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ArribaAbajoCapítulo VI

La intervención (1861-1867)


Interior: Tentativas de reorganización frustradas; la Bancarrota. Exterior: La Guerra de Secesión; la Convención de Londres. Transformación de la intervención europea en intervención francesa; la Guerra; el 5 de Mayo; Organízase la invasión. La invasión triunfante; Puebla; México; los invasores establecen una Monarquía; Absoluta inanimidad de la empresa; las capitales en poder del ejército invasor; el príncipe Maximiliano; el Gobierno Imperial y el Gobierno Nacional; Conflicto fatal entre el Imperio y la intervención. El Imperio Liberal; Fin del Partido Reaccionario. Los Estados Unidos. La tentativa final de consolidación del Imperio. Juárez Dictador Legítimo. Reconquista del país en 1866; Retroceso definitivo de la invasión; Desorganización del Gobierno Imperial. El último acto del drama; Puebla; Querétaro; México. Identificación de la Patria, la República y la Reforma.

     México, la ciudad reactora y clerical por excelencia, la que había aplaudido desde sus balcones y azoteas todas las victorias de Miramón y Márquez, la que, en cada una de las fiestas impías de la guerra civil, había lanzado a las calles céntricas para arrastrar de las carrozas del triunfador y gritar y silbar de entusiasmo, y robar pañuelos y relojes, agitando cañas y banderas, a los artesanos y los léperos de sus barrios mugrientos y hediondos tendidos a la sombra colosal de los conventos, México saludó con una especie de delirio la entrada del ejército reformista de González Ortega. Y es que no era una ciudad clerical, era nada más católica, y es que la guerra civil había acabado por hacer a todos indiferentes a lo que no fuera la paz, porque era la exacción cruel, el producto mezquino del trabajo, no ya exigido brutalmente, sino literalmente robado por el agente del fisco, y la leva chupadora de sangre plagiando incesantemente al hombre válido en la familia y el taller, para lanzarlo al banco de palos en el cuartel y a la carnicería del campo de batalla. Paz, clamaban todos, el populacho en la plaza y el burgués en el balcón y en la azotea; la paz los enardecía, y no sé qué sentimiento de clemencia y concordia que creían ver en la sonrisa bondadosa que llevaba estereotipada en los labios sensuales el atildado general en jefe, que con sus palabras, sus ademanes, sus saludos, su entusiasmo, electrizaba a todos y trazaba en el ciclo azul de aquella mañana tibia de invierno el paréntesis de esperanza y de gloria que iba a unir los dos dramas sombríos de la gran tragedia de nuestra historia nacional.

     Flotaba en la atmósfera una pálida luz de ensueño; cuantos tomaban parte en aquella ovación, ricos y pobres (los ricos, tentadores de la ambición del joven general victorioso, a quien querían inducir a negar al presidente las llaves de la República, porque para ellos Juárez, el indio Juárez, era la Reforma sistemática, intransigente, implacable, fría, antipática; los pobres, azuzados por los jóvenes estudiantes y oficiales, que les predicaban en las encrucijadas las más calientes doctrinas socialistas de Proudhon y Lamennais y les mostraban en toda su grotesca repugnancia al fraile francisco conspirando y esgrimiendo el puñal, al mercedario arremangándose el hábito blanco maculado de pulque y mole y bailando el jarabe en los fandangos del barrio, y al obispo tramando la destrucción de la independencia), ricos y pobres creían vagamente que una era paradisíaca de libertad, de fraternidad y de bienestar podía abrirse. «¡Quién quita que la Constitución sea verdad!» decían muchos en el español peculiar de nuestro país.

     Pronto pasó aquel espléndido acto de ópera heroica. Juárez llegó, y agradable o desagradable, poética o prosaica, aquel indio de pórfido y bronce traía la realidad en sus manos; con él era preciso pasar de la ilusión a la verdad. A las primeras horas, saturadas de ideas de concordia y perdón, siguieron, con la presencia de los hombres de Veracruz, las necesidades prácticas del programa reformista. La guerra civil no había concluido; los caudillos reaccionarios estaban en el país; de los sesenta o setenta mil hombres armados que señoreaban de un extremo al otro del país, campos, caminos y poblaciones, el grupo que había servido al triunfo era excesivo para los recursos del gobierno, y o se le licenciaba o se dejaba en manos de los gobiernos de los Estados, que se servirían de sus contingentes para imponer la ley a la Federación, como siempre había sucedido; las numerosas partidas sueltas seguirían amenazando en todas partes la propiedad y la seguridad, o engrosarían las filas reaccionarias, como sucedió inmediatamente. La prensa de la capital y los Estados, haciéndose eco, con exaltación apasionada, de los resentimientos y dolores y odios del partido victorioso, casi limitaba sus exigencias políticas a una obra de justicia y de venganza, y se hablaba seriamente de levantar cadalsos en las plazas y de transformar al gobierno en un tribunal revolucionario. El gobierno tenía otros fines: desembarazar su camino de los hombres que sirvieran de pretexto para pedirle incesantemente venganza y mantener en estado de perenne incandescencia a la porción joven del partido reformista, llevando de prisa, con energía y firmeza, la obra económica de la Reforma, para hacerla irreparable. La realización de la primera parte del programa fue dirigida por Ocampo; mientras el ministro de la Guerra (González Ortega) tomaba las medidas necesarias para acabar con los restos armados de la reacción, Ocampo daba sus pasaportes al ministro de España, Pacheco, al Nuncio apostólico y a otros dos ministros extranjeros que hicieron cuanto estuvo de su parte para retardar la caída de la dictadura reaccionaria. Lo grave en esta medida era la expulsión del ministro de España; tras la protesta contra el tratado Mon-Almonte, este nuevo acto parecía un reto; España, a pesar de las concienzudas explicaciones del gobierno de México al de Doña Isabel II, lo consideró como un agravio, no como un acto de guerra. Y fue justo; Pacheco no sólo era enemigo decidido del gobierno reformista y de todo gobierno democrático, sino que consideraba que México, «donde se había perdido toda noción de derecho y todo principio de bien, necesitaba que Europa, por medio de una intervención armada, le impusiese la libertad y el orden, sin lo cual no tendría fin su vergonzosa historia, escándalo y baldón de la humanidad civilizada» (sic). Si esta medida fue justa, la expulsión de los obispos fue prudente; eran merecedores de castigo, en el orden político, quienes habían desconocido explícita y públicamente los títulos del gobierno nacional, y era necesario, para evitar que la justicia se volviese venganza contra ellos, sacarlos del país; de otra manera habrían tenido que ir a la cárcel, al banquillo, al ultraje y a las penas atroces...

     Los hombres de Veracruz no querían el poder; Ocampo renunció, dejando a los nuevos la tarea: Zarco, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto... La Reforma siguió su curso: hubo un momento en que la sociedad sufrió intensamente; los ministros consideraban la Reforma como una medicina enérgica de que dependía la salvación de la Patria enferma y que urgía hacerla tomar, y mucho de verdad había en esta consideración. Pero el aparato, los procedimientos públicos de aquella obra magna, encomendada, por fuerza, a los más exaltados o a los más inhumanos, herían tanto los hábitos seculares, los respetos, las ternuras, la santidad de las tradiciones y de los recuerdos, las supersticiones, sedimento de más de tres centurias de devoción incondicional depositado en el fondo del organismo mexicano, que en lo más íntimo de ese organismo, en la familia, aun en la del reformista, en dondequiera que presidía la marcha normal de la vida la mujer mexicana, hecha toda de piedad y de dulzura, sin más energía que la del amor, ni más reflexión que la que la fe circunscribe y estrecha, se sentía el doloroso latido del corazón de la sociedad. Los obispos lapidados en Veracruz por el populacho, conducido por un demagogo que se embriagaba con sus propias frases, los muros de los conventos viniéndose ruidosamente abajo al golpe rabioso de la piqueta, los claustros desmantelados, las iglesias despojadas de sus sagradas joyas con irreverencia brutal, violado el retiro sacrosanto de las pobres mujeres que rezaban por sus sacrificadores, entrados a saco los archivos, las bibliotecas, los depósitos artísticos de la Iglesia, que, en verdad, ni los estimaba apenas y solía ignorarlos, todo contribuía a crear un indefinible malestar.

     Todo eso lo esperaban, lo sabían los hombres de la Reforma, y precisamente por ello se daban prisa; era preciso poner entre la revolución triunfante y la reacción posible un muro enorme hecho de escombros y ruinas, un foso incolmable de actos irreparables. Y así se hizo lo que había que hacer. Pero detrás de estos telones del siniestro aparato de la ejecución de la Reforma, el drama verdadero se desenvolvía en la sombra de las oficinas: el drama financiero, el programa de reducir a realidad súbita la confiscación y venta de los bienes eclesiásticos, la nacionalización. Lo inseguro de estas adquisiciones, lo precario de las ventas, que en un cambio de gobierno podían ser nulificadas, la guerra civil, que continuaba y hacía inexplotables las propiedades rústicas y gravosas las urbanas, sometidas a exacciones sin fin, habían depreciado extraordinariamente la propiedad del clero; las adjudicaciones hechas conforme a la ley Lerdo, las ruinosas hechas en Veracruz, verdaderos regalos, como que en muchos años no podrían hacerse efectivas según los cálculos más optimistas, la habían reducido. La solución del problema financiero, la amortización de nuestra deuda extranjera, el sistema de subvención de vías de comunicación y de empresas colonizadoras, todo lo que se soñaba hacer con la fortuna de la Iglesia, resultó un mito. Y como la guerra civil continuaba en pie, y como se sentía el esfuerzo del militarismo reaccionario en todas partes para tomar el desquite, y era preciso o pagar los ejércitos de la revolución o batirlos, y como urgía cubrir los compromisos de los días críticos, y los impuestos no producían casi nada, hubo necesidad de vender de cualquier modo, pero de prisa y dando ciento por cinco; los reformistas adivinaron con admirable clarividencia que sólo así podía operarse la gigantesca traslación de dominio que premeditaban, que sólo así la harían irremediable, creando en torno del programa reformista un infranqueable reparo de derechos nuevos, de derechos de particulares que se defenderían furiosamente contra las tentativas de restitución; lo adivinaron. Si la intervención francesa y su monarquía no sirvieron en último resultado más que para consolidar la Reforma, fue precisamente por esta política, que parecía llevada a cabo a ciegas y por gala de despilfarro. Lo hubo, cierto; pudo hacerse más ordenadamente todo, pera la consecuencia habría sido la misma: era preciso sacrificar lo presente a lo porvenir. La solución financiera a la solución económica, y la que se creyó una masa formidable de bienes, resultó convertida en seis millones escasos, devorados de antemano, y que no fueron parte a evitar siquiera la bancarrota. Esto no lo entendía, ni lo entendió el público jamás; el gobierno había enriquecido a un grupo de especuladores, a quienes luego pedía limosna y se la negaba. Los pocos millones de pesos que en efectivo produjeron las adjudicaciones, habían sido una molécula perdida en la vorágine; sin el recurso de los bienes del clero, el gobierno sólo podía marchar por medio de préstamos, operaciones ruinosas y expedientes de un día para otro, al abismo, porque las entradas de las aduanas estaban empeñadas en su mayor parte a los acreedores extranjeros, en su menor a los agiotistas; la renta interior era nula, de ella disponían los Estados; el gobierno vivía con las entradas del Distrito Federal. Y la guerra civil recobraba mayores proporciones día a día y las crisis ministeriales se sucedían y nada remediaban; sobre todas ellas dominaba la palabra fatídica bancarrota, un déficit que se acercaba a cinco millones anuales; la imposibilidad de gobernar.

     El Congreso, muy joven, muy apasionado, saturado de exaltación política y de ensueños de instantánea transformación social, se dividió, casi desde sus primeros días, en dos partidos que se equilibraban: juaristas y anti-juaristas. Sin embargo, la elección presidencial se había hecho; fuera del partido reaccionario, que, naturalmente, se abstuvo, el país capaz de votar en colegios electorales de segundo grado (sistema sabiamente adoptado por la Constitución y único posible en pueblos de mayoría analfabética) había votado, primero por Lerdo de Tejada (Miguel), luego por Juárez, después por González Ortega. En Lerdo veía el país que había aceptado la Reforma, el solo hombre apto para organizarla y encontrar una solución al problema financiero; en Juárez un hombre capaz, por su carácter, de sobreponerse a las tremendas situaciones que se vislumbraban; en González Orteja un programa posible de ensueños revolucionarios y de actos generosos. Muerto Lerdo, la mayoría de los votos era de Juárez, que fue declarado presidente constitucional; algún tiempo después González Ortega, investido de la presidencia de la Corte Suprema de Justicia, fue el vice-presidente de la República. La oposición anti-juarista no pudo impedir en el Congreso, ni lo quiso de veras, la adopción de medidas que atribuían toda clase de facultades al Ejecutivo para salvar la situación; llegaron las cosas hasta decretar, en el mes de julio, «que el gobierno federal entraba en el dominio y disfrute de todas sus rentas y suspendía por dos años todos los servicios de la deuda»; era la consecuencia forzosa de la bancarrota. Y si los acreedores extranjeros hubiesen pasado por ello, era la única posibilidad de organizar la hacienda y de pacificar el país. Pero ese consentimiento no vino; y entonces el problema financiero se complicó con un pavoroso problema internacional.

     Hubo días en que la situación del país tomó un carácter atroz; la guerra civil asumió un aspecto de rabia y exasperación indecibles. En poco tiempo desaparecieron los principales caudillos de la Reforma, Lerdo de Tejada y Gutiérrez Zamora, primero; luego, asesinados con la salvaje crueldad que denunciaba la presencia o la proximidad del hombre que en nuestras contiendas ha personificado más totalmente el implacable furor homicida del fanatismo frío, perecieron Ocampo, Degollado y un joven todo esperanza, sonrisa, entusiasmo y generoso valor, Leandro Valle; la entereza de Ocampo ante la muerte, la abnegación admirable de Degollado, constituyen una perdurable enseñanza de moral en acción para los mexicanos. El partido reformista, herido en el corazón, contestó a la muerte con la muerte, y el Congreso aprobó tremendas leyes de proscripción y de sangre; enterró piadosamente a sus muertos y se apresuró a echar la culpa de cuanto pasaba al gobierno. Los cambios de gabinete eran frecuentes, las discusiones en las Cámaras tumultuosas como las de una asamblea del tiempo de la Revolución; la nueva generación reformista tuvo su más vibrante, su más elocuente vocero, su aspecto más resueltamente fiero y bravío en Ignacio M. Altamirano, joven, poeta y tribuno del Sur, y la curul presidencial del señor Juárez parecía próxima a quebrarse por las irreverentes sacudidas de la oposición parlamentaria. Pero, entretanto, la represión se había organizado mejor y fueron batidas casi constantemente las fuerzas reaccionarias, que amenazaron un momento la capital de la República y habían intentado dar ser a un gobierno trashumante presidido por don Félix Zuloaga y que nadie obedecía, a pesar de que en sus pujos de energía llegó en cierta ocasión a destituir a Márquez e investir al español Cobos de la dirección militar de la guerra; más terror que los pseudo-ejércitos de Zuloaga causaban las innumerables partidas de salteadores capitaneadas por Gálvez, Butrón, Cajigas, etc., que robaban, mataban y plagiaban en todas partes.

     El alejamiento del peligro militar inminente permitió al gobierno y a los grupos políticos, y pronto a la nación pensadora, fijarse en el Exterior; hacía tiempo que se aglomeraba una tempestad en nuestro horizonte. Durante nuestra última lucha civil se habían familiarizado los gabinetes de Inglaterra, España y Francia con la posibilidad de intervenir en nuestros asuntos para ponernos en paz por la fuerza, apoderarse de nuestros recursos y pagarse, Inglaterra sus enormes créditos por nosotros reconocidos, España sus discutibles derechos, y Francia los insignificantes suyos; la actitud de los Estados Unidos había impedido a los europeos pasar del deseo al acto. La repulsa al tratado Mon-Almonte, que formulaba la tutela de España sobre México, y la expulsión del plenipotenciario Pacheco, el robo de los fondos de los tenedores de bonos de la deuda inglesa, perpetrado por la reacción en agonía, habían llevado al estado agudo la impaciencia de los gabinetes de Londres y Madrid. Pero no era posible soñar en una acción colectiva por la incompatibilidad de miras entre ambos gobiernos; el británico se inclinaba ostensiblemente a apoyar a los elementos reformistas; al otro era simpático cuanto a reacción y clericalismo trascendía. Hubo un intermediario, Francia; las quejas de esta nación contra México eran nulas; los franceses en México habían sacado inmensas ventajas pecuniarias de la Reforma, los mexicanos los trataban con afecto, sus créditos eran poca cosa; sufrían lo mismo que los mexicanos las consecuencias de nuestra situación política; los dos partidos en lucha, pero sobre todo el reformista, se educaba en los libros franceses, y de ellos le venía la aspiración intensa a la igualdad y su saña contra los privilegiados; los mexicanos instruidos conocían cien veces mejor la historia de Francia que la historia patria.

     Pero Francia estaba gobernada por un hombre que, bajo el aspecto dulce y soñador del iluso, ocultaba, no la voluntad, signo de los grandes caracteres, sino la obstinación secreta, síntoma de los temperamentos fatalistas; éste tenía talento, tuvo suerte; Francia, victoriosa y próspera, ejerciendo una especie de hegemonía continental en Europa, parecía obra suya, y pasó por un político de primer orden; los franceses llegaron a tener fe ciega en su genio y en su estrella, y al par de los franceses, todos cuantos leían francés en ambos mundos. Este hombre, Napoleón el tercero (nadie sabe por qué era tercero, porque el segundo no había reinado un solo minuto), acariciaba el vago ensueño, grandioso y sin contornos, de llegar a establecer una especie de solidaridad entre los latinos (no de sangre, por cierto, sino de espíntu) en Europa y América y de ser el árbitro de esta federación amorfa.

     Claro es que México era el punto de apoyo para esta palanca en América; aquí era donde debía organizarse el dique a la tendencia, a la dominación universal de la raza anglosajona. Los emigrados mexicanos en Europa, que representaban a la sociedad mexicana del mismo modo que los guijarros abandonados en las márgenes representan a un río, guiados por uno de ellos, que había logrado insinuarse en la intimidad de la familia de la emperatriz Eugenia, pudieron darse maña para saturar la atmósfera doméstica de Napoleón con datos y súplicas que hicieron creer al fantaseador coronado que esa empresa era posible, que el pueblo mexicano, agradecido, colaboraría en ella de rodillas. La emperatriz, que quería rescatar con su ardiente catolicismo la política del emperador, que, queriendo o no queriendo, había desencadenado la revolución unitaria en Italia, entraba en las miras de los reactores por odio a los perseguidores de la Iglesia, y como se dejaba llamar descendiente de Moctezuma, sentía un insólito afán de erigir un trono en México; porque esa era la necesidad suprema de la pacificación del país: la monarquía. Y a tal punto habían llegado las cosas que los emigrados habíanse fijado en un candidato: el archiduque Maximiliano de Austria. Para realizar un sueño, ¿qué mejor que un soñador? Napoleón había indolentemente asentido y el príncipe austriaco no había dicho que no; se conocía que ardía en deseos de decir que sí.

     Un nuevo personaje entró en campaña por su lado y por su cuenta; no era, por cierto, ni del círculo ni de la devoción de la emperatriz, pero sí de gran ascendiente en el emperador; era su hermano el duque de Morny, hijo adulterino del conde de Flahaut y de la reina Hortensia, mundano de alto vuelo, de la raza de los grandes señores a un tiempo libertinos y hombres de Estado, que no han faltado en Francia, vorágine insaciable de dinero, de placer y de honores, bajo las maneras exquisitas de un príncipe muy correcto, muy indiferente y muy elegante. El duque de Morny se había puesto en contacto con Jecker, y el enorme crédito de este banquero contra México, aunque falso e insensato, le pareció una mina que podía ponerse en bonanza mediante una intervención francesa.

     Los Estados Unidos también habían tomado, durante toda la administración de Buchanan, una actitud, si favorable al gobierno constitucional, manifiestamente inclinada a intervenir en nuestras cuestiones, y hasta sus ofertas de hacerse responsables de nuestra deuda exterior mediante la hipoteca de una parte de nuestro territorio, oferta rígidamente rechazada por nuestro gobierno, bien indicaba cuál era la tendencia general y explicable por el estado de perpetua guerra civil en que nos hallábamos. Pero ya en el año de 61 se vio bien claro que los Estados Unidos eran un personaje obligado a retirarse temporalmente de nuestro drama, y como su sola presencia había impedido hasta entonces tomar cuerpo a la intrusión europea, ésta pudo verificarse.

     La guerra de secesión, determinada por la coalición de doce Estados de la Federación norte-americana que decidieron separarse de los otros constituyendo una república aparte, tuvo por causa eficiente una cuestión económica y social por ende; se trataba de fijar las condicíones del trabajo humano en las regiones meridionales de la Unión. Desde el Sur del Potomac al Norte del Bravo, era, no una opinión, sino un dogma, que sin el trabajo servil, sin la esclavitud, era imposible la explotación lucrativa de la tierra. Y esto, que los hechos posteriores demostraron que era un formidable error, estaba demostrado en concepto de los sudistas por la tradición que huía de los fundadores de la esclavitud en aquellas comarcas, tradición respetada y sancionada por los autores de la Constitución, a pesar de sus ideas humanitarias, y por Washington mismo. En los Estados disidentes se atribuía la actitud del Norte, resueltamente hostil a la esclavitud, a miras puramente económicas; se trataba de poner al Sur, privándolo del trabajo servil, en un estado de inferioridad completa respecto del Norte, que en su afán de convertise en potencia industrial, exigía medidas arancelarias proteccionistas que mataban las condiciones favorables al desarrollo de la agricultura en el Sur. El problema de la extinción de la esclavitud en la Unión norteamericana había ascendido a ser problema político, precisamente a consecuencia de la guerra con México, que provocó la apasionante cuestión de la extensión de la esclavitud en los Estados nuevos, cuestión que Henry Clay aplazó por medio de sabios y patrióticos compromisos, que eran treguas en realidad. El gobierno del presidente Buchanan, jefe del partido demócrata, inclinado a mantener el statu quo constitucional y a dar a los derechos de los Estados una importancia exagerada, vio formarse la tempestad por el auge mismo de las ideas antiesclavistas en el norte y la resolución de resistir en el sur. Después de la elección de Lincoln, triunfo señalado de los del norte, dejó a los Estados meridionales confederarse y formar el pacto de escisión, sin tratar de sofocar la rebelión naciente, sino de orillar a los contendientes a un nuevo compromiso. La toma de posesión del nuevo presidente fue la señal de la lucha, y el año de 61 puso muy claro ante los ojos de los gabinetes europeos este hecho: que la guerra civil, dadas las enormes fuerzas de lucha, se prolongaría por muchos años, inutilizando a los Estados Unidos para toda grave empresa en el Exterior; que aquélla era la oportunidad de paralizar para siempre el movimiento de expansión y absorción de los Estados Unidos en la América Latina, y en la iglesia quizás, cooperando eficazmente a la escisión definitiva; esta cooperación tenía su camino marcado: apoyar a los del Sur, proporcionándoles la superioridad marítima, que manifiestamente no podían conquistar. Este pensamiento y el de la hegemonía latina se avenían perfectamente y se armonizaron en el cerebro de Napoleón, y como los ingleses creían que su interés consistía en detener por un siglo siquiera el desenvolvimiento industrial de la Unión, resultaba todo conforme a los proyectos grandiosos del emperador.

     La suspensión de pagos decretada por el Congreso mexicano e iniciada por el Gobierno en julio del 61 fue el acto que ocasionó, digámoslo así, la primera cristalización del designio napoleónico. No sin ciertas dificultades, más bien de forma que de fondo, la diplomacia francesa logró un acuerdo entre Inglaterra y España con Francia, que se formuló en el célebre documento llamado «la Convención de Londres» (octubre del 61). Con el pretexto de asegurar garantías más eficaces para las obligaciones contraídas por la República con los súbditos de las naciones contratantes, se decidía que se enviarían fuerzas suficientes a México para realizar este designio, protestando que este empleo de la fuerza no envolvía el propósito de adquirir territorio ni el de influir en el derecho del pueblo mexicano de constituirse libremente.

     Había aquí una farsa que rápidamente iba a convertirse en tragedia, porque los tres contratantes sabían bien que Napoleón había resuelto de antemano sacar avante en México el establecimiento de una monarquía, lo que indicaba la falta estupenda de datos con que procedía en la ejecución de sus designios, por lo que jamás acertó en ellos sino en la proporción necesaria a complicar por extremo la cuestión que se proponía resolver. España lo sabía con profunda inquietud e interés, resuelta a no oponerse, pero sí a jugar hábilmente en su provecho llegado el caso; Inglaterra veía el proyecto con indiferencia y escepticismo: con tal que sus intereses saliesen bien librados, pasaba por todo. Y precisamente poco después de firmado el Convenio de Londres, su ministro celebraba con México un arreglo que, de haber sido aprobado por nuestro Congreso, la habría obligado a retirar su firma de la Convención.

     En México no se creyó en la intervención hasta que en diciembre del 61 se supo la llegada de los españoles y los ingleses a Veracruz, que no se juzgó conveniente defender y que fue ocupada por la vanguardia de aquel sigular ejército de ocupación, que constaba de unos cuantos marinos ingleses, y franceses poco después, y de algunos batallones españoles. El señor Juárez había encomendado la cartera de Relaciones al gobernador de Guanajuato, don Manuel Doblado, hombre de un talento ad hoc para enredar o desenmarañar a su guisa una madeja política y que marcó desde sus primeros pasos en este terreno la superioridad de nuestra diplomacia sobre la europea, superioridad que no se desmintió un solo instante durante la lucha con la intervención; los Doblado, los de la Fuente, los Lerdo de Tejada mantuvieron ante el mundo, a fuerza de habilidad, de lógica y de patriotismo, a la invasión francesa y al imperio, dentro del círculo de hierro de un hecho en conflicto con un derecho; el círculo pudo ensancharse, no fue roto jamás. El gobierno explotaba contra la intervención la inveterada hostilidad a España, que existía desde los tiempos coloniales, que no había muerto en el corazón del pueblo y que el partido reformista puso sin cesar en juego en su lucha con el partido conservador, con quien la inmensa mayoría de los españoles simpatizó activamente. De aquí no venía el rencor instintivo de la clase popular: esta clase se dejaba llevar por los partidos de la una a la otra bandera; le eran indiferentes; entrambas significan, exacciones, vejaciones sin fin; significaban el peaje, la alcabala, la leva, el azote y la muerte. Pero, en realidad, a la repugnancia de la masa por todo lo que tendía a menoscabar el prestigio del catolicismo, hacía contrapeso la hostilidad hacia el español; creemos haber dicho ya de qué provenía esto; era una cuestión social, no histórica; el pueblo ignoraba al español profundamente bondadoso y honrado, que solía surgir del grupo de quienes aquí venían sin más recurso que su avidez y el apoyo de sus compatriotas, porque se lo ocultaban el español de la hacienda, que solía verlo con lástima, pero siempre con desprecio, y que por medio del fomento de los vicios sabía reducirlo a la servidumbre de la deuda, y el español de la tienda, que no era más que una casa de empeño en que el lépero de la ciudad lo dejaba todo en cambio de aguardiente y de pan algunas veces, sin rescatarlo casi nunca. Impotentes para sacudir esta tutela, que los más elocuentes artículos de la Constitución no habían podido ni conmover siquiera, transmutaban su impotencia en odio, y todavía el grito pavoroso de las turbas que sublevó Hidalgo encontraba un eco inmenso en las fiestas cívicas al cabo de medio siglo.

     Este sentimiento lo exaltó hasta el paroxismo el gobierno, secundado por la prensa reformista, y mientras así agitaba al país, acertaba a ponerse en contacto con los comisarios de las tres potencias; pronto se notó que sobre ellos predominaba el español: era don Juan Prim, conde de Reus. Rápidamente comprendió nuestro gobierno el inmenso partido que de esta circunstancia podía sacarse. Prim, aventurero político de extraordinario arranque, se había transformado en un héroe en la guerra de África y era una especie de divinidad épica para los catalanes, sus paisanos. Tenía su carácter la perenne tensión heroica de los conquistadores del siglo XVI, pero, como en ellos, la ambición indefinible, que ensanchaba su horizonte a medida que avanzaba, no ofuscaba un vivísimo sentimiento de la realidad y una pasmosa penetración política, que iba hasta la clarividencia rayana en don profético (véase la carta de Prim al general Salamanca antes de abandonar la República, México a través de los siglos, tomo V). Ahora bien, este Cid campeador a la moderna conocía los asuntos de México, pertenecía al partido liberal progresista en su patria, había censurado la conducta de los enviados españoles, favorables a los reaccionarios aquí, y estaba, por su esposa, íntimamente ligado con una de las pocas familias de la alta burguesía mexicana (la aristocracia, que aquí llamábamos un poco ridículamente), que no se habían manifestado hostiles al movimiento reformista. A pesar de la sorda oposición del ministerio de Francia, Saligny, que conocía el objeto secreto de la participación de Francia en la intervención y las combinaciones de M. de Morny, y que personifica en esta lúgubre historia uno de los casos más francos de bandidismo diplomático de que hay memoria, Prim hizo ir a los comisarios ingleses, de muy buena voluntad, y al cándido comisario francés Jurien, rendido a la razón, por un camino que lo llevaba derecho a dar fin a la intervención por medio de un tratado con Juárez; no existía, afirmaba Prim con justicia, más gobierno que éste, puesto que el reaccionario era un grupo siniestro que trashumaba, escoltado por una guerrilla, de aldea en aldea y de asesinato en asesinato. Así lo reconoció explícitamente Almonte, el representante de la emigración mexicana en las Cortes europeas, cuando vino a su país, y libre ya de Inglaterra y de España, se hizo proclamar, por un cabecilla reaccionario, Jefe supremo de la Nación; el jefe era Zuloaga, y así lo manifestó éste; tanto lo era el uno como el otro; Forey barrió todo esto brutalmente con la punta del bastón.

     Tratar con Juárez, arreglar con Doblado los preliminares de un gran pacto futuro, mejor dicho, las condiciones en que debía verificarse ese pacto (preliminares de la Soledad), y conquistar la benevolencia y al fin la gratitud de los mexicanos que tenían en algo la dignidad de la patria, fue obra de corto tiempo para el conde de Reus. En Europa no se veía con buenos ojos el camino que los comisarios habían emprendido; pero Prim y los ingleses, que veían las cosas de cerca, siguieron firmes en su propósito; la llegada de considerables fuerzas francesas y de los emigrados políticos, hizo comprender la necesidad de apresurarlo todo. Almonte traía la autorización de hacer llegar la intervención al establecimiento de una monarquía; Prim, juzgando esto un acto de locura trágica, persistía en hacerla llegar al reconocimiento pleno de la situación reformista. Todo lo esperaba de las conferencias de Orizaba; Almonte y Saligny se propusieron hacerlas abortar. La insistencia del gobierno mexicano en exigir que fueran expulsados Almonte y sus socios, dado el carácter neutral de que había alardeado la intervención, dio pretexto a los franceses para romper sus relaciones con el gobierno; Prim y los comisarios ingleses decidieron entonces retirarse, y la intervención europea quedó convertida en intervención francesa.

     Fue ésta una obra patriótica de Prim; alejó por muchos años de su país, con esta conducta, una gran catástrofe que, a haber vivido, hubiera sabido siempre neutralizar cuando ciertos acontecimientos fatales, inevitables, hubiesen tomado forma en las Antillas. Con esa conducta en México dio Prim ejemplo de honradez caballeresca internacional, de esos que no estaba acostumbrado a ver el mundo. En México se sintió el efecto de ese proceder instantáneamente: calló en la exposición de sus quejas contra España, calló la prensa, durmió el rencor en el ánimo popular. Una España nueva se nos había revelado y venía hacia nosotros: la España del porvenir. ¿Por qué don Juan Prim no tiene todavía un bronce en nuestros paseos públicos, cuando es de bronce la gratitud de nuestra patria hacia él?

     Será siempre injusto hacer responsable a un pueblo entero de las faltas de sus gobernantes; y aunque precisa confesar que el reinado de Napoleón III no fue un accidente, sino el resultado duradero de una grave dolencia social, y aunque contó, hasta en sus postrimerías, con los sufragios de la mayoría de la Nación, porque le había dado dos de las tres cosas que el francés ama más: el orden, que permite el trabajo y el ahorro, y la gloria militar, que es la que halaga más la vanidad (la tercera es la libertad, que permite satisfacer la pasión por la palabra); aunque el burgués y el rústico tenían plena confianza en la estrella napoleónica, es indudable que la noticia de que la intervención en México quedaba por cuenta exclusiva de Francia causó allá inquietud y sorpresa; era, manifiestamente, una aventura y fue antipática desde que nació; el pueblo es infalible en sus presentimientos. Durante la lucha de intervención pudo la noticia de los triunfos excitar pasajeros entusiasmos y causar en los débiles alucinaciones febriles, pero la opinión volvía pronto a la inquietud, y la amargura final fue consecuencia de más de cinco años de sordo disgusto.

     La obra magna del reinado de Napoleón III, así lo decía, quedó encomendada al plenipotenciario Dubois de Saligny, que obraba de acuerdo con Almonte y disponía a su antojo del jefe militar de la expedición francesa, Lorencez; ahora bien, el primero, era un bellaco de importancia que olfateaba en todo aquello un tripotage de que podía sacar su fortuna; Almonte (hijo del gran Morelos), era un ambicioso que había aspirado a desempeñar el primer papel en su país, ya en una facción, ya en la opuesta, y a quien sus desengaños personales habían convencido de que sólo por la fuerza se podía hacer la felicidad de su patria, imponiéndosela y sometiéndola a otra gran nación militar, de la que se constituía en incondicional instrumento; Lorencez era un correcto oficial cualquiera. Entre los tres fraguaron la ruptura de los convenios de la Soledad (que Almonte aseguraba, con razón, que serían reprobados por los gobiernos aliados), y luego, con un pretexto que por su insubstancialidad espanta, decidieron que los franceses (a quienes el gobierno nacional había permitido subir a las tierras templadas, mientras se ajustaban los tratados, con la explícita condición de que volverían a la costa si no se llegaba a un acuerdo) quedarían dueños de Córdoba y Orizaba; el ejército de Lorencez con este hecho no bajó a la costa: lo que descendió mucho más abajo fue la honra de su bandera, que no era digno de llevar en la mano. Las tropas mexicanas, a la vista de Prim, se iban concentrando en Orizaba; al verlas llegar, casi desnudas unas e irregularmente armadas muchas, el general español las comparaba, sofocado de emoción, a las tropas que habían luchado por la independencia contra el otro Napoleón en España, y al saber la determinación de Lorencez, atónito el caballeresco paladín, se dirigió a preparar el reembarque de la expedición española en Veracruz. El gobierno español aprobó su conducta; la habría aclamado con entusiasmo si hubiese podido ver claro en lo porvenir.

     Era Zaragoza un joven general formado en la guerra reformista, fuerte y activo como sus conterráneos de la frontera septentrional; ni un estrategista genial, ni un conocedor de todos los ápices del arte de la guerra europea, pero que sabía admirablemente al soldado mexicano y el inmenso coeficiente de resistencia que había en él, y esa era su táctica, y que tenía una fe de primitivo, pura, infinita y simple, no sólo en el derecho, sino en el triunfo de la patria, y esa era su estrategia. Había reemplazado al frente del ejército al general Uraga (que había estudiado sobre el terreno a los ejércitos europeos y que tenía en los nuestros una desconfianza invencible), y desde que se encargó del mando, Zaragoza ni vaciló ni dudó; habló, no de vencer o morir como los generales desesperados, sino de vencer; dio su palabra fría, calculada, tranquila, de que triunfaría; como bueno, cumplió con ella.

     Retrocedió escalón por escalón hasta la Altiplanicie central en los últimos días de abril, con una fuerza poco mayor que la francesa que le seguía, y que forzó, en un combate sangriento, las rampas vertiginosas de Acultzingo; se reconcentró en Puebla, y diciendo hacer allí alto, improvisó fortificaciones en los puntos que dominan y hacen indefendible la plaza, y esperó. El 5 de mayo atacaron los franceses precisamente los puntos en que la defensa podía ser más eficaz (las pequeñas eminencias de Guadalupe y Loreto), y después de redoblados asaltos en que el valor temerario y la habilidad de marchar y trepar fueron infructuosos para los soldados poco numerosos, pero selectos de Lorencez, los franceses, mermados, ensangrentados y estupefactos, tornaron a su campamento de ataque y poco después a Orizaba, humillados y furiosos, no contra los mexicanos, sino contra Almonte, que, motu propio (él mismo había preparado los supuestos movimientos de Orizaba y Córdoba en su favor), se intitulaba pomposamente «Jefe de la Nación». Por cierto que el presidente Zuloaga, que andaba con una guerrilla al mando de Cobos por el Sur, había protestado contra tamaña usurpación; él, Zuloaga, sí era el jefe supremo de la Nación; pronto los franceses vieron claro en toda esta miseria.

     El Cinco de Mayo, por el número de los combatientes y por el resultado puramente militar de la acción (una retirada en orden estricto para esperar refuerzos), no es una batalla de primer orden, ni de segundo; no es Platea, es Marathón. Es Marathón, por sus inmensos resultados morales y políticos: la nación entera vibró de entusiasmo; ignoramos si hubo mexicanos a quienes entristeciera el triunfo; creemos que no, en ningún partido; ni odio, ni ambición, ni desesperación pudo tener la facultad de apagar los latidos de ningún corazón movido por sangre mexicana. Unos callarían, otros clamaron en todos los rincones, en todos los ámbitos del país; no hubo aldea de indígenas en que no relampagueara la electricidad del patriotismo; aquella chispa súbita puso en contacto muchas conciencias dormidas para la Patria, y a todas las despertó. Hubo una Nación que resintiera el choque; esa Nación se sintió capaz de supremos esfuerzos. En ese minuto admirable de nuestra historia, el partido reformista, que era la mayoría, comenzó a ser la totalidad política del país, comenzó su transformación en entidad nacional: la Reforma, la República y la Patria comenzaron juntas en esa hora de mayo el vía crucis que las había de llevar a la identificación, a la unificación plena en el día indefectible de la resurrección del derecho. Fuera de esa nueva y definitiva personalidad de la patria nada había... átomos errantes, reliquias centrífugas del período genésico de nuestra nacionalidad.

     El Cinco de Mayo, conteniendo al ejército francés por un año, permitió al país organizar la resistencia; podría ésta ser parcialmente vencida por la evidente superioridad militar de los invasores, pero totalmente vencida no, sino con un inmenso ejército de ocupación, y temporalmente; con el esfuerzo que la Francia imperial podía hacer no era realizable ni bosquejar siquiera la ocupación plena; era segura una lucha decorada de victorias, pero cuyo resultado tendría que ser un gasto moral y material irreparable, que colocarían a la nación invasora en un estado de palpable inferioridad militar en Europa.

     El Cinco de Mayo hizo perder un año a los designios de Napoleón, claramente indicados en su famosa carta a Forey, respecto de los Estados Unidos; precisamente en los momentos en que Zaragoza defendía a Puebla, aparecía en primer término en la guerra separatista Edmundo Lee, el soldado genial que había de dar un carácter científicamente grandioso a la guerra; el emperador, dueño de México y debelador momentáneo de la República, en aquellos momentos desarmada, habría tenido un punto de apoyo admirable para aliarse con los sudistas y, con la ayuda, segura en aquellos días, de Inglaterra, reconquistar puertos y limpiar de estorbos marítimos la comunicación entre los Estados rebeldes y el Océano. Y esto era, quizás, la secesión definitiva. El Cinco de Mayo defendió Zaragoza en Puebla la integridad de la Patria mexicana y de la Federación norteamericana. Servicio involuntario, pero inestimable, que otros servicios de parte de los Estados Unidos (ninguno desinteresado), pudieron compensar, mas nunca superar.

     Después de su victoria el general Zaragoza, con su ejército reforzado considerablemente y llevando a sus órdenes al popular y entusiasta caudillo del último período de tres años, a González Ortega, se empeñó en recoger los frutos del Cinco de Mayo, obligando a los franceses, que se habían hecho fuertes en Orizaba, a bajar a la Costa y embarcarse antes de que les llegaran refuerzos. La combinación para dominar a Orizaba era atrevida y excelente; la fatiga inmensa de las tropas de González Ortega, la imprevisión estupenda de algunos oficiales, proporcionaron a los franceses, ansiosos de recobrar su prestigio, el modo de sorprender toda una ala de nuestro ejército, desalojarla de su posición inexpugnable (el Borrego), y hacer fracasar el plan de Zaragoza, que abandonó su empresa sobre Orizaba.

     La fiebre de la defensa se iba apoderando del país entero; pero sólo la masa pasiva que constituía el fondo de nuestra nacionalidad (mestizos e indígenas), masa sin espontaneidad alguna, gracias a tres siglos y medio de minoría y dura tutela, se dejaba llevar al ejército y aglomerar en el cuartel; no faltaba en ella el deseo de combatir, pero ese deseo no era capaz de traducirse en iniciativa: era necesario el modo tradicional, la leva. Con ella venía la extorsión en todas sus formas y bajo todas sus fases; cada Estado tenía que resolver su problema económico y militar interior, darse seguridad, para hacer el trabajo productivo y dar algún valor real al impuesto, del que destinaba una parte al tesoro federal. Las bandas de forajidos pululaban, proclamando todos los planes y enarbolando todas las banderas, desde los grupos considerables que capitaneaba Lozada en Tepic hasta los plagiarios y salteadores, que se multiplicaban en el mismo Distrito Federal y sus cercanías, y que se rehacían sin cesar al pie de las horcas de sus capitancillos. Al pago de las contribuciones, que recorrían rápidamente una vertiginosa escala ascendente relacionada con el peligro día a día acumulado de la invasión, se resistían todos los burgueses, hasta los adjudicatarios; y cierto que eran desiguales, arbitrarias, sin base posible, y evidente que para recoger un peso se dejaban perder cuatro, y palpable que para esas exacciones desplegaban los agentes un lujo de vejación y de brutalidad comparable sólo al de los agentes de la Convención en los días de peligro para la Patria; más difícil es decir si de otra manera se hubiese recogido el dinero que se gastaba en fortificar Puebla y México y en hacer venir al centro los contingentes de los Estados.

     En plena preparación de la defensa dejó la vida Zaragoza; fue la única deserción del joven mestizo de la frontera, que pasó, en el cariño del pueblo, del triunfo al apoteosis; de un héroe hizo la leyenda un dios; la República le tributó honores magníficos: su carro funeral fue una pirámide de incienso, de flores y de palmas, sobre la cual fulguraba el ataúd envuelto en la bandera de la Patria; la muerte propicia se encargó de eternizar el laurel de su victoria; verde y lozano está aún.

     La invasión francesa se organizaba en Orizaba con Forey y en Jalapa con Bazaine; los refuerzos llegaban sin cesar; los convoyes, frecuentemente desarticulados por las guerrillas, subían en larguísimas líneas las escalinatas de la Mesa central; las escuadras francesas se acercaban a nuestros puertos en ambos mares, y el oro llovía; los militares sin empleo de la reacción vencida, los que no se habían acogido a la amnistía de la República, Márquez, cuerpo diminuto que proyecta una sombra enorme sobre la historia de aquel período final de nuestras grandes luchas, se movían en derredor de los franceses y trataban de formar cuerpos mexicanos contra la patria. Forey, militar mediocre, imperialista furibundo, hombre solemnemente imbécil, candoroso y decorativo, había venido a dirigir el movimiento, provisto de una carta de Napoleón, en que hablaba de la necesidad de poner un hasta aquí a la preponderancia angloamericana en nuestro Continente, de su decisión de respetar la libertad del pueblo mexicano para constituirse y de mantener incólumes los derechos de cuantos legalmente hubiesen adquirido bienes nacionalizados. Este propósito era la sentencia de muerte del partido reaccionario y hacía inútil la intervención; esa especie de contradicción esencial entre la decisión de respetar la Reforma y la de destruir al gobierno, cuya razón de ser era la Reforma, bastaba para hacer de la tentativa napoleónica un aborto.

     Después de asegurar sus líneas de comunicación entre la Mesa central y Veracruz, encomendando a un cuerpo de egipcios alquilado por Napoleón y al espantable coronel Dupin y su contraguerrilla cosmopolita de forajidos sin fe ni ley, la seguridad de los caminos, Forey avanzó sobre Puebla con más de treinta mil franceses y un grupo de oficiales, viejas reliquias del naufragio reaccionario, que, tragando humillaciones y desprecios a diario, se habían puesto a sueldo de los franceses, así como Márquez y sus chusmas. Puebla no era una plaza fuerte; las fortificaciones se habían improvisado, sobre todo en los vetustos y macizos edificios religiosos en que abundaba la angelo-politana ciudad y que, dado el alcance y la fuerza de la artillería rayada, eran más peligrosos para sus defensores que para los asaltantes. El ejército que defendía Puebla era una especie de asamblea nacional compuesta de contingentes militares diputados por la mayoría de las entidades federativas y que rivalizaban de entusiasmo y valor. La defensa, que duró dos meses, fue heroica, según las confesiones unánimes de los oficiales franceses que han declarado ante la historia; sus episodios enorgullecen y conmueven; con ellos puede formarse un devocionario de mexicanismo épico para preparar a las generaciones nuevas a la comunión cívica en la República y la Patria.

     González Ortega, general improvisado, imprevisor, derrochador y fastuoso, comunicaba con su ardoroso lirismo un tono muy alto de poema en acción a aquel suceso singular en la historia de nuestras guerras. Puebla se iba rodeando de un muro de escombros empapados en sangre, y a pesar de su intrepidez admirable, el ejército sitiador, en principios de mayo, estropeado y nervioso, pensaba en levantar el cerco; pero las provisiones y las municiones de los sitiados tocaban a su fin; un ejército de auxilio, mandado por el ex-presidente Comonfort, se aglomeraba lenta y prudentemente a espaldas del francés; cuando fue necesario introducir en la plaza sitiada el inmenso convoy que se había preparado, fracasó la tentativa y el ejército auxiliar fue derrotado y desbandado. Puebla tuvo que rendirse, y lo hizo rompiendo sus armas el ejército, declarándolo sus jefes disuelto y dándole cita para continuar la defensa de la Patria, y entregándose toda la oficialidad a merced del vencedor sin pedir garantías ni aceptarlas, ni contraer compromiso alguno, reservándose entera para el deber. Este acto fue analizado y censurado de mil modos; el juicio definitivo lo pronunciaron los generales franceses que, ante la rendición de Metz, gritaron a Bazaine: «¿Por qué no hicisteis como los mexicanos en Puebla?»

     Se había apurado el esfuerzo para poner a México en estado de defensa; se había maltratado de un modo indecible a la población por los agentes de la autoridad militar, para obligarla a contribuir a la defensa; se había hecho gala de llevar a todos sus extremos el cumplimiento de las leyes de Reforma, no serena y fríamente, si se juzgaba necesario, sino con cierto alarde brutal que lastimaba hondamente el sentimiento religioso de la masa social, lo que era insensato. Pues a pesar de esto, las peripecias del sitio de Puebla habían calentado detal modo el patriotismo, que, ante la necesidad de defender a México, hubo una explosión unánime; todo el mundo pidió armas; las disensiones se ocultaban avergonzadas en la sombra, y fue un golpe de muerte la noticia que circuló de que el Congreso iba a cerrar sus sesiones, que el presidente y su gobierno abandonaban a México y que San Luis Potosí estaba declarada capital de la República. Fue mala inspiración ésta; México se habría defendido un mes; un mes habría gastado Forey en venir de Puebla sobre la capital, y el resto del año en reorganizar su ejército, mientras el gobierno concentraba nuevamente en el Interior los elementos de la resistencia, que, con su retirada, iba a diseminar por fuerza.

     La necesidad de hacer crecer día a día el ejército de ocupación, la seguridad de no poder conservar una población sino ocupándola militarmente, el inmenso rumor que llenaba la atmósfera del país, que se resistía, se defendía y protestaba en todas partes, con el conciliábulo en el salón, la conspiración en la ciudad y la guerrilla en todas partes, caracterizaban la empresa de Francia; era una invasión para establecer un protectorado, según una fórmula de antemano convenida; no era un arbitraje entre los contendientes, no era una intervención.

     Para recibir a los invasores en Puebla, en México, se vistió el clero sus ropas de gala y entonó, con la voz destartalada de sus dignatarios decrépitos, tembiones e impíos tedeums; el Dios que invocaba el clero lo iba a castigar, lo iba a obligar, en plena intervención bendecida e incensada, a suspirar por Juárez. De quién sabe dónde, al saber que los franceses se aproximaban a México, salieron por las calles, raídas las levitas y saturados de un descorazonador relente de accesoria, de sacristia,de archivo, unos cuantos grupos; eran los ex-empleados del gobierno reaccionario, era el partido conservador; no hacía tres años que aquellos hombres pululaban en las iglesias y ministerios y, sin embargo, hicieron el efecto de espectros; parecían de otro siglo, eran fantasmas que, bajo el ojo desdeñoso de los batallones de extranjeros armados para cuidar de la seguridad urbana, se reunieron en el zaguán de un edificio público para arrojarse en el regazo de Francia y dormir en los brazos de Forey.

     Éste penetró en la capital con su pintoresco y gallardo ejército, al son de sus alegres y sonoras fanfarrias, precedido por el fúnebre ejército de Márquez, en junio del 63. Millares de curiosos, muy silenciosos, muy interesados en no perder una sola de las escenas abigarradas de la gran tragedia que adivinaban todos, se amontonaban en las calles, silbando y disolviendo clandestinamente los vítores que la policía había organizado en los barrios con dos o tres centenares de pilluelos y sacristanes. Los balcones veían, también callados casi todos, aunque en su mayor parte engalanados por orden superior; de cuando en cuando un grupo de mochos, como el pueblo decía, gritaba y agitaba los pañuelos en alguna casa rica, algunos catrines, como decía el pueblo, procuraban embullar aquella recepción y bosquejar una ovación que abortaba a empellones; y el viejo Forey, importante y macizo como un imperator de la decadencia romana, creyó que la nación entera se había arrodillado agradecida ante él; las coronas y las flores que las damas y la policía habían fabricado para arrojarlas a los pies del caballo del que iba a México, no a destruir como Cortés, sino a construir, según decía en sus pomposas proclamas, ofuscaban al futuro mariscal; para él no había ya partidos: la nación se había reconciliado al oír gritar al ejército que desfilaba ante el Palacio: Vive l'Empereur!, y en su entusiasmo dijo a los mexicanos: «Los propietarios de bienes nacionales quedarán en posesión de sus bienes»; «el Emperador verá con gusto que se proclame la libertad de cultos». Los hosannas del cabildo eclesiástico acabaron en un balbuceamiento de sorpresa y de ira. ¡Para eso venía la Intervención! Claro, a eso vino; a hacer definitiva y perenne la Reforma.

     El ministro de Francia, el famoso Saligny, nombró una Junta de gobierno compuesta de conservadores rancios, quienes nombraron un ejecutivo (el arzobispo de México y Almonte, y Salas), compuesto del jefe del clero, de un desterrado que ignoraba su país y de un militar cualquiera a quien su país ignoraba. Tras eso y las proclamas en sentido católico, que parecían contra-proclamas con relación a las de Forey, se nombró una asamblea de notables, como hacían antaño los Santa Anna y los Paredes. Muerto Alamán, los hombres de Estado del partido reactor eran los señores Lares, Aguilar y Marocho; fueron ellos con Almonte, el alma de la Junta de notables. Hubo sus deseos de anexión a Francia, pero prevaleció la idea de proclamar la monarquía, y como la consigna era escoger al archiduque Fernando Maximiliano, que casi nadie conocía y que había sido inventado por Hidalgo, prohijado por Gutiérrez Estrada y aceptado por Napoleón, este infortunado príncipe fue votado. ¡Quién hubiera dicho a aquellos doscientos burgueses, que eran casi todo el partido reaccionario en México, que componían un tribunal terrible, que con la inconciencia de la fatalidad pronunciaba una sentencia de muerte!

     ¡La monarquía en México! A todo el dictámen presentado ante la asamblea de notables por Aguilar y Marocho, hombre inteligente y honrado, en quien se unían en peregrina amalgama un fanatismo implacable y frío, una vasta ilustración y un punzante humorismo; a todo su laborioso estudio, que más que a defender la realeza parecía enderezado a resucitar el régimen colonial, puede oponerse, para disolverlo instantáneamente ante la historia, otro dictamen presentado a Santa Anna por los más concienzudos próceres del partido conservador y que es obra del eminente jurisconsulto don Bernardo Couto. De él extraemos estos conceptos literales: «A los que suscriben parece, fuera de controversia que México no puede ser sino una república: sus circunstancias actuales y las que ha habido siempre desde la caída del libertador Iturbide; la opinión universal y constante que sobre la materia hay ahora y ha habido siempre entre nosotros; la ausencia completa de los elementos constitutivos de cualquiera otra forma de gobierno; finalmente, el estado mismo de los pueblos que nos cercan, todo hace que la sola forma de organización posible en México sea la republicana» (Julio de 1855)

     Esto era lo sensato, lo justo, lo cierto; los notables imaginaban que, bajo la protección del emperador de los franceses, que los fascinaba, se invertiría el orden social, político y de las ideas en México; por eso creyeron azorados en la posibilidad de un imperio; pidieron inspiración casi todos ellos a su sentimiento religioso herido y creyeron que Forey, a pesar de su proclama, era un Godofredo de Bouillon y su ejército una cruzada. Nada más efímero y más ficticio que todo aquello.

     De la asamblea de notables había resultado la monarquía y una regencia, compuesta de los señores Almonte, Salas y Labastida; una comisión fue enviada a presentar a Napoleón un voto de gracias y a Maximiliano la corona imperial. Desde los primeros momentos se vio claro en aquella comedia gigantesca: no había intervención desinteresada de Francia entre los partidos, había un hecho brutal: la invasión del país, secundada por los restos de un partido absolutamente impotente para imponerse a la Nación y que consentía en ser instrumento de los invasores, que comenzaron por burlar sus ideales y quitarle su razón de ser. El fin de esa invasión era convertir el insignificante crédito de Francia contra México en una suma enorme por la deuda Jecker y los gastos de guerra, suma impagable que mantuviese al flamante imperio bajo la tutela forzosa de Francia, que permitiese a los franceses explotar las riquezas del suelo invadido y apoderarse de una parte del territorio (Sonora). No había habido voto ninguno en favor de la monarquía; el de la asamblea de notables (que lo eran en lo particular, no para la Nación, que los ignoraba profundamente y con la que no tenían contacto alguno) había sido acordado de antemano en las Tullerías; no existió. Con objeto de no dar base a la oposición del cuerpo legislativo en Francia, que clamaba contra el gobierno no nacido del sufragio que aquí se implantaba, Napoleón ordenó al jefe de la expedición francesa que procurase que los ayuntamientos nombrados por los franceses en las poblaciones que ocuparen, expresaran sus votos libremente; ya se sabía qué clase de farsa colosal iba a nacer de esta instrucción. No había nada; nada más que esta verdad: la invasión iba resucitando al partido reactor, muerto ya, y le daba armas y le facilitaba señorear de nuevo al país, y esto ni era viable ni era lo que Napoleón quería. En cuanto a la cuestión norte-americana, estaba resuelta ya; el año perdido después del Cinco de Mayo, la dificultad formidable de dominar al país derrotado, mas no vencido, había impedido a Francia auxiliar a los sudistas y permitido a los federales sobreponérseles a tal grado, que la resistencia del Sur, para cuantos veían bien, no era más que una cuestión de tiempo y era seguro el triunfo del Norte; lo que iba a complicar terriblemente el problema que Napoleón creía haber resuelto con un ejército y una carta. De todo ello resultaba un embrollo indescifrable.

     La verdad pura era ésta: el gobierno engendrado por el ejército invasor en la derrota de la República, había nacido muerto, era contradictorio consigo mismo; no era un gobierno nacional, porque dependía exclusiva y totalmente de un ejército extranjero, ¡y se llamaba soberano! No era un gobierno de partido, porque sus palabras eran reaccionarias y sus actos tenían por cartabón el manifiesto de Forey, en que declaraba que la nacionalización era sagrada y sería agradable a su amo la libertad de cultos. El honrado obispo Ormechea quiso protestar; se pasó adelante. El manifiesto era la constitución del imperio mexicano; y lo que añadía a todo obscuridad, incertidumbre e impotencia suprema era que Napoleón, ilustrado por las cartas de los oficiales franceses y por la intensidad creciente del primer año de resistencia, indicaba su deseo de tratar, de retirarse, de prescindir de la empresa, y tomaba la voluntad nacional, expresada por la Junta de notables, como un simple indicio de la opinión del país, como la opinión capital. Forey, hecho mariscal, y Saligny, que, con las secretas miras de negociante, habían dirigido toda la política francesa en México, fueron imperiosamente llamados a Francia; esto aterró a los reaccionarios. Sin embargo, comprendían que Francia no podía retroceder y que la lógica inflexible de su primer error le llevaría a intentar la conquista del país, que, de antemano, había Forey declarado imposible.

     Retirado Forey y encargado Bazaine de la dirección del ejército Francés, comenzaron en el invierno de 63 las grandes operaciones. Hasta entonces los invasores se habían limitado a dominar un sector importante en las costas del Golfo, la zona de ascención de la Tierra caliente a la Mesa central, el camino entre Puebla y México y un radio lentamente prolongado en derredor de la capital. En toda esta región ocupada, la invasión manifestó desde sus comienzos de qué medios se valdría hasta el fin: desarmar la resistencia por el terror, pacificar por medio de la muerte, limpiar caminos y ciudades por medio de la sangre; la justicia militar se encargó de todo este programa como si no hubiese tal gobierno mexicano, y fue una justicia espantosamente acelerada: las simples sospechas, el haber sido guerrillero o amigo de guerrilleros, la fisonomía, una acusación vaga, muy poco comprendida generalmente por quienes no hablaban una palabra de español, bastaban para acarrear la muerte. Era el sistema de los cruzados anti-albigenses: matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos, decían sus caudillos; así aquí, era seguro que de cada cien ejecutados había un treinta y tres porciento de bandidos; eso bastaba para justificar las cortes marciales: ¿ante quién? ¿ante la conciencia humana, ante la justicia divina? El régimen del látigo, frecuentemente aplicado a los disidentes en las ciudades, el de las vejaciones infinitas en las casas de los liberales, sobre todo, con la cuestión de alojamientos, algo semejante a «1as Dragonadas» de Louvois, eran las supremas ventajas traídas a la sociedad distinguida de México por la invasión; la sociedad se sometía a todo; iba temblando de miedo o de placer a los bailes que la obsequiaba la oficialidad francesa, que muchachas y viejas encontraban muy elegante y simpática hasta en su brutalidad; ¡no todos eran duques, ni todos gentlemen, pero eran franceses!

     La campaña del invierno de 63 a 64 fue rápida y mortal para el gobierno legítimo. El ejército francés, por sí mismo o sirviendo de apoyo a los grupos infidentes, que, como ha sucedido casi siempre en los países invadidos, habían podido organizarse y que estaban humillados, pero armados y pagados perfectamente, logró dominar toda la Mesa central, ocupó todas las ciudades importantes del Interior; el ejército republicano mutilado, ensangrentado, cortado en fragmentos en desorganización rápida, se refugiaba en las montañas de Michoacán, de Jalisco, de Zacatecas o se retiraba, casi disuelto, por las grandes pendientes de la Altiplanicie septentrional; los generales republicanos en quienes más se esperaba, eran vencidos y Juárez y su gobierno, núcleo y centro de la resistencia nacional, que sin ellos habría desaparecido, se encontraban moralmente amagados por las peticiones de algunos próceres republicanos, que exigían la separación de la presidencia a Juárez como única solución posible del conflicto con Francia, y materialmente amenazados de muerte por Vidaurri en Coahuila y Nuevo León. Lo único que infundía aliento, que daba alma a la causa republicana herida de muerte, era la grande alma de Juárez, su serenidad estoica, la incontrastable firmeza de su fe, pero no de la fe ciega de los hombres sometidos de su raza, sino de la fe clarividente de los de su raza que ascienden a la civilización y a la conciencia libre. Aquel hombre pesaba todas las dificultades, analizaba con pasmoso buen sentido político las condiciones en lo porvenir: aquel hombre no dudó ni se engañó. Todo estaba mutilado, mermado, disminuido en la nación; sólo él permanecía intacto; en él la República era incólume.

     Mientras los franceses recorrían el país victoriosos y terribles, venciendo sin cesar y ejecutando sin piedad a los republicanos, exactamente lo mismo que habían hecho los Santa Anna, los Márquez y los Miramón, en la capital vencían al partido reaccionario, que no tenía otra razón de ser que su clericalismo, que su apego a la Iglesia, que no era reformista, porque era católico. Empeñado el gobierno fraguado por el ejército francés, como una especie de agente u oficina política, con el nombre de Regencia del Imperio, en realizar el manifiesto de Forey en lo que se refería a los bienes nacionalizados, los obispos, dirigidos por el supremo jerarca de la Iglesia mexicana, el inteligente y batallador Labastida, protestaron, el supremo tribunal se negó a marchar en el sentido que deseaba la Regencia, y de todo ello resultó una especie de golpe de Estado: el arzobispo dejó de formar parte de la Regencia, el tribunal supremo fue disuelto y al compás de esta batalla se confesaron ante la historia los contrincantes. El episcopado dijo: que la defensa de los intereses de la Iglesia era la única razón de ser del partido reaccionario, autor de la intervención; que las condiciones de la Iglesia eran mejores en tiempos de la República. La intervención dijo: que los desiderata del partido clerical pertenecían al pasado y no resucitarían jamás; que ese partido era mínimo en el país. La causa de la República ante la razón y la historia no necesitaba ya defensa.

     El príncipe Maximiliano, hermano del emperador de Austria, heredero posible del Imperio, candidato efímero al trono de Grecia, casado con la hija del rey más respetado de Europa por la superioridad de su carácter y por su firme constitucionalismo, y de una princesa de la familia de Orleans, de donde le venía su odio secreto contra Napoleón y su devoción por el ejército francés, había aceptado el trono desde que al iniciarse la intervención le fue ofrecido, a pesar de que fingió la resolución de no aceptarlo sino con ciertas condiciones. A la comisión que fue a ofrecerle a su castillo de Miramar la corona de México en nombre de la Nación, representada por sus notables, contestó que el voto de los notables era el de la capital, desaire inmenso que aceptó risueña y doblada la comisión mexicana; el príncipe esperó un plebiscito que manifestase claramente el voto de la nación, lo cual no fue difícil obtener al ejército francés de ocupación. La infortunada víctima escogida por los emigrados, por ser el candidato que suscitaría menos objeciones en las Cortes, había sido un gobernante casi popular en la Lombardía, bajo la dominación de Austria; por actitud más que por convicción, manifestaba ideas liberales, desagradables a su hermano, cuantas veces podía; su hermano, por ende, veía con gusto su alejamiento de Europa. Napoleón, que conocía las ideas anticlericales infundidas o consolidadas en Maximiliano por su esposa la princesa Carlota, que adoraba y admiraba a su padre protestante, y su debilidad de carácter, supuso que sería el nuevo emperador un simple instrumento en sus manos, un mero agente de la intervención; Carlota, que le indujo seguramente a aceptar, era una mujer orgullosa a quien todo papel secundario incomodaba y aburría, pero que amaba a su marido y era ambiciosa por los dos; excesivamente inteligente y nerviosa, su espíritu adquirió una excitabilidad tan profunda desde que comenzó la terrible aventura mexicana, que su demencia final no fue más que el resultado de cuatro años de tensión neuro-psíquica.

     Maximiliano era, en toda la acepción del término, un aventurero, un hombre nacido para las aventuras y a quien no arredraban las empresas temerarias, si al fin de ellas vislumbraba un gran resultado en consonancia con su ambición; era un segundón, como la mayor parte de los aventureros, que soñaba con desempeñar un primer papel; lo buscaba en Austria en el mundo de las ideas, y por eso era liberal como su suegro; México era lo desconocido, era una arcilla intacta aunque maculada por las guerras civiles, con la que se proponía hacer un pueblo a su imagen: se sentía para eso con valor, con entusiasmo, con inspiración, con el don divino de gobernar. Pero lo que iba a hacer era una novela que el destino transmutó en tragedia; porque ni era un político ni un administrador, ni un soldado; era un soñador, un artista; toda su vida y todas sus inclinaciones lo denuncian; era un poeta; su sentido práctico era Carlota, él veía en todo el golpe teatral, la decoración; siempre pensó en el escenario. Excesivamente compasivo, pero (esto está perfectamente comprobado) dotado de una duplicidad fundamental, no tenía escrúpulo en engañar. Viene a la memoria, cuando se analiza la vida de Maximiliano, la rápida psicología de Carlos I trazada por Macaulay: «Sería injusto negar a este príncipe algunas de las cualidades de un buen, de un gran príncipe; escribía y hablaba como los caballeros inteligentes y bien educados; su gusto en literatura y arte era excelente, sus maneras dignas, aunque no graciosas, su vida doméstica sin reproche. La duplicidad (faithlessness) fue la causa capital de sus infortunios y es la mancha principal de su memoria; a ella era impelido, es cierto, por una incurable propensión a lo obscure y lo tortuoso. Parecerá extraño que una conciencia, que en ocasiones de poca importancia era suficientemente delicada, no le reprobase tamaño defecto».

     Mientras recibía de los pueblos dominados por la invasión sendos cartapacios atestados de las actas del plebiscito, Maximiliano convenía con su hermano en la renuncia completa del trono imperial de Austria para él y sus descendientes, a no ser que se extinguiera toda la semilla archiducal; renuncia que dio lugar a escenas desagradables y que el renunciante no hizo sin reservas mentales; visitó las cortes europeas y recibió frases de estímulo de Napoleón, que ya había dicho que «la expedición de México era la página más brillante de su reinado», y que, al prometer a Maximiliano la ayuda de Francia mientras permaneciese en México, «os doy un trono sobre un montón de oro» le dijo. Hubo además un tratado con cláusulas secretas y un empréstito por extremo oneroso para el nuevo imperio. Maximiliano, después de recibir la bendición de Pío IX y su promesa de que enviaría un plenipotenciario para zanjar inmediatamente la cuestión eclesiástica, partió para México, dejando a los reaccionarios, que habían inventado para él un trono, contentos, despreciados y engañados. Después de las dolorosas y solemnes ceremonias de la renuncia y de la coronación, pareció medir el abismo donde iba a precipitar su juventud y su vida, y en los tres días de soledad en que no quiso ver a nadie, el poeta dejó oír este lamento:


¡Preciso es separarme por siempre de mi patria,
del cielo de mis dulces primeras alegrías;
preciso es que abandone con mi dorada cuna,
ya rotas, las que a ella me unen santas ligas!
La tierra en que los años rieron de mi infancia,
y del amor primero sentí el ansia infinita,
voy a dejar a impulsos de la ambición, que, gracias
a vuestro anhelo, el fondo del corazón abriga.
Queréis con el señuelo de un trono seducirme
mostrándome las locas quimeras que fascinan.
¿Debo escuchar el dulce cantar de las sirenas?
Triste del que en el encanto de las sirenas fía.
Me habláis de cetros áureos, alcázares, potencia;
la senda que a mis ojos abrís nada limita.
¡Preciso me es seguiros allende el Océano,
de un mundo que yo ignoro a la lejana orilla!
Queréis tejer con hilos de oro y con diamantes
la urdimbre ya tan frágil de mi callada vida.
Pero ¿podréis, en cambio, darme la paz del alma,
o son, para vosotros, oro y poder la dicha?
Dejadme ir descuidado por mi sendero obscuro;
en paz, entre los mirtos, dejad que alegre siga:
la ciencia me es más dulce y el culto de las Musas
que el esplendor del oro que en la diadema brilla.

     La fragata Novara lo trajo a Veracruz; en el viaje se ocupó en hacer un reglamento económico de gobierno (poseemos el original), y llegó muy contento; recibiolo la población con curiosidad, los conservadores muy alborozados, y mirados fría y burlonamente por el pueblo; los oficiales franceses y el lugarteniente del Imperio, don Juan Almonte, le presentaron su homenaje. El príncipe pasó rápidamente, saludando mucho con su sombrero alto gris, que se hizo popular, y ostentando su gran barba rubia, artísticamente rizada y partida bajo la mandíbula corta y la boca enferma; su esbeltez, su mirada benévola y clara, gustaron mucho; era un simpático en toda la extensión de la palabra, y las multitudes sentían esta electricidad. Carlota, muy alta, muy rígida, de mirada inteligente y penetrante, parecía más varonil que su esposo; no era simpática; era una intelectual, su marido un sentimental. Córdoba, Orizaba, Puebla, fueron los nudos de una cadena sin fin de ovaciones; la curiosidad estupenda, el deseo de aplaudir lo que halaga los ojos, cierta necesidad de quedar bien ante un príncipe extranjero, la devoción de las multitudes indígenas, que vivían todavía a un siglo de distancia de la conquista y para quienes ver a un rey era una maravilla, todo dio una expresión extraordinaria a aquellas recepciones en que la clase alta lo dirigió y lo compuso todo con una adhesión tan ingenua y tan cursi, que la historia desarruga ante ella su faz severa y olvida que la noción de Patria se perdía en esas conciencias, confiadas en el milagro de concordia, de olvido y de paz que iba a realizar aquel hombre rubio.

     En México el espectáculo fue soberbio; la municipalidad apuró en arcos y cortinajes todo su lujo y sus fondos; la ciudad entera tomó parte en la fiesta. La aristocracia, que se atavió espléndidamente con un entusiasmo batallador y delicioso, diputó a una gran señora para que leyese a la emperatriz un verdadero discurso (obra del señor Arango y Escandón), que era un programa de política religiosa; el pueblo, en quien la policía había vertido una dosis de delirio extraordinario en las pulquerías, gritaba frenético; la clase media, fría, observadora, miedosa, no creía que durase aquella ópera. Un centenar de estudiantes gritábamos a grito herido, en la plaza principal, mueran los mochos, sin que nadie nos reclamase. Todo se perdía en un rumor inmenso de clamor humano, de repiques, cañonazos, músicas...

     Pasaron los meses; las medidas del emperador eran nulas o de poca importancia; parecía recogerse, meditar, estudiar. He aquí alguno de sus actos: suspensión del bloqueo de las costas mexicanas, que desorganizó bastante el plan de la marina francesa; nombramiento de un liberal moderado para ministro de relaciones exteriores. La exclusión cortés de Almonte de toda dirección política y la de Gutiérrez Estrada, tipo absolutamente antiguo y caballeresco de la devoción hacia un ideal de ocaso y de sepulcro, impresionaron mucho: eran el autor de la intervención francesa el uno, y el de la candidatura de Maximiliano el otro. También proyectó muchos reglamentos y muchos gastos inútiles; añádase la desaparición rápida de los diez millones que del empréstito francés habían quedado a disposición del Imperio y tendremos resumida la vida oficial de la monarquía... ¿Qué hacía Maximiliano: se recogía, estudiaba, meditaba?

     Sin embargo, la situación del gobierno imperial, respecto del gobierno nacional, era incomparablemente mejor:el primero contaba con la adhesión angustiosa, pero íntima, de la mayoría de las clases acomodadas, las que ponían sobre la patria sus creencias religiosas, sus intereses positivos o sus vanidades pueriles; con la indiferencia de la masa, que servía a unos y a otros indistintamente; con la disgregación del partido reformista, que iba reconociendo un nuevo centro de gravedad, que no era el gobierno de Juárez, apenas sentido, casi olvidado; y con la inmensa superioridad militar que el ejército francés, le proporcionaba. El gobierno nacional trashumante, retirándose, casi fugandose hacia el norte, amenazado de cerca por las columnas francesas; los Estados excéntricos, Yucatán, Campeche, Tabasco, Chiapas, dominados o a punto de serlo; el foco firme y sólido de resistencia, lentamente organizado en Oaxaca por el más serio de los jóvenes caudillos republicanos, el general Díaz, esperando aislado la formidable tormenta que se le venía encima; el principal ejército republicano a punto de disolverse en el Occidente por la defección de su general en jefe, Uraga, y salvado de la vergüenza y la disolución por el patriotismo simple y puro de Arteaga, que en aquella crisis formidable dejaba oír estas palabras al recibir de Juárez el mando en jefe del ejército acéfalo: «Para aceptar el poder no consulté mi vanidad, sino mi abnegación, proponiéndome sacrificar mi persona en aras de vuestro porvenir. La época es aciaga, mas, mi honra en rehenes, jamás permitiré, no sólo depredaciones, pero ni sacrificios estériles. Si la República toda estuviera bajo mi aliento, en este instante estallaría una insurrección universal; mas comprendo perfectamente esas sorpresas que el espíritu humano sufre por sociedades enteras y en las que necesita tiempo para respirar. Su silencio no es la aquiescencia, porque cuando la reacción viene, es como un torrente de fuego que lo abrasa todo; por eso espero mucho y muy pronto de vosotros; mas, mientras llega vuestro día, estad seguro que este ejército que se halla a vuestra vanguardia mantendrá el fuego sagrado de la independencia.» Pronunciadas en la hora de agonía de la República, a la cabeza de un ejército desorganizado, desnudo, hambriento, rodeado de todas las defecciones, de todas las traiciones, viendo venir una tromba de derrotas, de exterminio y de muerte, estas palabras son de las más altas, de las más grandes que han resonado en la historia humana.

     Tres meses después de su llegada, gracias a que le habían abierto y limpiado el campo treinta mil franceses y veinte mil infidentes, pudo Maximiliano recorrer triunfalmente el Interior; todos los tibios se volvieron a él, cuantos habían perdido la esperanza se le acercaban; cuantos se le acercaban, quedaban seducidos por su liberalismo, por su risueña benevolencia. Celebró el 16 de septiembre en Dolores, rindiendo tan profundo homenaje a los padres de la patria, que muchos buenos mexicanos quedaron fascinados.

     Volvió a México, y bajo la influencia anti-francesa de su secretario Eloin, el problema quedó planteado ante él sin solución posible: ¿era un emperador de burlas? ¿gobernaba él o el mariscal Bazaine? ¿quién era el monarca, Maximiliano o Napoleón? ¿podía durar esto? ¿había medio de transformar esta ominosa situación? ¿eran compatibles la absoluta supremacía militar de Francia y un gobierno libre?

     La solución del problema imperial parecía ser ésta: apoyar al imperio sobre un partido nuevo, bastante fuerte para hacer inútil la ocupación francesa. ¿Qué elementos debían formar ese partido? El príncipe había observado y meditado; para él, y con justicia, fuera del grupo reformista no había elementos políticos vitales en el país. Los nombramientos de Ramírez, y luego de un moderado juicioso e inteligente, Escudero y Echanove, y de un radical, Cortés Esparza, para componer el nuevo gabinete; la presidencia del Consejo de Estado, dada al señor Lacunza, y un grupo de liberales jóvenes y reformistas exaltados, llamados a formar parte de ese Consejo, fueron la señal clara de la nueva orientación.

     ¿Por qué esos buenos republicanos y reformistas de honradez y de talento prestaron su adhesión al imperio? Su educación de abogados, de ingenieros, de estadistas, la habían hecho o en Francia o en libros franceses; como buenos franceses mentales, su fe en la infalibilidad filosófica de Francia y en la inmortalidad del poder militar de Francia era inmensa; y como buenos franceses actuales, su ciega confianza en el talento y en la autoridad de Napoleón corría parejas con la de casi todos los hombres de Estado europeos en aquellos días. Así dispuesto su ánimo, creyeron que la República de Juárez había muerto o que, si resucitar pudiera, sería únicamente por la acción directa de los Estados Unidos, lo que les espantaba profundamente. De esta creencia pasaron a la necesidad de aceptar la situación con este fin: salvar del naufragio de la República la Reforma primero, la Reforma a todo trance; Maximiliano estaba resuelto a ello, precisaba ayudarle. A seguida era conveniente acabar con la necesidad de la ocupación francesa una vez salvada la Reforma. Para ello era indispensable consolidar el imperio, y Maximiliano les demostraba elocuentemente esta necesidad. Y como ninguno de ellos (todos conocían bien la historia de su país) creía posible la duración de la monarquía, reservaban para el fin de la intervención un arreglo nacional que produjese la resurrección de la República sobre amplias bases definitivas, y Maximiliano estaba perfectamente de acuerdo en este programa; tampoco él creía en la monarquía, sino como un régimen provisional. A todo esto hay que añadir el ascendiente personal que el príncipe ejercía sobre sus interlocutores. Esta es la explicación racional de la aglutinación de una buena fracción del partido reformista en derredor del trono; es algo parecido a lo que sucedió con los revolucionarios y Napoleón a principios del siglo.

     El que esto escribe, por personalísimas razones, siente grave pena al confesar que, cuando se compara la conducta de quienes así se engañaron, con la de los que resistieron a todos los halagos, exponiéndose a todos los peligros y sometiéndose a todos los sacrificios, permaneciendo sencillamente fieles a su bandera y a su religión política, resulta ésta tan superior moralmente a aquélla como lo es en el orden intelectual la verdad respecto del error.

     Los hechos vinieron a reafirmar en sus propósitos a cuantos habían contribuido a la formación del imperio liberal, de la monarquía democrática como solía decir Maximiliano. La victoria, con las alas empapadas, ¡ay!, en sangre mexicana, retiraba casi por todo el ámbito del país el círculo de acción del imperio; perdidos Tamaulipas, que Dupin martirizaba con sus hordas vandálicas; Coahuila y Nuevo León, de donde Juárez y el gobierno se retiraban; deshecho en Majoma, en una triste batalla, el ejército que servía de égida al trashumante presidente; desbaratada en el sur de Jalisco la fuerza de Arteaga, y extinguida en apariencia la resistencia allí y en Milicoacán; en Oaxaca, debelado, más por la presión de las divisiones francesas sobre el grupo republicano, casi moralmente disuelto, que por efecto de los combates, el último gran baluarte de la República armada, parecía que el año de 65 sería el de la consolidación del imperio y el fin forzoso de la intervención, que los funcionarios reformistas hostilizaban cuanto podían, con poca cordura acaso. Y al compás de estos señalados triunfos el emperador desenvolvía su programa reformista; comprometido a hacerlo con Napoleón, no habría necesitado que esta promesa lo estimulara; Maximiliano, ya lo hemos dicho, era tenido por liberal y aun afiliado en las logias francmasónicas, poco devotas a la preponderancia de la Iglesia. Los reaccionarios, con todo, esperaban de él un acuerdo con el Papa y suponían que nada se haría sino mediante un concordato; sólo un viejo veterano intransigente de las revueltas clericales, el padre Miranda, no se engañó: Maximiliano es peor que Juárez, solía decir. El inflexible Pío IX, bajo el influjo insensato de los obispos mexicanos, encontró el medio de precipitarlo todo, enviando al emperador un Nuncio sin facultades de ninguna especie para transigir respecto de la nacionalización de los bienes eclesiásticos y con una lista de exigencias que colocaban al nuevo imperio en muy inferior condición respecto de la Iglesia que la de los virreyes. Maximiliano tomó una actitud resuelta, aplaudida al unísono por los reformistas y los franceses; después de una breve y terrible lucha diplomática con el Nuncio, declaró que tenía derecho al patronato eclesiástico como los reyes de España, que la religión católica era la del Estado, pero que los cultos serían tolerados amplia y francamente, y encomendó al Consejo de Estado la revisión de todas las operaciones de desamortización, y nacionalización practicadas desde 56, con objeto de invalidar las ilegales. Esto, que era la sanción definitiva de la Reforma, pero que inquietó profundamente a los adjudicatarios, como lo observaba juiciosamente la emperatriz, fue la sentencia de muerte del partido reaccionario. No considerándose capaz de impedir por sí solo que la Reforma se consumase, había acudido al auxilio de Francia y había transformado radicalmente las instituciones del país, a costa de un mar de sangre mexicana. Y Francia y el imperio de consuno habían declarado legalmente consumada la Reforma; ya no podría jamás volverse sobre ella; la Nación la había fundado en medio siglo de incesantes luchas, la intervención la consolidaba, reconociendo completamente su identificación con las necesidades y los intereses del pueblo mexicano; como que era el corolario forzoso de la independencia, como que era, en el orden social, el fin del régimen colonial.

     El partido que luchó con la Revolución desde que se inició en España en 1813, desde antes quizás, desde los tiempos de Carlos III; el que fue en México, primero colonial, conservador intransigente luego, después conservador constitucional y, cuando el partido reformista conquistó definitivamente el poder, a seguida de la invasión americana, que mostró la disolución íntima del clero y el ejército, reaccionario absoluto, este partido cesaba su vida política en la historia de nuestro país; el germen de muerte que llevaba en su incompatibilidad con la atmósfera de su siglo, produjo su resultado postrero; cayó muerto para siempre a los pies del hombre a quien había casi divinizado, a pesar de que remarcaba con sorpresa que su corona no estaba rematada por la cruz, sino por la piña, el fruto simbólico de la riqueza tropical. El error inmenso de la entidad política que moría consistió en creer que, porque la masa social era en México católica, había de consentir en hacer del catolicismo un instrumento de dominación política; mientras la Reforma respetase la libertad de conciencia y no se inmiscuyese ni en el dogma ni en el santuario, lo demás podía no serle indiferente, pero resueltamente lo posponía a la paz y al fin de las guerras civiles. Esto jamás lo supieron ver los reaccionarios, y por eso merecieron que, al caer mortalmente heridos más allá del muro de la traición a la patria, el hombre de quien esperaban un milagro les diese el tiro de gracia.

     Pero al morir los reaccionarios arrastraron consigo al que fue a un tiempo su verdugo y su víctima. Porque entonces se vio claro el estupendo contrasentido de la intervención y el imperio; este régimen se había inventado para hacer cesar la guerra civil, y había matado más, incendiado más y amontonado más ruinas en tres años de guerra que los combatientes de medio siglo de discordias intestinas; se había inventado para crear una hacienda pública que respondiese a Europa de la deuda con ella contraída, y la deuda había subido a una suma vertiginosa y Napoleón insistía en recoger en prenda, no en pago, el monopolio de la explotación de Sonora; se había inventado para apoyar a un verdadero partido nacional, como si un ejército extranjero hubiese servido nunca para esto, y Maximiliano trató de formar ese partido precisamente para desembarazarse de ese ejército. Ahora bien, ese partido estaba formado ya con un grupo militar, incapaz de mantenerse dueño del país una vez retirados los franceses; con la mayoría de los propietarios, cada vez menos creyentes en la consolidación del imperio; con los reformistas, que habían cambiado, no de bandera, pero sí de águila; este grupo ni era de acción ni tenía raíces en las masas, de donde salen los ejércitos y los triunfos; servía para legislar, era inútil para luchar; tal era el nuevo partido, el partido imperialista; muchos reaccionarios quedaron dentro de él por hábito de sumisión, por fanatismo monárquico o por adhesión profunda y personal a Maximiliano.

     Entonces se supo que la guerra de secesión en los Estados Unidos, que se juzgaba que podría prolongarse uno o dos años más, había terminado con la rendición de Lee, de Johnston, la toma de Richmond y la captura del presidente rebelde; súpose que Lincoln había sido impíamente asesinado, pero que el que entraba en su lugar en la presidencia era, tanto o más que el gran presidente mártir, un amigo activísimo de los republicanos en México, y, con un poco de perspicacia, se veía surgir la dificultad suprema; alguien dijo que al saber Maximiliano la noticia del fin de la guerra de secesión, exclamó: «Es el fin del imperio».

     Era el fin del imperio; porque si la resistencia quebrantada, desarmada, aniquilada, casi obligaba a Francia a mantener un ejército en México, ¿qué sería en caso de guerra con los Estados Unidos, que tenían en aquel momento centenares de miles de hombres sobre las armas? ¿En dónde encontraría recursos Francia para hacer frente a tamaña emergencia cuando necesitaba toda su fuerza en Europa, en donde la desorganización de la antigua confederación germánica amenazaba ya con una de las crisis más temerosas y sangrientas del siglo? Sin la complicación europea, Francia no habría ternido una guerra con los Estados Unidos, segura de tener como aliada a Inglaterra; pero con esta complicación todo se volvía difícil por extremo, imposible en realidad.

     El año de 65, que había comenzado con la pacificación del centro del país, con la adhesión al imperio de cuantos creyeron en su consolidación, de cuantos ponían la garantía de sus intereses materiales por encima del interés de la patria, de cuantos el prestigio militar de Francia y el terror de la intervención americana ofuscaba, fue el año de prueba; quedó comprobado, en el apogeo del triunfo y de la fuerza, que el imperio era imposible. La resistencia, persistente en todos los ángulos del país y que millares de ejecuciones no bastaban a dominar, tomaba repentinamente en Michoacán, en Sonora y Sinaloa, en el Este de la frontera septentrional, proporciones de incendio que sólo se sofocaba en apariencia con nueva sangre, con nuevos gastos. Y he aquí cómo se presentaban las cosas al mediar el año: el país seguía inundado de guerrillas, la resistencia pulverizada lo llenaba todo; la resistencia del espíritu público se reorganizaba y crecía gigantesca; los ex-reaccionarios descontentos, aunque encadenados al imperio; los intereses creados por la Reforma, profundamente hostiles a la revisión general; los propietarios, pasando rápidamente de la desconfianza a la seguridad de que Francia no acabaría su obra, procurando salirse de la casa en ruinas de Maximiliano, y el partido de acción alistándose para volver a la lucha, contando, casi siempre, con la tolerancia benévola de las autoridades nombradas por los ministros reformistas del imperio. El general Douay, el más respetable de los oficiales franceses que vinieron a México, resumía la situación así: «La organización política establecida por el gobierno imperial, no ha producido hasta hoy resultado alguno. La tranquilidad que reina en ciertos departamentos no es sino aparente y solamente debida a la ocupación francesa. Los partidarios sinceros del gobierno son muy pocos. En el estado actual de los ánimos, es inútil esperar ayuda de nadie, cualquiera que sea el partido a que pertenezca» (agosto de 65).

     Maximiliano tenía que contentarse con ser un emperador decorativo, un emperador que hacía leyes, códigos, discursos, y decretaba condecoraciones y fiestas; seguía su obra reformista, y en las instrucciones dadas a la comisión encargada de negociar un concordato con el Papa se exigía de éste la sanción de toda la Reforma, supresión de fueros, secularización del estado civil, etc. Su empeño en manifestar su gratitud a los indígenas, cuya pasiva adhesión a sus curas y a cuantos les ofrecían redimirlos del tributo y de la leva confundía Maximiliano con la adhesión a su persona, lo llevó al socialismo de Estado, y decretó la redención de los siervos de las haciendas, de los peones, en una ley inejecutable, por degracia, pero animada de un admirable espíritu de equidad. En todo lo demás era un simple tutoreado de Bazaine; dueño éste del ejército y dueño de la hacienda (que había sido imposible organizar, a pesar de los financieros que enviaba Francia), puesto que a cada momento el imperio recurría al tesoro francés para vivir; sin más esperanza que el producto de los empréstitos franceses, hechos en condiciones formidablemente onerosas y que hubieran matado con el hambre al imperio si la República no lo hubiese matado con el rifle, el tutor exigía sin cesar a Maximiliano que economizase, que organizase un ejército, porque la retirada de Francia se acercaba, y que cambiase su gobierno, cuyo personal creía Bazaine profundamente hostil a los franceses, y no sin razón. Este maire du palais del pobre emperador fainéant obraba por órdenes expresas de Napoleón, pero estas órdenes las ejecutaba con un espíritu tal, que la humillación del monarca mexicano no conocía límites.

     Empeñada Francia en obtener de los Estados Unidos el reconocimiento del imperio antes de retirarse, una columna francesa ahuyentó al gobierno nacional de Chihuahua y lo obligó a situarse en la frontera (Paso del Norte); el objeto era demostrar en Washington que nuestro gobierno republicano no existía, y, dando por cierta la desaparición de Juárez del territorio nacional, Bazaine obligó, puede decirse, a Maximiliano a dar la famosa ley draconiana, como él mismo la llamaba, del 3 de octubre, que inicuamente aplicada en Michoacán, hizo sus primeras víctimas en Arteaga, un espartano puro, y en sus heroicos compañeros; de ese modo pensaba el incurable iluso de Miramar establecer las bases de un convenio con Juárez, que era su obsesión.

     Juárez, que había procurado, sobreponiéndose a dificultades inmensas, guardar el contacto con todos los jefes republicanos del país, acabó en los últimos meses del 65 su período constitucional; sus facultades omnímodas no podían llegar al extremo de prorrogar legalmente lo que no existía legalmente una vez terminado el mes de noviembre, fueran las que fueran las deficiencias legales y personales del vicepresidente de la República (González Ortega, presidente de la Corte de Justicia, que vivía en los Estados Unidos). Los momentos eran críticos, la separación de Juárez en ellos equivalía a deshacer el núcleo de la resistencia; era el suicidio de la República; entonces salió de la ley el presidente y entró en el derecho; sacrificó la Constitución a la patria e hizo bien; la gran mayoría de los republicanos aplaudió este acto de energía que transmutaba al presidente en dictador, en nombre de los más sagrados intereses de la República.

     He aquí los hechos generales que dominaban y dirigían la situación en los comienzos del 66: 1º La incomprimible y creciente resistencia moral de la mayoría de la sociedad al régimen nacido de la invasión francesa, que para muchos apareció como una solución, que para todos resultaba una complicación; la indomable y creciente resistencia armada de la mayoría de los hombres de acción, resistencia que había sobrevivido a un programa de represión verdaderamente aterrador, llevado a cabo por los invasores, y que surgía de los Estados de la periferia del país, más templada y vigorosa que nunca. 2º La actitud de los Estados Unidos: el ejército triunfante pedía la guerra contra Francia en México; el general Grant sostenía la necesidad de venir inmediatamente en auxilio de la República; la parte del ejército licenciado quería invadir nuestro territorio por su propia cuenta, peligro más terrible que el de la invasión francesa. El gobierno americano contenía estos pujos de conquista sajona y se valía de los medios diplomáticos para obtener la desocupación pronta de nuestro territorio por el ejército francés; servía así el magno interés económico de que dimana la doctrina de Monroe, no permitir la preponderancia de una nación europea en América, para permitir a la Unión ser dueña de los mercados latino-americanos. Con la contraintervención diplomática del gabinete de Washington, los Estados Unidos nos pagaban el inmenso servicio que les habíamos hecho impidiendo con nuestra resistencia, en 62 y 63, que Francia, y probablemente Inglaterra, se aliasen con los confederados e hiciesen indefinida la guerra de secesión. 3º La actitud de Napoleón. La oposición que la minoría disidente en el cuerpo legislativo hizo siempre a la expedición de México, preocupaba mucho al emperador, no porque aquel ínfimo grupo de elocuentísimos liberales pudiese estorbar la marcha de su política, cambiando algún voto del parlamento, sino porque la sentía apoyada en la opinión casi unánime del país, lo que debilitaba las raíces profundas del régimen imperial. Así es que, a pesar de ponderar los voceros del gobierno en las cámaras las ventajas de la intervención, las promesas de retirar el ejército francés, en breve término, solían acentuarse más y más con aplauso de todos los representantes, lo que era muy significativo. Pero lo que no permitía a Napoleón tergiversar sobre este, punto era la combinación, trágicamente fatal para el facticio imperio mexicano, de la actitud de los Estados Unidos y la crisis europea. El gabinete de Washington siempre había reconocido al gobierno del señor Juárez como el solo legítimo; el parlamento federal siempre había manifestado con sus declaraciones sus simpatías por los republicanos de México, y la pretensión del gabinete de las Tullerías de que la Casa Blanca reconociese al imperio como condición previa a la desocupación, pareció una verdadera locura. Las órdenes del gobierno de Johnson permitiendo a los republicanos de México proveerse de elementos de guerra en los Estados Unidos, comenzaron a producir el armamento de la resistencia nacional, hasta entonces casi inerme, y las notas diplomáticas de Mr. Seward, el secretario del Exterior de Lincoln, heredado por Johnson, fueron pasando, desde el siguiente día de la conclusión de la guerra civil hasta el embarque de los franceses, por un diapasón tal de indicaciones, exigencias puras y exigencias conminatorias para obtener la promesa de la desocupación, para señalar sus plazos, para abreviarlos, para impedir que, disimuladamente, una parte del ejército francés quedara al servicio del imperio, que puede decirse que Mr. Seward gobernó los movimientos de la intervención de México durante el año de 66. Y es que sus reclamaciones coincidían con las peripecias angustiosas de la cuestión austroprusiana. Embargado Napoleón por su odio a los tratados antinapoleónicos de 1815, resuelto a destruir esta base del equilibrio europeo permitiendo a los elementos nacionales disgregados unirse en naciones por medio de la alianza con Francia y del sistema plebiscitario, a pesar de las advertencias clarividentes de Thiers, nunca consintió en creer que la unidad italiana, y su consecuencia la unidad alemana, forzosamente se organizarían a expensas de Francia y contra ella. Al contrario, seducido por los proyectos de Bismarck, a quien, sin embargo, tenía por un iluso, permitió la unión de Prusia e Italia contra el Austria, la disolución de la confederación germánica, y, como estaba resuelto a hacer el papel de árbitro, necesitaba concentrar sus fuerzas. Desde octubre del 65, quedó irrevocablemente decidida la desocupación de México; a medida que los acontecimientos de Europa se desenvolvían, esta decisión tomó el aspecto de un apremio. Cuando estalló la guerra entre Austria y Prusia, que en julio del 66 terminó con la fulminante sorpresa de Sadowa (todos esperaban que la guerra se prolongaría mucho), Napoleón, que quiso tomar el papel de mediador, se encontró con una declaración de su ministro de la Guerra, Randon, que afirmaba que «por haber desorganizado la guerra en México al ejército francés, no se podían movilizar sobre el Rhin cincuenta mil hombres». El primer resultado general de la expedición de México fue una Francia burlada.

     Entonces comenzaron las comunicaciones premiosas de Napoleón a Bazaine. «Termine usted de un modo o de otro los negocios de México. He dicho a la emperatriz Carlota que me era imposible dar a México ni un escudo ni un hombre más». ¿Y qué hacer con Maximiliano? La idea capital de Napoleón era ésta: hacerlo abdicar, y hada ella orientó toda la política de la invasión en pleno retroceso: ¡llevarse a Maximiliano entre los bagajes del ejército francés! En realidad, así había venido.

     Preciso es convenir en que una guerra con los Estados Unidos no fue nunca motivo de temor serio para Francia, porque ni creyó en ella, ni su ciega confianza en su poderío militar la permitía darle excesiva importancia; los documentos publicados lo prueban. Esta complicación fue para los franceses motivo de aprensiones, de inquietudes y de apuros cuando la crisis europea les demostró que sería insensato un conflicto que los obligaría a distraer la mayor parte de sus recursos aquí: Bismarck, más bien que Seward, tenía la clave de la cuestión mexicana.

     Y era de ver cómo, cuando la desocupación fue irrevocable decreto de la voluntad del César francés, las explicaciones sobre la actitud de Francia en México menudearon; nunca se había querido imponer aquí un gobierno; los mexicanos, espontáneamente, habían escogido la monarquía y Maximiliano, etc. Menudeaban también los proyectos: convertir al imperio mexicano en una federación de cuatro o cinco grandes entidades, bajo la hegemonía de Maximiliano; hacer abdicar a éste y convocar una asamblea, ante la cual se demostraría que las intenciones de Francia habían sido puras, que el pueblo mexicano volvía a la plenitud de su derecho, etc. Todo esto resulta de las cartas que Napoleón escribía a Bazaine.

     Mientras así se desenvolvía la comedia de enredo de la diplomacia y la política, los acontecimientos seguían su ineluctable curso.

     En los primeros meses del 66, el Norte estaba incendiado ya; en Tamaulipas las guerrillas, reuniéndose y formando fragmentos considerables de futuros ejércitos, amagaban Tampico y las comunicaciones con San Luis; en la línea del Bravo, y teniendo por objetivo principal la reocupación del Saltillo, Monterrey, y sobre todo Matamoros, infructuosamente atacado, se constituía un grupo considerable a las órdenes de Escobedo; una fracción de este núcleo del futuro ejército del Norte, obtuvo una brillantísima victoria sobre los franceses en Santa Isabel, y aunque tuvo luego que retroceder a la línea fluvial de la frontera, aquel combate había marcado la nueva faz de la lucha. Ya mejor armados los republicanos, la brega con los invasores comenzaba a ser menos desigual y su atrevimiento crecía; en junio, en Santa Gertrudis, logró Escobedo desbaratar completamente una columna que salía de Matamoros para Monterrey custodiando un importantísimo convoy; Mejía, el famoso general indígena de la reacción, el más convencido, el más leal y el más bravo de los capitanes con que contaba el imperialismo en México, capituló en Matamoros, y en julio y agosto los republicanos, pisando los talones de la invasión, ocuparon Tampico, Monterrey y el Saltillo, amagando San Luis; desde antes el señor Juárez se instalaba definitivamente en Chihuahua, valientemente reconquistada por Terrazas y Sóstenes Rocha; en el Estado de Durango se rehacían considerables masas de combatientes, que dominaron la capital cuando los franceses se vieron obligados a abandonarla. En Sinaloa y Sonora, la campaña, comenzada en 64, había sido terrible; desde que se inició con la primera tentativa de los invasores para apoderarse de Mazatlán, intrépidamente rechazados por Sánchez Ochoa (mayo del 64), hasta la derrota de los franceses e imperialistas en la batalla de San Pedro (diciembre del 64), que puso de relieve ante la República la noble y grande figura espartana de Rosales, los empeños de ocupación se habían limitado a un corto radio; con los auxilios que las numerosas hordas de Lozada proporcionaron a los franceses, y los restos que las antiguas facciones reaccionarias pusieron a sus órdenes, la campaña fue activísima; el general Corona fue en ella infatigable; los franceses le imprimieron un carácter de ferocidad indecible, sacrificando sin piedad prisioneros, incendiando poblaciones enteras y cometiendo, los incontables desmanes que marcaron su paso en la República; en esta obra civilizadora resaltan cuatro nombres de exterminación: Castagny al Norte, De Pottier al Sur, Dupin en el Oriente, y en el Occidente Berthelin; muchos hay que agregar a esta lista de verdugos; los jefes de las tropas de África, sobre todo, se complacían en la muerte. Hubo, es verdad, entre los invasores un grupo respetable que repugnó incesantemente, sin poderla modificar, esta abominable conducta, que partía de la doctrina siguiente: existiendo en México un gobierno constituido por la voluntad nacional, todos los disidentes son bandidos, están fuera de la ley, hay que fusilarlos, y los fusilaban. Los jefes republicanos ejercían espantables represalias a veces; a veces, al contrario, como sucedió con los belgas en Michoacán, mostraban una magnanimidad admirable.

     En Sinaloa y Sonora, en donde los franceses ocuparon Guaymas y se extendieron a algunas poblaciones principales, la guerra fue siempre cruel e implacable. Allí, lo mismo que en todo el país, día a día eran derrotadas las guerrillas, y no acababan nunca; tanta victoria denotaba el combate sin tregua. A mediados del 66 el Estado de Sonora cayó entero bajo el dominio de los republicanos, una vez desocupado Guaymas, y luego Sinaloa, cuyo puerto principal se vieron obligados a abandonar los franceses. Organizados los elementos de guerra laboriosamente, aquel grupo de luchadores, que recibió el nombre oficial de «Ejército de Occidente» y quedó a las órdenes del general Corona, penetró en Jalisco casi enteramente sublevado al mediar el 66, y vencidos los últimos restos del ejército francés e imperialista, el magnánimo general republicano Parra ocupó a Guadalajara en las postrimerías del año. En Michoacán, el despiadado e infatigable imperialista Méndez mantenía a raya a los patriotas, que se habían batido sin cesar, como lo narra en su épica y romancesca historia Eduardo Ruíz, y en Oaxaca la bandera de la Patria tremolaba en manos de la victoria. Allí, el general Porfirio Díaz, que se había fugado audaz y novelescamente del cautiverio de Puebla y refugiado en las comarcas inaccesibles de Guerrero, había organizado un núcleo de reconquista, en torno al cual se aglutinaron las bandas que mantenían viva la protesta del Estado. Hombre hecho para ordenar, administrar y dirigir, tanto como para escoger lo más prudente y seguro y ejecutar con osadía extraordinaria un plan maduramente concebido, el general Díaz pudo, en los últimos meses del 66, sentirse bastante fuerte para ordenar el asedio de Oaxaca; la batalla de Miahuatlán primero le permitió organizar el cerco, la de la Carbonera después, en que quedó destruida la columna de auxilio, puso a merced suya la ciudad sitiada, que capituló; así devolvía con creces a la República, en el momento del supremo esfuerzo el ejército, los elementos y la plaza perdidos en 65.

     Si a esto se agrega toda la Costa en armas, las sierras veracruzanas y las huastecas surcadas por cuerpos ya medianamente organizados, que iban a clasificarse bajo la dirección superior del vencedor de Oaxaca, se comprenderá cómo la región central, única dominada por los invasores, rodeada de esta inmensa zona de conflagración que devoraba la Altiplanicie por todo su perímetro, estaba sentenciada a sucumbir a la presión circundante.

     Dominando las líneas de retirada de la invasión que convergían hacia la capital y la que de ésta lleva a Veracruz, precisa confesar que el ejército francés dio pruebas de una intrepidez, de una actividad, de una elasticidad realmente sorprendentes. Pronto se vio que ni los invasores eran capaces de contener la reorganización y el avance de los ejércitos republicanos, que crecían andando como el gigante del mito, ni éstos podían dar un golpe mortal a la invasión, que se retraía y contraía tan enérgicamente; de donde dimanó una especie de pacto tácito entre los beligerantes: los franceses economizaban los combates, los republicanos no los provocaban. Y así marchaba todo a su fin.

     Así lo veía marchar Maximiliano; confiado en la palabra de honor que de caballero a caballero le había dado Napoleón, en París, de retener a su ejército durante cinco años en México, todos los anuncios de desocupación los interpretó como amagos para apremiar su actividad, como efectos de los informes siempre hostiles de Bazaine, impaciente de los conatos de rebelión de su pupilo imperial, o como aparentes satisfacciones diplomáticas a los Estados Unidos. Sin embargo, los emisarios se cruzaban entre París y México; Eloin hizo un viaje inútil, Almonte vio rechazados sus proyectos basados en la permanencia del ejército; Saillard y, por último, el mariscal hablaron claro, y presentaron el ultimatum, que se podía condensar así: retirada-abdicación; ni intervención ni imperio. Maximiliano comenzó contra su voluntad a ver claro; la emperatriz Carlota, más viril, más inteligente, más orgullosa que su esposo, aterrada ante la perspectiva, insoportable para su amor propio, de desempeñar el papel de reina sin corona, recibiendo una pensión austriaca, quiso ir personalmente a recordar a Napoleón su palabra, y a evitar la catástrofe, que para ella era inevitable con la retirada de los franceses. Iba terriblemente excitada; la fiebre de inquietud y de ambición, más humillada que satisfecha, en que había vivido hacia cinco años, llegaba a sus períodos altos; cuando a la luz de las antorchas, y en medio de lluvias y torrentes desencadenados, desfilaba a caballo por los vertiginosos vericuetos del Chiquihuite, con su séquito transido y pasmado, resucitaba para muchos el recuerdo de su antiquísima abuela doña Juana la Loca, acompañando el cadáver de su esposo al través de las noches de Castilla. Llegó a París, habló con Napoleón, éste le negó rotundamente su palabra, oyó de los labios implacables de aquel soñador exasperado la sentencia capital del imperio y salió herida de muerte mental; la tragedia empezaba como trazada por un Esquilo capaz de remover en gigantescos escenarios acontecimientos, pueblos y humanidades.

     Maximiliano sintió sobre sí la garra de la fatalidad antigua y se debatió dolorosamente bajo ella, con intervalos de indolencia y abandono. Bazaine y los emisarios de Napoleón, que no querían contraer ante la historia la responsabilidad de una catástrofe sangrienta, lo apremiaban sin tregua para que abandonase el trono; la acción de los Estados Unidos había impedido la organización con elementos extranjeros de un ejército imperial; las finanzas eran nulas; una buena parte de los fondos del segundo empréstito francés habían sido destinados, por un bochornoso convenio, al pago de parte del crédito Jecker, especie de cuervo siniestro que apareció en las ruinas de la reacción y de los imperios, el mexicano y el francés, hasta que lo abatieron entre escombros las balas de la Comuna; los franceses se habían incautado de las aduanas: no había, pues, modo de vivir. Por una especie de capricho de artista político, hizo Maximiliano un pacto con la muerte y recurrió a la reacción; esto era dar traspiés al borde de una tumba; unos cuantos hombres probos, sin duda, serenos aunque desesperados, aceptaron la misión de entrar en aquella casa sin cimientos y sin puntales en medio de un temblor de tierra: Maximiliano veía bien que todo era irremediable; lo que buscaba no era la salvación del trono, era una actitud digna: debió haber abdicado o dado un manifiesto, exponiendo al mundo cómo había sido engañado y cuál había sido la conducta de Francia, abreviando la lucha postrera, dando posesión al gobierno nacional de las ciudades no reconquistadas, y cerrado así sin brillo, pero no sin dignidad, el efímero sueño de su imposible grandeza. Decidió hacerlo así, oyendo los consejos de sus mejores amigos; mas el espectro reaccionario, desesperado, prendía al manto nupcial sus manos de esqueleto; la reacción, muerta por Maximiliano, parecía la estatua del Comendador que venía a arrastrar al sepulcro a su matador ¿Qué pasó? ¿Es cierto que recibió Maximiliano una carta de su madre hablándole del honor, preferible a la vida, de los hombres, de su nombre y de su estirpe? ¿Es verdad que Eloin escribió la famosa carta decisiva en que conjuraba a Maximiliano a no abdicar, sino cuando los franceses hubiesen partido y el pueblo mexicano hubiese manifestado su deseo de volver a la República, porque de otro modo tornaría a Europa desprestigiado e inutilizado para el papel que debía desempeñar en Austria vencida, pues que Francisco José estaba a punto de abdicar? ¡Quién sabe! El resultado fue que Maximiliano, convertido en el último caudillo de lo que aún vivía en el reaccionarismo militar, y acompañado de Lares, de Miramón, de Márquez, volvió de Orizaba, en el camino de la abdicación, a México, en los primeros días de 1867.

     En marzo se embarcó el último batallón francés en Veracruz; la bandera francesa, ennegrecida, iba de la tragedia de aquí a la tragedia de allá.

     Cada cual creyó cumplir con sus deberes personales; del lado de los republicanos, el deber era sencillo y claro; el tremendo reproche de alianza con los norte-americanos, de enajenación del territorio, se iba desvaneciendo como humo; de él surgía altísima y pura la imagen de la Patria; ni tergiversación, ni vacilación cabía; esa era la enseña, el in hoc signo vinces de los ejércitos que del Oriente, del Norte, del Occidente, convergían hacia el campamento imperial, la República, desde los primeros anuncios de la intervención, se había armado de leyes inflexibles, de esas que obligan a todos los ciudadanos a afiliarse bajo la bandera de la Nación, invadida; no había, no podía haber neutrales: o mexicanos o traidores, decía la ley; el traidor entrega su vida al patíbulo y su fortuna a la confiscación. Y para que no se creyera que esa era una ley de espanto y no de justicia, se había rubricado su promulgación con la sangre del general Robles Pezuela. A medida que la República avanzaba, castigaba a los infidentes: multas, confiscaciones, ejecuciones, marcaban el camino de la Némesis implacable; cuantos hicieron armas contra ella, cuantos habían usurpado el poder, los extranjeros que sirvieron en el ejército enemigo estaban sentenciados a la última pena. Una buena parte de la sociedad sentía el corazón comprimido de angustia.

     El partido imperialista quedó disuelto en Orizaba cuando su jefe empuñó la espada fratricida de la reacción; este cadáver se irguió galvanizado, no por un ideal, que nunca dejó de rechazar Maximiliano, sino por un odio. Los miembros del partido imperialista se retrajeron a la sombra o huyeron al extranjero; sin la menor esperanza de triunfo, seguros del de la República y contentos de él en el fondo de sus conciencias adoloridas, pero guardando una profunda adhesión personal al infortunado príncipe, esperaron el castigo con dignidad estoica. Los restos de la reacción militante, los excomulgados vitandos de la República se apretaron en derredor del emperador, que habían obligado a quedarse y que iban a arrastrar por las etapas siniestras de la derrota y de la muerte. Resueltos, valientes, sin ilusiones, buscaban, como los gladiadores del circo imperial, una actitud para sucumbir ante el mundo; casi todos ellos supieron luchar y muchos supieron morir. La justicia y la historia los han ejecutado; paz a sus sombras, respeto a la tierra en que yacen; es la tierra bendita de la Patria; su muerte los reconcilió con su madre; son mexicanos.

     Lo que hubiera servido al desgraciado artista, que una oleada de la suerte había depositado en un trono (esquife roto del que sólo quedaba una tabla), para rechazar a cuantos le decían que su honor consistía en permanecer y sucumbir, era esta simple verdad: «Para sucumbir yo es preciso que perezcan millares de hombres; yo no puedo llevar a la historia mi honor convertido en un cáliz de sangre». Pero, preciso es confesar que el joven emperador, gracias a su temperamento por todo extremo impresionable, pasaba de un polo a otro con una volubilidad extraordinaria. Cuando salió de México para dirigir la campaña del Interior, concentrando todas las guarniciones imperialistas y conservando sólo Veracruz, Puebla, México y Yucatán, en donde la clase acomodada, en su mayoría, aceptó el imperio y le fue caballerescamente fiel, parecía seguro del triunfo. Miramón, con temerario arrojo, había marchado hacia Zacatecas para sorprender a Juárez y a su gobierno y traerlo en rehenes a Querétaro; a punto de lograrlo estuvo, pero habiendo fracasado su intento, claro está que la vuelta iba a ser un desastre. Una buena parte del ejército del Norte salió al paso del audaz capitán, rompió y deshizo su columna y aplicó la ley a los prisioneros extranjeros (San Jacinto); los jefes vencidos se incorporaron a Maximiliano, quien, seguido de Márquez, de Mejía y Méndez, en primera línea, se estableció en Querétaro, precisamente en el punto desde donde podía caer sobre los ejércitos republicanos que venían, del Occidente uno por Michoacán, del Norte el otro por San Luis, procurando batirlos sucesivamente con sus fuerzas aguerridas y desesperadas, y por ende más terribles. Se pasó el tiempo en discusiones y rivalidades, reuniéronse los ejércitos republicanos; Escobedo, caracterizado por su prudencia, su constancia y su adhesión infinita a la República, tomó el mando en jefe e inmovilizó en el acto al emperador en Querétaro. Buscar un ejército de auxilio para salir de allí, quebrantando la fuerza incesantemente creciente de los republicanos, era elemental; Márquez salió para México con ese objeto, y comenzaron en torno de Querétaro los terribles combates de abril, en que los sitiados mostraron su bravura y su impotencia; las fuerzas irregulares de la República solían mostrar su inferioridad táctica en la lucha, que otra parte del ejército, admirablemente organizada y armada, necesitaba constantemente restablecer; pero el hecho era la imposibilidad, bien clara en mayo, no de hacer levantar el cerco, sino de romperlo.

     Márquez no podía venir; al mismo tiempo que el gran ejército de la República fijaba a Maximiliano en Quéretaro para siempre, Díaz subía al valle de Puebla, y mientras una parte de sus tropas sitiaba a Veracruz, él trataba de apoderarse de la ciudad angelopolitana; la guarnición se defendía muy bien, y el logro de su intento parecía para el general republicano cuestión de mucho tiempo, sobre todo, porque las fuerzas de su ejército venían de todas partes indisciplinadas, autonómicas, digámoslo así, y que sólo por grados podían irse sometiendo y regularizando sobre el mismo campo de batalla. El general en jefe sólo podía contar de un modo absoluto con un grupo que le obedecía como un solo hombre. Márquez determinó redimir a todo trance la guarnición de Puebla, y salió de México al frente de una brillante columna perfectamente armada, aunque seguida de cerca por una división de caballería, destacada desde Querétaro por el general Escobedo. Pocas veces, ninguna quizás, en nuestros anales militares, se había visto un ejército sitiador en posición más crítica; el general republicano lo midió todo, lo pesó todo, comprendió su inmensa responsabilidad, vio bien que la suerte de Puebla y Querétaro dependían de su resolución; tomó una, escogió sus colaboradores, distribuyó su ejército y, sintiendo casi a sus espaldas el paso acelerado de la columna de auxilio, lanzó toda su fuerza sobre los fuertes enemigos; rápida, terriblemente sangrienta fue esta tragedia, sembrada de heroicos episodios; sangrando, mutilado como el admirable oficial que cayó en la calle de la Siempreviva, el ejército republicano se agrupó en torno de un caudillo en quien tenía, desde aquel momento, una especie de fe supersticiosa, en el centro de Puebla, debelada el 2 de abril. Esta, que fue la más notable de las acciones de la guerra contra el imperio, fue sólo un primer acto: la columna de Márquez, batida, quebrantada, vencida, poco tiempo después recoge en México sus anillos de acero, rotos a pesar de la bizarría de los caballeros húngaros de Kövenhuller, y antes de que pudiera darse cuenta del desastre, las fuerzas republicanas circunvalaban a México y fijaban aquí a Márquez, a quien se ha atribuido, sin razón, el intento de traicionar a Maximiliano; no pudo ejecutar el plan que se le encomendó porque los sucesos lo aplastaron, y ese fue el segundo acto.

     Entretanto, cada nuevo combate agotaba a los sitiados en Querétaro; la República en pie hacía afluir al cerco batallones tras batallones; si hubiese tenido recursos y armas, así como en aquellos momentos contaba, en todo el ámbito del país, con cien mil hombres quizás, hubiera podido disponer de doscientos mil combatientes. Querétaro vivía de fuerza nerviosa, de instinto de la propia conservación; luchaba ya con desesperación sombría; el desenlace era inevitable, era inmutable como el destino; iba a morir. Una salida desesperada, en que una quinta parte del ejército se habría escapado por algún tiempo, dejando matar el resto, fue la resolución suprema de los sitiados. A la sangre derramada iba a agregarse un nuevo río de sangre; Maximiliano, en aquella tentativa insensata, sería seguramente muerto o capturado...

     El comandante del puesto de la Cruz, amigo muy íntimo del emperador, llamado Miguel López (a quien jamás debe confundirse cor el heroico artesano que murió envuelto en la bandera de la Repúblia en mayo del 63, luchando con los franceses), tuvo una conferencia con el general Escobedo y entregó su puesto; y, por este hecho, la plaza quedó inmediatamente dominada, y pocas horas después rendida (15 de mayo del 67). El mejor ejército del imperio, casi todos sus guerreros de importancia y Maximiliano, quedaron en poder del ejército republicano. Esto apresuró un resultado que ningún poder humano habría podido evitar: virtualmente Querétaro estaba, desde los últimos días de abril, en poder de Escobedo.

     Maximiliano, juzgado conforme a una ley anterior aun a su aceptación a la corona, debía legalmente morir; sus jueces militares, llamados a aplicar una ley terminante a un caso evidente, no podían hacer otra cosa que lo que hicieron; tocaba al gobierno de Juárez el acto político supremo: el indulto. Lo negó: hizo bien; fue justo. Es terriblemente triste decir esto cuando se trata de un hombre que se creyó destinado a regenerar a México y de los valientes que fueron sus compañeros de calvario. La paz futura de México, su absoluta independencia de la tutela diplomática, su entrada en la plena mayoría de edad internacional, la imposibilidad de atenuar el rigor de la ley si no se descabezaba para siempre al partido infidente, obligaron al gobierno de Juárez a ser, no inhumano, pero inflexible, como, a pesar de su bondad, se creyó obligado a serlo Maximiliano con las víctimas de su decreto del 3 de octubre del 65. Se consumó el acto solemne de justicia republicana en Querétaro, el 19 de junio del 67. Maximiliano, después de haber escrito una noble carta a Juárez, fue ejecutado con sus compañeros Miramón y Mejía en el cerro de Las Campanas; cedió el puesto de honor para morir al siempre intrépido Miramón, y los tres rivalizaron en entereza. Quien moralmente descuella sobre los otros dos es el indígena; Tomás Mejía fue perennemente fiel a su idea, combatió y murió por una causa que identificaba con su inconmovible fe religiosa y se creyó un soldado de Cristo cuando luchaba por la reacción y el imperio; para él no hubo nunca posibilidad de diversificar el catolicismo y la patria; era del temple de los cruzados y los mártires; pudo salvar su vida no lo quiso sino con la condición de que sus compañeros se salvasen con él; cualquier mexicano, sea cual fuere su campo, debe saludar esa tumba con orgullo y con respeto.

     El general Díaz, que, después de su espléndida victoria de Puebla, había obligado a Márquez a hacerse fuerte en México, le puso apretado cerco con un ejército que, a seguida de la captura de Querétaro, llegó a ser probablemente el mayor que en toda nuestra historia se ha visto. Veinte veces habría podido ser tomada la capital por asalto; jamás pensó en este aterrador extremo el general republicano; bien sabía que era presa segura, y este gran ahorrador realizó un ahorro inmenso de sangre. El lugarteniente del imperio, con un sistema inaudito de engaño y astucia, logró hacer sobrevivir su resistencia un mes a la de Querétaro, mientras preparaba su escondite y su fuga; de improviso desapareció, y México se rindió al general Díaz el 21 de junio.

     Con el imperio, con la guerra que oficialmente fue llamada «guerra de la segunda independencia», concluye el gran período de la revolución mexicana, en realidad iniciado en 1810, pero renovado definitivamente en 1857. En la gran fase postrera de esta brega de más de medio siglo, México había perdido en los campos de batalla, y por las consecuencias de la guerra, más seguramente de trescientas mil almas, pero había adquirido un alma, la unidad nacional; en todas partes se había luchado; si se hubiera podido pulverizar la sangre vertida, todo el ámbito del país, palmo por palmo, habría quedado cubierto de un rocío de sangre; había sido fecunda. Destrozando furiosa un trono, apelando perennemente de la fuerza al derecho, hiriendo mortalmente el poder militar de Francia y el imperio de Napoleón III, encarnado en Juárez la resistencia intransigente y tenaz a toda ingerencia del extranjero en nuestra soberanía, no sólo en forma de intervención europea, sino de alianza americana, México había salvado su independencia, conquistado la plena conciencia de sí misma y avasallado a la historia.

     La suprema indestructibilidad de este hecho entró por tal modo en el ánimo de todos, que la República, viendo ante ella, en sus enemigos, individuos más o menos culpables, pero todos resignados y conformes, puesto que los partidos habían muerto, sin esperanza de resurrección, pudo ser clemente y hacerse intérprete de un deseo infinito de olvido y de paz, que predominaba en el corazón del pueblo, y comprendió que la justicia, ante tanto error, ante tanta culpa voluntaria e involuntaria, era la clemencia, era la equidad.

     La República fue entonces la Nación; con excepciones ignoradas, todos asistieron al triunfo, todos comprendieron que había un hecho definitivamente consumado, que se habían realizado conquistas que serían eternas en la historia, que la Reforma, la República y la Patria resultaban, desde aquel instante, la misma cosa y que no había más que una bandera nacional, la Constitución de Cincuenta y Siete; bajo ella todos volvieron a ser ciudadanos, a ser mexicanos, a ser libres. Vencedores y vencidos tenían, por la fuerza incontrastable de una idea que encerraba todo el porvenir de México, que unificase en un anhelo común: realizar la ley, realizar el derecho, entronizar la justicia. La Constitución, que había dividido al país como divide una espada, lo unía al fin en un ideal supremo; se vio claro el camino: hacer verdad la Constitución en la sociedad, cimentando todos los derechos en la organización nacional por medio de la educación, del trabajo, es decir, del progreso material e intelectual, y, partir de allí para hacer vivir esa Constitución en el orden político, modificándola en todo lo que su forma tenía de incompatible con la necesidad soberana de libertad y orden. Esto era lento, ésta era labor de varias generaciones; las sacudidas revolucionarias, los estremecimientos profundos que marcan el período de extinción de los volcanes no faltarían, no podían faltar: el pasado no concluye en un siglo, va concluyendo al través de toda la historia. Pero una nueva era comenzaba el día que el mayor ciudadano que la República ha engendrado pronunciaba esta sentencia, que está grabada sobre la puerta del Porvenir: «Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la Paz».