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Capítulo XXXV

Salen los nuestros de Galípoli a pelear con los griegos y alcanzan dellos señaladísima vitoria


Después de barrenados los navíos, contentos de verse fuera de peligro de perder la reputación con la retirada, dispusieron su gobierno. Dieron a Rocafort doce consejeros por cuyo parecer se gobernase. Esta elección se hacía por los votos de la mayor parte del ejército, y su poder en los consejos era igual al de Rocafort, y él ejecutaba lo que por parecer de los demás se resolvía. Hicieron sello para sus despachos y patentes, con la imagen de San George, y escritas en su orla estas letras: Sello de la hueste de los francos que reinan en Tracia y Macedonia. Prudentemente, a mi juicio, pusieron en lugar de catalanes, francos, por ser nombre más universal y menos aborrecido, y quisieron mostrar que aquel ejército era compuesto de casi todas las naciones de Europa contra los griegos, y que era causa común de todos el socorrelles. Por grandeza de ánimo tengo no estrecharse los hombres al nombre de su patria, porque con este nombre no se extrañasen los españoles de otras provincias, italianos y franceses, sino dilatalle por todo el orbe de la tierra, patria común de todos los vivientes.

El enemigo se venía llegando a las murallas de Galípoli y estrechaba a los sitiados; y como en las ordinarias escaramuzas, aunque con mayor daño de los griegos, se perdía gente de nuestra parte, resolvieron de salir a pelear con todas sus fuerzas y aventurar en un trance de una batalla su vida y libertad: consejo que le deben seguir los que no pueden largo tiempo conservar la guerra.

No se hallaron en Galípoli para salir a pelear, entre infantes y caballeros, mil y quinientos, puesto que Nicéforo dice que fueron tres mil; pero el autor escribió por relación de los griegos, a quien el temor pudo engañar, y parecer doblado el número de los enemigos. Levantaron un estandarte, antes de salir a pelear, con la imagen de San Pedro; pusiéronle sobre la torre principal de Galípoli con grandes demostraciones de piedad. Puestos de rodillas, después de haber hecho una breve oración al Santo, invocaron a la Virgen. Al poco tiempo que empezaron la Salve con devotas aunque confusas voces, estando el cielo sereno, les cubrió una nube, y llovió sobre ellos hasta que acabaron, y luego de improviso se desvaneció. Quedaron admirados de tan gran prodigio, y sintieron en sus corazones grandes afectos de piedad y religión, con que les creció el ánimo y tuvieron por cierta la vitoria, pues con tan claras señales el cielo les favorecía.

Reposaron aquella noche, no con poco cuidado de que fuese la última de su vida. Sábado por la mañana, que fue el siguiente, a los 21 de junio, salieron de sus murallas y reparos. El enemigo, dejando por guarda de sus reales, que estaban en Brachialo, dos millas de Galípoli, parte de su ejército, con ocho mil caballos y mayor número de infantes se adelantó a pelear. Los nuestros echaron su caballería por el lado izquierdo de su infantería, abrigándose por el derecho del terreno algo quebrado. Guillén Pérez de Caldés, caballero anciano de Cataluña, llevaba el estandarte del rey de Aragón; Fernán Gori, el de don Fadrique, rey de Sicilia; que olvidados de sus príncipes, jamás olvidaron su memoria; el de San George dieron a Jimeno de Albaro, y Rocafort encomendó el suyo a Guillén de Tous.

Las centinelas que estaban en lo alto de las torres de Galípoli dieron la señal de acometer, porque descubrían mejor al enemigo, que venía mejorándose por los collados. Cerraron de una y otra parte con gallardía, y fue tanta la furia del primer encuentro, que afirma Montaner que los que quedaron dentro de Galípoli les pareció que todo el lugar venía al suelo, a semejanza de terremoto. No pudieron los griegos contra soldados tan pláticos y valientes, aunque con tanta desigualdad, salir con vitoria. Dieron luego la vuelta hacia sus reales, donde pensaron rehacerse. Los que quedaron en su defensa, viendo su gente rota, salieron a detener al enemigo, que con furia y rigor increíble venía ejecutando la vitoria. El nuevo socorro de gente descansada detuvo algo a los vencedores, porque era la mejor del ejército; pero repetido el nombre de San George, cerraron con igual ánimo, y segunda vez vencieron a los griegos, ganándoles sus alojamientos. Volvieron las espaldas Umberto Palor, Basila y el grande Eteriarca. Siguióse el alcance veinticuatro millas hasta Monocastano, degollando siempre sin resistencia alguna, porque la huida les hizo dejar las armas con que apretados pudieran defenderse de los nuestros, que esparcidos, cansados y pocos, les seguían; pero la vileza de los griegos era tanta, que refiere un autor que por las heridas en el rostro no osaban volvelle, aunque con sólo este riesgo se pudieran defender, última miseria a que puede llegar un hombre cuando teme las heridas más que la infamia. La mayor parte de los griegos vencidos murieron ahogados, porque seguidos de los catalanes, de quien no esperaban buena guerra, sino afrenta y muerte, se arrojaban en los barcos y leños de la ribera, cargando en ellos más gente de la que pudieran llevar; con cuyo peso, con la priesa de los que entraban, venían al fondo y se abrían, ayudando a esta pérdida los proprios catalanes, que metidos en el agua, a cuchilladas, y asidos de los bordes de los barcos, les forzaban a echarse en el agua o morir.

Con la noche dejaron el alcance, y cerca de la media volvieron a Galípoli, sin haber reconocido los despojos que el enemigo les dejaba, juzgando por mayor ganancia quitar vidas y derramar sangre de los que con tanta impiedad quitaron las de sus compañeros y amigos.

A la mañana salieron a recoger la presa, y fue de manera, que tardaron ocho días en retiralla dentro de Galípoli; vestidos de seda y oro, en aquel tiempo más estimados por no ser tan comunes, en gran cantidad; armas lucidas y joyas de mucho precio, tres mil caballos de servicio, y bastimentos en tanta abundancia, que en muchos días no se pudiera temer en Galípoli falta dellos. Murieron de los vencidos veinte mil infantes y seis mil caballos, y de los nuestros un caballo y dos infantes: no me atreviera a referillo, por parecerme caso imposible, si autores de mucho crédito no refirieran semejantes acontecimientos. Paulo Orosio, escritor antigo y cristiano, cuenta de Agatocles que degolló con dos mil hombres treinta mil cartagineses con su general Annon y él perdió solos dos hombres.




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Capítulo XXXVI

Previénese Miguel Paleólogo para venir sobre Galípoli; los nuestros salen a pelear con él tres jornadas lejos, y entre los lugares de Apros y Cipsela se da la batalla; sale della Miguel vencido y herido


La buena dicha de nuestras armas puso en cuidado al emperador Andrónico y a Miguel su hijo, porque nunca creyeron que gente tan poca se les pudiera dar, y forzalles a poner todas las fuerzas del imperio para su ruina. Con el suceso de Galípoli resolvieron los emperadores de juntar sus gentes, y dar sobre los nuestros antes que pudiesen de Cataluña o de Sicilia llegar socorros. Destas prevenciones y aparatos de guerra fueron los nuestras avisados por una espía griega, que Montaner envió con harto recelo de que volviese, porque otras de la misma nación, que a diversas partes se enviaron, no volvieron. Catalanes no podían servir en esta ocupación, porque siempre eran conocidos, aunque con traje y lenguaje griego se procuraban encubrir. Con este aviso se resolvieron todos de salir a buscar al enemigo tierra adentro, resolución tan gallarda como cualquiera de las otras que tomaron. No pienso yo que tantas finezas ni bizarrías se puedan haber leído en otras historias; y así, algunas veces temo que mi crédito y fe se ha de poner en duda; pero advertido el que esto leyere que Nicéforo Gregoras y Pachimerio, autores griegos, y por serlo, enemigos, y Montaner, catalán, concuerdan en lo que parece más increíble tendrá por verdad lo que escribimos. Montaner refiere que la principal causa que les movió a seguir este consejo fue verse ya ricos y prósperos, y temer que la sobrada afición de sus riquezas y el temor de perdellas no les hiciera perder algo de su reputación.

Siguiendo los consejos más cautos y menos honrosos, dejaron en Galípoli de guarnición, donde quedaban su hacienda, mujeres y familia, cien almugávares, y partieron la vuelta de Andrinópoli, plaza de armas de aquel ejército que se juntaba contra ellos, con firme determinación de pelear con Miguel, aunque fuese asistido del mayor poder de su imperio.

Caminaron tres días por Tracia, destruyendo y talando la campaña. Llegaron a poner una noche sus cuarteles a la falda de un monte poco áspero. Las centinelas que pusieron en los altos descubrieron de la otra parte grandes fuegos; enviáronse reconocedores, y poco después volvieron con dos griegos prisioneros, de quien se supo la ocasión de los fuegos, que fue por estar Miguel acuartelado con seis mil caballos y mucho mayor número de infantes entre Apros y Cipsela, dos aldeas pequeñas, aguardando lo restante del campo. Quisieron algunos que aquella misma noche se atravesase la montaña que les dividía y diesen sobre los enemigos descuidados; y no me parece que aprobaron este consejo, no sé por qué razón; porque, puesto que forzosamente se había de pelear con ellos, más fácil fuera con la oscuridad y confusión de la noche aventurarse, que aguardar la mañana, cuando siendo tan pocos, pudieran ser mejor reconocidos. Después de haberse todos confesado y recebido el sacramento de la Eucaristía, hicieron un solo escuadrón de su infantería, la caballería dividen igualmente en dos tropas, a cada lado del escuadrón la suya, y otro escuadrón dejaron en la retaguarda para socorrer adonde la necesidad le llamase.

Caminaron la vuelta del enemigo; al salir del sol se hallaron de la otra parte de la montaña, de donde descubrieron al enemigo, más poderoso de lo que la espía les dijo, y fue porque dos horas antes llegó la mayor parte de su ejército, que le faltaba. Reconoció el enemigo su venida; y como entre infantes y caballos no llegaban a tres mil los nuestros, juzgaron que venía a rendir las armas y entregarse a la clemencia de Miguel; y esto lo tuvieron por tan cierto, que ni querían tomar las armas ni salir de sus cuarteles. Pero Miguel, que con tanto daño suyo conocía por experiencia el valor de sus enemigos, sacó su gente, y él se armó y puso a caballo, ordenando los escuadrones en esta forma. La infantería, repartida en cinco escuadrones, a cargo de Teodoro, tío de Miguel, general de toda la milicia que había venido del Oriente; en el cuerno siniestro puso las tropas de caballería de los alanos y turcoples, a cargo de Basila; en el cuerno derecho se puso la caballería más escogida de Tracia y Macedonia, con los válacos y los aventureros, a orden del gran Eteriarca; en la retaguarda quedó Miguel con los de su guarda y parte de la nobleza que asistía a su defensa. Acompañábale el déspota su hermano, y Senacarip Angelo, que este día no quiso tener gente de guerra a su cargo, por hallarse ocupado en la defensa del emperador y tener cuidado de la seguridad de su persona. Reconoció Miguel sus escuadrones, y animados a la batalla, vinieron cerrando. Los nuestros, divididos en cuatro escuadrones, con gran ánimo y resolución, los primeros con quien se toparon fueron los alanos y turcoples, que su caballería embistió el primer escuadrón de almugávares, que invencible quebrantó su furia; tanto, que dice Pachimerio que luego se retiraron huyendo, aunque Nicéforo dice que los masagetas y turcoples, cuando tocaron las trompetas para embestir, huyeron, porque tenían resuelto los alanos de no servir al emperador, y los turcoples tenían trato con los catalanes. De cualquier manera que ello fuese, o después de haber embestido o antes, ellos huyeron, y la infantería, descubierta por el siniestro lado de toda la caballería que le sustentaba, quedó, dice Nicéforo, como la nave sin árbol y sin velas en la mayor furia de la tempestad. Parte de nuestra caballería, que se había juntado de almugávares, y marineros, había desmontado y acometido a pie por aquella parte. La ocasión que tuvieron para desmontar estas tropas fue sólo por hallarse inútiles en este género de servicio, y que si no dejaran los caballos no pudieran pelear. Los demás escuadrones de infantería, libres de la mayor parte de la caballería enemiga que les pudiera dañar, cerraron por la frente tan vivamente, que degolladas las primeras hileras, donde estaban sus más lucidos y valientes soldados, todo lo demás de la infantería se puso en huida, aunque la caballería de Tracia y Macedonia, como la mejor y de mayor reputación de aquellas provincias, mantuvo por gran rato su puesto, peleando con nuestra caballería, y defendió uno de sus escuadrones que no fuese roto hasta que los almugávares le abrieron por el otro costado y por la frente, y entonces su caballería, con mucha pérdida, dejó el puesto, huyendo la vuelta de Cipsela.

Miguel, como buen príncipe y valiente soldado, viendo sus escuadrones rotos, y su caballería parte retirada y parte deshecha, y en quien tenía puesta la mayor esperanza de vencer, sacó su caballo la vuelta del enemigo, y luego repentinamente quedó el caballo sin freno, y se arrojó la vuelta de los enemigos. Detenido de los que estaban en su guarda, hubo de subir en otro caballo, y sin tener por mal agüero el haber perdido el freno su caballo, se metía por lo más peligroso, y con gran presteza animaba a unos, socorría a otros, cuándo con amenazas, cuándo con ruegos, llamando a sus capitanes y maestres de campo por sus nombres, que volviesen las caras, que resistiesen, que no perdiesen aquel día con tanta mengua la reputación del imperio romano. Los soldados y capitanes, perdido una vez el miedo a su fama, y puesto en ejecución caso tan feo como desamparar la persona del Príncipe, también le perdieron a sus ruegos y quejas; porque cuanto mayor es la infamia de un hecho, tanto más difícil es el arrepentimiento. Entonces Miguel quiso con el ejemplo, ya que no pudo con las palabras, obligalles; y juzgando por grande afrenta no aventurar su vida por la de los suyos, vuelto a los pocos que le seguían, les dijo: «Ya llegó el tiempo, compañeros y amigos, en que la muerte es mejor que la vida, y la vida más cruel que la misma muerte. Muérase con reputación, si se ha de vivir con infamia.» Y levantando el rostro al cielo, pidiéndole su ayuda, se arrojó con su caballo en medio de los nuestros. Siguiéronle hasta ciento de los más fieles, y por un grande espacio puso la vitoria en duda: tanto puede en semejantes ocasiones la persona del príncipe que se aventura. Hirió a muchos y mató a dos. Un marinero catalán, llamado Berenguer, que en la jornada de este día se halló sobre un buen caballo y con lucidas armas, despojos de la vitoria pasada, anduvo entre los enemigos tan bizarro, que Miguel por entrambas causas le tuvo por algún señalado capitán de nuestra nación, y con deseo de mostrar su esfuerzo se fue para él y le dio una cuchillada en el brazo izquierdo. Revolvió sobre Miguel el marinero con tanta presteza, que sin darle tiempo de sacar su caballo, a golpes de maza le hizo saltar el escudo, y le hirió en el rostro, y al mismo tiempo le mataron a Miguel el caballo, y le tuvieron casi rendido; pero algunos de su guarda le socorrieron valientemente, y uno dellos le dio su caballo, con que se salvó, quedando muerto por librar a su príncipe. Miguel, perdida la mayor parte de su gente, y libre del peligro por su valor y por su dicha, se salió de la batalla, llevado más por la fuerza de los suyos que por su voluntad. Intentó muchas veces volver a cobrar la reputación perdida; pero siempre fue detenido, y su coraje reventó en lágrimas. Retiróse dentro del castillo de Apros, con que la vitoria se declaró por nosotros.

No se siguió el alcance, porque entendieron siempre que a los griegos les quedaban fuerzas enteras para volver segunda vez a pelear, y temieron alguna emboscada, según Pachimerio dice; y añade que fue particular providencia de Dios el miedo que tuvieron los catalanes de la emboscada, para detenelles que no ejecutasen la vitoria, donde perecieran muchos más, y Miguel llegara a sus manos. Contentáronse con quedar señores del campo, y aguardar la mañana, que les desengañaría de sus sospechas. Toda aquella noche se estuvo con las armas en la mano. Llegó la mañana, y reconocieron que su vitoria había sido con entero cumplimiento.

Acometieron a Apros el mesmo día, que defendido sólo de sus vecinos, fácilmente se entró. En este lugar se detuvieron ocho días para que los heridos se curasen y los demás descansasen del trabajo y fatiga de la batalla. Súpose luego cómo la gente que Miguel aguardaba, según las espías refirieron, ya se le había juntado antes de la batalla, y que todo estaba vencido. Perecieron, según Montaner, del enemigo diez mil caballos y quince mil infantes; de los nuestros, veinte y siete, y nueve caballos. Retirado Miguel dentro de Apros, no se tuvo por seguro y aquella misma noche se salió, y se fue a Panfilo, y de allí a Didimoto, donde estaba su padre, de quien cuenta Nicéforo que fue reprehendido gravemente porque puso su persona tan atrevidamente en tanto riesgo; que lo que en un soldado o capitán se debía de alabar, en un emperador era digno de reprehensión: palabras nacidas de la afición de un padre, más de lo que debiera aconsejar si no lo fuera; porque no sé yo que tenga el príncipe mayor obligación de aventurarse que la que Miguel se aventuró, cuando ve sus escuadrones deshechos, su reputación en peligro, su gente muerta y sus estados perdidos. ¿Qué príncipe de los celebrados en la memoria de las gentes dejó de poner su vida al mayor riesgo, cuando la importancia y grandeza del caso es de tal calidad?

Con esta vitoria la mayor parte de la provincia de Tracia quedó por despojos de los nuestros. Las ciudades populosas y fuertes no padecieron en esta común tempestad, porque siendo los catalanes tan pocos, no se querían ocupar en asaltar murallas, donde forzosamente habían de perder gente; y si algunas tomaron, fue porque el descuido del enemigo les convidó para que lo pudiesen hacer sin aventurarse mucho. Los moradores de las aldeas y poblaciones de griegos de toda la provincia, sabida la pérdida de su ejército, dejaron sus casas y haciendas y el trigo que estaba ya para recoger, y peregrinando por reinos vecinos, acrecentaron el temor de nuestra venganza; y dice Pachimerio que entraba de todas partes infinita gente huyendo, y que parecía Constantinopla la esfera de Empédocles.

Fue ocasión esta vitoria de que sucediese en Andrinópoli un caso lastimoso a los catalanes que estaban presos desde la muerte de Roger, que llegaban al número de sesenta. Tuvieron aviso de la vitoria de Apros y animáronse a intentar su libertad. Estaban en una cárcel fuerte de una torre; rompieron los grillos, y acometiendo una puerta, no la pudieron abrir; subieron a lo alto de la torre para reconocer algún camino de su libertad; no fue posible hallarle, y como desesperados de hallar piedad en los griegos, desde arriba, con las armas que pudieron alcanzar, pelearon valientemente con los ciudadanos de Andrinópoli, que sitiaron la torre y la procuraron ganar a fuerza de armas; pero fue tanto el valor de los que la defendían, que no fue posible hacerles daño. Finalmente, después de muchas heridas, los ciudadanos, desesperados de podelles rendir, se resolvieron de quemar todo el edificio y torre. Diéronle fuego por todas partes, y en poco rato se encendió, con gran ruina del edificio. Por entre las llamas y el fuego arrojaban piedras y dardos, y medio abrasados peleaban. Despidiéronse, y abrazados unos con otros, hecha la señal de la cruz -así lo dice Pachimerio-, se arrojaron en el fuego todos; y entre ellos dos hermanos de linaje ilustre y de ánimo valeroso, abrasándose con gran lástima de los circunstantes, se arrojaron de la torre, y escaparon del fuego, que con más piedad les perdonó que el hierro de los pérfidos griegos, de quien fueron despedazados. Entre estos sesenta, sólo hubo uno que diese muestras de rendirse, a quien los otros arrojaron de la torre. Después de haber destruida y talada la mayor parte de la provincia, volvieron a Galípoli, acrecentados de reputación, de hacienda y de gente que se les juntaba de italianos, franceses y españoles, que pudieron escapar de la crueldad y furia de los griegos.




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Capítulo XXXVII

Estado de las cosas de Andrónico y de los griegos


En todos tiempos y edades se ha mostrado la igualdad de la justicia divina, pero en unos se ha señalado más que en otros con el azote de alguna pestilencia, hambre o guerra. Esta última se tomó para castigo de Andrónico y de los griegos, que apartados de la obediencia de la romana Iglesia, madre universal de los que militan en la tierra, cayeron en mil errores, y por ellos y por los demás pecados que antes se siguieron permitió Dios que los catalanes fuesen los ministros de su ejecución. Añadióse a los daños de la guerra males y divisiones caseras, que entre los príncipes suele ser el último y mayor de los trabajos, porque con él se confunden los consejos y se enflaquecen las fuerzas, y es un breve atajo para su ruina.

Irene, mujer del emperador Andrónico, juzgaba por cosa indigna de su grandeza y sangre que sus tres hijos Juan, Teodoro y Demetrio no tuviesen parte en el imperio de su padre, por tener hijos de otra madre, llamados primero a la sucesión: Miguel, ya nombrado por emperador, y Constantino, déspota. Procuró por todos los medios posibles que su marido Andrónico dividiese entre sus hijos algunas provincias de su imperio; no le fue concedida esta demanda. Volvió segunda vez a tantear otro medio, más perjudicial y dañoso para el imperio que el primero, y fue pedir que les declarase sucesores y compañeros de Miguel, su hermano; negósele también; con que Irene, mujer ambiciosa, conociendo el amor grande de su marido, y que apartándose dél doblara a su constancia, y que el deseo de volvella a ver fuera más poderoso que lo habían sido sus ruegos, fuése a Tesalónica con gran contradición de su marido, aunque por no publicar males tan íntimos y secretos, mostró en lo exterior que no le desplacía. Nunca ausencia se tomó por medio para acrecentar una afición; antes suele ser con que la mayor se desvanece, como siempre suele experimentarse. El amor y afición de Andrónico se fue perdiendo, y la mujer, al mismo paso desesperando y cerrando la puerta a su pretensión, trocó los ruegos en amenazas. Admitió pláticas y tratos de príncipes extranjeros enemigos de Andrónico; envió a llamar a su yerno Crales, príncipe de los tribalos y de Serbia, casado con su hija Simónide, y le dio todas las joyas y tanto dinero, que Nicéforo quiere que con él se pudiera fundar renta para sustentar cien galeras en defensa de los mares y costas del imperio. Con esta división, ¿qué poder no se deshiciera, qué reino no se acabara, y más sobreviniendo un ejército de gente enemiga a quien el deseo de su venganza puso en la necesidad de morir o vencer?




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Capítulo XXXVIII

Los nuestros hacen algunas correrías y toman a las ciudades de Rodesto y Pactia


Retirados a Galípoli después de la vitoria, quedaron dueños absolutos de la campaña, y Andrónico sin atreverse a salir de Constantinopla ni Miguel de Andrinópoli: tan apretados les tuvieron nuestras armas.

Andrónico, a las quejas de tantos daños como hacían los catalanes en sus provincias, encogió los hombros, atribuyendo a sus pecados el castigo que Dios le enviaba, y confesaba que no era poderoso para resistilles. Hasta Maronea, Ródope y Bizia, ciento y setenta millas de Galípoli, entraban haciendo correrías, con universal temor y asombro de todas las provincias, porque no había lugar que estuviese libre de su furia, por remoto y apartado que fuese. Las ciudades que por su fortaleza de muros no podían ser acometidas, sentían estos males en sus vegas y en sus jardines, quemando y talando lo más estimado, y haciendo prisioneros a muchos, de quien sacaban grandes y continuos rescates; y no sólo compañías enteras, pero cuatro o seis soldados hacían estos lances. Pedro de Maclara, almugávar, que servía en la caballería, hallándose una noche entre sus camaradas desesperado de haber perdido lo que tenía al juego, resolvió de rehacer la pérdida y despicarse con algún daño de sus enemigos, de que le resultase provecho. Subió a caballo, y con dos hijos que tenía, caminando siempre entre enemigos, llegó a los jardines que están pegados a Constantinopla, donde luego la suerte la puso entre manos un padre y un hijo mercaderes genoveses. Hízolos prisioneros y dio con ellos en Galípoli sin que persona alguna se lo estorbase, con haber veinte y cinco leguas de retirada. Hubo por su rescate mil y quinientos escudos, con que el almugávar recompensó lo perdido y ganó reputación de valiente y plático soldado.

Estas y muchas otras correrías refiere Montaner que se hacían con igual felicidad y admiración: a tanto llegó el atrevimiento de los catalanes. Vióse Roma cabeza del mundo, conocida entonces en tanta grandeza y gloria, que desvanecida con sus vitorias y triunfos, se atribuyó el renombre de eterna; pero las armas de los godos y vándalos mostraron cuán breves fueran sus glorias y cuán falso su atributo. Lo mismo sucedió a Constantinopla, cabeza del imperio oriental, en quien juntamente se levantaron y merecieron el poder y la piedad por el grande Constantino, en cuyos sucesores se conservó, hasta que la ira de Dios ejecutó su castigo, entregándola por despojos a naciones extrañas, y en este tiempo casi forzada de pocos catalanes y aragoneses a recebir leyes la que las daba a tantos reinos y gente.

Ardía en los corazones de los catalanes el deseo de vengar la muerte afrentosa de sus embajadores en los naturales y vecinos de Rodesto, donde tan inhumanamente fueron despedazados y muertos. Salieron a esta jornada hasta los niños, en quien fue más poderosa la pasión de su venganza que la flaqueza de su edad. Estaba esta ciudad ribera del mar, sesenta millas de camino por tierra de Galípoli. Para llegar a ella forzosamente se habían de dejar los nuestros pueblos enemigos a las espaldas, y esta siguridad causó descuido en los vecinos de Rodesto, porque nunca creyeron que los catalanes se aventurarían sin tener la retirada llana y sin peligro; pero estas dificultades fueran bastantes si el agravio no las atropellara.

Al amanecer escalaron las murallas y la entraron sin hallar resistencia, ejecutando muertes con tanta crueldad, que por este hecho primeramente, y por los demás que fueron sucediendo, quedó entre los griegos hasta nuestros días por refrán: «La venganza de catalanes te alcance». Esta es la mayor maldición que entre ellos tienen agora la ira y el aborrecimiento: tan viva se les representa siempre la memoria de aquel estrago. Dice Montaner, encareciendo el desorden que hubo por nuestra parte, que los capitanes y caballeros no pudieron detener ni impedir las crueldades que los vencedores ejecutaron en los vencidos, porque perdido el temor de Dios y el respeto debido a sus capitanes, y el de su misma naturaleza, despedazaban cuerpos inocentes, por la edad incapaces de culpa; hasta los animales quisieron entregar a la muerte, porque en el lugar no quedase cosa viva.

De allí pasaron a Pactia, ciudad vecina, y la ganaron con la misma facilidad y trataron con el mismo rigor. Parecióles a nuestros capitanes ocupar estos puestos, porque la gente iba creciendo y era ya bastante para dividirse y acercarse a Constantinopla, cuya perdición y ruina era el último fin de sus peligros y fatigas. A Montaner dejaron en Galípoli sólo con algunos marineros. cien almugávares y treinta caballos.




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Capítulo XXXIX

Fernán Jiménez de Arenós llega a Galípoli, entra a correr la tierra, y al retirarse rompe dos mil infantes y ochocientos caballos del enemigo


Fernán Jiménez de Arenós, uno de los más principales capitanes aragoneses que vinieron con Roger en Grecia, por algunos disgustos, como dijimos arriba, se apartó de nuestra compañía. Con los pocos que le siguieron se fue al duque de Atenas, donde se detuvo algún tiempo, sirviendo en las guerras que el duque tuvo con sus vecinos, que fueron muchas y varias; accidentes forzosos que padecen los estados pequeños que tienen por vecinos príncipes poderosos. En todas ellas Fernán Jiménez ganó reputación y ocupó lugar honroso; pero el peligro de sus amigos en su ánimo pudo tanto, que dejó sus acrecentamientos siguros y ciertos por socorrelles con su persona. Habida licencia del duque, con una galera, y en ella ochenta soldados viejos, llegó a Galípoli. Fue de todos recebido con notables muestras de agradecimiento. Diéronle muchos caballos y armas para poner su gente en orden, y con algunos amigos que le quisieron seguir juntó trecientos infantes y sesenta caballos, y con ellos entró la tierra adentro. Después de haberse visto con los capitanes que estaban en Rodesto y Pactia, y comunicado con ellos su resolución, caminó con su gente la vuelta de Constantinopla, y pasado el río que los antigos llamaron Batinia, saqueó y quemó muchos pueblos a vista de la ciudad. Andrónico, de los muros miraba como se ardían las casas, y creyendo que todo nuestro campo era el que tenía delante, no quiso que saliese gente; antes la puso en guarda y seguridad de Constantinopla, repartida por sus muros, esperando que nuestras espadas, se habían de emplear aquel día en su última ruina. Recelos fueron estos de Andrónico bien fundados y advertidos, porque el pueblo, lleno de pavor, acostumbrado al ocio, no trataba de tomar las armas para su propria defensa. La gente de guerra mercenaria de turcoples y alanos, ni por naturaleza ni por beneficios obligada al servicio de su príncipe, rehusaba y temía los peligros, a más de las sospechas del trato que tenían con nuestros capitanes.

Entre estos temores y desconfianzas andaba metido Andrónico, cuando supo que Fernán Jiménez de Arenós con solos trecientos era el autor de tantos daños, y que Rocafort con el grueso del ejército andaba junto a Ródope. Entresacó Andrónico de su caballería ochocientos, y con dos mil infantes les mandó salir a cargar a Fernán Jiménez, que se retiraba con riquísima presa. Salieron con buen ánimo y resolución, y pasando aquella noche el río, ocupando un puesto aventajado, paso forzoso para los nuestros, se pusieron en emboscada. Descubriéronla luego los corredores de Fernán Jiménez; y como la retirada no podía ser por otra parte, hecho alto, dijo a los suyos: «Ya veis, amigos, que el enemigo nos tiene cerrado el paso y que sólo puede allanalle nuestro valor. Lo que en esto se interesa no es menos que la vida, puesta en último peligro. Los contrarios que tenemos delante son los mismos que habéis vencido tantas veces con mayor desigualdad; su multitud sólo ha servido siempre de aumentar nuestras vitorias; tan sigura la tenemos en esta como en las demás ocasiones, pues se resuelven, según vemos, de aguardarnos y pelear. El puesto aventajado les da confianza, olvidados de que nuestras espadas penetran defensas y reparos inexpugnables. Conozca esta gente vil que dondequiera les ha de alcanzar el rigor de nuestra justa venganza.» Dicho esto, hizo cerrar su infantería de almugávares, y él con sus pocos caballos embistió las tropas de la caballería enemiga. Peleóse valientemente; pero los dos mil infantes griegos, acometidos de los trecientos almugávares, fueron casi todos degollados con tanta presteza, que tuvieron lugar de socorrer a Fernán, que andaba peleando con la caballería; y fue tan importante su ayuda, que luego dejaron los enemigos el paso libre, con pérdida de 600 caballos entre muertos y presos. Vitoriosos y llenos de despojos, pasaron adelante, y llegaron a Pactia, donde Rocafort poco antes había llegado de correr de Ródope.




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Capítulo XL

Fernán Jiménez gana el castillo y lugar de Módico


Parecíale a Fernán Jiménez que para asegurar sus cosas importaba tomar alguna plaza donde pudiese tener cuartel aparte del que tenía Rocafort, porque su condición no daba lugar a que pudiesen vivir juntos. La nobleza de sangre de Fernán y su trato llevaban tras sí a muchos de los que seguían a Rocafort; pero temiendo su ira, como del más poderoso, no osaban descubiertamente dejarle sin tener la seguridad de alguna plaza. Módico, lugar del enemigo más vecino, puesto a la parte del estrecho, al mediodía de Galípoli, fue el que pareció intentar de ganalla por interpresa; y como no les sucedió bien, pegados casi al lugar se fortificaron y abrieron sus trincheras.

Condenaban la resolución de Fernán los bien entendidos del arte militar, porque con 200 infantes y ochenta caballos que solos tenía no se podría emprender cosa tan difícil como lo era ganar un pueblo, habiendo dentro setecientos hombres para tomar armas; pero la vileza de sus ánimos y la constancia de los nuestros hizo fácil lo imposible. Cuando a una nación le falta la industria y el valor, forzosamente ha de dar buenos sucesos al enemigo que la quisiere sujetar, porque ni el número de la gente ni la defensa de las murallas le sirve de reparo. Los miserables griegos deste pueblo, con ser 700, y los nuestros apenas trecientos, se encerraron dentro sus murallas, como si todo el campo de los catalanes les sitiara, sin salir a pelear ni a deshacer lo que su enemigo trabajaba para su ruina. Fernán Jiménez levantó un trabuco, y con él batió algunos días lo que parecía más flaco; pero tiraba piedras de tan poco peso, que no hacía daño en sus murallas, fuertes y muy levantadas. Arrimábanse escalas algunas veces, y todo fue sin fruto. Montaner, de Galípoli, socorría con bastimentos y vituallas; sólo los nuestros cuidaban de asigurarse dentro de sus fortificaciones, dando cuidado al enemigo, y rendille a vivir más descuidado. Con su asistencia y pertinacia alcanzaron al fin lo que pretendían; porque los griegos, después de largos siete meses de sitio, creció en ellos el desprecio de sus enemigos, y al mismo paso el descuido de guardarse. Las centinelas eran pocas, y éstas no muy ordinarias. El primero de julio celebraron los griegos dentro de su pueblo con gran solenidad una de sus fiestas; y como el mayor de sus deleites es el del vino, vicio que en todas las edades infamó mucho esta nación, bebieron de manera, olvidados de que el enemigo estaba sobre sus murallas y atento a las ocasiones de su daño, que unos bailando, otros a la sombra durmiendo, dejaron de guarnecer las murallas como solían. Fernán Jiménez, desesperado ya de que Módico se le rindiese y de tomalle, estaba dentro de su tienda dudoso de lo que había de hacer, cuando las voces y algazara de los que bailaban le sacó de su tienda. Poco a poco se arrimó a las murallas, y reconociéndolas sin gente, mandó que ciento de los suyos diesen una escalada, y él con lo restante acometería la puerta. Púsose con diligencia increíble esta ejecución en efeto. Los ciento arrimaron las escalas, y subieron hasta setenta dellos sin ser sentidos, y ocuparon tres torreones. Los griegos, despertando de sueño tan dañoso, tomaron las armas, incitados más por la fuerza del vino que por su valor, y procuraron echar de los torreones a los nuestros. En este combate ocupados todos, no acudieron a la puerta que Fernán había acometido; y así, sin tener quien la defendiese, la puso por el suelo y entró a pie llano por el lugar, dando por las espaldas a los que combatían los torreones. Fuéronse retirando y defendiendo en las torres estrechas de las calles, y últimamente pusieron su siguridad en la huida y con ella dejaron libre el lugar y el castillo a Fernán con la mayor parte de sus haciendas. Este fin tuvo el sitio de Módico y la dichosa pertinacia de un aragonés en los ocho meses que duró este sitio.

No hallo cosa notable que escribir de los nuestros que estaban en los demás presidios; sólo ordinarias correrías la tierra adentro para buscar el sustento forzoso.




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Capítulo XLI

Divídense los nuestros en cuatro plazas. Montaner rompe a George de Cristopol


Ganado el lugar y castillo de Módico, Fernán Jiménez de Arenós le tomó por presidio y plaza suya. Rocafort dividió su gente en Rodesto y Pactia, y Montaner, escribano de ración, quedó gobernando en Galípoli, donde los bastimentos y armas de todo el campo se juntaban y prevenían. Si a los soldados de los demás presidios les faltaban armas, caballos y vestidos, acudían a Galípoli. Allí residían los mercaderes de todas naciones, los heridos, viejos y otra gente inútil, que, como lugar más apartado del enemigo, se tenía por más seguro.

Con este modo de gobierno se sustentaron los nuestros cinco años, sin que en todas aquellas comarcas se labrase campo ni viña, cogiendo solamente lo que la tierra naturalmente producía. Esta manera de hacer la guerra los tiempos la han mudado y mejorado; porque el principal intento no es desolar y trocar en desiertos las campañas, sino conservallas para el uso proprio; porque ganarse una provincia para destruilla y totalmente impedir la cultivación de sus campos, es lo mismo que no ganalla, y más cuando de sus frutos necesariamente se han de valer si quisieren sustentarse en ella. Por no advertir estos inconvenientes los nuestros y no moderarse en sus crueldades, que eran las que desterraban de los pueblos los labradores, se vieron en tanta necesidad, que con estar llenos de vitorias, la falta de los víveres les sacó de Tracia con mucho peligro y daño.

Jorge de Cristopol, caballero rico y principal de Macedonia, venía de Salonique a Constantinopla a verse con el emperador Andrónico, con ochenta caballos. Tuvo noticia que Galípoli estaba con poca gente, y pareciéndole que podría hacer algún buen lance, dejó su camino, y con buenas espías llegó cerca de Galípoli sin ser sentido, y encontróse luego con algunos carros y acémilas que habían salido a hacer leña. El que los llevaba a su cargo era Marco, soldado viejo en la caballería. Viéndose acometido tan improvisamente, dijo a la gente de a pie que se retirasen entre las paredes de un molino, y él tomó la vuelta de Galípoli. La gente de Jorge, sin detenerse en ganar el molino, fueron siguiendo al soldado, para que el aviso y ellos llegasen a un tiempo; pero como más plático Marco en la tierra, dio el aviso primero a Montaner, capitán de Galípoli, con que todos tomaron las armas y se pusieron a la defensa de sus murallas, y con catorce caballos y algunos almugávares, Montaner salió a reconocer el enemigo y entretenelle, mientras la gente esparcida fuera del lugar tuviese tiempo de retirarse. Topáronse luego y Montaner, hecha una pequeña tropa de sus catorce caballos, cerró con los ochenta, y peleó tan valientemente, que Jorge se retiró con pérdida de treinta y seis de los suyos muertos o presos. Fuéle Montaner siempre cargando, hasta que llegó al molino. Cobró las acémilas y salvó la gente. Vuelto a Galípoli, se pusieron en libertad los prisioneros y repartieron la ganancia: a los hombres de armas veinte y ocho perpres de oro, catorce a los caballos ligeros, y siete a los infantes.




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Capítulo XLII

Rocafort y Fernán Jiménez de Arenós toman al Estañara y cobran sus cuatro galeras


Al mismo tiempo que Montaner hizo tan buena suerte contra Jorge, Rocafort y Ferrán Jiménez de Arenós juntaron la gente que estaba dividida en Pactia, Rodesto y Módico, y entraron por Tracia hacia el mar Mayor, haciendo lo que siempre, pegando fuego a los lugares después de saqueados, talar y abrasar los frutos de las campañas, cautivar, matar; jamás aflojando en su venganza. Parecióles intentar de tomar Estañara, pueblo de mucho trato, a la ribera del mar de Ponto, donde se fabricaban la mayor parte de los navíos de Tracia. Atravesaron largas cuarenta leguas; entraron el lugar sin hallar resistencia, porque nunca temieron a los catalanes, estando tan apartados de sus presidios para vivir con cuidado. Ganado el lugar, acometieron los navíos y galeras del puerto, que afirma Montaner que fueron ciento cincuenta bajeles, y todo se les hizo llano en el mar como en la tierra. Recogieron riquísima presa, cobraron sus cuatro galeras, que los griegos tomaron en Constantinopla cuando mataron a Fernando Aonés, su almirante. Fue notable el espectáculo de aquel día, porque, turbado el orden de la misma naturaleza, anegaron la tierra, rompiendo algunos diques que detenían el agua de las acequias y en el mar pegaron fuego a los navíos, sirviendo los elementos de ministros de su venganza, y saliendo de sus límites y jurisdición para ruina de sus contrarios: parecía que volvían a su primer confusión, según andaba todo trocado. Murieron muchos quemados en el agua, otros ahogados en la tierra; sólo reservaron del incendio sus cuatro galeras, que estando cargadas de despojos y reforzadas de gente, se enviaron a Galípoli.

Pasaron por el canal de Constantinopla con mayor espanto de los enemigos que peligro suyo, porque no hubo quien se les opusiese. Rocafort y Ferrán tomaron el camino de sus presidios muy poco a poco, corriendo por entrambos lados la tierra para buscar el sustento forzoso y quitársele a su enemigo, que desamparando los lugares, se retiraba a lo más áspero de sus montañas.

Andrónico, sabida la pérdida, no le parecieron bastantes sus fuerzas para podella restaurar, saliendo a cortalles el camino; antes desesperado, entregó sus provincias al rigor de las armas enemigas, desconfiando no tanto del valor como de la fe de los suyos; daño que padecen todos los príncipes que por su crueldad y tiranía hacen a los más fieles desleales. En el imperio griego se introdujeron los príncipes más por aclamación del ejército que por derecho de sucesión; y como temían perder el lugar por las mismas artes que le ocuparon, andaban con perpetuos recelos y temores, así de los súbditos que se aventajaban a los demás en valor y consejo, de los ricos, de los honrados, de los bienquistos como de los atrevidos y sediciosos, igualmente afligidos de las virtudes de los unos y de los vicios de los otros. Desto nacieron las crueldades entre los desta nación, de quitar la vista, las orejas y las narices; proscripciones, destierros, muertes por vanas sospechas imaginadas o fingidas para quitarse el miedo de la emulación, y las más veces fueron oprimidos de los que nunca temieron. Andrónico, tenido por príncipe de singular prudencia, a lo último de sus años su nieto Andrónico le quitó el imperio, prevenidos sus consejos por el atrevimiento de un mozo: este fin tienen siempre los reinados e imperios que con razones políticas solamente se quieren conservar y emprender.




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Capítulo XLIII

Los catalanes y aragoneses, por dar cumplimiento a su venganza, a las faldas del monte Hemo vencen a los masagetas


No estaban los catalanes y aragoneses a su parecer enteramente satisfechos si los masagetas con su general George, principal ministro de la muerte del césar Roger y de los que con él iban, se retiraban a su patria sin llevar justa recompensa del agravio que dellos recibieron. Y como por los avisos que tuvieron se supo que los masagetas, con licencia de Andrónico, se volvían a su patria cansados de los trabajos y fatigas de la guerra, prefiriendo la servidumbre y sujeción de los scitas, sus antiguos señores, a la libertad que gozaban entre los griegos -tanto puede el amor de la patria, que hace parecer dulce la sujeción y libertad, fuera della insufrible-, parecíales a los nuestros lance forzoso, puesto que les habían de buscar, salir luego en su alcance antes que pasasen el monte Hemo, que divide el imperio de los griegos del reino de Bulgaria; porque fuera mal advertida resolución si dentro de Bulgaria les siguieran, así por ser la retirada difícil, por la angostura de los pasos, entradas y salidas del monte, como por ser la gente de Bulgaria belicosa, y entonces amiga de Andrónico,

Juntos los capitanes en Pactia, resolvieron que para esta facción se debía hacer el mayor esfuerzo; y así, para poder sacar más gente, desampararon a Pactia, Módico y Rodesto; sólo quedó Galípoli, donde se retiraron todas las mujeres, debajo del gobierno de Ramón Montaner, con docientos infantes y veinte caballos. Replicó Montaner diciendo que no le estaba bien a su reputación faltar en la jornada a que todos se aventuraban; pero los ruegos del ejército le obligaron a quedarse, y la confianza que de su persona hicieron encargándole la defensa de sus mujeres, hijos y haciendas. Ofreciéronle del quinto de la presa un tercio, y otro para sus soldados; y con ser la ganancia cierta y sin peligro, muchos de los soldados la estimaron en poco, y quisieron más seguir el ejército, saliendo de noche a juntarse con Rocafort; a otros Ramón Montaner dio licencia, viéndoles resueltos de partirse sin ella, y movido de algún interés, porque le ofrecieron partir con él la parte de la presa que les cupiese. Con esto los docientos infantes quedaron en ciento treinta y cuatro, y los veinte caballos en siete. Las mujeres eran más de dos mil; y así, dice el mismo Montaner: Romanguí mal acompanyat de homens, y ben acompanyat de fembres. Enviáronse con buenas escoltas a Galípoli todas las que estaban en los presidios, y luego nuestros capitanes partieron de Pactia a grandes jornadas la vuelta de los masagetas, que avisados del intento de los catalanes, apresuraron su partida; pero su diligencia no pudo ser mayor que su desdicha porque sus enemigos, después de doce días de camino, les alcanzaron antes de pasar el Hemo. Los reconocedores del campo de los catalanes una tarde descubrieron el de los masagetas, y por los de la tierra se supo que eran tres mil caballos y seis mil infantes, y el bagaje infinito, por llevar sus familias y haciendas.

Rocafort y Fernán Jiménez fuéronse mejorando con su gente por asegurarse de que los masagetas no se les fuesen por pies, y descansaron el día siguiente dentro de sus alojamientos. Al amanecer del otro, alentada su gente con el reposo, presentaron la batalla al enemigo. Los masagetas, gente la más valiente de todas las naciones de Levante, admirados más que atemorizados del caso, tomaron las armas y salieron a recebir sus enemigos en la defensa de sus hijos y mujeres. George, general, principal ministro de la muerte del césar Roger, con mil caballos dio principio al terrible y espantoso combate, oponiéndose a nuestra caballería, que iba a meterse entre los reparos que tenían hechos con los carros. Trabóse sangrienta batalla, porque fueron las demás tropas de una y otra parte cerrando con la infantería. Viéronse notables hechos en armas, porque iguales en valor, aunque desiguales en número combatían. El teatro desta tragedia era un llano que por espacio de dos leguas se extendía a las faldas del Hemo. La caballería, destrozadas las armas, muertos los caballos, las espadas y mazas rotas, con las manos, con los cuerpos se sustentaba en la pelea. A unos daba ánimo el deseo de venganza insaciable, a otros la necesidad última de su propia defensa, y en todos gobernaba el caso, porque los masagetas estaban ya todos fuera de sus reparos peleando trabados y confusos con los nuestros. Hasta mediodía anduvo la vitoria dudosa y varia; pero muerto George cabe sus banderas con los más valientes capitanes, se inclinó a nuestra parte. Quisieron los vencidos rehacerse dentro de los reparos, pero no fue posible, porque los vencedores entraron juntamente con ellos, dándoles la muerte entre los brazos de sus mujeres, a quien muchas veces alcanzaba la espada, porque sin excepción de sexo ni edad salían a la defensa de sus hijos y maridos, ofreciendo sus cuerpos al rigor de la muerte.

Acrecentó la vitoria el detenerse los masagetas en poner en los caballos a sus mujeres y hijos para huir; porque si de sólo sus personas cuidaran, pocos se dejaran de librar huyendo; pero el amor natural, poderoso aun entre los bárbaros a despreciar la muerte, les detuvo para mayor daño suyo. Esparcidos por la llanura, caminaban al guarecerse de la montaña; mas los caballos, cansados, poco ayudados de las mujeres, mas llenos de temor y impedidos de los niños que en los pechos y en los brazos sustentaban, no pudieron salvarse. En este alcance perecieron casi todos, porque desesperados revolvían sobre los nuestros a cuyas manos, hechos pedazos, rendían la vida y por dar lugar a que sus mujeres se alargasen. No escaparon, de nueve mil hombres que tomaban armas, 300 vivos, y en esto concuerdan Nicéforo y Montaner.

Sucedió en este alcance un caso tan extraño como lastimoso. Viendo la batalla perdida y que las armas catalanas lo ocupaban todo, un masageta, mozo valiente y bravo, quiso acudir al remedio de la huida, más por librar a su mujer hermosa y de pocos años que por temor de perder la vida. Con la priesa que el peligro pedía sacó su mujer de los reparos y tiendas, donde todo andaba ya revuelto con la sangre y con la muerte, y puesta sobre un caballo, el primero que el caso le ofreció, y él en otro, tomaron el camino del monte. Tres soldados nuestros movidos de su codicia o quizá de la hermosura y bizarría de la mujer, la fueron siguiendo. Reconoció el marido sus enemigos y el cuidado con que le venían siguiendo. Echó el caballo de su mujer delante y con el alfanje le iba dando, y animaba con voces; pero el caballo se rindió al calor y cansancio. Con esto el masageta tuvo por menor mal dejar la mujer que morir él, y dando riendas y espuelas a su caballo, pasó adelante; pero las lágrimas y quejas tan justamente vertidas de su mujer le detuvieron. Revolvió su caballo, y emparejando con ella, le echó los brazos, y con besos y lágrimas se despidió y apartó enternecido, y levantando luego el alfanje le cortó de una cuchillada la cabeza. Bárbara y fiera crueldad y extraña confusión de accidentes, que puedan en un mismo tiempo andar juntos los abrazos con el cuchillo y los besos con la muerte: efetos todos de la pasión de un amante. Amor tierno dio los abrazos y besos; celos insufribles el cuchillo y la muerte, porque sus enemigos no gozasen lo que él perdía, y vencieron los celos: dos efetos igualmente poderosos en el ánimo del hombre: amor y deseo de vivir. Al mismo tiempo que cayó la mujer muerta del caballo, le cogió por la rienda Guillén Bellver, uno de los tres que la seguían; pero el masageta, bañado de sangre propria vertida por sus manos, con increíble furia y braveza, de una cuchillada quitó el brazo y la vida a Guillén, y revolviendo sobre Arnau Miró y Berenguer Ventallola, dando y recibiendo heridas, cabe el cuerpo difunto de la mujer cayó muerto; y no parece que cumpliera con las leyes de amante si, como sacrificó la vida de su mujer a sus celos, no sacrificara la suya a su amor. De cualquier manera fue el caso indigno de hombre racional, cuando no cristiano. De Radamisto, hijo de Tarasmanes, rey de Iberia, nos cuenta Tácito un suceso semejante cuando, huyendo con su mujer Cenobia en sendos caballos, junto al río Araxes, viéndola rendida por estar preñada, temiendo que no llegase a manos de su enemigo ofendido prenda en quien pudiese con grande mengua y afrenta suya vengarse, le dio cinco heridas y la echó en el río; pero Cenobia tuvo diferente fin que la mujer del masageta, porque unos villanos la sacaron del río, la curaron y entregaron al rey Tiridates, enemigo de Radamisto.

Los nuestros después de la vitoria recogieron la presa y los cautivos, y dieron la vuelta a sus presidios con grande alegría y regocijo de haber dado fin a su venganza con tanto cumplimiento. El camino que llevaron fue con fatiga y peligro, por ser largo y la tierra enemiga, puesta en armas, retirados en lugares fuertes los frutos recién recogidos de las campañas con que la comida las más veces se compraba con sangre y vidas.

Hay entre Nicéforo y Montaner alguna diversidad en la relación desta jornada. Nicéforo dice que los catalanes la emprendieron a persuasión de los turcoples, porque en el tiempo que juntos militaban debajo de las banderas del imperio, los masagetas, como más poderosos en la reputación, de las presas siempre les trataron con desigualdad, y les hicieron agravio, de que quisieron los turcoples por este camino tomar satisfación. Montaner sólo dice que fue pensamiento de los catalanes, y déjase bien creer, porque en materia de venganza no había para qué solicitalles. Lo que yo tengo por cierto es que los turcoples fueron los que les avisaron de la partida de los masagetas, y que algunos siguieron a los catalanes, pero no toda la nación junta, ni Meleco su capitán; porque después desta vitoria dejaron al emperador Andrónico, y vinieron a servir a los catalanes, como en su lugar se dirá.




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Capítulo XLIV

Acometen los genoveses a Galípoli y retiranse con pérdida de su general


En el mismo tiempo que Rocafort y Fernán Jiménez alcanzaron vitoria de los masagetas, Ramón Montaner, capitán de Galípoli, la alcanzó de genoveses. Fue el suceso notable, y en que claramente se muestra cuán varios son los accidentes de una guerra, pues algunas veces las vitorias y pérdidas nacen de causas ni previstas ni esperadas.

Antonio Spínola con diez y ocho galeras genovesas llegó a Constantinopla para traer al marquesado de Monferrato a Demetrio, tercer hijo de Andrónico y de la emperatriz Irene, y platicando con el emperador del estado de los catalanes, el Spínola, con más temeridad que cordura, ofreció de tomar a Galípoli y echar los catalanes de Tracia, si le daba palabra de casar a Demetrio, su hijo tercero, con la hija de Apicin Spínola, premio debido a tan señalado servicio. Andrónico aceptó el partido y empeñó su palabra que casaría a su hijo.

Con esto el genovés arrogante con dos galeras llegó a Galípoli debajo de seguro. Preguntó por el capitán, y llevado adonde estaba, con semblante soberbio y descortés le dijo: «Yo soy Antonio Spínola, general de mi república: vengo a ordenaros que sin réplica y dilación dejéis libres estas provincias y os retiréis a vuestra patria; porque de otra manera os echaremos con las armas y estaréis sujetos a su rigor». Ramón Montaner, reconociéndose sin fuerzas, como cuerdo y buen soldado respondió reportado, con mucha blandura y cortesía, que el salirse de Galípoli y de Tracia no era cosa que tan arrebatadamente se podía hacer como él quería, y que amenazalle con sus armas era cosa muy fuera de toda razón y de las paces que tenían sus reyes y su república; que él estaba puesto en guardalla mientras ellos la guardasen. Replicó Antonio, y segunda y tercera vez desafió a todos los catalanes con palabras llenas de mil ultrajes, y quiso que contase su desafío por fe pública de escribano. Montaner, irritado de tanta insolencia, perdió el sufrimiento y respondió con valor que la guerra que les denunciaba de parte de su república era injusta; y que así, protestaba delante de Dios y por la fe común que profesaban, que todos los daños, derramamiento de sangre, robos, incendios y muertes, serían por su causa porque ellos forzosamente se habían de oponer a tan injusta ofensa; que la república de Génova no tenla juridición para requerille saliesen de Tracia, no siendo aquella tierra sujeta a su señorío; que si su derecho sólo le fundaban en su poder, viniesen a echarles; que el suceso mostraría la diferencia que hay del decir al hacer; que Andrónico era scismático, fementido, y que sus armas se habían de emplear en su ruina a pesar de genoveses.

Luego con esta respuesta Antonio volvió a sus galeras, y con ellas a Constantinopla, y dio cuenta al emperador de lo que había pasado, y ofreció dalle luego ganado a Galípoli, por la poca defensa que tenía. Andrónico, codicioso de ganar el presidio de sus mayores enemigos, dio al Spínola siete galeras con su capitán Mandriol, genovés de nación, para que juntas con las diez y siete, facilitasen más la empresa. Antonio embarcó a Demetrio, y con veinte y cinco galeras llegó al día siguiente a las dos, después de mediodía, a los Palomares, cerca de Galípoli, y comenzó a desembarcar la gente.

Montaner con los pocos caballos que tenía arriscado y valiente, a la lengua del agua impedía la desembarcación. Pero diez galeras, apartándose de las demás, libremente pusieron en tierra la gente que traían. Hirieron a Montaner y le mataron el caballo; y creyendo los genoveses que su dueño lo quedaba, dijeron a voces: «Muerto es el capitán, y Galípoli nuestro»; pero socorrido de un criado, escapó de sus manos con cinco heridas. Retiróse dentro de Galípoli bañado en sangre propria y ajena, y causó alguna turbación, creyendo que las heridas de su capitán eran mortales. Reconocidas luego, fue de tan poco cuidado que ni el pelear ni el gobernar le impidieron. Guarneciéronse las murallas de Galípoli con dos mil mujeres, siendo cabo de cada diez un mercader catalán, y con chuzos, espadas y piedras se pusieron a la defensa de su libertad sucediendo no sólo en el cargo, pero en el valor de sus maridos.

Dueños ya los genoveses de la campaña, ordenadas sus haces, llegaron a Galípoli, y arrimaron sus escalas, tirando innumerables dardos; apretaron gallardamente el asalto, y más cuando vieron las murallas sólo defendidas de mujeres. La resistencia mostró luego que sólo en el nombre lo parecían, y en el esfuerzo y constancia varones invencibles. Rebatidos con muchas muertes y heridas de las murallas, creyeron que la flaqueza natural del sexo, si porfiadamente se combatía, se rendiría. Volvieron segunda vez al asalto, pero con mayor daño se retiraron. Miraba Antonio Spínola de su capitana el combate; y viendo su gente rendida, desesperado de poder hacer algún buen efeto con sola la que tenía en tierra, acudió con su persona y con cuatrocientos caballos a dar calor al asalto. Llegó a las murallas; conociendo el daño de cerca y tanta gente muerta, quisiera no haberse empeñado; animó a los suyos, y acometieron con valor. Renovóse el combate, y en las mujeres creció el ánimo con el peligro, llenas de sangre y heridas, tan asistentes en sus postas, que alguna dellas con cinco heridas en el rostro no quiso dejar la suya, juzgando que tan honrado puesto como ocupar el que el marido debiera tener, no se había de perder sino con la vida.

Los genoveses, afrentados de verse tan gallardamente rebatidos de mujeres, obstinadamente peleaban: en caer uno muerto de las escalas, había otro que se ofrecía al mismo peligro. Ramón Montaner, visto el daño que habían recibido los genoveses, y que ya no tenían dardos que tirar, sus escuadrones deshechos, la mayor parte heridos, los demás cansados y rendidos al rigor del combate y del tiempo, por ser el mes de julio, poco después de mediodía, con cien hombres y seis caballos, sin armas defensivas, por ir más sueltos, salió a pelear. Abierta una puerta de Galípoli, se arrojó con sus seis caballos sobre el enemigo desalentado de la fatiga del calor y las armas; siguiéronle los cien hombres, y con poca resistencia todo lo vencieron y degollaron. Tomaron los vencidos la vuelta de sus galeras; apretados siempre de sus enemigos, perecieron casi todos en el alcance. Las galeras tenían las escalas en tierra, y hubo algún catalán que siguiendo a su enemigo, llegó a darle muerte dentro de la galera; y si Montaner aquel día tuviera más gente de refresco, pudiera ser que muchas de las galeras genovesas quedaran en su poder.

Demetrio, hijo del emperador, y los demás capitanes que quedaban vivos se alargaron de tierra, temiendo el atrevimiento y osadía del vencedor. Los cuatrocientos caballos murieron todos y su capitán Antonio en el mismo lugar donde de parte de su república retó a nuestro ejército y le denunció la guerra: fin justamente merecido de un hombre tan arrogante y que tan fuera de toda razón rompió una guerra; y su pérdida fue aviso para los que ofrecen a los príncipes empresas sujetas a la incertidumbre de la guerra por muy fáciles y seguras. Encendida una guerra y empuñada la espada, lo muy cierto está dudoso, cuanto más lo que está en duda.

Antonio Rocanegra, capitán genovés, hallando cortado el paso para sus galeras, con hasta cuarenta soldados se puso en defensa en lo alto de un collado. Llegó este aviso a Montaner después que los pocos genoveses que quedaron se habían con tanta infamia y daño retirado a sus galeras y alargado con ellas; revolvió con la gente que tenía hacia donde el genovés estaba con los suyos; peleó con ellos, y parte rendidos, parte muertos, quedó solo Antonio Rocanegra con un montante, haciendo bravas y extremadas pruebas de su valentía. Aficionado y obligado Montaner, aunque enemigo, de tanto valor, detuvo los soldados que le tiraban y procuraban matar, y con mucha cortesía le pidió que se diese a prisión. Pero el genovés temerario, resuelto de morir antes que rendir las armas, menospreció los ruegos y cortesía de Montaner, con que provocó la ira a los vencedores, que cerrando con él, le hicieron pedazos; con que los catalanes quedaron señores del campo y de la vitoria.

Las diez y siete galeras de genoveses no osaron volver a Constantinopla, aunque la necesidad y falta de gente les pudiera obligar; pero temiendo la indignación de Andrónico y la insolencia de los griegos, desembocaron el estrecho y fueron la vuelta de Italia, llevando en ellas a Demetrio. Las otras siete galeras gobernadas por Mandriol, vueltas a Constantinopla, avisaron a Andrónico del suceso.

Llegó la voz del peligro en que estaba Galípoli a nuestro ejército, que se venía retirando a sus presidios, después de la vitoria que se alcanzó contra los masagetas; y temiendo perdelle antes de poder ser socorrido, apresuró el camino, y llegó dos días después que los genoveses se embarcaron vencidos. Fue el sentimiento universal en todos por no haber llegado a tiempo a castigar en los genoveses tanta deslealtad como romper las paces con ellos estando ausentes, y acometer su presidio defendido de mujeres. Acrecentaba más este sentimiento el verlas heridas y maltratadas; pero el gusto de la vitoria le quitó luego, y juntos celebraron el contento y regocijo de entrambas vitorias.




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Capítulo XLV

Los turcos y turcoples vienen al servicio de los catalanes


En tanto que las armas catalanas y griegas se ocupaban en su misma ruina, los turcos, libres del miedo que el ejército de entrambas les pudiera dar si concordes y unidos prosiguieran la guerra, volvieron a seguir el curso de sus vitorias y ocupar las provincias del Asia, no temiendo ejército que se les opusiese a la corriente de su próspera fortuna. Porque, según cuenta Pachimerio, el año veinte y cuatro del reino de Andrónico, que fue el de Cristo mil trecientos y seis, los griegos desampararon de todo punto el Asia, y esto fue tres años después que los nuestros salieron della; de donde se colige manifiestamente el daño que resultó de la división y discordia de los catalanes y griegos, pues con ella se perdió la ocasión de oprimir aquella soberbia nación en sus principios, que en este tiempo se pudiera haber hecho con poca dificultad.

Los turcos, absolutos señores de la Asia, deseaban poner el pie en Europa y dilatar sus vencedoras armas en Poniente. Detuvo algunos años el cumplimiento de su deseo la falta de navíos con que pasar los que estaban de la otra parte del estrecho de Galípoli. Valiéndose de la ocasión presente de ver a los catalanes enemigos de los griegos, enviaron a Galípoli sus mensajeros a tentar el ánimo de los nuestros, y si admitirían algún trato queriendo venilles a servir. Mostraron que no les desplacía. Los catalanes con esto enviaron a los mensajeros una fragata armada, y con ella vino Ximelix, su capitán, con diez compañeros, a concluir el trato. Ofreció de parte de los suyos venir con ochocientos caballos y dos mil infantes y prestar juramento de fidelidad al general de los catalanes. Las condiciones fueron que se les señalase cuartel aparte donde pudiesen vivir juntos con sus familias; que de las presas se les diese la mitad de lo que se daba al soldado catalán; que siempre que quisiesen volver a su tierra pudiesen, sin que se les hiciese violencia para detenelles. Oído lo propuesto por el turco, de común consentimiento le admitieron a su servicio, ofreciendo de cumplir con las condiciones con juramento. Con esta respuesta Ximelix volvió a pasar el estrecho y a prevenir su gente en tanto que la armada llegaba, y poco después, embarcados en los navíos y galeras que se pudieron juntar, llegaron a Galípoli dos mil infantes, ochocientos caballos turcos, con sus hijos y mujeres y haciendas.

Este fue el hecho de los catalanes condenado de los antiguos y modernos escritores por muy feo: pasar en Europa a los bárbaros infieles enemigos del nombre cristiano, manchando la gloria de aquella expedición con tan impío y detestable consejo, como lo fue abrir el camino de Europa a tan gallarda y poderosa nación. Injusto cargo fue sin duda el que estos escritores ponen a los catalanes, dejándose llevar de la pasión o del descuido de no advertillo, yerro en un escritor grave. Impío consejo fuera el de los catalanes, y pernicioso para su libertad, si los turcos que admitieron en su favor fueran superiores en fuerzas; porque entonces libremente pudieran introducir su seta y hacer daño a nuestra fe, y justamente oprimir la libertad de quien les llamó. Los socorros y ayudas no han de ser mayores que las propias fuerzas, porque no suceda lo que a un Scipión en España, cuando treinta mil celtíberos con perfidia notable le desampararon, y él como inferior, no los pudo detener; de donde Livio sacó un importante documento. Los turcos no llegaban a tres mil en número, en armas, en valor inferiores a los catalanes; de manera que no se pudiera presumir que los turcos hicieran más de lo que ordenaban los catalanes, y siendo ellos cristianos, cierto es que su fe no pudiera peligrar que aquellos bárbaros viéndose tan inferiores la ofendieran. En las comunidades del reino de Valencia, en tiempo de nuestros agüelos, los que más fielmente sirvieron fueron los moros, y el servirse dellos contra cristianos se tuvo por lícito y necesario. No de otra manera sirvieron los turcos a los catalanes en Grecia, a más de que la propia defensa disculpa cualquier yerro que en esto se pudiera haber hecho. No se hallará república ni príncipe apretado de guerras extranjeras o civiles que haya dejado de llamar en su ayuda gentes de religión y costumbres diferentes, y muchas veces dieron entrada en sus reinos a los más poderosos por librarse del presente daño, sin advertir que pudieran quedar por despojos, vencidos o vencedores. El peligro vecino alguna vez se ataja con otro mayor, y puesto que de cualquier manera se haya de perecer, bueno es dilatallo y escoger el más remoto y el que puede dejar de ser. Si los catalanes hicieran lo que hizo Stilicón y Narsés, el uno llamando a los godos, el otro a los longobardos, para la ruina de Italia y del imperio, no pudieran ser más ofendidos de las plumas y lenguas de la historia: unos les llaman impíos, sacrílegos; otros piratas, común pestilencia de las gentes, hombres sin Dios, sin ley, sin razón; y todo nace porque en su favor llamaron a los turcos, que entendido esto por mayor, ofende algo las orejas cristianas; pero bien advertido y averiguado, no hay razón para culpalles levemente, cuanto más para ofendelles con palabras tan descompuestas y llenas de injurias y afrentas. Mil leguas de su patria, sus capitanes y embajadores muertos a traición, ¿qué sufrimiento no irritara?, ¿qué medio, por violento que fuera no intentara su afrenta? Cuando hubiera yerro, esto pudiera moderar el juicio del escritor.

Hállase también alguna dificultad acerca del tiempo en que pasaron los turcos, porque Nicéforo dice que fueron llamados de los catalanes antes de la batalla de Apros, cuando se supo que Miguel venía sobre ellos, y que solos fueron quinientos los que pasaron. Esta narración de Nicéforo la tengo por falsa, porque Montaner en el número y en el tiempo le contradice, y como testigo de vista se le debe dar más crédito, aunque catalán y ofendido; porque en el discurso de su historia refiere muchas cosas contra los de su nación y condena lo mal hecho con libertad y sin respeto, y no es de creer que quien dice la verdad en su daño no la dijera en lo que tan poco importaba a su gloria como venir los turcos cuatro años antes o después. Zurita, siguiendo la relación de Berenguer de Entenza, difiere también de Nicéforo; porque dice que el mismo Berenguer de Entenza llamó a los turcos después que supo la muerte de sus embajadores, y que pasaron a Galípoli mil y quinientos caballos, y le prestaron juramento de fidelidad. Esto también lo tengo por falso, porque parece imposible que en quince días que Berenguer se detuvo en Galípoli después que se declaró por enemigo del imperio, llamase a los turcos que estaban en Asia, y se concertase con ellos, y se juntasen mil y quinientos caballos, y se embarcasen y viniesen a prestarle juramento de fidelidad; que son cosas que aunque se hicieran con suma presteza, no pudieran concluirse en quince días. La verdad del tiempo en que pasaron los turcos la refiere claramente Montaner, que fue cuatro años después desta jornada, y para tener esto por cierto no se halla dificultad ni imposibilidad alguna, como las hay, y muy grandes, en lo que dicen Nicéforo y Zurita; y así, en materia de los hechos de los turcos sólo seguiré a Montaner, porque le tengo por más verdadero, y que intervino y asistió en todas estas jornadas.

En este mismo tiempo los turcoples que servían al emperador, declarados por rebeldes, porque, a imitación de los catalanes, quisieron que se les pagase el sueldo o hacerse contribuir con las armas, no pudieron, por ser pocos, mantenerse de por sí; enviaron a decir a los catalanes que si les admitirían en su compañía. Respondieron que viniesen seguros, que con ellos se usaría lo mismo que con los turcos, y con mayores ventajas, por ser cristianos. Vinieron hasta mil caballos buenos, y prestaron juramento de fidelidad debajo de los mismos conciertos que lo hicieron los turcos. Pusiéronse a orden de Juan Pérez de Caldés. Quedó el emperador Andrónico sin la milicia extranjera, después que los alanos y turcoples se apartaron de su servicio, tan falto de soldados, que libremente se podía acometer cualquier empresa, por grande que fuese, en las provincias de su imperio, sin tener quien se lo impidiese. Estas fuerzas que perdió el emperador acrecentaron las de Rocafort, porque turcos y turcoples igualmente le respetaban y reconocían por suprema cabeza, y con esta seguridad de verse tan obedecido y amado dellos, se desvaneció y se hizo odioso a muchos, por la insolencia y poder absoluto con que lo gobernaba y mandaba todo.




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Capítulo XLVI

Sucesos de Berenguer de Entenza después de su prisión hasta su libertad, y su vuelta a Galípoli


Con los nuevos socorros de turcoples y turcos, y de muchos otros españoles que andaban antes en cubiertos en los lugares del imperio, como mercaderes o debajo del nombre de otra nación, se aumentaron los nuestros, porque acreditados con tantas vitorias, todos procuraban su amistad: movidos algunos con el deseo de venganza, los más con su codicia, querían participar de las riquezas que la fama publicaba que habían adquirido en aquella guerra.

En este mismo tiempo Berenguer de Entenza, después de su larga y trabajosa prisión, y haber peregrinado en vano por las cortes de algunos príncipes de Europa para dar calor a la empresa de los catalanes, llegó a Galípoli con una nave y con quinientos hombres, gente toda de estimación. Turbó la paz y sosiego del ejército su venida, por las competencias del gobierno que entre Rocafort y él se levantaron; pero antes de escribir las causas y razones que los unos y los otros tuvieron de competir, será bien dar una larga relación de lo que sucedió a Berenguer desde que le prendieron hasta su vuelta.

Después que Ramón Montaner, por orden de los capitanes del ejército, intentó, sin podello concluir, el rescate de Berenguer cuando las galeras de genoveses pasaron por el estrecho de Galípoli a la vuelta de Trapisonda, se tuvo por cosa muy cierta que en llegando a Génova se pondría a Berenguer en libertad y se le daría satisfación, por ser vasallo y capitán de un rey amigo. No sucedió como pensaron; antes bien la república autorizó caso tan feo, ni castigando a su general, ni dando libertad y enmienda de lo perdido a Berenguer; porque siempre que el delito no se castiga, se aprueba. Llegó a noticia de los catalanes de Tracia como Berenguer estaba detenido en Génova en cárceles indignas de su persona, sin tratar de dalle libertad, y determinaron de común parecer, ya que por las armas no se podía intentar, suplicar al rey de Aragón don Jaime interpusiese su autoridad con los de aquella república. Para esto se nombraron tres embajadores, que fueron García de Vergua, Pérez de Arbe, Pedro Roldán, entrambos del Consejo de los Doce. Llegaron a Cataluña y dieron al rey su embajada: propusieron el agravio grande que se les había hecho en prender debajo de fe y palabra a Berenguer, su capitán, y continuar lo mal hecho alargando su libertad; que de parte de todos venían ellos a echarse a sus pies, esperando de su clemencia que, olvidados los disgustos pasados, daría el remedio que conviniese y buen despacho a su petición. Diéronle particular relación de sus vitorias y del estado en que se hallaban sus cosas y las del imperio, cuyo señorío le ofrecieron si se les ayudaba con calor, por estar sus provincias sin defensa, expuestas al rigor y armas del que primero las acometiese; y que tendrían por uno de sus mayores blasones poder, a costa de su trabajo y de su sangre, acrecentar su corona y hacer obedecer su nombre en lo más remoto y apartado de Europa y Asia. Respondió el rey que por dar gusto a tan buenos vasallos pondría su autoridad y las armas cuando importase, y más por Berenguer de Entenza, uno de sus mayores vasallos. En lo de dalles socorro se excusó, por parecelle que al rey don Fadrique de Sicilia, su hermano, le convenía más el dársele; que él estaba lejos, y que difícilmente se podrían dar las manos ni sustentar, cuando se ganasen, las provincias de Grecia con Cataluña; pero agradeció y estimó su voluntad.

Hecha esta diligencia, los tres embajadores se fueron a Roma a representar al Papa la ocasión que tenía de reducir aquel imperio de Grecia a su obediencia si a los catalanes de Tracia se les daba alguna ayuda grande, como lo sería si a don Fadrique se le concediese la investidura para que con su persona pasase a la empresa, con un legado de la Santa Sede, y se publicase la cruzada en favor de los que irían o ayudarían con limosnas. El Papa no recibió bien esta embajada ni le pareció ponella en trato, porque de suyo había grandes dificultades, y la mayor era el temer que la casa de Aragón no se engrandeciese por este medio.

El rey don Jaime, para cumplimiento de su promesa, envió su embajada a la república de Génova, significando el sentimiento grande que había tenido de la prisión de Berenguer, uno de sus mayores y más principales vasallos; y que esto había sido contravenir a los tratados de paz si con sabiduría de la Señoría se hubiese ejecutado; que les pedía pusiesen en libertad a Berenguer, y le diesen satisfación del daño que había recebido, porque de otra manera no podía dejar de hacer alguna demostración. La república determinó de venir en lo que el rey mandaba, y respondió que había sentido lo que Eduardo de Oria, su general, hizo con Berenguer de Entenza, y que fue motín de la gente vil de las galeras el que causó tan grande exceso; que no se pudo atajar por los capitanes y general hasta después de ejecutado; que ellos pondrían desde luego a Berenguer en libertad; y nombraron once personas para que se juntasen con los deputados que el 1 rey enviaría en el lugar donde fuese servido, para tratar de la enmienda que se había de dar a Berenguer por los daños que había recebido en la pérdida de las galeras y en su prisión. Con este buen despacho se despidieron los embajadores del rey, y la república envió otros para que de su parte representasen lo mismo, y el vivo sentimiento que habían tenido todos los della de que su general, aunque sin culpa, hubiese ofendido sus vasallos; y que luego que se supo, mandaron que a Berenguer le llevasen a Sicilia y le restituyesen lo que le habían tomado.

Suplicáronle después que mandase a los catalanes que dejasen la compañía de los turcos y se saliesen de aquellas provincias donde ellos tenían la mayor parte de su trato, y que le iban perdiendo por los daños y correrías que continuamente se hacían por ellas. El rey ofreció que se lo enviaría a mandar si Berenguer quedaba satisfecho. Puesto Berenguer en libertad, el rey envió sus deputados a Monpeller, lugar que se señaló para tratar de la recompensa; y la república envió a Señorino Donzelli, Meliado Salvagio, Gabriel de Sauro, Rogerio de Savigniano, Antonio de Guillelmis, Manuel Cigala, Jacomo Bachonio, Rafo de Oria, Opisino Capsario, Guidero Pignolo y Jorge de Bonifacio, todos de su consejo. Estos fueron los que se juntaron con los deputados del rey, y después de muchas juntas y acuerdos que se propusieron, jamás por parte de la Señoría se vino bien a ellos, hallando en todos ocasiones de dudar para concluir; y últimamente se deshizo la junta sin dar alguna satisfación por parte de la Señoría; y con esto pareció que la respuesta tan cortés que dieron al rey fue para que por este medio el rey mandase a los catalanes que no innovasen por el camino de las armas cosa contra genoveses, pues amigablemente se ofrecieron a componello.

Berenguer, desesperado de poder alcanzar la recompensa, se fue al rey de Francia y al Papa a tentar segunda vez que diesen ayuda a los catalanes de Tracia, proponiendo lo mismo que los tres embajadores propusieron; pero ni el rey ni el Papa quisieron dársele, y él se hubo de volver a Cataluña, donde vendió parte de su hacienda y juntó quinientos hombres, todos gente conocida y plática; y embarcado en un grueso navío, dejó la quietud de su casa por acudir a los amigos que tenía en Galípoli.




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Capítulo XLVII

Berenguer de Entenza y Berenguer de Rocafort dividen el ejército en bandos


Berenguer de Entenza, luego que llegó a Galípoli quiso ejercitar su cargo como solía antes de ser preso, y Berenguer de Rocafort dijo que ya las cosas estaban trocadas y que no tenía que gobernar más de lo que traía, que los demás ya tenían general. Alteráronse los ánimos, pretendiendo todos que se les debía la suprema autoridad. Los amigos y allegados de cada cual dellos, con palabras descompuestas y llenas de arrogancia, amenazaban que con las armas se harían obedecer. Dividido el ejército con esta competencia, todo andaba desordenado y cerca de llegar a grande rompimiento, movidos de algunos chismes que se andaban refiriendo. Estuvieron cerca de venir a las manos, porque no falta entre tantos quien gusta de revolver, por hacer daño al enemigo o acreditarse con el amigo. Esforzaban entrambas las partes su pretensión con razones muy bien fundadas. Por la de Berenguer se decía que antes de su prisión era general, y había sido el primero que acometió felizmente las provincias del imperio, y que por la alevosía de los genoveses se había perdido, no por haber faltado a lo que debía. Después de una larga prisión, padecida por ser su general, no había de ser ocasión de quitalle el cargo, antes bien de honralle con él cuando no le hubiera tenido; que por desdichado no había de perder lo que ganó por su valor; que en viéndose libre vendió parte de su hacienda para dalles socorro; y a esto se añadía lo que a Rocafort le ofendía más, la diferencia tan desigual de la calidad, trato y condición: Berenguer, ricohombre; Rocafort, caballero particular; el uno cortés, liberal, apacible; el otro áspero, codicioso, insolente. Por la parte de Rocafort esforzaban sus amigos su pretensión con razones de gran consideración. Fundaban su derecho diciendo que Rocafort había gobernado el campo como supremo capitán seis años; que cuando tomó a su cargo el gobierno estaban nuestras partes de todo punto perdidas, y con su industria y valor lo había restaurado, y que su nación en su tiempo se había hecho la más poderosa y estimada de todo el Oriente; que sería cosa muy injusta quitarle el gobierno al tiempo de la felicidad, habiéndole tenido en tiempos tan apretados; que muchas veces se deseó la muerte por menor mal del que se esperaba; que el fruto de los trabajos los había de gozar quien los padeció, antes que los demás, por nobles y grandes que fuesen, y que sería un agravio muy notable si le quitaban el puesto en que había acrecentado su nombre con tan señaladas vitorias y librado su gente de una triste y miserable muerte, que siempre tuvieron por cierta.

Mientras que de una y otra parte se trataba del caso, vinieron casi a rompimiento, remitiendo su pretensión a las armas; con que muchas veces dentro de las murallas de Galípoli estuvieron para darse la batalla, porque como no había quien pudiese decidir la causa, por estar el ejército dividido, llevados todos de las obligaciones y afición que cada cual tenía, no se podían gobernar ni limitar como convenía para el bien común. Hubo algunos bien intencionados, que prefiriendo el bien público a sus particulares intereses, se mostraron neutrales y se pusieron de por medio para concertalles, cosa de mucho peligro cuando las partes están ya declaradas, porque siempre se juzgan por enemigos los que no son amigos y vienen a ser aborrecidos de los unos y de los otros.

El bando de Berenguer de Entenza, si con este medio no se llegara a impedir el venir a las armas, se hubiera sin duda perdido, porque al de Rocafort seguía la mayor parte de los almugávares y todos los turcos y turcoples, por haber jurado fidelidad en manos de Rocafort, a quien ciegamente obedecían. Berenguer tenía mucha menos gente que Rocafort, aunque era la mejor, porque siempre los menos suelen ser los mejores. Persuadieron a Rocafort los que trataban del concierto que remitiese su justicia y su derecho en lo que determinasen los doce consejeros del ejército, poniéndole delante los inconvenientes grandes si el negocio llegaba a rompimiento; porque aunque se degollase todo el bando de Berenguer, no pudiera ser sin gran pérdida suya, y que después quedaría sin fuerzas para resistir tantos enemigos como por todas partes le cercaban; que no eran tiempos aquellos que por intereses particulares fuese reputación el venir a las armas, de donde se podría seguir el perdella toda la nación; que ganaría más gloria en ceder del derecho que pretendía que si venciera a Berenguer. Últimamente, Rocafort vino bien en esto, por temer los daños que se podrían seguir, o por parecelle que los doce consejeros estarían más de su parte que de la de Berenguer, a quien fácilmente persuadieron lo mismo.

Declararon los jueces que Berenguer, Rocafort y Ferrán Jiménez gobernasen cada cual de por sí, y que los soldados tuviesen libertad de servir debajo del gobierno que mejor les pareciese, sin que para esto se les hiciese violencia por ninguna de las partes. Fue el medio más acertado que en este caso se pudo tomar; porque declarar por capitán general el uno era sujetar el otro a su émulo y competidor, y primero escogiera la muerte cualquier dellos que esta sujeción; además de que los doce no tenían autoridad para mandar que se obedeciese a quien ellos elegirían, porque no eran más que medianeros para concertar las partes.

Quedaron por entonces en lo exterior algo sosegados, pero los ánimos secretamente muy alterados y sospechosos, deseando ocasión de vengarse del agravio que cada cual imaginaba que se le hacía; que todo lo que no es alcanzar uno su pretensión como lo desea, lo juzga por agravio. Las más veces se imposibilitan las empresas por las competencias de los que mandan, cuando no los gobierna algún príncipe grande y poderoso que puede reprimir las insolencias de los atrevidos y ambiciosos; y por mucha moderación que haya en los principios de una empresa, después de los buenos o malos sucesos siempre se siguen ruines interpretaciones, de que toman mayor osadía los inquietos, y muchos buenos se ven obligados a defenderse, porque con esto se levantan tantas máquinas de recelos, envidias y aborrecimientos, que parece imposible librarse; y así, se ha de tener por cosa muy notable que durase ocho años esta empresa de los catalanes y aragoneses libre deste daño. La empresa que Godofré hizo a la Tierra Santa, con ser la más ilustre de todas las que refieren las historias, en sus principios padeció este daño, por las competencias entre Tancredo y Baldovino, entre Boemundo y el conde de Tolosa; porque siempre en algunos pudo más la ambición que la piedad, principal motivo de aquella empresa. Ferrán Jiménez de Arenós, aunque por el concierto pudiera dividirse y gobernar solo por sí, no quiso apartarse de Berenguer de Entenza, porque le pareció que no perdía reputación en obedecer a un hombre igual en sangre y mayor de años, y también por ser muy pocos los que le seguían, y temerse de Rocafort; y así, Berenguer y Ferrán unieron sus fuerzas por ser más respetados y temidos.




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Capítulo XLVIII

Rocafort pone sitio a Nona, Berenguer a Megarix y Ticin Jaqueria, genovés, con ayuda de gente catalana, toma el castillo y lugar de Fruilla


Aunque por los conciertos hechos pareció que todo quedaba en paz, no se aseguraron los unos de los otros ni dejaron de vivir llenos de recelos, acrecentando de cada día más el aborrecimiento, y cerrada de todo punto la puerta a tratos de concordia; porque como todos se hubieron de declarar, dejó de haber neutrales y medianeros para averiguar algunas cosas que siempre ocurrían de jurisdición; el peligro les hizo apartar, ya que otra razón no pudo. Berenguer fue a poner sitio sobre Megarix, y Rocafort, en su emulación, fue a ponelle a Nona, sesenta millas de Galípoli y treinta de Megarix; y aun se tuvo por corta la distancia, según estaban los ánimos alterados, y particularmente los del bando de Rocafort, que, como superiores, les parecía mengua que los otros se atreviesen a competir. Los turcos y turcoples y los almugávares siguieron a Rocafort y algunos caballeros; con Berenguer se fueron los aragoneses y toda la gente noble que servía en la mar. Montaner, por su oficio de maestre racional, no tuvo por qué declararse, por haberse de quedar en Galípoli; y así, quedó solo por confidente de entrambos.

En este mismo tiempo, Ticin Jaqueria, genovés, gobernador del castillo y lugar de Fruilla, vino al servicio de los catalanes con un bajel de ochenta remos. La causa de su venida fue deseo de satisfacer un agravio con ayuda de los catalanes; porque muerto un tío suyo, que se llamaba Benito Jaqueria, en cuyo nombre había gobernado el castillo cinco años con cuidado y fidelidad, según él decía, habíale heredado un otro tío suyo, que luego vino a Fruilla, y sobre la averiguación de ciertas cuentas tuvieron algunos disgustos; y vuelto a Génova el tío, tuvo aviso Ticin que enviaba cuatro galeras para prendelle. Sintió el agravio el genovés, y quiso luego vengarse; pero no pudo hacerse dueño del castillo, porque no tenía fuerzas para sustentarse solo de por sí, ni bastante gente de confianza para echar los amigos de su tío; y así, con esperanza de que hallaría en los catalanes lo que deseaba, vino a Galípoli.

No halló a los generales, y dio razón a Montaner de la ocasión que le traía. Ofreció servir con fidelidad; y así, le asentó Montaner en los libros a él y a diez caballos armados para que todos ganasen sueldo en su provecho. Esto se acostumbraba de hacer con algunos caballeros y gente principal, asentalles el sueldo por más gente de la que traían, para hacelles esa comodidad. Pidió luego Ticin a Montaner que le diese gente, que él ofrecía de poner en sus manos el castillo y el lugar, de donde le podría resultar grande provecho. Montaner no trató de la justicia y razón del hecho, sino sólo de favorecer a quien pedía su ayuda y se ponía debajo de su amparo. Diéronle luego armas, caballos y las demás cosas para poner en orden los suyos, que llegaban hasta cincuenta; dióle gente de socorro, porque Montaner, como enemigo mortal de genoveses, no quiso perder la ocasión de hacelles algún daño. A Juan Montaner, su primo, y a cuatro consejeros catalanes se encomendó el socorro, con orden que no se hiciese cosa sin tomar parecer de Ticin Jaquería.

Partieron de Galípoli al otro día del domingo de Ramos con una galera bien armada y cuatro bajeles menores. Navegaron la vuelta del castillo de Fruilla, donde se llegó víspera de Pascua ya noche. El mozo Jaqueria, sentido del agravio, ejecutó su determinación. Desembarcó su gente con el silencio de la noche y arrimaron sus escalas. Subieron por ellas treinta genoveses de los de Jaqueria y cincuenta catalanes. Vino luego el día, con que fueron descubiertos y se les defendió la entrada; pero peleando valientemente ganaron una puerta por la parte de adentro, y abierta, dieron libre la entrada a los demás que quedaban fuera. Hízose grande resistencia al principio por los que defendían el castillo, que pasaban de quinientos hombres, no tan bien armados como los nuestros ni tan resueltos. Murieron hasta ciento y cincuenta de los enemigos. Hubo algunos cautivos, pero la mayor parte escapó con la huida. El castillo ganado, la villa que era de griegos, sin defensa alguna, se acometió luego, antes que los naturales pudiesen ponerse en resistencia ni esconder su hacienda.

Fue la presa riquísima, porque, a más del oro y plata y vestidos de precio que se ganaron, se tomaron tres reliquias grandes que estaban en el castillo empeñadas por los turcos al genovés Benito Jaqueria. Teníase por tradición que San Juan Evangelista las había dejado en el sepulcro, de quien arriba hicimos mención. Las reliquias fueron un pedazo del leño de la Cruz, de la parte donde Cristo reclinó su cabeza. Así lo refiere Montaner, y éste San Juan le trujo siempre pendiente del cuello el tiempo que vivió entre los mortales. Estaba entonces con un engaste de oro, con joyas de mucho precio; una alba, con que el Santo decía misa, labrada por las manos de la Virgen, y el Apocalípsis escrito por el mismo Santo, con unas cubiertas de admirable arte y riqueza. Pareció a Juan Montaner y a Ticin Jaqueria que Fruilla estaba lejos de los presidios para podella sustentar; y así, la desmantelaron, satisfecho el genovés de su tío, y todos los demás del oro que se ganó; con que volvieron a Galípoli y dieron a Ramón Montaner y a los demás la parte que les cupo, y de las reliquias le cupo por suerte el leño de la Cruz, que sin duda hubiera llegado a estos reinos si en Negroponte, a vuelta de la demás hacienda, no le robaran este gran tesoro. Animado con el suceso pasado Ticin Jaqueria le pareció acometer alguna empresa y ganar algún lugar donde pudiese estar de asiento. Dióle también para esto Montaner alguna gente, y con ella poco después ganó un castillo en la isla de Tarso y le mantuvo, no sin gran provecho de nuestra nación, como adelante veremos.




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Capítulo XLIX

El infante don Fernando, hijo del rey de Mallorca, enviado del rey don Fadrique, llega a Galípoli para gobernar el ejército en su nombre


Divididos los capitanes en los sitios de Nona y Megarix, el infante don Fernando, hijo del rey de Mallorca, con cuatro galeras, llegó a Galípoli, por orden del rey de Sicilia don Fadrique, porque juzgó que importaba para el aumento de su casa enviar persona puesta por su mano, que gobernase el ejército de los catalanes de Tracia, pues ellos mismos le habían llamado y prestado juramento de fidelidad, no acordándose quizá de que esto había sido cinco años antes, cuando la necesidad les obligó, y que entonces pudiera haber dificultad en admitirle.

Tomó el infante esta jornada a su cargo por servir al rey solamente, y él se la encargó, con palabra de que no se casaría en Francia sin su consentimiento, y que gobernaría aquellos estados en su nombre. Tanta estimación se hizo de aquellas armas cuando las vieron superiores a las del imperio, que no las quisieron apartar de su obediencia los reyes, aunque fuese para un infante de su misma casa. Don Fadrique, príncipe de singular prudencia y maestro grande de la arte del reinar, no quiso empeñar su reputación en nuestras armas, porque las tuvo por perdidas cuando le pidieron socorro, ni declararse por enemigo de Andrónico hasta que le vio sin fuerzas para defenderse; pero los accidentes fueron tan diferentes de lo que se presumía, que la resolución del rey, con tanta razón determinada, vino, como veremos, a no tener el efeto que tuviera si antes les socorriera.

La venida del infante dio notable contento a los que entonces se hallaron en Galípoli, particularmente a Montaner, grande criado y apasionado de su casa. Admitiéronle como a lugarteniente del rey sin dificultad ni réplica todos los que se hallaron presentes, que aunque fueron pocos, por ser los primeros se les agradeció de parte del rey. Enviáronse luego correos a los tres capitanes principales, Entenza, Rocafort y Ferrán Jiménez, haciéndoles saber la venida del infante, y juntamente les remitieron las cartas del rey que vinieron para ellos, dándoles razón de como venía a gobernalles en su nombre. Dio Montaner para su servicio cincuenta caballos y mayor número de acémilas que hubo menester para su casa; y porque la posada de Montaner era de las mejores de Galípoli, se salió della, y se la dio al infante.

Berenguer de Entenza estaba sobre el sitio de Megarix, treinta millas de Galípoli, donde recibió el aviso de la venida del infante por los dos caballeros que Montaner envió para que se le diesen, juntamente con la carta del rey. Partió luego con pocos y llegó a Galípoli el primero de los capitanes, dio la bienvenida al infante y le juró por su general y suprema cabeza. Luego tras él vino Ferrán Jiménez de Arenós de Módico, y siguió en todo a Berenguer. Mejoróseles el partido a estos dos ricoshombres porque su bando, menos poderoso, siempre temía al de Rocafort, y con la venida del infante parece que todo se había de sosegar, y las cosas, fuera de sus lugares por la violencia de uno, volverían al suyo y serían todos estimados según sus merecimientos y calidades. Fue el contento universal en todos, así del bando de Berenguer como de Rocafort, a quien alteró mucho la venida tan fuera de tiempo del infante, y sin duda que desde luego le negara la obediencia si no fuera porque conoció en los suyos el gusto que les había dado esta nueva. Hallóse en notable confusión; era hombre sagaz y prevenido en todos sus consejos, pero no pudo prevenir con sus artes acostumbradas lo que nunca pudo temer. Después de haber consultado con sus íntimos amigos el caso, pareció que convenía responder mostrando mucho gusto de la venida del infante, único deseo de todos ellos, y que por estar el sitio tan adelante no se atrevía a dejarle para ir a darle obediencia; que le suplicase de parte de todos que viniese a Nona, donde le esperaban con mucho gusto. En esta sustancia se respondió al infante, y él entre tanto, con los deudos y amigos confidentes, dispuso los ánimos a seguir su parecer y consejo.

Llegó la respuesta de Rocafort a Galípoli, y el infante no quiso determinarse sin el parecer de Berenguer de Entenza y de Ferrán Jiménez, y de algunos otros capitanes bien afectos a su servicio y de gran conocimiento de las trazas y designios de Rocafort. A todos pareció peligrosa la detención y que debía el infante partir luego, porque el ejército no se enfriase con el gusto que tenía de su venida y Rocafort no tuviese tiempo de concluir ni mover nuevas pláticas en deservicio del rey y excluir del gobierno su persona. Con esta resolución dispuso el infante su partida; fue acompañado de la mayor parte de la gente de Berenguer de Entenza y de Ferrán Jiménez; sus personas no pareció llevallas, porque no fuera acertado, antes de tener ganada la voluntad de Rocafort y de los suyos, ponerle delante por primera entrada sus competidores en mejor lugar cabe el infante, y así, defirieron la ida estos dos ricoshombres cuando el infante hubiese jurado, porque entonces, estando con entera autoridad, se podrían hacer las amistades.




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Capítulo L

El infante es excluido del gobierno por las mañas de Rocafort


Partióse el infante de Galípoli con el mayor acompañamiento que pudo, llevando consigo de los capitanes conocidos sólo a Ramón Montaner, y en tres días de camino por la costa llegó al campo, donde fue recebido con universal regocijo, y Rocafort con grandes demostraciones de contento le festejó los días que tardó a poner en plática las órdenes de su tío. Esperaba el infante que Rocafort se comidiese a sin volver segunda vez a requerille; pero como vio que alargaba el obedecer al rey y no se daba por entendido, le dijo que él quería dar luego las cartas del rey que venían para el ejército y decilles de palabra el intento de su venida, y que para esto mandase juntar el consejo general. Obedeció Rocafort con muestras de mucho gusto y para el día siguiente ofreció de tenelle junto; porque ya en los pocos días que tardó el infante, previno a sus amigos que echasen voz por el campo que sería bien andar con mucho tiento en la resolución que se debla tomar de admitir al infante por el rey, y que por lo menos no se determinasen luego. Hízose esto con mucha arte, porque siempre se temió que viendo el ejército al infante no aclamase luego al rey y le admitiese. Pareció a todos el consejo avisado y cuerdo, porque el vulgo ignorante raras veces penetra segundas intenciones; y así, le siguieron.

El día siguiente la confusa multitud del consejo general, que constaba de todos los que ganaban sueldo, junta en el campo, esperó al infante. Vino acompañado de los de su casa y de muchos capitanes; entregó las cartas a un secretario, y mandó que en público se leyesen. Leídas, les declaró brevemente cómo el rey, movido de sus ruegos, había admitido el juramento de fidelidad que sus embajadores le hicieron; y aunque para sus reinos no podía ser útil el encargarse de su defensa, había querido mostrar el amor que les tenía posponiendo su conveniencia a la dellos; y así, le había mandado que con su persona viniese a gobernalles en su nombre y les ofreciese que siempre acudiría con mayores socorros. Respondiéronle, según Rocafort pretendió, que ellos tendrían su acuerdo sobre lo que se debía hacer, y que tomado, le responderían. Con esto los dejó el infante y se fue a su posada.

Quedó Rocafort con ellos, y poco siguro de la determinación que tanta gente junta pudiera tomar, y temiéndose de algunos caballeros, que aunque eran sus amigos deseaban que el infante quedase a gobernalles, les dijo que el caso de que se trataba no podía discurrirse bien entre tantos, porque la multitud siempre trae consigo confusión, la cual no da lugar a considerarse por menudo las dificultades que suelen ofrecerse en materia de tanto peso; que se escogiesen cincuenta personas, las de mayor crédito y confianza, para que éstas fuesen platicando y discurriendo el negocio, con las conveniencias y contrarios que en él había; y tomada la resolución que les pareciese, la refiriesen a los demás, para que juntos libremente la condenasen o aprobasen; con que se excusarían los inconvenientes de haberlo de comunicar con tantos.

Túvose por acertado el parecer de Rocafort; que cuando el vulgo se inclina a dar crédito a uno, en todo le sigue, sin hacer diferencia de los buenos o malos consejos, porque más se gobierna con la voluntad que con la razón. Luego nombraron cincuenta personas para que juntamente con Rocafort lo tratasen, no advirtiendo con cuánta mayor facilidad se pueden cohechar los pocos que los muchos. Con esto tuvo hecho su negocio, porque los cincuenta fueron casi todos puestos por su mano, y a los pocos de quien no podía fiar igualmente que de los demás fue fácil el persuadirles, a más de no faltarles razones y de mucho fundamento para esforzar la suya. Juntáronse los cincuenta con Rocafort, y él les dijo lo siguiente: «La venida del señor infante, amigos y compañeros, ha sido uno de los mayores y más felices sucesos que pudiéramos desear, al fin enviado por la poderosa mano de quien hasta al presente día nos ha conservado con grande aumento de nuestro nombre y confusión de nuestros enemigos; porque ya se ha dado fin a nuestros trabajos y principio a una felicidad muy entera, por tener prendas tan proprias de nuestros reyes, a quien podemos entregar con seguridad la libertad y la vida, recibiéndole, no como él quiere, por lugarteniente de su tío, sino como a príncipe absoluto Y sin sujeción y dependencia alguna. Por grande yerro tendría, si la elección de príncipe pende de nosotros, escoger al que vive ausente y ocupado en gobernar mayores estados, y dejar al desocupado y libre de otras obligaciones, y el que ha de vivir siempre entre nosotros y correr la misma fortuna de los sucesos prósperos y adversos. Si a don Fadrique recebimos por rey, a manifiesta servidumbre nos sujetamos, porque con su persona no podrá asistirnos, y necesariamente habrá de enviar quien en su nombre gobierne este vitorioso ejército y las provincias que por él están sujetas. ¿Qué mayor desdicha se podrá esperar si por premio de nuestras vitorias venimos a ser gobernados por otra mano que la propria de nuestro príncipe? Y el mismo rey don Fadrique procurará nuestra defensa en cuanto no le estorbare a la del reino de Sicilia. Pues ¿por qué se ha de admitir tanta desigualdad? Los trabajos, los peligros, las pérdidas para nosotros solos; pero la gloria y provecho, no sólo igual, pero mayor y más sigura, para el rey. Si nos perdemos, quedando muertos o en dura servidumbre, libre don Fadrique y tan gran príncipe como antes; pero si ganamos nuevas provincias y estados, todos han de venir a ser suyos. Pues ¿puede algún cuerdo con esta desigualdad, hallándose libre para escoger, dar la obediencia a príncipe con tales calidades? A más desto, ¿no se os acuerda la paga que nos dio por tantos servicios al partir de Sicilia? ¿Qué fue más que un poco de bizcocho, y otras cosas que no pueden negarse a los siervos y esclavos? No, amigos; no nos conviene tomar por rey a don Fadrique, pues no se acordó de nosotros al tiempo que le pedíamos su ayuda y cuando nos importaba tanto el dárnosla, sino cuando a él convino y a nosotros no nos es de provecho. Esto se echa bien de ver agora, pues no nos envía armas, gente, bastimentos o dineros, ni otra cosa necesaria para la guerra, sino cabeza y general que nos gobierne, como si tuviéramos falta desto, y no se hubieran alcanzado muchas vitorias sin tenerle puesto por su mano. No consintamos que el premio de nuestros servicios se distribuya por mano de sus ministros y gobernadores, en quien siempre puede más la pasión que la verdad, más su particular interés que la común utilidad; porque tratan las provincias como quien las ha de dejar, y como en la posesión temporal de ajena propiedad gozan de lo presente sin ningún cuidado de lo venidero, y más estando el rey tan apartado, a quien nuestras quejas llegarán tarde cuando sean oídas, y los socorros tan a tiempo como el que ahora nos envía, después de seis años que con grande instancia se lo pedimos. En esto, finalmente, me resuelvo que excluyamos a don Fadrique por don Fernando; tengamos presente al príncipe por quien aventuramos la vida, y sea testigo, pues ha de ser juez, de los servicios que le hiciéremos, y cuide de nosotros como de sí mesmo, pues nuestra conservación y vida corre parejas con la suya. Conténtese don Fadrique con Sicilia, ganada y conservada por nuestro valor; deje a don Fernando, su sobrino, los trabajos de una guerra incierta y peligrosa, estas provincias destruidas, y sola la esperanza de conquistar nuevos reinos y señoríos.»

Con esta plática los pocos dudosos que había se resolvieron con el parecer de Rocafort, y luego dos de los cincuenta electos dieron razón de la determinación que habían tomado a todo el campo, refiriendo las mismas razones de Rocafort. Túvose con aplauso general de todos por acertada aquella determinación, y quisieron que luego se diese la respuesta al infante. Fueron para esto los cincuenta, y propusiéronle su embajada.

Don Fernando, como buen caballero, respondió que él venía de parte de su tío, y que con su autoridad y fuerzas había tomado aquella empresa a su cargo, y sería faltar a su obligación si con puntualidad no ejecutaba las órdenes de quien le enviaba, y que por ningún caso admitiría el ofrecimiento que le hacían, sino recibiéndole como lugarteniente de su tío don Fadrique. Rocafort siempre publicó que el infante, por tener alguna disculpa con el rey, no admitiría luego el ofrecimiento que le hacían, y con esto engañó la mayor parte del ejército; porque si hubiera quien les persuadiera y desengañara que el infante por ningún caso se quedara a gobernalles como a príncipe, sin duda que le admitieran por el rey.

Quince días se pasaron en este trato, y el infante creyó siempre que aquellas eran palabras de cumplimiento, y que a lo último obedecerían al rey. En este medio Rocafort, como de su parte tenía todos los turcos y turcoples a su disposición y parte del ejército que le seguía, la otra, como inferior, no le osaba contradecir. Con esto quedó todo el ejército que estaba debajo de su mano resuelto de no admitir el infante por el rey; y a la verdad su intento no era excluir a don Fadrique por don Fernando, porque con ninguno dellos se pudiera conservar; pero como hombre sagaz y que conocía al infante por uno de los mejores caballeros de su tiempo y que no tendría mala correspondencia con el rey su tío, le propuso al ejército para que excluyesen al rey, prefiriendo al infante, de quien estaba cierto que no lo admitiría; y como la mayor parte del ejército con este engaño de Rocafort se declaró por el infante contra el rey, después no quisieron elegir a quien una vez excluyeron.

Todos estos embustes tramaba Rocafort, seguro que aunque después se descubriesen no le causarían daño, por tener de su parte a los turcos y turcoples, que juntos con los confidentes, era la mayor parte del ejército.

No se puede negar que en esta parte Rocafort podría tener alguna disculpa, aunque fuera de natural y condición más moderado; porque después de tantas vitorias, y haber gobernado un ejército cinco años, justamente pudiera rehusar el no admitir un superior, cuyo favor habían prevenido sus mayores enemigos Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez, que siempre serían preferidos por su calidad y mejor correspondencia. Y aunque el infante, por quitar toda sospecha, les hizo quedar en Galípoli, no por eso se la quitó a Rocafort; antes ese mismo cuidado con que prevenían las ocasiones exteriores de que pudiese tenerla se la acrecentaba más, creyendo siempre que era tener sobrada confianza de Berenguer y de Ferrán, y que ellos la tenían del infante, pues no mostraban queja de no habelles admitido en su compañía. No hay cosa que más penetre y descubra que los recelos y temores de perder un puesto tan superior como el que Rocafort tenía, y más en un sujeto de tantas partes y experiencia.




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Capítulo LI

Rocafort, antes de partirse el infante del ejército, ganó a Nona, y de común acuerdo de los capitanes deja el ejército los presidios de Tracia y determina pasar a Macedonia


La venida del infante don Fernando al ejército acabó de poner en desesperación a los griegos que estaban sitiados, y dentro de pocos días se hubo de entregar con mucha pérdida en las manos del vencedor, porque aunque no perdieron las vidas, quedaron sin haciendas. Berenguer de Entenza también tomó a Megarix.

Sentíase ya en nuestro campo gran falta de vituallas, porque diez jornadas al contorno de Galípoli estaba todo talado y destruido; que los cinco años últimos, de los siete que estuvieron en esta provincia, se mantuvieron de lo que la tierra sin cultivar producía, pues no llegaban a los árboles y viñas sino para quitarles el fruto. A lo último vino esto a faltar, y fue forzoso tratar de buscar otras provincias donde entretenerse y poder vivir. Habíase diferido esto por las enemistades de Entenza y Rocafort, que estaban aún tan vivas, que no se osaban mover de sus alojamientos ni juntarse, por el recelo que se tenía que entrambas las dos parcialidades no llegasen a rompimiento: tanto pueden disgustos e intereses particulares, que impiden el remedio común y quieren más perecer con ellos que vivir cediendo de sus locas y vanas pretensiones. Todos fueron de parecer que desmantelasen a Galípoli y los demás presidios, y en esto conformaron los capitanes competidores juntamente con los turcos y turcoples, y así, suplicaron al infante la gente buena y libre de pasiones que fuese servido de no desampararles hasta dejarles en otra provincia, porque debajo de su autoridad y nombre irían todos muy seguros y en este medio se podrían concertar las diferencias de Entenza y Rocafort. El infante tuvo su acuerdo por bueno y ofreció de hacello; y a lo que yo puedo entender, movido de lástima de que Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez de Arenós quedasen en las manos de Rocafort, a quien el respeto del infante parece que detenía la ejecución de su ánimo vengativo, quiso tentar si con esta detención podría concertar estas diferencias y dejalles con mucha paz y quietud, para que unidos y conformes pudiesen hacer mayores progresos, esperando siempre que obedecerían al rey, aunque por entonces lo hubiesen rehusado.

Juntó el infante las cabezas principales del ejército, con todos los del consejo, y resueltos ya de salir de aquellos presidios que tenían en Tracia, por habelles forzado la necesidad y falta de vituallas, trataron qué camino tomarían y qué ciudad en Macedonia ocuparían. Hubo diferentes pareceres, y últimamente pareció el más acertado que se acometiese la ciudad de Cristopol, puesta en los confines de Tracia y Macedonia, por tener la entrada de las dos provincias fácil y la retirada segura, y los socorros de mar sin podérselos impedir, como en Galípoli, que ocupado el estrecho con pocos navíos de guerra, impedían el libre comercio que venía por mar a dalles alguna ayuda. Ordenóse que Ramón Montaner, con hasta treinta y seis velas que había en nuestra armada, y entre ellas cuatro galeras, llevasen las mujeres, niños y viejos por mar a la ciudad de Cristopol, después de haber desmantelado todos los presidios que en aquellas costas se tenían por nosotros, como Galípoli, Nona, Pactia, Módico y Megarix.

El infante y los demás capitanes ordenaron en esta forma su partida. Berenguer de Rocafort con los turcos y turcoples y la mayor parte de los almugávares saliese un día antes que Berenguer y Ferrán Jiménez, y que siempre se guardase este orden en el camino, siguiendo siempre Berenguer a Rocafort una jornada lejos, y esto se hizo por quitar las ocasiones que pudiera haber de disgustos si los dos bandos juntos se alojaran, donde forzosamente sobre el tomar los puestos vinieran a las manos. Púdose sin peligro dividir sus fuerzas, por no tener enemigo poderoso en la campaña que les pudiese prontamente acometer, porque divididos el espacio de un día de camino, no se pudieran socorrer si le tuvieran; pero toda la gente de guerra atendía más a defenderse dentro de las ciudades que salir a ofender nuestro ejército, cosa que tantas veces emprendieron con notable daño suyo y gloria nuestra.

Juntos en Galípoli, después de haber desmantelado todos los demás presidios, partió Rocafort con su gente por el camino más vecino al mar, y al otro día le siguió Berenguer de Entenza y el infante, ocupando siempre los puestos que Rocafort dejaba. Después de haber caminado algunos días, comenzaron a entrar en lo poblado de la provincia, adonde sus armas antes no habían llegado. Los griegos, con el pavor del nombre de catalanes, huían la tierra adentro, dejando en los pueblos bastimentos en grande abundancia, con que los nuestros pasaban con mucha comodidad, y libres del daño, que siempre creyeron, de faltarles con que vivir. Esta fue una de sus empresas grandes: entrarse por tierras y provincias no conocidas, sin tener siguridad de alguna plaza o de algún príncipe amigo. La expedición de los diez mil griegos que cuenta Jenofonte fue de las mayores que celebra la antigüedad: pero siempre los griegos llevaban por fin llegar a su patria, y parte con armas atravesaban provincias y naciones extrañas; pero los catalanes sólo tenían por fin de aquel viaje, no el descanso de su patria, sino la expugnación de una ciudad grande y fuerte, que resolvieron de acometer antes de salir de Galípoli, y que el fin de una fatiga y peligro grande fuese el principio de otro mayor.




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Capítulo LII

La vanguarda del campo del infante y Berenguer alcanza la retaguarda de Rocafort, y llegan casi a darse la batalla; mata Rocafort a Berenguer de Entenza; y Ferrán Jiménez de Arenós, huyendo del mismo peligro, se pone en manos de los griegos


Llegó Rocafort con su ejército a una aldea dos jornadas lejos de la ciudad de Cristopol, puesta en un llano abundante de frutas y aguas, las casas vacías de gente, pero llenas de pan y vino y de otras cosas, no sólo necesarias, pero de mucho gusto y regalo. Detuviéronse en tan buen alojamiento más de lo que debieran soldados pláticos y bien diciplinados; cerca de mediodía aún no habían partido porque la gente derramada por aquella llanura, con el regalo de la fruta que se hallaba en los árboles, se entretuvo de manera que no se pudo recoger antes. La vanguarda del campo del infante, donde iba Berenguer de Entenza, porque salió más temprano de lo que acostumbraba, alcanzó la retaguarda de Rocafort. Por huir del calor del sol partieron antes del amanecer, y sin advertillo se hallaron sobre los de Rocafort. Alteróse su retaguarda, y vueltas las caras, viéndose tan cerca los de Berenguer, juzgaron que venían a romper con ellos: tocóse arma con grande confusión, y la vanguarda del uno con la retaguarda del otro se encontraron. Rocafort, luego que reconoció la gente de su contrario, tuvo por cierto que venía con determinación de ejecutar algún mal intento, pues no pudiera ser otra la causa que a Berenguer le obligara a romper los conciertos sin primero avisar. Un hombre sospechoso nunca discurre ni piensa lo que le puede quitar las sospechas, sino lo que se las acrecienta, Rocafort no consideró su descuido en diferir la partida hasta mediodía, y acordóse que Berenguer de Entenza había madrugado mucho. Al fin, o por pensarlo así o por tomar la ocasión de venir a las manos con él, mandó subir a caballo su gente, y él hizo lo mismo armado de todas piezas, y partió con gran furia contra la gente de Berenguer de Entenza, a quien la suya había ya acometido, trabándose una cruel y sangrienta escaramuza. Llegó también aviso al infante y a los demás capitanes del desorden. Salió Berenguer de Entenza el primero a caballo y desarmado, con sólo una azcona montera, como persona de más autoridad, a detener los suyos y retirarlos. Gisbert de Rocafort, hermano de Berenguer, y Dalmau de San Martín, su tío, vieron a Berenguer que andaba metido en los peligros de la escaramuza: o que les pareciese que animaba su gente contra ellos, o lo que se tiene por más cierto, viendo la ocasión de satisfacer su mal ánimo y quitar el émulo a su hermano, Gisbert y Dalmau cerraron juntos con él. Berenguer de Entenza, que como inocente y buen caballero, viendo que los dos hermanos se encaminaban para él, vuelto a ellos les dijo: «¿Qué es esto, amigos?» Y en este mismo tiempo le hirieron de dos lanzadas, con que aquel valiente y bravo caballero cayó del caballo, muerto, sin poderse defender, por estar desarmado, descuidado y entre sus amigos.

Encendióse más vivamente la escaramuza después de muerto Berenguer, y los Rocafort ejecutaron su venganza matando muchos de su bando. No puede ser mayor la crueldad que, después de haber vencido y muerto a su contrario, degollar y despedazar los vencidos, en quien no pudiera haber resistencia, después de perdida su cabeza, en admitir a Rocafort y obedecelle; pero su soberbia y arrogancia fue tanta, que no hacía ya la guerra a sus enemigos, sino a su propria naturaleza, y solicitaba a los turcos y turcoples para que inhumanamente acabasen todos los del bando de Berenguer, sin excepción alguna de persona.

Ferrán Jiménez de Arenós, con el mismo descuido que Berenguer de Entenza, iba desarmado, y retirando su gente a cuchilladas, fue advertido de la muerte de Berenguer, y que con cuidado le iban buscando para matalle; y así, con alguna gente que pudo recoger y llevar tras sí, se salió del campo, y tuvo por más siguro entregarse a los griegos que a Rocafort. Fuese a un castillo que estaba cerca, donde fue recibido debajo de seguro, con que se presentase delante del emperador Andrónico.

El infante, por amparar y defender la gente del bando de Berenguer, salió armado con algunos caballeros que le siguieron, y se opuso con valor a los turcos y turcoples, que asistidos de Rocafort, todo lo pasaban por el rigor de su espada. Pudo tanto la presencia del infante, que Rocafort, puesto a su lado porque los turcos no le perdiesen el respeto, retiró su gente, después de haber tan alevosamente muerto a Berenguer y tanta gente de su bando. Quedaron muertos en el campo ciento y cincuenta caballos y quinientos infantes, la mayor parte de las compañías de Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez de Arenós.

Sosegado el tumulto y retirada la gente a sus banderas, el infante y Rocafort vinieron juntos a la plaza del lugar, donde tenían el cuerpo de Berenguer tendido. Apeóse el infante de su caballo, y abrazado con el cuerpo difunto, dice Montaner que lloró amargamente, y que le abrazó y besó más de diez veces, y que fue tan universal el sentimiento, que hasta sus mismos enemigos le lloraron. Vuelto el infante a Rocafort, con palabras ásperas le dijo que la muerte de Berenguer había sido malamente hecha por algún traidor. Rocafort con palabras humildes respondió que su hermano y tío no le conocieron hasta que le hubieron herido. Con esto se hubo de satisfacer el infante, pues no tenía fuerzas para castigar tanto atrevimiento, y sin duda que hiciera alguna demonstración si no se hallara con tan poca gente. Mandó que para enterrar el cuerpo de Berenguer y hacerle sus obsequias se detuviese el ejército dos días, porque quiso honrarle con lo que pudo; Y así se hizo. Enterráronle en una ermita de San Nicolás, que estaba cerca, junto del altar mayor; sepulcro harto indigno de su persona si consideramos el lugar humilde y poco conocido donde le dejaron, pero célebre y famoso por ser en medio de las provincias enemigas, cuya inscripción y epitafio es la misma fama, que conserva y extiende la memoria de los varones ilustres que carecieron de túmulos magníficos en su patria, por haber perecido en tierra ganada y adquirida por su valor.

Este fin tuvo Berenguer de Entenza, nobilísimo por su sangre y celebrado por sus hazañas, y por entrambas cosas estimado de reyes naturales y extraños. En sus primeros años sirvió a sus príncipes, primero en Cataluña y después en Sicilia, con buena fama, donde alcanzó amigos y hacienda para seguir el camino que la fortuna le ofreció de engrandecerse y alcanzar estado igual a sus merecimientos; que aunque en su patria le poseía grande, pero no de manera que su ánimo generoso y gallardo cupiese en tan cortos límites como los de la baronía que hoy llamamos de Entenza. Fue Berenguer animoso y valiente con los mayores peligros, fuerte en los trabajos, constante en las determinaciones, igualmente conocido por los sucesos prósperos y adversos, porque en medio de su felicidad padeció una larga y trabajosa prisión, y apenas salido della y restituido a los suyos, cuando otra vez la fortuna se le mostraba favorable, murió a traición a manos de sus amigos, en lo mejor de sus esperanzas.

El infante, después de sosegado el alboroto, envió a llamar a Ferrán Jiménez, ofreciéndole que podía venir seguro debajo de su palabra. Respondió que le perdonase, que ya no estaba en su libertad para cumplir sus mandamientos, porque había ofrecido de presentarse ante el emperador Andrónico con toda su compañía. Túvole el infante por disculpado, y Ferrán Jiménez, después de haber recogido los suyos, se fue a Constantinopla, donde le recibió Andrónico con muchas muestras de agradecimiento de que le hubiese venido a servir, y por mostrarlo con efeto, le dio por mujer una nieta suya, viuda, llamada Teodora, y el oficio de megaduque que tuvo Roger y después Berenguer de Entenza. Con esto quedó Ferrán Jiménez de los más bien librados capitanes desta empresa, y el que solo permaneció en dignidad y escapó de fines desastrados.




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Capítulo LIII

Deja el infante nuestra compañía y lleva consigo a Montaner, después de entregar la armada


En este medio que el infante se detuvo en el lugar donde mataron a Berenguer, llegaron sus cuatro galeras con sus capitanes, Dalmau Serran, caballero, y Jaime Despalau, de Barcelona; y alegre de tener galeras con que apartarse de Rocafort, mandó juntar Consejo general, y volvió segunda vez a requerilles si le querían recebir en nombre de su tío don Fadrique, porque cuando no quisiesen, estaba resuelto de partirse. Rocafort, autor de la determinación pasada cuando se les propuso lo mesmo, como más poderoso entonces, después que le faltaban sus émulos en quien pudiera haber alguna contradición, fuéle fácil tener a todo el campo en su opinión, porque sus pensamientos ya eran mayores que de hombre particular. Respondieron al infante lo que la vez pasada, y con mayor resolución. Con esto se tuvo por imposible y desesperado el negocio; y así, se embarcó el infante con sus galeras, dejando a Rocafort absoluto señor y dueño de todo, y navegó la vuelta de la isla de Tarso, seis millas lejos de la tierra firme, donde estaba el campo.

Llegó el infante a la isla casi al mismo tiempo que Montaner con toda la armada, y después de haberle referido la maldad de Rocafort y pérdida de tan buenos caballeros como eran Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez de Arenós, le mandó de parte del rey y suya que no se partiese de su compañía. Obedeció Montaner con mucho gusto, porque estaba rico y temía a Rocafort, aunque era su amigo. La amistad de un poderoso insolente siempre se ha de temer, porque la amistad fácilmente se pierde, y queda el poder libre de respetos para ejecutar su furia y sus antojos. Suplicó al infante fuese servido de detenerse mientras él con la armada daba razón a los capitanes del campo de lo que se le había encargado, que eran la mayor parte de sus haciendas y todas sus mujeres y hijos. Fue contento el infante de aguardalle, y con esto Montaner con la armada llegó a una playa donde estaba alojado el ejército, una jornada más adelante de donde los dejó el infante. No quiso que persona alguna desembarcase hasta que le aseguraron que no se haría daño a las mujeres, hijos y haciendas de los de Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez, y que les dejarían libres para ir donde quisiesen. Con este seguro desembarcó todos los que quisieron ir al castillo donde Ferrán Jiménez se había retirado. Diéronles cincuenta carros, y con docientos caballos de turcos y turcoples de escolta y cincuenta cristianos, les enviaron al castillo. A los que no quisieron quedarse ni con Rocafort ni con Ferrán Jiménez se les dieron barcas armadas hasta Negroponte. En esto se entretuvo el campo dos días; y Montaner, ya que se quería partir, hizo juntar Consejo general, y después de haberles entregado los libros y el sello del ejército, les dijo que el infante don Fernando, de parte del rey y suya, le había mandado que le siguiese, a quien era forzoso obedecer, y que no lo había querido hacer antes hasta haber dado descargo de lo que se le encomendó; que él se iba con grande sentimiento de dejarles, aunque por su mal proceder dellos pudiera no tenelle, pues daban tan mala recompensa a los que les habían gobernado y sido sus generales; que Berenguer quedaba muerto por sus excesos, y Ferrán Jiménez entregado a la fe dudosa de los griegos. Estas razones dijo Montaner por la seguridad que tenía de los turcos y turcoples, a quien siempre trató con mucho amor, y ellos, reconocidos, le llamaban Cata, que en su lenguaje quiere decir padre; y aunque Rocafort lo mandara, no intentaran cosa contra él. Toda la nación junta le rogó que se quedase, y los turcos y turcoples hicieron lo mismo, solicitando siempre a Rocafort que le detuviese; pero como estaba ya resuelto de partirse, y habló con alguna libertad en favor de Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez, no quiso ponerse en peligro ni dar ocasión a Rocafort que con pequeña ocasión le diese la muerte como a los demás.

Con esto se partió del ejército con un bajel de veinte remos y dos barcas armadas, en que puso su hacienda y la de sus camaradas y criados. Llegó a la isla de Tarso, donde el infante le esperaba, y en ella se detuvieron algunos días para tomar bastimentos y consultar la navegación que habían de hacer. Detúvoles también el buen acogimiento que hallaron en Ticin Jaqueria, aquel genovés que con ayuda de Montaner saqueó el castillo de Fruilla y después ocupó el de aquella isla, donde con muestras de sumo agradecimiento les entregó las llaves del castillo y les ofreció servir con su vida y hacienda. Siempre el hacer bien es de provecho, y la recompensa viene muchas veces de quien menos se pensó que la pudiera hacer; y lo que se perdió en muchos beneficios, de uno solo que se agradezca se sigue mayor utilidad que daño de todos los que se perdieron. Halló Montaner, con el infante, siguridad en el puerto, regalo en lo que se les dio para su sustento, por sólo haber ayudado antes al genovés, aunque fue con su mismo interés y provecho.




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Capítulo LIV

Pasa el ejército a Macedonia


Apartado Montaner del campo, Berenguer de Entenza muerto y Ferrán Jiménez huido, quedó solo Rocafort absoluto señor y dueño de todo, y así mudaba a su gusto y antojo las determinaciones de todo el Consejo. La resolución que se tomó entre todos los capitanes antes que saliesen de sus presidios fue de acometer a Cristopol y hacerse fuertes en él, como lo hicieron en Galípoli, y tener las dos provincias de Tracia y Macedonia vecinas, para hacer sus entradas. Pareció al principio fácil la empresa, porque creyeron coger a los griegos descuidados y sin tiempo para prevenirse, y sin duda que les saliera bien el pensamiento al en el camino no se detuvieran cuatro días en vengar sus particulares agravios o pasiones; con que tuvieron los griegos espacio y lugar bastante, no sólo para defenderse, pero también para ofenderles y acabarles, si entre los griegos hubiera hombre de valor y cuidado. La dilación de las ejecuciones en la guerra es muy perniciosa y muy útil cualquier presteza; que por faltarles a muchos un día, una hora, y aun menos tiempo, perdieron grandes lances y ocasiones.

Rocafort, después que supo que la ciudad estaba puesta en defensa, se resolvió de pasar al estrecho de Cristopol, que es la parte marítima del monte Ródope, y no detenerse en acometer el lugar. El siguiente día con todo el campo pasó el estrecho, no sin gran fatiga, porque el camino era áspero, los bagajes muchos, y los niños, mujeres y enfermos. Los griegos, aunque advertidos del camino que llevaban los catalanes, no pudieron o no osaron atreverse a impedilles el paso. Atravesado el monte Ródope, bajaron a los campos de Macedonia cerca de ocho mil hombres de servicio entre todas las naciones; bastante ejército para cualquier grande empresa si los ánimos estuvieran unidos y la muerte de Berenguer no hubiera hecho odioso a Rocafort aun a sus proprios amigos, porque desde entonces él se desvaneció y ellos se ofendieron.

Al fin del otoño se hallaron en medio la provincia de Macedonia, los pueblos enemigos poderosos y aun no maltratados con la guerra: pero los daños de Tracia, su provincia más vecina, les sirvió de escarmiento para prevenirse dentro de las ciudades y recoger los frutos de la campaña. Cuidadosos, pues, los catalanes de poner su asiento por aquel invierno en algún sitio acomodado, corrían toda la tierra, reconociendo puestos que poder ocupar y recoger bastimentos y vituallas compradas con sangre y con dinero. Últimamente, después de haber hecho grandes daños en toda la provincia, se hicieron fuertes en las ruinas de la antigua Casandria, uno de los mejores puestos de toda la provincia, por estar vecino al mar, y toda la comarca de aquel cabo, fértil y apacible, por los muchos senos y entradas que el mar hace, y de donde fácilmente, o por lo menos con más comodidad que de otro cualquier lugar, podían hacer sus entradas la tierra adentro, y tener a Tesalónica, cabeza de la provincia, en continuo recelo de su daño.




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Capítulo LV

Prisión del infante don Fernando en Negroponte


Partió el infante de la isla de Tarso con Ramón Montaner y mandó que se le entregase a Montaner la mejor galera, que fue la que llamaban Española. Con estas cuatro galeras, un leño armado y una barca de Montaner, fueron navegando por la costa de Tracia y Macedonia, hasta el puerto de Almiro, lugar del ducado de Atenas, donde el infante había dejado cuatro hombres cuando venía, para hacer bizcocho para cuando se volviese. Halló el infante que, contra la fe y palabra común, le habían tomado el bizcocho y maltratado los cuatro que lo hacían. Tomó el infante luego satisfación del daño que había recebido, echando gente en tierra y saqueando el lugar de Almiro, donde todo se llevó a sangre y fuego. Después de haber saqueado y satisfecho la pérdida pasada, de allí pasaron a la isla que Montaner llama Espol; yo entiendo que fue la que hoy se llama el Sciro. Saqueó toda la isla y combatió el castillo sin fruto. De allí tomaron el cabo de la isla de Negroponte; quiso el infante entrar en la ciudad, porque cuando vino a Romania estuvo en ella y fue muy bien recebido y festejado. Montaner y los demás capitanes de experiencia le advirtieron que no convenía poner a riesgo su persona y la de los que con él iban, después de haber saqueado los lugares del duque de Atenas, con quien los señores de Negroponte tenían confederación.

No dio crédito a sus buenos consejos; y usando de su poder absoluto, con evidente peligro entró en la ciudad, y hallaron en el puerto diez galeras de venecianos que habían venido a instancia de Carlos de Francia, a quien dio el Papa la investidura de los reinos de Aragón cuando el rey don Pedro ocupó a Sicilia. Traían un caballero francés llamado Tibal de Sipoys, para que en nombre de Carlos, su príncipe, tratase en Grecia nuevas confederaciones y amistades, y particularmente de los nuestros, de quien esperaba Carlos su remedio, porque tenía pensamiento de venir en persona, por los derechos que pretendía al imperio, a echar dél al emperador Andrónico. El infante ya no tuvo lugar de arrepentirse ni volver atrás, porque fuera dar mayor sospecha; pero antes de desembarcar quiso que le asegurasen y diesen palabra de no ofendelle. Hiciéronlo con mucho gusto al parecer, Tibaldo el primero, y los capitanes de las diez galeras venecianas, que se llamaban Juan Tarín y Marco Misot, y los tres señores de Negroponte. Con esto le pareció al infante que estaba seguro. Saltó en tierra, donde le convidaron para aseguralle más y quitar a las galeras la mayor defensa, que era el estar allí su persona y las de quien siempre le acompañaban, que entre ellas fue la de Montaner. Apenas puso el infante el pie en tierra, cuando las diez galeras venecianas dieron sobre las del infante y el bajel de Montaner, donde acudió mucha gente, porque tenían noticia que había dentro grandes riquezas. Mataron al entrar cerca de cuarenta hombres que se quisieron defender, y al mismo tiempo prendieron al infante, con hasta diez de los más principales que estaban en su compañía. Tibaldo luego libró la persona del infante a micer Juan de Misi, señor de la tercera parte de Negroponte, para que le llevase al duque de Atenas en nombre de Carlos de Francia, cuya orden se aguardaría para disponer de la persona del infante. Lleváronle con ocho caballeros y cuatro escuderos a la ciudad de Atenas, donde fue entregado al duque, y por su orden con muchas guardas llevado al castillo de Sant Omer, donde quedó prisionero algunos días.




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Capítulo LVI

Rocafort y su gente prestan juramento de fidelidad a Tibaldo de Sipoys, en nombre de Carlos de Francia


En este tiempo ya Tibaldo trataba de traer al servicio de Carlos a Rocafort y a toda la compañía, y procuraba granjearles por todos los medios que pudo. No faltó quien le advirtió que en ninguna cosa podía ganar más la voluntad de Rocafort que entregándole dos de aquellos prisioneros que tenía; que el uno de ellos era Montaner y el otro García Gómez Palacín, enemigo grande de Rocafort. Tibaldo dio crédito al aviso, y sin más averiguación embarcó en sus galeras a Montaner y a Palacín, y él en persona partió la vuelta del cabo de Casandria, donde estaban los nuestros con Rocafort; y apenas hubo llegado a su presencia, cuando le presentó los dos prisioneros, pareciéndole que habían de ser el medio de sus amistades, y así fueron ellas tan desdichadas, pues se fundaron en la sangre y muerte de un inocente. Entregáronse ambos prisioneros, pero con diferente suerte; porque al uno le apartaron para quitarle la vida, y al otro para darle libertad. Honraron con grandes demonstraciones de contento a Montaner, y a Palacín mandó Rocafort cortarle luego la cabeza, sin darle más tiempo de vida de la que el verdugo tardó a darle la muerte, y sin que persona alguna se atreviese a replicar sobre ello a Rocafort. Que se halle hombre tan ruin como Rocafort entre tantos soldados y capitanes no me causa admiración; pero ¡que entre todos ellos no se hallase un hombre de bien que detuviera o replicara a Rocafort, advirtiéndole siquiera que ofendía su fama y escurecía sus hechos con ejecución tan inhumana y fuera de tiempo! Era García Gómez Palacín aragonés, valiente soldado y honrado caballero, aunque desdichado, principal capitán y valedor del bando de Berenguer de Entenza y Ferrán Jiménez de Arenós.

Con este hecho, indigno de cualquier hombre que lo sea, perdió Rocafort amigos y reputación, pues dar la muerte a un caballero que se retiraba como vencido a la patria, de donde no le pudiera ofender ni impedir su grandeza, fue indicio y señal manifiesto de su crueldad y fiereza. Montaner, como habla sido maestre racional de nuestro ejército, y era el que mandaba todos los oficiales de pluma, tenía granjeados con su buen término y verdad los ánimos de todos los soldados, y así, le amaban como a padre: cosa raras veces vista, amar los soldados la gente de pluma, a quien ordinariamente aborrecen y murmuran, porque les parece que estando descansados, con trampas y enredos, en daño de la milicia se acrecientan y enriquecen, y ellos con mil trabajos y peligros viven siempre en una miserable suerte.

Recibieron todos a Montaner con regocijo general, y luego le dieron una posada de las más honradas que había, y los turcos y turcoples los primeros le presentaron veinte caballos y mil escudos, y Rocafort un caballo de mucho precio y otras cosas de valor, sin que hubiese persona de estimación en todo el ejército que no le diese algo. Tibaldo de Sipoys y los capitanes venecianos que le entregaron quedaron corridos, de ver que se hiciese tanta honra a quien ellos habían robado cuanto tenía, y temieron que no le hiciese daño en desbaratar sus trazas y pretensiones; pero Montaner era cuerdo, y como no le pareció cosa sigura quedarse en nuestro campo, ni las impidió ni las favoreció.

Rocafort, que hasta entonces había estado dudoso en aceptar lo que por parte de Carlos de Francia le ofrecía Tibaldo de Sipoye, porque el respeto de la casa de Aragón le detenía; pero cuando tuvo por cierto que por no haber querido admitir al infante por el rey don Fadrique, las casas de los reyes de Aragón, Sicilia y Mallorca le serían enemigos, vino en lo que Tibaldo deseaba, que la compañía le recibiese por su general en nombre de Carlos de Francia, ofreciéndoles el sueldo aventajado y grandes esperanzas, que era lo que les podía dar. Con esto le juraron fidelidad, forzados, a lo que yo puedo juzgar, de la violencia de Rocafort, porque desechar a su príncipe natural y tomar al extraño y enemigo, no es posible que los catalanes y aragoneses voluntariamente lo consintiesen, ni Rocafort lo intentase, sino por la siguridad que tenían en los turcos y turcoples y parte de la almugavería, que ciegamente le obedecían, aunque lo que Rocafort hizo no parece que fuese traición, porque no tomó las armas contra sus príncipes, sino sólo se apartó de su servicio, cosa en aquellos tiempos lícita y usada, y más cuando precedían agravios. Ni menos fue por aborrecimiento que tuviesen a la casa de Aragón y amor a la de Francia, sino que quiso arrimarse por entonces al príncipe menos poderoso, para con más facilidad apartarse dél cuando sus cosas llegase al estado en que esperaba verse. Porque corría una voz, entre muchas, que Rocafort se quería llamar rey de Tesalónica o Salonique, y no era esto sin algún fundamento, pues había mudado el sello del ejército, que era la imagen de San Pedro, y en su lugar mandó poner un rey coronado: señales evidentes de sus altos y atrevidos pensamientos. Tales bríos cobra el que tiene en sus manos un ejército vitorioso y amigo; y pienso que fueran más que pensamientos, y que sin duda llegara a ser príncipe absoluto si su grande avaricia y soberbia no atajara los pasos de su próspera fortuna, al tiempo que le ofrecía un estado con que pudiera fundar y engrandecer su casa. Que si Rocafort viviera cuando los nuestros ocuparon los estados de Atenas y Neopatria, tengo por sin duda que no llamaran al rey de Sicilia, sino que le recibieran por su príncipe y señor, pues se pudiera hacer con muy justo título, habiendo sido Rocafort su general tantos años, en tiempo de tantos trabajos, y debajo de cuyo mando y gobierno habían alcanzado tantas vitorias y dado glorioso fin a tan señaladas empresas.

Luego que las galeras venecianas vieron a Tibaldo general del ejército en nombre de Carlos, partieron la vuelta de su casa, y Ramón Montaner con ellas, aunque le rogaron mucho que se quedase; pero como él conocía la poca seguridad que había en la condición de Rocafort, jamás quiso quedarse, ni aun pidiéndoselo muy encarecidamente el mismo Tibaldo.




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Capítulo LVII

Montaner con las galeras venecianas vuelve al Negroponte, y en Atenas se ve con el infante don Fernando


Juan Tari, general de las galeras venecianas, por orden de Tibaldo dio una galera a Montaner para que llevase en ella sus camaradas, sus criados y su ropa, y su persona se embarcó en la capitana con Tari, de quien fue por extremo regalado y servido. A más desto, Tibaldo dio cartas a Montaner para Negroponte, en que mandaba que se le restituyese todo lo que se le había robado de su galera cuando prendieron al infante, y esto so pena de la vida y perdimiento de bienes si alguno lo ocultase. Con este buen despacho partió Montaner a Negroponte con las galeras venecianas, donde llegaron con buen tiempo, y luego se notificaron las cartas de Tibaldo al justicia mayor de venecianos. Hiciéronse luego pregones con las penas dichas a los que no restituyesen, y Juan Damici y Bonifacio de Verona, como señores también de la isla, hicieron los mismos pregones cuando vieron la carta de Tibaldo, supremo ministro en aquellas partes del rey de Francia. Fueron los pregones poco obedecidos, porque no se hicieron sino sólo para satisfacer y cumplir con esta demostración con Tibaldo; porque Montaner no cobró cosa alguna de las perdidas ni se le dio otra satisfación. Montaner, como verdadero criado y servidor del infante, pidió a Juan Tari que le diese lugar para ir a la ciudad de Atenas a verle y consolalle en su prisión; que como nació súbdito de los de su casa, no podía dejar de acudir en caso tan apretado como el velle preso. Tari con mucha cortesía le ofreció de aguardar cuatro días en Negroponte, en que tendría bastante tiempo para ir a visitar al infante y volverse, porque de Negroponte a Atenas había solas veinte y cuatro millas.

Partió Montaner con cinco caballos, y en llegando a la ciudad quiso ver al duque, y aunque le halló enfermo, le dio lugar para que le viese, y le recibió con mucha cortesía, y con palabras muy encarecidas le significó el sentimiento que había tenido del suceso de Negroponte cuando le robaron su galera, y ofreció que en todo lo que se le ofreciese le ayudaría con veras. Montaner respondió que estimaba mucho la merced y honra que le hacía; pero que sólo deseaba ver al infante don Fernando. Dióle licencia el duque con mucho cumplimiento, y mandó que el tiempo que Montaner estuviese con el infante todos cuantos quisiesen pudiesen entrar en el castillo y visitalle. Dieron luego libre la entrada de Sant Ober; y Montaner, en viendo al infante, las lágrimas le sirvieron de palabras, que mostraron el sentimiento de ver su persona puesta en manos de extranjeros. El infante en lugar de recibir algún consuelo de Montaner, fue él el que se le dio y animó con palabras de grande valor y constancia. Dos días se detuvo Montaner en su compañía, platicando los medios más necesarios para su libertad, y últimamente quiso quedarse para serville y asistille en la prisión; no lo consintió el infante, por parecelle más conveniente que fuese a Sicilia a tratar con el rey de su libertad. Dióle cartas para el rey, y le encargó que, como testigo de vista, refiriese a su tío todo lo que había pasado en Tracia y Macedonia acerca de admitille en su nombre.

Con esto se despidió Montaner, y fue a tomar licencia del duque para volverse, de quien fue regalado con algunas joyas, que le fueron de mucho provecho, porque todo el dinero que traía había dejado al infante, y repartido sus vestidos entre los que le servían. Vuelto a Negroponte, se partieron luego las galeras, y navegando por las costas de la Morea llegaron a la isla de la Sapiencia, donde toparon cuatro galeras de Riambau Dasfar, de quien ya tenía lengua Montaner. Los venecianos, sospechosos siempre, como gente de república, apartándose con Montaner, le preguntaron si Riambau Dasfar era hombre que les guardaría fe. Respondióles que era buen caballero, y que él no sería enemigo ni haría daño a los amigos del rey de Aragón, y que con seguridad podrían estar todos juntos y honrar a Riambau. Con esto se sosegaron, y Montaner pasó a la galera de Riambau Dasfar, y luego todas se juntaron, y se convidaron los capitanes con mucha llaneza y seguridad. Llegaron a Clarencia, donde se detuvieron las galeras venecianas, y entonces Montaner se pasó a las de Riambau, en cuya compañía llegó a Sicilia, y en Castronuevo se vio con el rey, y le dio larga relación de lo que pasaba, juntamente con la carta del infante. Mostró el rey gran sentimiento, y luego escribió al rey de Mallorca y al rey de Aragón para que todos juntos ayudasen a la libertad de don Fernando; y en este medio, Carlos, hermano del rey de Francia, escribió al duque de Atenas que enviase la persona del infante al rey Roberto de Nápoles. Obedeció el duque; y así, vino el infante a Nápoles preso, donde estuvo un año en una cortés prisión; porque salía a caza y comía con Roberto y con su mujer, que era su hermana.

El rey de Mallorca, su padre, por medio del rey de Francia, le alcanzó libertad, con que el infante vino a Colibre a verse con su padre.




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Capítulo LVIII

Prisión de Berenguer y Gisbert de Rocafort


Los nuestros, después que admitieron por capitán general a Tibaldo, y le juraron en nombre de Carlos, hermano del rey de Francia, mantuvieron el puesto de Casandria, sustentándose de las correrías y entradas que hacían la tierra adentro, hasta llegar a Tesalónica, donde estaba la emperatriz con toda su corte, con todas las riquezas y tesoros del imperio de los griegos, que esta ambiciosa mujer había recogido para acrecentar a sus hijos, en grave daño de Miguel, su entenado, sucesor legítimo del padre. Mientras Rocafort, sin recelo de mudanza, trataba de su aumento y grandeza, llegó el fin de su prosperidad y principio de su desdicha, que las más veces suele ser en la mayor confianza y seguridad del hombre, para que se conozca claramente la instabilidad de las cosas humanas, y que no hay poder que pueda en sí proprio asegurarse, porque las causas de su acrecentamiento son las mismas de su ruina. La primera causa y motivo que tuvieron sus enemigos para derriballe fue conocer en él un grande desconocimiento de lo que debía a su propria naturaleza y sangre, pues a más de ser cruel era codicioso y lascivo, insufribles vicios en los que mandan; porque la vida, honra y hacienda, bienes los mayores del hombre mortal, andan siempre en peligro. El deseo de tomar satisfación y venganza de los agravios recebidos de Rocafort con el miedo se encubrieron, hasta que tomaron la ocasión del poco caso y respeto que Rocafort tenía a Tibaldo, y secretamente pusieron en plática su libertad, pareciéndoles que hallarían en Tibaldo, como en hombre ofendido el remedio de sus agravios, pues casi eran comunes a todos. Dijeron a Tibaldo que les ayudase a salir de tan dura servidumbre y que se reprimiese la insolencia de Rocafort, pues olvidado de lo que debla hacer un buen gobernador y capitán, atropellando las leyes naturales usaba de su poder en cosas ilícitas y fuera de toda razón, y de los súbditos libres como de sus esclavos, y de los bienes ajenos como suyos proprios. Que ya era tiempo que las maldades de Rocafort tuviesen castigo y sus trabajos y peligros fin; que pues él era la suprema cabeza, pusiese el remedio conveniente y diese satisfación a tantos agraviados. Tibaldo, como solo y forastero, temiéndose que no fueran echadizos de Rocafort para descubrir su ánimo, respondió con palabras equívocas, ni cargando a Rocafort ni desesperándoles a ellos. Era el francés hombre muy prudente y de grande experiencia, y quiso aunque agraviado de Rocafort, tentar el camino más suave para moderalle; porque como el principal motivo de su venida había sido para tener de su parte nuestro ejército, no reparaba en su particular autoridad, sino en lo que había de ser de importancia para el príncipe cuyo ministro era.

El primer medio que tomó fue hablar con gran secreto a Rocafort y pedille que se fuese a la mano en sus gustos, poniéndole delante los daños que le podrían causar. Pero Rocafort, poco acostumbrado a sufrir personas que pretendiesen detener y corregir sus desórdenes, respondió a Tibaldo con tanta aspereza, que le obligó a poner remedio más violento; y desesperado de poder mantener a Rocafort en el servicio de su príncipe si no se le consentían sus ruindades, determinó vengarse dél y dejar nuestra compañía. Pero disimuló esta determinación hasta que un hijo suyo viniese con seis galeras de Venecia, adonde le había enviado algunos meses antes. Llegaron dentro de pocos días; y Tibaldo, cuando se vio seguras las espaldas, envió con gran secreto a decir a los capitanes conjurados que le hiciesen saber en lo que estaban resueltos de los negocios de Rocafort. Ellos respondieron que juntase consejo, y que en él vería los efetos de su determinación. Dióse Tibaldo por entendido, y al otro día hizo juntar el consejo, publicando que tenía cosas importantes que tratar en él. Vino Rocafort con la insolencia y arrogancia que acostumbraba. A la primera plática que se propuso, comenzaron todos a quejarse dél; pero como hasta entonces no había tenido hombre que le osase contradecir ni que descubiertamente se le atreviese alborotóse extrañamente, y con el rostro airado y palabras muy pesadas los quiso atropellar, como solía. Entonces los capitanes conjurados se fueron levantando de sus asientos; y llegándosele más, multiplicando las quejas y acordándose de los agravios que a todos hacía, diciendo y haciendo, le asieron a él y a su hermano, sin que pudiesen resistirse, porque los conjurados eran muchos y resueltos. Luego que tuvieron presos a entrambos hermanos y entregados a Tibaldo, acometieron la casa de Rocafort y la saquearon toda, alargándose la licencia militar como suele en casos semejantes, sin detenelles el respeto que debían tener a las paredes de quien había sido su general tantos años, y con su espada y valor haberles defendido tantas veces.




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Capítulo LIX

Tibaldo, llevando consigo los dos hermanos presos, deja el ejército y los lleva a Nápoles, donde les dieron muerte


La prisión de Rocafort causó diferentes efetos, porque sus amigos se entristecieron, como participantes de sus delitos, y hubieran hecho alguna demostración de libralle, si no dudaran de que un caso tan grave no era posible haberse emprendido sino con gran prevención de ayuda y lados; y más que aún no habían reconocido cuáles eran amigos o enemigos declarados: cosas que muchas veces suelen ser de importancia para los que acometen casos tan repentinos y promptos. Los turcos y turcoples, que eran los fieles a Rocafort, quedaron tan pasmados y atónitos del hecho, que no pudieron tomar resolución. Los almugávares estaban divididos: la mayor parte le amaba, la otra le aborrecía; pero toda la gente de estimación y la nobleza, como la más ofendida, era la que procuraba con muchas veras su perdición.

Aquella noche que Rocafort estaba preso fue toda inquieta y llena de recelos. A la mañana ya pareció que había más sosiego, porque supieron que Rocafort y su hermano estaban vivos. Pero cuando a Tibaldo le pareció que tenía a todos los del ejército más descuidados y siguros, una noche, con gran secreto, embarcó a los dos hermanos Rocaforts en sus galeras, y él juntamente con ellos navegó la vuelta de Negroponte, dejando burlada toda nuestra compañía.

A la mañana, cuando vieron partidas las galeras, y que Tibaldo se llevaba en ellas a los dos hermanos, alteráronse todos mucho, y decían que aunque Rocafort fuese de tan ruines costumbres era su capitán, y no les parecía justo entregarle a sus enemigos para que hiciesen escarnio dél y de nuestra nación, dándole una muerte vil y afrentosa, en mengua de todos ellos; que si Rocafort la merecía, que se la hubiera dado el ejército por sus manos, y no ponerle en las de sus mayores enemigos. Con esta plática se fueron encendiendo los ánimos, atizados de los amigos íntimos de Rocafort, de suerte que llegaron a tomar las armas los almugávares y turcos contra los que se habían señalado en su prisión, y con una furia y coraje increíble los iban buscando por sus alojamientos y matando los que topaban, sin que hubiese soldado ni caballero que se atreviese a resistirles: tanta fue la afición y voluntad que la gente de guerra tuvo a Rocafort, que jamás la pudieron borrar sus maldades y ruin correspondencia con los amigos, ni en esta ocasión pudo sosegarse hasta vengarle y satisfacerse muy a su gusto.

Quedaron muertos deste alboroto o motín catorce capitanes de los más conocidos enemigos de Rocafort, y otra mucha gente de los aficionados y criados destos capitanes que quisieron al principio resistir: cosa notable que los nuestros, puestos en medio de sus enemigos, tres años continuos tuviesen entre ellos siempre guerra civil, derramándose más sangre que en todas las demás que tuvieron con los extraños. Y aunque las guerras civiles son de ordinario ocasión de no tenerlas con los extranjeros, no sucedió esto a los nuestros, pues a un mismo tiempo acometían al enemigo y se mataban entre ellos.

Tibaldo llegó a Nápoles con los dos hermanos Rocaforts presos, y los entregó al rey Roberto, su mortal enemigo. El origen desta enemistad fue no haberle querido Berenguer de Rocafort entregar unos castillos de Calabria, que por razón de las paces hechas entre los reyes le pertenecían, hasta que lo satisfaciesen lo corrido de sus pagas a él y a su gente; y como los reyes tienen por injuria y atrevimiento grande pedilles paga de servicios por medios violentos, aunque por entonces satisfizo a Rocafort, quedóle siempre vivo el sentimiento deste agravio. Mandó luego que los llevasen a los dos hermanos al castillo de la ciudad de Aversa, y que encerrados en una oscura prisión, los dejasen sin darles de comer hasta morir.

Fue Berenguer de Rocafort el más bien afortunado y valiente capitán que hubo en muchas edades, y el más digno de alabanza, si al paso de su prosperidad no crecieran sus vicios. Sirvió al rey don Pedro y a sus hijos don Jaime y don Fadrique, de capitán. Después, con nuevos pensamientos, se juntó con Roger en la Asia, adonde fue con no pequeño socorro. Por muerte de Corbarán de Alet fue senescal, maestre de campo, general del ejército, y después de muerto Roger, y Berenguer preso, le gobernó por espacio de cinco años sin competidor alguno, y en este tiempo destruyó muchas ciudades y provincias. Venció tres batallas con muy desigual número de gente, y en una dellas un emperador de Oriente; y mantuvo una guerra tanto tiempo en el centro de las provincias enemigas; y últimamente atravesó con su ejército desde Galípoli a Casandria, quemando y destruyendo cuanto se le puso delante. Nunca fue vencido ni aun en pequeñas escaramuzas. Triunfó de todos sus enemigos, y en todas las guerras civiles y extranjeras fue siempre vencedor; pero el remate de todas estas dichas paró en una triste prisión y miserable muerte, aunque, al parecer de todos, justísimo castigo del cielo, por la sangre inocente que derramó de sus amigos y de otros muchos que injustamente murieron a sus manos. Gisbert de Rocafort siguió la misma fortuna que su hermano; pero, según se colige de los historiadores de aquellos tiempos, no procedió tan disolutamente como él, aunque fue participante y compañero en muchos de sus delitos, y particularmente en la de Berenguer, y quizá por no tener el lugar de su hermano fue menos notado; porque los vicios se descubren más en la mayor fortuna. Quién fuesen estos caballeros, o de qué familia de las muchas que en Cataluña hubo deste apellido, Montaner lo calla, como de muchos otros que se hallaron en esta grande empresa, que ni aun escribió sus nombres: yerro por cierto o descuido muy notable y de grandísimo perjuicio para las casas nobles que hoy permanecen en estos reinos, cuyos pasados se hallaron en esta tan señalada expedición.




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Capítulo LX

Eligen los catalanes gobernadores; y solicitados del duque de Atenas, ofrecen de serville


Después del miserable caso de Rocafort y de los que por él se siguieron, quedó nuestro ejército, no sólo sin cabeza, pero sin personas capaces de tanto peso; porque el gobierno de tan varias gentes, acostumbradas a obedecer famosos capitanes y envejecidas debajo de su mando, mal se pudiera entregar a quien no fuera igual a los pasados en valor y nobleza de sangre. Roger de Flor fue el que primero los gobernó, hombre, como se dijo, señaladísimo entre todos los capitanes de su tiempo; después Berenguer de Entenza, ilustre por su sangre y hazañas; luego Rocafort, famoso por sus vitorias; y aunque sin éstos en nuestro campo había muchos caballeros y capitanes de nombre que pudieran ocupar este puesto, habían todos perecido por la crueldad de Rocafort, que, como a émulos y competidores, les procuró siempre su perdición; porque no hay razón que prevalezca en un hombre cuando se atraviesa la conservación de un puesto grande, y los medios que pone para adquirille y mantenelle no repara en si son buenos o malos, a trueque de salir con su pretensión.

Juntáronse los del Consejo para elegir cabeza, y considerando la falta que tenían dellas, se resolvieron de nombrar dos caballeros, un adalid y un almugávar, para que por todos cuatro juntos, por consejo de los doce se gobernase el campo.

Con este gobierno se entretuvieron algún tiempo en Casandria, adonde tuvieron embajadores del conde de Breña, que sucedió en el ducado de Atenas por la muerte de su duque, último decendiente de Boemundo, que por faltarle sucesión dejó su estado al conde, su primo hermano. Trajo esta embajada Roger Deslau, caballero catalán, natural de Rosellón, que servía al conde. Con éste asentó el trato, ofreciéndoles de parte de su señor que siempre que le viniesen a servir les daría seis meses de paga adelantada y las mesmas ventajas que habían tenido en servicio del emperador Andrónico. Pero dudábase mucho que pudiesen ir a serville sino dándoles armada con que pasar, porque por tierra parecía imposible, por haber de atravesar tantas provincias, y casi todas de enemigos, ríos caudalosos, montes ásperos, y todo esto sin haberlo reconocido. Con todas estas dificultades quedaron firmados todos los conciertos, por si en algún tiempo le fuesen a servir.

Pasaron el siguiente invierno los nuestros con alguna falta de bastimentos; y así, en abriendo el tiempo, trataron de desamparar a Casandria y acometer a Tesalónica, cabeza de toda la provincia, y adonde estaba la mayor fuerza della, porque se tenía por cierto que ganada esta ciudad, podrían fundar con mucha seguridad los catalanes y aragoneses su imperio en ella y alcanzar las mayores riquezas del Oriente, por residir allí Irene, mujer de Andrónico, y María, mujer de su hijo Miguel, con toda su corte.

No fueron estos consejos tan ocultos al emperador Andrónico como se pensaba, y trató luego de prevenirse, porque conocía a los catalanes con bríos para emprender cosas tan grandes y al parecer imposibles. Envió capitanes expertos a Macedonia a levantar gente para defender las ciudades principales. Mandó que dentro dellas se recogiesen los frutos de toda la campaña, para asigurarse del daño, que podía causar la falta dellos, y dejar al enemigo la tierra de manera que no se pudiese mantener de lo que en ella quedaba. Mandó también que desde Cristopol hasta el monte vecino se levantase una muralla para impedirles la vuelta de Tracia. Con esto le pareció al emperador que acabaría a los catalanes sin venir con ellos a las manos; que esto jamás quiso que se aventurase, porque tenía por imposible vencerlos con fuerza y violencia. Estuvo bien cerca de salirle bien estas trazas a Andrónico, si el valor de nuestra gente no las hiciera vanas y sin provecho.




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Capítulo LXI

Sale el ejército de Casandria y pasa a Tesalia


Dejaron los nuestros a Casandria y vinieron con todo su poder la vuelta de Tesalónica, creyendo hallarla en el descuido que ciudad tan grande y populosa, pudiera tener; pero fue muy diferente de lo que se pensó; porque bastecida de provisiones y de gente de guerra, estaba sobre el aviso. Tentaron de acometella a viva fuerza de asaltos, pero las dos emperatrices que estaban dentro, asistidas de los más valientes capitanes del imperio, libraron la ciudad; porque los catalanes, reconociendo tan gallarda defensa, dejaron la empresa, y alojados en las aldeas más vecinas, corrieron la tierra para buscar el sustento; pero como la vieron vacía de gente y de ganado, sospecharon la traza del enemigo, que ellos no habían prevenido. Trataron luego de partirse, porque ocho mil hombres, sin los cautivos, caballos y bagajes, era número grande para poder sustentarse y vivir de lo que el enemigo había dejado de recoger. Viendo pues la ruina inevitable si se detenían, determinaron volver a Tracia por el proprio camino que trujeron a la venida; pero avisados de un prisionero que el paso de Cristopol estaba cerrado con un muro y bastante gente para su defensa, tuviéronse casi por perdidos, porque creyeron también que tras esta prevención, los macedones, tracios, ilirios y acarnanes y los de Tesalia, todos pueblos vecinos, juntas sus fuerzas, les acometerían, o por lo menos les defenderían el buscar el sustento; con cuya falta forzosamente habían de perecer. La última necesidad, como siempre acontece, les hizo resolver de atravesar toda la provincia de Macedonia y entrar en Tesalia, cuyos pueblos vivían sin recelo de sus espadas, porque creyeron que Macedonia y las fuerzas que había dentro della fueran impenetrables muros para que los catalanes los pudieran ofender.

Apenas acabaron de tomar este consejo cuando luego le pusieron en ejecución, porque Andrónico no le pudiese prevenir; y así, dejando a Tesalónica, recogiendo todas sus fuerzas con increíble diligencia, porque el enemigo no les impidiese la entrada de los montes, caminaron por pueblos enemigos, tomando dellos sólo el sustento forzoso; porque el temor del peligro fue mayor entonces que su codicia, que por no detenerse no la ejercitaban.

Al tercero día llegaron a la ribera del río Peneo, que corre entre los montes Olimpo y Ossa, y riega aquel amenísimo valle llamado Tempe, tan celebrado en la antigüedad. En las caserías y poblaciones riberas deste río se alojaron, donde, convidados de su regalo y templanza del cielo, pasaron el rigor del invierno. Dióles ocasión para este reposo el tener llana y segura la salida para Tesalia y la abundancia de bastimentos que hallaron en las tierras, poco trabajadas antes de gente militar. Fue este valle de Tempe tan estimado de los antiguos, así por la suavidad y templanza del aire, como por la religión y deidades que creyeron que habitaban entre aquellas selvas y bosques y en el río, que le tenían por un paraíso y propria habitación de sus dioses.

Los griegos, cuando supieron el camino, que los catalanes habían tomado, poco seguros de que no volviesen, no los quisieron irritar, aunque la presteza de su camino fue de manera, que aunque les quisieran seguir no pudieran alcanzalles, y quedaron con nuevos temores de gente cuya industria y valor excedía todas sus fuerzas y consejos.




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Capítulo LXII

Baja el ejército de los catalanes a Tesalia, y por concierto dejan esta provincia y pasan a la de Acaya


En entrando la primavera, salió el ejército del valle y bajó a Tesalia, sin haber enemigo que se le opusiese, con que libremente se hicieron contribuir de la mayor parte de sus pueblos que viven en lo llano. Hallábase entonces esta provincia sujeta a un príncipe de poca capacidad, casado con Irene, hija bastarda del emperador Andrónico. Estaba desavenido con su suegro porque no quería reconocer la obediencia que debía al imperio; porque ya en este tiempo aquella monarquía oriental de los griegos estaba en su última declinación, y la mayor parte de los príncipes sujetos no la querían reconocer, porque la vieron sin fuerzas, y sin ellas cualquier derecho se pierde; que la sujeción no se da sino al poderoso. Así el imperio de los romanos del Occidente ha venido a quedar en un título vano de su grandeza, porque Italia, Francia, España y Inglaterra, que un tiempo le rindieron tributo y recibieron sus leyes, hoy se ven libres, porque declinó su poder, y con él se perdió su derecho: los godos y demás naciones septentrionales le redujeron a esta miseria.

Luego que el príncipe de Tesalia supo las fuerzas que tenía en su Estado, y que eran superiores a las suyas, con los buenos consejeros y ministros fieles que tuvo alcanzó lo que otros no pudieron con las armas, que fue persuadilles con dádivas y con ruegos que saliesen de su Estado; y así, con una cortés embajada, después de haber fortificado algunas ciudades y puestas en defensa, porque también fuese esto ocasión de que los catalanes no dejasen lo cierto por lo dudoso, ofreciéronles bastimentos necesarios y fieles espías para que los llevasen a Acaya o a donde mejor les pareciese, y juntamente les dieron gran cantidad de dinero; porque cuando el poder es muy inferior, no se puede tener por desvalor y mengua redimir con dinero la vejación que se padece. Juntáronse los gobernadores y consejeros del ejército, y ponderando las dificultades y peligros que pudieran suceder de quedarse en la provincia, juzgaron por cosa útil y necesaria admitir los partidos y caminar adelante, porque cuanto más se acercaban hacia el mediodía, tanto se acercaban a tener cerca los socorros de Sicilia y de España. Respondieron a los embajadores que ellos admitían el partido, y con esto el negocio quedó concluido; y luego por parte del príncipe se les entregó el dinero y vituallas, y ellos con mucha puntualidad partieron el día que ofrecieron de salir. Con esto Tesalia quedó libre por su industria de gravísimos daños, y los catalanes con la misma los evitaron; porque la guerra a todos es dañosa, y muchas veces el vencedor se diferencia sólo en el nombre del vencido.

El camino que los nuestros tomaron fue por la parte montañosa de la provincia de Tesalia, llamada la Blaquia, que forzosamente hubieron de atravesar parte della. Zurita, cuando refiere el camino que hizo este ejército, recibió grande engaño diciendo que la tierra que pasaron se llamaba Valaquia, porque no llegó a su noticia que había provincia que se llamase Blaquia; porque Montaner, de donde él lo sacó, la llama Blaquia, y Zurita, ignorando el nombre y corrigiendo a Montaner, la llama Valaquia, llevado de la semejanza del nombre; pero a la Valaquia no llegaron los nuestros con cien leguas. La Blaquia se debe llamar, que es -según Nicetas, en el fin de su historia- la tierra montañosa de Tesalia, que viene bien con el camino que los catalanes hicieron y con el nombre que Montaner la llama. Sus naturales se llaman blacos, gente belicosa y que tuvo muchos años oprimidos a los emperadores orientales, y aun hoy entre los turcos conservan su nombre y valor, puesto que sujetó a tan bárbara y poderosa gente. No acaba Montaner de encarecer el trabajo que se tuvo en este camino de la Blaquia, porque siempre fue con las armas en la mano y peleando: tanta resistencia hallaron en los naturales. Yo entiendo que una de las mayores empresas que se hicieron en esta expedición fue el abrir camino por esta tierra, tan llena de gente plática y valiente. Al fin la atravesaron a pesar suyo, con universal admiración de los que conocieron el peligro, con las buenas y fieles guías de los de Tesalia. Pasaron el estrecho llamado Termópilas, célebre por los trecientos espartanos que con Leónidas murieron defendiendo el paso a Jerjes y la libertad de Grecia. De allí bajaron a la ribera del río Ceñso, que baja del monte Parnaso y corre hacia el Oriente, dejando a la parte del Norte los pueblos llamados de los antiguos locrenses, opuncios y epieménides, y a Mediodía Acaya y Beocia. Llega este río hasta Lebadia y Haliarte, donde se divide y pierde el nombre, y le muda en el de Esopo y Ismeno. Esopo corre por medio de la provincia Ática hasta que entra en el mar; Ismeno junto de Aulide desagua en el mar Euboico, llamado hoy de Negroponte. Por aquellas vecinas aldeas de locrenses se alojó nuestro campo para pasar el otoño y invierno, y tomar resolución de lo que se había de hacer la primavera siguiente.




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Capítulo LXIII

El duque de Atenas recibe a los catalanes


El duque de Atenas, luego que supo que el ejército de los catalanes había pasado los montes y atravesado la Blaquia, envió con mucha diligencia sus embajadores a las cabezas del ejército, temiendo que otros príncipes vecinos recibiesen a los catalanes en su servicio; porque, como era milicia de tanta estimación, todos procuraban tenerla en su favor; y así él, con grandes ofrecimientos de pagas y sueldos aventajados, les acordó la palabra que le dieron en Casandria de venille a servir cuando él envió a Roger Deslau. Los catalanes, oída la embajada del duque, les pareció más útil su amistad que la de los otros príncipes vecinos, y así se concluyó el trato con él, que fue el mismo con que sirvieron al emperador Andrónico.

Con estos nuevos socorros el duque se puso en campaña a restaurar lo que sus enemigos habían ocupado de su Estado. El más vecino y poderoso enemigo era Angelo, príncipe de los blacos, y el emperador Andrónico, que como príncipe griego, aborrecía el nombre latino, y quería echar de su Estado al duque y a los demás franceses que le seguían. El déspota de Larta, llamada de los antiguos Andracia, también le apretaba con sus armas. Contra las destos tres enemigos, que aun divididos eran poderosos comenzó la guerra el duque; y fue tan dichoso en ella, que no solamente reprimió la furia y rigor de sus enemigos y defendió su Estado, pero también cobró treinta fuerzas que le habían usurpado. Últimamente se trataron y concluyeron paces con todos; pero se hicieron muy aventajadas por parte del duque.

Todos los sucesos desta guerra que los catalanes tuvieron con los enemigos del duque no hay historiador que lo refiera sino sólo por mayor, ni ha quedado memoria ni papel alguno de donde se pudiera sacar algo que ilustrara estos sucesos, que fueron sin duda muy notables, porque los enemigos con que se hizo eran poderosos en número y valor. Gran desdicha de nuestra nación que haya enterrado el silencio hechos tan memorables, que pudieran perpetuar su estimación en los siglos venideros.




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Capítulo LXIV

Despide el duque con summa ingratitud a los catalanes que le habían servido, sin quererles pagar; con que los unos y los otros se previenen para la guerra


Luego que el duque se vio absoluto y pacífico señor de su Estado, no trató de cumplir su palabra pagando lo que había ofrecido a los nuestros cuando los llamó a su servicio; antes bien tratándoles con poca estimación, les fue maquinando su ruina, cosa al parecer imposible olvidarse de tan reciente y señalado beneficio como fue restituirle en su Estado y reprimir tan poderosos enemigos. Admiró extrañamente esta novedad y mudanza a los catalanes y aragoneses, que esperaban de su mano vivir de allí adelante con honra y comodidad; porque como el duque se criara en Sicilia, en el castillo de Agosta, mostraba afición a los catalanes, y hablaba su lengua como si fuera natural y propria suya. Quedaron suspensos de velle tan trocado cuando más prendas y obligaciones corrían.

La traza que tuvo el duque para librarse de las descomodidades que la gente de guerra pudiera causar en su Estado pacífico, fue la siguiente: entresacó de nuestro ejército docientos soldados de a caballo, los de mayor servicio y partes, y trecientos infantes, y repartió entre todos ellos algunas haciendas, con harta moderación, por todo su Estado. Quedaron estos contentísimos, y los demás también, esperando que el duque había de usar de la misma liberalidad con ellos. Pero al tiempo que creyeron ver cumplidas sus esperanzas, les mandó el duque que dentro de un breve plazo se saliesen de su Estado, y que cuando no le obedeciesen, los trataría como a rebeldes y enemigos.

Los nuestros, aunque confusos y turbados de golpe tan poco prevenido, con el valor y determinación que solían le respondieron que obedecerían con mucho gusto si les pagaba el sueldo que se les debía, pues tan bien le habían servido, y los seis meses adelantados que les ofreció cuando vinieron a su servicio; que con este dinero podrían alcanzar bajeles para volver a su patria seguros, aunque mal pagados. Replicó a esto el duque con tanta soberbia y con tanto desconocimiento de los servicios pasados, que dijo que se fuesen de su presencia y se saliesen de su tierra; que él ni les debía ni les quería pagar lo que con tanta desvergüenza le pedían; que aprestasen luego su salida si no querían verse muertos o cautivos. Esta respuesta obligó a los nuestros a que determinasen antes morir que salir de su tierra sin que se les diese entera satisfación. Hiciéronle saber esta resolución, y entre tanto se apoderaron de algunos puestos importantes, adonde los pueblos, aunque por fuerza, les contribuían para sustentarse.

Luego que el duque supo que los catalanes se querían defender, hizo grandes juntas de gentes, así de naturales como de extrañas, para echarles por fuerza de su Estado, pudiéndolo hacer con menos gasto, menos peligro y menos nota de su ingratitud, si les despidiera dándoles las pagas que tan bien habían merecido. Al fin se resolvió de echarles por fuerza, y para esto juntó un poderoso ejército, bien desigual con nuestro corto poder, porque de atenienses, tebanos, platenses, locrenses, tocenses y megarenses, y ochocientos caballos franceses, llegó a tener seis mil y cuatrocientos caballos y ocho mil infantes, aunque Montaner quiere que sean muchos más; pero en este caso me ha parecido seguir a Nicéforo, que lo escribe harto difusamente, y pudo tener más noticia, por hallarse más cerca que Montaner, que ya no estaba presente en esta jornada, y el griego es muy neutral cuando no escribe los sucesos de su nación, sino de las extrañas. Los docientos caballos y trecientos infantes a quien el duque había dado las haciendas que se ha dicho, viendo el peligro de sus compañeros, y creyendo que aquel mismo rigor se había también después de ejecutar en ellos, fuéronse al duque y le dijeron cómo entendían que aquel ejército que tenía junto era para contra sus compañeros y amigos; y que si esto era así verdad, ellos le renunciaban las haciendas que les dio, porque tenían por mejor suerte morir defendiendo a los suyos que gozar riquezas en paz pereciendo ellos. El duque, confiado de sus fuerzas, que eran tan superiores a las nuestras, les respondió con palabras tan pesadas y tan llenas de mil ultrajes y afrentas, que cuando no vinieran tan resueltos de apartarse de su servicio, sólo esa respuesta les obligara a procurar vengarse. Las palabras en todos los hombres han de ser muy medidas, y más en los príncipes, porque de la descortesía no se puede esperar sino aborrecimiento, y las más veces deseo y cuidado de satisfación y venganza. Palabras descompuestas causan justa indignación, aun en los más humildes. La cortesía es lazo con que se prenden los corazones, y usada con los enemigos, suele ser medio para ablandarlos en el mayor ímpetu de su furia.

Con esto se fueron los quinientos a juntar con los demás catalanes y aragoneses, y les avisaron de la última resolución del duque; de quien dice Nicéforo que estaba tan arrogante y soberbio viendo debajo de su mano tanta y tan lucida gente, que ya sus designios eran mayores que destruir a los catalanes, porque esto lo pensaba hacer como de paso, y entrar después en las provincias del imperio, haciendo una cruel y sangrienta guerra hasta llegar a Constantinopla. Pero todas estas trazas atajó Dios en sus principios; porque la sobrada confianza de sí mismo nunca se logra.




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Capítulo LXV

Vitoria de los catalanes contra el duque de Atenas, y su muerte; con que los catalanes se apoderaron de aquellos estados, y dieron fin su peregrinación


Los catalanes y aragoneses, luego que supieron que el duque venía marchando con todo su campo la vuelta de sus alojamientos, hicieron lo que otras veces cuando se vieron forzados de la necesidad, que fue poner el remedio en sólo su valor. Determinaron salirle al encuentro, aunque se hubiese de pelear con tanta desigualdad. Hallábanse en nuestro ejército, entre todas las tres naciones, tres mil y quinientos caballos y cuatro mil infantes cuando dejaron sus cuarteles para salir a recebir al duque. Llegaron a alojarse el primer día en unos prados por donde atravesaba una acequia muy grande, que les ofreció un ardid y traza importante para su ruina del enemigo. La yerba de los prados estaba crecida un palmo alta, bastante para encubrir el terreno. Empantanaron todos aquellos campos vecinos, por donde juzgaron que la caballería enemiga había de hacer sus primeros acometimientos. Para la suya dejaron algunos en seco, para que cuando fuese menester pudiese salir y escaramuzar por lo enjuto y firme. Sucedióles bien la traza; porque el duque al otro día vino con todo el ejército, tan poderoso, que fue ocasión de su descuido en advertir los ardides del enemigo, y le pareció que sólo el lucimiento de sus armas y galas bastaba para humillar sus so enemigos.

En descubriendo a los nuestros ordenó sus escuadrones, y porque tenía mayor confianza de la caballería, la puso toda delante, y él en persona, con una tropa de docientos caballeros franceses y los más lucidos de la provincia, tomó la vanguarda. Nuestra gente, al tiempo que el duque se disponía para la batalla, quiso hacer lo mismo, mezclando los escuadrones y tropas de los turcos y turcoples entre las suyas; pero ellos se salieron afuera, diciendo que no querían pelear, porque tenían por imposible que el duque viniese contra los catalanes, de quien había sido tan bien servido, sino que debía ser traza con que los querían destruir a ellos, como a gente de diferente religión. No se turbaron los catalanes y aragoneses en esta resolución de los turcos, aunque por la brevedad no les podían desengañar, ni quisieron rehusar la batalla; antes con más coraje salieron a escaramuzar y cebar al enemigo que viniese a buscar su misma muerte. El duque, con la primer tropa de vanguarda, vino cerrando contra un escuadrón de infantería que estaba de la otra parte de los campos empantanados, y con la furia que la caballería llevaba se metió sin poderlo advertir en medio dellos, y al mismo tiempo los almugávares, sueltos y desembarazados, con sus dardos y espadas se arrojaron sobre los que, cargados de hierro, se revolcaban en el lodo y cieno con sus caballos. Llegaron las demás tropas para socorrer al duque, y cayeron en el mismo peligro. El duque, como más conocido, fue de los primeros que murieron a manos de los que poco antes había menospreciado y maltratado, con palabras afrentosas. Este suele ser el fin de los arrogantes y desvanecidos, que de ordinario vienen a perecer donde creyeron que habían de triunfar.

Muerto el duque y los que iban en su tropa, quedó lo restante del campo lleno de miedo y confusión, porque ya los catalanes y aragoneses les habían acometido por diversas partes, y los turcos y turcoples, satisfechos de sus recelos, viendo que los nuestros degollaban la gente del duque, salieron de refresco contra ella, y dieron cumplimiento a la vitoria.

Pereció con el duque mucha gente principal; porque de setecientos caballeros que entraron en la batalla solos dos quedaron vivos. El uno fue Bonifacio de Verona y el otro Roger Deslau, caballero de Rosellón y muy conocido en nuestro ejército, por haber venido muchas veces con embajada del duque a nuestros capitanes cuando moraban en Casandria. Fue la batalla muy terrible y sangrienta, y duró más el alcance y el matar que el vencimiento; porque en siendo muerto el duque, y empantanadas las primeras tropas de la caballería, hubo gran desorden en lo restante del ejército enemigo, con que fue fácil el rompelle.

Ganada tan señalada vitoria, pasaron adelante, y en pocos días se apoderaron de la ciudad de Tebas y luego de la de Atenas, con todas las fuerzas del estado del duque, rendidas las más sin esperar sitio, porque toda la defensa se había perdido en la batalla. Con esto quedaron nuestros catalanes y aragoneses señores de aquel estado y provincia, al cabo de trece años de guerra; y con esto dieron fin a toda su peregrinación, y asentaron su morada, gozando de las haciendas y mujeres de los vencidos; porque después que se vieron sin contradicción dueños de todo, la mayor parte de los soldados se casaron con las personas más principales y más ricas de la provincia, y quedó fundado en ella un nuevo estado y señorío, que nuestros reyes de Aragón estimaron mucho, por ser ganado, no con sus proprias fuerzas ni con la hacienda común de sus reinos, sino por hombres particulares súbditos suyos: gran dicha de príncipes tener tales vasallos, que los trabajos, los gastos y los peligros vayan por su cuenta, y el fruto de las vitorias, la conquista de los reinos, la gloria de haberlos adquirido, y el mando y gobierno dellos sea por el príncipe en cuyos estados nacieron.

Estaban los nuestros tan faltos de personas principales y caballeros que les gobernasen, que pidieron a Bonifacio de Verona, uno de los dos caballeros que quedaron vivos de la batalla, que fuese su capitán; pero Bonifacio, por parecelle que tendría la misma autoridad con ellos que tuvo Tibaut, no quiso admitir lo que le ofrecían. Dos cosas por cierto extrañas hallo en este caso: lo primero que pusiesen los ojos para su capitán en un extranjero y prisionero suyo; y la segunda que él no lo quisiese ser. Desengañados de su voluntad, hicieron capitán a Roger Deslau, y le dieron por mujer la que lo había sido del señor de Sola, mujer principal y rica. Con este capitán se gobernó algún tiempo aquel estado.




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Capítulo LXVI

Los turcos, con el deseo de volver a la patria, dejan el servicio de los catalanes, y por el mismo camino que vinieron vuelven a Galípoli


Los turcos y turcoples, viendo que los catalanes y aragoneses, sus compañeros, habían acabado su peregrinación y que estaban resueltos de fundar en aquel estado su asiento y vida, deseosos de volver a la patria, determinaron de apartarse de nuestra compañía; y aunque les propusieron diferentes partidos para que se quedasen, ofreciéndoles villas y lugares donde descansadamente pudiesen vivir y participar igualmente con ellos del premio de sus vitorias, ninguna cosa bastó a detenerles, porque decían que ya era tiempo de volver a su tierra y ver sus amigos y deudos, y más hallándose con tanta prosperidad y riquezas como tenían, con las cuales querían que su propria naturaleza fuese el centro de su descanso.

Con esta resolución se partieron amigablemente los turcos y turcoples de nuestra compañía la vuelta de su patria. Tomaron el proprio camino que trujeron cuando vinieron con los catalanes desde Galípoli. Atravesaron toda Tracia, sin que persona alguna les resistiese, talando y destruyendo con grande inhumanidad todas las provincias por donde pasaron. Los turcoples, con Meleco, su capitán, eran cristianos, pero más en el nombre que en los hechos. No quiso intentar nuevo trato para volver al servicio de Andrónico, o porque dudó que no se lo admitirían, o ya que lo admitiesen, receló no fuese para después de aseguralles darles la muerte; porque sabían que los griegos y su príncipe Andrónico estaban muy ofendidos de que en la batalla que los catalanes ganaron cabo Aproso, ellos fueron los primeros que desempararon a Miguel, y después dejaron las banderas imperiales de Andrónico, a quien servían, y se juntaron con los catalanes y aragoneses, sus mayores enemigos, y por siete años continuos destruyeron con ellos el imperio: causas bastantes para temer cualquier reconcillación; que tan grandes ofensas nunca se olvidan.

Desesperado Meleco de tomar este camino, le abrió otro la suerte para que descansase, porque el príncipe de Serbia le ofreció buen acogimiento, con condición que no había de tomar las armas, ni usarlas sino cuando él quisiese. Aceptólo Meleco, y quedaron en Serbia él y los suyos en vida sosegada y quieta, bien diferente de la que hasta allí tuvieron.

Calel, capitán de los turcos, que llegaban al número de mil y trecientos caballos y ochocientos infantes, entró en Macedonia, donde determinó de estar muy de asiento, hasta que con seguridad pudiese volver a su patria, y en este medio hizo tantos daños en aquella provincia, que fue forzoso, ya que faltaban las fuerzas para echarle con ellas, tratar de algunos conciertos con que le obligasen a salir. El que pareció más conveniente para entrambas partes fue que Calel desampararía la provincia si le aseguraban el paso de Cristopol y le daban navíos con que pudiese pasar el estrecho; porque sin estas dos cosas, y faltándole cualquiera dellas, era imposible volver a la Natolia, su patria.

Los turcos entonces platicaban poco el ser marineros, porque como tenían aún provincias que ganar en tierra firme, no cuidaban de las que estaban de la otra parte del mar; y así, no pudo tener Calel esperanza en los navíos de los de su nación. El estrecho de Cristopol era imposible atravesarle, por la muralla que en él se había levantado después que los nuestros le pasaron.

Avisaron al emperador Andrónico de los pactos con que los turcos daban palabra de salir de la provincia; y ponderando como era justo el peligro y riesgo que se ponía con su detención, y lo que toda Macedonia padecería si los turcos, desesperados de que el paso y camino de su patria se les impidiese, y que podrían acometer a Tesalónica o alguna otra empresa semejante, a que la desesperación obliga, y acordándose cuan caro le costó el menospreciar a los catalanes, le hizo resolver presto en el negocio y aceptar aquellos partidos y ofrecer a los turcos el paso libre de Cristopol, y navíos para pagar el pequeño estrecho del Helesponto. Y porque nadie les pudiese ofender, envió tres mil caballos para guarda suya, con un famoso capitán llamado Senancrip Estratopodarca, una de las dignidades principales de aquel imperio. Con esta gente Calel y los demás turcos pasaron el estrecho de Cristopol y llegaron cerca de Galípoli, donde se les había ofrecido que se les daría embarcación.




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Capítulo LXVII

Los griegos rompen la fe prometida a los turcos; y descubierta la traición, ganan un castillo, donde se fortificaron


Estando ya aguardando los navíos, la gente y capitanes de Senancrip, reconociendo las grandes riquezas que los turcos se llevaban, y que eran despojos de sus provincias, teniendo por gran vileza dejar aquellos bárbaros, siendo tan pocos, volviesen a su patria con ellos, determinaron quebrarles el seguro y palabra real, juzgándolo por menos conveniente que sufrir tanta mengua. Tuvieron acuerdo de cómo y a qué tiempo les acometerían: pareció que fuese de noche, tiempo oportuno para gente descuidada.

No se trató el negocio con tanto secreto que los turcos no tuviesen noticia de lo que contra ellos se maquinaba en tan gran ofensa de la misma razón y justicia y del derecho universal de las gentes, que hace inviolable la fe prometida aun al mismo enemigo. Levantáronse aquella noche y ocuparon un castillo, el más vecino que se les ofreció, y pusiéronse en defensa, con determinación de morir vengados. Senancrip y sus capitanes, como se vieron descubiertos, hubo gran confusión entre ellos si era bien acometerles o dar aviso al emperador de lo que pasaba. Prevaleció este último parecer, y avisáronle luego. Pero aunque el aviso llegó presto y a su tiempo, Andrónico tardó en resolverse: falta muy ordinaria de los príncipes, y la más perniciosa, dilatar los remedios hasta que pasa la ocasión y vienen a llegar cuando ya no es posible que aprovechen; y esto en tanto es más peligroso cuanto el negocio es de mayor importancia, como lo son los tocantes a la guerra, donde los yerros pequeños suelen ser causa de pérdidas de reinos y monarquías. Tardar en la elección de los pareceres que se han de seguir es peor que ejecutar el que se tiene por menos conveniente. Vióse en este caso de cuánta mayor importancia fuera para Andrónico, o mandar que luego se pelease con los turcos, o darles navíos para pasar el estrecho; porque cualquiera destas dos cosas que hiciera, que eran las que le tenían suspenso y dudoso, fuera más acertada que no con la tardanza de resolverse darles tiempo para que les viniese socorro y lugar de fortificarse y prevenirse, como lo hicieron. Porque desengañados los turcos de que los griegos no les guardarían palabra, como gente desesperada, hicieron grande esfuerzo en avisar a los de su misma nación que estaban de la otra parte del estrecho; y éstos, como supieron el peligro en que se hallaban Calel y los suyos y las grandes riquezas que tenían, con bajeles pequeños y en muchos viajes pasaron gran multitud de turcos en su socorro; y viéndose tantos juntos, no solamente trataron de defenderse, pero comenzaron a correr la tierra como pláticos en ella.




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Capítulo LXVIII

Los turcos vencen a Miguel, y hacen grandes daños en Tracia


Hasta que el emperador Andrónico, temiendo que aquellos pocos enemigos iban tomando fuerzas, se acabó de resolver en acabarlos de una vez, resolución que por poco le costara la vida a Miguel Paleólogo, su hijo, porque él en persona emprendió la jornada con la gente de guerra que tenía y gran multitud de villanos, que los traía más la codicia de recoger los despojos que de pelear. Tenían todos por cierto que en viendo los turcos al emperador Miguel y el fausto y vanidad de los cortesanos se rendirían: y fue tanto el descuido de los griegos, que como si fueran a caza vinieron la vuelta de los turcos, sin ordenar escuadrones, olvidados de todo punto del manejo ordinario de la guerra, o fuese por ignorancia o por parecerles inútil cualquier prevención para tan poca gente. Los turcos, como no tenían otro remedio sino pelear o morir vilmente, dejaron las mujeres, niños y haciendas dentro los reparos de sus fortificaciones, con bastante número para su defensa, y salieron a encontrarse con el enemigo sietecientos caballos.

Venía el emperador Miguel muy descuidado, pensando hallar a los turcos no en la campaña, sino defendiendo el poco espacio de tierra que habían fortificado, y cuando descubrieron la tropa de los sietecientos caballos que les salían a recebir fue tanta la turbación de los griegos y desorden de los villanos, que antes de ser acometidos fueron rotos. Cerró junta la tropa de los sietecientos caballos turcos por la parte donde vieron los estandartes y el guión del emperador Miguel, que ni estaba en parte sigura ni con la defensa que debiera. Los villanos a este tiempo ya habían vuelto las espaldas y desemparado el puesto que se les encargó, y tras ellos muchos soldados de quien Miguel tenía alguna confianza, y así se vio en un punto, sin pelear, vencido. Perdió el guión; y aunque con voces y ruegos procuró detener los que huían, no fue oído ni creído. Viéndose solo, y que los turcos le apretaban, volvió las riendas a su caballo, lleno de lágrimas y tristeza. y huyó como los demás. Los turcos le siguieron, y si algunos capitanes y soldados honrados no volvieran el rostro al enemigo para entretenelle, hubiéranle sin duda alcanzado; pero los turcos, detenidos destos pocos que les hicieron resistencia, dejaron de seguir el alcance, y pusieron todas sus fuerzas en rendir a los que se defendían, que a poco rato los acabaron, y con esto dieron fin y remate a la vitoria.

Saquearon los alojamientos y tiendas de Miguel, y en la que él estaba alojado hallaron mucho dinero y joyas de grandísimo valor, y entre ellas una corona imperial con piedras finísimas de precio inestimable. Esta vino a las manos de Calel, y haciendo donaire de la dignidad imperial, se la puso en la cabeza, afrentando de palabra al que con tanto deshonor suyo la había perdido.

Una de las causas desta rota de Miguel fue pelear con gente a quien había quebrado la palabra; que como el guardarla se debe por derecho universal de las gentes, y todas las leyes divinas y humanas nos obligan a ello, permite Dios tales sucesos, y que los bárbaros triunfen de los cristianos como en castigo de tan execrable maldad. Debieran los griegos acordarse lo que les costó pocos años antes no guardarla a los nuestros, pues estaba a pique de perderse el imperio griego si los catalanes y aragoneses tuvieran algún príncipe que la alentara. Después desto los turcos, soberbios y atrevidos con la vitoria tan sin pensar alcanzada, corrieron por toda la provincia de Tracia, talando y destruyendo lo que podían, sin que Andrónico se les opusiese, y esto por el espacio de dos años, con tanto temor de los naturales, que dejaron de salir a cultivar la tierra.




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Capítulo LXIX

Files Paleólogo vence a los turcos; con que todos quedaron muertos presos


Mientras el emperador procuraba traer milicia extranjera para levantar ejército, por no poderle formar de la propria, Files Paleólogo, pariente suyo, hombre tenido hasta entonces por encogido y que sólo trataba de estarse quieto en su casa, le pidió que le diesen licencia y poder para juntar la gente que quisiese, ofreciéndose de tomar a su cargo la jornada. Andrónico advirtió la bondad del hombre; y pareciéndole que debía ser enviado de Dios para remedio de tantos daños, determinó, de encargalle la guerra, y dejársela hacer a su modo; porque tenía por cierto que sus pecados eran causa de tan malos sucesos, pues no bastó un grande ejército para vencer tan poco número de turcos; y así, puso sólo sus esperanzas en la bondad de Files, a quien dio dineros, armas y caballos y la gente que quiso.

Salió Files en campaña, y antes encargó a todos que se confesasen, porque de otra manera era imposible alcanzar algún buen suceso. Distribuyó la mayor parte del dinero en limosnas con los pobres y en los monasterios para que estuviesen en continua oración: remedios generales para todos los trabajos, con los cuales se aplaca la ira y se alcanza la misericordia de Dios. Hecho esto, envió por muchas partes a descubrir al enemigo. Tuvo luego aviso que Calel con mil y docientos caballos corría las campañas de Bicia, donde había hecho una gran presa. Con esta nueva caminó tres días después que partió de las aldeas vecinas a Constantinopla, y asentó su alojamiento cabe el río que los naturales de la provincia llaman Xerogipso. Y al cabo de dos días que allí estuvo, cerca de la media noche llegó el aviso como los turcos estaban cerca, cargados de grandes despojos.

Reparóse Files para la batalla, y al salir del sol se descubrieron clara y distintamente de ambas partes. Los turcos con gran priesa pusieron los carros alrededor de los cautivos y presa, haciendo su acostumbrada oración -así lo cuenta Gregoras- y echándose polvos sobre la cabeza. Al tiempo de pelear, Files acometió al enemigo; pero el que gobernaba el cuerno derecho, matando por sus proprias manos dos turcos, fue herido en un pie, de suerte que se hubo de salir de la batalla. Esto turbó de manera la gente que peleaba en aquel lado, que casi estuvo desbaratada si Files con su valor no los animara y detuviera. Peleóse gran rato; pero la vitoria inclinó a la parte de Files, y los turcos, desbaratados y vencidos, habiendo gran parte dellos muerto en la batalla, huyeron. Siguióse el alcance hasta que los turcos llegaron a un castillo donde se habían fortificado. Prosiguió su vitoria Files, y en pocos días llegó a ponerles sitio.

El emperador, cuando supo el buen suceso de la jornada, envió algunas galeras de ginoveses a guardar el estrecho, para que a los cercados no les pudiese venir socorro. Viéndose los turcos tan desesperados, por tener todos los caminos de su remedio cerrados, determinaron salir del castillo de noche y morir como hombres. A Files le llegaron dos mil caballos tribalos y muchos ginoveses, con que se apretase más el sitio. Los turcos por ver a Files más poderoso no mudaron de parecer; antes con nuevo coraje y brío salieron de noche y acometieron los cuarteles del campo, pero fueron rebatidos y echados con gran pérdida suya. Otra noche volvieron a probar su fortuna, y dieron en las tiendas y alojamientos de los tribalos, de donde volvieron muy maltratados. Resolvieron, por último remedio, desamparar el castillo y tomar la vuelta del mar, donde estaban las galeras de los ginoveses, en quien pensaban hallar alguna misericordia, por no tenerlos ofendidos. Era la noche muy escura; y así, muchos de los turcos, pensando ir hacia el mar, daban en manos de los griegos, que los mataban sin piedad; los demás dejaron a la lengua del agua. Dice Nicéforo que los ginoveses mataron muchos dellos, y muchos cautivaron; pero Montaner añade que esto fue debajo de palabra que los pasarían a la Natolia sin hacerles daño, y que cuando los tuvieron dentro en sus galeras, les echaron en cadena y mataron.

Como quiera que ello sea, los turcos, compañeros de los catalanes y aragoneses, acabaron en esta jornada, después de haber ellos solos inquietado el imperio cerca de tres años, retirándose quinientas millas que hay, o poco menos, desde Atenas hasta Galípoli; y aun para destruirles, con ser tan pocos, hubo Andrónico de valerse de los tribalos y latinos; y con todo, se tuvo por milagro que Dios obró por medio de Files, porque cuando vieron a Miguel desbaratado y vencido, les pareció que ya no serían bastantes fuerzas humanas para resistirles, sino que se había de acudir a las divinas.




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Capítulo LXX

De algunos sucesos de los catalanes y aragoneses en Atenas


Los catalanes y aragoneses ya firmes y seguros en las provincias de Atenas y Beocia, gobernáronse algún tiempo por Roger Deslau, como arriba dijimos; pero poco después, o por muerte de Roger, o porque se cansaron de su gobierno y le arrimaron, enviaron embajadores al rey don Fadrique, a quien amaban de corazón, por más agravios y menosprecios que dél hubiesen recebido, y le suplicaron fuese servido de darles príncipe y señor que los gobernase. El rey con esta embajada túvose por satisfecho del sentimiento pasado por no haber querido admitir al infante don Fernando, su sobrino, en su nombre. Pero como Rocafort, de quien se tenía por cierto que fue el autor deste consejo, era ya muerto, y agora le ofrecían lo mesmo que entonces pretendía, no pasó adelante con su enojo, aunque para mí entiendo que por más vivo que estuviera su desabrimiento, no dejara perder tan buena ocasión de acrecentar a su hijo con un estado tan grande.

Tuvo el rey don Fadrique su consejo de la persona que les enviaría, y pareció por entonces nombrar al infante Manfredo, su hijo segundo, por príncipe y señor de aquellos estados, y por tal le juraron los embajadores en nombre de toda la compañía. Pero por ser aún Manfredo de pocos años, no quiso el rey su padre que fuese por entonces, sino enviar a Berenguer Estañol, hombre de mucho valor y prudencia, para que mientras el infante creciese les gobernase en su nombre. Contentáronse con esto los embajadores, que también traían facultad de la compañía de poderle admitir. Partió Berenguer Estañol juntamente con ellos con sus galeras para Atenas, donde fue bien recebido, por verse ya los catalanes y aragoneses debajo de la protección de sus príncipes naturales; y hubiéranlo procurado antes si Rocafort por sus particulares intereses no impidiera estos tan honrados pensamientos.

Llegado Berenguer Estañol a tomar el cargo y gobierno de nuestra gente, tuvo luego guerra con los príncipes comarcanos cuándo con unos, cuándo con otros; porque lo tomó por medio conveniente para conservarse en aquellos estados, por ser cosa muy asentada entre los catalanes que han de ocuparse siempre en alguna guerra extranjera, por excusar las disensiones domésticas y civiles que la ociosidad suele despertar en la fiereza de su natural. Este consejo tomaron prudentísimamente los catalanes de Atenas como a principal medio para su conservación. Tenían por un lado al emperador Andrónico, con quien pocas veces estuvieron en paz; por otro, al príncipe de la Morea, y por otros dos al déspoto de Larta y al señor de Blaquia. Mientras peleaban con los unos, hacían treguas con los otros; y así se conservaron muchos años con tanta reputación en Oriente, que he leído en la Historia del Cantacuseno, sacada a luz por el padre Pontano, que rehusando el mismo Juan Cantacuseno, por no dejar el lado de Andrónico el nieto, salir de Constantinopla a gobernar una provincia, dio por disculpa que la provincia estaba vecina de los catalanes, y no podía ir a ella sin mucha gente de guerra; y esta disculpa pareció bastante, y se la admitieron. Y en un discurso que trae Zurita de un fraile dominico, animando al rey de Francia para la conquista de la Tierra Santa, dice que los catalanes ya habían abierto el camino, y que sería lo más importante de la empresa tenerles de su parte y alentarles para que también emprendiesen la jornada.

Mientras Berenguer Estañol vivió y fue cabeza y capitán en Atenas, tuvieron guerras continuas, no con todos a un tiempo, pero ya con unos, ya con otros, sin tener jamás ociosas sus armas. Muerto Estañol, volvieron segunda vez a pedir al rey don Fadrique gobernador y caudillo que por el infante Manfredo les rigiese. Don Fadrique quiso darles persona señalada, y así, mandó venir de Cataluña al infante don Alfonso, su hijo, y con diez galeras le envió muy bien acompañado para que gobernase el Estado por su hermano Manfredo. Fue notable contento que recibieron los catalanes y aragoneses por tener prendas de la Casa Real de Aragón entre ellos. No gobernó mucho tiempo Alfonso por su hermano Manfredo, que murió de allí a poco. Entonces don Fadrique envió a decir a la compañía que admitiesen por su príncipe y señor al mismo Alfonso que los gobernaba. Con esto los catalanes y aragoneses quedaron del todo contentísimos, y tuvieron por siguro su estado, pues había de asistir con ellos su príncipe. Pusieron gran cuidado en casarle, para que en sus hijos y descendientes se conservase el señorío. Diéronle por mujer la hija única heredera de Bonifacio de Verona, a quien ellos amaron y honraron mucho todo el tiempo que vivió, y después de muerto quisieron que en su descendencia de se perpetuase el mando y gobierno de aquel estado. Tenía esta señora la tercera parte de la isla de Negroponte y trece castillos en la tierra firme del ducado de Atenas. El infante don Alfonso tuvo en ella muchos hijos, y ella vino a ser una de las mujeres más señaladas de su tiempo, aunque Zurita no siente en esto con Montaner, a quien yo sigo.

Con esto daremos fin a la Expedición de nuestros catalanes y aragoneses, hasta que tengamos larga y verdadera noticia de lo que sucedió en el espacio de ciento y cincuenta años que tuvieron aquel Estado.








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