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Esteban Echeverría y el romanticismo en el Plata

Rafael Alberto Arrieta




ArribaAbajoIntroducción

A mediados de 1828, al examinar en cinco artículos de su diario El Tiempo lo realizado por la incipiente literatura argentina, Juan Cruz Varela deploraba que el temor de «cruzar el océano», por parte de sus cultores, la privara de cuanto aportan los viajes a la imaginación y la cultura. Allí mismo lamentó que ningún poeta argentino hubiera logrado reunir aún su producción en libro y que la naturaleza no inspirase a nuestros líricos, exclusivamente consagrados a exaltar los triunfos guerreros y las instituciones civiles de la joven patria.

No podía sospechar entonces el sensato crítico que un joven porteño acababa de descubrir en París un «mundo nuevo» para las letras del Nuevo Mundo. Al desconocido ausente le estaba reservado, además, publicar el primer libro de versos de la Argentina e inaugurar en su lírica la descripción pictórica de su paisaje más representativo. Menos hubiera podido suponer el último de los neoclásicos que aquel joven retornaría al país con las semillas de una renovación estética que conmovía a Europa e ignoraba América.

En efecto, el romanticismo entró en el continente hispanoamericano por la orilla fluvial de Buenos Aires, directamente importado de Francia por un nativo de la ciudad, antes de que lo recibiese España de manos de sus propios proscritos. Esteban Echeverría1, residente en París desde la aparición de Cinq-Mars hasta el estreno de Hernani, volvió al Plata con los fermentos literarios y filosóficos de aquel cuadrienio parisiense, y esa aportación señala en nuestras letras el movimiento emancipador de la tutela española, complementario de la liberación política. Diez años de labor en la ciudad nativa harán de Echeverría el artífice solitario de la materia por él introducida, el arquitecto de una ideología militante y el iniciador de una generación singularmente memorable. A esas tres fases de la acción echeverriana corresponden, además, correlativamente, el nacimiento de nuestra crítica bibliográfica, el descubrimiento literario de nuestro medio geográfico y la cohesión espiritual de una pléyade dispersa por el destierro.






ArribaAbajo- I -

Echeverría en Europa


Obstinado silencio acerca de su vida europea. Inferencias y conjeturas. El París literario de 1826 a 1830. La impregnación romántica del estudiante argentino. Su aprendizaje poético. El regreso imprevisto


Una reserva impenetrable hasta para los más próximos aisló siempre sus cuatro años de vida europea. Alberdi, en el artículo necrológico de Valparaíso, dijo que «frecuentó los salones de Lafitte, bajo la Restauración, y trató allí a los más eminentes publicistas de su época, como Benjamín Constant, Manuel Destut de Tracy, etc.» Pero Juan María Gutiérrez, que recogió ese artículo en las Obras completas (tomo V) de Echeverría, no se hizo eco de aquellas noticias en su estudio sobre el autor y limitose a informar vagamente que «frecuentaba la tertulia de varios literatos de nota»; declaró, en cambio, que «Echeverría no se complacía en referir historias de sus viajes, ni las anécdotas de su permanencia en París» y aun llegó a confesar lisa y llanamente, como biógrafo y editor de su gran amigo y maestro: «No hemos podido averiguar tampoco quiénes fueron allí sus mentores y guías».

La modestia no era un rasgo de su fisonomía moral. Consciente de la trascendencia de su obra, celoso de la originalidad que se atribuía, agresivo hasta con los que mejor le quisieron, cuando advirtió en ellos una sombra de vacilación en el elogio, ¿qué le obligaba a callar cuanto se refiriese a los años juveniles de su formación literaria en la capital francesa, durante el lustro más cohesivo del romanticismo como escuela, coincidencia privilegiada de su destino personal?

Un fragmento de la Peregrinación de don Juan -bosquejo abandonado del póstumo Ángel caído- muestra su propio deslumbramiento de viajero:



   Era París, cabeza de la Francia,
astro inmenso de luz que a la distancia
sobre los pueblos de uno y otro mundo
derrama sin cesar rayo fecundo...

   Y a París va don Juan, y monumentos,
teatros y palacios y portentos
de la industria y del arte, absorto mira...


Y vuelve con los labios sellados. Se piensa en una llaga oculta, en un rencor latente: ocupaciones humillantes en días de penuria; fracasos inconfesables, tal vez conocidos por dos o tres de los compatriotas residentes en la misma capital. Sin embargo, una página de su diario de 1835 contiene esta referencia: «Cinco años de estudio y reflexión habían nutrido mi ingenio»; y una carta íntima de 1836, este suspiro de nostalgia irónica: «En Francia era yo para los que me conocían, joven de seso y esperanza». Once años más tarde, en sus cartas públicas a don Pedro de Angelis, hubiera podido ilustrar con testimonio personal hechos y figuras del movimiento romántico europeo, allí rozados; pero guardó silencio. Algo después, mientras glosaba su vida en los cantos de El ángel caído, prometió, sí, abrir sus cofres:


   Lo que aprendió en la escuela de los sabios,
lo que al estudio y reflexión debiera,
lo que oyó acaso de mundanos labios,
lo que en las viejas sociedades viera,
te lo diré, lector, sin duda alguna,
en ocasión más bella y oportuna.


Pero el poema no lo dice ni la ocasión propicia se presentó jamás. Cuando en 1850 -¡un año antes de su muerte!- envió el poema a Félix Frías, residente en París, donde pensaba editarlo, tampoco se decidió a variar su laconismo hermético. «No estoy por biografía -declaró al amigo-. No debe en mi concepto escribirse la de autores que no han concluido su carrera y que están todavía en edad de producir algo. Sin embargo, si usted quisiera tomarse el trabajo de escribir como Editor algún pequeño prefacio, me sería muy grato. En él diría usted que nací en Buenos Aires, en donde estudié latín, francés y filosofía, y que en 1825, siendo muy joven, hice viaje a París, cuyas escuelas frecuenté cerca de cinco años. Después de haber hecho estudios generales sobre las ciencias matemáticas y físico químicas, los verifiqué muy serios de literatura, de historia, de política y economía, ciencias que en aquel tiempo estaban en boga. Que regresé a mi patria a mediados de 1830 después de haber visitado la Inglaterra...»2.

Ni una palabra más. ¿No era la ocasión prevista para evocar sus años formativos, la gran ciudad, el gran momento de la literatura francesa, las aulas en que estudió, sus maestros, sus condiscípulos?

En ese mismo año de 1850 el escritor francés Xavier Marmier3 llegó a Montevideo, donde halló una literatura argentina que no había encontrado en Buenos Aires. Conoció a Echeverría, y obtuvo de él mismo los informes personales, igualmente vagos, que consigna en las páginas que le dedicó al año siguiente en el tercero de los cuatro capítulos montevideanos de su libro Lettres de l'Amérique4. «Tuvo en París -dijo en aquéllas- maestros particulares que le dieron lecciones de literatura, matemáticas y física; al mismo tiempo, asistía a los cursos del Colegio de Francia y de las facultades. Pasó allí cerca de cinco años, siguiendo con ávido interés el movimiento literario de nuestro país. Visitaba algunas casas distinguidas y era acogido con benevolencia por algunos de nuestros hombres eminentes... Aquella peregrinación de estudio, aquella residencia en Francia, han quedado profundamente grabadas en su memoria y las recuerda con dulce melancolía... Para quien debió experimentar las mismas emociones por haberse hallado en París hacia el mismo tiempo, es una sorpresa agradable oír cómo recuerda un extranjero, a tres mil leguas de distancia, en una modesta casa de Montevideo, aquellas lecciones de la Sorbona que resultaban acontecimientos, y los dramas y poesías de la escuela romántica que una juventud entusiasta saludaba como descubrimientos de regiones nunca entrevistas. ¡Cuan lejos están esos días! El pobre poeta argentino los evocaba en su retiro...». Y después de comentar la obra poética y política del emigrado, refiérese el viajero a su destierro y a la confiscación de sus bienes: «On ne m'a pas même laissé un livre, me disait-il un jour avec douleur, un de ces beaux livres de choix que j'avais rapportés de France. C'est ce que je regrette le plus»5.

Con informes tan sucintos es necesario inferir mediante ilaciones cronológicas y referencias congruentes, las lecturas y sugestiones que atañen a la impregnación espiritual de nuestro lejano iniciador durante sus años parisienses. Cuanto pueda corresponder de aquel medio a su formación, es extensible a los primeros discípulos que recibieron sus frutos y, en general, al romanticismo argentino en sus comienzos. Una leal confesión de Alberdi a ese respecto nos ilumina el panorama: «Por Echeverría, que se había educado en Francia, durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la Universidad por Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Bentham, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffroy y todos los eclécticos procedentes de Alemania, en favor de lo que se llamó el espiritualismo»...

Sabemos ciertamente que al embarcarse para Europa no llevaba el propósito de dedicarse a las letras. El más amplio y explícito de sus bosquejos autobiográficos nos dice que luego de haber dejado las aulas porteñas por el comercio, sólo «en ratos desocupados leyó algunos libros de historia y poesía», y líneas más adelante confirma esa preferencia accidental en años posteriores: «Durante mi residencia en París [probablemente a fines de 1826] y como desahogo a estudios más serios, me dediqué a leer algunos libros de literatura». Pero esa vez lo embriagó el filtro: «Shakespeare, Goethe, y especialmente Byron, me conmovieron profundamente y me revelaron un mundo nuevo. Entonces me sentí inclinado a poetizar...»6.

El descubrimiento de los dos poetas alemanes está vinculado a una amistad que debió influir inesperadamente en su destino. Un solo nombre de amigo extranjero revelan los papeles íntimos de Echeverría, y es el de Federico Stapfer, destinatario de la carta escrita en francés por aquél y publicada, medio siglo después, por su editor. Dirigida a Berlín y datada en París el 20 de junio de 1827, contiene el siguiente párrafo que permite entrever algo de su iniciación literaria:

Je me rappele bien souvent de nos promenades, et surtout de la fille du musicien de Schiller [Kabale und Liebe]. Vous ne pouvez vous figurer l'effet que cette piece produisit sur moi; je m'en souviendrai toujours parce que l'impression en fut bien profonde. Elle réveilla ma curiosité de connaître les ouvrages de ce grand écrivain. Je les ai lus dans une traduction ainsi que ceux de votre grand Goethe. Quels trésors n'ai je pas trouvé! Avec quelle avidité je les ai dévorés! Je voudrais bien connaître la langue allemande pour mieux pouvoir apprécier tants de beautés. Je ne perds pas l'espoir d'y arriver.


(Obras, t. V, p. 417)                


¿Cuándo se produjo la revelación decisiva? Como esta carta es contestación a otra recibida a fines de marzo, no cabe duda que el conocimiento personal de los corresponsales y sus paseos y lecturas en ella recordados, databan del año anterior, o sea el del arribo del estudiante porteño. Ya estaba el romanticismo en el aire, y el joven americano del sur debió aspirarlo en las aulas y en los barrios estudiantiles.

El París de Echeverría vive el decenio renovador de la literatura francesa, iniciado en 1820, el año de las Méditations, con el «Cénacle» de los hermanos Emilio y Antonio Deschamps, de donde surge la Muse française, primera revista romántica; reforzado en 1824 (año en que Hugo confiesa aún su ignorancia sobre la diferencia entre los géneros clásico y romántico), con el salón de Charles Nodier, flamante director de la biblioteca del Arsenal, que reunirá a los nombres más representativos de las letras y las artes de su hora: Lamartine, Vigny, Hugo, los dos Deschamps, Sainte-Beuve, Delacroix, Luis Boulanger, los hermanos Deveria, Dumas (padre) y finalmente Alfredo de Musset, «enfant par hasard adopté et gâté». Las revistas se nombran entonces con la palabra sembrada por Madame de Staël: los Annales romantiques las Tablettes romantiques... Hugo, repentino caudillo de huestes cabelludas a lo Vercengitorix, abre su salón rojo, mitad templo, mitad plaza de armas, de Cromwell a Hernani. Después de 1830, el estado mayor del romanticismo francés comienza a ser roído y disgregado; el lustro de su cohesión efectiva es, precisamente, el mismo que corresponde a la permanencia de Echeverría en París.

El «mundo nuevo» se mostró a la imaginación del estudiante argentino por su puerta principal: «Quels trésors n'ai je pas trouvé!». ¿En qué traducción -francesa, naturalmente- leyó a Schiller y a Goethe? El teatro del primero, traducido por Próspero de Barante, circulaba en edición de seis volúmenes impresos en 1821. La trilogía de Wallenstein, en una adaptación de Benjamín Constant apenas acorde con el sistema dramático propiciado en su prólogo revelador (Quelques reflexions sur la pièce de Schiller et le thêatre allemand), había aparecido en 1809, un año antes de la impresión sacrificada de l'Allemagne, como un heraldo del grupo germanizado de Coppet. En 1828, Albert Stapfer había publicado su traducción de las obras dramáticas de Goethe, en cinco volúmenes7.

Si Echeverría ignoraba el alemán, tampoco lo sabían, con raras excepciones, los románticos franceses, y aquél como éstos no pudo extender sus conocimientos de la literatura de dicho idioma más allá de los autores presentados por Madame de Staël. «De 1813 a 1831, nous avons vécu sur le livre De l'Allemagne», ha dicho un crítico francés para sustentar que el romanticismo de su país no debió nada al contemporáneo alemán, por haberlo ignorado totalmente8. La Alemania de los románticos franceses en el decenio indicado ya era la de los clásicos del romanticismo alemán, de Wieland a Herder, de Klopstock a los Schlegel. Siete años después de la muerte de Hoffmann, autor citado en verso y en prosa por Echeverría, comenzó a aparecer la traducción francesa de Loeve-Weimars, en veinte volúmenes (1829-1833).

La teoría del drama romántico expuesta por Augusto Guillermo Schlegel en su curso de Viena había sido traducida por Mademe Necker de Saussure, como lo dice una nota De l'Allemagne, y el lector argentino, su glosador futuro, cimentó en esas páginas la respetuosa consideración que mostraría siempre por el teatro clásico español. Aquel curso de Schlegel tuvo resonancia europea. Traducido por Bohl de Faber, originó en España su polémica con Mora y Alcalá Galiano. En Italia suscitó un movimiento de ideas contrario al clasicismo alfieriano que tuvo su centro en Il Conciliatore, de Milán, y sus mejores frutos en las tragedias de Alejandro Manzoni. Vertidas éstas al francés por su amigo Claudio Fauriel (contertulio, a comienzos del siglo, del salón de Madame de Staël, defensor, con Benjamín Constant, de la reforma dramática, y admirador de la literatura italiana), fueron publicadas en 1823, junto con el artículo de Goethe sobre aquéllas, el diálogo de Visconti sobre las unidades dramáticas y la Lettre a M. C.., del propio Manzoni, acerca del mismo asunto. Echeverría pudo conocerlas en esa versión, antes que en italiano, como acaso ocurrió con la Divine Comédie, en versos franceses de Antonio Deschamps (1829); pero diez años después pondría de epígrafe a un canto de La Cautiva dos versos del Conte di Carmagnola, en su lengua original.

El interés por las literaturas extranjeras dio nacimiento a periódicos especiales. En 1824 apareció Le Globe; en 1825, la Revue Britannique, fundada por Amadeo Pichot y Philarète Chasles, éstos conocidos posteriormente como autores por nuestro futuro iniciador romántico. Entre los fundadores y redactores de Le Globe, tres nombres habían de lograr, a partir de 1830, lejano eco en Buenos Aires: Leroux, Cousin, Jouffroy. Las páginas de ese periódico vieron nacer la amistad de Sainte-Beuve y Víctor Hugo, el 2 de enero de 1827, con motivo de un artículo del crítico sobre Odes et Ballades. Goethe, lector atento de dichas páginas, anunció inmediatamente a Eckermann el bautismo romántico del joven Hugo. Sainte-Beuve, que ha citado el episodio, declaró al hacerlo que también había empezado entonces su propia «initiation a l'École romantique des poètes»9.

Shakespeare conquistó París en ese mismo año. Vetado por Voltaire, maltratado en su isla, descubierto y agasajado por Lessing en desmedro de Corneille y Racine, había recibido en Alemania la consagración y la apoteosis a través de Herder y de Goethe y en las traducciones magistrales de Wieland (1763-1766) y de Schlegel (1797-1801). No obstante, Madame de Staël se refirió al «bárbaro» con eufemismos, considerándolo más conocedor del corazón humano que del teatro, y a sus obras más aptas para la lectura que para la escena. El Imperio mantuvo la tragedia clásica como un baluarte. En 1822, el escenario de la Porte-Saint-Martin había ofrecido a los parisienses Othello, en inglés; Stendhal contó en uno de los folletos que reunió luego bajo el título común de Racine et Shakespeare, lo ocurrido en aquella presentación: «Desde que aparecieron los actores fueron atacados con papas y huevos; de vez en cuando se les gritaba: ¡Hablad francés! Algunos mozalbetes rugían: ¡Abajo Shakespeare! ¡Es un edecán del duque de Wellington!». Cinco años después, en setiembre de 1827, el Odeón presentó nuevamente a Shakespeare en su lengua, ante un auditorio respetuoso y, en buena parte, idólatra. Los actores eran de primer orden, es verdad; pero el romanticismo ya predominaba en las butacas.

¿Pudo asistir Esteban Echeverría a alguna de aquellas representaciones? Tres meses antes había comunicado a Stapfer su admiración por Schiller y Goethe; pero ya sabemos que el nombre de Shakespeare los precedía entre los reveladores de un mundo nuevo para su espíritu. Valiose probablemente de la traducción de Le Tourner que, revisada por Guizot y Pichot, auxiliaba a quienes, como Hugo, Dumas, Gautier, Berlioz y otros espectadores destacados del Odeón, adoraban al «dios del teatro» y no entendían aún su lengua. No hay duda de que el ruido del oleaje contrario, más violento desde aquel punto, dio a nuestro estudiante idea del choque entre clasicistas y románticos. Víctor Hugo, conductor de veinticinco años, decidió dar la batalla en el teatro y preparó un drama que no pasaba por sus puertas. El desmesurado Cromwell no llegó a las tablas; pero cien astas hicieron inmediatamente bandera de su prefacio y en él ondeó Shakespeare sobre los tejados. Ya tenía el teatro romántico su manifiesto; sólo le faltaba su pieza. Antes de lograrla apareció otro prefacio, muy celebrado, de Emilio Deschamps, al frente de sus Études français et étrangéres, en el que se reclamaba para el mejor comienzo de la revolución escénica «la representation des chefs-d'oeuvre de Shakespeare traduits en vers français avec audace et fidélité». Alejandro Dumas reconocía en el insular -lo dicen sus Mémoires- al creador más fecundo después de Dios; pero no esperó la fecundación del terreno por sus traducciones en verso, y el 11 de febrero de 1829 dio a las tablas del Théatre-Français el primer drama romántico de Francia: Henri III et sa cour. Fue un triunfo, aunque los líricos se mordieron los labios; el prefacio de Hugo exigía el verso para la obra esperada y el drama de Dumas estaba en prosa... Meses más tarde, el 24 de octubre, Alfredo de Vigny complacía a su amigo Deschamps estrenando en el mismo escenario Le More de Venise, traducción en verso de Othello. Pudo haber sido Echeverría nuestro cronista de esa entronización del genio isabelino...

Ya reinaba en París, con diez años de anterioridad, Walter Scott. El historiador francés de la novela histórica considera excepcional su acogida en Francia y recuerda que una generación entera fue deslumbrada y seducida por el hechicero10. Leído por los románticos franceses en la traducción de Defauconpret, nada más razonable que suponer lector de la misma al porteño que llegó a París el año de Cinq-Mars, primer fruto francés de la siembra escocesa. Mucho después, en Buenos Aires, escribiría a propósito del fondo y la forma en la obra literaria: «Byron, al leer algunas páginas de Walterio Scott, exclamaba: ¡sublime! ¡maravilloso! Pero todo se ha dicho ya... ¿Qué hallaba el Lord en las novelas del escocés, que tanto le hechizaba? La forma, es decir, el estilo, el lenguaje, la estructura, la exposición esencialmente dramática y animada de sus ideas, la poesía y la erudición, exhumando y animando el polvo cadavérico de hombres y siglos que fueron. Nosotros también, al leer a Byron, hemos exclamado desalentados muchas veces: ¡sublime! ¡maravilloso! Pero todo se ha dicho ya...»11.

Byron había precedido también a Shakespeare en la conquista de París, sin alojarse en el Hotel Windsor, como Scott, ni pisar tierra francesa; pero obtuvo ciudadanía gloriosa casi en seguida de morir (1824). El ex capitán de la Maison du Roi, Alfredo de Vigny, le otorgó la segunda corona, la del guerrero, en solemne despedida desde la Muse française, y Lamartine, al año siguiente, agregó un canto a la peregrinación del satánico. También completaba Amadeo Pichot, en 1825, su traducción en prosa de todas las obras del outlaw, precediéndolas con su acrecentado Essai sur la vie, le caractère et le génie de lord Byron. Y en esta doble imagen conoció el argentino a quien «especialmente» le revelara un mundo nuevo...

«Entonces me sentí inclinado a poetizar». Pero el mismo bosquejo autobiográfico en que lo declara confiesa el primer obstáculo: su desconocimiento de los recursos del idioma y su ignorancia del mecanismo de la versificación española. «Era necesario leer los clásicos de esta nación. Empecé: me dormía con el libro en la mano...». Menéndez y Pelayo supuso que debió leer a los prosistas en la colección de Capmany (Teatro histórico-crítico de la elocuencia castellana, 1786-1794) y a los poetas en la de Quintana (Tesoro del Parnaso español, 1807). Del empeñoso aprendizaje han quedado muestras entre sus papeles: listas de «locuciones y modismos tomados de algunos hablistas castellanos» (Sigüenza, Cervantes, Solís, Quevedo, Granada, Saavedra, Gracián, Pérez de Oliva, Mariana, etcétera)12. De esos mismos días provienen, quizás, los epígrafes de Manrique, fray Luis, Lope, Tirso, Calderón, Rioja, Moreto, Zárate, que pondrá a las composiciones poéticas de sus futuros libros. Las treinta y seis estrofas del fragmento La Historia, datado en París, en agosto de 1827, demuestran que no tardó en manejar con agilidad su instrumento. Dos años después tenía escrito un cuaderno de versos que intituló Ilusiones y circuló entre algunos compatriotas residentes en la capital francesa. «Pintando mis ilusiones -dijo en carta a uno de ellos, el médico José María Fonseca, el 16 de noviembre- quise pintar las de la juventud en general... El mejor tipo para toda obra poética es, pues, el corazón humano... Lord Byron será el poeta de los siglos porque es el poeta de las pasiones, y éstas son en poesía el solo reflejo indeleble de la humanidad»13.

Acaso conoció también a otros poetas ingleses, aunque en escasas muestras, por falta de traducciones; por ejemplo, algunas melodías irlandesas de Moore, o algo de su Lalla Rookh que aprovecharía satíricamente en las cartas a de Angelis (1847). Epígrafes en inglés tomados de Young, Crabbe, Campbell, Kirke White14, llevarán poesías suyas de 1831 y 1832; pero, naturalmente, no son índices de lecturas directas. En cambio, revela su intimidad con los poemas osiánicos, aunque apoyándose, probablemente, en la versión italiana de Cesarotti. En cuanto a los «lakistas», no pudo conocerlos mucho más -ni menos- que los propios franceses de aquel lustro, con raras excepciones como la de Sainte-Beuve, que tradujo The Eolian Harp, de Coleridge, compuso varios sonetos «imitados» de Wordsworth y, en alejandrinos de 1829, dedicados a Antonio Deschamps, destacó su singular iniciación:


C'est Wordsworth peu connu, qui des lacs solitaires
sait tous les bleus reflets, les bruits et les mystères...


Los lagos solitarios de Cumberland habían tenido ya un visitante del Sena que reveló al regreso rumores y misterios de sus riberas: Amadeo Pichot, el mencionado traductor de Byron. Los tres volúmenes de su Voyage historique et littéraire en Angleterre et Écosse (París, 1825; 2.ª ed., 1826), fueron muy leídos; el viajero había conocido personalmente a Sir Walter Scott en su medio, y el retrato d'aprés nature contribuyó a que se agotara rápidamente la primera edición. Es casi seguro que Echeverría descubrió en sus páginas a los «lakistas».

Una nueva colección de canciones de Béranger, aparecida en 1828, costó al chansonnier 10000 francos de multa y nueve meses de prisión. La corona de espinas calzó exactamente sobre su gorro frigio ornado de laureles. «Sus versos medidos al compás de tonadas populares -escribiría años después nuestro poeta- se cantan de cabo a cabo de la Francia, y más de una vez al postillón y al labriego en las aldeas y caminos, y en medio del océano al marinero, hemos oído entonar sus canciones dictadas por el patriotismo»15. Desde la década anterior, los cantos populares, antiguos y modernos, de toda Europa, eran traducidos al francés y presentados por un Raynouard, un Fauriel, un Loeve-Veimars. La trova provenzal y el romance español, baladas y leyendas de Inglaterra y de Escocia, la inspiración popular de la Grecia moderna, traían su savia, su sabor, sus colores, al gran laboratorio romántico. En 1827, cebado por la impostura feliz del Théatre de Clara Gazul (1825), Próspero Mérimée lanzó La Guzla, un manojo de canciones populares de la Iliria, compuestas con media docena de palabras eslavas y algunas noticias geográficas, que mereció un artículo de Goethe y la traducción al ruso, nada menos que por Púshkin; admirable ejemplo de la industrialización del color local, y aun nacional... Nuestro futuro proyectista de una colección de canciones nacionales, el introductor futuro de la pampa en la poesía, el poeta que puso a sus Consuelos un epígrafe de Ausías March, no se mostró sordo en medio de tantos ecos.

El año de 1829 se inició con un libro excepcional: Les Orientales, de Hugo. El introductor del romanticismo en el Plata mencionaría algunos de sus poemas, pero desechó como perniciosa para países no bien constituidos la tendencia del arte por el arte que se les atribuía. El exotismo asiático tuvo su despedida en la última pieza del volumen. Hugo será el poeta francés más admirado por Echeverría, aunque éste, según la expresión de Gutiérrez, «levantó un altar a Lamartine»...

A fines de aquel año hizo un viaje a Londres. Nada se sabe de su permanencia en la capital inglesa; el obstinado silencio en que mantuvo siempre cuanto se refería a sus años de París, se extiende al mes y medio de invierno londinense. Sólo han quedado entre sus anotaciones íntimas que guarda la biblioteca del Congreso argentino, su copia de las inscripciones de los bustos de Milton y Gray y de las fechas del nacimiento y la muerte de Dryden, tomadas durante una visita a la abadía de Westminster, como secreto homenaje a la poesía inglesa en el panteón que inauguró el patriarca Chaucer.

El 25 de febrero de 1830 se estrenó Hernani en el escenario que un año antes había acogido a Henri III et a sa cour. «Cette soirée décida de notre vie», rememoraría Teófilo Gautier, abarcando en esa exclamación el impulso juvenil encendido por los sones del cuerno mágico y la fama escandalosa prendida a su chaleco rojo, usado una sola noche e inseparable como la túnica de Neso. Es difícil averiguar si Echeverría asistió al estreno o a cualquiera de las cuarenta y cuatro representaciones siguientes. Pero por escaso o distraído que fuera el interés prestado a las novedades literarias de la ciudad por un amante de las mismas, no es concebible su ignorancia de un acontecimiento que significó para la generación romántica lo que Le Cid para los contemporáneos de Corneille, como también dijo Gautier.

El 30 de marzo obtuvo Alejandro Dumas en el Odeón un nuevo triunfo con su trilogía inspirada en la vida de Cristina, reina de Suecia. Fue la última oportunidad de aquel probable espectador para experimentar, in situ, las impresiones de un drama romántico francés. Otra fecha memorable le reservaban sus días de París. El 1.º de abril, Alfonso de Lamartine pronunció su discurso de recepción en la Academia Francesa. Es grato pensar que Esteban Echeverría le hubiera oído decir: «Una juventud pura y estudiosa se adelanta con gravedad en la vida; los grandes espectáculos ofrecidos a sus primeras miradas la han madurado antes de tiempo; diríase que un siglo la separa de las generaciones que la preceden. Siente ella la vocación humana, vocación reanimada y ensanchada por instituciones en que actúan todas las libertades del hombre, en que todas sus fuerzas hallan empleo, en que alcanzan premio todas sus virtudes. Las letras se impregnan de esta moralidad de las costumbres y de las leyes. La filosofía, avergonzada de haber invocado a la muerte y reivindicado la nada, vuelve a encontrar sus títulos en el espiritualismo, y de nuevo es divina reconociendo su Dios...».

A principios de mayo, obligado por causas independientes de sus deseos, que siempre lamentó sin confesarlas, Echeverría decidió abandonar sus estudios de economía política y derecho, a los que pensaba dedicarse exclusivamente, y regresar a su país. Casi dos meses antes de embarcarse en El Havre, había aparecido el segundo libro de versos de Sainte-Beuve, Les Consolations. ¿Hizo de algún ejemplar su compañero de viaje? Cuatro años después daba este título a su primera colección poética: Los consuelos...16




ArribaAbajo- II -

El retorno. Elvira o la novia del Plata


La canción del viaje. La decepción del regreso ante los acontecimientos políticos del país. El primer poema romántico y sus críticos. Una sátira byroniana. Preparación de Los consuelos.


Absorbido por estudios ajenos a la poesía, habíase apartado de ella después de sus primeros ensayos; durante el viaje de retorno, el «espectáculo del mar» lo devolvió a «la senda de la inspiración».

En las composiciones escritas a bordo, el suntuoso ocaso que naufraga entre sombras se lleva las ilusiones de su corazón (Crepúsculo en el mar); pero ante el esplendor lunar en que se adormece la naturaleza, siente renacer sus esperanzas (Luna naciente), o la majestad sombría le abre asilos misteriosos y su pensamiento vaga en lo infinito (La noche en el mar). Ya próximo a la patria, retempla su ánimo en El regreso: la libertad, fugitiva de Europa, se ha refugiado en América; el viajero viene de un mundo que oculta bajo el fausto y la molicie las marcas oprobiosas de su esclavitud. ¡Qué dicha saberse hijo de un suelo libre, «terror de los tiranos»; al que ya llega!


   Modera un tanto ¡oh, Plata majestuoso!
esas ondas altivas,
no a un hijo de tus márgenes recibas
airado y tumultuoso;
que con giro suave
fluyan y den camino silenciosas
a los flancos estrechos de mi nave
que juega con tus crines espumosas.



Desembarcó Esteban Echeverría en Buenos Aires el 28 de junio de 1830, cuando la Junta de Representantes trataba la suspensión de las garantías individuales y los ministros del gobernador don Juan Manuel de Rosas reclamaban al cuerpo la prolongación indefinida de las «facultades extraordinarias», finalmente sancionadas al comenzar agosto... «El retroceso degradante en que hallé a mi país, mis esperanzas burladas -escribió en una nota autobiográfica- produjeron en mí una melancolía profunda. Me encerré en mí mismo y de ahí nacieron infinitas producciones».

Dio, sin su nombre, a la prensa local, dos o tres muestras que lograron un eco de grata sorpresa, y calló. Vagos dolores en el pecho lo convencieron de que su corazón flaqueaba -mal efectivo o reflejo que nunca desapareció- y esa preocupación agravó su estado moral. Aislose en una soledad de largos meses. En 1832 publicó, también sin su nombre, en un folleto de 32 páginas, compuesto en la Imprenta Argentina, su poema Elvira o la novia del Plata que, como la byroniana novia de Abidos, hubiera podido serlo de cualquier otro lugar del mundo: un idilio trivial turbado por el sueño premonitorio de la protagonista, que contagia al amante y puebla de visiones infernales su refugio campestre, y se troncha al día siguiente por la muerte de la enamorada. Echeverría envió un ejemplar a su amigo el doctor Fonseca junto con una carta en que confesaba la debilidad de esa obrita que hubiese podido mejorar con el tiempo, si el tiempo le prometiera algo «más que una muerte prematura e ingloriosa»; pero a renglón seguido destacó las novedades introducidas, «de que no hallará modelo alguno en la poesía castellana», pues era el primer vástago en ésta del romanticismo inglés, francés y alemán... En efecto, su raudal demoníaco, mezclado a las vecindades del inocente Plata, provenía de una Walpurgis trilingüe:


   Del espeso bosque y prado,
de la tierra, el aire, el cielo,
al fulgor de fatuas lumbres
con gran murmullo salieron
sierpes, grifos y demonios,
partos del hórrido averno,
vampiros, gnomos y larvas,
trasgos, lívidos espectros,
ánimas en pena errantes,
vanas sombras y esqueletos
que en la tenebrosa noche
dejan sus sepulcros yertos,
hadas, brujas, nigromantes
cabalgando en chivos negros,
hienas, sanguales y lamias
que se alimentan de muertos,
aves nocturnas y monstruos,
del profundo turbios sueños,
precita raza que forma de
Lucifer el cortejo...



Elvira precedió en un año a la publicación, en París, de El moro expósito de Ángel Saavedra, futuro duque de Rivas, poema que se menciona como la primera obra de la escuela romántica en la literatura española. El autor argentino rompía los vínculos de la dependencia literaria de América con España... Pero la ciudad permaneció impasible ante el advenimiento anunciado en los diarios desde el 15 de setiembre. El 22 dio su opinión el British Packet, aunque atraído exclusivamente por esta cita de Wordsworth que ostentaba el poemita: 'Tis said that some have died for love. («Se ha dicho que de amor mueren algunos»), no tuvo ojos para otra cosa y se redujo a refutar el decir con un pasaje en prosa del As you like it de Shakespeare (acto IV, escena I), en el que se admite la muerte por todo menos por amor, but not for love. Recordemos que el periodista británico era el galanteador más feo de la ciudad y que se llamaba Love (Thomas George). ¡Abnegado retruécano a sus expensas! Pero allí mismo vaticinó al poeta anónimo a niche in the temple at Parnassus... Doce días después, el napolitano don Pedro de Angelis elogió en El Lucero al poeta innovador por haber empleado distintos metros: «Estos cambios, cuando son justificados, no sólo no contrarían las reglas del arte sino que pueden invocar en su favor el ejemplo de grandes modelos como Schiller, Byron, Alfieri; y nos sería fácil aumentar este catálogo si un sentimiento de respeto y de conveniencia no nos impidiese asociar a nombres tan clásicos, los de Grossi, Manzoni, Lamartine, Hugo, etc., aunque predilectos entre los hijos de Apolo». Justificó, asimismo, el empleo del octosílabo para la expresión de sentimientos que otros juzgaban reservados al endecasílabo.

Echeverría no estimó favorables esos juicios, o esperaba la consagración inmediata. El ejemplo de Byron movió otra vez su pluma, y al margen de la sátira juvenil contra los bardos ingleses y los críticos escoceses compuso febrilmente la suya «a los periodistas argentinos», con epígrafe de aquélla. Gutiérrez halló su manuscrito inédito, lo juzgó un borrador abandonado y no lo incluyó en las Obras17. De ese convólvulo de endecasílabos asonantados, henchidos por el rencor de la presunción insatisfecha -no de la herida por una mofa brutal, como en el caso de Hours of Idleness- sólo surge la vanidosa desproporción entre la causa y el efecto jupiteriano. Aunque ni el inglés ni el italiano lo merecieron, con ellos se particulariza. Del varapalo al primero se destaca la mención al reciente zarpazo de Inglaterra a las islas australes (2 de enero de 1833), digna de ser reconocida entre las primeras protestas del país despojado:


   Y cifrando en la fuerza su derecho
destruyó una colonia inofensiva,
cual lo hiciera un pirata, y sus pendones
enarboló triunfante en las Malvinas.



A continuación, el poeta se declara humilde admirador de los «lakistas» y «satanistas» de la poesía inglesa; y así quedan nombrados por primera vez en la literatura argentina.

Quebrantada la salud y agriado el ánimo, decidió buscar fuerzas y paz lejos de la ciudad. En noviembre se embarcó en la goleta Margarita con sus amigos don Juan Baláustegui y su esposa, rumbo a la Banda Oriental; escribió a bordo las siete estrofas del Pensamiento, primera composición de los futuros Consuelos. Instalado en Mercedes, sobre el Río Negro, donde compuso la difundida Diamela y los fragmentos de Lara, poema autobiográfico que dejó inconcluso, permaneció en aquella localidad hasta mayo del año siguiente. La partida y el regreso tuvieron también su estela lírica; un romance no recogido en sus libros revela el estado de ánimo:


   Adiós digo a tus orillas,
hermoso Río, y me alejo
como vine, atribulado,
triste, abatido y enfermo.
Ni tus benéficas aguas,
ni tu clima placentero,
ni tu aire puro, han podido
darme un instante consuelo,
y a mi patria y mis hogares
hoy sin esperanza vuelvo.



Dos años después de la publicación de Elvira o la novia del Plata apareció el volumen de Los consuelos. Quienes habrían de ser los amigos más fieles del autor, ya estaban a su lado, con juvenil adhesión de discípulos.




ArribaAbajo- III -

Los consuelos. Rimas


El primer libro de versos de la literatura argentina, breviario lírico de una generación. El segundo libro: Rimas. Importancia del poema La cautiva como expresión originaria del medio geográfico y social.


«Ninguno de nuestros poetas ha publicado todavía una colección de sus versos», había escrito Juan Cruz Varela en 1828. «Estamos imprimiendo las poesías de Echeverría», comunicaba Juan María Gutiérrez a Pío José Tedín, residente en Salta, el 11 de octubre de 1834. Y agregaba con evidente satisfacción: «El libro tendrá el mismo aspecto de los que se publican en París».

Al leer hoy las cartas de aquellos días que hablan de ese libro, los comentarios de la prensa que con él inauguran la crítica romántica y las referencias del entusiasmo de sus lectores en las diversas constancias de su tiempo, se imagina el saludo coral de un amanecer radiante. Ha nacido la poesía. La ciudad parece trasfigurada. Ella que ha visto ese año expulsar de su seno al ex presidente don Bernardino Rivadavia, veinticuatro horas después de su retorno de una larga ausencia voluntaria, y que ha oído en sus calles centrales el galope, el alarido y la descarga de los bárbaros, recibe esa gracia como un agua lustral. La juventud, sobre todo, reconoce en el acento del poeta su propia voz, y en sus confidencias, su mismo secreto, y en el alma que se desnuda en cada queja y en cada ensueño, un alma fraterna. «Esa juventud -rememoró Gutiérrez en el estudio preliminar de las Obras- halló en el pequeño volumen la historia de su vida interior... Los consuelos, en una palabra, fueron el eco de un sentimiento común, y una verdadera revolución». Florencio Varela, desterrado en Montevideo, escribió a Gutiérrez con trasporte incontenible: «Amigo mío, el señor Echeverría es un poeta, un poeta. Buenos Aires no ve eso hace mucho tiempo; ¿quién sabe si lo ha visto antes? Estoy loco de contento: he comunicado mi entusiasmo a cuantos he podido, haciéndoles leer el precioso libro».

Treinta y siete composiciones -entre ellas las mencionadas del regreso de Francia, escritas a bordo- constituían el volumen. «He denominado así estas fugaces melodías de mi lira -explicaba el título una de sus notas finales- porque ellas divirtieron mi dolor y han sido mi único alivio en días de amargura. Tal vez el tono lúgubre de algunas de ellas disonará al corazón de la mayor parte de los lectores... Ellas, sin embargo, pintan solo el bosquejo de mi ánimo en una época funesta, de la cual no conservo sino una vaga y confusa imagen». ¿Había superado, pues, la depresión de los primeros años del regreso? Otra nota, correspondiente a la Profecía del Plata -pieza que por el título, su prosopopeya y su estructura trasuntaba la del Tajo- reconocía una dependencia transitoria: «Esta y otras composiciones del mismo género en este libro insertas, las escribía preocupado aun del estilo y formas usadas por los poetas españoles, cuyas liras rara vez han cantado la libertad». Fuera de la absorción subjetiva y del empleo de metros distintos en una misma composición, no había, por cierto, mayores novedades: liras, estrofas sáficas, romances, cuartetos regulares, combinaciones de ritmos comunes y más incorrecciones que audacias de elocución. En la misma nota prometía el autor seguir distinto rumbo, «pues sólo por no trillados senderos se descubren mundos desconocidos», si el porvenir de la patria lo alentase; y reconociendo «el influjo y prepotencia moral» que puede ejercer la poesía en los pueblos, reclamaba para la argentina «un carácter propio y original que, reflejando los colores de la naturaleza física que nos rodea, sea a la vez el cuadro vivo de nuestras costumbres y la expresión de nuestros sociales intereses, y en cuya esfera se mueve nuestra cultura intelectual».

Tres años después publicó su segundo volumen, Rimas, cuya pieza principal, el poema La cautiva, respondía a los conceptos trascritos. «El desierto es nuestro más pingüe patrimonio» -decía el autor en sustancioso prefacio-; y se proponía captar su fisonomía poética y su influjo espiritual sobre dos personajes imaginarios. Consciente del arte que había empleado, declaraba que eran voluntarios el uso de locuciones comunes y el nombrar las cosas por su nombre, a despecho de los amantes de la perífrasis; y que «la forma, es decir, la elección del metro, la exposición y la estructura» del poema, le pertenecía exclusivamente.

Divídese La cautiva en nueve cantos y un epílogo. Predomina en todos el verso octosílabo (décimas de variable esquema, romances, octavillas, sextillas), metro del que Echeverría se confiesa apasionado, «a pesar del descrédito a que lo habían reducido los copleros, por parecerle uno de los más hermosos del idioma», y al que «quiso hacerle recobrar el lustre de que gozaba en los más floridos tiempos de la poesía castellana, aplicándolo a la expresión de ideas elevadas y de profundos afectos», como lo dice la Advertencia del volumen. Se inicia el poema con un crepúsculo en la pampa; al sobrevenir la noche, vuelve una indiada de su correría triunfal, tras el incendio y el pillaje (I, El desierto). Esa misma noche la toldería celebra orgiásticamente aquella maloca de rico botín, en presencia de las cautivas cristianas y sus criaturas. Una voz entona cantos de guerra y evoca el reciente combate. Brian, el caudillo blanco que mató en valiente lucha a los mejores combatientes indios, ha caído prisionero. Enardecidos por el cantor y la bebida, los salvajes gritan, amenazan y se acuchillan a la luz ya vacilante de las hogueras. Finalmente, el sueño confunde a los matadores y a sus muertos (II, El festín). Cuando todo reposa, una cautiva se desliza entre los cuerpos yacentes; empuña un puñal ensangrentado; si tropieza y el dormido parece despertar y erguirse, le clava el arma y se aleja. Descubre a Brian, atado y lleno de heridas; le habla hasta convencerlo de que no delira: es María, su esposa, la madre del niño sacrificado por el salvaje, quien llega a su lado después de haber hundido en el matador de su hijo ese puñal que también sirve para cortar las ligaduras del prisionero. Apoyándose en su salvadora, el jefe blanco atraviesa el campamento (III, El puñal). La aurora del día siguiente presencia la llegada de un escuadrón de lanceros que cae por sorpresa sobre los indios aletargados y liberta a todos los cautivos, sin haber hallado a Brian ni a María (IV, La alborada). La pareja huyente se refugia en un hediondo pantano del pajonal; Brian pierde fuerzas y ánimo; su valerosa mujer descubre un arroyo próximo de aguas claras donde calmar la sed y lavar las heridas (V, El pajonal). Otra noche del desierto. El desangrado no puede avanzar; su compañera olvida el hambre y la fatiga para animarlo. El bramido de una fiera le hace echar mano a su puñal (VI, La espera). El nuevo día es tórrido; la sequía estival favorece la combustión y el incendio del pajonal avanza hacia los refugiados. Brian insta a su mujer para que huya y se salve; ella carga al herido y cruza afortunadamente el arroyo (VII, La quemazón). Pasan dos días más. María se apresta a luchar con un tigre; pero éste se aleja sin atacarla. Brian delira con la patria y el combate antes de morir (VIII, Brian). La heroína le da sepultura y abandona el pajonal. Después de errar noches y días por el desierto se encuentra con soldados amigos que reconocen a la esposa de su capitán. Como olvidada en su dolor hasta del dolor más hondo, pregunta irreflexivamente por el destino de su hijito. Y al oír la respuesta brutal -«los indios lo degollaron»- cae muerta ante la patrulla (IX, María).

La pampa -o sea «el desierto inconmensurable, abierto»- inmenso espacio que configuraba genéricamente el paisaje argentino con su llanura infinita y la totalidad del cielo, ya había tipificado el rostro geográfico del país -«el país de las pampas»- en libros de otra lengua. Inapreciables cronistas de la vida argentina y cartógrafos literarios de sus regiones, los viajeros ingleses habían reflejado ya la grandeza y la majestad de ese terrene ocean que atravesaran, del Plata a los Andes, desafiando las penurias del viaje y el peligro de las indiadas, Haigh en 1817, Miers en 1819, Caldehugh en 1821, Proctor en 1823, Head en 1825. El mayor acierto de Echeverría fue su «designio» de incorporar poemáticamente la pampa como expresión intransferible del medio geográfico y social y de convertir el fascinante escenario en protagonista avasallador de su leyenda.

Aparte algunas supuestas reminiscencias de Chateaubriand y el abate Prévost en el asunto (la liberación de Chactas por Atala y la fuga de ambos; el entierro de Manon por Des Grieux), influjos que, de serlo, corresponderían más a la similitud del medio descrito y la situación de los personajes que al aprovechamiento artístico de los episodios, el poema respira el aire y refleja la vida del ámbito en que se desarrolla. Si la deliberada idealización debilita la individualidad de los dos personajes como protagonistas de un drama terrible y vulgar en la vida de fronteras, toques vigorosos realzan, en cambio, el realismo de algunas escenas bárbaras y la intensidad pictórica del pajonal y del incendio. El cantor de Elvira se olvidó en los umbrales del desierto pampeano de su mundillo sobrenatural importado de Europa; y aunque espíritus «foletos» visiten los fachinales, y se llame «sabática» a la fiesta de la toldería, y el cruce del arroyo por María -huyendo del fuego y trasportando al herido- sugiera al poeta la intempestiva imagen de una ondina, el sentimiento de la naturaleza, que fluye de todo el poema y supera los incidentes de la fábula y las ocasionales caídas del verso y del lenguaje, le acredita una autoctonía territorial que, por haber hallado en él expresión originaria, cimenta su primogenitura poética.

Un hemistiquio huguiano de Mazeppa (pieza XXXIV de Les Orientales), da epígrafe al primer canto y es la tónica del conjunto: Ils vont. L'espace est grande. Espacio, vastedad desnuda multiplicada por el nómada. Sólo el espíritu abarca y puebla esa extensión donde «no encuentra / la vista, en su vivo anhelo, / do fijar su fugaz vuelo, / como el pájaro en el mar». Y aquel sentimiento echeverriano, alimentado por la soledad melancólica y la esperanza generadora, que embebe su poema y sustentó su propia existencia, recorre los fáciles octosílabos y acierta a sugerirnos la identificación de un alma generosa con la llanura infinita y su cielo adherido, en esa pampa salvaje y promisoria que yace entre el Plata y los Andes, o, para decirlo con la estrofa tributaria,


      dans le désert immense,
dans l'horizon sans fin qui toujours recommence.



Más de una vez se ha insinuado la probabilidad de un velado símbolo de la patria en el asunto del poema. Pero la realidad patética de su paisaje, ya vital y absorbente en la primera décima (aabbcdedec), debilita hasta la esfumación sus sombras humanas en la memoria rapsódica de las generaciones. La pampa salvaje, o sea el desierto, es el protagonista vigoroso; todo es cautiverio dentro de su soledad. El pintor alemán Juan Mauricio Rugendas que visitó nuestro país en 1845, conoció La cautiva por intermedio de doña Mariquita Sánchez, y esta dama trasmitió al autor las impresiones del artista: «Cree él que usted concibió primero el paisaje y después tomó sus figuras como accesorio para completar aquél». Posteriormente, el naturalista francés Martín de Moussy en su obra Description géographique et statistique de la Confederation Argentine (1860-1864), reconoció la exactitud de la pintura echeverriana del desierto e ilustró sus propias páginas con la traducción literal de algunas estrofas del poema.

La cautiva redimió a la literatura argentina de su ceguera para el paisaje circundante, y al descubrir la pampa e incorporarla con las correrías del indio y la lucha militar en su escenario, creó el poema nacional y mostró el camino a los descriptores argentinos de la gran llanura y su medio social, en prosa y verso, de Sarmiento a Hudson, de Ascasubi a Obligado.




ArribaAbajo- IV -

La crítica de la época


La obra poética de Echeverría da origen a la crítica romántica. Reseñas periodísticas. Apreciaciones críticas de Juan Thompson, Florencio Varela, Juan María Gutiérrez y Bartolomé Mitre.


Venturosa incitación: los libros de versos de Echeverría suscitaron la crítica «romántica». Al trashojar los diarios de la época asoman sus primeros atisbos, que apenas han sido considerados por nuestra historia literaria.

La primera reseña fue anónima y correspondió al Diario de la Tarde, del 18 de noviembre de 1834. «Cuando se aumenta la cultura y la ilustración -escribió el articulista- se presenta la poesía no sólo adornada con las galas ideales que forman su esencia, sino también con las más sólidas que le prestan la meditación, el conocimiento del hombre moral y de las leyes que rigen el universo». Y para demostrar su influjo social, recordaba a continuación que «en una de las naciones europeas, un poeta ha cambiado el giro que habían tomado las ideas religiosas, y otro contribuido eficazmente a destruir los restos del fanatismo y tiranía que aun pesaban sobre su patria». Con tales antecedentes, y sin establecer por ello relación intrínseca, veíase con satisfacción el nuevo libro. «Todas las composiciones que comprende -agregaba- manifiestan una imaginación fértil, un talento cultivado, un gusto puro y nutrido con los únicos modelos dignos de imitarse en nuestros días, y prometen a la patria un poeta más, capaz de producir grandes cosas». Finalmente, encomiaba la parte material: «La impresión, forma y encuadernación del libro son tan buenas y elegantes como si se hubiera publicado en Europa».

A los dos días, La Gaceta Mercantil rindió un doble homenaje a Los consuelos, pues publicó en el mismo número el juicio de un corresponsal que se ocultaba en la inicial A., y el juicio de la redacción del diario, que continuó en el número siguiente. El primero presenta dos observaciones principales: el sentimiento religioso y la diversidad métrica de las piezas reunidas. «Observamos -dice refiriéndose al autor- que ha sido muy feliz en la elección de los modelos y que ha formado su gusto con la lectura de los verdaderos poetas y de los libros sagrados, y que rara vez (y eso a nuestro juicio sólo en sus primeras composiciones) se olvida que las divinidades del paganismo yacen entre las ruinas de los templos griegos y romanos, solitarios en el día, sin víctimas ni sacerdotes. Estamos convencidos que el señor Echeverría cree con nosotros que la religión de Meléndez y de Lamartine ensancha mucho más el corazón y la mente que la de Horacio y de Ovidio». Y en lo que atañe a la métrica, opone a la crítica de quienes «se atienen, al juzgar las obras de imaginación y de gusto, a lo que han dicho Quintiliano, La Harpe o Martínez de la Rosa», la celebridad de algunos grandes poetas, debida «al juicio público y no a los anatomistas de palabras», para defender «la diversidad de medidas en el verso», siempre que su empleo no obedezca a simple capricho y halle justificación tan amplia como en algunas páginas del libro reciente. En cuanto a la nota de la redacción del diario, puede resumirse en este párrafo: «... En fin, Los consuelos, tienen derecho a un puesto eminente en el Parnaso Argentino. El buen gusto que ha formado su autor en la escuela de los verdaderos poetas, la nobleza, sublimidad y energía de los pensamientos, el bello colorido de las imágenes, la fluidez del estilo, la buena elección del metro y esa elegante sencillez con que sabe interesar al corazón del lector, todo recomienda el justo mérito de esta obra».

La ingenuidad de esas primeras notas trasunta orgullo nacional: la poesía argentina, emancipada de los viejos modelos, se ha puesto a tono con las modernas corrientes de la literatura europea. Un nuevo y extenso artículo que llenó la plana principal del Diario de la Tarde, se publicó el 24 del mismo mes, también sin firma; pertenecía a Juan Thompson. Comenzaba con el concepto de «literatura nacional», y el tema que había sido prematura preocupación durante el período neoclásico, volvía, seis años después de la expatriación de los hermanos Varela, con el acento romántico de la época: «En una sociedad cuyas bases descansan en instituciones sancionadas por el tiempo y por los progresos del espíritu humano, la literatura ocupa su lugar, porque todas las ciencias ya tienen el suyo exactamente marcado... Por el contrario, una sociedad naciente que no puede haber recibido nada de la marcha de sus instituciones, no es posible tenga literatura verdadera». Y al considerarla como parte ornamental del edificio social, negaba a Homero, al inevitable Osian y a «las proezas rimadas del Cid» -expresiones de tiempos primitivos- la representación literaria de sus países. «Poseemos, es cierto -continuaba el flamante crítico, joven de veinticinco años- admirables inspiraciones del genio más atrevido, discursos elocuentes, y en el púlpito y la tribuna ha resonado más de una vez la voz bienhechora de los varones doctos, y la poesía a su turno llevó también lauros a las aras populares. Pero esto no basta para creer que tengamos una literatura». Inspiraciones nobles, sin duda, pero moldeadas por la imitación, se coloreaban de tintes «exóticos», fenómeno explicable, por otra parte, y exento de inculpación en una sociedad joven: «En la nuestra, nacida ayer, y nacida esclava, ¿qué literatura podría haber cuando apenas sabíamos hablar?». La lucha revolucionaria, las guerras de la independencia, engendraron su poesía. La victoria reclama el canto. La oda pindárica de nuestra poesía patriótica es «un principio de literatura nacional». Pero ésta no ha salvado aún su primer trecho: «No ha girado alrededor del poema épico, de la tragedia o del drama, de la comedia, del cuento, de la novela. No se ha revestido de las caprichosas ficciones de la fantasía, y por lo tanto está aún en su primera infancia». Sin mencionar al autor, recordaba en seguida los ensayos de Juan Cruz Varela en el género trágico, para lamentar que «el poeta, olvidado de su verdadera misión, desconociendo sus nobles intereses», hubiera buscado sus héroes fuera de la historia patria. América libre exigía del teatro su propio espejo, y el espectador «saldría más entusiasmado, más conmovido, de la representación de un hecho acaecido en su patria, que de un acontecimiento de la Grecia o de Roma... He aquí lo que nosotros llamamos literatura nacional».

Como valiosa contribución al nacimiento de ésta en el país, el crítico saludaba «con emoción» al libro de su compatriota, aunque sin desconocer lo que otros poetas argentinos hicieran y aun destacando su acierto en determinados géneros. Las objeciones, discretamente expuestas, se mezclan a la misma trama de los elogios, y así anota la escasa unción del poeta en su plausible aproximación a los sentimientos religiosos, y señala en el tono melancólico, de penetrante simpatía, que singulariza a esos «consuelos» que sólo son desahogos, el influjo de un medio moral propio «de una sociedad envejecida», donde hasta el amor, «se muestra melancólico y casi siempre enlutado». «Mas entre nosotros -aducía el comentarista- las pasiones, como todo, se resienten de una juventud tierna: es obligación entonces de aquel que reasume la elevada misión de escritor, si quiere desempeñarla con lealtad, ya que a la par de sacerdote tiene también conciencias a su cargo, animar, no afligir; cantar la esperanza, no la muerte». Preveía finalmente que el libro era de aquellos con los que una generación se compenetra, y anunciaba: «Hará época»18. (Ernesto Morales, Epistolario de don Juan María Gutiérrez, 1833-1877, pp. 10-11. Buenos Aires, 1942)

El artículo de Thompson suscitó una pieza crítica de Florencio Varela, en forma de carta íntima, dirigida desde Montevideo al autor y a Juan María Gutiérrez, que éste hizo pública veinte años más tarde en el tomo V de las Obras de Echeverría. Por ella, y por algunas otras páginas ocasionales, puede juzgarse a Florencio Varela como uno de los espíritus mejor dotados por su cultura, su penetración esclarecedora y su serena independencia, para haber sido el crítico orientador de la literatura rioplatense durante el período romántico. A pesar de su educación neoclásica, y de sus vinculaciones con la pléyade poética de la Atenas rivadaviana, oyó con claridad las nuevas voces y percibió en varias de ellas acentos escondidos para la mayoría. La vida apremiante y tan ferozmente cortada no le permitió realizar cuanto prometiera en aquel sentido.

El entusiasmo con que Florencio Varela saludó la aparición de Los consuelos se acompaña en esta carta, un mes más tarde, con la reflexión y el análisis, pues el panegirista y el censor -como se llama él mismo- alternan y entremezclan sus juicios. Reconoce en la fluidez de la versificación una general facilidad de agua corriente; pero algunas veces parece el verso arrastrarse. A la seductora fluencia se asocia la más dulce y delicada armonía, obra «de la feliz elección de las voces y de la proporcionada extensión de los períodos»; pero con frecuencia peca el poeta contra ella torturando la prosodia, provocando la sinéresis «o tomándose licencias que no permite nuestra lengua ni aprueba el buen gusto». La fuerza y la corrección del estilo son notorias; mas tienen excepciones que señala el censor. La elocución revela que el autor «ha procurado cultivar su habla con esmero», y en ese aspecto «su libro es, sin disputa, de lo más puro y correcto que hemos visto en Buenos Aires»; lástima grande que atenta «contra la pureza de la lengua usando palabras que no son de ella o que siéndolo tienen significación distinta de la que le atribuye; y el modo mejor de mostrarlo es citar algunos ejemplos». Y los cita. Pero el crítico termina por declarar que los defectos anotados apenas son lunares «y desaparecen comparados con los aciertos del poeta»; y el lector reconoce la sinceridad del crítico al verlo señalar, en esa misma carta, algunos defectos equivalentes en versos de su hermano mayor y maestro, Juan Cruz. Defiéndelo, en cambio, como autor de tragedias con asunto extraño a nuestra América. Pero en este punto desaparece Echeverría para dejar sitio a la réplica sobre los conceptos expuestos por Juan Thompson.

«Bueno será, no hay duda -dice el final de la carta- que la América tenga su teatro, donde ella misma se refleje; pero éste no es un precepto que deba reputarse como tal ni cuya violación sea motivo de censura. Muy lejos de eso: el objeto de la tragedia, las pasiones que esta clase de poemas deben poner en movimiento, son de tal naturaleza, que nada influyen, a mi juicio, en el éxito moral del drama, la nación ni el tiempo a que pertenecen los sucesos que representan y los personajes que figuran. Lo mismo llora hoy y se estremece el espectador viendo a Fedra, a Mahoma, a Atalía, a Felipe, a Saúl, que lo que podría llorar y estremecerse viendo en la escena sucesos acaecidos en Francia, en Italia, en época reciente. Un inglés no sentirá más en un pasaje de Ricardo, por ser su historia, que en otro de Hamlet, de los tiempos fabulosos de Dinamarca». Y, apoyándose en preceptos del seudoclasicismo español -cuyo magisterio había exaltado su guía literario don José Joaquín de Mora, tres veces citado en la carta-, Florencio Varela hallaba preferibles para la tragedia los «asuntos remotísimos».

Respecto a lo que Thompson llamaba «literatura nacional», la refutación fue rotunda. No creía que para ser nacional debiera imponerse al poeta la limitación de sus asuntos: naturaleza, caracteres, costumbres nacionales. «Los dominios del poeta son ilimitados; su imaginación abarca toda la creación. Tome los objetos y los originales donde quiera, con tal que quien los imita, quien los establece, quien les da el colorido y les viste las galas de la poesía, sea un ingenio de mi patria, que escriba en ella o para ella: yo llamaré siempre a semejantes producciones literatura nacional». Y argumentó con las obras dramáticas de asunto no italiano, de Alfieri, y no francés, de Corneille, de «Hugo mismo», y no español, de Cienfuegos (entre otros ejemplos), a las que nadie excluía de sus respectivas literaturas, para reconocer como propias de la argentina «el Siripo y la Dido, el Molina y la Argia»...

En 1897, el nuevo libro de Echeverría obtuvo, igualmente, el comentario de la prensa local. Destacose un llamado «discurso crítico» sobre la obra total del poeta, que apareció, sin firma, en el Diario de la Tarde, los días 3 y 4 de octubre. Es indudable que el articulista conocía íntimamente al lírico y era uno de sus discípulos; el «discurso» es, además, la pieza principal del género en aquel primer período romántico y el ensayo inicial de un gran crítico futuro.

«Sabemos, a no dudarlo -comenzaba el primer artículo- que el autor tenía premeditado el poner al frente de su nueva publicación una teoría extensa y nueva sobre el arte o sobre su metafísica estética (Estudio de lo bello en las artes y la literatura)... Ha desistido por ahora de su propósito, considerando sin duda que aún no ha cerrado el círculo de sus trabajos artísticos ni hecho vibrar todas las cuerdas de su harpa: condición necesaria para poseer todos los materiales con que debe alzar el edificio de su teoría. Trabajo es éste útil y necesario; trabajo por que clama una generación que se endereza ansiosa a los veneros del saber, y que aplicando la razón a todo objeto, detiene el paso (al poeta mismo) preguntándole qué quiere, a dónde se encamina»

Mientras tanto, el crítico anónimo se adelantaba a desentrañar las bellezas y el sentido de cuanto el poeta llevaba publicado. Después de juzgar el poemita Elvira o la novia del Plata como una «producción cuyo tipo no se halla en las literaturas que nos son familiares», y de justificar, con amplitud de criterio estético, el raudal satánico que desborda en medio de aquel idilio fúnebre, se detiene en Los consuelos, donde el poeta «puramente artístico» que parecía anunciarse en la obra anterior, se muestra dominado por el dolor y alternativamente por la fe y la duda. «Distínguense Los consuelos entre las obras de igual clase que conocíamos, como un individuo se distingue del resto de los de su especie»... «Los consuelos son la biografía moral del autor, y todos nos manifestamos curiosísimos de conocer al hombre que sobrepasa del nivel común de la generalidad». La obra contiene novedades insospechadas: «interpretaciones de la naturaleza no conocidas por nosotros; imágenes de colorido desusado; pasiones hondas y sentidas; una dicción armoniosa y noble, pero más humana, digámoslo así, que la empleada por el mayor número de los hijos de Apolo de la Península española y de la corte de Luis decimocuarto»...

«Cansados estábamos ya de la Arcadia y de sus pastores; fatigados con el uso absurdo de una mitología a la que los últimos romanos ya no daban crédito. Buscábamos una poesía que no consistiera en las palabras y una filosofía sin afectación ni pedantismo. Hallamos todo eso en Los consuelos».

Algo más: «la idea de una poesía nacional». Algunas composiciones como Layda, El regreso, Al clavel del aire, reflejaban «la fisonomía peculiar de nuestra naturaleza», de acuerdo con el principio romántico que enunciaba una nota del volumen. Y el crítico, conquistado por aquella revelación, aconsejaba: «Conviértase, pues, la vista a las dos inmensidades que a semejanza de dos gigantes en reposo se extienden a uno y otro lado de nuestro pueblo; contémplense la pampa y nuestro río, estudíense sus armonías y las escenas del desierto palpiten animadas en los productos de la mente argentina; matícense con las imágenes que allí abundan para que campee la originalidad, condición esencial de las obras de imaginación, si es que quieren suscitar interés, fijar la atención y conquistar la admiración».

En el artículo siguiente, dedicado a Rimas, saludó el nacimiento del paisaje en nuestra lírica, como expresión lograda de «color local», y justificó la estructura del poema que lo encierra: «Cuando el lugar de las escenas de La cautiva es nuevo y recién descubierto para el arte; cuando en él resuena el alarido salvaje de la pampa, serpean las llamas del incendio, la sequía esteriliza y yerma, y el yajá se levanta fatídico sobre todo este mundo raro que anima el poeta, imposible era someterse a una forma que no naciese espontáneamente del seno de estas mismas cosas».

Acerca de otras composiciones del volumen (Himno al dolor, Versos al corazón), que el autor declaraba haber escrito en la época de su libro anterior, «no lo dudamos -confirmaba el crítico-, pero las consideramos nacidas en momentos en que el alma sola velaba a la luz de la contemplación. El tumulto de los sentidos se deja oír a veces en Los consuelos, y los recuerdos del placer y del amor cruzan a menudo, como nubes doradas, el cielo sombrío de aquellas poesías». O sea que estas otras son «como el fruto de una larga experiencia en la escuela de los padecimientos del espíritu»... «¡Triste escuela, por cierto! Pero desgraciado también del que no se aleccione en ella... Feliz el que sube a tanta altura que en el potro del tormento puede entonar un himno...». No obstante, declara su desacuerdo con el materialismo del poeta: «su himno al dolor y sus versos al corazón parecen más bien escritos por un discípulo de Zenón que por un discípulo de aquel otro maestro que con su ejemplo sublime eclipsó las ásperas virtudes del Pórtico; más se acercan a los raptos altivos de aquel genio que dijo: "el dolor es ciencia" (Byron), que a la mansa resignación del autor de las meditaciones poéticas y religiosas» (Lamartine). Y espera este cambio de dirección en su poeta.

La defensa del octosílabo, tan noblemente restaurado en las Rimas, pone fin al «discurso».

Otro comentario de la época fue el de Bartolomé Mitre, joven entonces de dieciséis años y residente en Montevideo; dedicado a Rimas, apareció en el Defensor de las Leyes, periódico de la ciudad, el 7 de noviembre de 1837. La forma es casi pueril; el juicio, seguro e independiente, une al elogio entusiasta la observación punzante. Reconoce y admira la originalidad de La cautiva, pero señala en el Himno al dolor la imitación del Himne a la douleur, de Lamartine, autor en el que ve «su modelo» más frecuente; se declara seducido por las canciones del volumen, pero considera excesiva la severidad con que Echeverría juzga a los poetas españoles y desea aislarlo de la tendencia a despreciar todo lo español que muestran en Buenos Aires los espíritus «afrancesados». Página primera de quien, a través de una larga y admirable vida de escritor, soldado y estadista, rindió múltiples homenajes de permanente devoción a la obra y la memoria de Echeverría, agrégase a las expresiones iniciales de nuestra crítica literaria e ilumina un aspecto desconocido de su temprana iniciación intelectual19.




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Las primeras ediciones de Los consuelos y de Rimas


«Estamos imprimiendo las poesías de Echeverría». Ese plural discipular de Juan María Gutiérrez en la carta, ya citada, del 11 de setiembre de 1834, revela no sólo el entusiasmo de una colaboración material que los amigos del poeta prestaban a la obra novedosa y trascendente en su medio, sino también el orgullo localista que trasluce la declaración inmediata. «El libro tendrá el aspecto de los que se publican en París». La tipografía porteña era digna de asociarse al primer libro de versos que editaba un autor argentino.

Los consuelos constituyó un volumen en 8.º menor, de 320 páginas, impreso con claridad y sencilla elegancia en el taller de la Imprenta Argentina. Lo anunciaron las librerías de Steadman y Marcos Sastre en la prensa, a mediados de noviembre. Hoy es rarísimo; falta en las bibliotecas públicas y son contados los bibliófilos que lo poseen. Las reediciones -comenzando por la de 1842, en vida del autor- omiten las dedicatorias, y no será vano recordarlas. El libro lleva el siguiente ex dono en una página entera: Al señor / D. Felipe Piñeyro. / Testimonio / de / gratitud y aprecio / de E. Echeverría. La composición Lara o la partida está dedicada a «D.Y.P.» (¿don Irineo Pórtela?); El poeta enfermo, «A mi hermano D.J.M.E.», o sea don José María Echeverría; Contestación, «A D.J.T.» (¿don Juan Thompson?); La Historia, «A D.J.M.G.», o sea don Juan María Gutiérrez; Adiós..., «A D...»; El y ella, «A D.F.C.B.» (?); El cementerio, «A D.D.T.» (¿don Daniel Torres?) y Layda «Al señor general D.T.G.» (¿don Tomás Guido?).

No obstante la presunción y los cuidados, una fe de erratas salva las veintiuna del esmerado volumen.

La edición se agotó pronto, pero el autor prefirió publicar un nuevo libro antes que reimprimir el primero. En setiembre de 1837 apareció Rimas, un tomito en 8.º menor, de 214 páginas, también finamente compuesto en la Imprenta Argentina, que contenía el poema La cautiva, al que seguían dos composiciones aisladas, Himno al dolor y Al corazón, y siete canciones agrupadas; La ausencia, La diamela, A una lágrima, El desamor, La aroma, Serenata y La lágrima. La tirada fue de mil ejemplares y costó mil quinientos pesos, según comunicó también Gutiérrez a otro amigo, Florencio Varela, con este apéndice: «Echeverría descansa de los malos ratos que le ha dado la impresión de sus Rimas». Dos años después apareció una edición española, según se informó en la segunda de Los consuelos: «Las Rimas del Sr. Echeverría han sido reimpresas el año 1839 en Cádiz, después de haberse agotado quinientos ejemplares de la edición de Buenos Aires que allí se enviaron». Menéndez y Pelayo lo repitió con agregados en el capítulo argentino de su historia de la poesía hispanoamericana: «Quinientos ejemplares de las Rimas se vendieron en Cádiz. Lista y Ventura de la Vega las elogiaron, y fue preciso hacer una nueva edición española que se agotó casi en seguida; caso bien raro, aun en aquellos tiempos en que había más afición a versos que ahora».

La mencionada reedición de Los consuelos fue hecha en los talleres de la primera, en 1842. Echeverría se hallaba desterrado en Montevideo, lo mismo que Gutiérrez. Entre los manuscritos inéditos de este último que conserva la Biblioteca del Congreso figura una libreta con «noticias y copia de autógrafos de Don Esteban Echeverría que pueden servir para formar su biografía», y pertenece a su página 53 la siguiente anotación: «He encontrado dos pliegos de papel de puño y letra de Echeverría, escritos con esmero, que contienen las "correcciones" q. introdujo en la 2.ª edición de Los consuelos. Son en número de cuarenta y nueve y están dirigidas al impresor». El autor estaba, pues, en comunicación con la imprenta porteña, lo que justifica la declaración de los editores al frente de la obra: «Hemos tomado por texto un ejemplar de Los consuelos en el cual se hallan anotadas algunas correcciones y alteraciones del autor, y ha sido obligación nuestra respetarlas y reproducirlas». ¿Suprimiéronse las dedicatorias por orden suya?

Además de la advertencia editorial, el volumen reprodujo, a modo de estudio preliminar, el «discurso crítico» (menos el encabezamiento) sobre toda la producción poética echeverriana, aparecido sin firma en el Diario de la Tarde. Tampoco la lleva en el ejemplar que poseo ni en varios que he visto de esa edición, también muy rara en nuestros días. Me pregunté alguna vez: ¿a quién pertenecen esas páginas sustanciosas que don Juan María Gutiérrez no quiso, evidentemente, incorporar al tomo V de su compilación de las obras de Echeverría, donde reunió todo lo escrito y firmado sobre aquél? Y un día, en la nota de una página tan antigua como las otras, pues pertenece al prefacio que don Andrés Lamas escribiera para la edición póstuma de las Poesías de Adolfo Berro (Montevideo, 1842), hallé la respuesta: a don Juan María Gutiérrez...20

La segunda edición de Los consuelos forma un volumen de 212 páginas, más las numeradas de VI a XXXVIII que comprenden el mencionado discurso. Ocho erratas se salvan en la última del libro.

¿Cómo pudo aparecer esa obra en el Buenos Aires rosista de aquel año, segundo de la tiranía desembozada, su período más celoso y terrible? Una carta de Florencio Varela datada en Río de Janeiro el 20 de junio de 1842 y dirigida al poeta, expresa el asombro en estos términos: «Gracias, amigo mío, mil gracias por su precioso regalo y por habérmelo remitido en el día primero de esa patria a quien Vd. consagró sus cantos. He leído esta nueva edición de Los consuelos con más interés que la primera; también es inmensamente mayor el contraste que forma la luz de esta lámpara nuevamente encendida, con las densísimas en que los bárbaros han hundido a Buenos Aires. No comprendo, créamelo Vd., cómo se ha permitido publicar allí un libro en que la libertad es exaltada y perfumado su altar con las aromas del genio, y la tiranía marcada con hierro sobre la frente hoy erguida. Es una estrella feliz para su libro de Vd..

También las Rimas fueron reimpresas en Buenos Aires durante la vida del autor, aunque en distintas condiciones. Tres años después, la prensa porteña, tan dura y despreciativa para los intelectuales proscritos, anunció en sus columnas la apertura de una suscripción a la nueva edición del segundo libro de Esteban Echeverría. ¿Quién tomaba aquella iniciativa, peligrosa hasta la temeridad? El diario montevideano de Florencio Varela, en su número 213, del 30 de junio de 1845, comentó así ese anuncio:

¡Extrañas cosas suceden en Buenos Aires! Leemos en los diarios un aviso encabezado "¡Viva la Confederación argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios!", y ese aviso es para abrir suscripción a una edición nueva de las Rimas de D. Esteban Echeverría; edición hecha sin consentimiento del autor y en fraude de su indudable derecho de propiedad en su obra. El Sr. Echeverría es uno de los salvajes unitarios, emigrado y perseguido por los que le dan ese epíteto: se explota su nombre, se especula así su capacidad, se aprovecha fraudulentamente de su trabajo, del fruto de su talento, para ganar dinero; y en la misma línea en que se recomiendan sus bellos versos se le llama salvaje! ¿No es esto característico de los hombres y del sistema?.



El volumen de esa edición espuria21 se compone de 185 páginas, más las numeradas hasta XIII, correspondientes a la Advertencia de la obra original. Dice la anteportada: «¡Viva la Confederación Arjentina! / RIMAS / Se vende en la Librería del señor Steadman frente a la Iglesia del Colejio. Y dice la portada: RIMAS / de Estevan Echeverría / ¿Pues toda la poesía, / Qué es sino filosofía? / Moreto. / Buenos Aires. / Imprenta de D. José María Arzac / 1846. A continuación se reproduce la Advertencia, y con el título de «Artículo preliminar» la parte referente a La cautiva del citado «discurso crítico». Su material poético es el mismo del libro de 1837.

Cabe preguntarse si Gutiérrez conoció esta imagen «federal» de la obra de su amigo. En 1846 residía en Valparaíso y publicaba las primeras entregas de su antología América poética. Una de éstas contiene todas las composiciones de las Rimas: reedición coincidente con la espuria... Cuando, a partir de 1870, reunió la obra completa del iniciador romántico, escribió en la Advertencia del tomo tercero:

Los consuelos salieron a luz en el año 1834 y se reimprimieron en el de 1842, corregidos por el autor. Sólo conocemos una edición de las Rimas hecha en Buenos Aires a mediados de 1837, bien que La cautiva, que ocupa la mayor parte del tomito de las Rimas, haya sido reimpresa varias veces sin intervención del autor, dentro y fuera del país.





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