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ArribaAbajo2. Vicente Lecuna (1870-1954)


El centenario 1870-1970

El 20 de febrero de 1954, moría en Caracas un venezolano con méritos suficientes para que el Gobierno de la República decretase duelo nacional por tres días, durante los cuales la bandera debía permanecer izada a media asta en todos los edificios públicos. Esta resolución de honores póstumos ofrecía la especial particularidad de ordenar que en un lugar de Caracas había de conservarse igualmente izada, como señal de luto, durante quince días. Nada menos que en la Casa Natal del Libertador, como signo y manifestación visibles de que había fallecido el forjador, el custodio y el más profundo conocedor de un imponderable tesoro espiritual, amado y venerado por todo el pueblo venezolano: el Archivo del creador de la República, instalado en el solar de los Bolívar. El Dr. Vicente Lecuna con algo más de ochenta y tres años de edad, se había ido para siempre de entre nosotros, después de haber vivido una de las más hermosas existencias que puede tocarle a un ser humano: la de haber servido a un propósito en pro de sus compatriotas: el de rendir la obligada honra a quien la Nación debía la libertad y el alto magisterio de su palabra y de su ejemplo.

Aunque sintamos todavía en nuestros días el dolor de la pérdida definitiva del Dr. Lecuna, y a diario echemos de menos su presencia por faltarnos su consejo orientador, entendemos que el campeón de la causa insigne tenía derecho al reposo eterno, después de la fatigosa y tensa jornada.

De todo el continente llegaron a Venezuela manifestaciones de condolencia.

Pero cuando al término de una vida se ha logrado realizar una labor grandiosa y fecunda, es justo que la sociedad enriquecida por tan precioso legado, se congregue para celebrar la venturosa fecha en que vino al mundo la persona a quien se le adeuda reconocimiento. Esto es lo que hacemos al rememorar el 14 de setiembre de 1870 al cumplirse en el día de hoy el Centenario del nacimiento en Caracas del Dr. Vicente Lecuna, cuya huella vital ha dejado hondo surco en los predios de la historia del país y de todo el continente americano.

Me ha correspondido, por bondad de la Comisión Nacional del Centenario, intentar la expresión de tamaño homenaje. Me siento complacido por esta honorífica designación, a pesar de que nadie más que yo mismo sepa que si acepté este encargo ha sido únicamente por la razón de haberme visto favorecido por la amistad del Dr. Lecuna y haber gozado mucho tiempo del privilegio de su enseñanza. Es por puro sentimiento de gratitud que pronuncio en tan grave circunstancia estas palabras en recuerdo y evocación de una alma grande que es, en verdad, legítimo orgullo de la Venezuela moderna.



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Lecuna en su tiempo

¿Por qué le fue posible al Dr. Vicente Lecuna llevar a cabo una tarea de extraordinaria dimensión y de positiva trascendencia? ¿Por qué nos asombra la magnitud de sus desvelos como ciudadano y hombre público y, en particular, como estudioso de los temas bolivarianos? En cualquiera de las múltiples actividades en diversos campos, Lecuna nos dejó una obra sólida, bien planeada, bien construida como esos monumentos de la antigüedad que parecen desafiar los embates de las edades. Como financista contribuyó a robustecer las entidades que han tenido siempre el respeto y confianza de los venezolanos; como partícipe en la dirección de instituciones públicas dio en todo momento las orientaciones que las consolidaron; en sus ideas en pro del bien social señaló el recto camino para la colectividad. Pero donde su acción alcanzó cimas eminentes y muy personales es en todo lo relativo a la figura de Simón Bolívar. Sienta primeramente las bases sobre las cuales pueda acometer la interpretación del Libertador. Es decir, recoge en primer lugar los elementos que se hallaban en peligrosa dispersión, rehace el Archivo del Libertador, y lo instala en el mejor lugar imaginable, en la propia casa del Héroe, cuya reconstrucción también se debe principalmente a su iniciativa. Emprende entonces la publicación de los textos en ordenación admirable. Ilustrados con sabias notas. Mientras va perfeccionando la edición del imponente acopio que ha ido reuniendo, y añade a los Papeles de Bolívar, las Cartas del Libertador, las Proclamas y Discursos, y los documentos de la creación de Bolivia, así como los de las relaciones diplomáticas con Chile y Buenos Aires, y las Cartas de Santander, nos va dando entre tanto a lo largo de más de medio siglo sus monografías interpretativas de la historia bolivariana, provisto de un conocimiento único de los manuscritos originales de los próceres de la Emancipación. Este impresionante dominio de los testimonios fehacientes lo consagra con legítimo título como primera autoridad del tema en todo el ámbito del mundo hispánico. En las polémicas puede esgrimir armas superiores a todos sus contendientes, porque conoce como nadie el pensamiento de los propios protagonistas en sus prístinas fuentes.

Reuniendo las facetas de su acción, vemos al hombre paradigma del bolivarianismo, como un coloso asegurado firmemente sobre los rasgos de tenacidad, constancia, esfuerzo ininterrumpido, estudio continuo, talento, entrega entusiasta, con lo cual conformó su insólita preparación. Pero quizás estas cualidades singularísimas no hubieran dado sazonados frutos, si no se hubiesen sustentado en dos ideales fielmente servidos en todo instante: El sentido de patria y el amor a la verdad.




Rasgos biográficos

La trayectoria de los 83 años y medio de existencia del Dr. Lecuna nos muestra un poderoso desarrollo de su persona, empleada en iniciativas y empresas cada vez más importantes para Venezuela. Graduado brillantemente   —285→   de ingeniero civil antes de los veinte años, ejerció su profesión algún tiempo en la construcción de ferrocarriles nacionales y luego desempeñó el vice-rectorado de una escuela secundaria en Petare. Dedicado al comercio por un tiempo, es llamado a ser director de la Escuela de Artes y Oficios para Hombres, en Caracas, cargo que ocupó casi por diez años. Realizó en estos días de director de la escuela obras notables, entre ellas, sin duda, la más valiosa: la ordenación, clasificación y encuadernación de los legajos que hoy constituyen el Archivo del Libertador, que fue incrementado sin cesar hasta su muerte. Corresponde también a esa época la elaboración del Atlas de Venezuela, y la publicación de su primer libro de compilación de documentos del Libertador: Papeles de Bolívar, impreso en 1917, testimonio de una ya larga y devota indagación de los fondos que había reunido en la Casa Natal, rescatada del abandono de los tiempos, por una comisión presidida por el Dr. Lecuna que dirigió los trabajos de restauración. Después fue su guardián conservador hasta su fallecimiento. Se incorporó en 1918, como Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia, de la cual fue director por algún tiempo, y siempre redactor asiduo de su Boletín donde publicó de modo sistemático un gran número de escritos históricos, documentales y de interpretación. Fue elegido en 1919 presidente de la Cámara de Comercio de Caracas, cargo que ocupó durante diez años consecutivos. En el Boletín de la Cámara colaboró activamente con artículos y estudios de carácter económico, social, político, financiero y técnico, como ingeniero. Acaso sea en el conjunto de estos trabajos donde se halle el pensamiento del Dr. Lecuna como ciudadano impulsor de lo que él llamaba «ideas creadoras», referidas al gobierno de la Nación. Fue miembro de la Junta Inspectora del venerable Colegio Chávez. Presidente del Colegio de Ingenieros 1930-1931. Y, como título muy estimado por él, presidente de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, de la que quedó como consejero general, cuando cesó en la presidencia activa. Tales son los signos de la acción pública del Dr. Vicente Lecuna, indudablemente útil y beneficiosa para el país, en un todo armónico y de alta valía.

Pero por sobre todo hay la actividad silenciosa, fructífera, entrañable, íntimamente ligada a la jornada diaria de este hombre poco común: la del estudioso de la historia bolivariana. Hombre de riguroso método en cualquier trabajo, sumamente exigente con sus colaboradores, aunque mucho más consigo mismo en la administración de su propio tiempo, aplicó sin prisa pero sin pausa, su enorme capacidad al conocimiento de la vida y la acción de Bolívar a través de la mejor base imaginable: los originales del Archivo que había logrado acopiar. Todos los días de cada semana, a lo largo de muchos años, la sonrosada aurora del Valle de Caracas saludaba a un caraqueño porfiando en descifrar la gesta del primero de los hijos de la ciudad heroica, empeñado en dar al mundo la colección completa de todo cuanto escribió, así como la explicación recta, sencilla y precisa de cuanto hizo en los cuarenta y siete años de su fulgurante paso por este mundo. Con la pasión de un enamorado de la mejor de las causas, el Dr. Lecuna amanecía sobre su mesa de trabajo dibujando el plano geográfico de la región donde se desarrolló   —286→   una campaña, o situando los ejércitos contendores, a fin de ilustrar a cabalidad el relato de una acción, o explicar la maravillosa estrategia que conduciría a la victoria, que aparecería descrita por Lecuna como una auténtica obra de arte. La recia voluntad de Lecuna no conocía el cansancio ni requería el reposo, si en su mente se había trazado la continuación de un esquema o la anotación de unos documentos pendientes de lectura. En las primeras horas de cada día, de todos los días del año entero, siguió tejiendo el hermoso tapiz de la Crónica razonada de las guerras de Bolívar; o los capítulos reivindicativos del honor de un héroe, en el Catálogo de errores y calumnias de la vida de Bolívar; o dejaba pulcro el texto de una carta, de una proclama, de una alocución, salida de la «cabeza de los milagros», para que la imprenta lo estampara en la colección de Cartas o de Proclamas y Discursos; o, encendido en viva indignación, arremetía lanza en ristre, contra aquel que había pretendido, antes o ahora, ensombrecer la gloria y el buen nombre del Libertador. Así preparaba con argumentos sólidos e irrebatibles los materiales de sus famosas polémicas, sea con José Domingo Díaz, o Hippisley, o Boussingault, o Mollien, y tantos más en el pretérito; o con Colombres Mármol, o Madariaga, o Ricardo Rojas, o Caballero Calderón, y tantos otros, entre los contemporáneos. Madrugadas fecundas las del Dr. Lecuna, que todavía le dejaban tiempo para cuidar los jardines de la colina del Calvario, antes de empezar a las 7 y media de la mañana su tarea en el Banco de Venezuela.

Los caraqueños podían completar las últimas horas de su descanso en las madrugadas del hermoso valle de Maya, porque había un compatriota que velaba por el más delicado de los intereses espirituales de la colectividad: el del linaje. El Dr. Lecuna se había echado sobre sus hombros esta abrumadora misión para preservar de cualquier menoscabo o adulteración el patrimonio de sus conciudadanos, de Caracas, de Venezuela y de América entera. ¿Que tuvo algún momento de exaltado entusiasmo y cayó en exageración? Se le suele achacar como defecto por los cegatos. Pero en el supuesto de que así fuese, ¿es justo censurar por exceso de amor? Y en última instancia, ¿sería razonable que la censura la profiriesen los que han sido amados?




Lección y actualidad

De la vida y la obra del Dr. Vicente Lecuna se desprende para nuestro tiempo una viva lección, saludabilísima advertencia, que veo en forma clara. Para exponerla me gustaría tener mejores medios persuasivos de los que dispongo.

En primer lugar la tenacidad y la devoción hacia un magno propósito, mantuvo templada y sin desmayo la voluntad de conquistar el fin deseado: la verdad histórica respecto, a Simón Bolívar. Para lograrlo, en perfecta ejecución lógica del proyecto, reunidos los elementos de juicio, se dedicó con ahínco al análisis directo de las fuentes auténticas, tanto como a la lectura de lo que había sido escrito sobre cada tema.   —287→   Con la capacidad que le proporcionaban su inteligencia y la privilegiada memoria ejercitada con el estudio a lo largo de muchas décadas, dispuso el Dr. Lecuna de los medios indispensables para llevar adelante con éxito sus ambiciosos designios. El progresivo conocimiento de la personalidad del Libertador no hizo sino aumentar en él, la vibrante decisión con que se inició su empresa. Venció mediante una labor realmente pasmosa la escasez de elementos, se sobrepuso a las azarosas circunstancias de su época, y consiguió a fuerza de perseverancia y terquedad -nobilísima y tesonera tozudez- una de las más singulares preparaciones en un determinado y vasto campo de la Historia, de que haya ejemplo en la cultura americana. Una vez logrado el nivel que requería la dimensión del objeto propuesto, el Dr. Lecuna lleva a cabo una obra digna y -hasta donde es posible- humanamente perfecta.

En el pórtico de uno de sus libros, Bolívar y el Arte Militar, confiesa que se dará por satisfecho «si logra exponer los acontecimientos con claridad y exactitud». Estas son las normas fundamentales de todos sus trabajos: ser claro y exacto. La base matemática de su formación profesional de ingeniero, le impele a explicar con la precisión de la ciencia exacta los hechos históricos que contempla. Junto a ello, tuvo el Dr. Lecuna un fino sentido estético, manifestado en múltiples ocasiones. Cuando quiere expresar la intención de su Crónica razonada de las guerras de Bolívar dice que las relaciones habituales en la historiografía americana respecto a las campañas del Libertador «dan la impresión de una obra maestra de pintor, cubierta de manchas, remiendos inadecuados, retoques de manos burdas y borrones. Limpiarla ha sido nuestra labor»; o como esas estatuas del maravilloso arte griego, medio enterradas entre ruinas, ante las cuales su tarea consiste en aflorarlas, asearlas y presentarlas en toda su brillantez. Así fue siempre su estilo de trabajo, apoyado en un magnífico aparato crítico, con mapas, documentos, relaciones coetáneas, y la bibliografía sobre cada asunto, conocida integralmente, utilizada con previo juicio sobre la rectitud de las interpretaciones. Hizo constar en todo momento su más profundo respeto a los predecesores en cada una de sus investigaciones.

Como guía en ese copioso arsenal de sabiduría el Dr. Lecuna aplicaba un principio de raciocinio que él denominaba: «la naturaleza de las cosas». Proyectaba su agudo examen sobre los sucesos y los documentos; y razonaba, después de sosegada meditación y reflexión, a fin de extraer conclusiones lógicas y firmes, acordes con la argumentación que le dictaba el análisis personal de los hechos y de los testimonios históricos. Aplicado siempre al trabajo en su envidiable intimidad, elaboraba sus estudios sin ficheros, ni pautas, ni metodologías complicadas. Le bastaba su mente poderosa como perfecto laboratorio. Lector paciente y atento labraba sus propios índices mediante anotaciones, comentarios y observaciones al margen de los libros leídos o en las abundantes notas estampadas en las páginas en blanco de las guardas de cada volumen. Con este procedimiento redactó investigaciones que son modélicas y escribió libros que constituyen aportes definitivos a la historiografía americana. Nos demuestra con ello que en el campo de la actividad intelectual la obra no depende de pretenciosas normas de métodos, sino de algo más   —288→   profundo: la aptitud humana para la creación. Las recomendaciones técnicas no sustituirán jamás lo que puede dar el alma cuando es impulsada por la genial intuición de la inteligencia hacia la verdad, como objeto final.

Esto nos lleva a la idea de Patria en el Dr. Lecuna, transido siempre por la preocupación en los destinos de Venezuela, sin duda la raíz y causa inmanente de toda su acción. En lo económico-social proporcionó notables iniciativas hacia el bien colectivo, que son señales perennes de su paso por las instituciones a las que sirvió. De la misma manera, aunque con mayor intensidad, vibró permanentemente con la idea de los destinos espirituales del país. Vale la pena detenernos en unas palabras suyas, que contienen un claro mensaje, ante la necesidad de formar «una sociedad unida y fuerte para el ejercicio de la virtud»:

Masas rudimentarias cubren la mayor parte de la tierra, y los países civilizados abrigan en su seno la barbarie próxima a estallar al menor desequilibrio del conjunto. Aunque los movimientos sean fatales, el patriotismo impone la necesidad de luchar.

Moral y luces, pedía Bolívar en el Congreso de Angostura, como nuestras primeras necesidades; y ambas, por fuerza, son indispensables para triunfar en los terribles conflictos de las razas humanas en el porvenir.



Sintiendo el legítimo orgullo del gentilicio venezolano, el Dr. Lecuna acude a su héroe máximo y a sus colaboradores, en particular al más apolíneo de todos, el Mariscal de Ayacucho, para ofrecerlos como modelo a sus compatriotas. En ello veo el impulso formidable que puso el Dr. Lecuna en sus labores históricas: el de cuidar amorosamente la tradición enaltecedora de las cualidades de los creadores de la República. De ahí el alborozo al sentirse acompañado en su empresa. Es admirable la compenetración que mantuvo con los hombres de su tiempo, en la Academia, en la Sociedad Bolivariana, o en la famosa tertulia matutina dominical del Reducto, con un grupo selecto de hombres de letras, de historiadores, y de hombres de acción ciudadana, con los cuales compartía inquietudes, alegrías y pesares. He aquí algunos nombres: Manuel Segundo Sánchez, Luis Alberto Sucre, Nicolás Eugenio Navarro, Carlos Borges, Luis Correa, Román Cárdenas, Alberto Adriani, Julio Planchart, Eduardo Carreño, Gumersindo Torres, Tito Salas, Guillermo Tell Villegas Pulido, Esteban Gil Borges, Rufino Blanco Fombona, Cristóbal L. Mendoza. Sorprende el trato y afinidad del Dr. Lecuna con personas tan dispares, por ejemplo, como la exquisita Teresa de la Parra y el ceñudo Rufino Blanco Fombona, seres unidos a Lecuna por la misma comunión: el amor a Bolívar.

Se ha tildado al Dr. Lecuna de intransigente en su devoción bolivariana. Pero se olvida que sin pasión, a base sólo de cálculo y timidez, no es posible hacer una obra grande. Además, a un hombre del temple y el carácter del Dr. Lecuna no se le podía pedir, ni cabía esperar, que permaneciese frío o impasible ante lo que él creía sucio o injusto. Sus reacciones, por otra parte, son paralelas y proporcionadas a la energía que aplicó a su proyecto de restablecer la recta interpretación histórica. Ningún otro historiador podría haberse hecho intérprete de la íntima protesta formulada por el Libertador, cuando en pleno declive de su   —289→   vida, cercano a la muerte, le escribe desde Fucha a Joaquín Mosquera el 8 de marzo de 1830:

Mi aflicción no tiene medida porque la calumnia me ahoga, como aquellas serpientes de Laocoonte.



Al compartir el dolor de Bolívar, acaso el Dr. Lecuna cargó la mano en su intransigencia, pero entiendo es una postura que debe agradecérsele y desde luego entenderla y justificarla, porque siempre estuvo impulsado por miras generosas hacia la justa exposición de la verdad. Hay que comprender hasta qué punto el error mendaz o el ataque solapado había de suscitar la indignación de quien se sentía identificado con la majestad del objeto de sus amores. Con sus replicas se convirtió en el más famoso de los polemistas del continente, admirado y temido por la fuerza de sus argumentos que expelía con poderosa catapulta contra quien intentare mancillar la memoria de Bolívar. El trabajo silencioso no le impedía el salir a la palestra.

Esta imagen del Dr. Lecuna debe, sin embargo, unirse a un rasgo que a mi juicio, constituye un timbre de honor para su nombre. Siempre estuvo dispuesto a rectificar cualquier afirmación suya, si se le planteaba una opinión distinta con razonamientos convincentes. He sido testigo de varios casos en los cuales el Dr. Lecuna confesó con grandeza de alma que se había equivocado. Es un digno y honesto modo de servir la verdad, ¡sobre todo en quien goza fama de intolerante absoluto!

***

La obra ejecutada en su vida por el Dr. Lecuna estuvo a la par del difícil compromiso que contrajo consigo mismo, al emprender desde su juventud la ardua misión de colocar el conocimiento y la comprensión de la figura de Bolívar sobre nuevas bases documentales y emprender con nuevos enfoques la interpretación de los hechos biográficos, particularmente, los correspondientes a la gesta guerrera. El talento, la voluntad, el sentido de patria y su fabulosa capacidad de trabajo se coordinaron para dar remate a tan magnos fines. Ahí está su obra, que ha unido para siempre el nombre de Lecuna a una idea: la verdad en Bolívar. Acaso podrán mejorarse algunos detalles, contemplados con nuevos elementos, inéditos, vistos con ojos de crítico, pero el legado de Lecuna se erige como una inmensa mole, de cimientos inconmovibles, sobre la cual hay que apoyarse para proseguir los estudios bolivarianos. Tal es la lección viva que cabe deducir de su magisterio, que ha de recibirse por las generaciones venezolanas, actuales y futuras, como legítima admonición para preservar la heredad recibida de los ancestros. En nuestros días, cuando vemos relajarse las fibras de la conciencia colectiva y la desorientación se enseñorea de individuos y sociedades, es acaso más urgente que volvamos los ojos, la mente y el corazón hacia figuras como la de Vicente Lecuna para ser dignos legatarios de tan rica herencia.

He tenido múltiples experiencias con jóvenes venezolanos estudiosos del pasado nacional al recomendarles la lectura de Lecuna. Siempre he recogido los mismos resultados: la sorpresa, asombro y admiración ante   —290→   la obra enorme, de amplio horizonte y de profundidad en los detalles, realizada por Lecuna. La Fundación que lleva su nombre ha realizado con sus ediciones una labor admirable, pero creo que sería muy conveniente que en nuestros planteles de enseñanza se hiciesen conocer sus escritos, en especial los últimos, los de los años postreros de su existencia, en los que afortunadamente pudo sistematizar las investigaciones monográficas y parciales que había ido elaborando a lo largo de muchos años. Me refiero a la Crónica razonada, a Bolívar y el arte militar, y al Catálogo de errores y calumnias, estas dos últimas inconclusas, pues la vida no le dio para darles el último toque. Diríase que han quedado como una invitación abierta para completarlas.

En verdad, el mensaje que nos dejó merece ser meditado por las gentes que deben respeto y gratitud al Libertador. Vale decir, América entera. Estoy persuadido de que el contenido espiritual que bulle en cada una de las páginas del Dr. Lecuna, tanto como en las restantes tareas cumplidas en pro de la memoria de Bolívar, debería adoptarse como norma activa en la educación de los pueblos americanos, como una de las bases del nuevo humanismo que anda buscando el continente, puesto que la suma de las enseñanzas bolivarianas espera todavía que sea convertida en doctrina de conducta y en norma de convivencia.




Estimación

A medida que se profundiza en cuanto hizo y en todo cuanto escribió Lecuna sobre temas bolivarianos, aumenta la admiración por el saber acumulado y por la digna actitud con que acometió todos sus trabajos.

El Dr. Cristóbal L. Mendoza albacea y devoto continuador de su ejemplo, considera a Lecuna como un apóstol predestinado a la empresa bolivariana, y Augusto Mijares lo ve como un paladín «de lo que no interesa a nadie, de lo que está olvidado y no debe ser olvidado», pues se propuso «la reconstrucción moral de Venezuela que debía surgir de una valorización de su historia sin el pesimismo maldiciente y blasfematorio». Interpreta muy agudamente la significación del trabajo de Lecuna:

Las obras que se hacen día a día, empecinadamente, aprovechando cada momento para acarrear algo de material, adelantar el trabajo del día siguiente o perfeccionar el del anterior; y sólo al final es cuando el hermoso e imponente conjunto se hace visible para el público y se adivina que aquella empresa, además de su maravillosa tangibilidad, es signo de un gran espíritu que en ella se fue expresando.



En su poema a la epopeya americana otro gran venezolano, Andrés Bello, contemporáneo del Libertador, comparó a Bolívar con el Samán de Güere, en tanto que como poeta renunciaba, por creer débil su voz, a cantar la gloria que en el «cielo se sublima». Un siglo más tarde, el Dr. Lecuna decide dedicar sus poderosas fuerzas a reverdecer este samán con su cultivo amoroso y a libertarlo de parásitos y yerbajos, para que   —291→   vuelva a relucir limpio, claro y esplendente, «de las vecinas gentes venerado».

Caracas, 1970.






ArribaAbajo3. Rómulo Gallegos (1884-1969)


ArribaAbajoI. «La Alborada»


Significación de un dibujo titular

Tengo muy presentes las reiteradas explicaciones que de viva voz me había hecho don Julio Planchart respecto a la vida de La Alborada, la revista que se editó en Caracas durante los tres primeros meses de 1909. Aunque del periódico aparecieron únicamente ocho entregas había formado conciencia de «generación» en sus protagonistas: Henrique Soublette, Rómulo Gallegos, Julio Rosales y Julio Planchart. Al grupo, ya en marcha, se incorporó Salustio González Rincones, quien usó el anagrama «Oral Susi» para firmar algunas de sus publicaciones (combinación de las letras del nombre Salustio).

Unidos por la coincidencia de preocupaciones y de anhelos en el «dolor de patria», los integrantes del equipo dirigente de La Alborada tenían en 1909, casi la misma edad: Gallegos, 25 años; Planchart y Rosales 24; y Soublette, 23. Este último, fallecido prematuramente, en Caracas en 1913, no tuvo tiempo ni oportunidad de dejarnos por escrito la memoria e interpretación de la revista y de sus propósitos. Los otros tres, sí. Planchart la explicó en 1944 en su artículo sobre «Jesús Semprúm» (Cf. Temas críticos, Caracas, 1948, pp. 384 ss.); Gallegos, en 1949, en su «Mensaje al otro superviviente de unas contemplaciones ya lejanas» (Cf. Una posición en la vida, México, 1954, pp. 374 ss.); y Rosales en su «Evocación de «La Alborada«» (en: Revista Nacional de Cultura, n.º 135, Caracas, julio-agosto de 1959).

Transcurrido más de medio siglo desde su publicación en 1909 La Alborada, si bien breve en existencia y de poco volumen su colección (128 páginas), tiene ya en la historia de las letras venezolanas de nuestro siglo su propio lugar y su precisa valía. Son numerosos los estudios que se han dedicado a desentrañar el alcance de la obra llevada a término por el grupo juvenil que al finalizar el régimen de Cipriano Castro (diciembre de 1908), creyeron llegado su momento para intervenir con nuevos alientos en el destino de Venezuela.

Julio Rosales nos habla en su «Evocación» de cómo los «alborados» iban solidariamente unidos, «en un reducto cerrado para encelar la misma fe patriótica, para incubar la misma esperanza en un mañana independiente   —292→   y honroso». Este sentido promisor, de perspectiva hacia lo futuro, con su tanto de rebelión juvenil está constantemente de manifiesto en las columnas de la revista y ha sido subrayado por todos los críticos e historiadores que se han ocupado de La Alborada. Basta releer el primer artículo editorial, intitulado Nuestra intención (sin firma, por consiguiente, de la Redacción), para darse cuenta del estado de ánimo de sus pilotos y de los fines de la publicación. He aquí algunas frases: «Salimos de la oscuridad», «la presión de aquella negra atmósfera», «nuestro oscuro pasado», «nuestro silencio nos da derecho a levantar la voz», «estamos un tanto deslumbrados», «desde nuestra oscuridad», «no podíamos hablar ni movernos», «una vez desahogados», «al ver apuntar en su horizonte la alborada de esperanza», «en la hora del despertar», «hemos acumulado actividades y nos encontramos en la precisión de espaciarlas; aspiramos a tomar siquiera una pequeña parte en la tarea de redención y de justicia», «al comenzar nuestra faena, bajo la clara luz de la Alborada», etc.

La monarquía literaria, en la Caracas de 1909, la ostentaba El Cojo Ilustrado, contra el que echan sus dardos desde La Alborada (Cf. «De la Prensa», en el n.º II): «... El Cojo padece de la insuficiencia que naturalmente tienen que sufrir los periódicos de su índole en estos tiempos en los cuales tratándose de literatura son más malos que los buenos escritores». Y en el n.º VI: «Supremo ideal para nuestros jóvenes ha sido y es El Cojo Ilustrado, llegar hasta allí es aspiración de muchas vidas literarias, de allí es que algunos lo consideran como aristocrático... (pero... medroso siempre no estampan claridades en el papel, venga luego lo que viniere... Para críticos: valor y sinceridad, si no, esconder su pluma o distraerse escribiendo en octosílabos endechas a las flores o a los pájaros».

La rebeldía está patente y proclamada. Aunque luego, al terminar su existencia La Alborada por imposición oficial -como lo narra julio Planchart-, la redacción, en bloque, aparece como colaboradora de El Cojo. Es un caso admirable de solidaridad entre escritores, en la que sospechamos no habrá estado ausente el sereno y equilibrado espíritu de Pedro Emilio Coll, colaborador en ambas revistas.

Pero no es este el tema de esta nota.

***

La Alborada inicia su publicación el 31 de enero de 1909, como periódico semanal. En su primer número constan como «Directores«: Henrique Soublette y Julio Planchart.

El dibujo titular, firmado por Cortés, representa la aurora, con el sol naciente al fondo de un perfil de un monte (el Avila), y una silueta de ciudad (Caracas), con una campana, estática en su espadaña, de construcción algo maltratada por el tiempo. Lleva como lema: «Sustituir la noche por la aurora», frase de un poeta argentino.

En el número II (14 de febrero), el dibujo encabezador de La Alborada es el mismo, pero aparece identificada ya toda la plana de Redactores: Julio Rosales, Julio Planchart, Henrique Soublette y Rómulo Gallegos.

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En el número III (21 de febrero) hay una transformación importante en la diagramación de la revista. El dibujo titular de Cortés desaparece y es sustituido por otro firmado por A. Uzcátegui. La campana ya no es estática y se convierte en elemento principal. Está representada en movimiento, impulsada por un robusto brazo, que trae enrollada la cuerda con que voltea con fuerza la campana. Esta cuerda forma la orla que enmarca y cierra el dibujo, dentro del cual figuran en medallón o sello los nombres de los cuatro Redactores, formando el círculo del medallón. Al lado derecho dentro del marco cerrado por la cuerda, consta el lema del periódico: Sustituir la noche por la aurora. Al lado izquierdo, en proporciones más reducidas, está el dibujo de la aurora, en otra concepción: la salida del sol tras el monte Avila y el perfil de la ciudad de Caracas, más preciso, pues se identifica claramente la fachada de la Catedral, como si se hubiese grabado un pergamino, algo arrollado por los extremos.

Este dibujo y la disposición de la cubierta se mantendrá hasta el n.º VIII, último de la revista. Hay una sola variación gráfica digna de nota. Desde el n.º III se estampa un subtítulo: Crítica Social-Política-Económica-Literaria, etc. Pues bien; a partir del n.º IV, la palabra Crítica se imprime en caracteres más negros y en cuerpo mucho mayor, como si se quisiese destacar el fin primordial de La Alborada: la claridad y valentía en la manifestación de las opiniones.

Creo que la transformación y cambio del dibujo titular de La Alborada tiene su propia significación.

En primer lugar, se opera la trasmutación desde el n.º III, o sea cuando la Redacción está integrada por todos sus redactores: Gallegos, Soublette, Planchart y Rosales. Junto con el nuevo diseño surge la proclamación de principios: Crítica Social-Política-Económica-Literaria, etc., que se reafirma luego al subrayar la palabra Crítica.

Además, la concepción del dibujo pasa de una representación estática (números I y II) a la energía de acción, con el movimiento impreso a la campana en rebato, como si se quisiese indicar que la llamada, el mensaje del periódico se esparcía a los cuatro vientos, por todo el país, para que fuese oído por los lectores que compartiesen la esperanza de una nueva aurora. O para que despertasen en la alborada de tiempos renovados. En el primer dibujo, la aurora simplemente nacía; en el segundo, se despertaba a los compatriotas al nacer el día.

Vista en su conjunto la nueva disposición de los elementos integrantes del segundo dibujo titular de La Alborada cobra una auténtica significación simbólica, muy de acuerdo con el espíritu de sus colaboraciones, que son analíticas, agresivas y llenas del coraje con que se manifiestan las convicciones juveniles cuando se han meditado y se sostienen como soluciones inaplazables en la vida de un pueblo.

Todo ello constituye una simbolización, si se quiere algo ingenua, pero respetabilísima cuando va amparada por la noble ilusión de hacer compartir la verdad que se trae en el alma en los días de juventud. El grupo de La Alborada, integrado por hombres entre 23 y 25 años, irrumpía en la vida nacional, en el instante en que se veía propicia la   —294→   comunión de las ideas que iban a orientar la sociedad hacia nuevos rumbos.

El símbolo empieza ya en la denominación: La Alborada. Todo el contenido de sus páginas (Editoriales, artículos, poemas, versiones al castellano de prosas y versos, reproducciones, sueltos editoriales y los comentarios a la prensa), va dedicado a los ciudadanos de un momento esperanzador. Y así lo han interpretado unánimemente los estudiosos de la historia del pensamiento venezolano.

Juzgo que en el lenguaje del dibujo titular del periódico se ha querido decir lo mismo: con los símbolos se ha manifestado el deseo de que la aurora de este primer trimestre de 1909 no se viese defraudada. El segundo dibujo lograba más rotundamente la expresión de la idea.

***

Es más; en la novelística de Rómulo Gallegos se ha señalado como nota fundamental el que elabora símbolos, con valor didáctico, ejemplar, para la vida venezolana. Sus creaciones narrativas son la corporeización, en personajes y en argumentos, de concepciones algo intelectualistas, de valor educativo: Doña Bárbara, Canaima, Cantaclaro, La Trepadora, Sobre la misma tierra, Pobre Negro, etc. O sea, el llano, la selva, el cantar, la vida en el campo, el petróleo, Barlovento, etc.

¿Reinaldo Solar no es Henrique Soublette?; y el pensamiento íntimo de dicha novela ¿no es el ideario de La Alborada?

¿Por qué no nos será dable ver en el cambio del dibujo titular de La Alborada el símbolo de los propósitos de una generación?

Dice Gallegos en el Mensaje al otro superviviente de La Alborada:


    Yo escribí mis libros con el oído
puesto sobre las palpitaciones de
la angustia venezolana...



¿Y no es expresión de angustia el rebato de la campana, impulsada por el brazo que sostiene la cuerda en el segundo dibujo titular de La Alborada?

1967.





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ArribaAbajoII. De la novela en América

En el Viejo Mundo son los pueblos y los matices de su civilización los que dan al cuadro su principal carácter; en el Nuevo Mundo, el hombre y sus producciones desaparecen por decirlo así en medio de una gigantesca y salvaje naturaleza.


Alejandro de Humboldt                


Si la naturaleza se opone, venceremos también a la naturaleza.


Simón Bolívar                


Los personajes de Don Segundo Sombra, Doña Bárbara y La Vorágine sienten la vida desesperadamente porque son hijos de la Naturaleza. Los tres están prontos a dejarla en medio del camino como una alforja inútil.


Juan Marinello                



I

Es bien sabido que en todas las literaturas aparece tardíamente la novela y aun en algunas no se cumple la total evolución hacia la obra superior derivada de las primitivas narraciones, hasta el punto de que ha podido ser considerada la novela como típica expresión de madurez de la denominada cultura occidental: del Renacimiento hasta nuestros días.

En la reflexión de tal hecho se me ocurre su posible explicación en las causas que anoto seguidamente, en forma esquemática, sin la urdimbre definitiva, sino simplemente como resultado de meditaciones que no han alcanzado en mi ánimo valor de pleno convencimiento; ni tienen, por ahora, en mí mismo, la total argumentación dialéctica para apoyar y trabar los supuestos en que se basan. Así, como intuición más que como dictamen concluyente y documentado, quiero exponer a mis lectores unas cuantas ideas al respecto.

Me interesa, por otra parte, como disquisición previa, discurrir sobre tal tema, para contemplar luego la presencia y el carácter de la novela en la cultura americana.



  —296→  
II

El género novelístico es exponente de afinado sentido crítico y creador en todas las culturas. A mi entender, podría trazarse un paralelo de equivalencia, en lo que a este punto concierne, con el teatro. Las formas dramáticas y las narrativas, extensas, en prosa, se nos dan en obras literarias que encontramos únicamente en civilizaciones ya evolucionadas a lo largo del tiempo, que han seguido extensa e intenso proceso evolutivo en su propia formación. Los valores humanos recreados, de que tanto uno como otro género precisan, van acompañados de un hondo sentido crítico, revisionista y analítico, algo así como el requerimiento que los espíritus acuciosos de un medio culto, realizan y exigen a los signos de su propia cultura. Lógico es, consecuentemente, que se nos muestren como síntomas de civilización perfeccionada, o, por lo menos, de dilatada tradición. En el teatro se nos aparecen o reaparecen los hechos, los acontecimientos, los análisis de la vida -en cuanto es acción y movimiento, gesto y diálogo- de los seres humanos incorporados a las tablas, movidos por el artista que aprisiona en esta forma sus observaciones o la concepción de sus ideas personales.

En la novela, el motivo central radica en el tipo humano, en la riquísima y varia gama de sus sentimientos -toda amorosa, la llama Menéndez Pidal-, y en la minuciosa disquisición de su complicada existencia interior, operando en su mundo o en el que confecciona el narrador. La novela, ya sea evasión de un mundo pluriforme, ya como especulación de la realidad, necesita siempre un antecedente complejo y denso en la historia anterior, que justifica, a mi modo de ver, su constante aparición en épocas de rico contenido pretérito. Tal antecedente podría formularse como sigue: el novelista requiere un vasto y copioso volumen de tipos humanos, sobre los cuales edifique su propia obra. Y, por otra parte, el escritor-novelista debe tener su ánimo, para tal contemplación, ungido en sazonado criterio humanista, para penetrar profunda y aceleradamente en los actos de la historia del hombre.

De ahí que la novela moderna nazca en Europa, en sus primeros balbuceos, a fines de la Edad Media; y se complete magníficamente, a partir del Renacimiento. Asimismo, por idénticas razones, redondea su pujanza en la llamada civilización de occidente, en el transcurso del ochocientos, cuando llega a su cenit la maravillosa trama de la sociedad europea, plena en densidad e inagotable en la variedad de sujetos novelables: individuos con perfiles sumamente personalizados en un medio apto a todas las formas de vida.

También se nos explica que sea en España donde la novela aparezca en la última Edad Media y en los primeros siglos renacentistas, por ser en la Península el lugar en el cual se da -por esos tiempos- la más estupenda variedad de personas y personajes. Asimismo, debía ser en Francia, en la Francia del complejo y completo siglo XIX, donde brotara la brillante floración de la novela realista que tanta influencia ha ejercido en el mundo moderno.



  —297→  
III

Y ciñamos ahora nuestras consideraciones a América. Los términos de mi tesis se encuentran en tal punto un poco dislocados. Los criterios usados, de mesura, habituales para la cultura occidental, no nos sirven, ni para las estimaciones de distancia, ni para las valorizaciones humanas, ni para considerar los factores existenciales. La naturaleza, mejor la Naturaleza -así con mayúscula- se impone mayestática sobre el elemento hombre, con una potencia arrolladora y decisiva. La novela americana forzosamente ha tomado otro rumbo en abierta disparidad con la gran obra narrativa europea, hecho éste que me parece de toda evidencia y rotundidad. En el deseo de aprehender lo americano, desde hace unos años me he dedicado entusiastamente al estudio y conocimiento de la literatura del continente. De lo que conozco, creo válida una primera deducción, en cuanto a la novela concierne, y es que las grandes novelas de América -las que dan la tónica o son exponente de las demás creaciones novelísticas- han rectificado el concepto tradicional de dicho género. Ya no es el hombre, ni siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de la novela americana. Sus grandes personajes son «vitalizaciones» de la Naturaleza, grandes símbolos que reencarnen lo que podríamos llamar, con Felipe Massiani, la geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes, en la vida del continente. Los tipos humanos quedan reducidos a simples accidentes; sus acciones viven apagadas a la sombra de acontecimientos geográficos más influyentes y definitivos, los cuales intervienen en una suerte de existencia y dinamismo imponentes. Repásese por ejemplo la significación de algunas obras, como La vorágine, de José Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes; Canaima, de Rómulo Gallegos (más lograda que Doña Bárbara para mi gusto); Raza de bronce, de Alcides Arguedas; Canaán de Graja Aranha; Gaucho florido, de Carlos Reyles; Los de abajo, de Mariano Azuela; e inclusive El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, último eslabón -felizmente por ahora, nada más- de la serie de grandes novelistas americanos, y en todas ellas podrá encontrarse este rasgo esencial, que constituye médula y ser de dichas obras. Son la Selva, el Llano, la Pampa, el Ande, las auténticas figuras de tales libros, convertidas todas ellas en seres protagonistas con capacidad de obrar y decidir de manera mucho más viva e intensa que la serie de tipos humanos esparcidos en las referidas novelas. Los seres vivos, entre ellos los hombres, dan la sensación exacta de pulular en un mundo más poderoso que su propia voluntad.




IV

Seguramente por esta razón nos suenan a hueras y vacías las relaciones de las crónicas renacentistas españolas, porque los cronistas no supieron reemplazar adecuadamente las medidas proporcionales y estimativas, buenas para el hombre y las cosas del Viejo Mundo, pero inservibles al hallarse situados en horizontes de una infinitud y grandiosidad   —298→   inabordables para las mentalidades que se habían hecho a costumbres y a ideas útiles y utilizables en distintas latitudes. Por esto mismo nos apasionan única y realmente las obras que contienen relatos geográficos: historia de ríos y de países que conservan en la fuerza misma del tema la auténtica razón de ser. La innocuidad de obras como La Araucana, por ejemplo, estriba en que la gente se mueve en un paisaje inadvertido (inclusive el poema se rellena forzadamente con asuntos europeos; Felipe II, Saint Quintin, etc.) cuando, como digo, la ecuación de la novela americana tiene obligadamente que ser a la inversa, no el hombre sobre un paisaje, sino el paisaje más prepotente que el hombre. Y así es.

Por ello también, se nos aclara otro aspecto de la literatura narrativa de la tierra de América: el valor de documento que tiene la novelística continental, como testimonio de este desigual ayuntamiento del hombre con la Naturaleza, eminente suma y resultado de la convivencia de lo telúrico con los seres racionales, minúsculos, impotentes, derrotados de antemano por un mundo ingente, inalcanzable, que no es marco ni fondo de sus gestas, como acontece siempre en la literatura de Europa, sino como intervención descomunal de fuerzas cósmicas, de fenómenos actuantes que empequeñecen, si no anulan, los actos cumplidos por los hombres.

La novela americana es, esencialmente, una manifestación inédita, con temas y motivos extraños a la literatura europea. Podría pensarse en el aspecto épico, o mejor, epopéyico, común a todos los comienzos literarios de las nuevas culturas, pero aún así, en ninguna se nos muestra la naturaleza imperante, tal como sucede en la novelística continental. Es más, creo que las epopeyas clásicas y medievales son justamente de signo contrario: señalan el progresivo dominio del hombre sobre los fenómenos naturales.

Y lo que es más significativo, todavía, es que la naturaleza sigue mandando, domeñando el gesto humano con plena y absoluta intensidad y en forma insistente a medida que con el tiempo se afianzan los contornos de las literaturas nacionales. Desde las formas incipientes del criollismo anecdótico, localista, costumbrístico, de limitados horizontes regionales se ha pasado a las vastas obras noveladas con interpretaciones simbólicas de los hechos naturales, con evidente mengua de la participación humana. En la medida que la pequeña historia del hombre en la tierra ha cedido el puesto a tan impresionante prosopopeya, tenemos la razón de la progresiva singularidad de la novela en América.




V

Veamos algunos fragmentos significativos, escogidos entre algunas de las obras citadas, que nos pueden ratificar la idea de la naturaleza-personaje en actuación absorbente del hombre, del pretendido protagonista humano de la novela americana.

Rómulo Gallegos explica el efecto de «las furias trenzadas»: agua, viento, rayo y selva, sobre Marcos Vargas, protagonista de Canaima. Dice: «Las raíces más profundas de su ser se hundían en suelo tempestuoso,   —299→   era todavía una tormenta el choque de su sangre en sus venas, la más íntima esencia de su espíritu participaba de la naturaleza de los elementos irascibles y en el espectáculo imponente que ahora le ofrecía la tierra satánica se hallaba a sí mismo, hombre cósmico, desnudo de historia, reintegrado al paso inicial al borde del abismo creador». Y la pregunta angustiosa: ¿Se es o no se es?, ante «la fuerza soberana» de la selva en acción.

***

Véase, igualmente, esta cita de Canaán, de José Pereira de Grasa Aranha, novela de emigrantes hacia tierras de América, en el momento en que el protagonista germánico Milkan, ha intentado asentarse en el enorme Brasil. Dice: «... pero en aquel instante de angustia, cuando se examinaba a su vez de más cerca revelábase a sí mismo... Miró el cielo, inmenso, limpio, de una serenidad, de un brillo y de una dureza de cristal, y sintiose extraño a él... Admiró a lo lejos el corte de las montañas, la negrura del bosque, la frondosidad de los árboles... Bajo sus pies, la tierra roja, como empapada de sangre, y de las plantas tenebrosas el perfume que excita... El sosiego del Universo... Todo le era extraño. Él y el mundo, él y todo lo demás, la dualidad, la distinción irremediable»; «... no había entre él y todas las cosas de alrededor la sutil intimidad que nos ata eternamente a ellas, el imperceptible y misterioso fluido de comunicación que hace de todo el mismo ser... Y observaba, con gran desaliento, que el conjunto tropical de país del sol lo dejaba extático, errante e incomprensivo, y que su alma emigraba de allí, incapaz de una comunión perfecta, de una infiltración definitiva con la tierra...» (cap. VIII). Es la derrota presentida al penetrar en la selva (cap. II), frente a la que dice Milkan: «A que el espíritu se siente anonadado por la estupenda majestad de la naturaleza... Nos disolvemos en la contemplación, y por último, el que se pierde en la adoración, es el esclavo de una hipnosis: la personalidad escapa para perderse y difundirse en el alma del todo... La selva de Brasil, es sombría y trágica. Tiene en sí el tedio de las cosas eternas. La selva europea es más diáfana y pasajera, se transforma infinitamente con los toques de la muerte, y la resurrección, que en ella se alternan como los días y las noches... Semejante espectáculo nos priva de la libertad de ser, y al fin nos oprime... Pasamos por aquí en éxtasis, no podemos comprender su misterio...».

***

José Eustasio Rivera, en La vorágine abre la segunda parte de la obra con la siguiente angustiosa invocación:

«¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando sus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos   —300→   angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes ¿por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablaban a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestimable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.

¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hábito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad».



***

Y, por último, este fragmento de la obra de Alcides Arguedas, Raza de bronce:

«Tan fuerte era la visión del paisaje, que los viajeros, no obstante su absoluta insensibilidad ante los espectáculos de la Naturaleza, sintiéronse más que cautivados, sobrecogidos por el cuadro que se desplegó ante sus ojos atónitos y por el silencio que en ese concierto del agua y del viento parecía sofocar con su peso la voz grave de los elementos, única soberana de esas alturas.

Era un silencio penoso, enorme, infinito. Pesaba sobre el ambiente con dolor.

El mismo trinar de mirlos y gorriones, el ajeo estridente de las perdices, el bramar y el mugir de toros y llamas, dispersos en los hondos pliegos de la ladera, contribuían para hacer más sensible la insignificancia de la vida animal frente a aquella enorme mole blanca que cubría el cielo, desafiaba tempestades y parecía amurallar el horizonte infinito, ahogando sus voces sonoras.

Y bajo el esplendor del sol, a la luz cruda del astro vivo, ¡cómo parecía muerto el enorme paisaje!

  —301→  

Únicamente los cóndores osaban mostrarse allí ensoberbecidos por el poder de sus recias alas. Se les veía cruzar a lo largo del monte siguiendo la conformación de sus salientes; pero ¡cuán insignificantes! Diríase que aleteaban con trabajo, impotentes para escalar esas cimas, donde quizás nunca llegará a posarse planta humana...

La tarde fue cayendo dulcemente, mansamente, y la cuesta no llevaba trazas de acabar nunca. A una loma sucedía la otra más alta todavía. Y así, trasmontando cumbres, habían viajado desde mediodía, reposando apenas de un cansancio que desde hacía días venían sintiéndolo, terrible, indomable.

Todo allí era barrancos, desfiladeros, laderas empinadas, insondables precipicios. Por todas partes surgiendo detrás de los más elevados montes, presentándose de improviso a la vuelta de las laderas, saltaba el nevado alto, deforme, inaccesible, soberbiamente erguido en el espacio. Su presencia aterrorizaba y llenaba de angustia el ánimo de los pobres llaneros. Sentíanse vilmente empequeñecidos, impotentes, débiles. Sentían miedo de ser hombres».



Caracas, junio de 1943. (Revisado, julio 1948).






ArribaAbajo III. Una carta inédita de Rómulo Gallegos

El 15 de febrero de 1929, la Editorial Araluce de Barcelona, publicaba la primera edición de Doña Bárbara, la novela que iba a consagrar el nombre literario de Rómulo Gallegos. No era autor desconocido, pues había escrito artículos en la revista Alborada (1909); en 1913, en el volumen Los Aventureros recogió siete cuentos que habían visto la luz en El Cojo Ilustrado, La Revista y Actualidades; en 1920, salió la novela El último Solar; en 1922 las novelas breves La rebelión y Los inmigrantes; y en 1925 la novela La Trepadora.

La historia de la elaboración de Doña Bárbara, así como las circunstancias biográficas de Rómulo Gallegos (1884-1969), han sido suficientemente explicadas. En enero de 1930 residía en Barcelona, en la Rambla de Canaletas, n.º 6, 3.er piso, de donde escribe a Pedro Sotillo (1902-1977), que fue el primer crítico de la novela que había impreso la Editorial Araluce en los talleres de Núñez y Cía., S. en C., sita en Barcelona en la calle de San Ramón, n.º 6, con la cual se inicia la larga serie editorial de la gran narración de Gallegos. Según las afirmaciones de Ricardo Baeza, la mayor parte de ejemplares de esa primera publicación fue enviada a Venezuela.

Funcionaba en España la Asociación del Mejor Libro del Mes, cuya misión fundamental era revelar los nuevos valores literarios. Doña Bárbara fue proclamado el mejor libro del mes de setiembre de 1929, por un notable jurado, compuesto por Eduardo Gómez de Baquero, «Andrenio» (1866-1929), quien lo presidía, Ramón Pérez de Ayala   —302→   (1881-1962), José María Salaverría (1873-1940), Enrique Díez-Canedo (1879-1944), Gabriel Miró (1879-1930), Pedro Sáinz Rodríguez (18971987) y Ricardo Baeza (1890-1956). Realmente, un conjunto de autoridades en la crítica y en el conocimiento del quehacer literario, que enaltecían a cualquier escritor al que concediesen su dictamen favorable.

Es lógico que Rómulo Gallegos recibiese tal reconocimiento con extremada emoción. Doña Bárbara había ya merecido, antes de setiembre de 1929, favorable acogida en comentarios insertos en revistas y periódicos de Caracas. Pedro Sotillo, Fernando Paz Castillo, Ramón David León (1890-1980), Rafael Angarita Arvelo (1898-1971), Julio César Ramos (1901-) y un comentario sin firma, son artículos que aparecen en El Universal, Elite, La Esfera, Fantoches y Cultura Venezolana, entre los meses de abril y mayo-junio de 1929. Jorge Mañach (1898-1961), publicó su primer artículo sobre la novela de Gallegos en el Repertorio Americano, San José de Costa Rica, XIX, 4, de 27 de julio de 1929.

En El Sol de Madrid, de 14 de enero de 1930, Ricardo Baeza, miembro del Jurado, cubano, pero residenciado permanentemente en España, crítico de alta reputación, insertó un artículo en «Los Folletones de El Sol», intitulado Doña Bárbara, en su sección de «Marginalia». El comentario destaca los valores de la obra de Gallegos, a quien apellida «el primer gran novelista que nos da Suramérica y que ha escrito una de las mejores novelas que hoy por hoy cuenta el idioma». Podrá verse en su integridad el artículo de Ricardo Baeza, en el apéndice n.º 2 al presente trabajo.

Es natural que haya dado a Gallegos honda satisfacción, y es también explicable que haya pensado inmediatamente en hacerlo conocer a los fraternos amigos de Caracas. Escribe el 15 de enero de 1930, al día siguiente de la publicación del artículo, una preciosa carta a Pedro Sotillo, quien había iniciado en Caracas la serie de análisis críticos a Doña Bárbara con un artículo inserto en El Universal, de 24 de abril de 1.929. Doy el texto en el apéndice n.º 1.

Esta carta ha permanecido inédita, por lo que a mí se me alcanza, y la reproduzco a continuación:

Barcelona: 15/1/30

Sr. Pedro Sotillo Caracas

Querido Pedro:

Acabo de leer el artículo de Baeza que te envío adjunto, recortado de «El Sol» de ayer y me apresuro a enviártelo porque sé que te causará ese placer de que sólo son capaces los hombres de corazón generoso como tú. Poco más o menos dice Baeza de «Doña Bárbara» lo mismo que dijiste, tú el primero, y si me halaga que fuese aquí -donde se consagran reputaciones literarias- se diga de mi novela lo que Baeza se cansa de decir con una generosidad poco común, más me complace recordar la profunda emoción de tu nobleza, con que te vi leerme tu artículo, que sigue siendo para mí la mayor satisfacción que me ha producido «Doña Bárbara». Esto no te lo había manifestado hasta ahora por defecto s de mi carácter, ni tampoco me   —303→   deja expresarlo como quisiera el poco tiempo de que dispongo -ya para salir a echar esta carta al buzón del vapor; pero tú me conoces y basta.

Ya había recibido una carta de la cual te copio aparte dos párrafos, para que se los muestres a Fernando por lo que de ambos allí se trata. El otro, para que te enteres de que hay musiú en puerta y con perspectiva de libras esterlinas. Ya, si eso cuaja, tendremos oportunidad de celebrarlo. Lo que a ti y a Fernando se refiere es por haberle escrito yo a Baeza que ustedes se ocuparían de la propaganda de M. L. d. M. (Mejor libro del mes).

Dales recuerdos míos muy afectuosos a Vicente, Augusto -que ya recordé lo del «Rubén Darío de la novela» de aquella memorable noche, a Lopillo, etc., y a Fernando y a Julio por si no me alcanzan los minutos para escribirles aunque sean dos letras.

Preséntales también mis más cariñosos a tu excelente viejo y demás familia, incluso naturalmente a tu novia y tú no me tomes a mal que no llegue hasta el final de la hoja y recibe un cordial abrazo de tu afectísimo amigo.

Rómulo

Rambla Canaletas, 6, 3.º B.



La carta no tiene desperdicio. El sentimiento de amistad hacia Pedro Sotillo (1902-1977), «hombre de corazón generoso»; el recuerdo a la primera manifestación venezolana hacia su novela, en escrito que con «profunda emoción de nobleza» le leyó su autor, junto con el elogio a la interpretación que Sotillo hizo -el primero- de su novela («poco más o menos dice Baeza de Doña Bárbara lo mismo que tú dijiste»), justifica la alegría visible en su carta ante el hecho de apresurarse a enviarle el recorte de El Sol para «causarle placer» y retribuirle con su gratitud el artículo de El Universal que seguía siendo «la mayor satisfacción» que le había producido a Gallegos la publicación de su obra maestra. Nobleza de amigo, que le confiesa que «por defectos de su carácter» no se lo había manifestado hasta el momento. Es un gesto que responde al modo de ser sencillo y profundamente humano de Rómulo Gallegos, con hondo sentido del pudor y recato ante las alabanzas a su persona.

Además, extiende Gallegos su recuerdo a los amigos entrañables de su vida en Caracas. Vicente Fuentes (1898-1954), Augusto Mijares (1897-1979), Luis López Méndez («Lopillo«) (1901-), Fernando Paz Castillo (1893-1981), Julio Planchart (1885-1948), a quienes menciona por su propio nombre, para que veamos más claramente la intimidad de la referencia. No olvida a «el viejo», o sea Antonio José Sotillo, padre de Pedro Sotillo, ni a la novia con lo cual redondea el cuadro de sus afectos. Supongo que la mención al «Rubén Darío de la novela» tiene que haber sido un juicio de Mijares, en una «memorable noche» de tertulia, estimación que ve ahora repetida por Ricardo Baeza en su comentario de El Sol, cuando comenta que el ritmo natural de la creación literaria tiene un orden de prelación: la poesía precede a la especulación ideológica y luego surge la novela. Así en las letras hispanoamericanas la sucesión se establece con Rubén Darío, luego Rodó y ahora Gallegos. O sea, que Rómulo Gallegos habría sido visto, como juzgó Mijares, como el «Rubén Darío de la novela».

  —304→  

Lamentablemente no se han conservado los dos párrafos de la mencionada carta de Baeza a Gallegos, que dice haber copiado para remitírselos a Sotillo. Nos queda sin entender la alusión al «Musiú» y a las libras esterlinas. Acaso algún conocedor de la época podrá aclararlo. Creo en el valor testimonial de esta carta de Rómulo Gallegos a su entrañable amigo Pedro Sotillo que nos da una interesante y cabal faceta de la fina sensibilidad y la recia entereza en la personalidad del novelista en el momento de su primer gran triunfo literario lejos de las fronteras de su patria.

1981.




Apéndices

Doy como anexo a esta nota los textos de Pedro Sotillo y de Ricardo Baeza, cuyo conocimiento es indispensable para la recta interpretación de la carta de Rómulo Gallegos.


1. Artículo de Pedro Sotillo




(El Universal, Caracas, 24 de abril de 1929)



Apuntes bibliográficos


Una gran novela venezolana

Rómulo Gallegos. Doña Bárbara (Novela). Casa Editorial Araluce. Calle de las Cortes, 392, Barcelona. Printed in Spain.

I

Caracas, abril de 1929. - La llanura, como el camino de «Kim», es un mundo grande y terrible. Es necesario tener la pupila densa y la zancada muy firme para adentrarse en ella, porque nos echará encima sus mil garfios tremendos, sus mil tentáculos invisibles contra los que nada se puede. La pregunta sacramental de los bongueros del Apure de que nos habla Gallegos, debemos también hacérnosla antes de penetrar en la llanura:

-¿Con quién vamos?

Porque es necesario que vayamos muy con nosotros mismos para que no nos perdamos en ese pedazo de tierra con dimensiones de infinito. Ahora mismo, en este gran libro de Gallegos, en donde la llanura se ha metido a chorreras, debemos apersonarnos de nosotros, afincarnos muy dentro de nosotros, si no queremos ser víctimas de sugestiones terribles. En «Doña Bárbara» se acecha al lector para moldearlo a su gusto, para empujarlo y maltratarlo por el ámbito de esta novela, que   —305→   es también «¡toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad!». Marquemos un ritmo propio, con pie ceñido, al internarnos en la lectura, porque en cada página nos atisba un peligro, nos avizora el autor que se ha superado para hundirnos en el tremedal de su amplitud creadora. El lazo cazador de «Pajarote» silba sobre las cabezas para que no se desmadrinen los lectores. Se corre más peligro que en el río, y está perdido el que no responda.

-¡Con nosotros! -a la pregunta sacramental: -¿Con quién vamos?

II

La juventud plena de Rómulo Gallegos, juventud de mayoridad creadora, empieza a dar sus mejores frutos. Gallegos ha sido el escritor que cada día se supera, que avanza sobre sí mismo y multiplica sus excelencias. Este avance victorioso, este paso de vencedores se inició bajo el alba espléndida del «El último Solar». Nunca hemos podido hablar de Gallegos sin referirnos a este libro, prodigioso de enseñanzas y de anunciaciones, verdadera mina de libros por la amplitud venezolana que abarca. Y quede lo venezolano sin sentido de estrecho localismo.

Pero ya Gallegos es el gran escritor realizado. Acaso el más realizado de los escritores venezolanos contemporáneos. Sin disputa. «Doña Bárbara» está por encima de cuantas novelas han sido publicadas en esta tierra, por el formidable bloque humano que abraza. Humanidad poderosa, acaso un poco sin desbastar, por lo lejana que se encuentra tanto en el espacio, como en el tiempo, pues discurre por las llanuras distantes y se refiere a un momento de aquella vida del que en la actualidad sólo quedan vestigios. El aliento renovador de la vida moderna ha cambiado los personajes, las intrigas, aun el paisaje.

Es necesario tomar muy en cuenta el estilo de Gallegos. Está él tan lejano del afeminamiento claudicante y maquillado de los llamados «estilistas», creadores de una deliciosa y coquetona literatura de budoir, como de la desgarbada, la contrahecha indiferencia de los profesionales del antiestilismo. Su estilo es ágil y claro. La agilidad es esencia moderna y la claridad raíz clásica.

Gallegos es uno de esos escritores netamente hombres, incapaces de sumirse en el deleite de una epidérmica fantasía. Siente el arte como una realidad, como una realidad superior en donde florecen los más altos fervores humanos. Esta realidad puede a veces (¿siempre?) resultar áspera, desolada, terrible; pero en todo caso cruzará por encima de ella un soplo de mágico lirismo. Se acusa así la perennidad de la finura y de la bondad en los espíritus esforzados, aun en la amargura del choque cruel.

De toda la obra de Gallegos, fuerte, sana, como una mano de hombre abierta, se desprende un sagrado horror a todo virtuosismo, y de manera muy especial a los extremos de la vaciedad palabrera o de la crudeza sistemática, genitora ésta de un falso dramatismo que alindera con los predios del folletín.

  —306→  

¿Criollista? Sí. Totalmente criollista. Pero sin nexos con ese puro galimatías de lenguaje que algunos han pretendido hacer cosa primordial en toda aspiración vernácula. Criollista por la heroica comprensión de todo lo nuestro, por el buen compadrazgo en que anudan el autor y cada uno de sus personajes, por la emanación de Venezuela que se escapa de cada página.

«Doña Bárbara» tiene todos los trazos de una epopeya. Es un libro valiente, digno de un gran escritor, que se enfrenta a su concepción con serena impavidez, seguro de que es de él y de que puede dominarla.

Cada personaje, cada pasaje, cada incidente se incorpora ante nosotros con una subyugadora e imprevista virginidad. Cualquier detalle es un hallazgo, porque Gallegos acierta para las cosas corrientes «el lado nunca visto que nos la renueva, nos las recrea mágicamente».

El paisaje está visto con pupila certera, y luego se desenvuelve en sus líneas sobrias, precisas. La acción va con el paisaje, remando por la novela. Ambos tienen igual fuerza, idéntica calidad de personajes. Y ellos, acción y paisaje, son la llanura, realidad máxima, misteriosa, omnipotente, en la que siempre hay demasiado espacio para la pobre vida.

III

Es maravillosa esta epopeya de la llanura contra el hombre. Esta atrae con su blando son de palmares, con sus pajonales inclinados como jinetes lejanos al denso empuje de las brisas. Sus palmeras distantes nos hacen señas, seguras de aprisionarnos, si llegamos a internarnos por uno de esos caminos, de «los diez mil caminos que tiene el llano». Terrible esta pelea de la llanura absorbente, deslumbradora y tiránica que ha estirado su acechanza sobre la mitad de la tierra venezolana. Ha sido necesaria recortarla, reducirla, fragmentarla, para librar a sus hijos, a todos los hombres, de su imperio y de sus hechicerías, porque es recta como el concepto de Dios y solapada y maligna como una bruja. Ella se va recogiendo lentamente hacia las tierras desconocidas y de las comunicaciones rápidas. Al fin se hundirá como una bestia, más allá de los bosques del Sur.

La llanura espera a los hombres para moldearlos a su gusto, y como es bárbara, los moldea en barbarie. Todos van allá en son de conquista y desde que se afincan en su tierra empiezan a ser sus esclavos.

Allí la vida es airosa y esforzada, y ello contribuye a que sea su atracción más intensa. Sobre los restos de los planes o sueños de conquista o transformación, levanta la llanura su banderola indómita y salvaje, con una seguridad a la par retozona y fatalista.

«La devoradora de hombres», la llama Gallegos. Pero una devoradora espléndida y maravillante. Muy distinta de la otra: la devoradora torva, ensimismada y prudente que se come los espíritus y se come las carnes; muy distinta de la ciudad engreída e hiperestésica que tambalea sus torres, abismada de sensualidad e hipocresía.

La verdadera conquista, la verdadera transformación debe empezar en la llanura después de la batalla, después de la lucha y del triunfo, en el momento en que se abre el panorama ante el doctor Luzardo,   —307→   después de la fuga de Doña Bárbara y Mister Danger, hundidos en la derrota... con sus sueños informes y atropellados en desbandada, sus rudos sueños acariciados y fortalecidos en la soledad de los bosques milenarios e inéditos del Sur, o en el tropel de dureza y de ambición que se alarga, a la sombra rectilínea de los rascacielos, o bajo el arco de los puentes gigantescos, en las urbes babélicas del Norte.

IV

Los personajes de Gallegos son de una maestría insuperable. Ellos agarran la atención de los lectores y se echan a andar, llanura adentro. El autor va cabalgando con ellos en las horas tendidas de los días llaneros. Con algunos ha llegado a intimar, de manera que, en ocasiones, se confunde con ellos. Ya le vemos intencionando la frase con un matiz típico del medio que describe, ya echado a discurrir con un sabor y un sentido que le comunican sus personajes.

Libro fuerte y melancólico como la vida misma de los hombres de Los Llanos. ¡Los trabajos rudos, los trabajos que más parecen empresas guerreras, en los que a cada paso se expone la vida y se vencen peligros de muerte! Gallegos no es el analista de celo menudo y de ridícula ineficacia. El capta la vida en su totalidad, en todos sus aspectos esencialmente vitales, en su belleza inmensa y en su intimidad. Y su libro es la obra completa, la obra exuberante del escritor efectivo, del artista en grande que sabe hablar a la humanidad.

A veces nos lanzamos con los trajines del día, sudorosos y con la cara abierta a la sabana sin límites como el cielo mismo. ¡Y viene la doma, y viene el rodeo, y vienen los amansadores, y la hora del peligro, y la tremenda hora del hombre! Y luego en los caneyes, o encaramados en los travesaños de los corrales, en pausada tertulia primitiva, bajo la luna espléndida, mecidos por las brisas refrescantes de la noche, viene el recuerdo del «familiar» y de todo el mundo extraordinario de «las veladas de la vaquería».

Y Gallegos se contagia. Tiene una íntima simpatía por todos aquellos muchachos sabaneros, y escribe con un rudo candor lírico, que ya hemos visto estremecer los pasajes y los cachos de «Pajarote», el del sufridor que es la fuerza del llanero, o de Carmelito el taciturno, o de María Nieves, el cabestrero sin rival que con idéntica seguridad doma los potros y doma los ríos. Milagro de gran escritor; milagro que quizás no entienda de un todo el personal de la bomboniere intelectual que quiso castrar el arte venezolano.

La corriente lírica que va desde la primera hasta la última página, es ancha y poderosa como los ríos de la llanura. Y así la calidad poética es otra alta excelencia en este libro multimillonario en fantasía, en certeza de expresión, en multiplicidad de caracteres.

V

Hay en América tres libros de vasto renombre y amplia vena vital junto a los cuales, indudablemente, colocarán los críticos a «Doña Bárbara». Se trata de «Canaán» de Graça Aranha, «La Vorágine» de Rivera   —308→   y «Don Segundo Sombra» de Güiraldes. Con respecto a ellos ¿qué sitio será asignado al libro de Rómulo Gallegos? Acaso alguna crítica urgida destaque, en cada uno de los tres primeros, sectores de excelencia insuperables; pero por encima de ellos estará el libro venezolano, de técnica más completa y mucho más rico de creaciones novelescas. Los caracteres totalmente realizados en «Doña Bárbara» sobrepasan a la suma de los realizados por el brasilero, el colombiano y el argentino. El radica humano de nuestro libro supera en mucho al de los otros.

Queremos en estas apuntaciones volanderas dejar asentado lo anterior, no por prurito de dogmatizar, sino porque se trata de tres libros maestros de la literatura americana con los que deseamos se haga cuidadosa confrontación, pues estamos en la orgullosa seguridad de que a «Doña Bárbara» será honestamente asignado el balance favorable.

Con su libro se coloca Gallegos en primera fila entre los auténticos escritores representativos del Continente. Sus nuevas obras lo mantendrán en el sitio de elección, lejos de las hornacinas donde la mayoría de nuestros consagrados deja pasar los años, en la difícil digestión de la pródiga ración de laureles que empezaron a engutir desde la publicación del precoz soneto o de la primera joya de prosa antológica.

Se va Gallegos tierra afuera, en el corcel de la fama.

¡Denle mundo a «Doña Bárbara»! Nosotros nos quedamos en el maravilloso tremedal del libro: con el pensamiento y el corazón perdidos en la llanura inmensa y terrible, la de hoy y la de los días de Doña Bárbara, cuando abrieron nuestros ojos a la vida. Quizás a la llanura vayamos un día en busca de una madre y nos salga al paso la devoradora implacable. ¡Llano inmortal, tierra del esfuerzo y de peligro! ¡Oh! sí Rómulo Gallegos: «la llanura es bella y terrible, a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad; como la fiebre de sus esteros.

«El Llano enloquece y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado, en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del cacho, en la bellaquería del pasaje, en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor; ‘primero mi caballo’. ¡La llanura siempre!».

PEDRO SOTILLO






2. Artículo de Ricardo Baeza

(El Sol, Madrid, 14 de enero de 1930)



Folletones de «El Sol»


Marginalia


«Doña Bárbara»

Permítaseme para empezar que aproveche la ocasión pro domu nostra apuntando la positiva eficacia de la Asociación del Mejor Libro del Mes en lo que desde el punto de vista literario constituye quizá su finalidad cardinal: la revelación de nuevos valores. Es seguro que tarde o temprano la obra de don Rómulo Gallegos se habría impuesto a la atención del público. Por desgracia, no andamos tan sobrados de buenas novelas para que una de la categoría de «Doña Bárbara» pudiera quedar definitivamente inadvertida. Pero desconocido aún por completo en nuestro medio literario, forastero y sin críticos amigos, ¿quién podría decir el tiempo y los libros que habría necesitado el señor Gallegos para que los lectores españoles reconociesen lo que ahora, súbitamente y a las pocas semanas de su aparición, les descubre con su fallo la antedicha Asociación?10

Cuando el jurado de ésta señaló «Doña Bárbara» como el «mejor» libro de setiembre, sólo sabía de don Rómulo Gallegos que era venezolano, por lo que de la novela en sí se desprendía, y que no era un autor enteramente novel, ya que en la anteportada de aquella figuraban como obras del mismo otras dos novelas: «El último Solar»y «La Trepadora», un tomo de cuentos, «Los aventureros», y un drama: «El milagro del...»; obras que es de esperar no tarde en ofrecernos alguna editorial española. Después han venido a añadirse a aquel vago conocimiento algunos datos respecto a la persona, según los cuales el señor Gallegos sería un hombre joven, alrededor de la cuarentena, pedagogo profesional y autor ya conocido y estimado en su país.

Pero, por mi parte, lo esencial y lo único que realmente importa   —310→   ya me lo había revelado abastanza la lectura de «Doña Bárbara»: que el señor Gallegos es el primer gran novelista que nos da Suramérica y que ha escrito una de las mejores novelas que hoy por hoy cuenta el idioma.

No quiero decir con esto que las letras suramericanas no nos hayan dado algunas obras estimables en el sector de la novela -afirmarlo sería una injusticia con escritores como Barrios, Lynch, Gálvez, Carrasquilla-; pero no cabe duda de que aun no nos había dado ningún novelista de gran envergadura ni que estuviera con respecto a la novela castellana en la relación que Rubén Darío con respecto a la poesía y Rodó con respecto a la literatura especulativa (siquiera mi afición particular por este híbrido filosófico de Maeterlinck y Samuel Smiles sea bastante moderada). La mayoría de las novelas suramericanas, o bien eran simples pastiches de la europea, como «La gloria de Don Ramiro», la más conspicua del género, o bien, cuando trataban de asuntos típicamente americanos y acudían a la cantera nacional, no pasaban de simples ensayos de orden absolutamente secundario y casi siempre escritos en un estilo paupérrimo y un castellano bárbaro. A tal punto, que hasta que aparece el «Don Segundo Sombra», de Ricardo Güiraldes, puede decirse que no se inicia la verdadera novela americana con una obra ya de consideración. Pero si «Don Segundo Sombra» constituye un acontecimiento literario de orden continental y es una obra vivaz y vertebrada, que anuncia un vigoroso temperamento (y su trágica muerte en pleno triunfo es sin duda la baja más sensible que desde hace tiempo ha sufrido la literatura hispanoamericana), fuerza es confesar que su importancia radica más aún en lo que promete y siembra que en lo que realiza; sin contar que, específicamente, apenas puede decirse que sea una novela.

Esta tardanza, por otra parte, en llegar a la novela es perfectamente biológica y no quiere decir sino que la literatura suramericana ha seguido el mismo ritmo natural que las demás literaturas de Occidente. En todas ellas, como es sabido, la poesía y hasta la literatura de especulación ideológica precedieron a la novela, y el advenimiento de ésta fue siempre un signo de madurez. De ahí que aparezca perfectamente lógico que Rómulo Gallegos venga después de Rodó y de Rubén Darío (bien guardadas las respectivas distancias en la tabla de valores absolutos) y que pudiera considerarse la aparición de «Doña Bárbara» como la entrada de la literatura hispanoamericana en la edad viril.

Que «Doña Bárbara» no podía ser obra de un novel es cosa que se evidencia desde los primeros capítulos. Lo mismo en su construcción exterior, que en su estructura interna, que en su estilo, hay una ponderación, una mesura y una sabiduría que en modo alguno podrían corresponder a un principiante.

Igualmente se echa de ver en seguida que el autor no pertenece a la vanguardia -aunque su edad sea más o menos, como queda apuntada, la de nuestros vanguardistas-. «Doña Bárbara» es una obra absolutamente de norma clásica, y por mi parte la veo ya integrada en el tiempo a las novelas clásicas del idioma.

Pero aunque sin propósito alguno de novedad, como todo artista clásico, el señor Gallegos es poderosamente original y personal, como todo   —311→   artista clásico también (clásico y no académico). Así, «Doña Bárbara» es una novela profundamente nueva, que apenas tiene su semejante en castellano.

Por sus líneas generales podría clasificarse como una novela realista; pero concurren en ella bastantes más elementos de los que suelen encontrarse en las novelas del género realista, y la catalogación distaría mucho de ser exacta. Realmente, lo que más sorprende en esta obra y lo que acaso constituya su principal virtud, al menos desde el punto de vista técnico, es la riqueza de sus componentes y la perfecta fusión y armonía del conjunto. Así, «Doña Bárbara» es a la vez novela realista y novela poemática, novela descriptiva, de costumbres rurales, y novela psicológica, novela de acción y novela de caracteres. En este sentido es una maravilla de técnica, una verdadera proeza de arquitectura y de equilibrio interior. La importancia del paisaje, del medio, que es en último término el genuino protagonista, no perjudica, sin embargo, ni resta la menor importancia a los personajes del drama, que nos interesan tanto por lo que son como por lo que hacen; y sin duda no es uno de los méritos menores el fino modelado psicológico (un elemento psicológico más abundante del que suele ofrecer la novela realista de costumbres) con que aparecen tratados los personajes principales: Santos Luzardo, Marisela y Doña Bárbara, y aun toda la comparsería, magistralmente caracterizada, que en torno de ellos se mueve y vive. Pues todo en este libro vive y alienta: ni prosa muerta ni figuras exánimes. Arte esencialmente conciso (a pesar de sus 350 páginas macizas, pocos libros menos prolijos), unas cuantas líneas le bastan al autor para plantar una vida delante de nosotros, y si Doña Bárbara, Santos y Marisela ocupan más lugar en la escena y están más próximos a las candilejas, seguramente que Melquíades el Brujeador, Balbino Paiva, el encuevado Carmelito, el magnífico Pajarote y Antoñito Sandoval, el becerrero, aunque al fondo y menos en movimiento, no se hallan menos vivos y menos intensamente iluminados.

Para que nada falte en la novela, hasta podría descubrírsele un simbolismo político-social (aparte del otro simbolismo más de primer plano que identifica a Doña Bárbara con la llanura, «la devoradora de hombres»), según el cual la protagonista personificaría el caciquismo y las fuerzas oscurantistas y regresivas, en tanto que Santos representaría el papel del progreso y de las fuerzas civilizadoras, al cabo triunfantes. Pero seguramente éste es el aspecto menos sugestivo de la obra, y si el tal simbolismo asoma y parece evidenciarse en la toponimia del lugar -el hato de El Miedo, por un lado; el hato de Altamira, por el otro- y, hasta en el nombre de ambos contrincantes, Doña Bárbara y Santos Luzardo (luz-ardo), bueno será decir que no hace sino asomar, quedando en estado tan embrionario, que hasta podría atribuirse a simple coincidencia.

Pero lo que da su máximo valor a la obra del señor Gallegos, colocándola en un orden novelístico que cuenta hasta ahora, que yo sepa, con muy escasos ejemplares (el más afín que en este momento le recuerdo sería «Los campesinos», de Reymont), es sin duda el profundo lirismo que vivifica toda la novela, hasta elevarla a una categoría poemática.   —312→   Epopeya de la vida rural en la llanura virgen del Nuevo Mundo, y lo mismo da para el caso la sabana del Arauca que la pampa argentina. «Doña Bárbara» nos ofrece el poema geórgico de América, la gesta de su agro ubérrimo; y si se piensa que a la par de este contenido lírico y aun épico nos da la primera gran novela americana y una de las novelas más específicamente «novelas» que se han escrito en castellano, se tendrá una idea aproximada de lo que es en sí misma la obra del señor Gallegos y del puesto que está llamada a ocupar en el panorama de la literatura hispanoamericana.

Huelga decir que el resorte eficiente de esta vida y esta poesía que hinchan impetuosamente las páginas de «Doña Bárbara» no ha podido ser otro que una íntima familiaridad con esta existencia primitiva del llanero, más centauro que hombre, y un amor violento por esta «tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza; toda caminos, como la voluntad».

No obstante -y sin duda ello constituye uno de los rasgos más singulares del caso-, junto a este rudo llanero que ha tenido el autor que llevar dentro para poder sentir el llano de este modo encontraremos a un letrado docto y exquisito, avezado a todas las disciplinas literarias, pues tal nos lo revela el estilo, que mal habría podido la intuición o el sentido poético instintivo por sí solo llevar a tal seguridad y maestría.

Cierto que aun aparecen en él algunas pequeñas taras -o americanismos, si se quiere-, que hubiese sido milagro faltasen por completo en un autor americano. Tales son, por ejemplo, ciertos galicismos (como «turno a turno», «de resto», «la regla no marca», «ocasionaría a perderse»), algunas incorrecciones sintácticas («en medio a») o de sentido («gesticular con las manos») y algún que otro descuido de redacción (verbigracia dos «se levanta», a renglón seguido, en la página 152, y sobre todo una frase tan críptica como desafortunada al final del capítulo XI: «Y cayó derribado por la sideración cerebral»): cosas, por otra parte, que es muy posible aparezcan corregidas en la nueva edición.

Pero éstos son lunares insignificantes y rarísimos además, y las excelencias, en cambio; son muchas. Para empezar, el castellano es magnífico y muy superior al que hasta ahora nos sirviera ningún novelista americano. Una exquisita mesura en el empleo de los modismos criollos le ha permitido aunar el colorido del vocabulario regional (los localismos venezolanos son además de una fuerza y gracia singulares) con el más puro castellano. La maestría del autor se pone de relieve lo mismo en los diálogos, vivos y jugosos, de admirable sabor popular (donde resalta especialmente el apuntado tacto en el empleo de las deformaciones coloquiales), que en los análisis y descripciones, entre los cuales hay páginas verdaderamente espléndidas, dignas de figurar en una antología del castellano -aunque desde el punto de vista de la forma sea una de sus características la excelencia constantemente mantenida y la falta de altibajos y vaivenes-. Se advierte en seguida que el autor ha trabajado asiduamente nuestros mejores modelos, pasados y presentes; y entre éstos yo me atrevería a discernir particularmente la huella de Ramón Pérez de Ayala y de Gabriel Miró, y más aún la de este último. Pero el señor Gallegos ha aprendido de ellos su lección,   —313→   la lección que todos estamos obligados a aprender (si es que somos capaces de ello, cosa menos fácil y frecuente de lo que parece), y nada más lejos de la imitación que esta prosa de «Doña Bárbara», que a su riqueza y hermosura añade además la rara virtud de ser, entre las buenas prosas que hoy se escriben en castellano, una de las menos culteranas; plaga ésta del culteranismo que, más o menos ingeniosamente disfrazado, y a vanguardia como a retaguardia, sigue corroyendo nuestra literatura.

De una extensa gama y de múltiples registros, la prosa del señor Gallegos necesitaría una citación abundante si se había de dar una muestra cabal al lector. Pero ya que ello no es posible, y en la imposibilidad también de trascribir, por su extensión, fragmentos como los de la doma, el rodeo o la recolección de las plumas de garza, y escenas como la del despertar a sí misma de Marisela o la de «La Hija de los Ríos» (¡y tantas otras de difícil olvido!), permítaseme que concluya con un breve pasaje, que en su concisión puede dar ya una idea aproximada del arte descriptivo del autor.

«Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure, y el talisayo que las espera les arrastra el manto de oro del ala ahuecada y una a una les hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos. En el tranquero de la majada, una paraulata ajicera rompe su trino de plata. En bulliciosas bandadas pasan los voraces pericos hacia los conucos, donde ya cuajan los maizales de nortes. Más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de corocoras; más arriba todavía, las garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje gritería de las aves que doran sus alas en la tierna luz del amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya corren los hatajos de caballos cerreros y se disgrega en puntas la hacienda arisca, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos Luzardo contempla el espectáculo desde el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados sentimientos se le ponen al acorde de aquel ritmo salvaje».



RICARDO BAEZA









  —309→  

ArribaAbajo4. Augusto Mijares (1897-1979)


El mandato moral de la historia


Lo afirmativo venezolano

EN EL ESPEJO DEL RECUERDO REVERENTE

Con el rubro de «En el espejo del recuerdo reverente» encabeza el profesor Mijares una sección de un libro suyo de 1955, La luz y el espejo, sección en la cual predomina el más apasionado espíritu de interpretación   —314→   de los rasgos ejemplares de los venezolanos más eminentes por sus virtudes. Estimo que «la reverencia» hacia el pasado nacional, y la contemplación de sus más altos modelos, como en «espejo», para que las generaciones actuales deduzcan normas de conducta y consejos para las decisiones, constituyen el nervio y la razón de ser de todas las obras, admirables, de Augusto Mijares. Reverencia por las virtudes de los protagonistas de la historia venezolana; y voluntad de elevarlas a categorías de ejemplos dignos de imitación. Tal es el anhelo que ha impulsado al profesor Mijares en todo cuanto ha escrito. Si repasamos su bibliografía, se nos confirmará esta convicción. Sus libros: Hombres e ideas en América (1940); La interpretación pesimista de la Sociología Hispanoamericana (1.ª edición de 1938, y 2.ª, muy ampliada, de 1952) Educación (1943); Libertad y justicia social en el pensamiento de Don Fermín Toro (1947); La luz y el espejo (1955); Los adolescentes (1958); El proyecto de América (1960); Don Julián Viso (1960); La evolución política de Venezuela (1962); El Libertador (1.ª edición de 1964, con siete ediciones más hasta la fecha); Longitud y Latitud (1971); ¿Somos o estamos? (1977). Del mismo modo en los estudios monográficos sobre figuras de la historia venezolana, tales como Juan Francisco de León, Cristóbal Mendoza, Roscio, Revenga, Baralt, Fermín Toro, José Gil Fortoul, Julián Viso, entre otros. Me atrevería a incluir la obra periodística de Mijares en la misma línea interpretativa, pues aunque lógicamente oriente el tema y acentúe el comentario hacia asuntos de viva actualidad, siempre, o casi siempre, apoya sus reflexiones y argumentos en sucesos o trazos ejemplares del pasado nacional.

Provisto de un excepcional dominio de cuanto ha acontecido en el suceder venezolano desde los días coloniales hasta el momento actual, Mijares ha acometido durante largos años, a través de sus libros, ensayos y artículos, la revisión de las virtudes públicas de que no ha carecido Venezuela, con el designio de formar un corpus de principios que deben sentar tradición. Es realmente una formidable empresa que merece el mayor respeto, ya que persigue en el fondo trazar el esquema de las más nobles cualidades políticas y humanas del país, en pro de la formación de la conciencia en la capacidad política del pueblo venezolano. Cifra su esperanza en que en Venezuela se han conservado muchas virtudes humanas aunque se hayan perdido muchas virtudes políticas, que son «fuerzas espirituales impalpables», cuya intervención en la historia posterior a 1846 «se hace cada vez más espaciada y menos eficaz», pero que «sin embargo, no desaparece». Las expresiones de Mijares alcanzan a veces rasgos de treno, transido como está por el debilitamiento de los móviles espirituales en el régimen de la vida pública. Recurre Mijares al análisis de «las sombras tutelares de la República», movido por el nobilísimo empeño de interpretar la historia como «norma moral» o, dicho de otro modo: «la única historia que debe escribirse es la historia que vive todavía». Tales son las bases fundamentales de su teoría de la moral en la historia venezolana.

No le importa que no la apelliden de historia científica, en tanto que sirva todo cuanto escribe para la sana y legítima orientación de la Venezuela contemporánea y la del futuro.

  —315→  

«LO AFIRMATIVO VENEZOLANO»

El conjunto de ensayos que constituyen esta obra se presta admirablemente para una meditación, como de término de ejercicio, pues sus páginas son una revisión de la historia de Venezuela, un examen de conciencia (propicio para ser realizado en un alto del camino) para considerar dónde se está, qué se ha hecho, y cuáles son las directrices que hay que tomar en los días por venir en la vida de la República: Si estamos, o somos, agudo planteamiento para la reflexión.

Si tuviera que escoger de Lo afirmativo venezolano, una frase breve, sintética, que redujese a fórmula esencial lo que la obra contiene y que, a mi entender, condensase el más íntimo pensamiento de su autor, citaría la sentencia escrita en el capítulo relativo al Dr. Lecuna, al replicar Mijares las afirmaciones de quienes aseguran que en Venezuela se ha vivido demasiado apegado a la historia. Asienta Mijares:

Si de nuestra historia no sacamos ninguna lección dinámica, no hay por qué suponer que la encontraremos en otra parte.



Y esto es el libro. Una relación de trabajos monográficos, sobre distintos momentos del pasado nacional, protagonizados por eminentes personalidades de la historia venezolana, con la consideración crítica del ideario sustentado por los más notables ciudadanos que ha tenido el país, así como el análisis de expresivos rasgos de conducta en hechos perfectamente comprobados por la crítica histórica.

***

En estilo ameno y con la sagacidad a que nos tiene habituados la pluma de Mijares, van desfilando ante los ojos del lector los acontecimientos, las citas, las acciones y las relaciones entre los hombres, los sucesos y la geografía venezolana a lo largo del pasado histórico, particularmente desde la proclamación de la República independiente, aunque una de las más finas glosas se refiere a Juan Francisco de León (1749) y un capítulo casi entero es dedicado al siglo XVIII.

El índice onomástico de las páginas del libro nos proporciona un haz significativo de los personajes más notables de la historia de Venezuela: Bolívar, Miranda, Bello, Miguel José Sanz, Vargas, Sucre, Soublette, Simón Rodríguez, Baltasar Marrero, Padre Sojo, Cagigal, Toro, Domingo del Monte, Baralt, Codazzi, Juan Vicente González, Revenga, Salom, José Ángel Álamo, Martín Tovar, Pedro Briceño Méndez, Peñalver, Urdaneta, Palacio Fajardo, Páez, Mendoza, Roscio, Espejo, Gual, José Félix Blanco, Ribas, Ayala, Carabaño, Paz del Castillo, Santos Michelena, Tomás Lander, los Montilla, etc. Nombres mencionados alrededor de los acontecimientos iniciales de la República.

Surgen luego, referidos a tiempos posteriores, los nombres de Olegario Meneses, Manuel María Urbaneja, Antonio Leocadio Guzmán, Julián Viso, Antonio Guzmán Blanco, etc. Y para acontecimientos contemporáneos, los de Gil Fortoul, José Rafael Pocaterra, Vicente Lecuna,   —316→   Luis Caballero Mejía, Enrique Planchart, José Ignacio Baldó, el Maestro Vicente Emilio Sojo, Arnoldo Gabaldón, Pastor Oropeza, y tantos más.

Y no falta la mención a personalidades femeninas, cada una de las cuales logra plena singularidad en las interpretaciones hechas por Mijares: la negra Hipólita, Inés Mancebo de Miyares, Juana Padrón de Montilla, Luisa Oriach de Monagas, Belén de Alcántara.

Todas estas figuras históricas aparecen en la obra, argumentadas con un excelente apoyo en fuentes documentales citadas de primera mano, con la intención de ir trazando una revisión humana de la historia nacional («la de los personajes vivientes») anunciada en diversos pasajes del libro. Quizás el fragmento que de un modo más rotundo manifiesta su propósito sea el que a continuación transcribo:

«En Venezuela la historia ha sufrido además otra mutilación: la de considerar que sólo lo peor de la realidad universal es característica de la ‘realidad venezolana’. Yo juzgo que en gran parte no somos culpables de esto, porque a esa visión envilecedora nos han llevado amargura, frustraciones y sentimientos que se integraron en un verdadero complejo de autoacusación. Pero ¿no nos obliga esta misma razón a analizar este peligroso estado de la conciencia colectiva y combatirlo buscando en nuestra historia la tradición de generosidad, elevación y desinterés que es también parte de la realidad venezolana?».



Tal es el sentido entrañable de los capítulos que componen Lo afirmativo venezolano. La búsqueda de las raíces optimistas, positivas, «afirmativas», en el pasado del país. Los testimonios de sucesos y actores, de meditaciones y conductas, van encaminadas a tan noble propósito.

***

El libro es extraordinariamente sugerente por la riqueza de ideas y consideraciones, expuestas con mano segura. Invita a pensar sobre temas en verdad apasionantes, por cuanto que con gran altura de miras nos lleva de la mano hacia los asuntos de mayor importancia en la interpretación del alma colectiva del venezolano, en el pasado y en nuestros días. El historiador-sociólogo-educador que hay en Mijares proyecta su estudio sobre los rasgos peculiares de la vida nacional, unas veces apoyado en los magnos acontecimientos de sus más brillantes protagonistas; otras con la referencia a simples anécdotas que se transforman en valiosas categorías que son índice del carácter colectivo; otras veces en la exhibición de citas de pensamientos o en trazos de conducta, que el comentario de Mijares eleva a valor de símbolos; o, con mucha frecuencia, con el desarrollo de una idea general, normativa, que adquiere rango de principio filosófico para la comprensión de lo venezolano.

No es, ciertamente, el objetivo de este ensayo, el enumerar todo cuanto haya en la obra de Mijares, sino sencillamente presentarla a futuros lectores, con las indicaciones indispensables acerca de su valía.   —317→   He aquí algunos puntos:

En el capítulo «¿Gazmoñerías?» plantea Mijares el tema de la moral en el individuo, como persona y como ciudadano, y estampa lo siguiente:

En relación con Venezuela el tema de la moral individual y colectiva es de urgente deliberación, porque después de largos años de miseria y de inercia nuestro desarrollo material es arrollador y reclama que cuidemos con el mismo empeño de nuestra reconstrucción espiritual, si queremos evitar a tiempo un desequilibrio vergonzoso.



Si relacionamos este juicio con otras aseveraciones del autor respecto a la pervivencia de los principios morales en la historia del país: «Hemos sido nación civilizada en la medida en que los principios proclamados por los libertadores se convirtieron en moral colectiva, y siguieron gobernándonos aun en las épocas en que habían desaparecido como normas jurídicas»; «Volvemos a encontrar así la transformación que he señalado de los principios políticos en principios morales», y así comprenderemos la angustia con que exige la inaplazable meditación acerca de las normas morales para nuestros días, amenazadas por el vértigo de la transformación material de las últimas décadas.

En otra parte del libro al estudiar los antecedentes propios, nacionales, respecto al Decreto de Guzmán Blanco en 1870 sobre Instrucción Primaria obligatoria y gratuita, glosa el olvido en que se han tenido las preocupaciones coincidentes anteriores (Escuela de Pardos, Simón Rodríguez, Miguel José Sanz, Bolívar, Revenga, Cagigal, Vargas, etc.) y se pregunta si vale la pena de reparar este olvido, por cuanto que el único precedente invocado era el de Sarmiento. Responde Mijares:

No vacilo en contestar: sí tiene importancia mucho mayor. Porque en una República como la nuestra, donde lo que ha sido más debilitado por nuestros fracasos es la conciencia misma de nuestra capacidad política, esa tradición, esa doctrina, mantenidas como fuerzas activas en el pensamiento y en el sentir de todos pueden darnos una visión más completa y más sana de nuestra personalidad colectiva.



No recomienda este proceder por «mezquino resquemor nacionalista», sino porque en la búsqueda de las raíces afirmativas del pasado nacional, se van reconstruyendo los rasgos peculiares del pensamiento venezolano, que han sido preteridos reiteradamente.

Enaltece Mijares los esfuerzos más nobles de todos cuantos han laborado por el perfeccionamiento de la patria, en lucha contra la apatía y aun contra la incomprensión. Llega a estimarlos como héroes, a causa de «una íntima condición ética, que es lo que pone al hombre por encima de sus semejantes: héroe es el que resiste cuando los otros ceden; el que cree cuando los otros dudan; el que se rebela contra la rutina y el conformismo; el que se conserva puro cuando los otros se prostituyen».

En el repaso de las aportaciones históricas a la formación de lo afirmativo venezolano da cabida Mijares a los sentimientos de las personas   —318→   que actúan por impulsos elevados. Al presentarnos el noble gesto de doña Luisa Oriach de Monagas, esposa del caudillo José Tadeo, la cual intercede ante su marido para rogarle el indulto en favor de Antonio Leocadio Guzmán, glosa Mijares el admirable contrasentido de la frase «las reflexiones de mi corazón», palabras que fueron invocadas para suplicar clemencia. Debemos relacionar este estupendo capítulo de nuestro autor, con el que dedica a la resolución del Congreso de Venezuela, al aceptar la renuncia de Vargas a la Presidencia de la República. El título conferido por el Congreso como máximo elogio, es el de que Vargas era «un corazón todo venezolano».

Mijares sabe unir muy finamente estos testimonios de la voluntad y del sentimiento al lado de los que en el orden intelectual han contribuido a crear la fisonomía histórica de Venezuela. Llega incluso a valorar el mito, como fuerza actuante entre los elementos integradores de la nacionalidad. Al anotar que junto a la memoria de Bolívar se coloca siempre la de Vargas, como expresión de la austeridad republicana, complemento necesario de la emancipación política, escribe:

El mito es precisamente eso: sobre una realidad auténtica una frondosa multiplicación de significados, símbolos, aspiraciones y ritos, que son como invocación apasionada que el alma nacional dirige hacia el pasado y al mismo tiempo hacia el porvenir.



***

Es de interés la proposición sugerida por Mijares acerca de los períodos en que desde Gil Fortoul se acostumbra a dividir la historia nacional, desde 1830. Una «historia tan breve», de algo más de un siglo, se ha querido separar en épocas, «como en estanques cerrados», y con denominaciones que no le parecen adecuadas. Oligarquía, liberalismo, etc. Propone otra adjetivación: República deliberativa, República en crisis, basadas en que continúan una misma tradición. Pero más que este punto, de carácter clasificador al fin y al cabo, ofrece singular atractivo el planteamiento metodológico relativo a la interpretación de la evolución histórica, a partir de la emancipación. El siguiente:

A partir de la independencia podría investigarse «lo que sobrevivió de aquellos ideales, y lo que de ellos se transformó, provechosamente, se desnaturalizó o se perdió». Con este objetivo metódico, se fijarían «las coordenadas dentro de las cuales deben valorizarse» personajes y acontecimientos.

Como es natural, el tema más eminente en la obra de Mijares es el de la personalidad de Bolívar, al que dedica específicamente dos capítulos: «Carácter cesáreo y carácter bolivariano» y «Un trauma psicológico en la infancia del Libertador». Además las referencias a Bolívar y a su pensamiento afloran constantemente en las otras secciones del libro. La precisión del incomprendido carácter cesáreo y su indebida aplicación al modo de ser de Bolívar integran veinte páginas del volumen, y forman una monografía muy bien resuelta. La atribución de rasgos caudillistas, falsamente cesáreos, a la personalidad del Libertador ha desfigurado su comprensión. Para establecer la recta interpretación, aduce   —319→   un conjunto de trazos de conducta (con Salom, con Sucre, etc.) que desvanecen totalmente la torcida versión que intencionadamente o por ignorancia ha querido dársele al carácter bolivariano.

Las virtudes identifican a Bolívar y no el desviado engendro de la absurda «fuerza» de un César inexistente. Tal es el contenido del capítulo intitulado «Carácter cesáreo y carácter bolivariano», que merece la lectura y la meditación más atentas. Vuelve sobre el tema en páginas posteriores.

En numerosos pasajes de la obra, Mijares aporta otras referencias a la personalidad y al pensamiento del Libertador. Sobre su amor a la patria escribe una aguda glosa. Acerca de las preocupaciones de Bolívar por la educación escribe un par de páginas magistrales. El concepto del Libertador sobre el alcance universal de la emancipación es señalado certeramente.

Estudia la niñez y primera mocedad de Bolívar en el capítulo «Un trauma piscológico en la infanta del Libertador», que le inspira reflexiones bien razonadas acerca de la vida y acciones de Bolívar.

Es lógico que Mijares acuda a la interpretación bolivariana en una obra en que plantea «lo afirmativo venezolano».

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Hemos señalado la finalidad fundamental del libro: la búsqueda en la historia venezolana de la tradición de generosidad, elevación y desinterés, en oposición a que América exhiba, al parecer, sólo «desorden político, un vaivén desesperante entre la tiranía y el despotismo, pobreza, rutina administrativa; la frustración, en suma, de casi todos los propósitos que animaron su emancipación y que debían ser la justificación moral de nuestras Repúblicas».

Este vaivén -dramática tela de Penélope-, es recordado también en otro valioso libro venezolano: Del hacer y deshacer de Venezuela, por Arturo Uslar Pietri.

Mijares a lo largo de su obra señala tintes sombríos al lado de rasgos risueños, y aunque en el balance predomina el optimismo, alma y nervio de todo su trabajo, no dejan de causar mella en el ánimo del lector algunos pasajes, por más que vayan acompañados de la protesta del autor. Tal es el caso, por ejemplo, del capítulo dedicado a Páez, «El caudillo de gran corazón», en el que pinta para los días posteriores a su gobierno un cuadro entristecedor; o, aunque atenuado, el que dedica a Miranda, «Un mundo de inspiración y de energía», en el que anota la particular complacencia «de presentar en contraste la figura del triunfador -Bolívar- y la doliente y trágica del anciano que murió por la patria con un grillete al pie»; o cuando al estudiar la Constitución de 1811, después de transcribir la severa observación de Bolívar: «Los venezolanos aman la Patria, pero no aman sus leyes...», añade Mijares: «Nada favorable podríamos agregar hoy a ese cuadro de sombría desolación. Cada crisis de la República nos ha sorprendido en el mismo desamparo; y ya es un deber preguntarnos si aquel amor a la Patria, que ha vivido en el vacío, al fin no morirá también».

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No obstante prevalece en el libro el canto a las virtudes nacionales y a los rasgos augurales de un futuro promisorio. Escojo unas pocas citas:

Pero la verdad es que aun en los peores momentos de nuestras crisis políticas, no se perdieron totalmente aquellos propósitos de honradez, abnegación, decoro ciudadano y sincero anhelo de trabajar para la patria.



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Lo que ha hecho Pastor Oropeza por la infancia venezolana, José Ignacio Baldó para combatir la tuberculosis, Gabaldón en la lucha contra el paludismo, Luis Caballero Mejía por la Educación Técnica, el Maestro Sojo como animador de cuanto tenemos en música, es bien conocido, y con razón esas obras llevan en Venezuela nombre propio.



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Sí, se salvó el recuerdo de la virtud fundamental de aquellos fundadores de la República: la honradez.



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«... el alcance espiritual de la obra de Vicente Lecuna: la reconstrucción moral de Venezuela que debía surgir de una valoración de su historia sin el pesimismo maldiciente y blasfematorio que se había puesto de moda tanto entre los pensadores como en el vulgo».



El libro de Mijares, tan rico de temas y lleno de amor y pasión por la grandeza humana y sus manifestaciones en la historia de Venezuela, no defraudará al lector que acuda a sus páginas en procura de virtudes eminentes: laboriosidad, desinterés, valor y perseverancia, que, según nuestro autor son rasgos esenciales de los héroes más que los hechos que realizaron.

UN VOCABULARIO DE VIRTUDES

En la cuidadosa lectura de Lo afirmativo venezolano se destaca el uso de conceptos definidores de las más dignas cualidades humanas referidas a la vida pública o al trato entre conciudadanos. Siempre figuran adscritos a personajes o sucesos modélicos en la historia de Venezuela. El conjunto de tales términos forma un real código de moral colectiva, de ideas y sentimientos que parecen haberse preterido en nuestra época. Ya sé que su escueta enumeración les hace perder la fuerza persuasiva que se desprende cuando aparecen en la prosa de Mijares, cuando vincula y relaciona cada palabra con sus glosas referidas a hechos históricos probados. Sólo quiero llamar la atención hacia la riqueza y abundancia en su empleo, para apoyar mi convencimiento de que este libro es para ser leído y meditado con pausa a fin de que sea plenamente ejemplar en la Venezuela de lo porvenir. En el léxico de utilización más frecuente se halla a mi entender la clave del mensaje que Mijares entrega a las generaciones actuales para que pueda definirse la recta conducción de su destino.

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Se ha tildado alguna vez de pesimista el pensamiento de Mijares, pero en realidad de verdad no es otra cosa que fruto y resultado de quien vive en la pasión y en el trance de servir a la Patria con lo mejor que cree poseer: la esperanza y el deseo de perfeccionamiento de una sociedad amada apasionadamente, a la que sirve desviviéndose en sus reflexiones. No sé si cabe mayor nobleza y dignidad. Y, aún diría, mayor optimismo.

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He aquí la relación simple de tal vocabulario: Afecto; cariño y respeto; calor humano;

Corrección; cuidadoso; continencia en la actitud; dócil; dominio sobre sí mismo; entusiasta; sencillos modales; accesible; jovial.

Altruismo; bondad; hombre de bien; lealtad; franqueza; sinceridad; generosidad; desprendimiento; desinterés; espontaneidad, corazón magnánimo; mano valiente; mano leal; mano generosa; fe; energía; firmeza; fortaleza; heroísmo.

Actividad reflexiva; reposo reflexivo; aplicación; curiosidad intelectual; capacidad; estudio; meditación; ajeno al vaivén pasional; medida; perseverancia; previsión; prudencia; razón; temperancia; talento.

Tenacidad; constancia; paciencia; laboriosidad; trabajo; sincero anhelo de trabajar por la patria.

Buen gusto; lo hermoso; depuración estética; refinamiento; susceptibilidad; elevación espiritual; espiritualidad; señorío; señorío sobre sí mismo; recato; veracidad; rectitud; serenidad; imperturbabilidad; seriedad.

Decoro; decoro ciudadano; defensa del decoro; cuidado civil del buen nombre de la familia; disciplina en el hogar; cuidado civil de los bienes de la familia; honestidad; honor; honradez; probidad administrativa; moral; respeto a la moral; moral ciudadana; moral política; ejemplaridad moral; valor; valor moral.

Civismo; fiel ciudadano; idea de Patria; activo patriotismo; amor a la Patria; patriota; patriotismo; deliberación; el dificultoso deliberar; esperanzado estudio de los problemas; universalidad; consagración al servicio público; abnegación; público estudio de los asuntos de interés común; ideales de paz; perspicacia política; espíritu público.

Duda sobre el valor de nuestra propia opinión; firmeza de convicciones; curiosidad por conocer las opiniones ajenas; comprensión; tolerancia a la opinión ajena; respeto a la opinión pública; deferencia; amor a su tierra; amplitud de la tolerancia; risueña pero precisa tolerancia moral; recíproca tolerancia; emulación constructiva; ambición bien entendida; preocupaciones de delicadeza y de justicia; justicia; respetuoso; admiración; solidaridad política; solidaridad social; sabios principios; respeto a los principios.

Austero; severo modelo clásico; austeridad republicana; equilibrio; moderación.

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Respeto a la ley; libertad para todos; equilibrada libertad; ambiente de libertad; pura y sabia libertad; libertad y cultura; libre examen; aspiraciones colectivas de seguridad legal; libertad de criterio; igualdad de derechos.

Humano; humanismo (libertad, universalidad, comprensión y refinamiento); lo grande; grandeza; verdadera grandeza humana.

Hasta aquí la enumeración objetiva. Quien sepa leer habrá de encontrar en esta relación de los vocablos y conceptos más usados por Mijares en sus interpretaciones de la historia de Venezuela toda una carga de mandatos para enderezar la vida privada, tanto como para el manejo y dirección de los asuntos públicos.

LA ÚLTIMA RAZÓN DE «LO AFIRMATIVO VENEZOLANO»

A la altura de la vida de escritor y meditador en que nos dio Augusto Mijares su libro, ha de tener, como tiene, una entrañable causa que le haya impulsado a esta delicada comunicación con sus lectores venezolanos. No se lleva a término un repaso tan intencionado de la historia nacional sin un motivo imperioso. Juzgo que podría resumirse en lo que el propio Mijares nos dice al explicar que es una obra pensada desde la adolescencia y ha querido ser «antítesis a los que se empeñan en regar esterilidad sobre el suelo de la Patria». Esta obra sobre el señorío moral en el pasado del país, la escribe Mijares para «iniciar una revisión histórica fecunda».

Está enlazada con un posible gran trabajo al que invita a los jóvenes historiadores, que, en equipo podrían acometer el estudio de la evolución histórica de Venezuela centrada en la Emancipación. En el ensayo «Coordenadas para nuestra historia» señala las tres características fundamentales de la Independencia que constituyen en conjunto un cuerpo de principios interpretativos:

«1.º Una larga preparación ideológica que es nuestra emancipación de fondo muy anterior a la separación material de la Metrópoli; 2.º Una amplia raigambre colectiva, que es un mentís al concepto simplista de que la Independencia hispanoamericana fue una improvisación personalista, una hazaña caudillesca, una nueva aventura afortunada; 3.º Que dentro de aquel cuerpo de doctrina existe una estrecha correlación entre la finalidad que se perseguía (que era la organización de una nueva sociedad, y no la simple secesión de España) y los medios mediante los cuales se lograría esta transformación».



Señala luego otro proyecto complementario, como consecuencia y prosecución del que aconseja para la Independencia; la interpretación de la República: «qué sobrevivió de aquellos ideales en doctrina democrática, en apego a las formas institucionales, en educación, etc., y lo que de ellas se transformó provechosamente, se desnaturalizó, o se perdió...».

De este gran programa, Mijares desarrolla principalmente en Lo afirmativo venezolano el último punto: el análisis de lo que perdura   —323→   de la doctrina de la Emancipación, como «fuego en que vive el espíritu de una patria mejor»; a fin de reconstruir «la tradición espiritual en la cual reside la verdadera historia de un país»; y para trabar «la continuidad de la conciencia nacional» Persuadido Mijares, total y absolutamente, de que la independencia fue doctrina más que guerra, piensa que «un libro de moral cívica puede ser también una epopeya», porque el heroísmo no es el combate vulgar.

Se dedica entonces con ahínco, a subrayar la ejemplaridad de ciertos personajes y sucesos de la historia nacional, convencido de que «todo problema humano es en el fondo un problema de conducta; por consiguiente un problema moral». Y estampa como primera norma para asentar la finalidad de su estudio que «al fin y al cabo la historia es eso: la vida de los hombres que rehusaron vivir entregados solamente a los impulsos elementales de la crueldad, la lascivia y el miedo. Y la vida espiritual que estos hombres dieron a los pueblos». Para los propósitos que se ha trazado Mijares es lógico y natural que opine de esta forma, por cuanto que vive convencido de que en Venezuela se necesita recurrir a los modelos que definieron los días de la Independencia y que encaminaron la reconstrucción republicana a partir de la desmembración de la Gran Colombia. Para Mijares el espejo sobre el cual hay que mirarse es el que corresponde al período de 1830 a 1846, cuando «en Venezuela, por doquiera apareció esa como necesidad angustiosa de destacar la honradez y convertirla en la primera de las virtudes cívicas», y «se discutían diaria y públicamente los problemas de la reconstrucción de la República».

Después, a partir de 1846, entra la República en crisis, con el derrumbe de las virtudes que brillaron desde 1830. Pero, sin embargo, reconoce Mijares la continuidad de la tradición honrosa y analiza gestos de Guzmán, de Falcón, de Crespo, de la esposa de Monagas, etc., en los cuales sabe ver nobleza y altura de miras. Esta aseveración optimista se halla esparcida a lo largo del volumen y constituye la trabazón esencial de todo el libro. Afirma: «Nos sentimos deprimidos o coléricos al recordar cuántas veces ha sido violado el orden jurídico por los tiranos o los demagogos durante nuestra corta vida republicana, pero no advertimos cuántas veces también estos principios [los de la Constitución de 1811] nos han protegido convertidos en médula de nuestras costumbres políticas».

COSAS DE MAESTROS

Augusto Mijares es esencialmente un maestro. Ha vivido siempre para la enseñanza de los venezolanos. Le cabe el alto honor de haber ocupado, ganadas sucesivamente por méritos propios, todas las jerarquías de la educación en Venezuela, desde la Escuela Primaria hasta ser titular del Despacho, después de haber desempeñado la Dirección de Educación Secundaria, Superior y Especial. Se graduó de profesor en el Instituto Pedagógico de Caracas y tuvo a su cargo cátedras universitarias en la Universidad Central de Venezuela, que lo distinguió con un doctorado   —324→   Honoris Causa. Pertenece a tres Academias: la de la Historia, la de Ciencias Políticas y Sociales y la de la Lengua.

Su alma de educador está en cada página de Lo afirmativo venezolano, pensado y escrito sin duda con el objetivo primordial de la formación y mejoramiento de sus compatriotas. El gusto por el tema y el dominio de los acontecimientos históricos están junto al deber de transmitir conocimientos y convicciones a los lectores que han de aprovechar las lecciones de la historia. Esta postura magisterial de Mijares da pleno sentido a frases como ésta que figura en el libro: «El principio de moral y luces, en 1819 ante tantas necesidades, parece cosas de maestros». Habrá tenido más de una vez Mijares la sensación de que el tenso esfuerzo que ha desplegado en su obra escrita durante tantos años habrá sido considerada como cosas de maestros. Pero ha de saber que no se halla sólo en la creencia de que la recta solución a los problemas de las sociedades modernas se halla sin duda en la educación integral del hombre de nuestros días, de la cual es parte importante, acaso decisiva, la sólida formación de la conciencia pública de cada ciudadano, basada en la legítima tradición de cada país. Los motivos económicos y sociales están planteados en nuestros días en términos de gran perentoriedad, pero no se encontrará su adecuada resolución, si las personas y las naciones no disponen del necesario encuadre espiritual para enfrentarse a los tiempos que vivimos. El olvido, y acaso el desdén, de los principios que defiende denodadamente Mijares en la historia de Venezuela, hace inútil cualquier programa de acción pública. Y al revés, cualquier designio de ordenación colectiva que fuese servido con la preparación espiritual que preconiza Mijares habrá de multiplicar sin duda alguna sus beneficios. Esto es convicción de educador. Por tanto, su obra es cosa de maestros. Y Lo afirmativo venezolano una lección viva, un breviario de moral para el que sepa y quiera aprender.

El Maestro que hay en Mijares campea en todo el libro en busca del paradigma que se desprende del suceso histórico. Dice de José Rafael Revenga que «no hace aspavientos sobre las cosas que faltan, sino prefiere estudiar cómo pueden realizarse». ¿No es éste el estilo que despliega Mijares a lo largo del minucioso recorrido por la Historia venezolana? Mijares intenta siempre presentar los hechos que el pasado nacional le proporciona para la educación de los contemporáneos: «Las fuerzas espirituales de nuestra historia que me complace convocar», a fin de lograr para cada ciudadano «lo más hermoso que puede dar el hombre: la obligación», entre otras razones porque «no puede ser injusto el gobernante que reconoce su obligación de escuchar a los que reclaman». Ello, acaso, como fruto supremo de la propia educación.

O cuando escribe: «La bondad también puede usar penacho y la honradez es muy a menudo un reto contra la mediocridad». Es el maestro que habla.

Como si elaborase una confesión respecto a sus propios intentos, Mijares consigna: «Un trabajador intelectual, que aisladamente parece una desdibujada figura, tiene sin embargo, dentro de la valorización moral, la categoría de un paladín». Lleno de fe por el porvenir de Venezuela, protesta de que se afirme que siempre se ha ido a la deriva,   —325→   pues en la historia del país puede ofrecerse a la juventud una tradición espiritual que jalona con altos ejemplos el pasado venezolano: «Desdeñados, perseguidos o escarnecidos, siempre han existido esos venezolanos que de generación en generación, a través de la muerte, se han pasado la señal de lo que estaba por hacerse y han mantenido la continuidad de la conciencia nacional».

Es de veras tentador detenerse en el comentario a tanta circunstancia histórica que Mijares reúne en su libro, pero ello se haría interminable. Quiero únicamente señalar dos rasgos, para mí característicos: uno, referido a Bolívar; y otro, al modo como hace uso Mijares de las anécdotas históricas.

Naturalmente, la personalidad de Bolívar está en todo el libro, por cuanto que toda la obra es de enseñanza para venezolanos basada en los protagonistas más eminentes de su historia. Registra «la flexibilidad y señorío de la grandeza de Bolívar»; así como la reverencia y entusiasmo hacia Simón Rodríguez; e igualmente el sentimiento de padre en Simón Bolívar hacia Sucre, y la devoción filial del Libertador hacia los hombres que se le imponen por la virtud y los conocimientos, como es el caso de Vargas y de Cristóbal Mendoza. Pero estimo que Mijares logra expresión cimera en sus propósitos de maestro, cuando nos presenta el hecho de que aun en la cumbre de la gloria, Bolívar trataba de usted a Peñalver, mientras éste lo tutea. La distinción en el trato es para Mijares un «homenaje al talento, a la sinceridad y a la honradez de su colaborador».

En cuanto al manejo de la anécdota histórica que habitualmente se aduce sólo por la fuerza o la gracia del suceso, en Mijares cobra otro sentido, pues cuando las menciona sabe desentrañar la rica savia de la conclusión aleccionadora. Un caso indicador está en el capítulo «Un chelín de oro», en el que interpreta sutilmente un gesto de Carlos Soublette ante un peón del telégrafo. El método de utilizar así pedagógicamente sus anécdotas lo emplea Mijares con plena conciencia de su valer. Llega incluso a defender las leyendas en la historia, como cuando al referir una probable fantasía relacionada con Juan Vicente González, escribe: «Si esa leyenda no fuera verdad como hecho histórico, posee de todos modos la profunda veracidad psicológica con que muchas leyendas parecen expresar el sentido más recóndito de la historia».

Augusto Mijares teje su breviario de moral con los sucesos ejemplares de la historia, tanto como condena con dureza los desvíos de la noble tradición espiritual que ha dado grandeza a Venezuela. Cosas de maestros.

PONERLE CIMIENTOS AL PORVENIR

Lo afirmativo venezolano es una suma de varios temas enlazados por un común denominador. La fe en Venezuela. Si a veces se muestra áspera la expresión y severo el correctivo, no es más que prueba de amor en el deseo de perfeccionamiento hacia su tierra y sus gentes. ¿Acaso Larra, Ganivet, Costa, los hombres de el 98 -especialmente Unamuno- no tuvieron la misma postura respecto a España? Lo que   —326→   distingue e individualiza la obra de Mijares es el tono humano, de amorosa comprensión con que escribe los capítulos de su libro, probablemente por su condición intrínseca de maestro. El ensayo en manos de Mijares no es una simple elaboración intelectual, sino la oración apasionada por el bien de sus lectores, de su país.

Habla de la obra de los libertadores y del deseo de fundar con la Emancipación: fundar, «en su acepción más ambiciosa: ponerle cimientos al porvenir», y así buscaron en las nuevas constituciones la ley «que pudieran obedecer gobernantes y gobernados sin el recíproco temor que con frecuencia arrastraría estas Repúblicas a la anarquía o al despotismo». Para nuestros días también sale Mijares en busca de la equilibrada libertad, como objetivo primordial. «Hay que proceder a la reconstrucción moral de Venezuela», a base de los ejemplos de los grandes venezolanos, que «podrían servir como un núcleo renovador de influencia incalculable».

Tal es el horizonte que proyecta Mijares a través de Lo afirmativo venezolano, enlazado con trabajos y reflexiones, siempre enfocado hacia la obligación de preservar la herencia social, como el problema más angustioso de todos los que hoy vive Venezuela.

Y resume su consejo en una cita de Epicuro, que recuerda la «reverencia a la vida», que consagró Alberto Schweitzer en nuestros días: «No se puede vivir contento, si no se vive prudentemente, honestamente y justamente, ni vivir prudente, honesta y justamente, si no se vive contento, porque las virtudes nacen con la alegría de la vida y el vivir alegre es inseparable de ellas».

Libro éste repleto de emoción, cargado de enseñanzas que merece ciertamente ser leído y aprendido por las generaciones actuales y las futuras. Augusto Mijares entronca mediante esta obra con la estirpe de los más notables pensadores venezolanos que nos han legado su palabra de meditación y fe en los destinos del país.

***

Al cerrar este ensayo, acaece la lamentable muerte de Augusto Mijares. La República de las letras venezolanas va a sufrir el vacío irreparable de la palabra del hombre que había convertido en objetivo de su existencia, el vivir vigilante por el respeto y el homenaje a las virtudes políticas, éticas y sociales, que requiere Venezuela -hoy y siempre- para mantener lo más valioso de su identidad, de acuerdo con lo que señala su propia historia, desde los albores de su delimitación como pueblo.

29 de junio 1979.





  —327→  

ArribaAbajo5. Mariano Picón Salas (1901-1965)


I. La personalidad de Mariano Picón Salas


Dos varones humanísimos

En este admirable libro autobiográfico de Mariano Picón Salas intitulado Regreso de tres mundos; un hombre en su generación (México, 1959), llamado por su autor: razón de su vida o «testimonio desnudamente sincero», constan las definiciones fundamentales de lo que quiso hacer en su existencia, el fino escritor venezolano que acaba de fallecer pocas semanas antes de cumplir sesenta y cuatro años de edad. Dice de sí mismo: «Era trabajador entusiasta y nunca me faltaban algunas metáforas o algunas ideas. Si hubiera sido rencoroso quizás alegaría que otros con ideas oscuras, y menos diligencia, alcanzaron situaciones y premios más altos». Y añade, luego, haber preferido la «calma y autenticidad interior» como norma de conducta en la existencia. Estas afirmaciones de Picón Salas nos recuerdan la referencia que el ensayista venezolano contemporáneo, Luis Beltrán Guerrero, nos hacía de una respuesta de Alfonso Reyes, a quien le preguntó en cierta ocasión cómo había hecho para llevar adelante su obra literaria en medio de tantos trastornos. El humanista mexicano le dijo que había mantenido inflexiblemente dos principios a lo largo de su vida: «Ser fiel a sí mismo; y no dar jamás cabida al despecho».

Son idénticos los conceptos de ambos insignes escritores. Y son similares en espíritu, forma, tema y propósito las obras que los dos realizaron para la cultura hispanoamericana. Alfonso Reyes (1889-1959) era doce años mayor que Picón Salas y creo ver en unos escritos juveniles de éste, la expresión del reconocimiento al ejemplo y al modelo que Reyes brindaba al novel ensayista. Podrían llegar a ser estos textos primerizos de Picón Salas la clave de la orientación de su obra posterior. En 1931, a los treinta años de edad, escribía en Santiago de Chile para la revista Atenea una reseña al reciente libro de Reyes, El testimonio de Juan Peña, en la que, sin duda, Picón Salas dice, presiente o entrevé lo que él mismo desea ser: «Caracteriza a Alfonso Reyes una comprensión que sabe situarse en la frontera precisa de lo racional y lo afectivo; comprensión seguramente la más fina que posea cualquier ensayista de América en este momento». Para Picón Salas, la personalidad del mexicano era la de un hombre de «mente equilibrada, equilibrada inquietud, que reúne en la misma armonía creadora al ensayista, al poeta, al filólogo y al erudito». Y en cuanto al modo de escribir, añade: «En todo -en la prosa de ficción como en la papeleta del filólogo- la armonía y gracia precisas, eso que en el siglo XVIII se llamaba «el buen gusto»,   —328→   pero sin el esquematismo antivital de aquella preceptiva. Seguirle por los meandros de una obra tan variada a pesar de sus 42 años es escogido deleite. Escritor que no aspira al gran público porque sabe el lenguaje atinado sin amaneramiento que requieren las minorías». Adivina, además, la intención de cuanto produce Alfonso Reyes como fruto de su meditación trascendente: «Inquietud ética en el más alto sentido, que la fina sonrisa de su prosa sabe transformar también en motivo estético». Advierte que de la lectura de Reyes se desprende «una realidad que apunta a su conciencia, le remueve ideas adquiridas, tiende a imponerle un nuevo derrotero moral». Y finaliza la nota con una invocación exaltada, en la que usa admiraciones, poco frecuentes en la prosa de Picón Salas: «¡Hermoso este breve libro que como todos los del maestro mexicano guarda en la disciplina gozosa de su estilo un denso contenido espiritual!». Y como si se formulase un programa para su obra futura, redondea la manifestación de su entusiasmo con este alegato: «Nuestras literaturas sofocadas de instinto informe, con las lianas colgantes de la improvisación y el dejar hacer, encuentran en escritores como Reyes el imperativo ético, la clara ordenación de la inteligencia».

Comprensión, equilibrio, armonía, gracia, deleite, inquietud ética, derrotero moral, disciplina gozosa, contenido espiritual, anti-improvisación, ordenación, inteligencia, todo ello constituye el nervio y la última causa de lo que había de escribir Mariano Picón Salas. En esta breve nota al libro de Alfonso Reyes está trazando íntegramente el programa de sus meditaciones futuras y el de su propia expresión. Es, en verdad, el anticipo expreso de sus más íntimos anhelos de literato.

Dos años más tarde, en 1933, le toca a Picón Salas presentar a Alfonso Reyes, de visita en Santiago de Chile. Escribe una «Salutación» en la que rubrica las mismas ideas de su comentario anterior, quizá con más exactitud y rotundidad:

Dentro de lo que pudiéramos llamar la naciente cultura latinoamericana, Alfonso Reyes es nuestro Baltasar de Castiglione, es decir el hombre que nos ha enseñado el arte de la meditación y de la más serena y discreta cortesía.



Menciona el sopor en que yacen los pueblos sojuzgados por poderes políticos dictatoriales y afirma: «Precisaba extraer la conciencia dormida de veinte naciones, esta nueva voluntad histórica, la de la América que habla español y quiere decir al Mundo su mensaje de creación generosa». En la bella música de su prosa se convierten en cultura, en forma de arte, en temas de meditación, las cosas de América. «Alfonso Reyes escribe y piensa en la más limpia prosa española». Lo proclama conductor «en la aurora de un renacimiento; y lo que ahora se agita hecho tumulto y pasión en el subconsciente colectivo asciende por la palabra y la enseñanza de estos hombres, al plano de la cultura y de la conciencia histórica». En la plenitud de su reconocimiento, Picón Salas afirma:

Por nuestra América, Alfonso Reyes pasea su mensaje de buen sembrador.



No es ocasional ni fruto de las circunstancias este tributo de nuestro autor al escritor mexicano. Cuando Picón Salas va a dar a las prensas   —329→   en 1944 uno de sus mejores libros, De la conquista a la Independencia; tres siglos de historia cultural hispanoamericana, estampa la siguiente dedicatoria:

A Alfonso Reyes, gran humanista, gran escritor, en recuerdo de tantos diálogos en que su claridad definió e hizo norma y aprendizaje nuestra común esperanza en América.



A lo largo de la obra de Picón Salas hallamos testimonios continuos de esta devoción al maestro ejemplar. Pero donde está la síntesis de todo cuanto significó Reyes para la vida del escritor venezolano, es en el ensayo «Varón humanísimo» (1955), redactado con motivo del homenaje que se rendía a los 50 años de haber iniciado Reyes su tarea literaria. A un cuarto de siglo de su primer artículo, quizá sin quererlo, recuerda Picón Salas los principios y la doctrina de lo que había dicho en Chile, respecto a Reyes, «en quien la perfección de la forma coincide con una estética superior del espíritu».

La postura de Reyes ante la civilización hispanoamericana, expuesta en su extensa producción literaria, es subrayada por Picón Salas:

«... a veces alguno de sus compatriotas lo llamó demasiado internacional y extranjero y su moderación y ecuanimidad nunca quebrantaron la justeza en la actitud y el cortés sosiego del estilo. Nadie, tampoco, entre sus contemporáneos se ha preocupado no sólo del valor artístico de la palabra, sino de lo que importa más: su significado ético y su casi peligrosa función sociológica». «Espíritu conciliador como lo fue en el siglo XIX don Andrés Bello, aunque la prosa de Reyes alcance una dimensión de gracia, agudeza inventora y trabajo artístico que no fue nunca el propósito del humanista venezolano».



Elogia las altísimas cualidades de su estilo y la perfección del lenguaje, «en la primera línea de los prosistas hispanos del siglo XX»; destaca «la intención y mensaje que impregna desde sus obras eruditas hasta sus más libres ensayos»; glosa la ingente labor realizada por Reyes, en pro del «aseo de América», como «proceso de limpieza, ordenación y selección»; y pondera el trabajo de integración histórica de lo mexicano en la cultura occidental, fundir en lo nacional lo hispánico y lo indígena «como juntando cola y cabeza de nuestro complejo cultural», para terminar con esta estimación final, conclusiva: «La literatura como sumo vehículo de comprensión de los pueblos, como primera dispensadora de los goces y la paz del ánimo... ensayo ejemplar de concordia humana». Resume su homenaje en la magnífica sentencia de quien participa de semejante magisterio:

Varón humanísimo de los pocos que pueden enseñar y aconsejar al continente.



En este rápido periplo por las huellas de la devoción de Picón Salas hacia Alfonso Reyes, en las que creo ver los signos de la adhesión a un modelo ideal y ejemplarizante, se han anotado en verdad los rasgos también peculiares de cuanto entregó el humanista venezolano a la   —330→   reflexión y goce de sus lectores. Es de Picón Salas esta síntesis de su nobilísimo propósito, que nos muestra una pluma de la misma estirpe: «La poca felicidad que logremos» depende «del trabajo de nuestra conciencia por establecer concordia; por someter a armonía y comprensión los instintos y entendimiento».

En suma, dos varones humanísimos.




Desvelado escolar de todas las horas

Mariano Picón Salas nació en Mérida, de Venezuela, el 26 de enero de 1901. Falleció en Caracas el 1.º de enero de 1965. Sirvió su vocación para las letras desde edad realmente precoz: a los 16 años publicaba su primer trabajo, «Las nuevas corrientes del arte»; y a los 20, su primer libro, Buscando el camino, de título y contenido muy significativos. En Chile (1923-1936) perteneció al grupo literario de la revista Indice y colaboró en revistas y periódicos. Publicó varios libros. Novelas: Mundo imaginario (1926), Odisea de Tierra Firme (1931), Registro de huéspedes (1934); ensayos: Hispanoamérica, posición crítica (1931), Problemas y métodos de Historia del arte (1934), Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica (1935); e historia: Imágenes de Chile (vida y costumbres chilenas en los siglos XVIII y XIX) (1933), en colaboración con Guillermo Feliú Cruz. Al explicar su propia labor de escritor, Picón Salas la define así: «historia, ensayo y creación son las tres vertientes de mi obra». Está ya pues definida la futura senda de sus meditaciones y de su tarea literaria.

En 1936, a su regreso a Caracas lleno de esperanza en el porvenir del país al morir el dictador Gómez, cobra nuevo signo su trabajo. Intenta incluso intervenir en la vida política, como él mismo lo confiesa: «Después de la muerte de Gómez figuré transitoria, pero ardientemente, en la acción política, pude medir de modo más concreto la distancia entre los esquemas lógicos y la muy singularizada realidad». Más tarde vuelve a recordar este episodio circunstancial de su paso en los asuntos políticos del país:

«No dejé de vivir a mi regreso a Venezuela -cuando la vejez se llevó, por fin, a Juan Vicente Gómez- el drama de los emigrados que retornan. Microscópicamente era el que sufrió Francisco de Miranda, especie de tatarabuelo trágico de los venezolanos errantes, quienes buscaron fuera del suelo nativo las luces y libertades que faltaban e inventaron una patria utópica, del tamaño de sus sueños y su nostalgia».



Superada la tentación política, que fue un breve parpadeo en su vida, vuelve a su actividad de escritor, en Caracas o donde le lleve el destino: Europa, Estados Unidos, México, Sur América. «Todas estas tierras, paisajes y sugestiones de la cultura pasaron por una inquieta -a veces difusa- mente suramericana que, entre todos los contrastes de la época, ansiaba ordenar lógica, estética y emocionalmente sus peculiares categorías de valores». Va a vivir una continua aventura de argonauta, como él mismo la apellida, en la afanosa persecución del   —331→   esclarecimiento de las más legítimas realidades del mundo criollo. Va a sufrir una existencia trajinada, con intervalos demasiado breves de residencia transitoria en algún lugar. Ello le hace pedir en algún momento tregua para soñar o meditar. Y se queja de que «no hay mucho tiempo para estar completamente a solas con un libro, y seguir con él, después de leído, esa melodía silenciosa de sugestiones, asociaciones y sueños que parece completarlo y multiplicarlo». Las exigencias de los tiempos actuales lo atosigan y se lamenta de que «el hombre no tiene tiempo para un poco de soledad meditadora, para el libre solaz y hasta para el examen de conciencia a que nos acostumbran las grandes obras». «Si todavía es necesario leer para tener una carrera, merecer un título y recibir un salario, disminuyen por las horas de alboroto aquellas otras horas placenteras de la lectura por sí misma, para incorporar secretamente a nosotros -en secreto tan fecundo como el del amor - el mensaje confidencial de poetas y pensadores».

Pero, desvelado escolar de todas las horas, como él llamó al paradigma del humanismo americano, Andrés Bello, prosiguió su empresa de escritor en las tres vertientes señaladas en su propia definición. En 1936, editaba en Praga una hermosa semblanza de Alberto Adriani, hermano mayor de la generación de Picón Salas. En 1938, entrega a las prensas sus Preguntas a Europa, angustiado interrogante a la Esfinge de la cultura, como aman decir los hombres de su tiempo. Funda en Caracas, la Revista Nacional de Cultura (noviembre de 1938) en cuyo pórtico formula su profesión de fe en la nueva Venezuela, que es para él «llamado, mandato, fascinación». Promueve ediciones y marca rumbos a la colaboración oficial de todas las empresas intelectuales. En 1940, publica Un viaje y seis retratos; Formación y proceso de la literatura venezolana; y 1941, cinco discursos sobre pasado y presente de la nación venezolana. En 1944, como resultado de los cursos dados en centros universitarios norteamericanos, edita una obra fundamental, De la conquista a la independencia; tres siglos de historia cultural hispanoamericana, libro de obligada consulta para orientarse en el difícil tema de la formación del continente hispanohablante. En 1943, ha sido impreso en México un libro delicioso, Viaje al amanecer, evocación fresca y agilísima de sus días de infancia y mocedad en la Mérida andina, su terruño inolvidable, del que re cuerda sus mitos, cosas y seres, páginas escritas en que sale «a explorar -para que otros la gocen como yo la gocé- la distante flor azul de los días infantiles», recreación de esa ciudad, «uno de los lugares en que valía la pena vivir».

Su biografía de Miranda aparece en 1946, y en 1947, edita otro libro básico en su bibliografía, Europa-América, preguntas a la Esfinge de la cultura, en el que realiza la magistral simbiosis de sus Preguntas a Europa, ya mencionado, con su nuevo acopio de observaciones en el mundo americano. Este año de 1947, se incorpora como Académico de Número en la de la Historia, en Caracas, y traza en su discurso una revisión de la historiografía nacional. Las reflexiones sobre su país natal las agrupa en un volumen importante, Comprensión de Venezuela (1949), que ha de reeditar, muy ampliado, en 1955. Ha dejado a su fallecimiento una nueva ordenación de este libro con el título de Suma de Venezuela.   —332→   Poco después, en 1950, las prensas mexicanas entregan una nueva obra, Pedro Claver, el santo de los esclavos (1950), auténtico alarde de estilista, que juega a elaborar una perfecta prosa, intencionalmente barroca y preciosista hasta el límite de un cincel maestro. Nuevos títulos se añaden a su copiosa obra impresa: Dependencia o independencia en la Historia hispanoamericana (1953); Simón Rodríguez (1953); Suramérica, período colonial (1953); Los tratos de la noche (1955); Las nieves de antaño; pequeña añoranza de Mérida (1958); Crisis, cambio, tradición (1955), volumen éste, de ensayos, en los que aparece la madura plenitud del meditador.

En 1959, edita el libro autobiográfico, que venía anunciando en varios de sus ensayos y, particularmente, en las explicaciones prefaciales a sus obras: Regreso de tres mundos; un hombre en su generación, lectura deliciosa por la gracia del estilo y la vibración emotiva e intelectual de todas sus páginas. La revisión de una existencia tan valiosa como la de Mariano Picón Salas será siempre aleccionadora para una persona de nuestro tiempo. Para mí, es obra esencial en la reflexión de la cultura contemporánea en Hispanoamérica. Todavía ha de dar dos libros más en los años postreros de su vida: Los malos salvajes. Civilización y política contemporáneas (1962); y Hora y deshora. Temas humanísticos, nombres y figuras, viajes y lugares (1963). A estas alturas de su existencia, Picón Salas se enferma gravemente. No quiere cejar en su empeño por ser útil a su país y acepta puestos de fuerte responsabilidad, que exigen habitualmente una salud de hierro. Flaquea definitivamente su cuerpo, cuando la voluntad está tensa para continuar el destino que se ha impuesto. El discurso póstumo, Prólogo al Instituto Nacional de Cultura, es una pieza llena de vigor y repleta del profundo saber de quien ha estado casi medio siglo sin dejar en paz ni su pluma ni sus anhelos.

Dirá de sí mismo que «medido con la tabla de ciertos valores de figurar y poseer -muy vigentes en mi país- quizá fui un hombre sin éxito. No llegué a Ministro, Presidente de la República, ni accionista de minas, barcos y aviones». Su misión fue otra, bien distinta. Pertenece a la tradición de los grandes hombres de letras de Hispanoamérica. Sus modelos, aparte Alfonso Reyes, frecuentemente citados, son Bello, Sarmiento, José Toribio Medina, José Martí; y en la tradición estrictamente venezolana Arístides Rojas, Fermín Toro, Pedro Gual, Juan Manuel Cagigal, Juan Vicente González, Valentín Espinal, Cecilio Acosta, Gil Fortoul, y entre los contemporáneos, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry, Rafael Caldera, Augusto Mijares, para no citar sino unos pocos, todos ellos escritores que viven transidos por la íntima preocupación de hallar el destino a su tierra.




Tarea de conciencia

Sintió su deber de escritor y lo cumplió con rasgos personales de pensamiento recio y fino estilo, en prosa limpia y diáfana. Tolerancia, comprensión, gracia y equilibrio constituyen las características más notables de su obra literaria. Ello, más la agudeza de observación, una extraordinaria   —333→   capacidad de lector, y su profundo sentido crítico le proveen de un acopio de ideas con las que nutre y da contenido a lo que él denominó «tarea de conciencia» su labor de ensayista, «que se nos multiplique la capacidad de sentir, revivir y reconstruir; que nuestras experiencias se verifiquen con las experiencias de otros, es lo que pedimos a la obra literaria». Gozó de evidente maestría en el arte de interpretar el fruto de sus observaciones. Y supo cumplir el deber que se impuso ante sus contemporáneos:

«No podemos improvisar el proceso de nuestra naciente cultura americana ni, asustados de su caos, del carácter tumultuoso que toman la vida colectiva y las ideas en estas sociedades en formación, asumir ante ellas el aristocrático aislamiento de algunos estetas. Mejor es comprender... Tratamos de crear un Universo moral, una conciencia de perduración que nos eleve del estado de Naturaleza al estado de Cultura».



Tal era, a su juicio, la misión del escritor, anunciada espléndidamente en pasajes como el siguiente:

¿No es acaso la gran cuestión contemporánea hacer un sitio para el alma -para el alma individual y para el alma de los pueblos- en este mundo crecientemente tecnificado y materialista donde el culto por las cosas parece absorber el respeto por las personas? La técnica crece en relación inversa del ser humano. Y junto a las ciencias de la Naturaleza nunca estuvimos más urgidos de una auténtica sabiduría del hombre que restablezca el equilibrio perdido entre la inteligencia orgullosa y la sensibilidad embotada, entre nuestra cabeza y nuestro corazón».



Mariano Picón Salas se impuso a sí mismo, severamente, la obligación de comunicar sus reflexiones a los lectores de su tiempo y a las generaciones sucesivas. De ahí su ininterrumpida dedicación a la labor literaria, con impulso vital irrefrenable. En la excelente estampa de Sarmiento afirma como principio, que fue realmente norma de su propia conducta: «Trabajar, porque sólo por medio de la acción el hombre se realiza». Y en seguimiento del modelo y del ejemplo de Sarmiento, concluye: «¿No había enseñado él a los impotentes, a los excesivamente escrupulosos que afinan sus escrúpulos para no hacer nada; no había enseñado que en el obligatorio combate vital prevalece sobre la pureza inútil, la fecundidad manchada de vida?». Esta proclamación normativa la encontramos igualmente en el asombro que experimenta Picón Salas ante la figura de José Toribio Medina, hombre que hizo «voto de erudición como otros lo hacen de pobreza o de castidad», de quien afirma: «Su ingente obra investigadora es como otro ejemplo de Potosí o catedral indiana, de aquellos que labraban piedra a piedra y como para que durase una eternidad, los artífices de la colonia que casi no querían cobrarse en la tierra porque aspiraban a conquistar el cielo».

Con tales convicciones, va llevando a término Picón Salas su deber de escritor, con su prosa limpia, alegre y transparente, con la gravedad de quien ha meditado hondamente sobre la necesidad de «pulir y afinar la conciencia del hombre para que sea cada día más humana, es decir,   —334→   más perfectible; para que no se petrifique en la rutina y salga a conquistar nuevos horizontes mentales, tarea superior de toda educación». Todo ello lo realiza con fino sentido de humor, del que es traducción visible su ancha sonrisa, de hombre bondadoso y comprensivo, que conduce su curiosidad infatigable hacia la simpatía de sus semejantes, convencido no obstante de que son pocos los escritores que alcanzan a decir la totalidad de su mensaje. En muchos «se hace indispensable interpretar no sólo lo que dijeron, sino también lo que no se atrevieron a decir».

El tema central de sus escritos, el de la universalidad de la cultura hispanoamericana, vista en el apoyo legítimo de la meditación en Venezuela -«lo universal no invalida para mí lo regional y autóctono»- será una contribución positiva a la civilización del Continente.




Señora muerte, ya a su cita acudo

En la plenitud de su capacidad de creación, falleció Mariano Picón Salas. El presentimiento de la muerte lo vertió en unos versos, Tres sonetos del desengaño, rara muestra en su obra literaria, pues siempre fue prosista y pocos poemas se le conocen aparte de estos tres sonetos, a uno de los cuales pertenece el epígrafe de este capítulo.


Hundo en arena la cansada huella,
ingrávido en la lengua de la llama
volar quisiera a la lejana estrella.



Hombre de fina sensibilidad, en dos pasajes de sus libros había estampado dos conceptos muy significativos. Uno, de protesta o insatisfacción ante la obra inconclusa, al ser cercenada por la muerte: «... la paradoja humana consiste en que cuando pretendemos haber aprendido más y estaríamos aptos para desarrollar el aprendizaje, nos estamos acercando a ese desaprender y olvidar que es el morir». Otro, ante la pérdida de su abuelo, en su Mérida natal, ocurrida en días navideños, el sentido del buen gusto en el escritor, le hace escribir: «Parece raro que en esos días tan hermosos alguien pudiera morirse». Falleció Mariano Picón Salas el día primero de enero, fecha de esperanza en la aurora del año.

La obra que deja impresa perpetuará su nombre en la historia de las letras y el pensamiento hispanoamericanos.

1966.






II. Mariano Picón Salas, o la inquietud hispanoamericana

«... como son las palabras las que producen las más enconadas e irreparables discordias de los   —335→   hombres, a veces he cuidado -hasta donde es posible- la sintaxis y la cortesía, con ánimo de convencer más que de derribar».

«¿A qué gritar, cuando las gentes pueden también entenderse en el normal tono de la voz humana?».


MARIANO PICÓN SALAS, «Pequeña confesión a la sordina».
Prólogo a Obras Selectas, 1953.
               



Tiempo

La muerte de Mariano Picón Salas, excelente escritor venezolano, uno de los nombres más preclaros de las letras contemporáneas en Hispanoamérica, interrumpió, entre otras empresas de gran magnitud que llevaba entre manos, el curso de veinte lecciones que con el título general de «Visión de América Hispana», estaba desarrollando en la Fundación Eugenio Mendoza, en Caracas. Uno de los temas no explicados por él había sido anunciado del siguiente modo: «Los problemas de las sociedades hispanoamericanas después de la Independencia», y como núcleo central de esta exposición, definitivamente no nata, figuraba la cuestión capital: Independencia e insuficiencia. En algunos de sus ensayos había hablado del «doble drama de esperanza e insuficiencia que acongoja a nuestra vida histórica». Tuve el privilegio, como coordinador del curso, de oírle algo más respecto al asunto que deseaba someter a la meditación de su auditorio. Se proponía exponer la angustia acerca de la orientación actual de la civilización en el continente hispanohablante y los interrogantes que tiene que contestar hacia su porvenir. En el fondo, reponía como pregunta para nuestros días la misma inquietud que le había llevado a bautizar en sus mocedades su primer libro, en 1920, con el título de Buscando el camino. Los cuarenta y cinco años transcurridos no le habían dado respuesta definidora. Seguía viviendo la misma preocupación reflejada en sus páginas iniciales. El pensamiento esencial de la copiosa producción de ensayos es el de hallar la clave que descifrase esas «preguntas de Edipo a la Esfinge», como denominó en más de una oportunidad a sus reflexiones sobre este enigma.

En la cultura hispanoamericana es antigua y continua la obra de los escritores que han meditado sobre este punto. Desde los mismos días de la lucha emancipadora, a todo lo largo del siglo XIX, encontramos huellas vivas de esta preocupación escrutadora acerca de la definición cultural en las nuevas sociedades y de la fijación -como primera necesidad- de unas normas para la vida futura. El desgaje de la unidad hispánica produjo, entre otras muchas, esta consecuencia. Y las experiencias vividas -influencia francesa, la presión e imagen del poderoso vecino norteamericano, desilusión ante Europa después de las dos grandes guerras mundiales, etc- han mantenido en primer plano este problema en lo que llevamos vivido del siglo XX. El nombre de Picón Salas ha de asociarse a los de escritores como Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) y Alfonso Reyes (1889-1959), copartícipes en esta misma constante indagación. (Recuérdese el famoso libro de Henríquez Ureña, Seis   —336→   ensayos en busca de nuestra expresión, 1928). El remedio a los males sociales y a las frecuentes quiebras de la democracia en la historia de las Repúblicas hispánicas debía encuadrarse, de querer una permanente solución, en el nuevo rumbo orientador de la civilización, meta final de las reflexiones de mentalidades como la de Mariano Picón Salas.

Parte en los primeros trabajos elaborados en su Mérida natal (la ciudad de los Andes venezolanos que por recoleta y señorial invita a la meditación), de la contraposición del binomio «Naturaleza y Cultura», que Spengler hizo famoso en la inmediata primera postguerra. Los tanteos iniciales de Picón Salas, realmente precoces, señalan las vías por las que ha de transitar en admirable proceso de perfección su excelente pluma de estilista y su mentalidad de agudísimo observador. Residente luego en Chile (1923-1936), al mismo tiempo que completa su preparación universitaria, sigue ejercitándose en sus investigaciones histórico-filosóficas, de que serán señales visibles sus dos libros Hispanoamérica, posición crítica (1931); e Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica (1935). Cuando acontece en 1935 el fin de la dictadura de Juan Vicente Gómez en Venezuela, al decidir su regreso a Caracas, lleva Picón Salas la esperanza de que será posible poner las piedras sillares de la reconstrucción de su pueblo con las doctrinas que ha madurado durante los años de alejamiento. Su prosa gana en vibración expresiva y habla el lenguaje firme y seguro de quien ha llevado a término un profundo examen de la realidad presente y de sus causas y antecedentes. Amplía luego su horizonte con viajes y prolongadas residencias europeas y en diversos países americanos. Recorre toda la geografía continental, del Canadá al Cabo de Hornos, en aventura de argonauta, como le place autodefinirse. Irá dando la expresión de su ideario civilizador en unos cuantos libros de ensayos, sobre la vida actual o el pasado histórico, siempre referidos al gran objetivo: desentrañar el sentido de la evolución de los pueblos americanos de habla castellana. «Civilización, palabra frágil», así intitula un hermoso ensayo en el que trata de lo delicado y difícil que es el evitar que la civilización perezca, lo que exige un esfuerzo de cultura y prudencia... casi mayor que el impulso de crearla».




El destino hispanoamericano

Su teoría para Hispanoamérica está regada en un conjunto de libros que irá dando sucesivamente a las prensas hasta el fin de sus días, en infatigable cumplimiento de la misión que se impuso como deber de su existencia. Adopta una postura de humanista ante los sucesos de nuestro tiempo: «La medida de toda cultura no es nivelar los hombres en la vulgaridad cotidiana sino hacerles desear la belleza», puesto que para Picón Salas: «El Humanismo no es sino una forma superior de tolerancia, moderación y conducta». Se acerca a la interpretación histórica, con su habitual sagacidad, provisto del acopio de abundantes lecturas y el fruto de sosegadas reflexiones, pero estremecido por la hondura misma del tema acometido, «... como suma representación y proyección de lo   —337→   humano, teñida del amor y temor de toda vida, es lógico que el hombre sienta ante la Historia la misma cautela y zozobra que ante el cambio y la muerte». Y en la contemplación del fin de la segunda hecatombe mundial que puso al ser humano al borde del aniquilamiento, pronuncia en Puerto Rico su discurso «Apología de la pequeña nación» (1946), en el que escribe: «quizás el proceso ecuménico del hombre que llamamos Historia Universal no sea más que el conflicto entre la voluntad de poder y la voluntad de cultura, entre las fuerzas de derroche y de destrucción y las de creación y conservación». Antes había formulado, en sus primeras Preguntas a Europa (1937) ensanchadas luego en la refundición Europa-América (1947), la tesis fundamental de su cavilación por la acción civilizadora en Hispanoamérica:

Cuando la Cultura pierde el contacto de la Naturaleza, se convierte en intelectualismo frío, en el cálculo abstracto e inhumano. La Naturaleza sin la Cultura es el reino sombrío y carnal del instinto, la sorpresa hecha terror, la crueldad sedienta, el pánico del que no sabe. Hay una barbarie de la reflexión como hay una barbarie del instinto, decía Schiller. Los grandes momentos de la humanidad son aquellos en que -como en la clara mañana del Clasicismo griego- la inteligencia y la vida pueden marchar juntas: el espíritu no niega al cuerpo, sino lo comprende y lo integra. La Cultura de Europa, y la Naturaleza de América se desean, pues, y se buscan, como en un vasto sueño de humanidad total. Es una idea que, desenvuelta y ejemplarizada a través de los itinerarios y los paisajes cambiantes, sirve de «leit-motiv» a este pequeño libro.


Y desanuda entonces sus impresiones y sus juicios sobre Francia, Alemania, Austria, Checoslovaquia, España y la Europa nazi.

La violenta transformación de Hispanoamérica en las últimas décadas y la feroz deshumanización en que cayó Europa en los años 30, para verse envuelta luego en la segunda conflagración mundial, «drama presente de la cultura», le lleva a expresar el dolor ante la guerra y la imposición del poderío brutal. Proclama la urgencia «de superar ya por la educación y el convencimiento la ‘libido dominandi’, la voluntad de fuerza autónoma...» porque «las culturas comienzan a morir cuando agotada su belleza, su libertad y veracidad interior se hace preciso simular la fuerza». Escribe, como apotegma y resumen de su credo civilizador:

Si la Cultura sirve para algo es para canalizar el desorden y el frenesí.


Concepto que reitera en toda ocasión, trabándolo en la idea de pedir para Hispanoamérica, la lección de la civilización europea, que cifra en el Mediterráneo clásico, como base y fuente de cultura. «El viaje de regreso a las raíces de nuestra cultura conduce forzosamente a las playas del Mediterráneo y a la prosa platónica». «Soportar la Historia con sus ejemplos estimulantes y su adversidad aleccionadora es la prueba de madurez de los pueblos; trocar el patriotismo de frenesí y pasión explosiva en comprensión y deber ético es el signo de plenitud de las culturas». No cree que exista la antítesis: Europa-América, ni se adhiere tampoco al sistema educativo norteamericano, para el que tiene términos   —338→   de dura condenación: «la manera de hacer ‘popular’ la Cultura -en su educación de masas- era entontecerla y disminuirla. Esto nos hacía preferir a los suramericanos el contacto con Europa, y hacía de tan baja calidad los esfuerzos de la pedagogía pragmática a la yanqui, que se intentaron entre nosotros». Aunque Europa pasaba por una tremenda crisis, Picón Salas sostenía que sin prejuicios del francés, del alemán o del inglés, los hispanoamericanos «debían consultar a cada Cultura -como Edipo a la Esfinge- algo del secreto de nuestro propio destino».

Formula en numerosos ensayos su tesis para Hispanoamérica. Quizá sea uno de los más expresivos y concretos el siguiente fragmento:

«El destino de América se suele mirar bajo la forma de dos mitos que me parecen igualmente peligrosos. Uno es el mito romántico de los que creen que la Cultura surge como la gracia, especie de ser divino caído del cielo, que de pronto encarnaría en nosotros y extraería de las más profundas zonas del alma, las revelaciones que estuvieron dormidas. Muchos soñadores suramericanos, partidarios de la pereza obligatoria, aún esperan que esa profecía de América hable por sus bocas en el momento más inadvertido, así como el medium en estado de trance suele transmitir el mensaje -generalmente poco interesante- de los muertos. Pero una Cultura no se hace de inspiración o de abandono mesmérico, sino de voluntad y propósito. Otros confunden -y son los más- la Cultura con el progreso material y con la obra de tecnificación que manos y capitales extranjeros realizan en nuestras ciudades suramericanas. Contra estos dos mitos de la incuria y de la conformidad, asume mi pequeño libro una posición beligerante»).


(Preguntas a Europa, 1937)                


Dos principios esenciales sujetan las indagaciones de Picón Salas respecto a la cultura de Hispanoamérica: la vinculación a la civilización de Occidente; y la indivisibilidad de la Historia y destino en los países del continente. En estos dos puntos es rotundo: «no podía escindirse América del común destino de la civilización occidental, y principalmente de aquella familia de pueblos latinos más próximos a nosotros por el linaje y afinidad histórica»:

«Esta historia común que nos envuelve no es para nosotros sólo pasado y lontananza, sino también futuro que debe delinearse, responsabilidad que compete a intelectuales, educadores y políticos. Es la angustia y la utopía -y a ratos la frustración- de un destino histórico indiviso. Ser dependientes o independientes; fortalecerse y unirse o disgregarse más, es todavía el dilema que nos presenta -como en el tiempo de Bolívar- esta inmensa porción del Continente donde más de cien millones de hombres hablan español».


Para la comprensión de los caracteres propios, singulares, de la América Hispana acude al estudio de la historia para descifrar los rasgos peculiares: «Tenemos pasado y tradición, y ella también permite entender el presente». «Entender el pasado, pero con espíritu y actitud contemporánea, en solidaridad de Historia que no se detiene, sino prosigue ensanchando la tarea y el destino común». «Y aun para inventar el futuro,   —339→   es necesario repensar el pasado. El recuerdo de un buen amor parece dotarnos de la energía y la esperanza para seguir amando».

Con pleno dominio de la literatura hispanoamericana, utiliza Picón Salas los ejemplos que le brindan para su interpretación las figuras más eminentes de las letras del continente. La inestabilidad del siglo XIX no permitía el trabajo sosegado y fecundo, como lo reconoce al decir: «quizás el tiempo histórico de estos primeros educadores, poetas y escritores de la América Hispana se resume en tres verbos que brotan con suma insistencia en su lenguaje: combatir, llorar, construir». Esta tensión creadora a pesar de las circunstancias, suscita en el ánimo de Picón Salas la mayor admiración, pues en el trabajo individual radica la única virtud formadora de pueblos. Tal es el caso de Bello, ante quien prorrumpe: «Pocos hombres y vidas encarnan ese esfuerzo de la cultura hispanoamericana en que la adversidad debe ser vencida por la esperanza, como la figura tutelar de Andrés Bello».

«Cuando en su vida longeva, testigo de un tremendo cambio histórico, Andrés Bello escribe sus tratados más importantes, pudiera compararse con aquellos, humanistas del Renacimiento español, albaceas, asimismo, de una grande Historia revuelta, y para quienes la buena lengua y la claridad del pensamiento escrito eran los más eficaces instrumentos de la razón, y en medio de la violencia en que nacía el mundo moderno, querían descubrir los caminos de la concordia».


Y como proclama de la vida del mundo hispánico en América para el porvenir, escribe en el Prólogo a uno de sus mejores libros de madurez, De la conquista a la Independencia (1944):

«Es la lengua española el instrumento de identificación mayor y más válido entre los pueblos que viven desde las estepas del río Bravo hasta la helada pampa patagónica. Idioma e historia tienden, contra los obstáculos de la naturaleza, un sentimiento de fraternidad que precediendo a los bloques económicos y políticos que acaso surjan en el futuro, sostiene la esperanzada y más promisora garantía del mundo hispanoamericano. Toca a los escritores y pensadores de nuestros países fortalecer cada vez más las bases de este entendimiento, y desenvolver la dialéctica con que suba al plano de la conciencia activa lo que hasta ahora vivimos como puro impulso emocional, como instinto que alienta sin organizarse, en el alma de nuestra mente criolla».





Contemplador desde Venezuela

Venezuela es punto de partida y permanente acicate en las indagaciones de Picón Salas. En el fondo, aunque su pensamiento discurrió por el ámbito de todo el continente americano y por el de Europa, y extendió sus disquisiciones hasta el mundo clásico greco-latino, su objetivo último, siempre presente, fue Venezuela, y toda exploración, universal o concreta, inquietante o reposada, era siempre referida a su tierra, a sus gentes. Vibra siempre este tema como bordón imprescindible, en todo cuanto compuso. De Venezuela parten sus inquietudes hasta los   —340→   más amplios asuntos de la Cultura; hacia Venezuela revierten todas sus meditaciones. «Sólo deseo ser un contemplador de mi tierra; un hombre que mirando el pasado y el presente quiera colaborar a la medida de su fe y su entusiasmo en el descubrimiento de nuestro alucinante destino». Y la pasión por el país arranca a su pluma descripciones y conceptos excepcionales en su estilo habitualmente sosegado y de mesura:

Dentro del mapa suramericano, Venezuela parece un inmenso hueso de enlace entre el alegre y ruidoso mundo caribe y esa Sur América andina, más grave y melancólica que se fija en los altiplanos de Colombia.

Venezuela, sus ríos y sus gentes, sus fiebres y sus paraísos, el sueño de las multitudes que habrán de llenarla, la experiencia de su mestizaje, las tierras que tiene por descubrir, y la música de su inmensidad, es un tema demasiado grande para un solo poeta. El verdadero gran poeta venezolano será el que por sobre las fórmulas y los convencionalismos de las retóricas vigentes se trague y se sumerja en esa materia germinal; arranque su canto del misterio que todavía somos, coincida en la actitud anímica y en la palabra reveladora con todos los que lo están aguardando. Así Dante se fue por los caminos, doblegado de las visiones, los odios y los rostros de sus terribles compatriotas toscanos; y el viejo Withman se puso a acunar su rollizo y ansioso pueblo de los Estados Unidos. Se constituyó en protector de las espigas v de las estrellas.


(Ciclo de la moderna poesía venezolana, 1940)                


A descifrar las razones históricas, las características contemporáneas y el mensaje para el porvenir, dedica Picón Salas todas sus energías y la mayor parte de su tiempo de reflexión y estudio. El año de 1936, al desaparecer la dictadura de Gómez, representa para él un momento promisor, abierto a todas las esperanzas. Son múltiples los pasajes en su obra, donde expresa reiteradamente esta ilusión de futuro:

«Con el mismo calor desordenado con que fueron escritas, entrego estas páginas de emoción y de interrogación venezolanas. Ante la magnitud de cuestiones nacionales que surgieron a nuestros ojos en 1936 cuando la muerte del viejo Dictador abrió el país a las corrientes de la vida moderna y reveló una dolorosa realidad autóctona que los escribas del César, su policía y la ignorancia cultivada hasta entonces como sistema de gobierno, habían mantenido velada, muchos compatriotas se pusieron a trazar programas técnicos».


(1941, Cinco discursos..., 1940).                


Y a continuación, escribe lo que podía ser título general de gran número de ensayos emanados de sus desvelos:

Y a buscar lo entrañable de Venezuela; las esperanzas y los símbolos de esa gran patria libre y justa he destinado estas meditaciones (Id.).


Y fija el destinatario de su quehacer, en expresiones que hallamos asimismo en muchas de las obras escritas por Picón Salas: «Que estas páginas sirvan no a los desengañados ni a los demasiado sabios, sino a los que están metidos en la patética esperanza de una Venezuela siempre mejor; a los jóvenes, a los que no han perdido la fe, a los   —341→   que conservan el alma íntegra y no mutilada por tantas pruebas y tan reciente tragedia, es mi única aspiración». Pide entusiasmo y entrega total a la empresa que los venezolanos tenían por delante: «Necesitamos -como en cada patria joven de América- este optimismo que no es el del satisfecho ni el del impasible, sino el del que vibra y se enciende con el fuego y responsabilidad de la creación futura. El pesimismo crítico sobre lo que somos y sobre lo que nos falta, no excluye este optimismo final sobre lo que debemos ser». Completa su alentador mensaje con esta sentencia: «La voluntad del hombre y de las generaciones resueltas se imprime en el torrente del devenir y suele cambiar el curso de la Historia». Más adelante hemos de ver que vivió la angustia torturante que suscita la contemplación del vértigo disociador y sin rumbo en la vida contemporánea de la América hispana.

En noviembre de 1938 empezó la publicación periódica de la Revista Nacional de Cultura, cuyo fundador y primer piloto fue Picón Salas. En las palabras iniciales con que se abre la primera entrega está su íntimo pensamiento respecto al futuro de Venezuela, expresión alborozada de su deseo de rehacer el país en su recobramiento, «empresa de Cultura y justicia», enfrentamiento al «misterio y la esperanza», en la visión de días mejores para la patria. Vuelve sus ojos a la tradición, único medio por el cual se fija «un derrotero moral, un espíritu de perduración en la Historia. El pasado -ahora lo sabemos- puede ser no sólo culto mortuorio sino revisión y rectificación de la existencia colectiva; germen capaz de reverdecer en nuevas creaciones». Glosa el ideario y la conducta de los héroes civiles venezolanos a cuya estirpe él mismo pertenece: Pedro Gual, Fermín Toro, Valentín Espinal, Juan Vicente González, Cecilio Acosta, nombres que aparecen con singular frecuencia en todos sus intentos de interpretación del alma nacional para averiguar y saber utilizar en nuestros días su doctrina y su conducta. «Qué pensaron ellos o qué sorpresa para repensarnos guarda su obra».

«Sentir lo venezolano no sólo en la Historia remota y el justo respeto a los próceres que duermen en el panteón, sino como vivo sentimiento de comunidad, como la empresa que nos hermana a todos. El venezolanismo de nuestros hombres ejemplares -de Bolívar, de Miranda, de Bello, de Simón Rodríguez, de Fermín Toro- tampoco se quedó enclavado a la sombra del campanario, sino salió a buscar en los libros, las instituciones y los caminos del mundo, cómo enriquecerse y aprender de la humanidad entera».


La misma ambición de universalidad anima las reflexiones de Picón Salas en sus meditaciones sobre el pasado nacional, en el que ve fundamentalmente dos generaciones. Una, la de quienes realizaron la independencia; y otra «la de aquellos más tranquilos pero no menos inteligentes, cuyo doloroso testimonio de la tierra quedó expresado por ejemplo en los discursos y discusiones de la convención de Valencia en 1858». No debe olvidarse la sana ideología de quienes vivieron transidos por hallar la recta y eficaz orientación de la vida civil de la nación. Si se halla preterido su recuerdo se debe a que se ha buscado «el instinto más que la reflexión», pero «el problema de la inteligencia nacional es   —342→   el de aprovechar la energía perdida, de hacer consciente lo que hasta ahora fue como rápida iluminación de algunos escritores y algunos artistas; de abrir -para los que estaban perdidos y ciegos- las ventanas y los caminos que se proyectan sobre el mundo». Los desvelos de Picón Salas se dirigen a lograr la clave del futuro en las observaciones que lleva a término en lejanas latitudes. La convicción de estar sobre terreno firme la manifiesta con harta reiteración: «Los mejores hombres de América, de las dos o tres Américas, ya se llamen variadamente Bolívar, Jefferson, Miranda, Andrés Bello, José Martí o Rubén Darío, descubren a través del universalismo europeo su propio destino nacional o continental».

El dolor ante la historia turbulenta del tormentoso siglo XIX, con dos Venezuelas enfrentadas «sin posibilidad de diálogo y comunicación, dos Venezuelas irreconciliables»; así como el desconcierto que en la Venezuela moderna produce una civilización de «poseer» y el «parecer», le hace invocar la absoluta necesidad de hallar en la propia historia «entre tantas generaciones beligerantes, una posibilidad de acuerdo». Cree contemplar en la generación a que pertenece «una especie de cambio de rumbo en alta mar», para lo cual recomienda con ahínco: «Sentir lo que acontece, y aun adelantarse al proceso de mañana; iluminar mágicamente la realidad, buscar en lo particular y local la más auténtica raíz del hombre». Y su deber de escritor «ante tan compromitente destino», lo proclama rotundamente:

«Se escribe sobre la patria con extrema tensión y apremio; acosado por los problemas y como una forma de deber cívico más que de arte gratuito. La Cultura y los métodos que uno pudo aprender al contacto de otros libros, lenguas o civilizaciones quiere emplearse como reactivo para juzgar o mejorar lo próximo. Los países como las personas sólo prueban su valor y significación en contacto, contraste y analogía con los demás».


(Comprensión de Venezuela, 1948)                


Si Venezuela abandona el azar y la sorpresa con que se ha vivido y asienta su futuro sobre una sólida base moral, en la paz y sosiego de la comprensión, lograda como está la «igualdad criolla», característica eminente de la sociedad venezolana, el país habrá de forjar su destino futuro: «Materialmente tenemos el espacio, el territorio y hasta los recursos. Se impone ahora la voluntad creadora». Su plan de trabajo se asienta sobre tres palabras: cultura, organización, entusiasmo. Y todo, como misión de las nuevas generaciones. Su fe en la juventud para la nueva orientación, va consignada en numerosos pasajes de su obra, de los cuales es exponente esta cita:

Corresponde a los jóvenes combatir por ese otro estilo de convivencia; la que acerca a los hombres por la cultura, la solidaridad, la cooperación; la que cohesiona para el común destino nacional los grupos inorgánicos y recelosos; la que reemplaza por un trato moral más alto la hosca guazábara en que nos anarquizamos y autodefendimos en los días de nuestro desamparo y nuestra disgregación; la que moviliza la irradiante virtud del entusiasmo.


Y concluye esta proclama con una sentencia dramática, grito o súplica a la juventud de su tiempo: «¡Bastaría la fervorosa tarea de una generación para transformarnos!».

Picón Salas ha sido el escritor venezolano de mirada y perspectiva más universal en las letras contemporáneas, con profundo contenido nacional; y aun, como matiz más delicado, enraizaba sus sentimientos y convicciones en su ciudad natal, la Mérida andina, «donde valía la pena vivir», según su propia definición. Este aire de provincia, nunca provincianismo ni localismo, llega a considerarlo como refugio contra lo desmesurado -«¡cuidado con lo colosal!», había escrito- y así dice: «La salvación por las provincias, consigna que podía ser útil a los artistas que en el babélico cosmopolitismo de estos días quieren salvar algo de su patrimonio étnico, ser fieles a la sangre y la tierra de donde brotaron. Porque el mundo marcha a una descolorida uniformidad, a esa monotonía de los días sin color ni símbolo...». A su Mérida natal dedica un conjunto de escritos «en que nada se enseña sino un poco de alegría y amor, devolviendo a mi ciudad algo de la deuda de nostalgia y ensueño que me dio para peregrinar por la vida». Este sentimiento convertido en convicción está en su Apología de la pequeña nación (1946), referida a Puerto Rico equivalente a una auténtica provincia por su tamaño y por su realidad, al referir a dimensiones geográficas más humanizadas las empresas de cultura «más ágiles y universalistas por su propia pequeñez».




Idioma y estilo

Recuerdo que hace algunos años le preguntaron a Picón Salas para una encuesta periodística que indicase qué palabra castellana le parecía más hermosa y expresiva y contestó que a su juicio era la voz donaire. Acaso sería esta la mejor definición de su propio estilo literario. Como maestro de la prosa castellana Picón Salas dio a la cultura moderna páginas de fresco primor como las del Viaje al amanecer o el delicioso encanto de «Pequeña historia de la arepa», junto a las graves meditaciones de sus ensayos hasta la prosa finamente barroca de Pedro Claver, el Santo de los esclavos. Gracia y perfección, virtudes que él veía amenazadas por el estrépito moderno, son rasgos determinantes de su estilo, en el que yo señalaría, además, el arte consumado de adjetivar con extraordinaria exactitud; los interrogantes como recurso expresivo; y el uso magistral de un vocabulario amplísimo, en el que predominan ciertos términos que denominaríamos «palabras entrañables» (sosiego, concordia, equilibrio, aseo, sutil, riguroso, deleite, venturoso, ademán, dones, acorde, regocijo, fascinación, tolerancia, generoso, camino, acento, diáfano, luminoso, pulir, acaso, veracidad, libertad, señorío, limpio, esmerarse, promisor, apenas, decantado, desinterés, frescura, ecuanimidad, recatado, garbo, fino, agudeza, vivacidad, horizonte, acento, solvencia, plenitud, esfuerzo, servidumbre, desvelado, claro, eficaz, hábil, brioso, cavilación, simpatía, mengua, clarificar, etc., escogidas entre las que he anotado de empleo más frecuente en la prosa de Picón Salas).   —344→   De todas ellas, quizás sosiego, aseo y deleite sean las que usa con particularísima preferencia. Si a todo ello unimos un claro sentido de humor y la absoluta necesidad de precisión en todo cuanto escribe, tendremos algo abocetado el perfil del escritor.

Lector excelente, Picón Salas captó -con buen gusto poco común- el secreto de la lengua castellana que en sus manos cobró un acento singular, personalísimo. En plena conciencia de la evolución del idioma, hallamos expuestas sus observaciones y sus propias ideas en múltiples pasajes de sus obras:

«... el lenguaje es un producto histórico, continuamente configurado por el proceso creador de las generaciones». «Hay un ritmo interno de la lengua en que influye, forzosamente, la manera de ver y sentir de cada época. Lo mismo que la Plástica y la Música, la literatura de un idioma -que es su suprema expresión- se desarrolla en historia de estilos». «¡Y qué gusto viajar en esa lengua cambiante -mensajera de los siglos- que va de lo primitivo a lo clásico, de lo clásico a lo barroco, de lo barroco a lo moderno, transmitiendo las mejores añoranzas y utopías de los hombres!».


(Estudios de literatura venezolana, 1961)                


La libertad individual en la creación literaria es principio indeclinable para Picón Salas, con la natural dependencia a un espíritu permanente de la lengua, pero sin someterse a trabas normativas:

«... cada gran artista -a pesar de las limitaciones académicas- encontrará su peculiar manera de decir las cosas». «De obedecer a los puristas y si no fuese por el impulso histórico que cambia los idiomas y aporta -según la época- palabras nuevas para nuevos usos y cosas, y por la fuerza creadora del escritor que tiene que encajar, de alguna manera, en las palabras sus vivencias, el castellano se habría congelado en los siglos XIII y XIV, en los días de Alfonso el Sabio o, cuando más, del Arcipreste».


(Id.)                


Y referido al lenguaje moderno, escribe: «¿Hubieran podido escribir Unamuno y Ortega -los más significativos escritores hispánicos de este siglo- si siempre hubieran hecho caso a las reglas de la Academia? Su genio creador hará, precisamente que las palabras que usaron aparezcan como clásicas en los futuros Diccionarios de autoridades». Insiste, todavía, en el mismo concepto: «A pesar de que hayan empleado (neologismos) y aun inventado palabras cuando las requerían, escritores contemporáneos como Unamuno y Ortega y Gasset son ya autoridades en materia de lengua, nuevos clásicos de nuestra literatura en la misma medida en que lo son Quevedo, Cervantes o Fray Luis de León». Rubrica, además este derecho a la creación personal con esta ironía: «Los llamados escritores correctos solían ser los más fastidiosos».

Consecuentemente, establece para el lenguaje hispánico el principio siguiente: «Se puede ser el más perfecto clásico usando zaperoco, tequiche, guayoyo o zarabanda». Pero siguiendo la doctrina de Bello, a quien cita expresamente, dice: «Lo grave son los atropellos a la sintaxis que ahora brotan con tanta frecuencia en escritos venezolanos como resultado del mayor cosmopolitanismo, el enorme intercambio con Estados   —345→   Unidos y la influencia de masas inmigratorias». Proclama como norma la del «buen uso» o sea el de la gente educada, «que se le ofrecía a nuestro don Andrés Bello como el arranque inicial de toda gramática». Y en su teoría del uso legítimo de los venezolanismos, esboza una interpretación muy aguda de su valor expresivo:

«A través de estas palabras en que el español se hizo mestizo se sigue un camino apasionante de nuestro vivir venezolano. Cuántas y cuáles indican afectuosidad, coraje, desorden, derroche, intuición; qué dialectalismos o refranes peninsulares se modificaron aquí con nuevas metáforas, son indicio admirable de nuestro modo de concebir el mundo. Tienen interés para el sociólogo, el poeta, el historiador».


(Id.)                


Los vocablos son pesados, medidos y gustados por Picón Salas y recomienda al escritor «para que sus palabras sirvan y no queden enredadas como aserrín en la garlopa, hay que usar también escuadras e invisibles instrumentos de cálculo». La fina percepción del lenguaje logra exactas definiciones de usos del idioma en otros escritores. Por ejemplo: «... la sencilla lengua, casi socrática, en que Bello velaba con elegancia su densa sabiduría», «... ese español rico y concreto [de Teresa de la Parra], síntesis maravillosa de su aprendizaje madrileño y del más anecdótico y vivaz criollismo, con ese poquito de espíritu francés que en los hispanoamericanos más refinados suaviza los colores demasiado fuertes o las antítesis violentas del alma castellana»; o esta afirmación relativa al estilo de Pedro Emilio Coll, «... no es de ningún modo el tropicalismo estrepitoso, sino un arte más íntimo de sugestión, de prontitud metafórica y hasta de amable ironía...».

En el camino de continua perfección hacia la maestría de su estilo, Picón Salas superó escollos, que nos vienen explicados en su prosa limpia y persuasiva: «Lo primero que tuve que suprimir en este proceso de simplificación y resignada conquista de la modestia, fue el abuso del yo». Sigue luego en su confesión:

«A los 19 años me encantaba la prosa de Azorín, hasta me esmeraba en imitarla, pero ¿de qué rincones viejos y patinadas rutas de don Quijote iba a hablar en este tormentoso y cambiante mundo hispanoamericano? A algunos de los grandes amigos de América en España desde Menéndez Pelayo hasta el muy comprensivo y genial Unamuno (a quien hubiéramos otorgado título de gaucho, guajiro o llanero honorario), les faltó la experiencia directa del escenario americano y de toda la problemática que aquí suscitan el inmenso espacio geográfico, el mestizaje, la inmigración, la imperiosa vecindad de un enrarecido mundo tecnológico y supercapitalista como el de Estados Unidos».


(Obras Selectas, Prólogo de 1953)                


Y en el desarrollo de su conciencia de hombre de letras, la de quien siente «que la palabra no se le dio como juguete personal, sino como medio de comunicarse con los demás hombres y hacer más habitable el mundo», transformó la finalidad de su obra, con un profundo contenido humano: «No nos basta el arte tan sólo, porque aspiramos a compartir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido».



  —346→  
Balance

Al sorprenderle la muerte, poco antes de cumplir 64 años, Mariano Picón Salas llevaba ya realizada una obra muy valiosa en volumen y significación, tanto por la hondura de contenido cuanto por las cualidades de lenguaje. Realmente, de Picón Salas aún podía esperarse mucho más, pues sus últimas meditaciones habían alcanzado pleno vigor y seguridad en el razonamiento y limpia perfección expresiva. Deberá vinculársele en la historia de las ideas contemporáneas en Hispanoamérica, con los grandes intérpretes y orientadores de la fascinante y acelerada transformación de esta parte del mundo de habla hispánica.

Hemos relacionado su mensaje con los de Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Cada uno con su matiz personal, peculiar, ha indicado el destino futuro de la civilización de un continente, en las indagaciones y en su obra de creación.

Picón Salas habrá de ser considerado como uno de los valores más legítimos de la cultura hispanoamericana contemporánea.

1966.







  —343→  

ArribaAbajo6. Ángel Rosenblat (1902-1984)

Palabras en un foro celebrado en La Casa de Bello, dedicado a evocar la memoria de Ángel Rosenblat. Asistía un nutrido grupo de profesores, antiguos alumnos del Profesor Rosenblat y una excelente representación de estudiantes.




El maestro

Quizás por el triste privilegio de la edad, yo les puedo hablar de Ángel Rosenblat años antes de que ustedes lo hubiesen conocido. El primer contacto que tuve con él fue en España antes de la Guerra Civil de 1936. Él estaba trabajando con Américo Castro en el Centro de Estudios Históricos de la calle Medinaceli de Madrid; nos vimos muy de tarde en tarde, pero él ya empezaba a tener interés -como si fuese un tema de predestinado- en las lenguas indígenas venezolanas. En la revista Tierra Firme, editada por Américo Castro, publicó sus primeros trabajos sobre los dialectos de los otomacos. La Guerra Civil nos dispersó: Ángel fue a París y después de una breve estancia en Ecuador con otro gran profesor a quien las generaciones venezolanas deben mucho, Juan David García Bacca, pasa en 1938 a Buenos Aires, en donde nos tratamos de nuevo. Había precedido a este nuevo encuentro en el Instituto de Filología de Buenos Aires una larga correspondencia, en la que en su mayor parte consultaba datos y pedía información   —347→   sobre los pueblos primitivos en Venezuela para el gran libro que editó en Emecé, en dos tomos, sobre la población indígena, en América. Nuestro reencuentro se realizó en el despacho de dos hombres excepcionales que estaban construyendo ese maravilloso Instituto de Filología de la Universidad, en la calle Viamonte de Buenos Aires, que eran Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, cuya memoria hemos recordado en esta misma Casa de Bello hace muy pocos días. Formaba parte del equipo, junto a los hermanos Lida (María Rosa y Raimundo), que acompañaba a los dos citados maestros que dirigían los estudios del español en América. Ángel Rosenblat aplicaba su actividad de hormiga con esa ejemplar dedicación al trabajo constante, paciente, de añadir una nota todos los días, con esa regularidad que siempre he pensado que era el mejor ejemplo que podía dar al estudiantado de cualquier sitio, y, particularmente, en nuestras universidades donde se acostumbra a querer caminar muy de prisa. Ángel Rosenblat trabajaba despacio, escribía con su letra menuda (acaso más diminuta que mi caligrafía); revisaba siempre; persistía tesoneramente antes de aceptar una referencia o una opinión, antes de decir sí o decir no. Nos reunimos asiduamente en los días de esta primera convivencia americana en Buenos Aires. Les estoy hablando de 1938, cuando la mayoría de ustedes no había nacido todavía. Al amparo del magisterio de ese hombre extraordinario en sabiduría y buen gusto que se llamó Amado Alonso; y el del otro completo y profundo humanista, maestro en cada instante, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, se iba forjando una familia de preocupación intelectual, espiritual, en el Instituto de Filología que se derrumbaría pocos años después por las circunstancias políticas argentinas al agudizarse el dominio del peronismo. Se produjo el hecho afortunado de ir Mariano Picón Salas como Ministro de Venezuela al Sur. Decidió contratar a Ángel Rosenblat para que se trasladase a Venezuela y se encargase de llevar a cabo lo que ahora se ha realizado, en parte, que es el Diccionario de Venezolanismos. Don Ángel en Caracas fue acopiando el tesoro que ha quedado al cuidado de gente joven: María Teresa Rojas, Aura Gómez, María Josefina Tejera y otros que han trabajado en el Instituto de Filología Andrés Bello, de la Universidad Central de Venezuela, sobre el acervo de cédulas, de fichas, de obras anotadas y trasladadas a las referencias filológicas que constituye una valiosísima herencia para la nación.

Lo que publicó Rosenblat es un legado hacia un horizonte que no tiene fin, que no tiene límite, pues fija las leyes para una tarea entrañable hacia el futuro sobre la vida histórica y actual del idioma. Entre los libros que Rosenblat publicó, recuerdo: La primera visión de América y otros estudios, Caracas, 1965; Andrés Bello a los cien años de su muerte, Caracas, 1966; Lengua literaria y popular en América, 1969; La lengua del Quijote, Madrid, 1971, que vi elaborar en Madrid cuando él gozaba de su año sabático; Nuestra lengua en ambos mundos, Madrid, 1972; Sentido mágico de la palabra y otros estudios, Caracas, 1977, Buenas y malas palabras, con numerosas ediciones. Todo esto constituye un auténtico tesoro para la cultura hispánica. Ahora, gracias a Dios,   —348→   se ha tomado la resolución de publicarlo, íntegramente, en forma de Obras Completas.

Aparte de este aporte magistral escrito rigurosamente ejerció la docencia oral en forma también extraordinaria. A veces por su carácter parecía esquinado o excesivamente inquieto, pero se debía a que exigía el aprendizaje serio y continuo en bien de sus discípulos, y así hay que entender sus paternales regaños. Y al entenderlo, quererlo más. Algunos que hoy adoran a Ángel Rosenblat, en algún momento se me habían acercado para decirme que interviniera para lograr que suavizase sus maneras, porque habían tenido alguna diferencia con él. Estos son accidentes naturales en un hombre noble que pide lo mejor en el estudio y en el rendimiento de sus alumnos por su propio bien.

Del mismo modo y con el mismo espíritu comprensivo, hay que juzgar la excelente tarea, la valiente tarea, desarrollada por Rosenblat en las páginas de los periódicos, particularmente en El Nacional, cuando denunció fallas de la educación, la impreparación en la escuela secundaria venezolana, como en su famoso artículo sobre el «bachiburrato» que molestó a muchos pero que sigue mereciendo reflexión. Nuestro bachillerato está cojeando mucho, con lo que se presiona y condiciona la tarea en Educación Superior. Rosenblat era hombre que vivía la pasión por la enseñanza, sentía el amor hacia la más perfecta formación de la juventud, en el sentido inexcusable de pedirle a cada uno los resultados que correspondían al talento. No toleraba que hubiese ni indiferencia ni desapego al estudio. Si era extremadamente severo en sus propios trabajos, también lo era como maestro en la cátedra y aun en las discusiones entre compañeros; mantenía sus opiniones sin caer nunca en lo que la gente espera que le digan para su propia complacencia. Era, como se dice en buen criollo, un hombre cuadrado, por filólogo, por sabio, por disciplinado, por buen educador, por hombre incansable, por excelente padre.

Fui padrino de su matrimonio con Carmen Elena Mendoza, con quien creó un hogar admirable. La muerte de su esposa, ejemplar en la suavidad de carácter y en la alegría, contribuyó sin duda al deterioro de las ilusiones vitales de Ángel, a pesar de que su hijo y sus hijas le mantuvieron siempre en la esperanza de un mañana promisor.

Por todas estas razones a ustedes, jóvenes, que en gran mayoría están asistiendo a este foro, les recomendaría que vieran en Ángel Rosenblat esta particular cualidad de su temple: la fortaleza de decisión, la exacta propiedad en el conocimiento y la voluntad de servicio al país. Dudo que en las últimas décadas en Venezuela haya habido un maestro -con todo el compromiso que significa la palabra «maestro»-, que pueda comparársele en la guía y consejo de la juventud como en el caso de Ángel Rosenblat.

Ustedes oirán las intervenciones de quienes aprovecharon muy bien las lecciones magistrales de Ángel Rosenblat: María Teresa Rojas, que tiene hoy el grave deber de dirigir el Instituto que por tantos años condujo Ángel Rosenblat; Aura Gómez cuya obra publicada Lenguaje coloquial venezolano, la acredita como singular discípula de Ángel Rosenblat. Añado a Iraset Páez, quien como ha dicho el profesor   —349→   Sambrano, es hombre que tiene ya libros que le granjean un nombre para este momento y para el futuro; José Santos Urriola, que no ha venido, pero que es de los hombres enteros y útiles que también tiene el país. Veo a María Josefina Tejera, discípula también y compañera de trabajo en el Instituto que se ha echado sobre sus hombros la empresa del Diccionario de Venezolanismos.

Ustedes, jóvenes que están en el tiempo de hallar un modelo para seguirlo, que están buscando las normas para orientar su vida en lo porvenir, piensen, analicen, estudien, desentrañen, lean los escritos y descifren las entrelíneas de todo lo que Ángel Rosenblat ha dicho y ha impreso y tengan presente siempre en la mente y el corazón que con la muerte de Rosenblat se ha perdido uno de los valores sustanciales de la enseñanza en Venezuela, al que hay que honrar con el esfuerzo de cada uno.

Caracas, 1986.