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Filosofía del Quijote

Agustín Basave Fernández del Valle



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En homenaje al pueblo de España





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ArribaAbajoIntroducción

Me intereso en el Quijote, fundamentalmente, porque en él encuentro un valioso instrumento para el estudio del hombre. Tengo la certeza de que en esta obra inmortal de Cervantes está entrañada toda una Antropología Axiológica. Se me ha ocurrido proyectar mi «Filosofía del Hombre» en el Quijote. Y me parece que la contextura de la genial novela se presta para verificar esta aproximación. Aunque Cervantes no sea filósofo, es lo cierto que expresa artísticamente una profunda y peculiar visión del hombre. No tan solo se trata del «homo hispanicus» -esfuerzo, coraje, ímpetu, fe apasionada y enérgica, intensidad imaginativa, ideas que se tornan ideales-, sino del hombre en lo que tiene de más humano.

Ofrecer una Filosofía del Quijote como obra de arte, como actividad expresiva del espíritu, ha sido mi propósito primordial. En esa actividad expresiva es posible evocar y descifrar una constante humana. Porque al fin y al cabo el Quijote -plasmación de inteligencia, deseo, intuición, sensibilidad y amor de un hombre y hasta de un pueblo- se origina en las profundidades del alma de Cervantes. Para llegar a una «comprensión» del espíritu objetivado, es decir, de los contenidos intencionales de Cervantes y de su época, es preciso echar mano de la causa final. Bajo la categoría del valor de lo caballeresco adquieren sentido, dentro de una conexión de totalidad, el conjunto de las representaciones intencionales y de los actos consiguientes. Mi estudio es primordialmente axiológico. Resulta bastante extraño el hecho de que no se haya intentado aún una comprensión de El Quijote a la luz de la teoría de los valores.

He visto acontecer al Quijote sin trazarle previamente su programa, sin urdir planes arbitrarios que corroboren prejuicios. Lo he leído una y muchas veces, con diversos resultados. He anotado cuidadosamente, al margen de mi Quijote, las ideas-madres que generaron esta obra. He terminado   —12→   por poner los diversos episodios en relación con una conexión total conocida. El valor de lo caballeresco se descubre siempre detrás de los objetivos propuestos por Don Quijote. Un puro afán de contemplar la obra de arte en su esencia y sus conexiones inteligibles preside este trabajo. Me agrada preguntarme por el sentido final de cada episodio y de cualquier actitud, por su bien y por su perfección. Quisiera comunicar, al lector, la fruición de captar, hasta en sus virtualidades implícitas, ese desborde existencial cervantino cuya raíz más honda se pierde en el misterio de un amor superabundante.

La belleza creada por Cervantes -digámoslo en un sentido analógico- sólo se le puede comprender en plenitud implicándola y confundiéndola en su verdad y en su bondad. Estas propiedades trascendentales del ser prueban, en su comunidad, la inagotable hondura y la desbordante opulencia del Quijote.

En las palabras preliminares, a manera de epígrafe, de su obra «Holzwege»1, ha dicho Heidegger:

«Holz lautet ein alter Name für Wald. Im Holz sind Wege, die meist verwachsen jäh im Unbegangenen aufhören.

Sie heissen Holzwege.

Jeder verläuft gesondert, aber im selben Wald. Oft scheint es, als gleiche einer dem anderen. Doch es scheint nur so. Holzmacher and Waldhüter kennen die Wege. Sie wissen, was es heisst, auf einem Holzweg zu sein».

«Holz» (maderamen, bosquecillo) es un antiguo nombre para bosque. En el bosque hay caminos que, invadidos por la naturaleza, súbitamente se extravían.

Se llaman caminos en el bosque.

Cada uno de estos caminos sigue su propio curso, pero siempre dentro del mismo bosque. A menudo parece que todos son iguales. Sin embargo, eso es sólo apariencia. Los artífices de la madera y los guardabosques conocen esos caminos. Ellos saben lo que significa estar en una senda que se pierde en la espesura.



¿Cómo hablar hoy de El Quijote -piensa el común de las gentes- sin caer en el trillado lugar común, en la fosilizada interpretación?

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Es cierto que los siglos han ido acumulando multitud de comentarios de todo género y sabias exégesis eruditas. Pero no hay que temer; no se ha dicho todo y nunca se dirá todo mientras haya vida sobre la tierra. La potencialidad de las grandes obras como El Quijote es inexhaustible. Esta misma novela, con el avance de los tiempos, puede ser mejor comprendida, más profundamente vivida. El Quijote no padece -no debe padecer- la rigidez de las estatuas y la inmovilidad de los museos. «El síntoma de los valores máximos -ha dicho José Ortega y Gasset- es la ilimitación». Contemplado desde diversas perspectivas por múltiples generaciones, el Quijote invita a la forja de mitos y a las interpretaciones de la más variada índole. Nuestra investigación, sin dejar de ser entusiástica y emotiva, pretende ser reflexiva, disciplinada, seria, persistente; científica, en una palabra. Hasta ahora, El Quijote se ha estudiado en su aspecto escuetamente literario y filológico, que no es, precisamente, en el que más resplandece el genio de Cervantes.

No soy filólogo y sólo gusto de la erudición en cuanto auxilie eficazmente a la propia meditación y mueva al diálogo. Mi vocación, definida y probada, es filosófica. A la galanura de la frase he preferido siempre la profundidad del concepto. Sobre lo anecdótico y lo libresco he querido poner lo constructivo y lo reflexivo. Por la meditación y el análisis he tratado de contemplar en El Quijote su más íntima contextura y su valor primordial. Quisiera agrupar en torno a unas cuantas líneas directrices -y acaso alrededor de un supremo valor- el contenido de la inimitable obra maestra. Aunque extraña a la intención de Cervantes, no por eso resulta injustificada una Filosofía del Quijote. La sustancia poética encerrada en el libro -actitud del héroe y de los principales personajes, visiones de la vida humana y del destino del hombre- se presta para la meditación filosófica.

No puedo ni quiero escindir -como lo hace Unamuno- a Cervantes y a su Quijote. Tampoco pretendo escribir otro breviario quijotesco -por penetrante y conmovedor que resultara a trechos- que incite al «culto del Sagrado Corazón de Don Quijote», como le llama Borgese, provocando suspiros y golpes de pecho. Prefiero ver surgir al personaje de las reales y dolorosas experiencias de su autor, aunadas a su alta poesía. Con los pies puestos en la España de los Felipes, Cervantes porta -con su peculiar estilo- las mejores esencias de la Edad Media. En su libro   —14→   se halla estuchada el alma de todo un pueblo: a).- Pálpito de la individualidad concreta; b).- Religiosidad y enérgica afirmación de los propios valores tradicionales; c).- Eticismo; d).- Prestigio insobornable y avasallador de las esencias populares; e).- Sentido de jerarquía; f).- Hermandad; g).- Idealismo fervoroso; h).- Ansia de honra y de inmortalidad. Una inmensa capacidad mostradora y una ilimitada simpatía humana, llevaron a Cervantes -clave histórica de su sociedad y de su tiempo- a reflejar innumerables personajes -del pueblo, sobre todo- envueltos en muy variadas circunstancias.

Es preciso llevar el Quijote a la plenitud de su significación, destacando sus verdades de experiencia, sus modelos de humanidad, su claro y sencillo axiotropismo... En esa suprema lección de filosofía moral, es posible advertir la intuición cervantina del suspiro nacional de España. Y ese suspiro -Don Quijote- es símbolo de la Humanidad entera. En él estamos involucrados todos los que anhelamos mejores destinos.

El quijotismo -inserción de un sistema axiológico de ideales en el mundo real, mediante el esfuerzo humano- es una actitud vital muy propia de los pueblos hispánicos. Lo que verdaderamente vale para los hispanolocuentes, no es el éxito, sino el esfuerzo. Nuestro modo de vida quijotesco estriba, ante todo, en una actitud proyectiva idealista. Pero es preciso añadir al sistema de certezas doctrinales y al «optimismo de valor» aquel conocimiento ignaciano del mundo que le capacitaba para intuir, en los estratos actuales de la realidad, el próximo viraje de la historia.

A través de Don Quijote se transparenta Alonso Quijano, de quien conserva siempre su enjundia ética. Trátase de una transfiguración o conversión. Y por Don Quijote y Alonso Quijano avizoramos el espíritu de Cervantes emergiendo de su circunstancia española. Talante y dialéctica de la situación humana; temporalidad y actitud ante su siglo; vida como ofrenda meta-vital; entusiasmo y sacrificio; aspiraciones y decepciones; cosmovisión y compasiva indulgencia; todo ello resplandece, en El Quijote, con el inconfundible cuño personal de Miguel de Cervantes Saavedra.

Aunque piense como cuerdo -y muy inteligentemente, por cierto-, Don Quijote obra como loco, porque se sustenta en una metafísica peculiar: realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores, y una sub-realidad   —15→   que sólo él advierte. Sobrepuesta a la realidad tangible, pero articulada con ella, está el hemisferio de fantasía, con una dimensión de realidad, o de sub-realidad, por lo menos. Sub-realidad quijotesca que está caracterizada por peculiares modificaciones al espacio, al tiempo y a la casualidad. Don Quijote defiende su mundo de los embates del mundo objetivo, acudiendo al expediente de lo mágico. Los encantadores transmutan la realidad circundante. Esta incrustación de fantasía la esgrime el caballero con férrea dialéctica. Lo lógico queda, en esta forma, al servicio de lo ilógico. Su mundo de fantasía no es, para él, una mera hipótesis, sino un hecho histórico probado -irrefutablemente- por las fuentes de todos los libros -casi sagrados- de caballerías andantescas. La cosmovisión cervantina está integrada por un mundo trino: estrato de lo real, esfera de lo fantástico y hemisferio de los ideales.

Más que morir, Don Quijote se evapora -si se me permite la expresión- en el cerebro de Alonso Quijano. Pero este sí que se nos muere. Y en esa muerte, Cervantes anticipa imaginativamente la suya propia. Importa, pues, destacar las posiciones cervantinas ante la muerte y el sentido de renuncia que tiene el morir del hidalgo manchego.

Al estudiar a Don Quijote es imposible prescindir de Sancho. Porque entre caballero y escudero se da una comunidad indestructible. Trazaremos la vocación y la trayectoria de Sancho, pondremos de relieve su carácter labriego, receptivo y mediador. Estudiaremos la proyección en él de Don Quijote. Examinaremos, también, el problema de Dulcinea. ¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea? ¿Qué representa en su vida? ¿Cree realmente en su existencia?

Antes de considerar la relación entre Don Quijote y el valor de lo caballeresco, de estudiar los principios fundamentales de una axiología del Quijote y de poner al descubierto su más íntimo mensaje, hemos juzgado necesario sentar las bases generales de una Filosofía de los valores: naturaleza, tipo de existencia, conocimiento y realización de los mismos.

Por diversas vías hemos intentado aproximarnos a esa poderosa síntesis de lo humano -Biblia de la Humanidad, como alguien le ha llamado- que es el Quijote. Nos ha parecido prudente contemplar el contenido inagotable de la obra desde diversos ángulos: ético, jurídico, político, estético, poético, y vocacional. A menudo los capítulos se inician con una introducción que sirve de fundamento a las ulteriores disquisiciones específicas sobre el Quijote.   —16→   En un trabajo que pretende ser, ante todo, una síntesis cabal, y en la cual nada de lo que concierne a la Antropología Axiológica del Quijote se ha pasado por alto, no es posible detenerse en exploraciones detalladas de este o aquel problema. Los análisis morosos nos hubiesen impedido realizar el objetivo propuesto: la integridad temática, el vasto ámbito prospectivo. En todo auténtico filósofo -apunta Kant- deben concurrir tres requisitos, a saber: no ignorar lo que han pensado los demás, pensar por sí mismo y no contradecirse. No hay otro modo de emprender, responsablemente, la búsqueda filosófica.

¿Hay una filosofía de Don Quijote, es decir, de Cervantes, o cabe más bien hacer una filosofía sobre El Quijote como obra de arte? ¿Cuál es el verdadero Quijote, el Quijote del autor o el Quijote del lector? Entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de cada lector, ¿no habrá siempre la posibilidad de contemplar esa obra de vida humana plasmada, bajo el signo de Pigmalión? ¿Cuál es el sentido de la vida, y cuál es el sentido de la muerte del caballero manchego? ¿Puede ser considerado el quijotismo como una actitud vital hispánica? ¿Cabe hablar del Quijote como portador de un valor? ¿Cómo encaminarnos hacia una axiología del Quijote? ¿Cómo aproximarnos a la génesis y al cumplimiento de la obra? ¿Es el Quijote un libro decadente? ¿Hay una verdadera estructura en la composición de sus partes? ¿Qué tipo de metafísica subyace en la novela? ¿Cuál es la cosmovisión del caballero y cuál la del escudero? ¿Cómo descubrir su dimensión más excelsa? Aunque no fuese ni jurista, ni político, Don Quijote tuvo sus ideas sobre el Derecho y el Estado. ¿Se podrá encontrar algún pensamiento sistemático en estas ideas? El Quijote es, ante todo, una obra de arte. ¿Qué pautas seguiremos para emitir una apreciación estética? Cervantes y Don Quijote se nos presentan como poetas. ¿Qué relación guardan con la poesía? Y una última pregunta de singular importancia: ¿cuál es la vocación y el destinó final de Don Quijote?

Más que la cabal solución de los problemas enunciados, quisiera trazar caminos, proponer criterios de comprensión, incitar a una visión directa -y a una ulterior meditación personal- de la obra literaria en lengua española que ha sido más propagada y encomiada en el mundo.

¿Encontraremos, después de tantas filosofías -podría preguntar alguien-, una solución al problema de la vida humana en la imperecedera obra de Cervantes? La solución   —17→   de Don Quijote es, en definitiva, la solución del desinterés y de la justicia. Nos enseñó -y esto importa mucho decirlo- a pasar sobre el propio yo, que es el hombre rudimentario; a vencer al hombre egoísta que todo lo calibra por el interés. Y aunque su querer va siempre más allá de su poder, nunca pierde el impulso y la dirección hacia el ideal. La vida para Don Quijote es quehacer altruista, faena redentora. Su caridad, como la de todos los santos españoles, es una caridad militante.

Don Quijote no es un simple especulativo, ni un puro hombre entregado a la fantasía. Su visión es una visión dialéctica de la vida como lucha y abrazo entre lo real y lo ideal. No le basta pensar lo extraordinario; quiere vivirlo. Se afana -válgame la expresión- por naturalizar los valores, por unir el mundo de los ideales con su circunstancia.

Alguna vez dijo don Francisco A. de Icaza que la profundidad del Quijote «es la del cielo estrellado, de cuyo fondo, si atentamente se mira, parecen brotar estrellas nuevas»2. Con la esperanza de haber visto nuevas estrellas, he escrito este libro.



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ArribaAbajoCapítulo I

Filosofía sobre El Quijote y actitud vital hispánica


1.- Filosofía de Don Quijote o Filosofía sobre el Quijote. 2.- El Quijote del Autor y el Quijote del Lector. 3.- Una actitud vital hispánica.


ArribaAbajo- 1 -

Filosofía de Don Quijote o Filosofía sobre el Quijote


La imagen espiritual del hombre no sería completa sin el Quijote. Justamente por ello el personaje «Don Quijote» entró a formar parte de los cuatro o cinco entes de ficción imprescindibles en la literatura universal. El Quijote es hijo de España, genio tutelar de la raza y típica encarnación del «homo hispanicus». Pero es algo más, es el hombre universal y eterno, el hombre específico cristalizado por el sublime crisol del arte.

Se ha tratado de hacer una filosofía de Don Quijote. En libros no exentos de mérito, aunque estén muy lejos de cumplir su propósito -recuerdo en este momento «La Filosofía del Quijote» de David Rubio-, se ha pretendido construir la filosofía implícita que yace en la genial obra de Cervantes. Pero el intento -aun en el sentido de una filosofía como actitud vital, «lato sensu»- ha resultado fallido. Cervantes   —20→   no se afana ni corre en pos de la sabiduría. No hay en toda la obra «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» ninguna investigación metódica de la realidad universal en su puro ser-en-sí o como es-en-sí (no sólo como es para Don Quijote). El autor de Don Quijote no se muestra preocupado por darnos una cosmovisión -aunque la tenga-, por brindarnos una explicación del universo por sus causas. Expresa, simplemente, una visión -aunque sea la de un genio- de la vida y del destino del hombre.

En cambio, cabe muy bien, a nuestro juicio, hacer una filosofía sobre el Quijote como obra de arte. El Quijote es una actividad expresiva y cristalizada que ha sido producida por el espíritu. Y esta obra de vida humana cristalizada al ser contemplada por los espectadores, tiende a provocar los mismos o parecidos procesos que aquellos que la originaron. La figura del hidalgo manchego tiene una cierta perfección ideal adecuada a los valores del espíritu. Percepción sensible, memoria, fantasía y gusto están gobernados en el proceso creador de Cervantes por una peculiar voluntad artística. El Quijote es la revelación de una actitud espiritual desconocida para todos aquellos hombres que no poseen la visión honda y virginal del artista. El caballero de la Mancha no es una creación de la fantasía divergente de la vida. El Quijote soló se aparta de la vida para henchirla y enaltecerla. Y esto, se realiza a través de ese caballero andante que se convierte en símbolo, es decir, en una figura que, además de lo que ella es en sí y por sí misma, desempeña la función de descifrar y evocar una constante humana.

Producto de una creación humana, el Quijote promueve, a su vez, la hechura del hombre. Y nosotros tenemos la certidumbre de que esa figura escuálida que transitaba por los polvorientos caminos de la   —21→   Mancha ha vencido la destrucción y la muerte y posee ahora un valor de eternidad.

El Quijote como obra de arte vive por sí solo y ostenta un sustrato material que está en el libro. Pero desde que salió de las manos de Cervantes empezó a tener una entidad ideal propia, cobrando existencia cada vez que se refleja en el espíritu de un lector comprensivo. El Quijote trae consigo un eco de la realidad, pero no debe su sentido artístico a lo que es como puro libro, sino a un «algo» virtual que representa o expresa. En él se da una transposición del sentido.

Don Quijote, individualista hasta los tuétanos, afirma de bulto su personalidad, su libertad. Molido y maltrecho vuelve a cabalgar siempre con nuevos bríos en busca de más audaces aventuras. Nunca perdió su tenacidad. Idealista profundo, no deja por ello de ser realista. Para el aumento de su honra y para el servicio de su república se hace caballero andante y se esfuerza por deshacer todo género de agravio. En la segunda parte del libro, Don Quijote paga en las ventas y no hace valer sus derechos de caballero, permite a Sancho que le contradiga y hasta comprende que alguien pueda considerar como más bella a otra mujer que no sea su Dulcinea del Toboso (recuérdese el capítulo XX de la parte segunda).

No es posible separar definitivamente a Don Quijote de Sancho, sin acabar por quitarles su significación. «Ambos forman el verdadero y único protagonista de la novela inmortal», observa el Dr. Sarbelio Navarrete. «En el curso de la lectura de la obra, se piensa a veces que Cervantes tiene preferencia por Sancho; pero, en medio de los ridículos y desgraciados lances en que compromete a su héroe se advierte en él un piadoso y entrañable afecto hacia aquel hijo seco, avellanado y antojadizo que engendró su imaginación en la desolada tristeza de una cárcel».   —22→   Ni Sancho es un grosero materialista, ni Don Quijote un idealista puro, extraño a las cosas de la tierra.

Ese anacrónico caballero gótico del ensueño, con sus armas desusadas, que transita por los polvorientos caminos de Castilla en pleno Renacimiento, es un verdadero revolucionario. Contra burlas de grandes y pequeños, se alza su figura, triste y macilenta, que va tras el eterno ideal del hombre. Su Revolución es vertical, erguida, integral. No trata de cambiar cosas, espera hacer fructificar su inquietud superior en el corazón humano. «El quijotismo -expresa el Dr. José Escalón- es batir de alas, locura que se contagia, locura cuya razón es anhelo ardiente de creación, de ascensión, de verticalidad; de ser oasis en el desierto y montaña en la planicie». No se trata de letra, sino de espíritu. Y su espíritu -soplo de Dios vivo en el barro- vence siempre a su materia. Su carne se la deja a Sancho y él se queda con una chispa de cuerpo enjuto, encendida por una voluntad de no detenerse ante el obstáculo, en su propósito agónico de ascensión.

Pero, ¿cuál es el verdadero Quijote, el que nos representamos los lectores o el que concibió Cervantes?




ArribaAbajo- 2 -

El Quijote del Autor y el Quijote del Lector


Nos gustaría poder seguir esa intuición cervantina del Quijote, esa experiencia de la propia sustancia espiritual del alma quijotesca desbordante de belleza en orden a su encarnación o logalización material del personaje. Pero la intuición de Cervantes es indescribible por inefable, arranca de las entrañas mismas de la belleza de su alma de novelista.

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Nos queda la expresión exterior, la obra. Y esta expresión exterior -obra humana- lleva la marca de su origen. Nacido de una experiencia vital, vida por lo tanto, Cervantes quiere expresarse por signos portadores de vida, que aproximen al lector a la vivencia original. El sentido poético del Quijote no es el sentido lógico y la novela nacida en la penumbra del recogimiento es ineludiblemente arcano. En el recogimiento de Cervantes, en las profundidades de su alma, tiene origen el Quijote: plasmación de inteligencia, deseo, intuición, sensibilidad y amor de un hombre y hasta de un pueblo. Ha dicho Goethe en fórmula certera: «todo lo que es perfecto en su especie debe elevarse por encima de su especie, llegar a ser otra cosa, un ser incomparable».

En Don Quijote se derrumban las fronteras de un mundo exterior y un mundo interior; «todo -podríamos decir con Rimbaud- es imagen ofrecida a la libre disposición de un espíritu que recompone a su arbitrio la ordenación de todos los datos. Rehace un universo según su conveniencia, de acuerdo a su gusto, conformándose tan sólo a las leyes de esa euforia que suscita en él tal ritmo, tal eco sonoro...». Don Quijote es un universo que se basta a sí mismo, con una significación exclusivamente suya.

Conocemos de sobra el propósito de Cervantes: «...pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por los de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo sin duda alguna». Pero poco nos importa este propósito ante el verdadero germen espiritual de la obra que luego fue plasmado. Con Don Quijote surge por primera vez la novela moderna de costumbres y caracteres. Este manantial épico de la novela moderna es a la vez la mejor novela picaresca, la mejor novela realista moderna y la novela   —24→   social española por antonomasia. Inventor de una nueva belleza, Cervantes alcanza las más elevadas alturas de poesía. En la seca y adusta llanura manchega, Miguel de Cervantes supo ver lo que otros no vieron. Encendidamente enamorado de Don Quijote, Cervantes no deja por ello de contrastarlo duramente con la realidad y hasta de maltratarlo brutalmente y mortificarlo innecesariamente, con el consiguiente disgusto del lector. Unamuno -un lector del Quijote apasionado y apasionante- sale por los fueros del caballero de la triste figura y la embiste -en no pocas ocasiones- contra el mismo Cervantes. Si este pudo decir: «Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para el; el supo obrar y yo escribir», aquel -no queriéndose quedar a la zaga- pudo exclamar: Y yo digo que para que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron Don Quijote y Sancho, Cervantes nació para explicarla, y para comentarla nací yo...». Pero lo cierto es que don Miguel de Unamuno apenas sí hace caso del comentario objetivo y lógico de la obra. Le importa sobre todo re-crear el Quijote, vivirlo en continuo vértigo pasional, ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerse allí en lágrimas, consumirse de fiebre, morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad... Acude al Quijote para buscar aquello que él lleva en sí. Y como la genial obra maestra cervantina es un arca riquísima en tesoros, don Miguel de Unamuno selecciona espontáneamente unas cuantas piedras preciosas que traspasan la malla de sus intereses.

En la Introducción a su «Guía del lector del Quijote», Salvador de Madariaga advierte que «la esencia misma de la obra de arte, lo que la separa, no sólo de la materia amorfa, sino también de las obras seudoartísticas ejecutadas sin inspiración, es, a saber: que la obra de arte vive. Es concebida y creada, y   —25→   largo tiempo después de que el espíritu que la creó se haya despojado de su vestidura mortal, la obra de arte sigue creciendo. Para nosotros, hombres del siglo XX, la catedral de Chartres, Hamlet, la Novena Sinfonía, el Moisés de Miguel Ángel, no son lo que fueron para los coetáneos de sus respectivos creadores, ya que desde entonces se han asimilado siglos enteros de vida humana... Don Quijote es hoy más grande que cuando, armado de punta en blanco, salió de la imaginación de Cervantes, más rico de toda la riqueza de experiencia y aventuras que ha adquirido en trescientos años de correrías por los campos ilimitados del espíritu humano». ¡Cuidado con las palabras! La obra de arte -¡señor de Madariaga!- no vive ni crece en un sentido riguroso. Viven y crecen los hombres que reviven psíquicamente la obra de arte y aumentan con sus contemplaciones expresadas el «achevement» cultural. El gozador del Quijote puede intuir el valor cuya expresión es la figura del andante caballero manchego: el modo y la perfección con que ha encontrado su expresión el valor del ideal caballeresco. Pero la actitud de los hombres ante el Quijote puede ser variadísima, de acuerdo con la multiplicidad de las capacidades para intuir los valores estéticos realizados en el personaje. Los juicios de los críticos, la tradición, la moda y otros factores influyen en la percepción de la mayoría de los gozadores de la obra de arte. Y hasta se podría decir que en una nación, en una zona de un país, o en una época, nunca se intuye sino un sector limitado de la esfera de los valores estéticos realizados en Don Quijote.

Entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de cada lector estará siempre esa obra de vida humana objetivada, plasmada, cristalizada, que cabe contemplar desde diversas perspectivas y ofrece muchos aspectos a nuestra consideración.

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Cervantes, despreocupado de otros valores captables, se vuelve hacia el valor expresivo de un caballero andante archiespañol y por lo mismo profundamente humano. Busca la configuración pura, la forma evocadora de sentimientos unitarios y armónicos, la recta proporción, el equilibrio de los contrastes. No intenta revelarnos el ser en sí del Quijote, sino expresarlo, comunicarlo como criatura viviente de su espíritu. Y logra su objetivo. Por la pureza expresiva del sentimiento y por lo medularmente humano del personaje, Don Quijote agrada universalmente en el espacio y en el tiempo.

De la figura de Don Quijote cabe derivar un tipo de vida -el quijotismo- y un estilo vital hispánico.




ArribaAbajo- 3 -

Una actitud vital hispánica


Con pie en los hidalgos españoles de su tiempo, el genio de Cervantes prototipiza en Don Quijote la figura ideal del caballero hispánico. Su generosidad, su cortesía, su seriedad y buena fe, su religiosidad interior y respetuosa, le configuran como un señor caballero.

Absorbido en la visión de una recta ascendente, este «hombre gótico», henchido de misericordia, combate con follones y malandrines. Don Quijote vive en tensión constante con la dura realidad y en continua comunión con la amada idealidad. Es un hombre medieval que vive en el Renacimiento. En esta inadecuación estriba su tragedia. Subsumido en la eternidad de su mundo sereno e inmutable, era natural que chocara con los fragmentos de un realismo verista.

Don Quijote se hizo caballero andante no por azar   —27→   ni locura, sino por amor a la justicia, por llevar el bien a todas partes, por sincera cristianidad, por arrojo a toda prueba. Antes de hacerse caballero ya había en él un caballero ingénito. Era cuestión de necesidad, de vocación. En la plenitud de su vida estética, Don Quijote no causa -no debe causar- risa ni lástima, sino veneración. Es posible que en sus inicios el personaje cervantino haya sido presentado como objeto de burla, pero llega un momento en que el autor exclamará: «para mi sólo nació Don Quijote y yo para el; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para uno».

Loco estaba Don Quijote porque no pensaba como el común de las gentes. Loco porque no se acomodaba a la realidad de todos aquellos «cuyos pensamientos jamás habían sobrepasado la altura de sus sombreros». Su realidad estaba en otras regiones donde no podían respirar los barberos, los bachilleres, los duques y los arrieros.

A Don Quijote no le interesaba el éxito, sino el esfuerzo. Derribado por el caballero de la Blanca Luna, hace constar ante Sancho: «Atrevime, en fin, hice lo que pude, derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de cumplir mi palabra». (Parte II, Cap. LXVI.)

Convencido de su ideal caballeresco y de la noble misión que tenía que llevar a cabo por las llanuras del Planeta, Don Quijote ofrenda su sangre y su vida a la conquista de un ideal. Tiene conciencia de su misión: «Has de saber, Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos». (Parte I, Cap. XX.) Observa David Rubio que Don Quijote, al revés de Hamlet, no razona su misión, se ha apoderado ya de su corazón, y como la humanidad   —28→   en la Edad Media, creyéndose guiado por la mano de Dios, seguirá hasta el fin de su jornada dejando el ejemplo más grandioso de fe y de valor de su voluntad como no hay otro en la historia. «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible», solía decir el hidalgo manchego. Quiso resucitar la ya muerta andante caballería y tropezando aquí y levantándose acullá, cumplió gran parte de sus deseos socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos.

Don Quijote es un héroe cristiano. ¡Entiéndanlo y no se quieran desentender de ello los amantes de la literatura universal! Comprende y practica, a la manera cristiana, la doctrina del sacrificio. Cree en la Providencia: «Mas con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tanto en su servicio como andarnos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos».

El reposo, el regalo y el buen paso se inventó para los blandos cortesanos; no para Don Quijote. Para el sólo el trabajo, la inquietud y las armas. A cielo abierto, sudando y afanando, este caballero cristiano pone en ejecución el bien y se siente como brazo por quien se ejecuta en la tierra la justicia de Dios. Sus intenciones siempre las endereza a buenos fines, que son de hacer bien a todos, mal a ninguno.

Sobre las ruindades de la vida, nuestro caballero andante pone siempre el ideal. Una fe inquebrantable en el bien, en el triunfo de la justicia, en el valor de la voluntad y en la nobleza del sacrificio le guían siempre. Como auténtico varón, Don Quijote proclama sus deberes: «matar en los gigantes a la soberbia;   —29→   a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por tildas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». Aunque fracase mil veces, Don Quijote no altera su regla: su fuerza al servicio del bien. De esta manera, convierte cada fracaso en triunfo de la conciencia.

Ha dicho nuestro gran Vasconcelos que «con el Quijote dio España a la humanidad uno de sus libros fundamentales. En cada hombre hay algo de Quijote, no importa cuál sea su raza; pero en el español se acentúan sus rasgos y en todo aquel cuya alma se ha forjado en el lenguaje de Castilla. Por eso puede afirmarse que el Quijote es tan hispanoamericano como es español. Y tanto España como nosotros, por la común posesión del idioma cervantesco» -así no hubiese ligas de sangre- tenemos en el Quijote un tesoro que crea linaje de espíritu. Pocos pueblos cuentan con ventaja parecida... El Quijote estaba ya en América, pese a que no llegó a visitarnos Cervantes; vino aquí como adelantado de la raza y fue misionero y capitán; vino en la esforzada voluntad de Hernán Cortés, un Quijote al que le salió bien la osada aventura... Y aunque toda la obra colonial de España se perdió para la Metrópoli en lo material, el Quijote que guió la conquista, el Quijote que después, durante la Colonia, expidió las leyes de Indias, el monumento jurídico más piadoso que vieron los siglos: el Quijote que más tarde hizo la independencia política, subsiste en nuestra historia...».

Es típico del iberoamericano aceptar la pelea por   —30→   una causa justa, sin plantearse el problema del triunfo o de la derrota. De antemano está dispuesto a sufrir el fracaso, si el honor le impone librar la batalla. Para que siga adelante la fe y la exigencia del bien, arriesga su comodidad y la vida misma.

Por Hispano-América nunca ha hablado el éxito económico; ni la potencia guerrera, ni la ambición de mercados. Es el noble espíritu quijotesco el que nos mueve a alzar nuestra voz, a embrazar nuestra adarga y embestir con nuestra lanza a esta tierra plagada con molinos de iniquidades. Y de esta locura gloriosa no nos podrán curar nunca.





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ArribaAbajoCapítulo II

Talante, tiempo y situación humana en Don Quijote


1.- El talante de Don Quijote. 2.- Dialéctica de la situación humana en Don Quijote. 3.- Don Quijote en su tiempo y contra su tiempo. 4.- La vida de Don Quijote como ofrenda meta-vital.


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El talante de Don Quijote


De la palabra «talante», el Diccionario de la Real Academia Española nos da, hasta tres acepciones: 1).- Modo o manera de ejecutar una cosa; 2).- Semblante o disposición personal, o estado o calidad de las cosas; 3).- Voluntad, deseo o gusto. Lo que de común hay en las tres acepciones es ese elemento de disposición personal o estado de ánimo. La experiencia de la vida está coloreada por una luz interior, más o menos cambiante, que ilumina determinadas facetas del mundo. Hay quienes creen que la realidad se nos aparece como un reflejo del talante. Yo prefiero pensar que el talante influye en la concepción de la realidad matizándola con una tonalidad sentimental peculiar. Pero la realidad está antes y más allá del talante. Prueba de ello es que la realidad puede verse a través de todos los colores y de   —32→   todas las luces. Cada hombre tiene una unidad interior única, incanjeable, irrepetible. Dentro de la extensa unidad de la naturaleza humana, cada uno de los hombres es de características tan originales que muerto un hombre desaparece una interpretación original de todo el universo. Por eso hay tantos talantes como seres humanos.

¿Cuál es el temple anímico fundamental de Don Quijote? ¿Cuál es ese talante último y radical desde el que vive y se desvive?

Don Quijote es un personaje con una vocación claramente definida y acatada. Es caballero andante porque quiere combatir, con enérgica voluntad, la acción perversa de los malos. Inspirado en los ideales góticos se enfrenta a un mundo en transición. Quiere ser un paladín de la justicia, no en las aulas de una Facultad de Derecho, sino en las llanuras y en las aldeas, a cielo abierto. Aunque su amada permanece invisible siempre, es el más casto de los enamorados. Se aferra a sus ensueños y cree en ellos, como niño que juega con sus inventos. Procede, invariablemente, con lógica de caballero. «Su credulidad, que nos parece excesiva -sobre todo, cuando se trata de encantamientos-, es consecuencia de su confianza en la rectitud de los demás: como hombre de bien -observa Francisco Monterde- incapaz de proceder torcidamente, con engaño, de faltar conscientemente a la verdad, no supone que con el se obre de otra manera. Confía, ciego, en todos, porque los cree dotados de una hombría de bien equivalente a la suya»3. Sancho, que tan bien le conocía, llámale: «acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines». Y él se autonombra, con sencillez exenta de petulancia, caballero,   —33→   valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos... Cervantes le llama «honor y espejo de la nación española».

Implacablemente golpeado por el destino, Don Quijote es digno hasta en la locura. Monterde piensa que la lección que el héroe de Cervantes parece darnos es esta: «las virtudes que producen, reunidas, la dignidad, en Don Quijote -valor, lealtad, amor a la justicia-, eran ya inútiles, carecían de aplicación, en aquellos principios del siglo XVII, y quien las poseía, solamente podía malgastarlas derrochándolas en episodios absurdos, como un loco»4. ¡No! Nunca son inútiles virtudes como el valor, la lealtad y el amor a la justicia. Inútil era, tan sólo, la institución de la caballería andante que Don Quijote trató en vano de resucitar. No es anacrónica la dignidad de Don Quijote. Anacrónicos eran sus arreos de caballero y su modo de vida medieval en la España renacentista.

Un hidalgo lugareño, Alonso Quijano, es la realidad donde se haya implantada la realidad de Don Quijote. Alonso Quijano era pacífico, discreto, idealista, generoso, valiente. Por eso se ganó el sobrenombre de bueno. Podríamos decir que era, por sus cualidades, un Quijote en potencia. Tal vez habría soñado combatir el mal y consagrarse a una obra que redundase en servicio de sus semejantes. En la quietud de su aldea le dio por leer, hasta el exceso, aquellos libros de caballerías que le revelaron un mundo maravilloso. Su imaginación empezó a soñar, con verdadera calentura, hazañas y prodigios. Proyectó triunfar en mil trances de peligro, por la energía de su voluntad y la fuerza de su brazo. Alonso Quijano se había transfigurado, convertido en Don Quijote. Pero aun convertido, transfigurado, sigue   —34→   conservando su enjundia ética. Lo que sucede es que ahora se le hace patente, con nueva y deslumbrante luz, el valor de lo caballeresco. Siente un imperativo inaplazable de salir a los caminos en busca de aventuras -esta sed de aventuras es cosa muy española-, mostrándose como adalid de la justicia y como ejemplo de caballeros andantes. Quizá alimente la esperanza de ver resucitar, en fecha próxima, la caballería. ¡Fuera con los cálculos mezquinos! Su impaciencia vocacional por la santidad guerrera y heroica se va tornando incontenible. Es claro que al enloquecer Alonso Quijano no sólo trastorna su personalidad, sino trastorna también el mundo circundante. No tan sólo se trata de que para el -y sólo para él- son castillos las ventas, gigantes los molinos y ejércitos los rebaños, sino de que los demás, por la ineludible interdependencia social, tienen que contar con la locura de Don Quijote y obrar en consecuencia. Cervantes tiene la precaución de calificarlo de «loco entreverado, lleno de lúcidos intervalos». (II, 18.) La locura de Don Quijote va a servir de magnífico vehículo a una cierta idea del vivir humano: actitud proyectiva idealista. A través del Caballero de la Triste Figura se transparenta Alonso Quijano. Sus ilusiones, creencias y esperanzas se conjugan con la nueva conciencia del propio vivir quijotesco, y con el hecho de objetivarse en actos humanos. Los libros de caballerías, incorporados en Don Quijote, dejan de ser fantásticos.

En la vida de Don Quijote hay, indudablemente, un primado de los ideales sobre las ideas: No se trata de una negación de la teoría y de la idea, sino de una vital preferencia del ideal. En pos de este ideal el caballero se deshace más que se hace. Pero en este deshacerse no se pierde porque se da.

Se da Don Quijote porque se afana por alcanzar su plenitud subsistencial. Su desamparo ontológico   —35→   se le hace patente en su carrera en pos de la honra y de la inmortalidad. La dialéctica de su situación humana -verdaderamente dramática, en el sentido primario de la palabra- se nos ofrece como un contrapunto existencial.




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Dialéctica de la situación humana en Don Quijote


Don Quijote se nos aparece como un ser contrapuntual y complejo, desconcertante incluso, pues aunque está sujeto a leyes cosmológicas y biológicas, anda palpitante de impulsos de puro espíritu, y aunque está inmerso en un ambiente histórico -español y renacentista- de que no puede evadirse, camina rompiendo las amarras en tensas aspiraciones de infinito.

Singular excelencia la suya: tiene conciencia de participar creadoramente en la tarea de la Providencia, tallando, en quehacer perpetuo, la forma caballeresca de sus actos -y del contorno humano- con el buril de su propia sabiduría, reflejo de otra Edad. Su tarea -como toda tarea humana- queda inconclusa, sin un perfecto acabamiento. El caballero sabe, al final de la jornada, que la perfección anhelada sólo es alcanzable en el supremo mundo de lo eterno. En vano buscó, en Dulcinea y en encantadores amigos, la satisfacción para su sed de absoluto. El único Ser capaz de llenar las aspiraciones de su inteligencia y de su voluntad abiertas a lo absoluto, no es un ente intramundano. Por eso Don Quijote se abre a la verdadera trascendencia.

Cuando le llevan enjaulado para su pueblo, dice Don Quijote a las mujeres: «No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anexas a los   —36→   que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante». Todo humano propósito -bien lo sabe el caballero- sufre ineludiblemente la mordedura de la insoslayable inseguridad que nace de la contingencia y singularidad de nuestros actos. No importa que en esta ocasión, por paradójica sutileza, sean las mismas decepciones las que le corroboren las ilusiones. Lo verdaderamente importante es que Don Quijote sabe, con perfecta lucidez, que no se puede vivir seguro, que es preciso caminar solícitos. Ante el temor, inseguridad y recelo que acompaña siempre a nuestro humano vivir, Don Quijote responde con la solicitud. Su mente vigila siempre la ejecución de sus aventuras, y tiene el cuidado de mandar, a Sancho, que es lo que debe hacerse y omitirse. Don Quijote no se realiza sino superándose.

El Caballero de la Triste Figura aspira a la plenitud subsistencial, realizando los valores -verdad, bien, belleza-, y quiere protegerse contra su desamparo ontológico. Sin embargo, su «ser-en-el-mundo» transcurre más bien en invisible alianza con el desamparo -sufre golpes físicos, burlas y fracasos- que con la plenitud. Su vida humana, en sentido integral, manifiesta la insoslayable dialéctica entre desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial. La plenitud lo grada -piénsese, por ejemplo, en los triunfos sobre el vizcaíno, los encamisados, y el Caballero del Bosque; la aventura de los leones, el recibimiento en casa de los duques, etc.-, es siempre relativa y está amenazada por el desamparo. Pero, a su vez, el desamparo se ve corregido, amparado en parte -Don Quijote tiene confianza en su sino de famoso caballero andante-, por el afán de plenitud subsistencial que se proyecta con toda su intención significativa.

La coexistencia del desamparo ontológico de Don   —37→   Quijote con su afán de plenitud subsistencial, es esencialmente dialéctica. Son principios antagónicos -como lo son la angustia y la esperanza, sus correspondientes psicológicos- que luchan entre sí y a la vez se condicionan mutuamente. El afán de plenitud, subsistencial existe en el Caballero manchego, como en todo hombre, sólo en función de superar su desamparo ontológico. Y su desamparo ontológico se hace tan sólo patente porque tiene un afán de plenitud subsistencial. Cada uno de estos momentos del protagonista presupone su contrario. Por eso el andante caballero es un drama viviente, un contrapunto sin tregua. No importa que Cervantes no haya tenido clara conciencia de esta dialéctica de la situación humana. La desbordante riqueza del Quijote invita a mirarlo filosóficamente.

Pese a las diarias discordancias con su escudero y con el mundo que le rodea, Don Quijote ama lo perfecto, lo ordenado moralmente. Vive ordenándose y ordenando su mundo, porque la vida le deshace a cada rato sus construcciones. Hay un elemento imprevisible, que no puede eludir, suficiente para quebrantar todos sus cálculos. Por eso habla de los encantadores que le roban el éxito y la ventura. Y sin embargo, su esfuerzo por trascender la incertidumbre nunca es del todo vencido. Los vaivenes de su vida se deben al predominio del sentimiento de su desamparo ontológico -«yo no puedo más», dice Don Quijote, terriblemente abatido, en la segunda parte de la obra- o al predominio del pre-sentimiento de su plenitud subsistencial -«yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos».

Vive Don Quijote en dos mundos -que en él se encuentran- sin poder vivir bien en ninguno de los   —38→   dos. El mundo fenoménico y externo le desagrada porque ofrece resistencia a la realización de sus ilusiones y de sus ideales. Pero tampoco puede instalarse, al margen de la vida, para contemplar angelicalmente el reino de las puras esencias y de los valores. Parcialmente determinado por su animalidad y por las leyes físicas y sociales de su contorno, se aferra con gran energía a su libertad. Como es un ser que vive siempre en camino -y en caminos-, con una determinación ilimitada, nunca puede gozar de la comidad animal de fijarse y amurallarse. Justamente por este su «status viatoris», en la plenitud de su significado, encuentro en Don Quijote un luminoso símbolo del hombre en su condición más humana. El Caballero de la Triste Figura vive en la esperanza de ser más. Sale a los caminos y llega a las ciudades -a Barcelona, por ejemplo- con un profundo anhelo de vencer al tiempo y a la muerte. Es ante todo una no-plenitud que expresa, en toda su vida, una gran esperanza. Todas sus decisiones implican peligro. Consciente de su más profunda peligrosidad, Don Quijote cae en la cuenta, no obstante, de que la vida le ha dado, como precioso regalo natural, la esperanza. La disponibilidad o entrega confiada de su ser en el tiempo, a su dimensión religada, se torna patente cuando afirma ser «ministro de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia». (Parte I, Cap. XIII.)

Al conocer y apetecer su felicidad, Don Quijote reconoce intelectualmente, junto con su absoluta impotencia para alcanzarla, la generosidad soberana de Dios, con la intercesión de su Dama, entrando en comunicación con ella efectivamente, aliviado, tranquilizado, «puesto que los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la   —39→   fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».

Sin embargo, Don Quijote -ente temporal al fin de cuentas- no puede eludir su tiempo. Porque una de las actitudes temporales -precisamente la que adopta nuestro caballero- es ir contra el tiempo.




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Don Quijote en su tiempo y contra su tiempo


Ante lo temporal, el hombre puede asumir dos actitudes fundamentales: puede vivir en el tiempo y para el tiempo, o bien, puede vivir en el tiempo para la eternidad. El hombre que vive para el tiempo tiene una característica invariable: repudia y combate el pasado por sistema. Confunde la vida con el dinamismo y se disloca fácilmente.

Aun viviendo Don Quijote en el tiempo mismo, no quiere estar subordinado a él. Oponiéndose a lo efímero, a lo accesorio, a lo accidental, se aferra a las esencias irreductibles (participación en lo increado y en lo intemporal). Es el hombre el que vale más que las circunstancias en que vive y no son las circunstancias las que deben prevalecer sobre el hombre. Lo que hay de eterno en Don Quijote no niega ni nulifica lo que en él mismo hay de temporal, pero sí lo subordina de acuerdo con el principio fundamental de que lo sustancial es superior a lo accidental.

Don Quijote conoce su tiempo, pero no le gusta. En el fondo sabe que no puede escapar del todo a su época, pero se decide a dar la pelea. Llama «depravada» a su edad y asegura que no es digna de gozar tanto bien como el que gozaron otras edades. Sin embargo se fatiga -según su propia expresión-   —40→   «por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería». Es un reformador y no un renovador. Su vista se vuelve hacia un modo de vida que es ya pretérito. Trata de restaurar una institución -la caballería andante- sin hacer en ella ningún retoque, sin asimilarla a su tiempo. Sabe descubrir los valores eternos, pero carece de sensibilidad histórica. No parece comprender que entre el pasado y el presente no existe ningún abismo. Nada de lo que ha sido «antes» se pierde «ahora» por completo. En este sentido el hombre es -por lo menos en parte- su propia historia. Y así como en el «ahora» perviven las posibilidades del «antes», así también en el «antes» preexistía -en cierto modo- el «ahora». Pese a la altura y a la nobleza de sus ideales, siempre me ha parecido que a Don Quijote le aqueja el peligro de petrificarse como la mujer de Lot. Lo que le salva es su pujanza vital.

En materia de historia no caben renacimientos o resurrecciones. Es inútil que Don Quijote se empeñe en resucitar la edad de oro en «esta nuestra edad de hierro». La historia es el campo del suceso singular, único, irrepetible. Claro que a través del cambio permanecen ciertas constantes humanas. Y una de esas constantes es -¡qué duda cabe!- el ideal caballeresco. Lo que pasó definitivamente fue la caballería andante con todas sus características singulares y contingentes. En el intento de restaurar esta institución, que tuvo históricamente su vigencia, estriba el anacronismo de Don Quijote. No le llamaríamos anacrónico al caballero si sólo hubiese tratado de realizar, en su tiempo y en su país, el eterno ideal de lo caballeresco.

Es propio del hombre sentir la moción de sobrepasar la atmósfera apariencial en que vive inmerso   —41→   y llegar a un punto donde se pierdan los accidentes del aquí y ahora, arribando a una percepción contemplativa que no pasa. En este sentido, el afán de Don Quijote nos resulta humanísimo. Con íntima complacencia oyó el Caballero de la Triste Figura al hijo de don Diego Miranda, el inquieto poeta, cuando glosó aquellos versos:


Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después.

Volver a ser venturoso con el tiempo vivido que se adense en el momento actual. Suprimir la inquietud y la angustia de un futuro incierto. Poseer la beatitud -status comprehensoris- rasgando el secreto de la temporalidad y precipitando el afán de plenitud subsistencial. Cervantes parece advertir, de pasada, que al sumergirse de lleno en el suceso fugaz se imposibilita la visión de lo perdurable.

Don Quijote veía en la institución de la caballería andante un valor perdurable. Creía que esa institución sometida a determinados estatutos y leyes, que se imponían en nombre del honor, donde no alcanzaba el poder coercitivo, era imprescindible para España y para el mundo. Podemos imaginar la fruición que experimentaba el hidalgo manchego al representarse aquellas ceremonias de iniciación: el aspirante, después de riguroso ayuno, velaba sus armas toda la noche en actitud de orante. Al día siguiente, cuando acababa de oír la misa de rodillas, le entregaban la espada y le ponían las espuelas y el arnés. En señal de la paciencia con que había de tolerar los trabajos y sufrir las injurias, recibía el espaldarazo o golpe plano con la espada. A continuación se le daba el beso de paz como signo de la fraternidad. En el voto que debía expresar se consignaban todos   —42→   sus deberes: oír la Santa Misa, pelear por la fe católica, defender la Iglesia y a sus ministros, amparar a las viudas, huérfanos y menores de edad en sus bienes, evitar las guerras injustas, acudir a las armas para libertar a los inocentes, no intervenir en los torneos sino con el fin de adiestrarse en los ejercicios militares, obedecer al emperador, no perjudicar al Estado, no enajenar ningún feudo del Imperio y vivir inculpablemente delante de Dios y de los hombres. Una vez recibidos el escudo, la lanza y el caballo de batalla, ya podía iniciar su vida caballeresca, participando en la guerra, en las justas y torneos. Cualquier felonía u otro delito contra él honor, era causa suficiente para degradarle en complicada ceremonia. Sobre un cadalso se colocaba al mal caballero en camisa, rompiendo, ante él, sus armas y arrojando sus espuelas a un estercolero. Un heraldo le declaraba cobarde y traidor, mientras su escudo era atado a la cola de un caballo que lo arrastraba por el polvo. Y hasta se llegaba, en ocasiones, a llevarle a la iglesia para decirle el oficio de difuntos, como si fuera un cadáver. ¡Cómo debió deleitarse Don Quijote al evocar aquellas cortes o tribunales de amor, especie de areópago femenino, que fallaban, de acuerdo con un código, sobre puntos de galantería y caballerosidad!

Una realidad desenterrada a destiempo hace ver, en Don Quijote, sólo un aspecto de su ser: la exterioridad ridícula. Pero ese caballero molido y burlado quiso hacer perdurar -salvando sus esencias- una Edad Media entera y cabal. Su derrota sólo transcurre en el mundo de los mundanos vividores. Porque en el mundo del espíritu es un triunfo haber tomado a su cargo cruzadas de justicia expeditiva, de individual arrojo y de cristianismo militante. Desde Don Quijote, no todo quedó muerto en la caballería andantesca.



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La vida de Don Quijote como ofrenda meta-vital


Cuando el cerebro se excita con sueños de victoriosas caballerías, cuando no se conocen exactamente las diferencias entre el querer y el poder, la imaginación vuela libremente y el espíritu cree poder llevar el comando de los automatismos ciegos del Universo. Cuanto Don Quijote concebía, lo veía ya hecho, realizado, convertido en cosas tangibles. Soñaba despierto, para imprimir su voluntad en las cosas. Por las estancias de su casa, paseaba el hidalgo, al compás eufórico de sueños grandiosos. No había en él ninguna incertidumbre. Poseído por la embriaguez de sus sueños, las cosas se le presentaban estables, consistentes, dóciles. Cercano ya su fin, cuando tal vez le quedaban muy pocas esperanzas, presiente que le va a visitar la fama. Había sido elegido y ahora estaba dispuesto a acometer lo que desconocía. En un arranque de valor -magnífico ademán moral- sale de su aldea para arremeter contra la procesión nocturna de los fantasmas. Resuelto a combatir injusticias y a verles la cara a los malandrines encantadores, frente a frente, no retrocederá jamás.

«-¿Quién eres, adónde vas, de dónde vienes? Responde, fantasma o demonio, que quien te lo pregunta -dice Don Quijote- es nada menos que un hombre».

Nada menos que todo un hombre frente al enigma de lo desconocido. Es una criatura débil, casi ciega y perecedera que se planta en medio de un camino, da el alto a una procesión y requiere al primer endriago para que se explique. Don Quijote -como Prometeo- estaba allí, en la oscuridad, delante de algo   —44→   cuya apariencia era terrorífica, osando dar cara a las potencias ignotas. Suceda lo que sucediere, no puede dejar de cumplir con su obligación de caballero: «...y así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque supiera que verdaderamente érades los mismos satanases del infierno, que por tales os juzgué y os tuve siempre». Asustarse ante lo desconocido y torcer el rumbo no es propio de valientes.

La imagen del alucinado caballero que se echa a andar por el camino, encarna la decepción de Cervantes, es cierto; pero entraña, además, toda una Antropología axiológica expresada literariamente.

«Locura de España -escribe José Gaos-, salir como caballero medieval al encuentro de la realidad moderna. La razón y la realidad que a España le interesaba definir recíprocamente eran otras: no la razón de la técnica dominación temporal de la realidad material e inmanente, ni esta, sino la razón teológica y mística de la salvación eterna y esta realidad espiritual y trascendente; la razón de las razones del corazón que la razón no conoce, en que el genio previó y predijo al espíritu de la geometría su limitación y superación por el espíritu de finesse -¿y a España su resurrección, en el seno del Nuevo Mundo Hispánico?...»5.

Es natural que esta locura de España -locura de Don Quijote- siga desencadenando aún, en pleno siglo XX, una nostalgia del ideal, un delirio por los locos con locura caballeresca, un vértigo de vida auténtica... En un mundo como el de nuestros días, opresor, estatista, borreguil e inmisericorde, la sola figura de Don Quijote es ya una protesta contra la tiranía anónima, fría, impersonal, técnica. La España   —45→   de Cervantes -pese a lo que diga un renombrado y pasional autor- no sufría de estos achaques. La tecnocracia hueca de fermento espiritual todavía no establecía su reino. No hay en Cervantes ninguna intención de refutar teorías tradicionales, en nombre de un individualismo reformista, como lo pretende Juan David García Bacca: «Hay refutaciones literarias de teologías, filosofías, teorías jurídicas... y mucho más eficaces que las técnicas, que se quedan en casa y en sacristía. Pues bien: El Quijote es la refutación hecha por un loco, que dio en buen tema, en el de la defensa de los valores por el individualismo, y que por tal defensa dio su salud, su vida, fue mártir, virgen, pobre, y mereció el calificativo, de Alonso Quijano el Bueno. (Véase Parte II, Cap. LXXIV.) El Bueno nada menos, y eso que Cervantes sabía perfectamente lo que dice el Evangelio: «Unus est bonus, Deus», «nadie es bueno sino sólo Dios»6. Dicho esto, el autor no se cuida de probar sus afirmaciones. ¿Cuál es la teología, cuál es la filosofía y cuál es la teoría jurídica que Cervantes refuta literariamente? Don Quijote era individualista, es verdad; pero lo era constitutivamente -como lo son los españoles-, sin preocuparse por presentar, expresamente, un alegato en defensa de los valores concebidos por el individualismo. Además, es preciso recordar que el de la Triste Figura es un institucionalista: quiere restaurar la caballería andante para toda la tierra. Andar suponiendo intenciones no evidenciadas en la obra, es rebasar la obra misma, para quedarse en un tipo de interpretaciones estrictamente subjetivas. Piensa el Dr. García Bacca que un tema vital como el de Don Quijote, «que un tema por el que la vida gustosamente se sacrifique a sí   —46→   misma, no tiene que ver, de suyo, con la verdad o con la falsedad, con la ciencia, con la lógica, con la razón, con un logos cualquiera: teología, antropología, fisiología, etiología...»7. Nosotros pensamos, por el contrario, que no se da ningún tema vital sin liga con la verdad, con el «logos». La verdad redime al hombre y se realiza en la búsqueda y en la vida. Desde Cristo la verdad deja de ser un concepto abstracto para convertirse en una realidad personal: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Don Quijote sabe que es hombre para algo más que para dar con sus huesos en una tumba. No es sólo su razón la que da testimonio de su verdad, sino su humanidad entera. Se ha encontrado con determinadas verdades -religiosas, filosóficas, sociales- que él no ha fabricado y después de estas intuiciones existenciales su vida permanecerá vinculada a lo verdadero, que se presenta a su voluntad como lo bueno. Los valores transportan a Don Quijote que los porta. Todo el se explica en el valor cuando da testimonio del valor con su existencia. «Quiero que sepa vuestra reverencia que soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios». (Parte I, Cap. XIX.) Más que por un «déjennos a cada uno creer lo que nos pida y dé la vida»8, Don Quijote se esfuerza por hacer de su vida una ofrenda meta-vital. Su dimensión biológica la trasciende y casi la olvida, atisbando entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida. Por la fe, la esperanza y el amor su «menos-vida» se convierte en «más-vida».





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ArribaAbajoCapítulo III

El sentido de la muerte de Alonso Quijano


1.- Pautas para comprender la vida y la muerte de Don Quijote. 2.- Posiciones cervantinas ante la muerte. 3.- El sentido de la muerte de Alonso Quijano.


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Pautas para comprender la vida y la muerte de Don Quijote


«Don Quijote es un loco -por su amor a la caballería; pero la monomanía anacronista es también fuente de una nobleza tan real, de tal pureza y gracia aristocrática, de un decoro tan respetable en todas sus maneras, las espirituales y las corporales, que la risa por su ‘triste’ y grotesca figura está mezclada siempre de admirativo respeto, y no lo encuentra nadie que no se sienta atraído hacia el hidalgo lamentablemente magnífico, extravagante en ocasiones, pero siempre sin tacha. Es el espíritu mismo, en forma de un spleen, quien le lleva y ennoblece y hace que su dignidad moral salga intacta de cada humillación».


Thomas Mann                


Nunca podremos comprender a Don Quijote con la sola contemplación y explicación causal de su empresa exterior. Necesitamos ver lo que en realidad veía él. Nuestro tiempo pide un Quijote desde dentro.   —48→   Recojamos, sí, los principales sucesos de su vida, pero no con el simple fin de narrarlos, sino con el propósito de apreciar la evolución de aquel espíritu. Veámosle acontecer, sin trazarle previamente su programa, sin urdir planes arbitrarios que corroboren prejuicios. Comprender significa aprehender un sentido, poner un fenómeno en relación con una conexión total conocida. Spranger nos dirá que tiene sentido lo que en un todo lógico (sistema de conocimiento) o en un todo de valor (sistema de valor) entra como miembro constitutivo obedeciendo una ley, de constitución particular9. El valor de lo caballeresco se descubre siempre detrás del objetivo propuesto o fijado por Don Quijote. Lo fundamental para comprender el sentido de la obra maestra de Miguel de Cervantes es que las partes se unan a la totalidad según una ley. No basta conocer los objetivos de Don Quijote; se precisa penetrar en los motivos de su conducta. Hay una escala, en su proceder teleológico, fácilmente advertible: medio-objetivo-valor.

En toda obra cultural existe un valor espiritual que centra hacia sí la conmoción o admiración que suscita la obra. Los demás valores espirituales se agrupan en torno de este valor-eje.

En la historia y en la conciencia hispánicas vivieron siempre los valores espirituales que encarnan Don Quijote y Sancho. Estaba reservado al genio de Cervantes captar estas partículas de la naturaleza humana que flotaban en el cielo de España, para ennoblecer y embellecer la vida. Pensamiento, sentimiento y acción se fundieron, con verdadero amor y buen gusto, en esa amplia visión de la naturaleza humana que nos ofrece el Quijote. En medio de esa   —49→   rica y múltiple visión de las cosas, Cervantes lucha por construir lo perdurable. Esa tenaz persecución del ideal -idea revestida de valor- es constante en el Quijote. Cuando dibuja un pueblo castellano de piedras inconmovibles y pintorescas costumbres, deja caer como del cielo, en la calma de su aislamiento, valores eternos: hidalguía nunca desmentida, creencias imperecederas de una sencillez encantadora... Las vigorosas y corpóreas imágenes son transformadas, por la magia de Cervantes, en suprema poesía. En España, en Italia y en Argel, el novelista supo recoger sus modelos: hidalgos, estudiantes, soldados, pastores, posaderos, trajinantes, pícaros y mujerzuelas. Es el cortejo entero de los tipos humanos, pero visto con voluntad bondadosa e inteligente. Quien ama la verdad, la justicia y el orden no puede darnos una novela existencialista de lo absurdo.

No puedo menos de sentir un profundo desacuerdo con el admirable escritor Thomas Mann cuando afirma: «He aquí una nación que realiza en su libro-tipo y reconoce con orgulloso y severo dolor la melancólica burla y la reducción ‘ab absurdum’ de sus calidades clásicas: grandeza, idealismo, generosidad mal aplicada, caballerosidad inútil»10. Es posible que en Don Quijote exista una nobleza inadaptada, pero de ninguna manera es cierto que se trate de reducir al absurdo la grandeza, el idealismo, la generosidad. El valor intrínseco de los altos ideales nada sufre cuando una realidad adversa se resista a recibirlos en su seno. Cervantes, firme creyente en la trascendencia de Dios, salva los valores enraizándolos en la Deidad.

Asombran las claras razones, la nobleza formal y la benevolencia humana de Don Quijote cuando discurre, por ejemplo, ante el Caballero del Verde Gabán,   —50→   sobre la educación y sobre la poesía natural y la artificial. ¡Qué inteligencia moral tan sutil cuando diserta sobre la valentía como justo medio entre dos excesos: la cobardía y la temeridad, indicando cómo es más fácil dar el temerario en verdadero valiente, que no el cobarde subir a la verdadera valentía! Y sin embargo, ¿cuántos disparates y temeridades cuando actúa? ¿Cómo conciliar esa vida moral superior de su pensamiento con la temeraria y disparatada aventura de los leones? Don Quijote, cuerdo cuando piensa, es un loco cuando obra. ¿Por qué discurriendo magníficamente, las más de las veces, no puede actuar sensatamente? Se lo impide su concepción metafísica de una realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores, y una subrealidad que sólo el advierte.

Don Quijote no muere; se evapora, por así decirlo. Alonso Quijano ya no quiere ser Don Quijote. Muchos lectores se entristecen, se lamentan, se sienten desengañados. Quisieran verle de nuevo sobre su rocín, con lanza y adarga, emprendiendo nuevas aventuras. Y todo ¿para qué? Es que no se comprende que la misión del Caballero de la Triste Figura no podía terminar de otra manera. Tenía que pagar su heroísmo. El médico aseguró «que melancolías y desabrimientos le acababan». Anheló, como caballero andante, ser un paladín de la justicia y terminó siendo derribado por el Caballero de la Blanca Luna.

¿Qué otro fin pudo haber tenido Don Quijote? «Hacer. caer realmente y perecer a Don Quijote en uno de sus combates disparatados -expresa Thomas Mann- no era posible; hubiera sido pasar, sin belleza, los límites de la burla. Dejarle vivir después de haberse convertido en persona razonable, tampoco podía ser. Hubiera sido rebajar la figura, la supervivencia de un Don Quijote sin alma, prescindiendo de que por razones de defensa literaria no debía seguir   —51→   entre los vivos. Comprendo, por otra parte, que no hubiera sido cristiano ni pedagógico dejarle morir en su extravío, si respetado por la lanza del caballero de la Blanca Luna, profundamente desesperado por su derrota. Esta desesperación debía encontrar en la muerte su desenlace, por el conocimiento de que todo había sido locura. Pero la muerte en la creencia de que Dulcinea no era una princesa adorable, sino una lugareña bronca, y de que toda su fe y sus hechos y sus cuitas habían sido locura, ¿no es también una muerte desesperada? Sí, era necesario salvar el alma de la razón de Don Quijote antes de su muerte. Mas para que este acto respondiera al corazón cumplidamente, debiera el poeta habernos hecho amar menos su sinrazón»11. Permítaseme observar que el poeta no hizo que amásemos la sinrazón de Don Quijote, sino sus ideales; y estos no murieron. Tampoco podemos aceptar que toda su fe y sus hechos fueron locura. Alonso Quijano, buen cristiano al fin y al cabo, abominó los disparates y embelecos de los libros de caballería, no los valores eternos del ideal caballeresco. La adversidad fue recibida por él, como un rayo de verdad enviado por Dios misericordioso. «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese... que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma». (II, 74.) Sabía, por el barro de que fue hecho, que morir era forzoso. ¿Por qué no hacer la paz definitiva con Dios?

Pero el Quijote es una creatura de Cervantes. Conviene, en consecuencia, destacar su posición -oposiciones- ante el magno problema de la muerte.



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ArribaAbajo- 2 -

Posiciones cervantinas ante la muerte


En nuestro presente está nuestra posibilidad de morir. Como nuestra existencia es simplemente de hecho, estamos -irremediablemente- en continuo trance de muerte entitativa.

Justamente porque Cervantes fue un enamorado de la vida, estuvo hondamente preocupado por la muerte. No importa que su atención se dirija, preferentemente, hacia el abigarrado y multiforme espectáculo vital. En su contemplación de la vida tropezará, ineludiblemente, con esa amenaza cierta y delimitante que nos está siempre presente. No se trata de una posibilidad remota, sino de una posibilidad actualizada en tanto que posibilidad. Porque la muerte, como riesgo fundamental de la existencia, es la condición de cualquier posibilidad determinada.

Con toda razón ha podido afirmar Santiago Montero Díaz que «la unidad de estructura y dirección que reina en la obra total de Cervantes no queda vulnerada por el hecho de que ‘el Quijote sea lo más logrado y universal de aquella obra’. Valdría lo mismo asegurar que la cima cubierta de vírgenes hielos rompe, en lugar de coronarla, la unidad de la montaña»12. Queremos observar, sin embargo, que aun existiendo una constante intelección de la muerte en la obra cervantina, hay una rica gama de diversas actitudes vitales que asume el genial escritor español. Acaso ante el tema de la muerte se quiebre esa unidad de estructura y dirección que se advierte en el resto de la obra. No parece ser posible -como lo pretende Montero Díaz- «hallar una cierta   —53→   sistemática, una concepción ordenada y clara, como corresponde a un escritor de corte clásico, observador, reflexivo y dotado de genio creador»13, en torno de la posición cervantina ante la muerte. Y la mejor prueba nos la suministra el propio Santiago Montero Díaz, quien asegura, en su magistral estudio, que Cervantes «recibe ideas procedentes de la teología católica, la ascética y la piedad de su tiempo. Otras ideas proceden del Renacimiento, y ostentan un aire de pagana libertad. Finalmente, penetra también en su pensamiento un eco de la posición popular, desgarrada y burlona, que podríamos definir como ‘materialismo espontáneo’ del pueblo»14. Presentemos, en esquema, estas posiciones principales que Cervantes asume ante el problema de la muerte.

Situado en mirador ascético, Cervantes, ante la caducidad de las cosas humanas, contempla la victoria de la muerte. Tálamos y sepulturas, galas y lutos se ven mezclados en la muerte:


«Mas ¡ay! que yace muerta nuestra lumbre,
el alma goza de perpetua gloria
y el cuerpo de terrena pesadumbre.
No se pase, señor, de tu memoria
como en un tiempo la invencible muerte
lleva de nuestras vidas la victoria».

(«Elegía al cardenal Diego de Espinosa».)                


El temor a la muerte, en un enamorado de la vida, puede llegar hasta el terror. Tal es el caso de Cervantes:


«Con todo es mejor vivir:
que, en los casos desiguales,
el mayor mal de los males
se sabe que es el morir.
—54→
Calle el que canta, que aterra
oír tratar de la muerte:
que no hay tesoro de suerte
en tal espacio de tierra».

(«El Rufián Dichoso», Jornada II.)                


La muerte, sin embargo, puede ser una liberación cuando se vive una vida desgraciada por ausencia de amores:


«Mas todos estos temores
que me figura mi suerte,
se acabarán con la muerte
que es el fin de los dolores...».

(«Galatea», V.)                


La erótica sensual renacentista también tuvo su momento en Miguel de Cervantes:


«Horas de cualquier otro venturosas:
Aquella dulce del mortal traspaso,
aquella de mi muerte sola os pido...».

(Lamento de Silerio, «Galatea», V.)                


Y hasta el materialismo ingenuo popular se filtra en la sensibilidad de Cervantes, con todo ese aspecto de pantomima, de realismo burlón y crudo, de humor desgarrado a la par que resignado:

«A buena fe, señor, respondió Sancho, que no hay que fiar en la descarnada, digo en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres... Tiene esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa, de todo come, y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega y corta así la seca como la verde hierba, y no parece que   —55→   masca sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina que nunca se harta, y aunque no tiene barriga da a entender que está hidrópica y sedienta de beber todas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría...». (Quijote, II, 20.)

Cervantes parece querer decirnos, en su obra toda, que cada agonía y cada muerte tienen un carácter singular, intransferible, único. La significación y la vida de cada personaje guarda una estrecha relación con su propia muerte. En la tipología cervantina del acto de morir desfilan, por igual, muertes imprevistas, muertes dulces y serenas de hombres justos, muertes de angustiados, muertes de santos, muertes por abandono (o por renuncia apasionada a vivir), suicidios heroicos con todo el brío de Numancia... La desesperación -dice Cervantes en «El casamiento engañoso»- «es el mayor pecado de los hombres... por ser pecado de los demonios». Observa Santiago Montero Díaz -a quien hemos seguido, con cierta libertad, en su ensayo «La idea de la muerte en la obra de Cervantes»-, que aunque no ofrece duda que Cervantes condenaba doctrinalmente el suicidio, en el caso de Grisóstomo -un pastor desesperado que peca extremosamente, con la más grave de las culpas- «relata el hecho y silencia todo aplauso con la misma pulcritud que toda condenación. Es una de las pocas muestras de impasibilidad cervantina. Y también uno de los pasajes más conmovedores de su obra»15.

El sentido de la muerte, en Don Quijote -o en Alonso Quijano, para ser más exactos-, reviste singular importancia y merece comentario aparte.



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ArribaAbajo- 3 -

El sentido de la muerte de Alonso Quijano


«Tu muerte fue aún más heroica que tu vida, porque al llegar a ella cumpliste la más grande renuncia de tu gloria, la renuncia de tu obra. Fue tu muerte encumbrado sacrificio. En la cumbre de tu pasión, cargado de burlas, renuncias, no a ti mismo, sino a algo más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoge para siempre».


Miguel de Unamuno                


La experiencia histórica enseña que la cercanía de la muerte acaba, súbitamente, con la indiferencia en materia de religión.

A punto de muerte, Don Quijote -que no era precisamente un indiferente en materia religiosa- quiere pasar el trance «de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco: que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte». Contempla la vida a la luz de la muerte. Quisiera, con una buena muerte, abonar y glorificar su vida toda, aunque hubiese sido, en no escasa parte, la de un loco. Alaba el poder de Dios, y su misericordia, por haberle devuelto el juicio ya libre y claro. Ahora reconoce que ya no es Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien sus costumbres le dieron renombre de bueno. En este mismo sentido dirá nuestro Antonio Machado, en este siglo, aquellos versos del autorretrato.

«y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno».



Es esto lo único que cuenta al final de la jornada. Ninguna otra cosa le interesa ya recordar -porque   —57→   ninguna otra cosa cuenta- en esa postrera hora a Alonso Quijano. Es curioso que autores rusos y autores españoles hayan coincidido en destacar el sentido de renuncia que hay en la muerte de Don Quijote. «Cuando al fin renunció a todo -dice Dostoyevsky-, cuando curó de su locura y se convirtió en un hombre cuerdo... no tardó en irse de este mundo plácidamente y con triste sonrisa en los labios, consolando todavía al lloroso Sancho, y amando al mundo con la gran fuerza de aquella ternura que en su santo corazón se encerrara, y viendo, sin embargo, que no hacía ya falta alguna en la tierra». Me importa hacer notar que esta renuncia tiene un sentido de donación, de entrega. Se renuncia al egocentrismo para entregarse al teo-centrismo. Y para quitar cualquier sabor de conceptualismo abstracto, digámoslo en términos más precisos: se renuncia al narcisismo del yo para darse, generosamente, a Dios.

En trance de muerte se opera una definitiva conversión, tras de una auténtica autovaloración. Las obras puramente egocéntricas ya no cuentan nada. Es la hora suprema de la verdad, de la sinceridad. Don Quijote no había sido malo. Días antes de caer enfermo le había dicho a Don Álvaro de Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy malo». Siempre se pudo distinguir a Alonso Quijano «el bueno» a través de Don Quijote.

«La muerte de Don Quijote -expresa Turguénief en plenitud de simpatía- abisma al alma en ternura inefable». En tan supremo instante se revela toda la grandeza y toda la significación de aquel personaje: «Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño... Ya yo no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno...» Y Turguénief comenta, visiblemente emocionado: «Este nombre -de bueno- mencionado por primera y última vez conmueve al lector.   —58→   Es la única palabra que aún conserva su valor en presencia de la muerte».

En presencia de la muerte, Alonso Quijano sabe que su yo-programa, que su devenir vital va a concluir, encuéntrese en el estado que se encuentre. Ya no caben adiciones ni reformas. Los contornos del pasado han adoptado una fijeza desesperante. Le queda, sin embargo, un medio para abonar su vida: el arrepentimiento. Todos los hombres -hasta los santos- tienen por qué arrepentirse. Rodean a Alonso Quijano, en su lecho, sus familiares y amigos. Con él está su buen amigo Sancho. Pero él siente que va a morir radicalmente solo. Por esa soledad pavorosa, no hay agonía que esté exenta de grandeza. Sabe de sobra, el caballero, que en el morir no existe ningún uso o convencionalismo social que le dispense de encararse en carne viva con el trance. Si en la vida se pudo acoger a las reglas de la caballería andante, en la muerte tendrá que pasar por instantes privativamente suyos, con un carácter singular, intransferible, único. Al parecer, todo lo tiene ganado el desamparo ontológico: las fuerzas le abandonan, los dolores físicos y morales se agudizan, la soledad es devoradora. Ante el observador superficial, el desamparo ontológico simulará haber acabado con el afán de plenitud subsistencial. Se necesita aguzar mucho el oído para poder oír todavía el contrapunto. Pero, a no dudarlo, existe. En los entresijos del alma del hidalgo manchego se ha entablado la más terrible lucha. La nada, el poder de la destrucción (Satán, diría el teólogo) reclama lo suyo: el cuerpo manchado de culpa (de pecado, volvería a decir el teólogo). Pero el afán de plenitud subsistencial de Alonso Quijano pugna como nunca por ser y seguir siendo mejor, buscando e impetrando las fuerzas esenciales (la Gracia) que le faltan. Y entre estas dos vertientes, en pleno estertor de la agonía, podemos   —59→   imaginar que su libre voluntad humana supo muy bien decidir, definitivamente y para siempre, su suerte eterna.

«Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno», dijo el cura. Muere, como la semilla, para vivir mejor. Ahora sí despierta de su sueño. ¡No más locuras de esta vida mundanal! «Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Ante la inminencia de la muerte han huido todos los pájaros. Ya no es tiempo de ilusiones vitales.

¡Pero si es un héroe de ficción!, dirá alguien. ¡Cierto! Y sin embargo, qué bien comprendemos a Rodríguez Marín cuando nos dice: «enternece y apesadumbra la muerte de Don Quijote como la de una persona que en realidad ha existido, y a la cual hemos profesado entrañable afecto»16.

«La muerte es una necesidad igual e invencible: ¿quién puede quejarse de estar incluido en una condición que alcanza a todos?», pregunta Séneca17. ¡Verdad innegable! Pero no se nos negará el derecho a dolernos de ese arrancamiento de un ente de ficción que habíamos aprendido a amar. La razón presenta el hecho, pero el sentimiento lo penetra en sus estratos más profundos.





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ArribaAbajoCapítulo IV

Cervantes, España y la génesis del Quijote


1.- Cervantes y su Quijote. 2.- Génesis y cumplimiento del Quijote. 3.- ¿Es el Quijote un libro decadente?


ArribaAbajo- 1 -

Cervantes y su Quijote


«Cervantes no ha concurrido, no ha descubierto ninguna verdad. Cervantes era poeta, y ha creado la hermosura, que siempre, no menos que la verdad, levanta el espíritu humano y ejerce un influjo benéfico en la vida de los pueblos y en los adelantos morales».


Juan Valera                


Aunque el Quijote haya sido hecho por un hombre y hasta por un pueblo, le somos deudores de una parcela de nuestra vida espiritual. Aquel que lea con toda el alma la novela cervantina, sentirá que su ser es, en buena parte, criatura quijotesca. Y es que Don Quijote actualiza la dimensión quijotesca de nuestro ser de hombres. Si Cervantes viviese reconocería complacido el linaje de espíritu que dejó su ente de ficción. Al derrumbarse el catafalco de la caballería andante quedó en España, con la suprema desnudez de lo humano, el espíritu caballeresco -de la Edad   —61→   Media: «sentimientos de pundonor, de lealtad y de amor fiel y rendido a una dama».

El ingenio de los españoles no es dado a ese tipo de burla ligera, a la cual se inclinan tanto los franceses, sino a la parodia profunda. Los españoles suelen ser satíricos, pero no irónicos. Es la ironía una flor del corazón blando. Esa sonrisa sutil y aguda, que tan femeninamente prodiga el francés ahogando la pasión, nunca han podido gesticularla los españoles porque hay en ellos demasiada masculinidad y pasión. Cuando se ríen lo hacen rabiosamente, y aunque se propongan ser irónicos resultan sarcásticos cuando no insultantes.

La burla de la caballería -en lo que tiene de ridículo y desorbitado- llega a extremos despiadados, en Cervantes, precisamente porque en su pecho ardía, con poderosa llama, el ideal de lo caballeresco. Nunca se burla Cervantes de las ideas caballerosas: honor, lealtad, fidelidad y castidad en los amores. Don Quijote resulta, objetivamente, no un personaje creado para el escarnio, sino para el amor y la compasión respetuosa. De ordinario, cuando no está poseído por su monomanía, es discreto, elevado en sus sentimientos y ostenta una incomparable belleza moral. Sus palabras, noblemente melancólicas, nos traspasan el corazón. Y es que no se trata de frías y artificiosas razones, sino de palabras de vida. Los lectores terminamos por vibrar al unísono con nuestro héroe. Compartimos su satisfacción cuando vence los leones, lamentamos su vencimiento en la plaza de Barcelona, nos afligimos con su melancolía y lloramos su muerte como la de un ser querido.

«¡Yo sé quien soy!», dijo Don Quijote cuando el labriego Pedro Alonso -su convecino- lo recogió del suelo donde yacía después de la aventura con los mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Con esas palabras -tan certeramente comentadas   —62→   por Unamuno- Cervantes nos brinda un manantial de ánimo heroico. ¡Ya puede el mundo apariencial, fallecedero, de cuyo prestigio viven neciamente esclavos los hombres que piensan con el vientre, atropellarnos y escarnecernos; pero él ánimo heroico para violentar la mentira y la impostura no nos lo podrá quitar nadie!

Don Quijote sabe quién es. Es un «ser-en-el-mundo». No caigamos en ese subjetivismo de Unamuno que «deja a Don Quijote -como agudamente apunta Manuel Azaña- en soledad de Viernes Santo». Don Miguel escinde al personaje poético y a su autor y los contempla disociados. Más aún: aísla a Don Quijote del mundo que lo cobija, quedándose con una criatura descomunal, sin antecedente, ni congénere, ni causa... Yo prefiero el método que propone don Manuel Azaña -aunque difiera de sus puntos de vista-: «Don Quijote emerge de un sistema. Proviene del encuentro de fuerzas que apretadamente convergen y rompen hacia lo alto, y encumbran sobre los materiales que permanecen sirviendo de escalón y asiento una cima señera, dominante... Son visibles en el Quijote las dos corrientes de la sensibilidad que al cruzarse en el espíritu de Cervantes han producido el alzamiento culminante en la figura del triste caballero. Una consiste en experiencia realista; otra en sugestiones poéticas. Una proviene de la observación, del comercio cotidiano con los seres más triviales; otra, de la tradición irreal, nunca vivida por nadie en los términos que la tradición misma declara; parte de una fantasía antigua, sin apellido personal, engrosada a través del tiempo por la fantasía innumerable de cuantos han apacentado en ella su capacidad de ensueño»18. Y es lo cierto que en el Quijote hay un mundo concreto, lleno de   —63→   sustancia, repleto de seres y enseres que ocupan sitio. Pero hay también -¡y esto es mucho más importante!- un torrente poético traspasado por los fuegos de una iluminación remota. «El prodigio en la composición de la novela -este es el acto sacramental logrado por el poeta- consiste en haber fundido la corriente realista y la mitológica en una emoción sola»19.

La realidad primaria del personaje -un viejo chiflado de nombre Alonso Quijano- puede resultar risible, pero Cervantes introduce en lo real -recomponiéndolo y elevándolo- la corriente maravillosa de su fantasía. ¡Y esto es lo serio! Un espíritu extraviado por la disposición arqueológica -¡hay tantos!- que se convierte, gracias al genio de Cervantes, en la poderosa y viva figura de Don Quijote. Un poder alucinante y plástico aunado a un espíritu aventurero, con incoercibles ansias de inmortalidad, buscó -identificado con su héroe- caminos de eterno nombre y fama. Pero esta invención, con innegables raíces autobiográficas, se produce a la hora del otoño. De ahí esa dulzura, esa melancolía, ese humor y aquella resignación placentera ante el rigor de la vida imperfecta, tan distante del ideal acariciado. No se trata de ninguna apología del fracaso, ni siquiera -como lo pretende Azaña- de un ansia de inmortalidad lacerada por la percepción de su propia imposibilidad. Trátase, por el contrario, de una ingénita benevolencia y de una cristiana caridad que resplandecen en esas criaturas cervantinas.

En su discurso «Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle» (leído ante la Real Academia Española, en Junta Pública, el 25 de septiembre de 1864, don Juan Valera nos hace notar que los personajes del Quijote, hasta los peores, tienen algo que honra a la naturaleza humana.   —64→   Si llega a pintar mujeres moral o físicamente feas, siempre les agrega un toque benévolo para que no repugnen. Y es que «Cervantes, que en grado eminente representa el genio de España, tuvo que ser y fue eminentemente religioso. En todas sus obras se ven señales de la piedad más acendrada»20. ¡Cómo no comprender que en su corazón hubiese cierto menosprecio del mundo y cierta ternura mística, si las cosas de la tierra le produjeron hartos desengaños y los desdenes de la fortuna no cesaron de herirle!

De Cervantes, hombre de carne y hueso, con historia y con creaciones poéticas, emerge, se cumple y declina el personaje de la obra inmortal.




ArribaAbajo- 2 -

Génesis y cumplimiento del Quijote


No podemos entender el individuo sino al través de su especie. Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas -como el personaje Don Quijote- son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individualización de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes.


José Ortega y Gasset                


Ante los errores -algunas veces grotescos- a que ha llevado considerar aisladamente a Don Quijote, José Ortega y Gasset reaccionó, allá por el año 1914, criticando a quienes nos invitaban a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados, y a quienes con burguesa previsión nos proponían alejarnos del quijotismo. «Para unos y para otros, por lo visto, Cervantes no ha existido. Pues a poner nuestro ánimo más allá de ese dualismo vino sobre la tierra   —65→   Cervantes»21. Proponíase en aquel entonces, el Meditador del Escorial, investigar no el quijotismo del personaje, sino el quijotismo del libro. Estaba convencido de que Cervantes era una experiencia esencial, acaso la mayor de las iberas. «He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertásemos a nueva vida»22.

Pero lo cierto es que don José Ortega y Gasset se dejó ganar por el tema de las culturas -mediterránea y germana- y por el tema de los géneros literarios, sin ocuparse apenas en trazar el perfil del estilo cervantino. En este, como en otros casos, su proceder es típico: suscita el tema, nos lo muestra -refulgiendo- en lo alto, nos engolosina y luego, escamoteando el tema con elegante pirueta, pasa a otra cosa, dejándonos encalabrinados.

Está muy bien el imperativo de atenernos al quijotismo del libro, es decir, de Cervantes, pero a condición de no quedarnos en él. Cervantes es la antena de oro -enhiesta y sutil- que en su ápice capta la luminosa oscuridad de un pueblo, de una época y hasta de la humanidad entera, si se quiere. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un Quijote. Seguramente Cervantes no es tan sólo una poderosa   —66→   y sutil antena; también transmite, por su cuenta, un mensaje personal. Recibe y da. Conviene, por ello, examinar el Don Quijote de Cervantes, en su génesis y cumplimiento, como emergiendo de un sistema, de un encuentro del hombre con su circunstancia.

Dejemos a los eruditos el trabajo de descifrar el enigma de la existencia real de Don Quijote, Sancho, Dulcinea y demás protagonistas. Quede también para ellos el cotejo de los pasajes de la obra con numerosos antecedentes -la «Ilíada», «El Asno de Oro», la «Eneida», el «Entremés de los Romances», «El Caballero Cifar», «La Celestina», «Epitalamio de Tetis y Peleo», «Leyenda Áurea», «Amadís de Gaula», «Tirante el Blanco», «Palmerín de Inglaterra», etc., etc.- y la identificación de los lugares -campos, ciudades, casas- que le sirvieron a Cervantes de escenario. Una obra de cultura no es, no puede ser, una «creatio ex nihilo». El Quijote, como cualquier otro de los grandes libros de la literatura universal, proviene del entrecruce de diversas corrientes que entran en el autor y pasan por su ser de artista. Impórtanos destacar un hecho indubitable: El Quijote tiene un perfil tan propio, tan intransferible, tan único, que el problema de las fuentes literarias que pudo utilizar el Manco de Lepanto para la concepción de su libro inmortal se desvanece ante la importancia de la genial aportación cervantina.

Situado en el límite de dos mundos históricos, de dos estilos de vida, Cervantes engendra su Quijote como personaje de frontera. Consigo lleva, sin anacronismos, las mejores esencias de la Edad Media. Pero sus plantas están puestas en la España renacentista de los Felipes. Le toca a Cervantes sepultar el vetusto estilo narrativo para inaugurar la novela moderna. Un noble loco, acompañado de más de seiscientos personajes, se adueña del cerebro de Cervantes. Y sin embargo, «Don Quijote -como apunta   —67→   certeramente Pedro Reyes Velázquez- es más real que Amadís de Gaula, a pesar de la extravagancia de sus proezas, porque se mueve en un mundo que nos es instantáneamente familiar. Don Quijote no es un personaje rígido y sin quiebras, como muñeco de ficción, como Tarzán o Supermán. Es un hombre, loco o monomaniaco, hidalgo o caballero, noble o enamorado; pero nada de lo humano le es ajeno. No simboliza a una casta de propietarios pobres, ni es el arquetipo de una clase social o de una raza, ni siquiera es propiedad exclusiva de una nación o de un pueblo. Es una creación del arte universal, y por ello su historia ha podido ser vertida a todas las lenguas. Don Quijote es el símbolo de la raza humana en su doliente, anhelante, triunfal y mezquino peregrinar por el mundo...»23.

Cervantes, como español de su tiempo, sustenta su ideal caballeresco ante la vida. Pero un buen día le nace el designio ya no sólo de concebir este ideal ante la circunstancia, sino de realizarlo novelescamente en ella. He aquí la génesis del Quijote. Lo de menos es el aparente propósito expreso: el exterminio de los libros de caballerías. Una espléndida eclosión de vitalidad hispánica creadora lo permea todo. La realidad vista a través de la emoción cervantina e inyectada de ese activismo fantástico o fantasía activista, tiene en el Quijote su arrebato de energía volitiva. Y sin embargo, este romántico arrebato se ve corregido e instruido por el siempre clásico «bon seny». Por eso decir que «el quijotismo consiste en un rebasamiento del poder por el querer, en un creer que se puede lo que simplemente se imagina»24, es quedarse solo en un aspecto del quijotismo, sin llevarlo   —68→   a la plenitud de su significación. Sencilla sensatez y extravagante ambición de gloria coexisten dramáticamente en Don Quijote y Sancho. Entre lo cómico y lo serio, entre la figura a primera vista y la esencia hay un maravilloso equilibrio. Ante el desquiciamiento moral de una generación pegada todavía a los rancios y artificiosos conceptos caballerescos, Cervantes salva el bello ideal que en cada caso quisiéramos ver cumplido. En medio de un estado político y social en declive, aporta nuevos elementos de cultura y lucha por la recuperación de los valores espirituales postergados. «No se escribe con las canas -dijo Cervantes-, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años». Y es lo cierto que su inteligencia la puso, en el Quijote, al servicio de la bondad. Verdades de experiencia, modelos de humanidad, claro y limpio axiotropismo... Todo ello resplandece, con inolvidable luz, en la obra maestra de Miguel de Cervantes.




ArribaAbajo- 3 -

¿Es el Quijote un libro decadente?


Cervantes compone su Don Quijote en un arrebato de inspiración. Y en él se expresan, al lado de la parodia de las novelas de caballerías, la más generosa poesía, el patriotismo, la sabiduría, el profundo conocimiento de los hombres y del mundo, junto a la más divertida alegría y al juego más delicado y filosófico... Don Quijote respira un tal entusiasmo por la patria, el heroísmo, la carrera de las armas, la caballería, el amor y la poesía, que muchos espíritus ateridos pudieron calentarse al contacto de este entusiasmo.


Tieck                


Una y otra vez se nos ha dicho que el Quijote es el libro ejemplar de la decadencia española. A la palabra   —69→   «decadente» se le pretende dar una connotación de cansancio, desilusión y desengaño. Se nos advierte que el vocablo ha sido limpiado de sus asociaciones peyorativas tales como enfermizo, nocivo, corruptor.

Atengámonos a la definición que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Decadencia. (De decadente.) F. Declinación, menoscabo, principio de debilidad o de ruina»25. ¿Es que arriesgar la comodidad y la vida misma, con tal de contribuir a la realización del reino de la justicia, es principio de debilidad, menoscabo o declinación? ¿Acaso es decadencia perder y sufrir por el ideal que no ha de triunfar jamás, con plenitud, en el mundo? En tal caso habría que declarar decadente al cristianismo. Porque «cada cristiano es un Quijote: el siervo de una ética que contradice a la naturaleza y se le impone y la supera. Esfuerzo -asegura Vasconcelos- que sólo se logra a través de la lucha desgarradora de la santidad»26. Bástenos decir que Don Quijote supera, como cristiano, a su naturaleza, pero no la contradice. El buen burgués, en cambio, sigue al pie de la letra el consejo de la sobrina: «¿No sería mejor estarse pacífico en su casa, no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, sin considerar que muchos van por lana y salen trasquilados?».

El Quijote puede resultar humorístico y trágico; pero decadente nunca. Humorístico porque se ha entregado con toda la fogosidad de su alma noble a una idea que está en oposición con la exigencia de la época, porque no puede transformar en obras los valores que acaricia, actuando torpemente y cometiendo despropósitos. Trágico porque tiene ambición de ángel y capacidad de hombre, arrebatos de noble   —70→   juventud y menguadas fuerzas de viejo decrépito. Contra la pseudo-prudencia burguesa, Don Quijote podría tener por divisa aquel dicho castizo: «vale más honra que vida». Pelea por el bien hasta el sacrificio. Es claro que sus fracasos provocarán la sonrisa semisabia del Bachiller Sansón Carrasco, el verdadero antiquijote, como lo ha señalado Papini. Pero hoy, frente a la aventura del Caballero de la Triste Figura, ya no podemos dejar de reír sin un poco de llanto en los ojos...

«No comprendo que se pueda leer el Quijote -expresa Ramiro de Maeztu- sin saturarse de la melancolía que un hombre y un pueblo sienten al desengañarse de su ideal»27. Yo pregunto: ¿Hay en Cervantes y en su pueblo un desengaño de su ideal o un desengaño del mundo renuente al ideal? Examinemos la España de Cervantes. Los moros han sido expulsados después de ocho siglos de heroicas luchas. Se ha realizado la unidad religiosa. Se han descubierto, conquistado y poblado -a costa de la propia despoblación de la Península- las Américas. Flandes, Alemania, Italia, Francia, Grecia y Berbería contemplan el victorioso paseo de las banderas españolas. Podemos evocar los nombres de los primeros circunnavegantes -Elcano, Legazpi, Magallanes- y de los más ilustres conquistadores -Cortés, Pizarro, Almagro-. En este generoso estallido de energía todos los hogares españoles dan un monje o un soldado. Mientras florecen los místicos y se alzan las órdenes religiosas, se agotan las pobres tierras españolas, que no permiten que se les grave con impuestos tan altos. Y sin embargo, más allá de razones de economía y de industria, Felipe II siente el ineludible imperativo de mantener la fe católica por medio de las armas. España arde en fervor espiritual, pero   —71→   ya sus ejércitos están en tierras de Flandes o de Italia «muertos de hambre y desnudez». Aún pelea en todos los ámbitos del orbe, pero como la lucha es superior a sus fuerzas, triunfa a medias. El sueño de la monarquía universal se vuelve imposible. No se pudo impedir la escisión de la Cristiandad, ni se pudo evitar que al humanismo teocéntrico que defendía España, siguiese poco después el humanismo antropocéntrico que postularon Inglaterra y Francia. Hasta aquí el cuadro español de épica grandeza. ¿Habrá que avergonzarse de haberlo concebido, por el simple hecho de que no fue realizable? Puede haber dolor por la excesiva sangre derramada, pero nunca remordimiento por la energía heroica que se deshizo en los mares del Norte, cuando las tempestades aniquilaron a la Armada Invencible.

Un hombre esforzado luchando contra la adversidad -tal es Don Quijote y tal es Cervantes- suscita en nosotros la idea de tragedia no de decadencia. El destino ha querido que un gran temple de alma se albergue en un cuerpo débil y luche en un medio inadecuado. El autor y el personaje de la novela conocen y aman los ideales caballerescos. «Más versado en desdichas que en versos», Cervantes escribe el Quijote no para escarnecer los valores caballerescos, sino para pintar un mundo cruel y renuente a los altos ideales. Se consuela y nos consuela. Su vida entera la transforma en arte. Todos sus sueños de juventud y sus fracasos en la vida se los infunde a un viejo monomaniaco que se cree caballero andante. Don Quijote -como Cervantes y como la España de su tiempo- vive fuera de la realidad tasada y medida. Una desproporción entre los nobles fines propuestos y los pobres medios con que se cuenta para realizarlos suscita la risa. Pero, tras la risa, se piensa que no es digno abandonar a Don Quijote en la picota del ridículo. Y si lo abandonamos, con él   —72→   queda lo que de mejor y más noble hay en cada uno de los hombres.

Los ejércitos de España habían avanzado demasiado en el tiempo de Cervantes. Azorín asegura, en «Una Hora de España», que no hubo decadencia, sino extravasamiento a América de la energía y la sangre española. Cervantes, hombre de su tiempo, advierte este extravasamiento y percibe las posibilidades y las limitaciones de la voluntad de su pueblo. Católico devoto y respetuoso del gobierno civil, no quiere cambiar los usos, sino los hombres. Escribe con voluntad de renovación y con espíritu de auténtica libertad. «El mundo está mal», parece decirnos Cervantes. «Hagámonos malos», podría decir, en consecuencia, un «vivales» cualquiera. Cervantes no lo dice. Se duele, eso sí, de que su tiempo haya permanecido indiferente a sus empeños quijotescos. Pero sus antiguas ilusiones, aunque irrealizadas, no le merecen burla. De otra manera no hubiera descubierto, al final de cuentas, que había querido siempre a su héroe. ¿Hay decadencia en ese amor?





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ArribaAbajoCapítulo V

Estructura y composición del Quijote


1.- Estructura del Quijote. 2.- La Primera Parte. 3.- La Segunda Parte.


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Estructura del Quijote


En la encrucijada de los siglos XVI y XVII, Cervantes se ubica con plena conciencia histórica. Recoge todos los géneros literarios de moda en el siglo XVI y apunta -en la segunda parte de El Quijote- la unidad constructiva, los motivos de contraste y la riqueza popular del siglo XVII. Por una parte en el Quijote subsisten las virtudes y proezas del viejo ideal, el elemento pastoril -episodio de Marcela y Grisóstomo-, la novela sentimental -episodios de Cardenio, Luscinda y Dorotea-, la narración italiana picante -el curioso impertinente-, el elemento picaresco -aventura de los Galeotes y el tipo de maese Pedro-, pero, es visible también, por otra parte, una vigorosa impresión cómica ante los libros de caballerías, un sentimiento de íntimo y trágico fracaso de los sueños, una voz humanística de desengañada piedad... Con razón pensaba Ortega y Gasset en el Quijote como clave única de toda la gran novela contemporánea.

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La obra entera se mueve en el doble plano de poesía y realidad. Deseo iluso y verdad desengañada, poderosos ideales difusos y concreción aldeana de espíritu, fantasía y buen sentido, utopías y ambientes de un realismo preciso... Todo ese tibio e infantil calor de humanidad, toda esa religiosidad capaz de ennoblecer la vida más ridícula, todo ese martirio corporal en un hombre de carne y hueso -no en una estatua de piedra- nos dejan impregnados de un profundo sentimiento místico y nos hacen ascender a las más puras fuentes de lo heroico, sin perder el contacto con una pobre y doliente humanidad...

«No es casual el momento de la historia española en que aparece el Quijote. El soldado de Lepanto -advierte Ángel Valbuena Prat- ha visto con amargura el principio de los vencimientos. Cervantes, que cantó a la Armada Invencible antes y después de la derrota, supo sentir en su alma el dolor del momento de un gran fracaso, la nueva era del tratado de la tribulación. Sin duda, de esta amargura, de este dolor, en que los fracasos personales de la vida del Cervantes alcabalero podían sublimarse en un horizonte nacional, brotó parte del humor del Quijote, basado en la bondad incomprendida del héroe, en el ideal de justicia universal deshecho a palos y pedradas»28. ¡No! El ideal de justicia universal no queda deshecho a palos y pedradas, precisamente porque es un verdadero ideal y como tal está más allá de los palos y pedradas. Sobre la estela de locas aventuras y de trágicos fracasos queda puro, inmarcesible, el halo de bondad, el señorío trascendente del espíritu bueno.

Don Quijote es un trozo de la propia carne y sangre de Miguel de Cervantes. Por eso hay un fondo en Don Quijote que permanece más allá de la parodia   —75→   del mundo heroico. Cervantes, aun cuando se ríe frecuentemente con la risa dolorida del humor, no puede reírse de todo. Nunca se rio, por ejemplo, de su hazaña como soldado en la gran batalla de Lepanto. Claro que su alma noble y esforzada debió reaccionar, ennegreciendo un tanto la tinta, ante la corrompida burocracia picaresca de aquellos días. Pero aun esto resulta suavizado por esa innata simpatía compasiva de Cervantes. Su desengaño es un noble desengaño que nada tiene que ver con el resentimiento.

Nunca pierde Don Quijote su capacidad de amistad. Sancho érale, cada vez más, una verdadera necesidad. Tal vez acierte Unamuno cuando asegura: «Necesitábale para hablar; esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho fue su coro, la Humanidad toda para él. Y en cabeza de Sancho ama a la Humanidad toda».

¿Habrá concebido Cervantes el Quijote como una novela corta, que fue ampliando a medida que se le agrandaba el horizonte primitivo? ¡Quién sabe! Lo cierto es que los personajes parecen crecer casi biológicamente por su propia cuenta. En todo caso el héroe central nunca es abandonado por el autor. Aunque en la primera parte de la obra Don Quijote no llegue a la plenitud de su propia personalidad, perdiéndose a veces -al ser apaleado por los mercaderes toledanos- la noción de su identidad, resurge, sin embargo, el incontenible «Yo sé quien soy». Y todos los motivos novelescos de tan diversa gama que mueven el interés de la acción, en la primera parte del libro, no pueden hacer olvidar los personajes centrales: Don Quijote y Sancho. En la segunda parte se concentra -con densa sobriedad ejemplar- la acción esencial, sin «injerir novelas sueltas ni pegadizas». El novelista está en la cima de   —76→   la madurez. «A diferencia de los personajes de la parte primera, que a la fuerza penetran en el sentido quijotesco, ahora la ficción caballeresca que irradia del héroe va tiñendo de poesía y sentido transfigurador de la realidad -observa Valbuena Prata todas las figuras que pudiéramos llamar aquijotes y antiquijotes, mientras que, a la vez, en la sabia compensación del artista, el héroe central se va haciendo más discreto, más cuerdo, más hondamente humano en su actitud ante la vida, ante el mundo exterior. Todo ello es origen de nuevas formas de aventuras, en que el halo caballeresco deja una ilusión poética en el héroe y sus contrarios, como en el tema pintoresco y pleno de humor del Caballero de los Espejos: Don Quijote que vence, y el fino escorzo entre realidad e ilusión, en el final del episodio, en que la fusión de humor entre verdad y apariencia entraña una mucho más fina y compleja calidad que en otros momentos de la parte primera»29.

Es fácil decir con el duque de Rivas que el poeta tiene por misión: «pensar alto, sentir hondo y hablar claro». Pero es extraordinariamente difícil decir cómo pensó, sintió y habló Cervantes en su Don Quijote. El genio no se deja apresar por los cánones de la Estética, precisamente porque crea una nueva Estética. Cervantes -gigante de la literatura universal- intuyó el suspiro nacional de España y en él vio la humanísima mezcla de sufrimientos y alegrías que le sirvió de materia para darnos esa suprema lección de filosofía moral. Don Quijote es símbolo de la Humanidad entera. Sus sueños son los sueños que soñamos todos los hombres que anhelamos mejores destinos. Como él, también nosotros recurrimos a la fantasía para crear la forma perfecta que imaginamos cuando no hay otro modo de hacer   —77→   bella la realidad. Una compenetración superior con la Naturaleza nos hace ver, después de la lectura del Quijote, una realidad ideal, una reverberación de valores en los seres que participan del supremo ser que es a la vez el supremo valor.

Pero es tiempo ya de examinar, en sus grandes lineamientos, la composición del Quijote.




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La Primera Parte


En tanto que el Quijote de 1605 tiene cincuenta y dos capítulos, el Quijote de 1615 tiene setenta y cuatro. De la una a la otra parte ha variado la psicología y la intención de Cervantes. Sin embargo, después de una pausa de diez años, el autor sabe mantenerse en el mismo nivel de calidad estética, con el mismo respeto a los perfiles morales de sus entes de ficción. No conozco otro caso semejante en la historia de la literatura universal.

La primera parte de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» hace recordar aquella frase de Stendhal: la novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino. Don Quijote recorre los caminos de la Mancha tropezándose con andantes y cosas reales. Sale, por primera vez, «antes del día». A la venta llega cuando cae la tarde. Vela las armas y tiene un altercado con los arrieros que por dar de beber a sus animales retiran las armas del futuro caballero andante. Para proveerse de lo aconsejado por el ventero y tomar un escudero, regresa a su aldea. Juan Haldudo es sorprendido por Don Quijote dando azotes a su criado Andrés y el caballero hace justicia al jovenzuelo. (Más tarde sabrá -¡oh desdicha!- que había sido peor el remedio que la   —78→   enfermedad.) La primer paliza la recibe en su encuentro con los mercaderes. Un vecino compasivo lo recoge y lo devuelve al pueblo. Empieza ya a manifestarse la locura de Don Quijote: transfigura la venta en castillo, el cuerno del porquero en trompeta de enano, a las mozas del partido en altas doncellas, al ventero en castellano, a Juan Haldudo y los arrieros en caballeros... Y hasta llega a perder la conciencia de su personalidad y la de su vecino Pedro Alonso.

En la segunda salida prosiguen las aventuras: los molinos; Puerto Lápice, con los frailes de San Benito, y la señora vizcaína; los cabreros y el entierro de Grisóstomo (aparece Marcela); los yangüeses; los incidentes de Maritornes en la segunda venta y el manteamiento de Sancho; los dos rebaños (ejércitos para el alucinado caballero); el cuerpo muerto; los batanes; el barbero de la batía; los galeotes; el internamiento en Sierra Morena y la conspiración del Cura y el Barbero con Dorotea para hacer regresar al loco de Alonso Quijano. La venta es -como atinadamente apunta José Gaos- centro teatral, más propiamente que novelesco, «escena de confluencia, reconocimiento y desenlace de un conjunto de ‘acciones’ e ‘intrigas’ a saber: las de Luscinda y Don Fernando, Dorotea y Cardenio, por una parte, y, por otra, las de Zoraida y el Cautivo con su hermano el Oidor y la hija de este y Don Luis»30. Las alucinaciones de Don Quijote siguen su curso: los molinos son gigantes, los frailes y los acompañantes de la señora vizcaína son encantadores que han robado una princesa, Maritornes es la hija del señor del Castillo, el cuadrillero es un mozo encantado, los manteadores son fantasmas y gente de otro planeta, los rebaños son ejércitos, el séquito del cuerpo muerto   —79→   es un cortejo de un caballero cuya venganza le estaba reservada, el estruendo de batanes es una rara aventura, la batía de barbero es un yelmo de mambrino. La conspiración de los cuerdos se suma a la locura de Don Quijote a partir de la presentación de Dorotea como Infanta Micomicona. Se declara yelmo y jaez, respectivamente, la batía y la albarda de un barbero -que está a punto de perder la razón- por el Cura y Don Fernando.

Es muy posible que Cervantes no haya tenido, al principiar la primera parte, un plan de lo que sería el completo desarrollo del Quijote. Podemos suponer que empezó a mover la pluma fluida y placenteramente porque el tema le divertía. Tal vez pensara producir una novela corta. Todo pudo haber terminado con el regreso de Don Quijote a su aldea. Pero Cervantes, después del Capítulo V, tiene la certeza de estar, como narrador, ante un campo ilimitado. Y cosa aún más importante, presiente que su personaje va a ser universal. ¿Quién de nosotros no ha soñado alguna vez convertirse en un Quijote, para contribuir, en alguna forma, a la salvación de sus prójimos? Descontentos de lo que somos, todos -quien más quien menos- concebimos un día muy risueños planes y en aras de este ideal sacrificamos nuestras comodidades y tal vez nuestra fortuna. Muchos nos consumimos por la filosofía, pasando malos días y peores noches (toledanas), minando la salud, acelerando la vejez y todo por averiguar la razón de ser de las cosas, el orden del universo con sus causas. ¿Cómo no comprender la locura de Don Quijote?

Sancho, testigo constante, asegura la continuidad de la novela. Su positivismo rastrero va desapareciendo paulatinamente ante la grandiosidad y la belleza del mundo que le descorre su alucinado amo. Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra estaban situados en una época mucho menos complicada.   —80→   «Don Quijote -apunta Antonio Castro Leal- tiene que ir creando su propio código de caballero andante. Entonces es cuando descubrimos su ingenio, su reflexión y su elocuencia. Cualquiera de nosotros, puestos en el camino de Don Quijote, hubiéramos hecho muchas más locuras que él» 31. El medio histórico en que se mueven los personajes está pintado, en la primera parte, con magnífica sobriedad y equilibrado realismo. Alguien ha recordado a Velázquez. En prosa auroral -sencilla y compleja, transparente y grande- Cervantes hace aparecer a sus personajes chorreando vida. Ya nadie los podrá destruir. Ni siquiera el mismo.

La primera parte del Quijote nos presenta, con relación a la segunda, un mundo más familiar y común, un humorismo más abundante y más franco. Aunque su composición sea más débil, por no tener un plan premeditado y albergue narraciones ajenas que detienen y retardan la acción, hay una cierta abundancia barroca -atrevida y alegre- y un proceso de complicación y refinamiento -ilusiones, decepciones y explicaciones- que le hacen ser, a su modo, una obra acabada y perfecta.




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La Segunda Parte


Una gracia melancólica, una bondadosa piedad y una sonrisa de consuelo derraman sus luces plateadas sobre la «Segunda Parte del Quijote». La madurez del genio se advierte en el plan más completo y ordenado, en el arte más reflexivo y seguro, en la   —81→   más sutil y matizada pintura de personajes. «El hombre que escribió este volumen no es el mismo que ha escrito el primero. Antes había -tal vez- pleno sol, ahora la franja luminosa que tiñe lo alto de las bardas (¡aún hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso, de melancolía. Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte». (Azorín.)

Los primeros capítulos de la segunda parte es un constante ir y venir y un afanoso diálogo. La tercera salida llena toda la novela. Toboso y encantamiento de Dulcinea. Carro de la muerte. Caballero del Bosque. Caballero del Verde Gabán. Los Leones. Las bodas de Camacho. La cueva de Montesinos. Maese Pedro y retablo. El suceso del rebuzno. Aventura del barco encantado. En la casa ducal los incidentes tienen una cierta unidad de lugar y un mayor intrincamiento: coloquio de Don Quijote y Sancho con los Duques, Merlín y desencanto de Dulcinea, Trifaldi, Consejos de Don Quijote a Sancho y Gobierno de la ínsula por parte de este último, Altisiadora, Doña Rodríguez, cartas, peregrinos, caída en la sima, nueva reunión de Caballero y Escudero, desafío con Tosilos y salida de la casa ducal. Ida a Barcelona, estancia en la ciudad y vuelta. Agüeros que tuvo Don Quijote al entrar en su aldea. Enfermedad, testamento y muerte de Alonso Quijano.

La crítica ha observado que en el Quijote de 1605 «se está constantemente viviendo el momento esencial. No hay que encaminarse a un punto o a otro, en cualquier sitio se está en donde se debe estar: en la gran aventura de la Justicia total o la Belleza total. En 1615 se explora con placer, se pasea con gusto, se tienen ganas de conocer gente, de visitar lugares, de satisfacer esa curiosidad que despierta la vida». (Casalduero.) Un sentimiento de libertad para gozar los instantes existenciales coexiste con la inquietud de la misión por cumplir: «por no parecer bien que   —82→   los caballeros andantes se den muchas horas al ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio» (II, 18).

Una acción única, enlazada al protagonista, con la mayor variedad posible, es propósito que Cervantes deja ver a las claras en la segunda parte de su novela inmortal. Las características barrocas, del segundo Quijote, en la acción, son patentes: «la digresión y el encadenamiento, el engaño, el ser inventada por otros personajes, por último -advierte Joaquín Casalduero-, el paralelismo antitético»32. La bajada de Don Quijote a la cueva de Montesinos y la caída de Sancho en la sima están en posición casi simétrica. Cada vez que Don Quijote sueña en la vida pastoril -al encontrarse con los muchachos que representan églogas y después de ser vencido por el Caballero de la Blanca Luna, camino de su aldea- es atropellado por toros y cerdos. Parece como si Cervantes deseara trasladarnos, súbitamente, de la justicia y la belleza ideales a las duras realidades terrenales. Un aire de juego, de burla sutil -ignorada por varios personajes- campea hasta la última hora. ¿No será la vida social un engaño, una representación? Los protagonistas juegan con su papel hasta que la muerte les manda acabar el juego. Hay un estado de irritación motivado por la vida social, las instituciones y el hombre. «La grosería humana -expresa Casalduero-, el misterioso encadenamiento social producen la irritación, que, como un anticlímax, se resuelve en calma ante la incomprensión producida por la falta de experiencia del mundo»33. Decididamente Cervantes expresa su desilusión y su desengaño al encontrar deformado por los hombres el valor que iba buscando. «Yo no puedo, más», dirá   —83→   Don Quijote en un momento de abatimiento espiritual y físico. Y sin embargo, Cervantes, en ese último estado de entreclaridad, sigue amando lo vital, lo dinámico, pese a su tristeza y tal vez a causa de esa misma tristeza.

¿Por qué esa melancolía de Cervantes? El artista va llegando al fin de su vida. Con el pie en el estribo, confronta las ideas y los ideales que ha amado con las realizaciones sociales caricaturescas de esas ideas y de esos ideales. ¡Cuánta deformación, Dios mío! ¿Por qué la justicia, la virtud, el amor no resplandecen en su esencialidad? Por lo menos en la zona del arte -y ahí se refugia Cervantes- hay un vivo resplandor de las ideas. El novelista, como su personaje, se había adherido a una creencia, se había ilusionado con un ensueño, convirtiendo la creencia y el ensueño en contenido existencial real y efectivo. Es como si hubiese bajado de «topos uranos» las ideas platónicas para articularlas, funcionalmente, en el proceso de su vivir. Se había incorporado el valor de lo caballeresco hasta hacerlo contenido integrante de su existencia. Ahora no le quedaba -¡y no es poca cosa!- sino un sentimiento inconfesado de conmiseración y piedad estoica. Toda esta ternura -mansa, noble, viril- logra levantar la vida a un nivel que ha podido compararse, por el hispanista inglés Aubrey Bell, con un final sinfónico de Beethoven. Ironía de hombre renacentista, luminosa y elegante, que sabe -pese a su desengaño- mirar las cosas con piedad. Nos enseña que su tiempo -atento a los estados de conciencia y al dualismo entre aspecto y razón- no ha podido mostrar, en el hombre, nada mejor que aquellas virtudes cardinales que el Caballero manchego se sintió comprometido a personificar. Por debajo de los moldes renacentistas surgen los ideales góticos del medievo.






ArribaAbajoCapítulo VI

Realidad aparente y sub-realidad en el mundo quijotesco


1.- Realidad aparente y sub-realidad. 2.- El orbe de Don Quijote. 3.- Ideas que se tornan ideales. 4.-Don Quijote, Fichte y Maine de Biran.


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Realidad aparente y sub-realidad


A la realidad primordial de la vida diaria, Cervantes sobrepone una esfera o estrato de fantasía que, aunque choque con la realidad tangible, se articula con ella. Don Quijote y Sancho conceden al mundo imaginario de la caballería una dimensión de realidad. Argumentos no faltan. El hidalgo manchego aduce en su favor el universal reconocimiento y autorización de la caballería andante y los testimonios de cientos de libros impresos con licencia real.

La caballería andante es, no sólo una institución, sino un modo de vida -cuya misión es celestial- y una ciencia. Se precisa tener conocimientos en materia jurídica leyes sobre la persona y la propiedad-; en materia de Teología -reglas cristianas que se practican-; en materia de Medicina -conocer hierbas para preparar una redama del bálsamo de Fierabrás-; en materia de Astronomía -saber por   —85→   las estrellas cuántas horas de la noche han transcurrido y en qué punto geográfico del mundo se halla uno... Requiérese, en fin, «saber herrar un caballo, aderezar la silla y el freno y nadar. Y sobre todo tiene que ser mantenedor de la verdad, aunque el defenderla le cueste la vida». Quien profesa la caballería andante está exento de toda jurisdicción. El caballero andante nunca es llevado ante un juez, por muchos homicidios que hubiese cometido; jamás paga impuestos o derechos aduanales; nunca paga a los sastres por los trajes o las ropas que le hacen; y, naturalmente, no da sueldo a su escudero, sino que le retribuye nombrándole gobernador de alguna ínsula o reino conquistado.

La sub-realidad quijotesca está caracterizada por peculiares modificaciones al espacio, al tiempo y a la causalidad. Aunque quienes aguarden a Don Quijote, en la entrada de la cueva de Montesinos, afirmen que sólo estuvo dentro poco más de una hora, el Caballero de la Triste Figura está convencido que pasó en ella tres días. Con Clavileño, el caballo de madera; Don Quijote piensa que ha recorrido miles de leguas. Los encantadores -amigos y enemigos- desempeñan en la sub-realidad quijotesca el papel de causalidad y motivación. Don Quijote interpreta el mundo en función de la actividad de los magos. En esta forma traslada el orden del reino de la fantasía -gigantes- al orden de la experiencia sensorial -molinos de viento-. «Así, pues -observa Alfred Schütz-, la función de los encantadores es precisamente la de garantizar la coexistencia y compatibilidad de varios sub-universos de significaciones referidas a las mismas cosas y de asegurar la persistencia de la dimensión de realidad otorgada a cualquiera de dichos sub-universos. Nada permanece inexplicado, paradójico o contradictorio, tan pronto cómo las actividades de los encantadores se reconocen   —86→   como elemento constitutivo del mundo»34. Y no se trata, para Don Quijote, de una mera hipótesis, sino de un hecho histórico probado por las fuentes de todos los libros -casi sagrados- de caballerías. No tiene sentido, tratándose de encantadores, recurrir a los medios ordinarios de la percepción sensible. «No hay -dice Sancho- sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare». Si los encantadores interfieren adversa o propiciamente, por motivaciones propias, no queda sino luchar denodadamente, encomendándose a Dios.

Resulta muy natural el conflicto que se suscita entre el mundo de Don Quijote y el mundo de los otros. Aunque para Don Quijote su mundo sea un mundo lleno de sentido, para los demás -y no me refiero aquí a los altos ideales, sino a las extravagancias- se trata de un mundo de locura. Y no veo la necesidad de concluir que Cervantes sustentaba una concepción de las realidades múltiples (a lo William James) o un relativismo perspectivista. Ocurre, simplemente, que el caballero es un monomaníaco que introduce un esquema dispar de interpretación. ¿Qué hacen los otros? Deciden, como dice Cervantes, «seguirle el humor». Por eso, la mayoría de las veces se opera la comunicación sin aparente dificultad.

Para mantener la dimensión de realidad de su mundo, Don Quijote recurre al hecho del encantamiento, como obra de su archienemigo el mago Frestón, siempre que choca con la realidad primordial. Nadie le convencerá de que el pretendido yelmo es una bacía. «Y para concluir con todo -dirá Don Quijote con gran audacia lógica-, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada...». Cuando le pide a Sancho que crea en sus visiones,   —87→   si es que quiere que le crea las suyas, es que la convicción quijotesca en su mundo privado ha empezado a desmoronarse. Toda esa metafísica, tan vigorosamente sostenida por Don Quijote, de la realidad aparente y de la sub-realidad, nada tiene que ver con el idealismo de Berkeley o de Kant. No se trata de ningún subjetivista que niegue la realidad extramental o la considere incognoscible. Trátase de un extraviado que sufre «la absorción progresiva del campo de la conciencia, hasta determinar -para decirlo en lenguaje psiquiátrico- fijaciones de imágenes; confusión luego de lo imaginado con lo real, hasta la suplantación de la propia personalidad». En su avidez espiritual de creer, Don Quijote se echa en brazos de la autoridad escrita de los libros de caballería e inviste de realidad a la imaginación. Esta suplantación de la experiencia por la fantasía -engaño poético- le lleva a desplegar una extraordinaria actividad para someter la vida cotidiana a sus sueños. Él sabe quién es: un poeta que sueña noblezas y que tiene la certidumbre de su aptitud para realizar el propio ensueño. Quiso hacer «grandes cosas» porque tuvo una gran voracidad de nobles aventuras. El resplandor de la dignidad personal y el bien común de los hombres en la justicia le movieron siempre con inalterable decisión.

Vale la pena examinar el orbe de Don Quijote en sus diversos estratos. Tal vez en ese examen aparezca el núcleo mismo de la cosmovisión cervantina.




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El orbe de Don Quijote


En la época que le toca vivir a Don Quijote ya no se dan esos prodigiosos caballeros -que Alonso Quijano   —88→   conoció librescamente- vengadores de desfueros y espanto de los malvados. La Europa caótica de aquella época -un tanto bárbara- en que los campesinos hipotecaban su libertad a un señor que les protegía con las armas, llegado el caso, había desaparecido. Los Estados nacionales -España es el primero cronológicamente- eran ya una realidad distinta. No obstante, Don Quijote, en su concreta locura, se tiene por caballero andante y sale a los caminos en busca de aventuras. Se imagina ser algo que no es. Se siente predestinado para resucitar una institución definitivamente sepultada. Estos hechos tienen que violentar, forzosamente, el orbe en donde se mueve el supuesto caballero andante. El mundo de su espíritu no corresponde al papel que tiene en el mundo de las relaciones cotidianas y ordenadas. No puede ver, o no quiere ver, el mundo sensible, fenoménico y externo. En un arranque de voluntad su yo quiere modelar el no-yo. Las resistencias que le ofrece el no-yo a su yo le causan dolor y repugnancia. Hay un choque insoslayable entre el mundo interior de Don Quijote y el mundo movible y cambiante en el que vive el héroe. Los contornos de la realidad exterior quedan desfigurados en el espíritu del hidalgo manchego.

En la primera parte del libro, Don Quijote emprende correrías por el gusto de emprenderlas, sin importarle a dónde se encamina. Es un «homo agens» que viaja de aquí para allá, aguijoneado por su melodía vital. Lo que importa es ejercitar la voluntad, buscar aventuras. Pero es también, en muchas ocasiones, un «homo sapiens» y «homo loquens» muy diestro en la discusión y la disputa.

Poseído del sentido de lo heroico, lleno de elevación y de idealidad, el egregio loco de Don Quijote -doctor en libros de caballería- despliega, como los caballeros andantes, una extraordinaria valentía   —89→   y virtudes insignes. Sancho advierte en él -y por eso le sigue- nobleza, hermosura espiritual, hidalguía, abnegación, audacia... Hay en Don Quijote -idealista de alma ardiente y luchador activo en los caminos- un vivo anhelo de evadirse de esta paradoja: ser más que hombre sin dejar de ser hombre. No se trata de ningún reformador que quiere convertirse en super-hombre (nietzscheano) como lo pretende Joseph Bickermann en su «Don Quijote and Faust. Die Helden and die Werke». Si Don Quijote constituye un profundo enigma para los críticos, ello es debido a que atestigua, como todo caballero egregio, la existencia de un mundo supremo. Por sentir tan a lo vivo el descontento de lo que le rodea y de su vida misma, ha podido estar siempre en posibilidad de superarse. En tanto que ser perteneciente a dos mundos (real e ideal) y capaz de superarse a sí mismo, Don Quijote es -como todo hombre- un ser contradictorio y paradójico, que concilia en sí las más extremadas oposiciones. Su trascendencia y significación no se pueden comprender, en plenitud, sin el «Eros», en la acepción clásica del término. La invencible inclinación a mejorar el mundo, reformándolo, no tiene por qué provenir de Zaratustra.

En el hombre, parece decirnos Cervantes, hay un mundo trino. Siguiendo sus huellas en el Quijote, cabría afirmar, como lo hace Joseph Bickermann, «que la esfera de lo real colinda por una parte con el hemisferio de la ilusión, y por otra parte con el del ideal. Y esto es lo que hay que subrayar y definir como resultado ejemplar del mundo cervantino, que abarca todas las dimensiones del ser; y es que el hombre, cuya vida es una urdimbre de gozo y de pesares, vive por una parte fuertemente asido, arraigado en este suelo transitorio, y por otra se mueve de continuo en un mundo de ilusiones y es acosado   —90→   incesantemente por alucinaciones y fantasmas; pero de vez en cuando le asalta el anhelo, la nostalgia del más allá»35. La cosmovisión cervantina -que incluye los variados estratos del ser- está saturada de vida, de frondosidad elemental, de rebosadora abundancia, de plenitud inagotable... Esta vida arrolla todo ese ritualismo, exagerado y minucioso, que Don Quijote pretende imponer cuando quiere seguir, al pie de la letra, las reglas de la andante caballería. Todo ese esquematismo preceptivo y formulario se viene a quebrar, nos enseña Cervantes, ante lo imprevisto y complicado de la vida. Tal vez por eso se haya pensado que «La vida es un sueño». Y Don Quijote bien podría demostrarnos que el sueño es vida.

En ocasiones parece como si Don Quijote no quisiera ver el mundo tal como es. Teme verse desengañado. He aquí un ejemplo: «Yo sé y tengo para mí -expresa- que estoy encantado y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde».

Don Quijote, podría alguien pensar, carecía de sentido histórico. La orden de la caballería andante, definitivamente desaparecida, no era factible que renaciera. Y sin embargo, el caballero manchego piensa que la caballería andante es una institución eterna. Sólo una edad depravada puede olvidarse de esta idea absoluta. «Sólo me fatigo -afirma él- por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los   —91→   andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». No parece advertir Don Quijote que la historia es irreversible y que los valores, aunque intemporales e inespaciales, tienen que ser realizados en un tiempo y en un lugar determinados. Preocupado por la salvación del mundo, entusiasmado hasta el heroísmo con su ideal, está ciego para su circunstancia y sordo para las palpitaciones del momento. Se explica su calvario. Sufre, además, una secreta angustia motivada por la duda y la incertidumbre acerca de su yo imaginado. Pero de aquí no cabe concluir, como lo hace Bickermann, en la insinceridad de los pensamientos y acciones de Don Quijote. El hecho de querer creer, por no poder creer en plenitud, no es ninguna insinceridad. Esta voluntad de creer llevada hasta el heroísmo le hace sufrir golpes y palos. Llegará un momento, en casa de los duques, que le trae -premio a su voluntad de creer, pese a la burlona intención de los aristócratas- una venturosa y plenaria fe en su ser de caballero andante.

Todos los obstáculos y las fuerzas hostiles del mundo, fenoménico y externo, no bastaron para arredrar al esforzado y tenaz Caballero de la Mancha, que no se dio tregua en su ruta hacia el ideal. Ideales que no son, por cierto, simples ideas, si no ideas valiosas.



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ArribaAbajo- 3 -

Ideas que se tornan ideales


«El individuo tiene la libertad de ocuparse de todo lo que le atrae, le gusta y le parece útil, pero el verdadero estudio de la Humanidad es el hombre mismo».


Goethe                


Que Cervantes haya visto al hombre, en la intuición artística de su novela genial, bajo el aspecto de valores realizados, en nada amengua, antes por el contrario lo encarece, su alto valor antropológico. Don Quijote es un precioso símbolo de todo espíritu, un vivo modelo de humanidad, creado por el incomparable arte de Cervantes. Y al decir Don Quijote, quiero implicar, también, al otro polo del imán: Sancho. Estas inseparables figuras son, más que antitéticas, complementarias. Así como alma y cuerpo son elementos constitutivos del ser humano que el análisis distingue, Don Quijote y Sancho son aspectos parciales que se integran en el hombre.

Aunque Don Quijote y Sancho no tengan nada de rousseaunianos, poseen -cada quien con su propio estilo- una innata bondad. El caballero no se limita a pensar el noble ideal de la justicia en la tierra -de buenas intenciones está empedrado el infierno-, sino que se atreve a alzar bandera. El escudero se siente atraído por el proyecto de bella realización. Los ideales de la caballería le ganan poco a poco. ¡Cómo no admirar el programa vital de su amo, si «la protección al desvalido es su obsesión; la gratitud que espera, su recompensa; la gloria alcanzada en la ruta del deber, su única ambición; la fe en el ideal, su verdadera fuerza; la hidalguía, en fin, la suprema razón   —93→   que no mide el peligro»! Cuando hay verdadera sinceridad en la concepción de grandes ideales, y no mero esteticismo irresponsable, se trata de vivirlos, de convertirlos en acción. Don Quijote anima, en la medida de lo posible, sus ideas, por natural impulso emotivo. Con su cuerpo y con su vida trata de ser expresión de un ideal de altura inconmensurable. ¿Utopía, romanticismo? Tal vez los haya en algunos aspectos secundarios. Pero en lo medular no. Toda acción es el desenvolvimiento de una idea. Pues bien, Don Quijote, con sus acciones, desenvuelve ideas que no son simples ideas, sino ideales. Y las desenvuelve en la realidad.

Cervantes se cuida de mostrarnos lo que la vida es y lo que debe ser. Realista e idealista. Por eso su arte sirve para el conocimiento del mundo dual de lo humano. No nos perdamos buscando un simbolismo a cada frase, suceso o aventura. ¿Para qué extraviarse con sentidos ocultos o enigmáticos inexistentes en el Quijote si advertimos en la obra, con claridad meridiana, el latido de la vida real y el aliento de un pueblo?

«En cualquier pasaje, en efecto -observa Antonio Maldonado Ruiz-, encontraremos los más bellos ejemplos de cuanto puede apasionar al hombre: de las letras, de la música, de la ciencia y de la historia; de la paz y de la guerra, de la patria, del valor y del honor; del destino, de la suerte y la desgracia, del amor y de la belleza; de la voluntad y de la esperanza; de la amistad; de los nobles, de los pobres y de los ricos. Es, en conjunto, la visión de la vida»36. Pero una visión dialéctica de la vida, añadimos nosotros, como lucha y abrazo entre lo real y lo ideal.

Contra los enemigos de la Humanidad, Don Quijote   —94→   creó la verdadera caballería, para que triunfe la justicia y la verdad. Sus verdaderas armas fueron el desinterés, la abnegación, el sacrificio... «Tienen las aventuras todas de nuestro hidalgo -digámoslo con Unamuno- su flor en el tiempo y en la tierra pero sus raíces en la eternidad». No se trata, como lo pretende Ampere, de «la caricatura más grande que ha producido el ingenio humano». Yo no sé de ninguna caricatura que suscite el sentimiento de lo sublime; y es el caso que Don Quijote lo suscita. Cierto que en la inmortal obra cervantina hay un hondo sentido humorístico; pero lo humorístico nunca debe confundirse con lo cómico. Toda esa complejidad humana -polifacética y ambivalente- nada tiene que ver con «lo chistoso». Pronto se convence Cervantes -porque no lo sabía de antemano- que Don Quijote es un loco; pero en manera alguna es un tonto.

El autor va cobrando gradualmente un enorme respeto ante su personaje, convencido de que «la razón -como dijera el poeta inglés Guillermo Wordsworth- anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura».

Con verdadera finura y penetración apunta Thomas Mann ese proceso creciente de respeto a la obra misma que se opera en Cervantes, concebida, al principio, «como broma modesta, satírica, grosera, sin sospechar el rango de símbolo humano que adoptaría más tarde el héroe. Este cambio de óptica permite y realiza una solidaridad cada vez más acentuada del autor con su héroe, la inclinación de igualar el valor intelectual de este al propio, de hacerle el portavoz de sus propias opiniones y de completar la locura con la dignidad y la bella cultura espiritual, no obstante la forma ridícula en que las envuelve Don Quijote por su lamentable aspecto. Precisamente el espíritu y la forma de expresarse que tiene su amo es lo que   —95→   produce la ilimitada admiración de Sancho. Y las admira, no sólo él, sino también el lector»37.

¿Por qué esa crueldad retozona de Cervantes? A despecho de esa creciente solidaridad del autor con su héroe, el mismo Thomas Mann advierte que el novelista no se cansa de inventar las humillaciones más ridículas y lamentables para Don Quijote y para su generosidad. ¿Quiere el lector que le recordemos algunas de estas denigraciones? Pues ahí está el incidente de los requesones que Sancho ha guardado en el yelmo de Don Quijote. Causa grima imaginarse la cara del caballero -con barba y ojos- inundada de leche agria, pensando, el pobrecillo, que se disuelve su cerebro. No sólo recibe palizas innumerables, sino que sufre la humillación de verse «enjaulado».

Sí, tiene razón el ilustre novelista alemán: «Hay algo de sarcástico, de un humorismo salvaje, en invenciones tales...»38. Y no obstante, Cervantes quiere y respeta a Don Quijote. Pero ese «pathos», esa rabia española, lleva al Manco de Lepanto y alcabalero a extremos de crueldad, de mortificación, de burla y castigo contra sí mismo, es decir, contra Don Quijote. Cabe afirmar, sin embargo, que a mayor humillación del héroe mayor sublimación. Esto lo entendemos, mejor que nadie, los cristianos.

El esfuerzo en Don Quijote es un punto clave para la interpretación filosófica. Su yo, como el yo de la filosofía de Fichte y de Maine de Biran, es actividad, libertad.



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ArribaAbajo- 4 -

Don Quijote, Fichte y Maine de Biran


Cervantes expresa literariamente un tema ideológico capital de su tiempo y de todos los tiempos. Por eso la filosofía se interesa en el Quijote. No importa que su autor no haya sido filósofo.

«Todo es ficción en este vasto poema -ha dicho Hermann Cohen- excepto el corazón». El mundo de la realidad y el mundo de la ilusión no acaban de limitarse claramente, el protagonista choca a veces con la realidad, pero hay ocasiones en que la realidad parece seguir la desaforada imaginación de Don Quijote. ¿Qué es lo que permanece en realidad, es decir, definitivamente y por debajo de las múltiples apariencias? ¿Qué es en realidad Don Quijote, cuál es su naturaleza o principio de donde emerge todo su comportamiento? Es el mismo caballero manchego quien nos da la clave: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible». Don Quijote es un centro de esforzada voluntad, un núcleo de ánimo valeroso. Preciso es agregar que su voluntad, siempre al servicio del bien, es una buena voluntad. Su ánimo valeroso se complace en los riesgos porque sabe que su malicia desinteresada es valiosa. Lo que permanece siempre de Don Quijote es su enjundia ética.

Francisco Romero ha efectuado un luminoso «experimento» con la materia del libro inmortal. Se le ha ocurrido verificar una aproximación entre Don Quijote y Fichte. Y la verdad es que el paralelo se antoja. El orbe que se crea Don Quijote a su alrededor es en sí falso, fruto de una locura, pero apropiado para que lo habite a sus anchas esa realidad que es su alma. Si por una parte la locura eleva el   —97→   ser de Alonso Quijano, lo hace más verdad de lo que era en su ser ordinario y cuerdo, al transmutarlo en Don Quijote, por otra parte esta conversión se realiza a costa de construir un contorno inusitado y falaz, un mundo arbitrario y poblado de entidades a la medida de las intenciones del protagonista. Biólogos autorizados aseguran que cada especie animal arregla para su uso un medio parcial apropiado para ella, de acuerdo con su organización. Fuera de esta parcela física con la que mantiene intercambios, el resto permanece ajeno y como inexistente. Pues bien, Don Quijote selecciona ambientes: ilumina unas cosas y oscurece otras, interpreta la realidad transfigurándola y quiere dar cuerpo tangible a sus sueños. «Su santidad injertada en heroísmo se forja el mundo requerido para salir a luz -expresa Francisco Romero-, para cobrar sustantividad. La mentira que fragua es la indispensable para que surja su verdad. Su yo ha creado el no-yo que necesita para que llegue a ser realidad efectiva lo que sin él no sería sino latencia, espera, demanda. Una verdad, pues, y las condiciones para que se afirme y publique, para que abandone el refugio donde dormita y pruebe sus fuerzas a la intemperie. El engaño como método para que esa verdad se encuentre a sí misma. Es, aproximadamente, lo que ocurre con la filosofía de Fichte»39. Queremos observar, tan sólo, que Don Quijote -que de todo puede tener menos de hombre de mala fe- no fragua mentiras a sabiendas ni tiene como método consciente el engaño. Cosa diversa es que su locura forje un mundo propicio para su estilo.

El sujeto es, para Fichte, la realidad absoluta. El yo no es sustancia, sino acción pura, acto desnudo,   —98→   pura libertad. El yo puro -que no se confunde con el yo empírico individual- es la raíz del ser y resuelve en sí todo el ser. El yo pone el no-yo y se limita por el objeto que él mismo inadvertidamente ha producido. La conciencia del límite hace nacer la necesidad de superarlo: el yo reabsorbe, mediante la reflexión consciente, el no-yo, para reconstituir la propia naturaleza del yo absoluto. Porque hay resistencias que vencer y límites que superar, hay actividad moral. El yo es tendencia infinita. Su actividad heroica es un proceso continuo de liberación, una actuación de un ideal infinito. Tal es, en sus grandes líneas, el pensamiento de Fichte. Presenta, no cabe duda, importantes analogías con el pensamiento de Don Quijote. En ambos el no-yo se ofrece como motivo o campo propicio para que el-yo obre y sea. «Tanto en Don Quijote como en Fichte, el sujeto, pues, se crea el contorno de incitaciones o resistencias que necesita para ser, ya que en ambos -apunta agudamente F. Romero- no hay para el sujeto otro modo de existencia que la contienda, la actualización de ciertas energías espirituales que no saldrían de su sueño sin un adversario capaz de despertarlas y cuya función es exclusivamente esa»40.

Menester es, sin embargo, no extremar el paralelo. Entre Don Quijote y Fichte median capitales diferencias. Para Don Quijote, individualista hasta los tuétanos, no hay ningún yo puro sino millones de personas de carne y hueso. Aunque su locura forje un mundo «ad hoc», no se puede decir que sienta que su yo empírico es la raíz del ser y resuelva en sí todo el ser.

Me parece encontrar una mayor similitud entre Don Quijote y Maine de Biran. El yo de que habla   —99→   Biran -y que se intuye inmediatamente como esfuerzo voluntario- no es una entidad universal (como el yo puro de Fichte) sino actividad de la persona concreta, que tiene un tono interior, que se vive. El espíritu es actividad. Hasta la sensación está permeada de actividad, puesto que viene acompañada de movimientos que modifican las condiciones de la receptividad. Por el esfuerzo voluntario adquirimos conciencia de nuestro yo y sentimos la resistencia que nuestro organismo (no-yo) opone al yo. Don Quijote no podría conocerse como fuerza espiritual si no actuara sobre una realidad que se le resiste; la conciencia de la propia espiritualidad le es dada a su yo por la resistencia que le presenta lo material.

Quiero, luego existo, pudieron haber dicho de consuno Don Quijote y Maine de Biran. Por la reflexión apartaban de sí, ambos, los fenómenos exteriores, los conceptos metafísicos, para llegar a apoderarse de sí mismos en su realidad viviente. El esfuerzo es el acto esencial en que se resume la vida intelectual y humana. En donde comienza el esfuerzo, comienza el yo. «Yo actúo, yo quiero, o pienso la acción: luego yo soy causa, luego yo existo, existo realmente a título de causa o fuerza». El esfuerzo -dato de experiencia interna- es identificado con un principio metafísico: la causalidad. El autor de «Nuevos ensayos de Antropología» piensa que el sentido íntimo, la conciencia, es una especie de manifestación interna de revelación divina. Y esa voluntad de acción resuelta y justa, ¿no es acaso suscitada por una voz interior que acata fielmente Don Quijote? ¿Cómo explicarnos de otra manera esa vocación para los actos de heroísmo individual?





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ArribaAbajoCapítulo VII

La cosmovisión del caballero andante


1.- Estructura de la cosmovisión. 2.- La cosmovisión de Don Quijote. 3.- La religiosidad de Don Quijote. 4.- Don Quijote en pos de la honra y de la inmortalidad.


ArribaAbajo- 1 -

Estructura de la cosmovisión


En su radical abertura hacia las cosas y hacia los otros hombres, el hombre se afana por saber, por hacer ciencia. Y aunque gran parte de su saber sea dudoso y problemático, aunque su ciencia no sea integral e inconmovible, lo cierto es que no puede vivir sin inquirir. Como no tenemos una visión intuitiva del cosmos, el conocer tiene en nosotros un carácter de faena penosa. Lo que me rodea -circunstancia- y la condición misma de mi ser -situación- se me ofrecen a mi contemplación (teoría) y a mi acción (praxis). Y esta constitutiva y originaria relación entre el hombre y su mundo obliga a la decisión continua, a la selección de una posibilidad y a la renuncia de las otras posibilidades. La vida no se puede vivir en otro ni por otro. Trátase de una tarea personalísima e irrenunciable.

A cada momento corro el riesgo de serme infiel, de traicionar a mi vocación. Cada decisión es la anticipación   —101→   de una parcela de mi porvenir. No sólo tengo que descubrir el ser de las cosas, sino que tengo que descubrir mi verdadero ser. Y cuando descubro mi ser y los seres, procedo a interpretarlos, a articularlos en la unidad de un mundo o universo. Por eso apunta Ortega y Gasset -con su característica agudeza- que «no hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso»41.

Todo hombre tiene una cosmovisión más o menos larvada o más o menos explícita. No se trata tan sólo de una concepción racional del universo. Trátase de algo más: creencias y convicciones sobre la existencia humana y sobre el mundo, tendencias y hábitos emocionales, sistema de preferencias y finalidades ante el enigma de la vida... Y es sobre la base de esta cosmovisión como decidimos acerca del significado y sentido del mundo y sobre el ideal de nuestra existencia concreta. La cosmovisión sirve, en consecuencia, para vivir y hasta para morir. Aunque no pertenece al orden intelectual, cuenta con elementos intelectuales y se procura justificarla racionalmente. Porque es algo inherente a nuestra condición humana buscar la razón suficiente de las cosas y de los hechos. Además, nuestras estimaciones, nuestros deseos y esperanzas suponen un previo conocimiento. ¿Cómo estimar lo ignoto? ¿Cómo desear lo que no se conoce? «Ignoti nulla cupido. Nihil volitum quim precognitum». Sólo cayendo en lo absurdo se puede afirmar la posibilidad de amar algo que nunca hemos visto y de lo cual no tenemos noticia alguna.

En una operación de conocimiento tan elemental como el ver -se nos ha dicho- vamos dirigidos por un sistema previo de intereses, de aficiones, que nos   —102→   hace atender unas cosas y desatender a otras. Pero no se advierte que ese sistema de intereses y aficiones descansa, a su vez, en elementos intelectuales aunque puedan estar enturbiados por los instintos. Porque nada de la vida espiritual humana puede ser puramente instintivo. Lo que sucede es que en cada persona hay una disposición nativa, anterior a toda experiencia, que le hace preferir ciertas constelaciones de valores y tener ceguera o repulsión hacia otras. Para que un individuo pueda seleccionar de lo real aquello que le es afín, es preciso que sepa, aunque confusamente, que el objeto querido le es afín.

El hombre no es pura razón. De ahí que cada hombre construya su cosmovisión también a base de emociones e instintos vinculados con la práctica. En todo caso, la cosmovisión tiene más índole vital que intelectual.

No nos basta con saber cómo es el universo, ansiamos saber qué sentido tiene. Y esto último es, cabalmente, lo más importante para la vida. En esta forma la cosmovisión desemboca en Dios. La vida humana, la libertad, la historia, la inmortalidad y todos los demás problemas giran y se organizan en torno de ese supremo centro gravitatorio. Mientras la ciencia es primordialmente investigación y búsqueda del saber, la cosmovisión es posesión de un sistema de certidumbres. Cosmovisión significa totalidad. Pero no una totalidad rígida, sino una totalidad plástica, dinámica. «Una concepción del universo puede modificarse, pero este modificarse es más bien un desarrollo orgánico, una asimilación, una adopción de una forma acabada por anticipado, tal como la planta se desarrolla también sin que se modifique su forma», ha podido decir Aloys Müller42. Y Chesterton, traído a colación por el mismo Aloys   —103→   Müller, observa: la cuestión no es, según mi convicción, si la concepción del universo que tiene un hombre ejerce alguna influencia sobre su mundo circundante; antes bien, la cuestión es si hay fuera de la concepción del universo alguna otra cosa que ejerza semejante influencia. Así, pues, la ciencia dice: esto es así. La concepción del universo dice: tú debes hacer esto.

Esperanzas y anhelos, necesidades del sentimiento y de la vida encuentran acomodo en la cosmovisión. El desengaño, la angustia y la esperanza contribuyen primordialmente a formar la concepción del universo.




ArribaAbajo- 2 -

La cosmovisión de Don Quijote


La cosmovisión de Don Quijote lleva en sí mucho más de lo que Cervantes deliberadamente pone. A la cosmovisión cervantina se incorpora la cosmovisión de un pueblo. La sensibilidad, la conciencia y la cultura de una nación desbordan la creación literaria de Cervantes. Parece como si se tratase de un suceso humano efectivo. Más aún: los otros sucesos humanos realmente verificados aparecen más claros, más inteligibles, a la luz de la andante españolería. Su prehistoria está en la historia de su pueblo. Su cosmovisión está hecha de todos esos ingredientes tan hispánicos: celo de la propia honra, ritmo estoico de la vida, sed de valores absolutos, voluntad de grandeza...

Era un hidalgo «de los de lanza en astillero» que sentía la nostalgia de una existencia a la «maniera grande». En su soledad dio por aprovechar imaginativamente lo vulgar y poner, bajo una luz equívoca, su inmensa cordura. Empachado de lecturas caballerescas,   —104→   acabó por poner entre paréntesis el mundo empírico. Su gusto por lo desmedido -su coeficiente de irrealidad- son refrenados, por Cervantes, en el marcado realismo de Sancho, que representa la vocación española hacia lo concreto. Y esta vocación hispánica por lo concreto resplandece también en Don Quijote, que se afana por traer el ideal a la tierra, por naturalizar los valores. Don Quijote no es un simple especulativo, ni un puro hombre de fantasía; quiere unir el mundo fantástico de la andante caballería con la realidad de su circunstancia. No le basta con pensar lo extraordinario; quiere vivirlo. El ideal del amor le lleva a la proeza física. Traza, inventa y trabaja de sol a sol por vivir sus hazañas. Aunque reconozca teóricamente que la experiencia es «madre de las ciencias todas», trata siempre de encapsular la realidad en sus lecturas caballeriles.

La sustancia española está hecha, sobre todo, de esfuerzo, de coraje, de ímpetu. «Sobre el fondo anchísimo de la historia universal -dice Ortega y Gasset- fuimos los españoles un ademán de coraje»43. Don Quijote consume, a cada momento, una gran cantidad de coraje. Un bravío poder de impulsión le mueve a dar, sin descanso, sus recias embestidas. Y no es que le interese la acción, sino la hazaña. Aunque Cervantes convierta su vida en un humorístico aluvión, nosotros sacamos su esfuerzo limpio de toda burla. Su corazón se enardece y su entusiasmo se dispara a la mínima incitación de la realidad. No le importa la imagen que de la realidad efectiva tenemos a través de los sentidos; le importa la sumisión de la realidad a sus sueños de nobleza, la poetización de su mundo, porque «todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras».

  —105→  

Don Quijote tiene la certidumbre de que la caridad heroica, lejos de ser un estéril afán, responde a los designios más íntimos del Ser. En este pícaro mundo, los manipuladores rivales -que conspiran siempre contra la unidad mundana- cambian a su capricho las tramas, los telones y los títeres. Don Quijote les aborrece porque conspiran contra su voluntad y, sobre todo, contra la voluntad de Dios en la tierra. «Estos encantadores que me persiguen -advierte- no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en lo que ellos quieren...». Si la mudanza no es real -agrega el caballero de la Mancha- por lo menos lo parece. Contra el engaño del mundo el hidalgo manchego opondrá la virtud integradora del amor. Y la voluntad amorosa redime el ámbito humano que va tocando. La voluntad al servicio del ideal y en lucha perpetua contra la «civitae diaboli». «Bien sé -dice Don Quijote- que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan». He aquí la grandiosa convicción quijotesca del poder de la voluntad contra las tentaciones, el testimonio de su arraigada certeza en el libre arbitrio. En su actuar depende tan sólo de Dios y su propio ser. Su pensamiento y su voluntad decidirán, con el auxilio divino, sus acciones. Al decir «yo sé quién soy», tiene una alta conciencia de su propia voluntad, una indestructible fe en la bondad del esfuerzo para realizar el anhelado ensueño. Y esta conciencia y esta fe perduran en medio de todos los descalabros.

Como simbolización del «homo hispanicus», Don Quijote es el antitibio por antonomasia. Su fe apasionada y enérgica se combina con su intensidad imaginativa y hacen que su idealismo monte a caballo. Hay que rasgar el velo de una vulgar apariencia que oculta la verdad del mundo. Este es el sentido   —106→   que corresponde a la aventura quijotesca. Y aunque su querer va siempre más allá de su poder, nunca pierde el impulso y la dirección hacia el ideal. Hay para Don Quijote un supremo centro gravitatorio. De ahí que sea preciso, para conocerle, estudiar su religiosidad.




ArribaAbajo- 3 -

La religiosidad de Don Quijote


Las inquietudes renacentistas de su tiempo son articuladas por Cervantes en el catolicismo, entendido y sentido con evidente autenticidad. Muy lejos de Maquiavelo, para quien el cristianismo había enervado el mundo, Cervantes veía en la religión católica el nervio y origen de nuestra civilización. La verdadera valentía tenía su manantial en la religión. Viendo Don Quijote la imagen de San Jorge puesto a caballo, dijo:

«-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, llamose San Jorge, y fue además defensor de doncellas. Veamos esta otra.

»Descubriola el hombre, y pareció ser la de San Martín, puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:

»-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad, y sin duda debía ser entonces invierno; que si no él se la diera toda, según era de caritativo.

»-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dice: ‘Que para dar y tener, seso es menester’.

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»Riose Don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo Don Quijote:

»-Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don Santiago Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo.

»Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan tal vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía:

»-Este -dijo Don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedó por la muerte, trabajador incansable en la vida del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo»44.

¿Queréis ver cómo humilla Cervantes, por boca de Sancho, la soberbia aristócrata de los grandes y poderosos? Hablábale Don Quijote a su escudero del deseo de gloria, de la ambición del amor a la patria, como móviles de las grandes acciones, cuando de improviso le interrumpe Sancho:

«-Y dígame ahora: ¿cuál es más, resucitar a un muerto, o matar a un gigante?

»-La respuesta está en la mano -respondió Don Quijote-: más es resucitar a un muerto.

»-Cogido le tengo -dijo Sancho-. Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza   —108→   los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adorando sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que las que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes han habido en el mundo.

»-También confieso esa verdad -respondió Don Quijote...

»-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer -que, según ha poco, se puede decir de esta manera- canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene en gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier Orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos.

»-Todo eso es así -respondió Don Quijote-; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.

»-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes»45.

Queda aquí establecida, con perfecta nitidez, una jerarquía de valores. Cervantes pone en la cúspide el valor religioso. En un comentario anterior he apuntado el providencialismo de Don Quijote, su   —109→   comprensión y práctica -a la manera cristiana- de la doctrina del sacrificio. No tiene apoyo en el texto, ni en el contexto, la gratuita afirmación de Manuel Azaña: «El último aprendizaje de un espíritu superior vendría a ser, según la fuerte expresión de Goethe, enseñarse a desesperar. Desesperanza de este género, que no desesperación, es la de Cervantes, sin funebridad, rebelión ni frenesí románticos, nimbada por las suaves luces del otoño sereno»46. Don Quijote tiene una gran esperanza. Y es precisamente la esperanza de vivir y de realizar el bien y la justicia sobre la tierra -aventura en curso- la que funda su vida. Nunca llega a la desesperación: anticipación anti-natural del fracaso. Cuando Don Quijote se desvanece -porque no llega a morir- en el cerebro de Alonso Quijano, asciende -con toda su permanencia ideal- a los senos eternos del arte. Quien se muere -¡y muy cristianamente por cierto!- es la realidad primaria de Don Quijote (su materia prima, si me vale la expresión): Alonso Quijano.

Que miope nos resulta Montesquieu cuando pretende fincar el valor del Quijote -«único libro bueno español»- en la burla de los otros, en la reacción y la mofa contra el espíritu nacional. Nunca una obra literaria ha sintetizado mejor el espíritu de un pueblo -realista, sano, luchador, religioso, entusiasta de todo lo bello y grande-. Cervantes, con su ente de ficción, está profundamente enraizado en su tierra, en su mundo propio. Por eso destila esa ternura y esa comprensión. Acaso su arrolladora simpatía y la universal adhesión que goza se deba a ese calor que busca siempre en los corazones simpáticos de sus prójimos, lejos de cuyo contacto se entristece. Toda la malicia de los hombres resulta impotente para privarle de ese caudal de buen humor, de esa   —110→   risa genial. Conoce su destino y el de su pueblo. Acepta su mala suerte -que en un último sentido es buena- y le da forma universal. «He aquí mi cruz», parece decirnos; la vida es buena hasta por eso, porque nos permite llevar una cruz. «Porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla». (Parte II, Cap. XXVII.) ¡Cristianismo auténtico! Pero cristianismo que no le impide afanarse en pos de la honra y de la inmortalidad. Porque tenemos derecho a dejar, sin narcisismo de ninguna especie, nuestra huella en la tierra. Vivimos para algo más que para dar con nuestros huesos en una tumba.




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Don Quijote en pos de la honra y de la inmortalidad


Mientras Don Quijote es Don Quijote, y no Alonso Quijano, el triunfo o el fracaso no le alterarán su voluntad de hazaña. Los molinos de viento, los cueros de vino, los golpes de batán, los leones enjaulados, etc., le harán reaccionar siempre a golpes de fantasía. El vapuleo de un muchacho en el bosque, los misteriosos cortejos y la gente encadenada se le presentan, invariablemente, como abusos de fuerza que es preciso resolver con su brazo justiciero. Pero antes de actuar pide explicaciones, porque no quiere actuar irresponsablemente.

Dulcinea es su arquetipo de virtud y belleza, su Idea del Bien, su norma ética. Tiene el convencimiento de que su dama no es cosa de ficción, que existe extramentalmente. Pero este convencimiento   —111→   es cosa de fe: «la importancia está -expresa Don Quijote- en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender». Por eso se indigna cuando un mercader le pide que le muestre su retrato. Dulcinea se identifica con su más íntima contextura: «Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella». Aun así, llegará un momento en que su fe parece tambalearse: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo». Llegará también otro momento en que le proponga, a su escudero, un curioso trato: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos, y no os digo más...». No obstante, persiste en su fe. Dulcinea es la más hermosa dama del mundo porque él la inviste de posibilidades de valor, porque la pinta en su imaginación como la desea, porque, en suma, la poetiza: «Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo». En el fondo, lo que Don Quijote anhela es ver plasmado -porque al fin y al cabo es una criatura sensointelectual- su ideal de belleza. La belleza, dice «el Caballero de la Triste Figura», «es todopoderosa. Ante ella deben abrirse de par en par los castillos, hendirse las rocas, y para hacerle acogida, no es mucho que los montes se allanen». No hay para qué ocultar el subjetivismo idealista, el pragmatismo moral y el culto idolátrico de Don Quijote por Dulcinea. En su vertical deseo de ascensión, su Dama le retiene y le desvía, muchas veces, de su camino hacia la suprema belleza.

La honra -resplandor de la dignidad personal- y el bien común -conjunto organizado de las condiciones sociales, gracias al cual la persona humana puede cumplir su destino temporal y eterno- son valores que incitan la actuación de Don Quijote.   —112→   Cumple al pie de la letra, y hasta con escrúpulo, el ritual de la caballería. Su proceder de hidalgo, su valor profesional, su cortesía, su galantería y gallardía integran el código implícito de su vivir. Vive por encima del grosero instinto, celoso siempre de la dignidad propia y de la dignidad ajena. La vida para Don Quijote es quehacer altruista, faena redentora. Quiere ser bueno activamente. El ansia de gloria y renombre y el culto a la sobrevivencia son -como lo apunta Unamuno- el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia y su razón de ser. Menester es agregar, sin embargo, que la gloria, el renombre y la inmortalidad no se buscan por narcisismo sino por espíritu de servicio y por anhelo de plenitud subsistencial que refiere la obra del Caballero al Orden divino. Este sentido trascendente es manifiesto cuando afirma: «puesto que los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».

Como San Ignacio de Loyola, como San Pedro Alcántara, como Santo Domingo de Guzmán y como la de todos los santos españoles, la caridad de Don Quijote es una caridad militante. Más que la justicia le importa la misericordia, «porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia». Después de liberar a los galeotes, exclama: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide». No averigua si los afligidos, encadenados y opresos que se encuentra por los caminos van de aquella manera y están en aquella angustia por sus culpas o por sus desgracias; le basta saber que son menesterosos y les ayuda. Pone los ojos no en sus bellaquerías, sino en sus penas. Por eso aconseja   —113→   a Sancho: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».

La justicia como valor objetivo del Derecho nunca puede ser bien entendida por Don Quijote, que sólo reconoce dos autoridades decisivas: Dios y él mismo.

Su voluntarismo extremo, que respeta tan sólo la individualidad humana y la sagrada dignidad de la persona, le hace libertar a los galeotes porque van de muy mala gana y contra su voluntad. Y los liberta en nombre de su anárquica y muy española «real gana». Tal vez si la sociedad fuese -como lo advirtió André Suárez- más social, esto es, más conforme a caridad, Don Quijote no repelería la autoridad política.





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