegar sino verdades, dice San Hilario, sin duda teniendo presente que la Escritura afirma que Dios no necesita de nuestra mentira para que por él pronunciemos engaños. Y vea usted aquí, que mi Luciano nunca habló una sola mentira, nunca forjó a su antojo depravado una calumnia. Pudo sí, con la modestia que le corresponde; y en el grado que debe, decir que se conformó con el precepto de San Agustín, que dijo: «Splendentia et vehementia sed rebus veris»71. El método jesuítico está retratado con sus verdaderos colores. Los autores criticados están representados con su propio carácter. En   —306→   fin, todo el papel refiere hechos ciertos y legítimos; hechos incontestables y notorios. Y si no lo hiciese así, altamente gritaría con el mismo San Hilario, en el siguiente decreto: «Si falsa dicimus, infamis sit sermo maledicus: Si vero universa haec manifesta esse ostendimus, non sumus extra apostolicam libertatem et modestiam, post longum hoc silentium arguentes»72. La segunda regla es aún más excelente, porque enseña que no siempre la caridad obliga a decir solamente verdades; si así fuera, no sería espíritu de caridad. Hay verdades que deben estar ocultas, y su manifestación no carecería de pecado. Así sólo deben descubrirse con discernimiento y prudencia las que pueden producir un fruto saludable a la Patria y al mismo cuyos defectos se manifiestan; bien que éste se ofenda de que se los saquen al público. Es esta, en suma, la segunda regla; y me parece que la he guardado severamente en las conversaciones de mi Luciano. Pues, pudiendo haber dicho muchísimas verdades, no dije sino las que concebí producirían algún provecho. Los defectos de literatura son los que he descubierto en común. Si toco a algunos particulares, es a menester saber quiénes son. Unos son jóvenes, que, por   —307→   su corta edad y la supuesta mala educación del país, aún no tienen el derecho de llamarse doctos o en su facultad o en el desempeño de su oficio. Otros son algunos ya conocidos de todo el mundo por rudos, en atención a la porfiada cansera de su predicación florida, o de su método de estudiar desviado. Y si hay alguno, que sea ofendido, no obstante de tener una fama universal de sabio, se debe creer que ha sido descubierto como ignorante, por el celo de las almas y por el bien de la Iglesia: Porque la prudencia pide que se hagan semejantes descubrimientos, no debería el celo de mis compatriotas irritarse contra mí que los he hecho, sino contra los que cometen los defectos. Vea usted aquí, que si aún hoy oyese yo un orador fastuoso; satírico, ampollado, concebiría que el templo se había vuelto un lugar apestado, que su voz se había transformado en el silbo del basilisco; y que su predicación se había convertido en alimento nocivo. Se enojaría usted, ni ninguno se debería enojar, porque gritase a mis compatriotas y les dijese: ¿No vais al templo o a la ciudad, porque hay en ella peste? Tapaos los oídos para no morir al silbo atosigado de una serpiente; no comáis aquel pan amasado con el fermento de la lisonja y la levadura venenosa de la seducción, porque moriréis. Y este es el modo que observan los buenos, para perseguir a los malos en sentir de San Agustín: «Plane enim semper et mali persecuti sunt bonos et boni persecuti sunt malos: illi nocendo per injustitiam: illi consulendo per disciplinam: illi in maniter, illi temperanter: illi fervientes capidiati, illi charitati. Sed qui trucidat, non considerat quaemadmodum laniet: qui autem curat considerat quaemadmodum»73.   —308→   La cual práctica han observado los buenos católicos. Pero no se ha de limitar un corrector o crítico piadoso a decir verdad y a decirla con prudencia, sino que, cuando hace irrisión y se vale de ella, la ha de dirigir contra los errores, y nunca contra lo sagrado. Es ésta la tercera regla recomendada por los Padres, porque el espíritu de la impiedad se burla y ríe de las cosas más santas y sagradas. Luciano, pues, jamás hizo mofa de algún objeto venerable y sagrado.

MURILLO.-  ¿Cómo será esto? Cuando nuestro aprobante asegura que no ha mucho que hizo usted ver su negra melancolía, vomitando su humor pestilente y un cruel veneno, aún contra lo más respetable y sagrado.

MERA.-  Mas, usted que debe tener presentes aún los más mínimos ápices de nuestras pasadas conversaciones, puede decirme, ¿dónde ésta aquel humor pestilente, dónde aquel cruel veneno aún contra lo más respetable y sagrado? Porque esta acusación me duele, aflige y asusta.

MURILLO.-  Nada me acuerdo que dé susto. Y el aprobante que lo dice no solamente debía decirlo tan falsa e injuriosamente como lo dice, levantándole a usted una calumnia. Era de su   —309→   cargo el probarlo, manifestando los pasajes a donde se acomete a lo más respetable y sagrado. Ojalá yo fuera siquiera familiar o alguacil del Santo Tribunal, ya le obligaría al aprobante Blancardo a que declare estas importantes verdades; para condenar por impío al autor del Nuevo Luciano y dar a las llamas a sus heréticas conversaciones.

MERA.-  Solamente que lo fuesen, contendrían humor pestilente contra lo más respetable y sagrado. Pregúntesele a cualquiera, ¿qué significa decir la cátedra de la pestilencia? y después de oír la respuesta, compárese la expresión, con esta del aprobante humor pestilente. Válgame Dios, ¡qué horrible injuria! ¿Y la merece un autor católico; romano, hijo de Dios y de la Iglesia, que protesta creer todos los misterios revelados, que respira en sus conversaciones piedad, que desea teólogos dogmáticos para la defensa de la sana doctrina, moralistas doctos para la sana dirección de las conciencias, que solicita virtud cristiana y doctrina sólida por la necesidad de estos siglos infelices y calamitosos? ¿Merezco, por ventura, únicamente porque escribí de anónimo, un tratamiento tan injurioso y falto de caridad, debido sólo a un Bayle a un Tomasio, a un Barbeyrac y otros de este jaez? ¿Acaso en mis conversaciones me he reído (oh no lo permita la divina misericordia), de los sagrados Misterios, de las santas imágenes, del Sumo Pontífice, de la autoridad de la Iglesia o de alguno de estos o semejantes objetos santos, venerables y sagrados? Que esto se permita imprimir quejáreme; y quejáreme justísimamente. ¿Un espíritu de prevención insensata; vaga, indeterminada, imprudentemente burlona; ha de permitir que se   —310→   traspase el corazón de un católico cristiano con la espada más aguda de llamarle impío, blasfemo y hereje? ¿Dónde estamos? ¿El mal método jesuítico en asunto de letras; en una palabra, la ignorancia de los frailes, constante a todo el mundo, ha de ser lo más respetable y sagrado?

MURILLO.-  Yo le diré a usted lo que se llama lo más respetable y sagrado, para que no ande buscando consultores. Es un pesado de molondro, doce varas de anas... y la misma estupidez. Esto es lo respetable, esto lo sagrado.

MERA.-  Si eso se entiende por lo más respetable y sagrado, yo transcribiré, en parte oportuna, todo lo que hombres muy doctos, muy píos; muy católicos, han hablado sobre su ciencia; su trabajo de manos, sus obligaciones no cumplidas. Todo lo que sobre el mismo asunto han escrito los Santos Padres, sin que nadie se haya atrevido a escribir que vomitan humor pestilente y un cruel veneno contra lo más respetable y sagrado. Pero hasta ahora me había olvidado que muestro aprobante es uno de los más fanáticos del jesuitismo expatriado. Apenas me ha venido a la memoria que se le llama, por adherido a las máximas de aquellos Regulares expulsos, el jesuita blanco, cuando he dejado de maravillarme de que me trate en su aprobación con tan atroz calumnia. Aquellos Regulares, pues, si algún individuo suyo era tocado de alguna acusación justa o inicua, luego gritaban: causa de toda la Compañía; y la causa de la Compañía, es causa de la Santa Iglesia. Es así que quien la insulta es hereje, cuando menos jansenista; luego, el que agravió a un jesuita es enemigo de la Iglesia y hereje jansenista.

  —311→  

MURILLO.-  Ni más ni menos, señor mío. Yo lo he oído a muchas buenas capillas, (pero que dentro de sus mismos claustros no tienen la mejor reputación de doctrina ni santidad); que tratan de herejes a los que les manifiestan alguna verdad útil. No digo si se toca el punto de la utilidad y servicios que prestan a la Iglesia de Dios y al Estado. No digo si se toca a su ciencia. No digo que se inculque su relajación contra la observancia; pero si se toca al más mínimo pelo de su ropa o al pelo de su lanilla, gritarán al que les tocó, tratándole de blasfemo, impío; libertino; hereje, ateísta. Y así su alma, su cuerpo, sus dependientes, su vestido, sus utensilios, su lecho y todas sus cosas son las rimas respetables y sagradas. Por lo que señor doctor; no hay duda que usted (pues, dijo algunas cositas de los frailes), y yo también que hablé algo (infeliz pecador de mí), hemos vomitado el cruel veneno contra lo más sagrado.

MERA.-  Ponga usted en sus proposiciones alguna excepción Ni es bien quejarnos de todos, pero su particular excepción debe recaer sobre cierta numerosísima familia regular, que no piensa cómo muchos desposeídos de virtud y de literatura piensan, llevados de la ignorancia y prevención. A pesar de éstos, hablaremos, y el coco de herejía no nos hará callar; bien nos guardaremos; con la ayuda de la gracia divina, de caer en ella. Y discerniendo los tiempos, los institutos, las personas, y lo que es más, la Religión, clamaremos muy alto: porque la caridad (y esta es la última regla que dan los Padres y que comprende todas) si obliga al crítico a hablar con verdad, con discreción, con respeto, de lo sagrado, obliga igualmente a que   —312→   burle los errores con el deseo de la salvación de las personas a quienes se corrige y se reprende; rogando a Dios por ellas. Pero, ¿dónde se manifiesta mejor este deseo de la felicidad temporal de la Patria, y de la eterna de las almas, sino en las conversaciones del Nuevo Luciano? ¿Olvida, acaso, o pierde de vista tan dignos objetos? Nada menos; y aún ahora, dando esta corrección al indiscreto aprobante, se le desea toda ventura, o sea que llegue a presidir como se espera su Provincia, o sea que quede de religioso particular; porque tenemos presentes las siguientes palabras de San Agustín: «Sic enim benevolentiam ne reddatur malum pro bono semper in voluntate complenda est, et tamen agenda sunt multa etiam in vitiis cum benigna quadam asperitate plectendis, quorum potius utilitati consulendum est quam voluntati»74. Repito que hablaremos muy claro, porque, además de sobrar corazón, al que no intimidan ignorantes conminaciones, hay la certidumbre de que no llegarán los críticos falsos de Quito, a conocer el más mínimo rasgo de la pluma perochena. Crece más esta seguridad a vista de lo infinito que han errado todos, al conjeturar quien sea, el autor del Nuevo Luciano... Él mismo ruega ahora que no se cansen en averiguarlo, porque fuera de que sabe que no le hallaran; solamente le darán como hasta aquí nuevo motivo de que conozca   —313→   la necedad de los adivinos, y aún mucha materia para mofar sus adivinanzas, conjeturas, pronósticos y discursos. Volvamos a la aprobación.

MURILLO.-  Ya creí que no la volviésemos a ver jamás. Dice de esta suerte: «Pero con todo, siendo así, que cualquiera aplauso ajeno, por corto que sea, le había sacado lágrimas a su dolor [...]».

MERA.-  Aguarde, aguarde usted, déjeme reír a carcajada suelta. ¿Cuál aplauso es el que me saca lágrimas a mi dolor?

MURILLO.-  ¡Adivinanzas aparte! Usted lo puede conjeturar, y yo le suplico que lo haga, porque allí no dice más, que cualquier aplauso ajeno, por corto que sea, debiendo decir si fuese de buena lengua y pluma el aprobarte, por corto que fuese.

MERA.-  ¡Hay pobreza! Hay insensatez mayor ya he dicho, hablando acerca del mérito, que no envidio el que asiste y adorna a todos aquellos cuyos vicios literarios he reprendido en mi Luciano. Vea usted aquí la causa. Un hombre, que tenga mediano talento, sabe que por más que se entristezca viendo la ajena habilidad; por más que la desee, y quiera colocar en su cabeza y en sus potencias el bello espíritu de otros, no ha de conseguir disminuir y tomar para sí un átomo el más imperceptible (si así puede decirse), de sus talentos y prendas mentales. Pero, ¿qué hará en caso semejante, este hombre que goza de ese entendimiento mediano? ¡Ah, Señor! Me imagino que con la luz propia de su razón que le ilustra, y mucho más con la antorcha deja fe, que, en medio mismo de las tinieblas de la ignorancia, de la prevención, de los depravados apetitos, le descubre, con un esplendor de un claro día, la existencia de una sabia y eterna   —314→   Providencia la idea clara de sus soberanos arbitrios, verá que este misterio de que otro individuo goce de más nobles talentos; es disposición divina, digna del respeto y de las bendiciones de todo el mundo. Si este entendimiento mediano lo concibe así, (como no dudo que así lo concebirá), se rendirá gustosamente a alabar y engrandecer a Dios en los elogios de las perfecciones del humano espíritu. ¡Qué lejos estará de entristecerse de que ninguno le tenga y le posea!

MURILLO.-  Parece que volvemos a nuestra conversación cuarta del criterio del buen gusto; porque esta reflexión viene a caer sobre la existencia y suposición de un bello espíritu. En efecto, que, si yo le hallase, cantaría solemnemente un Te Deum laudamus, te Dominuni confitemur; pues es una especie de milagro.

MERA.-  A la verdad, un bello espíritu, tal como nos lo describe y requiere el sabio jesuita Bouhours, sino imposible, es muy difícil de encontrarse. Pero un espíritu de esa naturaleza admirable, estoy pensando que me induciría una laudable, inocente y noble envidia. Y si es de este el carácter de nuestro aprobante, dígale usted, Doctor Murillo que se lo envidio. Mas, hablando seriamente, se me ocurre pronunciar lo que pienso ahora. El padre Bouhours, pintando con belleza de espíritu, un espíritu bello, ha dicho que él es una cosa muy rara. Es preciso reflexionar a donde lo ha dicho, para que veamos si yo soy la envidia misma. Ha sido en un reino cultísimo y el teatro de la sabiduría; ha sido en esa nación, cuyo suelo es feracísimo de ingenios, de almas nobles, de espíritus ilustres; y a donde éstos no quedan sepultados en el polvo   —315→   de la ignorancia, ni por la miseria de la pobreza, ni por la oscuridad del nacimiento, ni por el defecto del cultivo y de la educación. Ahora; pues, cotejemos a Quito con Francia; pero, después de puestos estos dos reinos el riguroso paralelo; ¿hallaremos o nos atreveremos a hallar aquí muchos de esos admirables espíritus? Parece qué no. Y esto es sin mirar a la naturaleza de las almas, respecto de la cual es precisa confesar que en Quito nacen de esas almas bastantemente bellas, sino únicamente atendiendo a que, no obstante que nazcan, si no hay cultura; si no hay discernimiento de cual es buen espíritu y cual no; si no hay comodidad, modo y estudio de hacerlas florecer y descollar; si no hay celo por las letras, y antes hay especial providencia de extinguirlas, y, si pudiera ser, de sofocar los finos talentos, ¿qué hemos de ver espíritus bellos, dignos de nuestra envidia? Pero vamos a otra reflexión; para la cual no perdamos de vista en ella al padre Bouhours, y mucho menos dejemos de ver los espíritus bellos, que hoy lucen con tanta gloria en Quito. Supuesto esto; digo que la hermosísima pintura que este padre trae, es fielísima y justa, y debe servir de regla para conocer cuál es bello espíritu, cuál no. Pues, cotejémosla con la descripción que yo hago en mi Luciano de los espíritus quiteños. Hecho este cotejo, pregunto: ¿Conocemos y hallamos multitud de esos espíritus adornados de la verdadera hermosura?

MURILLO.-  Yo preguntara de otro modo. Si los halláis (les diría), mostrádmelos con el dedo: si no pudieseis, porque sois algo mudos, dibujádmelos con la pluma: si lo sois, hacedme el grande gusto de suscribir de vuestra mano y firma un brevetito   —316→   que diga: Yo, Moisés Blancardo, soy bello espíritu; ponedlo en un lugar público a que yo lo vea; y creedme que esto sólo bastará para que yo os tenga por bellos espíritus. No quiero, señor doctor mío, que éstos escriban un poema heroico; no una historia de nuestra provincia, que bien la ha menester; no una arenga latina; no una oración fúnebre, ni menos la impugnación seria, sólida del Nuevo Luciano, que es mísero empeño, empresa denodada, y que en dos paginas la hará cualquiera de nuestros literatos; nada de esto quiero, sino solamente que en un papelito digan su gracia o cómo se llaman. Aseguro a usted, señor mío, que por sólo esto los veneraré, les rendiré mil acatamientos, y bendeciré en nuestros bellos espíritus la ciencia, la grandeza y el poder de Dios. Pero, tontarrón como soy, estaría lejos de envidiarles, y más bien, pediría a su Majestad que, mudando y alterando la constitución de mi cerebro, me formase bello espíritu, como dicen que lo ha hecho con Alberto el grande y con otros innumerables.

MERA.-  Se debe desear que venga del cielo; no para deprimir a los otros, no para turbar su presumida satisfacción, no para ostentar que uno le goza; sino para ser útil a la Religión, a la Iglesia, al Estado, a la Patria y para ser fiel a sí mismo; y mucho más al Soberano Autor que nos lo dio, haciéndole un agradable obsequio del mismo don que nos había liberalmente prestado. Pero en todo esto que he dicho, no he hecho sino formar de nuevo una imagen del mérito intelectual quiteño. Tal es la opinión que tengo. ¿Mírese ahora si le tendré envidia?

MURILLO.-  ¡Arrogante proposición! Miedo da   —317→   repetirla. Mas ahora veo que lo hemos errado todo porque una vez que nos acordamos del jesuita Domingo; no debíamos olvidar que él trae cierta división de bellos espíritus, y por ella ver cuál clase de ellos es la que domina en nuestro Quito.

MERA.-  Dice usted bien, y oportunamente. «Hay bellos espíritus de muchas especies (dice este bello espíritu de la Francia), porque fuera de aquellos de quienes hemos hablado hasta aquí que se aventajan en las letras, y que han adquirido todos los conocimientos hermosos que el estudio puede dar; hay quienes, sin haber estudiado más que el trato de gentes, tienen todo lo que es menester para acertar en una conversación [...] Hay aún otra suerte de bellos espíritus, que se pueden llamar espíritus de negociación y de gabinete [...]».

MURILLO.-  ¡Lindamente! Ahora, pues, ¿cuál género de estos bellos espíritu tenemos aquí? Díganle usted, por su vida y por toda la inclinación que tiene a decir verdades.

MERA.-  De los bellos, espíritus sabios y adornados de toda literatura; no conozco alguno si lo hay, estará ocultó, y tan escondido como el autor del Nuevo Luciano. De los espíritus de negociación y de gabinete, no solamente no conozco, pero en esta tierra no puede haber alguno. Estos espíritus nacen o propiamente se descubren y forman en las grandes Cortes y al influjo soberano de los príncipes. Pero hallo en Quito bastantes bellos espíritus de conversación, ignorantes en las ciencias. Y, no obstante, escolares en la aula universal, de las gentes de su trato y comunicación.

  —318→  

MURILLO.-  Quisiera oír su pintura, a ver si yo conozco también a algunos bellos espíritus, que rabio por verlos siquiera en este retrato.

MERA.-  Oiga usted como los describe el padre Bouhours: «El carácter de estos espíritus es de hablar bien, de hablar fácilmente y de dar un giro placentero, donoso, chufletero, agradable; que hace reír a todo lo que dicen; hacen en las ocurrencias y coyunturas réplicas muy ingeniosas; tienen siempre alguna pregunta delicada y sutil para proponerla, y algún cuento bonito que decir; para animar, la conversación o para despertarla cuando comienza a debilitarse y decaer; por poco que se los excite o mueva (a dichos espíritus), dicen mil cosas asombrosas; ellos saben, sobre todo; el arte de retozar con ingenio y de burlar delicadamente en las conversaciones jocosas, pero no dejan de echar muy bien el cuerpo fuera de las conversaciones serias; razonan con puntualidad sobre todas las materias que se proponen, hablan siempre con buen juicio». He aquí el bello lienzo que nos hace ver el citado padre; y como mi ánimo es transcribir todos los colores con que le pinta, oiga o vea usted lo demás: «Por lo que toca al espíritu de conversación, como este es un espíritu natural, enemigo del trabajo y de la violencia o estrechez, nada hay de más opuesto que él al estudio y al afán. Así vemos que los que tienen este talento son ordinariamente gentes ociosas, cuyo principal empleo es hacer y recibir visitas».

MURILLO.-  ¡Ah buen Dios! Ya conozco muchos de estos bellos espíritus. Pero, ¡oh! ¡Y lo que es tener el dicho talento! Vea usted aquí, que en esto que conversamos, no debíamos tampoco haber   —319→   tratado de todo esto. Como nuestro aprobante había dicho que a usted le sacaba lágrimas cualquier aplauso, me parece que debía tratarse de él y no más.

MERA.-  Así es que debíamos examinar a nuestros literatos por el lado de la fortuna, para ver si por esa parte les envidiamos. El aplauso es una celebridad que se concede a la cosa más frívola, con tal de que parezcan agradable o nueva. Antiguamente se llamaba aplauso, un modo de alabar cualquier objeto célebre, con palmadas. Así éste ya se ve que puede causar envidia, pero la causará en las almas más abatidas. La que tuviese algún grado de nobleza sabrá que el aplauso lo concede las más veces la ignorancia llena de falsas preocupaciones. Pero vamos a la fama y buena reputación, que parece estar fundada en mejores cimientos y en una serie prolija y casi invariable de aplausos. ¿Qué es lo que hallamos en ella? El Marqués de San Aubín dice, que es menester confesar que entre los bienes exteriores, alguno no es tan brillante y tan digno de una alma verdaderamente noble, que la gloria fundada sobre el reconocimiento y estimación de los hombres. De lo cual se infiere que hay otra, apoyada en el capricho, en el prejuicio, y lo que es más cierto, sobre los artificios del ambicioso que solicita la buena reputación. Cuál es mayor fortuna, ¿conseguir la sólida gloria y la fama bien fundada, o adquirir a fuerza de zancadillas la falsa y la ruinosa? Sin duda que la primera. Pero, Señores, yo he hablado con poca exactitud debía decir que la buena fama es un don de la mano eternamente liberal de Dios, y que la segunda es propiamente el efecto de la fortuna,   —320→   esto es, de una deidad ciega; y para hablar como cristiano, es el efecto de la ceguedad, prevención y rudeza de los hombres. Acerquémonos después de esto a nuestro aprobarte, y preguntémosle: ¿cuál de las dos famas es la que le glorifica? Hagamos que él mismo vaya, de oído en oído, y de tienda en tienda, comunicando un plan de estudios verdaderamente serio, por el cual se conozca quién sabe; y quién no; y que después a los mismos a quienes les ha comunicado, pregunte nuestro aprobante si (debajo de aquel plan), cada uno de ellos le tienen por docto.

MURILLO.-  Creo que ninguno del último populacho le responderá que sí, y de entre los doctos de la ciudad mucho menos (creo que es juicio prudente), ninguno le dirá sí, Padre nuestro, usted es verdaderamente sabio y tal como lo pide, el autor del Nuevo Luciano. Así me parece; porque la fama de este aprobante, si acaso la tiene, está fundada en cimiento tan ruinoso, como es la rudeza del vulgo, y sobre este cimiento es que se ha erigido una tiniebla y un vano espectro de farra. Se asemeja este aprobante a Epicuro, que entre los más vivos dolores de una retención de orina, estuvo todo él poseído del cuidado de su inmortalidad. Y ¿esta reputación será envidiable?

MERA.-  Ésta más o menos es la de los literatos de Quito, y ésta es la que cree Blancardo que yo envidio, y se engaña, porque acerca aun de la gloria verdadera pienso con generosidad, no con indiferencia, porque soy del dictamen de Percio en no tener aborrecimiento a la sólida reputación. Ni dejo de ser sensible a las buenas alabanzas, pero huyo esas vanas exclamaciones que el buen   —321→   sentido se deben llamar aplausos. Y en todo esto no hago más que seguir el pensamiento y también el gusto de Percio. Óigalo usted.


Laudari haud metuam, neque enim mihi cornea fibra est;
sed recti finemque, extremumque esse recuso,
euge tuum et belle.

[No temo que me alaben, pues mi corazón no es de hueso; pero no quiero los extremos de lo bueno; ni acepto tu donoso aplauso].

Pero digo que no envidio la buena fama de otros; porque, como he dicho, pienso acerca de ella con elevación de ánimo, y aun puedo añadir que con grandeza de corazón. La misma verdadera reputación, aunque sea una dádiva del cielo; es (como dice el célebre Montaigne), una cosa excelentemente vana y como la sombra del cuerpo; que se va adelante del que la causa y le excede con mucho en extensión. Es propia para el uso que le da Juvenal, esto es, para que sea el objeto de las declamaciones y el entretenimiento de los niños.


Ut pueris placeas et declamatio fias.

Así, si aun la de nuestros literatos fuese concedida del público por su verdadera literatura, no era capaz de hacerme incurrir la bajeza de la envidia. Pues, sabiendo y conociendo que ella era un aire vano conmovido de una favorable prevención, y aun sabía mejor que era susceptible de otra adversa; y que aquel aire lisonjero estaba expuesto siempre a una insensata mudanza, ¿cómo, pues, habría yo de envidiarla; experimentándola tan instable?

MURILLO.-  Pero, señor mío ¿de dónde sabemos si envidia o no envidia usted? Dice que no; pero   —322→   no estamos para creerle sobre su palabra: si usted no tiene fama, puede ser que envidie.

MERA.-  Esto es obligarme a que diga alguna cosa sobre mi fama: para decir verdad, yo no la tengo, a lo menos no puedo asegurar que se tenga de mi mérito literario alguna buena opinión. Y, como no soy profesor de alguna facultad determinada, vea usted que tampoco hay motivo porque la logre. Pero cuando ha oído usted que he pronunciado así: mi mérito literario, querría que usted no se escandalizase, y mucho menos que se ofendiese de la expresión. Por eso es que a mi Nuevo Luciano, dándole mi verdadero nombre y los verdaderos apellidos de mi casa en Janier, decía Apesteguy y Perochena: no quise poner aquellos con que se me nombra por todos mis compatriotas, por no chocar a los presumidos de doctos y por no hacer que éstos padeciesen las pretendidas incomodidades de mi orgullo: de un autor anónimo se puede tolerar el magisterio verdadero o imaginado. Y ahora es que reduzco todo el mérito de un racional, no a sus talentos, porque ellos no son hechura suya, sino al cultivo que les ha dado, porque este sí que es obra propia suya. Ahora vea usted ahí, que este es mi bien y que este es mi mérito, haberme procurado un cúmulo de luces, tales cuales he podido adquirir. Conozco que infinitos no le tienen por falta de aplicación, por flojedad, por pobreza, por desidia. Sé que esta misma es el efecto de un espíritu oscuro y limitado, como lo he observado mil veces. Pero no queriendo hacer el mío superior al ingenio del perezoso, sólo quiero poner sobre el suyo mi mérito de aplicación, y éste, vuelvo a decir, no lo trueco con el de ningún literato quiteño. Cuando   —323→   yo quisiera lograr fama, en verdad que podría adquirirla sin mucho trabajo. Frecuentar las tertulias y ganar en ellas algún crédito, dejándome conocer; éste sería quizá toda mi aplicación y todo mi estudió; este sería un gustó de acomodarse a solicitar y mendigar sufragios; mas, ¿cuándo un hombre de bien quiso ser estimado por cábala y no por razón? Así, yo, siendo que estoy poseído del deseo de mi buena reputación, porque es un deseo natural y razonable; siendo que no la desprecio, porque quien la desprecia, igualmente desprecia las virtudes según Tácito: «Contemptu famae, contemni virtutes». Peto, conociendo bien el alcance y la instrucción quiteña, he huido, he despreciado, he aborrecido la fama que me podía dar, y mucho más su triste aplauso vulgar... «Odi profanum vulgus et arceo».

MURILLO.-  Se le ha calentado el naranjo, señor doctor.

MERA.-  Oiga usted lo que ha dicho el señor Flechier en el retrato que de sí mismo hace: cuando se le eleva (dice), se contiene en una honrada moderación, y su pudor se ve mortificado; pero si se le quiere abatir, toma una fiereza por la cual se pone superior a todos. ¿Qué diré yo, cuando se me quiere reducir a la vil pequeñez de la misma envidia? Pero para decir verdad, no fue este improperio el que me obligó a escribir; sea cualquiera, usted, doctor mío, era quien debía defenderme.

MURILLO.-  Pues, que entre aquí mi relación de comedia con el siguiente comento que usted del todo lo ha olvidado. Decía, pues, la cláusula, de esta manera: «Pero con todo, siendo así que cualquier aplauso ajeno, por corto que sea, le había sacado lágrimas a su dolor [...]». En el por corto que   —324→   sea, paro y reparo que nuestro aprobante se hace cargo del aplauso que su merced logra en Quito; y como es hombre modesto, dice que es tonto, pero entiende que usted le envidia.

MERA.-  Pero, ¿cuál es este aplauso que logra en Quito nuestro Blancardo? ¿Será el de orador? Ya lo hemos oído, y San Dimas hablará desde la cruz. ¿Será el de retórico? Ya hemos leído su aprobación. ¿Será el de filósofo? Ya el maestro fray Fernando podía resucitará recibir los honores concedidos al discípulo por su filosofía. ¿Será de moralista? Ya puede asistir, en un Concilio, y vendría a tiempo, si hubiese conseguido ser el auxiliar del ilustrísimo señor Carrasco. ¿Será de teólogo? Sí, que de ciencia media, se dice que tiene media ciencia.

MURILLO.-  ¿Para qué es toda esa baraúnda? Yo sé, cuál es su aplauso, cuál es el que tiene y logra. Es de jesuita blanco, que es lo más puede ser un hombre docto, docto y sabio, sabio y su elogió está cifrado en los siguientes versículos, por hablar blancardinamente y porque no lo entiendan los muchachos de la escuela que son bellacos:


Annis mille jam peractis
fides nulla est in pactis:
mel in ore, verba lactis,
fides in corde, fraus in factis75.

MERA.-  Esto está muy recio.

MURILLO.-  Yo no sé de eso. Usted ha dicho con la autoridad de Concina, y lo que es más, del   —325→   angélico Doctor, que es cosa santa azotar a los que por los azotes se han de enmendar. Yo lo hago con esta sana intención.

MERA.-  En efecto, debía servirle esta mónita de escarmiento al aprobante, para que, si se le ofrece otra aprobación que dar, no trate al prójimo de hereje, con gran frescura, como a mí me ha tratado, haciéndome vomitador de humor pestilente y de cruel veneno contra lo más respetable y sagrado. Prosiga usted, amigo mío, leyendo.

MURILLO.-  «Le había sacado lágrimas a su dolor; al ver al doctor don Ramón de Yépez, disimuló los puñales de su pecho, y poseído del mayor susto, se echó a sus pies [...]».

MERA.-  Vea, ¡qué imposturas tan manifiestas. Pero gracias a Dios que mi Nuevo Luciano anda en manos de muchos. Regístresele, y, aunque sea tergiversando como se quiera los pasajes dudosos, señálenseme tres a lo menos; donde haya está garmocha blancardina de echarse a los pies a decir la culpa. ¡Qué! ¿mi Nuevo Luciano es algún novicio tímido y azotado hasta no más? ¿Que se arroja repentinamente y con terror pánico en tierra, a vista del fiero y soberbio Padre Maestro Provincial? Esto de decir echarse a los pies, se parece a la otra expresión de arriba: le tributa veneraciones y aplausos a su mérito. Y en todo esto no sabía lo que hablaba; yo bien puedo honrar, y desde luego honro al señor doctor Yépez, porque estimo los buenos talentos en todos los otros; pero eso de veneración, se quedó para que la practicasen los inferiores, y más particularmente los fieles respecto de los Santos. Dios honra a sus siervos, pero, amigo, no los venera. ¿Querrá Blancardo que yo   —326→   sea con mis veneraciones un idólatra? ¡Adelante!

MURILLO.-  Usted se echó a sus pies, los besó, los llenó de lágrimas de contento, confesando la grandeza de su mérito.

MERA.-  Padre Maestro, ¿dónde o en qué examinatorio, en qué proceso sumario está esta confesión de la grandeza de su mérito? No es negar que la tenga. Su fama es constante, y, aunque no la hayamos tratado; basta la buena reputación adquirida con el laudable ejercicio de su profesión, para que se la engrandezcamos más y más. Pero no concedemos que en las conversaciones del Nuevo Luciano haya la dicha confesión soñada por nuestro aprobante, y estampada con descaro en su aprobación.

MURILLO.-  Sigue ésta, de este modo: La elevación de su ingenio, la belleza de sus letras, hasta publicarlo dechado de oradores sagrados, jurisconsulto insigne, teólogo consumado.

MERA.-  Nada de todo esto hay en el papel. Por teólogo celebro a un Regular sabio y tan oculto, que no le ha de alcanzar a ver la más diligente curiosidad. Ha de quedar como yo mismo, sepultado en las tierras de su vida oscura y desconocida. Celebro también a algunos jesuitas, y el celebrarles prueba, ya que yo estaba ajeno de envidiarles, y ya que a mi corta inteligencia estaban ellos adornados del verdadero mérito. La envidia es lega; y a nadie perdona, y yo donde hallo la sabiduría y el ingenio, los aplaudo y encarezco. Vamos ahora a nuestro asunto. Se debe saber que los primeros ejemplares que salieron en Quito del Nuevo Luciano, fueron sólo dos completos. No es del día saber a dónde fueron, quién los tiene y a dónde paran. Puede ser que ni yo mismo lo sepa.   —327→   Pero en ambos le dio la gana a mi escribiente de poner, con mi consentimiento, es verdad, unas letras que parecen iniciales de algunos apellidos, en los márgenes correspondientes a ciertos pasajes en los que se nombra a algunos profesores de ciencias. Le dio al vulgo la gana de interpretarlas a su modo. Pregunto: ¿acertaría acaso el verdadero significado? No por cierto, se atolondró, erró, y así, salió de sus quicios, la gentina inteligencia. Así, las letras Y. S., puestas al margen del coloquio que dice de esta manera: «A mí me basta conocer un hombre docto en los derechos, para que por él y sus talentos pida a usted, (se le dijo a usted, mi doctor Murillo), perdone a toda la multitud de los jurisperitos», dio motivo al vulgo y a su benemérito individuo Blancardo, para interpretar que decía Yépez. ¡Falsa, arriesgada, temeraria interpretación! ¿Por qué no me propondría un Herse imaginario de jurisprudencia? ¿Por qué yo mismo (haciéndome el loco, y no merecido favor de que soy jurista y que me llamase Yubaris), no sacaría la primera y última letra de mi apellido al margen? ¿Y por qué los caracteres Y S no querrían decir Yanguis, Yánez o Yergos? ¿Qué imposible o qué inverosimilitud se halla en esto?

MURILLO.-  Pero hay todavía otro pasaje que se puede interpretar como encomiástico al mérito del doctor don Ramón Yépez; y es este en la última conversación, al fin de ella: «El Padrecito montó al púlpito, montantes de aquí para allí a los tales críticos, y desmontó del crédito de doctos; y no es mucha verdad, porque alguno de ellos merece con razón el título de docto». Esto fue lo que yo Murillo de todos los males, dije la última tarde.

  —328→  

MERA.-  También en esa cofradía pude haber entrado yo; y desde luego puede ser que usted que honra por buena crianza, a cualquiera, con el elogio de docto, me lo hubiese echado a mí, creyendo que yo asistí a los sermones del dicho Padrecito. La verdad es, que entonces no asistí a ellos, ni pude asistir, porque ni fui, ni soy de la cofradía, y lejos de frecuentarla, estuve en la ocasión, muy lejos de esa ciudad. Vea usted, que fuera de estos dos lugares de nuestros Luciano, que dan una señal muy equívoca de ser elogios dirigidos al señor doctor Yépez, no hay otros ni claros ni oscuros, que incluyan a este célebre jurista, ni que equívoca o claramente sean alabanzas o vituperios de su nombre, de su apellido, ni de su profesión. Así, amigo mío Blancardo, ¿dónde está aquel dechado de oradores sagrados? ¿Aquel jurista insigne? ¿Aquel teólogo consumado? ¿Seré yo, algún cándido que lo profiera, o algún burlón satírico que por ironía le trate con increíbles y lisonjeros encomios? Voltaire, siendo un genio tan prodigioso como fue, ha dicho bellamente en su segundo tomito del Siglo de Luis XIV, que aprender varias lenguas imperfectamente, no era muy difícil; pero que saber con perfección una sola, era obra de toda la vida. ¿Qué se dirá, hablando sinceramente acerca del conocimiento de las artes y ciencias? Y por aquí se conoce muy bien que Blancardo ignora que puedo hacer un elogio al señor doctor Yépez, fundado en unas ideas justas, profiriendo sentencias juiciosas, exornado del carácter de la verdad, y pronunciado o escrito, con la lengua o la pluma de la decencia, de la justicia y de la sinceridad. Sígala usted, dueño mío, esta aprobación.

  —329→  

MURILLO.-  ¿Qué diremos de este talento gigante, que a la misma envidia le pone la triste precisión de disimular con la serenidad del rostro, la tempestad de su corazón?

MERA.-  ¿Qué diremos de este dichoso aprobante, que por su aprobación, que es la ignorancia misma, nos pone en la indispensable necesidad de no poder disimular sus errores, sus extravagancias, su indiscreción, y aún su falta de talento...?

MURILLO.-  Aquello de serenidad de rostro y tempestad de su corazón, es buena cosa; nada menos es, que una galana y bellísima antítesis. Y ha de dar a entender mucho...

MERA.-  ¿Hay locura más enorme? ¿Sabe usted? Quiere significar que me ha visto en la Catedral de Quito, asistente al sermón fúnebre del doctor don Ramón Yépez. ¡Y qué engaño este tan vergonzoso!

MURILLO.-  ¡Hu; tu, tu, tu, tu! Ya entiendo yo también a donde se endereza el párrafo, pero es párrafo al aire.

MERA.-  Así es, porque nunca me ha visto si tengo rostro sereno o turbulento, cara alegre o melancólica, fisonomía agradable o desapacible, y no es capaz de jurar que me viese en la función de las exequias. ¡Quién sabe dónde estuve yo volando!... Pero no es de perdonar aquí la imprudencia fatal del padre aprobante, en herir al autor del Nuevo Luciano. Va usted a tocarla palmariamente. Divididos los pareceres y puestas en acción las conjeturas de los vivísimos quiteños, no salieron de dos sujetos para hacerlos autores del papel, cuando éste se dejó ver. Pero la pluralidad de votos estuvo por el doctor M., y la parte de menos   —330→   sufragios por el doctor N. Para ganar capítulo, estuvo nuestro aprobante siempre con la mayor parte. Pues, ¿cómo vemos que hoy vota en su aprobación con el más corto número de sufragios? ¿Cómo vemos que hace autor del Nuevo Luciano al que tenía perdido todo el juego de los capitulares? Se dirá que se determinó en descargo de su conciencia; pues, aquí está el haber obrado imprudentemente, porque en hechos de esta naturaleza, no prestan a la crítica (como otras veces lo hemos dicho), buenas pruebas las conjeturas más bien seguidas. Es juicio condenatorio definitivamente. Hay, cuando menos en la apariencia, peligro de daño de tercero, esto es del autor, si se descubre, y así para determinar que era el que asistió en la Catedral, se ha menester la evidencia. Según lo alegado y probado, tiene el juez obligación de proceder y condenar. Pero, ¿dónde hay una prueba siquiera de presunción vehemente; que asegure de alguno que sea el presumido autor? Luego, en este caso quedamos en la duda, y es conjetura racional que en ella quedó nuestro aprobante. Pues, vea usted por otro lado su imprudencia; porque en caso de tanta falibilidad, no pudiendo acertar con el verdadero autor, y debiendo temer racionalmente herir al amigo (si lo fuese); debía igualmente sofocar los fervorosos alientos de su pluma, suspender toda cuchillada y omitir su gran parrafote, mendigado de mi Marco Poncio Catón; y cata allí que había obrado con prudencia. Pero no pudo contenerse, y ¡éfeta!, que el autor del Nuevo Luciano, siendo el doctor N., es la misma envidia, es la sin razón y es un hereje.

MURILLO.-  Pensaría de este modo salir de la   —331→   curiosidad, y también vengarse de la pretendida injuria que juzgó se le había hecho en nuestras conversaciones. Cualquiera de los dos que seáis, yo quedo bien puesto y vengado, diría su señoría aprobante. Y aún quizás si sacas la espada, te llegaré a conocer, diría el triste Blancardo.

MERA.-  Ahí está, luego que lo ha logrado. No es el autor del Nuevo Luciano alguno de los dos que se juzgó, ni algún otro de que se acordó la gente más incipiente y defectuosa de sentido común. Es uno que hasta aquí no se le ha nombrado y está muy lejos; no sólo de que le conozcan, pero hasta de las sospechas más cavilosas. Tiene esta seguridad por ser solo, y por todo lo que antes ha oído. Se ríe, pues, de la temeridad ajena; y se reirá para siempre. Pero si se quiere aquí un medio retrato suyo, para que del todo se pierda la esperanza de conocerlo, véase luego en estas pocas palabras: su estatura es regular y nada tiene de defectuosa. Su rostro, siendo serio, no es deforme y en su fisonomía se reconoce que no es rudo; pero no manifiesta toda la viveza que interiormente le anima, y aunque le pone en una continua acción, que siempre le tiene inquieto. En sus ojos puede cualquiera engañarse; porque, pareciendo estar marcados con el sello de la modestia, suelen ponerse demasiado caídos, o luego vivaces y movibles con ímpetu, según el humor que le domina. Cuando se presenta a cualquiera, impone (sin querer); con gravedad natural; pero tratado con franqueza, se ve que es mucho lo que ríe a vista de todos, pero muchísimo más es lo que a sus solas se ríe; porque, casi en todos los hombres halla con facilidad ese lado por el cual son más hombres, esto es, vestidos   —332→   de más o menos, ridiculeces y sobre las suyas propias que ha podido conocer, él mismo no se perdona, se burla él mismo, y procura corregirse. Desde bien muchacho frecuentó, sin que aun supiesen su nombre, a algunas personas de crédito de la Provincia casi entera, y, oyendo sus proposiciones llenas las más veces de ignorancia y de satisfacción orgullosa, nunca los desestimó, y mucho menos descubrió a otros el defecto que padecían Antes, de tales ejemplos sacaba motivos para ser exactísimo en su modo de pensar, y aun más en la expresión y en las citas. Como ha sido este su porte, ha logrado que todos los satisfechos y presumidos de doctos, le tengan por estúpido, y que aun le hayan comunicado especies muy mentirosas y muy surtidas de vanidad; pero no ha sido de un carácter maligno que haya, con nuevas preguntas, obligado a esos doctos a que profiriesen más desatinos. Ha quedado, sí, en semejantes ocasiones, muy, abochornado, como si él fuese el que había incurrido en aquellas culpas del amor propio. Habla poco, regularmente sin vivacidad, sin alegría, sin cultura, y a veces tartamudeando. Con todo, cuando quiere decir, toma la tarabilla, y es su conversación esparcida, festiva y con su poquillo de sal. Es mucho lo que reflexiona y piensa, por lo que las más veces acierta en sus juicios y conjeturas; de suerte que, en los negocios no favorables, teme el meditar, por no anticiparse la noticia y el dolor de un suceso poco ventajoso o del todo adverso. Sus compañeros son: su Biblia, su Cicerón, su Virgilio y su Horacio, y con ellos pasa gustoso por donde le place. Su memoria es firme unas veces, otras veces ingrata y aún tiene sus alternativas   —333→   de muy feliz y de muy fácil; según las materias y los objetos. Debía llamarse monstruosa, porque tanto tiene de buena como de mala, aunque en los lances de honor, ha sido fidelísima a su dueño como se puede conjeturar por los lugares citados en el Nuevo Luciano, en cuya formación casi no abrió un libro, y de muchas obras que había leído y citaba; no las tenía a mano ni podía probablemente conseguirlas. Concibe luego las ideas de cualquier objeto que se propone, y las coloca sin la menor confusión en su entendimiento, para sacarlas cuando lo usa sobre el papel. Así, su modo de estudiar ha sido escribiendo siempre; y ha divertido su pluma, en muchas disertaciones latinas y castellanas, y en algunas oraciones panegíricas que escribe con la mayor facilidad del mundo; y en el espacio de muy pocas horas. Con la misma ha compuesto algunas piezas en verso, y tiene aptitud para formarlo que en el lenguaje de los doctos se llama sátira y han sido del gusto del público. Su imaginativa también es variable, y a veces es lánguida y poco limpia, por lo que, en esas ocasiones, está con ella de riña el entendimiento. Pero ha conocido por experiencia, que no se puede saber si no se estudia con la pluma en la mano, y ha hecho apuntamientos de buenas especies desde que en su menor edad leyó el consejo de Verulamio acerca de los libros en blanco. Para poder apuntar ha estudiado algunos meses, cuando tuvo diez y seis años, hasta doce horas por día, diversas facultades; y haciendo memoria en la noche de sus especies, hallaos; distintamente conocidos y en su lugar, los objetos. Mas, no duró mucho este género de estudio; porque es de naturaleza   —334→   muy sensible, débil y delicada. Pero siempre su lectura es rapidísima, y en breves horas acaba de leer cualquier volumen. Su pasión dominante es la lectura, y parece inurbano siempre que halla oportunamente algún libro, porque a él se tira. Ha leído los ajenos, y los suyos son escogidos en toda literatura.

Si se le ha visto por parte del espíritu, míresele ahora por el retrato del corazón. No deja de tener buenas cualidades de franqueza, de desinterés, del deseo de hacer bien; y, sobre todo, del amor al bien común. Por eso, con el mayor disimulo, cuando ha hallado oportunidad, ha sugerido a muchos jóvenes el deseo de un mejorado estudio, el de la sabiduría; y les ha dado a conocer el uso y elección de las buenas obras. No encubre lo que es conducente al adelantamiento literario de alguno, con tal de que conozca la sinceridad y aplicación aborrece el orgullo, y, mucho más, se ofende de que el necio le quiera persuadir que es hábil, y el ignorante que es docto. Tiene muy pocos amigos que ha escogido, y hace por donde conservarlos con la fidelidad, gratitud y una estima verdaderamente cordial. Ni con ellos, ni con los demás quiere ser estimado por ingenioso ni por instruido, sino por un hombre de rectitud y de verdad, capaz sólo de no ser indigno de la sociedad. Desprecia el fausto y la gloria vana, y, aunque desea las alabanzas, quiere las de las gentes hábiles, de probidad y sinceras; que no tengan con él alguna conexión ni interés. A la edad de quince años deseó ardientemente ser conocido por bello espíritu, y aunque logró las celebridades de los jesuitas, el vulgo le despreció, por lo que, tomando opuestos dictámenes,   —335→   se ocultó lo más que pudo; y así ha conseguido el arte de esconderse, de tal suerte, que ha logrado ventajosísimamente que se piense muy mal de sus alcances, conocimientos y literatura. No envidia ni sabe hasta ahora cuál es la molestia que causa el escozor de pasión tan villana, y cuando ve buenos talentos, no sólo los estima; sino que se apasiona por ellos con demasiada vehemencia, y los acaricia, aun cuando en la conducta moral sean o díscolos o viciosos. Está contento con su fortuna, que siendo escasa no le aflige ni solicita, especialmente por caminos torcidos de bajeza. Obra mejor; respeta a los superiores, pero si se ofrece hablar con ellos, les habla con modesto desembarazo, hasta aquello que no quieren ni gustan oír. Hace mejor el negocio de los otros, que el suyo propio. Nadie lo trata, que no lo quiera, y a nadie, comunica a quien no desee obligar y servir; tiene un sólo lazarillo; perspicaz, vivo, inteligente, popular, amistoso y del trato común, que bebe en buenas fuentes y muy puras, la verdad de los hechos; y se los comunica fidelísimamente, y este es, señores, el duende que, así dicen, está pintado con los colores de la vanidad y el amor propio; pueden echarle todo el ocre de un mentís encima y toda la tinta de la misma envidia, para que no aparezca ni su retrato. Pero él es duende a quien nadie le cogerá, y si hubiese de decir de alguno alguna cosa, por envidia, lo hubiera hecho con libertad integérrima76. ¡Al papel!

  —336→  

MURILLO.-  «¿Qué debe decir la justicia, cuando hasta la sin razón no se atreve a injuriarlo?»

MERA.-  Dirá la justicia que hombres de nada con almas de toda (como se explica Erasmo en el Elogio de la locura, hablando contra la soberbia de los nobles), se atreven a injuriar a los que pueden defenderse bastantemente. Dirá que su aprobación debe llamarse pedantismo fúnebre, retórico, apologético, oratorio, teológico y mendicante. Dirá que es indiscreto y osado patrono de malas causas, enemigo declarado del mejorado plan de estudios y de letras. Dirá que no es carta de pago, tiznar al autor del Nuevo Luciano con el feo borrón de la envidia y con la negra e infernal tinta de la herejía. Dirá que más le importaría a este aprobante que protestase, mostrar al dicho autor falso, impostor, ignorante, con hechos verdaderos y con un fondo copioso de buena doctrina. Mientras no se le responda con buenos documentos, con solidez, con conocimiento de las materias, irá la justicia que el aprobante es un Blancardo. Siga usted.

MURILLO.-  Ya se acabó el párrafo encomiástico dirigido a usted y su Luciano. Ahora vea usted lo demás con sus propios ojos, porque los míos se están volviendo azules con la ansia y cuidado de ver mi bello país, la ciudad de Quito.

MERA.-  ¡Oh! Aquí hallo un ex abrupto, y como propio principio de sátira, ya había dicho:   —337→   soy de sentir se dé a la luz pública, que es lo último de las aprobaciones, y después vuelve, con estudiada eficacia, como que a su pesar se le había escapado la hermosa especie y la bellísima expresión digna de no dejarla en el tintero, y la mejor de toda la aprobación. Lástima es (dice); que producciones tan hermosas no salgan en letras de oro. La oración precedente lo merecía, pero ya que el asunto es lúgubre y tan justamente anima vuestro sentimiento, imprímase con tinta, para que gire por todas partes, vestida de luto, tan triste noticia.

MURILLO.-  Cata allí, que lo que escribió con la mano, lo ha borrado con el codo; y cata allí, lo que deseo que usted (tan sencillote) viese y penetrase.

MERA.-  ¿Cómo es eso? ¿Cómo es eso? Y ¿qué hay aquí de malo? Que ya me temo hallar, mucho de lo que heredo.

MURILLO.-  Pues, señor mío, cónstame y daré muy buenos testigos; cónstame que en cierta parte del mundo, refirió que había puesto aquel razonamiento. Ahora, pregúnteme usted ¿cómo lo dijo, en qué tono o en qué sentido?

MERA.-  Diga usted cuanto antes, ¡qué se detiene!

MURILLO.-  Dijo; pues, con ánimo pérfido, con boca que vomitaba humor atrabilario (no diré pestilente, pues soy bueno); y el cruel veneno de la envidia. Dijo y repitió, en tono de risa; de chacota, de ironía; en sentido opuesto a la letra: Matraqueo que había escrito. Ya que el mundo es lúgubre, ya que la oración es tristemente pobre, escríbase no con letras de oro, imprímase con tinta, que es lo más y todo lo que ella merece. Salga de negra y oscura vestidura, póngase un andrajoso luto, gire así por el mundo mendigando aprobaciones   —338→   y cogiendo menosprecios. Y esto era lo que el aprobante interiormente sentía, porque, en la realidad, al ver al doctor don Ramón de Yépez, disimuló los puñales de su pecho, y, poseído del mayor susto de perder capítulo, se echó a sus pies confesando fingidamente la grandeza de su mérito, la elevación de su ingenio, la belleza de sus letras, hasta publicarlo imitador de los Santos Padres desde muy lejos. ¿Qué diremos de este blanquísimo aprobante, que, hablando con el fino lenguaje de la misma envidia, se ve en la triste precisión de disimular, con la serenidad del rostro, la tempestad de su corazón? ¿Qué diremos de los batimientos barajados de su alma, al verse en la violenta aborrecible obligación de alabar en su censura al que de verdad no quería dar ni un elogio? ¿Qué debe decir la justicia, cuando la sinrazón se ve en la melancólica necesidad de parecer alegre, complacida y obsequiosa, sin poder, de miedo del Prelado y de otros, desahogar su desgarrado y afligido corazón? Así es, señor doctor Mera, que interiormente ha blasfemado de la oración su falso y pérfido aprobante. Y así es que no ha dejado de respirar el ansia que le atormentaba, a donde juzgó le guardarían secreto. La oración, pues, no por mérito, sino por fortuna, por destino venturoso, podía (en su dictamen) imprimirse, y a más no poder77.

  —339→  

MERA.-  Aquí de la justicia. ¿Quién es envidioso, el aprobante o el autor del Nuevo Luciano? ¿Quién es la misma envidia, su aprobación o mis diálogos?

MURILLO.-  Basta de ellos; que, examinando la ciencia blancardina y esta aprobación, no tendríamos cuando acabar, y es preciso darle fin, por el grande negocio de disponer ya mi vuelta y mi viaje a Quito; pues, ya se ha pasado la Pascua, y llega el tiempo de agradecido a usted, decirle tiernamente adiós.




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