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Flora o La educación de una niña

Pilar Pascual de Sanjuán



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ArribaAbajoPrólogo del editor

En vista de la asombrosa aceptación que desde 1836 ha tenido y tiene el Juanito, por Parravicini, más de una vez pensé en publicar un libro que reuniera también para las niñas tan provechosas condiciones como reúne aquella obra para la buena educación y enseñanza de los niños.

Firme en este propósito y deseoso sobre todo de realizarlo, encargué, por fin, la redacción del tal libro, que es el que hoy someto al examen de las ilustradas mentoras del bello sexo, a la distinguida maestra y escritora pública doña Pilar Pascual de Sanjuán, cuya sobrada aptitud demuestran con evidencia las muchas obras educativas y aprobadas para texto que ha dado a luz y que le han valido justísimos elogios y varios premios.

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Fíjense bien las señoras Maestras en el presente libro, y en él verán que su autora sigue un buen método en todo su plan y desarrollo, pues tomando a FLORA desde la más tierna infancia, no se separa ya de ella hasta dejarla casada y en perfecta disposición de ser tan buena esposa y madre como ha sido excelente hija; por consiguiente, creo que esta obra, de suma utilidad para las niñas, merecerá la aprobación unánime de las señoras Maestras, y que en la aceptación y aprecio de este libro de lectura hallaré la recompensa de los buenos deseos que me animan y de los afanes que empleo en pro de la mejor enseñanza popular de mi querida Patria.

FAUSTINO PALUZIE.





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ArribaAbajoPrimera parte

Flora párvula



ArribaAbajo- I -

Los dos matrimonios


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Don Leandro de Burgos, distinguido militar que había servido con honra a su patria, retirose en edad no muy avanzada, obligado por el mal estado de su salud, consecuencia de las fatigas y trabajos de la guerra, y de una mal cicatrizada herida, que frecuentemente le causaba agudos dolores.

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Tenía don Leandro un hijo y dos hijas, todos casados. El varón, llamado Prudencio, que había cursado con lucimiento la carrera del foro, se estableció en una capital de provincia, reunió una numerosa clientela y vivía feliz al lado de sus amados padres y de una joven y virtuosa compañera, una niña de pocos meses, una cocinera y una niñera completaban el personal de aquella familia, en la que el cariño, la mutua deferencia y la unidad de aspiraciones eran causa de que reinase amable paz e inalterable alegría.

Había, empero, un objeto en que se concentraban todas las miradas, al que se dirigían todos los afectos, en que se cifraban todas las esperanzas.

Este objeto, mejor dicho, este ser querido, era la pequeña Flora, niña blanca y rosada, como un ángel de ésos que la lozana imaginación de los pintores concibe, y su pincel coloca a los pies de la imagen de María; niña de formas redondas, de ojos azules, de rubios cabellos, alegre, juguetona, revelando en todos sus movimientos su perfecta salud y su exuberante robustez.

Sofía amamantaba a su tierna niña no queriendo confiar este sagrado deber a un seno mercenario; Prudencio, al salir del escritorio, hacía saltar sobre sus rodillas y besaba con transporte a la graciosa Flora, y los abuelos se disputaban el placer de llevarla en sus brazos.

Alguien ha dicho que un matrimonio sin hijos es como un día sin sol; por eso nuestros dos matrimonios eran dichosos; el anciano, porque, acercándose ya al invierno de la vida y ausente de las otras hijas, veía en Prudencio y en su esposa el sol que iluminaba su hogar y prestaba calor a su existencia; el joven, porque tenía en la inocente Flora el plácido rayo de luz del alba, que anuncia un día risueño de esplendoroso sol.

Más claro: Prudencio y Sofía eran el sostén de don Leandro y doña Ángela, Flora era la esperanza de Prudencio y Sofía, y la alegría de todos.



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ArribaAbajo- II -

La educación moral empieza en la cuna


-¿Por qué templas el agua para lavar a la niña? -decía cierta mañana doña Ángela a su hija política.

-No hace más que dos días que la mando templar.

-Por eso mismo lo digo, porque desde que ha nacido siempre la has lavado con agua natural, o sea a la temperatura ordinaria.

-Es que hasta ahora ha hecho buen tiempo, y estos días va haciendo frío y el agua está bastante fresca.

-¿Te lavas tú con agua tibia?

-Claro está que no, pero yo estoy acostumbrada.

-Pues ella también lo está de toda su vida.

-¿Cree usted de veras que no podrá perjudicarle el agua fría?

-¿Y crees tú, hija mía, que sería yo capaz de aconsejarte cosa que pudiera redundar en perjuicio de nuestra amada hija?

-No, ciertamente.

-No te diré yo que tomes para este efecto agua que haya permanecido toda la noche a la intemperie, o que por cualquier otra causa tenga una temperatura más baja que la ordinaria, ni que sumerjas la niña en ella cuando esté sudada; pero en cuanto a lavarla con agua natural ahora y aún más adelante, no hay inconveniente por más que se vaya enfriando, lo mismo que la atmósfera, pues este descenso es gradual, y si del contacto del agua fría podríamos librar a Flora, no así del aire, al cual tendrá que acostumbrarse.

-Obedeceré a usted en eso, como en todo lo demás.

-Ya ves cuán bien te ha ido con no mecerla en la cuna.

-La vecina me dijo que su niño no se puede dormir si no le mece, y se admiraba de que la mía se durmiera sin aquel movimiento. Yo le dije: Pero venga usted acá,   —8→   mujer de Dios, si no la hubiese usted acostumbrado a ese violento vaivén ¿cómo había de echarle de menos?

-¿Y qué contestó la vecina?

-Nada, pero se quedó convencida de que los niños, si no se los mece, no se duermen, y me citó varios ejemplos de criaturas de militares que iban de marcha, u otros que en casos análogos han llorado sin consuelo, hasta que se les ha improvisado una cuna de un modo cualquiera, o a falta de otra cosa mejor, los ha tomado una mujer en sus brazos, se ha sentado en una silla y se ha mecido en ella, con gran molestia de la mujer y de los vecinos y no poco detrimento de la silla.

-Todo porque aquellos infantes estaban habituados a este nocivo movimiento, porque si no, ni ellos lo hubiesen adivinado ni su instinto lo reclamaría. En semejante edad los niños no piden con insistencia más que aquello que la naturaleza exige imperiosamente, como el abrigo y el alimento, y si lloran porque les falta algo más, es porque se les han creado necesidades ficticias, formando en ellos el hábito una segunda naturaleza.

-El movimiento de la cuna le consideraba yo inútil, pero no perjudicial.

-Pues sepas que lo es en alto grado. La mayor parte de los niños se duermen mareados, muchos arrojan leche, porque su delicado estómago no puede resistir aquel brusco vaivén, y si al fin concluyen por acostumbrarse, nunca es prudente someterlos en tan tierna edad a esta dura prueba.

-Creía que me había usted dicho que el abrigo tampoco era una necesidad.

-El abrigo excesivo no, el prudente sí.

Muchas madres, por temor de que sus hijos se constipen, los cargan de ropa, los fajan tan estrechamente que apenas pueden respirar, cubren su cabecita con gorra de lana, y así, abrigados como están, los meten en la cama o en la cuna, tapándolos con colchas o mantas de lana; de modo que quedan sofocados, oprimidos, bañados   —9→   en sudor, lo cual, además de enervarlos, debilitarlos e impedir su desarrollo, los expone mucho más a que se constipen cuando casual o premeditadamente se aligere aquella ropa, que para ellos es insoportablemente pesada.

El vulgo dice vale más sudar que estornudar, pero muchas veces el estornudar proviene de haber sudado.

-¿Opina usted, pues, que ni aún en invierno debo abrigar mucho a la niña?

-Opino que para criarse ágil y robusta debe estar en casa (donde hay una atmósfera tibia) cubierta con ropas ligeras; que no puede prescindirse de abrigarla cuando tenga que salir a la calle, para que no sienta el cambio brusco de temperatura, que es lo que podría perjudicarle; y quitarle, en cuanto regrese a casa, la ropa de lana o de algodón acolchado que se le puso para salir.

Cuando yo veo esas criaturas sanas y robustas que viven, como nosotros, en un país templado, y que, en cuanto principian a sentirse los fríos moderados de nuestro clima, los visten interiormente de lana; me ocurre naturalmente la idea de que cuando entren en altos, cuando cambien su residencia y por casualidad tengan que vivir en las inmediaciones del Moncayo, en la falda del Pirineo, o en otra nación dotada de clima menos benigno; cuando una enfermedad crónica o aguda reclame como remedio la aplicación inmediata a la piel de ropas de lana, no sabrán absolutamente qué ponerles.

-Tiene razón Prudencio cuando me dice que la educación física principia en la cuna.

-Y la moral también.

-¡Cómo!, ¿la educación moral?

-No hay la menor duda. ¿Crees que veo yo con gusto el afán con que corres a levantar a la niña, en el momento en que su primer vagido te anuncia que se ha despertado?

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-No me gusta que llore.

-Pues la madre que no puede acostumbrarse a oír llorar a sus hijos, no es buena madre.

-Pero cuando lloran, es señal de que sufren.

-No siempre.

-¿No?

-El llanto en los adultos expresa comúnmente sufrimiento, y digo comúnmente, porque a veces también lloramos de placer, o cediendo a una emoción tierna que hace vibrar las fibras más delicadas de nuestro corazón, pero que no tiene nada de desagradable; mas los niños lloran como los pájaros pían, es su única expresión, y no te negaré que suelen emplearla para llamar la atención.

-A veces lloran porque les duele algo.

-Con el tiempo y la experiencia distinguirás el grito que el dolor o la enfermedad arranca al parvulillo, de ese llanto monótono y acompasado, que unas veces expresa una necesidad real y otras sólo el deseo de que le tomen en brazos, de que le mimen, porque a ello se le ha acostumbrado.

¿Qué le falta a Flora en la cuna? Su colchoncito no es ni tan blando que ceda al peso de su pequeño cuerpo hundiéndose en él, ni tan duro que se halle molestada; tiene abrigo que la resguarda del frío sin oprimirla, las blancas cortinas de finísima muselina la preservan de las moscas y mosquitos, circulando el aire a través de su tenue tejido; bien puede, pues, esperar despierta algunos minutos.

-¡Cómo no está acostumbrada!...

-De eso precisamente se trata, de acostumbrarla. Ahora nada más te pide que la saques de la cama o que le des de mamar, después exigirá otras cosas; y si ve que te apresuras a complacerla, no podrá sufrir dilación ni contrariedad, y en cuanto formule un deseo, querrá verle satisfecho: así es como se forman esos caracteres exigentes, esos niños voluntariosos y tercos, que son después tiranos de su familia. Yo no quiero llevar las cosas al extremo. He leído en un antiguo libro,   —11→   que contiene preciosas máximas y saludables consejos educativos, un párrafo con el cual no estoy conforme.

Su autor pretende que conviene colocar la cuna de los infantes en un cuarto blanqueado, sin pinturas, sin muebles, sin adornos para acostumbrarlos a la sencillez; pero aquello, en mi concepto, no es la sencillez, es la negación de las formas, de los colores, de la naturaleza y del arte. Es, en fin, crear el vacío en torno del pequeño ser. Si nuestra Flora permanece un rato despierta en la cuna, verá a través de las cortinas el gabinete; sencillo, pero limpio y con sus muebles ordenados, tal vez se fijará en las pinturas de las paredes y del techo, acaso volverá la cabeza y verá los árboles de nuestro pequeño jardín, cuyas verdes ramas sombrean la ventana, o le llamará la atención el pajarillo que en ellas se columpia, o el que pasa ligero por delante de los cristales. Así se acostumbrará a la idea del orden y de la belleza.

-Tiene usted razón.

-Es preferible que los niños se habitúen a admirar lo bello más bien que a disfrutar comodidades; éstas no puede siempre obtenerlas, y la belleza existe donde quiera para el que tiene gusto en verla y corazón para sentirla.

En nuestra época, el buen gusto se ha desarrollado mucho, y no es menester ser rico para tener ocasión de admirar en las iglesias, en los paseos, en los edificios públicos las bellezas del arte en todas sus manifestaciones; pero quiero yo suponer que la niña tenga que vivir en una aldea, siempre podrá contemplar las rosadas tintas de la aurora; el diáfano azul de un cielo sin nubes, cuando brilla el sol en el cenit; su majestuoso descenso, cuando oculta su disco en un océano de oro y grana; la blanca y amorosa luz del astro de la noche, los millones de estrellas de diferente brillo y magnitud que esmaltan la celeste bóveda; los montes, con sus cúspides azuladas que se confunden con las nubes en el   —12→   horizonte; los gigantescos árboles de la selva, la verde alfombra de yerba, salpicada de flores de mil matices...

Se oyó un vagido.

-La niña llora -dijo Sofía sin poder dominarse-.

-Déjala -contestó imperiosamente doña Ángela.

-Continúe usted, pues la escucho extasiada.

-Nunca terminaría si hubiese de relatar los magníficos y variados espectáculos que el divino Artífice ofrece gratis a sus criaturas.

El vulgo, y entiende que no llamo vulgo precisamente a la gente del pueblo, sino a cuantos tienen un alma vulgar, éstos, digo, tienen ojos y no ven, oídos, y no oyen; pero nosotras procuraremos que nuestra Flora vea y oiga.

-¿Oír, dice usted?

-Sí. ¿Qué instrumento imita el mugido de las olas?, ¿cuál el manso murmullo de las fuentes? ¿Qué cantor posee la privilegiada garganta del ruiseñor? ¿Quién puede semejar las armonías del viento que mece las ramas de los poblados árboles, o agita blandamente las trémulas hojas?

El llanto de la niña continuaba.

-¿Oye usted cómo llora? -interrogó Sofía.

-Con menos fuerza que al principio -contestó la abuela-, y cuando se canse de llorar sin fruto, callará.

-¡Mamá! -articuló la parvulilla que hacía pocos días había aprendido a pronunciar aquella palabra.

-¡Hija mía! -respondió su madre-, no puedo levantarte ahora, ¡espera!

-¡Magnífico! -repuso doña Ángela-, esa palabra que has pronunciado no tiene precio en los labios de una madre. Cuando un niño exige que se le sirva pronto, la madre que quiere acostumbrarle a la paciencia le dice «¡espera!». Cuando, mayorcito, anhela premios, distinciones u otras cosas, que suelen ser la recompensa del mérito y la virtud, la madre dice también «¡espera!»; cuando en el ardor de las pasiones, el hijo, joven ya, se impaciente   —13→   y exaspere por no alcanzar ese fantasma que llamamos dicha, la madre repite «¡espera!»; y «¡espera!» le dice también en medio de las amarguras, de los desengaños, de las tribulaciones, porque la esperanza es el más dulce consuelo del hombre, y la madre, instintivamente, se hace eco de las más tiernas y consoladoras expresiones.

Flora había callado ya.

-¿Sabe usted qué he sentido? -dijo Sofía.

-¿Cuándo?

-Al decir a Flora que no podía levantarla.

-No has mentido; no podías, porque tu deber de educadora te lo prohibía, y porque te lo prohibía yo a quien deseas complacer. Ahora ya puedes irla a buscar en premio de haber callado.

Sofía se levantó ligera, entró en el inmediato gabinete, en que estaba la niña despierta, con los bracitos altos y mirando las pinturas del techo. La tomó en sus brazos, la cubrió de besos y le dio el pecho.

La abuela a su vez imprimió un beso en la mejilla de la joven madre.




ArribaAbajo- III -

Egoísmo


Nuestra pequeña heroína estaba cada día más robusta, más linda, más encantadora; lloraba rara vez, reía con frecuencia, empezaba a andar y sabía nombrar a sus padres y abuelos.

Un día en que su madre guardaba cama por un constipado, la abuela encargó a la niñera le diese una sopita a Flora; la muchacha pidió permiso para dársela en el jardín y doña Ángela accedió gustosa, porque hacía un magnífico día; pero habiendo llegado a sus oídos alternativamente el lloriqueo de la niña y las voces de las muchachas, bajó y encontró a la niñera con Flora en los brazos, representando una reprensible farsa.

La niña tal vez porque no había digerido aún lo que   —14→   había mamado, quizá porque tenía bastante con las primeras cucharadas de sopa, manifestaba repugnancia y echaba la cabeza atrás al acercarle la cuchara a los labios.

Entonces la niñera le decía:

-Come, come, si no vendrá la Teresa y se las comerá, porque tiene hambre.

Teresa, que era la cocinera, entendió la indirecta y presentándose al punto, exclamó haciendo que lloraba:

-¡Dame una cucharadita, María, que tengo mucha gana!

-¡Marcha en hora mala, que son para la niña! ¡Vaya!, ¡no faltaba más! -respondía la niñera- Come, hija mía, come.

La niña hacía un esfuerzo y tomaba la cucharada que le ofrecían.

-Dame un poquito que tengo mucha hambre -insistía la cocinera- fingiendo que lloraba más lastimosamente.

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-¡No! -contestó Flora, y engulló algunas cucharadas casi por fuerza.

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La abuela, interviniendo, dijo:

-¡Pobrecita, Teresa! Ella tiene gana y la niña no. Dele usted el plato, María, y que se las coma.

-Señora, si lo hacía...

-Ya sé yo porque lo hacía usted.

La cocinera tomó el plato y se retiró.

La niña fijó su inteligente mirada en su abuela, luego en el plato que se llevaban, y por fin se distrajo mirando los pajarillos que revoloteaban sobre su cabeza. Un rato después dijo a Flora su abuela:

-Ahora comerás, sopita, aquélla se la ha comido Teresa, porque tenía gana; pero han hecho otro platito, está muy buena y la abuelita también comerá.

En efecto, de cuando en cuando doña Ángela llevaba la cuchara a los labios y fingía comer.

-¡Yo! -decía Flora, que entonces ya tenía apetito.

-Sí, hija mía, son para ti; pero a la abuelita también le gustan; yo te doy de todo lo que tengo, ¿quieres tú darme sopitas?

La niña hizo un signo afirmativo.

Terminado el almuerzo, le dio un vasito de agua y la subió al dormitorio de Sofía, donde encontró a Prudencio acompañando a su esposa.

Allí refirió lo acaecido, y el matrimonio joven aplaudió la prudente conducta de la madre.

-Es muy común -dijo ésta-, no sólo en las criadas inexpertas e ignorantes por lo regular, sino hasta en sesudas madres de familia el representar estas farsas y hasta brindar al que finge tener hambre con el pan, la sopa, o el bizcocho que introducen después en la boca del parvulillo, el cual se ríe del chasco que han dado al otro; y entre tanto, medio distraído y medio alegre traga un poco de alimento que quizá no tomaría, si no se recurriera a estos medios.

La madre, nodriza o niñera dice entonces con ademán triunfante:

«¡Con esas cosas he conseguido que comiese algo!». ¡Y qué!, pregunto yo. Si el infante tenía verdadera   —16→   necesidad, ¿fuera preciso inventar aquella farsa para hacerle tomar alimento?; y si no la tenía, ¿le aprovechará mucho el comer un poco a largos intervalos, y cediendo a los bajos e innobles instintos que en su tierno corazón desarrollan, en vez de combatirlos, sus deudos a criados?

De seguro que los que tal hacen no reflexionan la gravedad de las consecuencias.

El decirle a un párvulo «come aunque sea sin gana, porque si no remediaremos con eso una necesidad verdadera, ríete de esa persona que llora de hambre, y no le des ni aún lo que a ti te sobra y te hastía» es convertirle en un pequeño Epulón, despreciable avaro que no quería dar las migajas que caían de su mesa al pobre y virtuoso Lázaro, que a sus umbrales gemía de hambre y de frío; es endurecer su corazón, y no podrán quejarse si aquel niño es más adelante egoísta e insensible.

-Estoy en un todo conforme con la opinión de usted, querida mamá -, replicó Prudencio-; aunque a decir verdad tal vez no me habría fijado en la inmensa trascendencia de ésas que a primera vista parecen pequeñeces; pero veo que para las personas pensadoras como usted, no hay nada indiferente, nada insignificante, cuando se trata de la educación de los niños; y que, considerándolos como una tierra virgen, preparada para el cultivo, tienen el mayor cuidado de escoger las semillas que caen en su seno, pues así las útiles como las nocivas germinan y adquieren completo desarrollo, dependiendo muchas veces de estas cosas, que miramos con indiferencia, el porvenir de su vida.

Y ya que del almuerzo hemos hablado. ¿Qué es lo que dan ustedes a la niña?

-Le damos sopa del puchero, ya sea de pan, ya de sémola o arroz, y también sopa de aceite con un ajo frito. Cuando era más pequeña, le hacíamos fécula de patata o galleta picada, hervida con leche, con caldo o con agua clara. Con esta alimentación, si fuese necesario   —17→   destetarla, no echaría de menos la lactancia; y tampoco sufriría indigestiones, tan frecuentes en las criaturas que comen de todo como los adultos, sin tener en cuenta sus inconsideradas madres que su estómago no tiene aún suficiente fuerza para digerir toda clase de comestibles, mayormente cuando, careciendo de dentadura, no pueden triturarlos en la boca, y por precisión tienen que engullirlos enteros.

-¿Le parece a usted conveniente darle un poco de vino, para que digiera mejor?

-La bebida preferible para los niños, no sólo de tan tierna edad, sino hasta más creciditos, es el agua, que purifica y adelgaza la sangre, y refresca y fortalece el estómago y los intestinos; y si bien a ciertos infantes endebles, raquíticos o de temperamento linfático les conviene beber un poco de vino (siempre administrarlo con mucha moderación) a Flora que, gracias a Dios, no está en este caso, no le es necesario en ningún concepto.

El agua, además de las ventajas que he mencionado y la de mantener siempre la cabeza despejada y la razón serena, reúne la de ser la bebida más natural, la más barata y la menos susceptible de adulteración. Sin embargo, como puede haber ocasión en que tenga necesidad de probar el vino o algún otro licor, ya en caso de carencia de agua, en viaje u otra eventualidad; ya como medicamento tónico, o ya únicamente por hallarse en una mesa en que todos beban y no querer singularizarse, procuraremos que no le cobre repugnancia, dándole a beber alguna vez un poco de vino, primero mezclado con agua y luego puro, más en pequeñas dosis.

La pequeña y linda Flora andaba ya ligera por el reducido jardín de la casa, y si alguna vez sus piernas flaqueaban, caía sobre el blando césped, sentada por lo común, y no se lastimaba, llevando además a la sencilla y útil gorra de paja, llamada vulgarmente chichonera, y que más bien podría llamarse, antichichonera,   —18→   puesto que tiende a evitar los chichones, no a producirlos.

La niñera no la perdía de vista y doña Ángela y Sofía, que trabajaban junto a una ventana desde la cual se veía el jardín, suspendían muchas veces su labor para contemplar la graciosa y alegre parvulilla.

La tríada anunció la visita de una vecina, que tenía un niño de poca más edad que Flora, aquél que no podía dormirse sin el movimiento de la cuna. Venía la joven madre con su chiquitín de la mano, y como se trataban con alguna confianza fue recibida por las señoras de Burgos en el gabinete en que cosían.

-¡Ay, Dios mío! -dijo la recién llegada, después de cambiar un afectuoso saludo con sus vecinas-, ¿cómo dejan ustedes jugar a la niña en el jardín a la hora del sol?

-Porque creemos que no le perjudica -contestó Sofía.

Y porque deseamos que no le perjudique en adelante -añadió su abuela.

-Yo no he visto una abuela menos cariñosa que usted -repuso la visitante.

-¿Menos cariñosa? -dijo Sofía- No la conoce usted bien -añadió-, Flora es su encanto, piensa en ella noche y día, nos aconseja siempre a Prudencio y a mí lo que cree más útil para la salud y la felicidad de la niña; y cuando, poco ha, por efecto de la dentición estuvo algo malita, mamá no se separaba de la cuna, prodigándole todos los cuidados que su estado requería.

-Precisamente porque la quiero a par del alma -dijo doña Ángela- es por lo que quiero acostumbrarla a tomar el aire y el sol, a fin de que se críe robusta y para que si un día se ve precisada a tomarlo, no le dañe.

-Pues ahí verá usted los diferentes pareceres de las personas; mi madre siempre me riñe, porque le parece que no cuido bastante de mi Eduardito; siempre teme que si refresca un poco el aire se constipe, y en cuanto al sol, únicamente le tomaba en el rigor del invierno,   —19→   si puede llamarse tomar el sol el llevarle un rato la criada a paseo, pero con sombrilla.

-Así está él tan blanco como el papel -observó Sofía.

-¿Prefiere usted que su hija sea morena?

-Prefiero que viva sana, vecina. ¿Ve usted aquella hortensia que siempre está a la sombra? Tiene el color que a lo sumo llegará a tomar este hermoso niño, si siguen ustedes con su sistema. ¿Ve usted aquella encendida rosa? Así están las mejillas de mi chiquitina.

-En enero y febrero, pase; pero estamos ya en abril.

-No la dejaría estar sentada en medio del sol; pero ahora juguetea tan pronto al sol como a la sombra. Vaya usted a una aldea y verá los chicos de aquella localidad jugando en todo tiempo a la intemperie, y así adquieren esa envidiable robustez que rara vez gozan nuestros hijos.

Yo, como usted, amiga mía, me oponía al principio a que la niña saliese al aire cuando el tiempo estaba algo frío, a que le diese el sol y a otras muchas cosas que en mi inexperiencia creía que podían perjudicarle; pero sus abuelos y mi esposo, que no la quieren menos que yo, me han hecho notar que los niños que viven más encerrados, más resguardados, son los que gozan menos salud y que los campesinos, que, como le decía a usted, habitan en casas sin cristales y cuyas puertas ajustan mal, toman el sol y se robustecen con las inclemencias atmosféricas, ostentan en sus mejillas el carmín de la salud, en sus movimientos agilidad y soltura, y mayor desarrollo en sus músculos, siendo, por lo regular, más altos y gruesos y mejor formados.

-¿Con qué usted querría una moza de cántaro?

-Quiero que tenga salud, sin la cual no hay felicidad posible.

-Y si fuese niño, como el mío, un ganapán.

-Precisamente. Sí tengo un hijo, deseo que sea un ganapán, porque no sé si se verá precisado a ganarle.

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-Pues yo no quiero exponer mi niño a que se muera de una pulmonía.

-Yo tampoco.

-Pero la deja usted al aire y al sol bajo pretexto de que los aldeanos lo hacen, sin tener en cuenta que ellos están acostumbrados.

-Pues acostumbremos los nuestros.

Aquí llegaban de su conversación las dos vecinas, con gran complacencia de doña Ángela, que veía cómo su nuera aprovechaba sus consejos, cuando se presentó don Leandro, que traía un cartucho de yemas para su nieta.

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-A mamá no le gusta que le demos dulces -dijo Sofía.

-Una yema no importa -replicó él abuelo.

Reparando entonces en el niño, que no separaba la vista del cartucho, le dio una yema. Luego se asomó a la ventana y llamó a Flora por su nombre. Ésta se volvió riendo y envió un beso al abuelo.

-¿Quieres una cosa? -le dijo éste.

-Sí -contestó la niña.

Don Leandro le tiró una yema.

  —21→  

Flora se sentó en el suelo, y empezó a partir con las uñitas pequeños fragmentos, que llevaba a la boca.

-¿Te gusta? -le dijo su madre.

La niña hizo un signo afirmativo.

-¿Me das un pedacito?

Flora movió la cabeza a uno y otro lado.

-¿No me quieres dar? Mira que me gusta mucho.

-Abuelito tiene, que te dé.

-Se le han concluido.

-¿Sí? -dijo la pequeñuela, levantando los ojos a la ventana y mirando alternativamente a Sofía y a don Leandro.

Luego pareció reflexionar, y al fin se decidió a tirar el único trocito que le quedaba, con intención de que, entrara por la ventana, pero volvió a caer a los pies de la parvulilla.

-Envíamelo con María -dijo la madre.

Flora cogió el dulce, mirole, le quitó la tierra que había cogido, le entregó a María y volvió a corretear alegremente, sin dar señales de acordarse más de tal cosa.

-Mi niño es más generoso -dijo la vecina.

-¡Pobre Flora!, ¡pues si me ha dado cuanto le que daba!

-Pero al principio se negaba a ello, la picarilla; el mío desde luego alarga la mano. Verá usted.

Y dirigiéndose a Eduardito, añadió:

-Dale un pedacito de yema a esta señora.

El pequeñuelo por toda respuesta enseñó sus manos vacías, y abrió cuanto pudo la boca para demostrar que todo se lo había engullido.

Don Leandro se apresuró a darle otro dulce para proporcionarle medios de ejercer su generosidad.

-Dale ahora un pedacito a esta señora -insistió la madre.

El niño, sin hacérselo repetir, rompió un trocito y se lo entregó a Sofía que se quedó con él, como se había quedado con el de su hija.

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Eduardo se dio priesa a concluirse lo que le quedaba, luego empezó a gimotear, y por último lloró a lágrima viva, mirando a Sofía.

-¿Qué quieres, hijo mío? -dijo ésta.

La madre se puso colorada.

-Ah, ¿quieres esto? -dijo la joven señora de la casa.

-Sí -contestó el rapaz.

Sofía le devolvió lo que el niño le había dado, éste se lo echó en la boca, todo de una vez, para que no volvieran a pedirle y su madre le enjugó las lágrimas.

-Pensaba que era muy generoso -dijo doña Ángela, que lo había observado todo en silencio.

-Y lo es; pero, eso sí, está acostumbrado a que siempre se lo devolvemos.

-Pues entonces, amiga mía, permítame usted que le diga que en vez de desprendido y dadivoso le están ustedes criando hipócrita.

-Dura es la frase -dijo picada la madre de Eduardo.

-¿Qué otra expresión pudiera emplear para calificar una persona que se desprende momentáneamente de un objeto para ser alabado por su generosidad, pero abrigando la certeza de que no se verá privado de lo que aparentemente entregara?

-Un niño de tan corta edad no puede juzgarse como una persona mayor.

-No juzgo yo a él, sino a los que le educan, y nada bueno auguro de ese modo de lisonjear sus pasiones y halagar su vanidad. El niño después será hombre, y acostumbrado a tener fama de desprendido sin que esto le cueste ninguna privación, si tiene sobrantes los entregará al menesteroso, pero no se impondrá por él ningún sacrificio.

A Flora no le devolvemos nunca lo que nos da, ya sea espontáneamente, ya habiéndoselo pedido; por eso le costaba un poco desprenderse de lo que tanto le gusta. En ella todo ha sido natural: la negativa primero, el recurrir después a su abuelo, para que su madre probara las yemas sin tener que privarse ella de parte de   —23→   la que tenía, y su resolución de entregarla, cuando he visto que no había otro medio de complacer a su mamá. Así los niños aprenden a discurrir y a obrar de un modo lógico; así cuando dan algo tiene en ellos algún mérito, porque lo dan definitiva y resueltamente, y se consigue al mismo tiempo que sean agradecidos, porque adquieren la experiencia de que una dádiva, un obsequio, siempre entraña si no un sacrificio, a lo menos una privación.

-Piensan ustedes demasiado y sacan la quinta esencia de las cosas más sencillas.

-Nunca se piensa demasiado -repuso la abuela de Flora-, y aun me atrevo a decir que nunca se piensa bastante, cuando se trata de observar los primeros pasos de un niño, de los cuales depende muchas veces su ulterior destino.

-Filosofías son ésas que yo no entiendo. Mi hijo da una cosa a la primera insinuación, esto es digno de elogio, y su padre y yo le aplaudimos y nos llenamos de gozo.

-Si la diera realmente, sí, sería digno de elogio; pero es que únicamente la presta, y mientras mira de reojo a ver si se la devuelven, su corazón se llena de orgullo con los aplausos que no merece.

La vecina dio por terminada la visita, y las de Burgos le suplicaron perdonase la franqueza con que se habían expresado al aconsejar a una madre joven e inexperta, para que no se dejase dominar por las vulgares preocupaciones y generalizados errores.




ArribaAbajo- IV -

Venganza


Prudencio tenía un hermoso perro de caza, a quien Flora se divertía en tirar de las orejas; si bien en cuanto se quejaba, suspendía su entretenimiento, porque sus padres y abuelos le tenían prohibido que le hiciese daño.

  —24→  

Un día el animal dormía en un corredor; Flora se le acercó y empezó a darle palmaditas en la cabeza; pero el perro tenía sueño, y como le molestase el juego de la niña, se levantó de pronto para ir a echarse un poco más lejos, siendo lo peor; que la niña, que se echaba atrás para darle con más fuerza, faltándole de pronto el apoyo en que habían de descansar sus manos, cayó al suelo, aunque sin hacerse daño.

Lloró, sin embargo; la niñera vino en su auxilio, la levantó, la acarició; pero ella seguía llorando amargamente,

-¿Quién te ha hecho caer hermosa?

-El perro.

-¿Quiere que le peguemos?

-Sí.

La muchacha corrió tras el can y le pegó un terrible puntapié.

El pobre animal aulló lastimosamente.

En aquel momento entraba doña Ángela en el pasillo. En cuanto a la nieta, no lloraba ya, y aunque tenía lágrimas en las mejillas, brillaba en sus labios una alegre sonrisa.

-¿Qué es eso? -dijo la señora- ¿Por qué ha llorado la niña y ha aullado el perro?

María contó lo acaecido.

-Y ti, a qué ha venido el pegarle.

-¿No ve usted como ha callado la niña?

-Pues eso es lo que siento, que ha callado.

-¡Como! -repuso admirada la muchacha-, ¿preferiría usted que llorase?

-¡Vaya! Si llorase, a pesar de haber castigado al perro, sería señal de que se había hecho dado, pero un daño leve, porque no podía ser otra cosa atendido el modo de caer, según usted me ha referido, o acaso podría ser únicamente por haberse asustado; pero eso de llorar con tanta insistencia, procurando llamar la atención de alguno más fuerte que ella, para que pudiese vengarla, y callar enseguida que ha comprendido que   —25→   el perro sufría, me indica que en el tierno pecho de mi nieta se abriga ya el deseo de venganza, esta pasión anticristiana y maldita que ustedes han hecho nacer en ella con esas necedades, que no extraño en usted, porque es muy joven; pero que es necesario aprenda a desterrar para siempre, si ha de continuar al lado de la niña.

-¡Una para que no llore!...

-Déjela usted llorar; ya le he dicho muchas veces que a mí no me incomoda. El querer evitar que los niños lloren conduce muchas veces a deplorables extremos.

Lo más frecuente es acceder a todos sus caprichos, y anticiparse a prevenirlos; aún cuando éstos sean culpables, como ha hecho usted ahora; y hay personas tan persuadidas de que lo peor que puede sucederle a un niño es llorar, o tan poco sufridas para escucharle, que le amenazan y hasta le castigan, para que calle, consiguiendo con esto que o lloren más y entonces con motivo, o se repriman, sofocando su llanto por medio de un violento esfuerzo, y se les ve ponerse encendidos, gemir ahogadamente y experimentar contracciones nerviosas, mucho más perjudiciales que el más copioso llanto que corre sosegado y tranquilamente.

-¿Qué debo hacer cuando la niña llore, señora?

-Usted, María es ya una mujer; hoy cuida a mi nieta, mañana le estará confiada la custodia de sus propios hijos. Pues bien, en el caso presente y en otros semejantes, le pregunta usted donde se ha hecho daño; si efectivamente se ha hecho, llevará la mano a la parte lastimada; si no, callará, porque en semejante edad no saben los niños mentir. Entonces procura usted distraerla con cualquier cosa, y si no quiere callar déjela llorar, como dice el adagio; pero en ningún caso vuelva usted a hacer jamás lo que hoy ha hecho.

-Como el señorito dice que le disgustan los niños llorones...

-Es que son más llorones cuando se convencen de que llorando logran todo lo que quieren.

  —26→  

-Pero, dígame usted, ¿tan malo es pegar a un perro?

-Es malo, y hasta criminal, cuando con eso se sacian los instintos vengativos de una tierna criatura. Hoy la niña se da un golpe contra un mueble, usted le pega al mueble, y dice: «No llores más que ya le he pegado». La niña cree que el mueble es sensible como ella, y que le duelen las palmadas que usted le ha dado. Es más, con decirle no llores más que ya le he pegado, le hace usted creer que es justo quejarse y derramar lágrimas hasta que la venganza quede satisfecha; ahora le ha pegado usted a un animal, venganza más ostensible todavía porque su grito de dolor no le ha dejado duda de que él padecía; mañana será una persona la que le causara daño, y no estará tranquila hasta que la vea castigada; y así se forman esos caracteres vengativos y rencorosos que jamás perdonan, y para quienes es un imposible el dulcísimo precepto del Evangelio de amar a los que nos han ofendido.

Entonces la señora tomó a su nieta por la mano y pasó como por casualidad junto al perro, deteniéndose a acariciarle.

-Hazle fiestas tú también -dijo la abuela.

-Es malo -replicó la niña-, me ha caído.

-Me ha hecho caer, se dice, pero no es malo.

-¿No?

-No. La abuelita le quiere y tú también debes quererle.

La parvulita se acercó al manso animal y le besó en la cabeza. El perro le lamió la cara.

Entonces doña Ángela la tomó en sus brazos y le prodigó sus caricias.




ArribaAbajo- V -

Idea de Dios


Flora tenía cuatro años; acababa de estrenar un bonito vestido blanco que su madre le había cosido, y   —27→   estaba hermosísima con aquel lindo traje del color de la inocencia.

Presentose con él a su papá al salir del escritorio y le dijo:

-Papá, mira qué vestido tan bonito.

-¿Quién te le ha hecho? -preguntó el abogado.

-Mamá. ¿Verdad que es bonito?

-Muy bonito.

Volvió a entrar en el gabinete de su madre y la encontró colocando unas flores en un jarro de porcelana.

-¡Ay!, mamá -dijo-, qué flor es ésa como mi vestido?

-Un clavel blanco.

-¿Me lo das?

-Toma.

-Papá -exclamó corriendo otra vez a encontrarle-, mira qué clavel blanco.

-Muy hermoso es. ¿Quién te le ha hecho?

-Mamá.

-¿Mamá lo ha hecho?, ¿estás segura?

-No -replicó riéndose-, esto no lo ha cosido.

-Pues, ¿quién ha hecho esa flor?

-No sé, ¿quieres que se lo pregunte?

-No, ya lo sé yo.

-¿Quién?

-Dios.

-¿Sí?, ¿y quién es Dios?

-Un Señor que te quiere mucho.

-¿Me conoce?

-Te conoce y te ama, ya te lo he dicho.

-Yo no le he visto, ¿y tú?

-Yo tampoco, pero le amo mucho.

-¿Por qué?

-Porque es bueno y me ha dado muchas cosas.

-¿Dónde está?

-En el cielo.

-¿Allí arriba?

-Más arriba. Cuando dices el Padre nuestro, que te enseña tu abuela, hablas con Él.

  —28→  

-Ya sé, ya sé; pero ¿por qué no viene?

-Él no ha de venir a buscarnos, nosotros iremos a buscarle. Cuando tú, que eres más pequeña que yo, quieres verme, saludarme, darme un besito, vienes donde yo estoy...

-¿Y Dios es más grande que tú?

-Sí, hija mía, mucho más, pero con otra grandeza que tú no entiendes.

-¿Y tú le amas sin haberle visto?

-No amas tú a tu tía Julia, que está en La Habana y no la conoces?

-¿La tía Julia? ¡Ah!, sí, que me envía jalea y cocos, y un vestido. ¿Qué te ha enviado Dios? Enséñamelo.

-¿Ves ese sol tan brillante que todo lo alegra y hermosea con su luz? ¿Has visto cuando vas a paseo las altas montadas, los mares, los ríos?...

-Sí.

-Pues todo lo ha hecho Dios para nosotros. Nadie más hubiera podido hacerlo.

-¡Cómo son cosas tan grandes!....

-Ni otras pequeñas. ¿Quién crees tú que ha hecho el canario que hay en el balcón, y esos otros pajaritos que pasan volando y las flores del campo y la hierbecilla del jardín?

-No sé.

-Dios lo ha hecho todo.

-¡Cuánto sabe!, ¿y cuándo iremos a verle?

-Cuando se digne llamarnos.

-Iremos allí al cielo.

-Si somos buenos, sí.

-Yo ya soy buena. ¿Verdad?

-Siempre lo serás, si haces lo que papá, mamá y los abuelos te manden.

-Vaya si lo haré.

-Y ahora dame un beso y vete a jugar; que yo voy a entregarme al trabajo.

-¿Cómo trabajas?

-Escribiendo.

  —29→  

-¿Y por qué trabajas?

-Porque Dios lo quiere.

La niña salió brincando y se fue a jugar con una linda muñeca que le habían regalado sus abuelos. Todo aquel día y muchos más se acordó del diálogo sostenido con su buen padre; la sencilla, pero elevadísima idea de Dios que su naciente inteligencia había concebido, ya jamás debía borrarse de ella; antes bien, arraigarse y fortalecerse con el desarrollo y cultivo del sentimiento religioso.

Los padres y maestros que creen que la base más sólida de la educación moral y religiosa es la enseñanza del Catecismo desde la más tierna edad, no están en lo justo ni en lo lógico; porque el aprender y retener en la memoria palabras y frases, por sublimes que sean, a nada conduce.

En esta enseñanza, si así podemos llamarle, en ésta más que en otra alguna, conviene que los niños aprendan a sentir y a pensar, no a recitar palabras que no comprenden.

Cuando tienen idea de Dios, cuando le aman y le respetan del modo que en la primera infancia se puede amar y respetar, entonces ya que no la parle dogmática (porque ésta, como que se refiere a profundísimos misterios, es incomprensible aun para los adultos instruidos) la parte doctrinal, les es hasta cierto punto conocida, y al aprender los Mandamientos, por ejemplo, al pie de la letra, sabrán su altísimo origen, su objeto; y comprenderán la utilidad y belleza moral de su observancia, y la grandeza del galardón que por ella se les ha prometido.




ArribaAbajo- VI -

La caída material


-Mira qué naranja tan rica, mondámela -decía Flora a María.

La muchacha la mondó, y torpe o inadvertidamente   —30→   dejó caer al suelo un trocito de corteza que no cuidó de recoger.

La niña comió la dulce fruta, y luego tomó en sus brazos la muñeca y empezó a pasearla en todas direcciones; mas he aquí que, resbalando con el malaventurado cacho de piel de naranja, cayó al suelo, y como no soltó la muñeca, no pudiendo, por consiguiente, ampararse con las manos, se causó una herida en el labio y se peló el codo derecho.

Al llanto de la niña acudió su abuelo, que, idólatra de su nietecita, prorrumpió en gritos de susto y de dolor; aumentando con ellos el espanto de Flora, que redoblaba sus voces y temblaba de pies a cabeza, al llevar los dedos a su boquita y retirarlos manchados de sangre.

La pena del abuelo aumentaba, y transformándose en cólera, se traducía en durísimas reconvenciones para la sirviente; ésta, que había levantado a la niña, la dejó para accionar mejor, levantando los brazos al cielo al que ponía por testigo de que no había visto el objeto que fue ocasión de la caída.

Lloraba también amargamente, y aquel discordante y lastimoso terceto llegaba a los oídos, no sólo del pobre abogado, que se hallaba en su bufete, hablando con algunos de sus clientes y sudando de angustia, si no de las señoras, que en aquel momento llegaban a la puerta de la casa.

-¿Qué es aquello? -preguntó asustada Sofía a Teresa, que salió a abrir.

-La niña que se ha caído -respondió la cocinera.

-¡Ay, Dios mío! -exclamó la joven madre.

-Calla, no aumentes el alboroto -contestó la prudentísima Ángela.

Y presentándose en el lugar del conflicto, dijo:

-Tranquilízate, esposo mío, que esto no será nada; usted, María, salga de aquí; usted, Teresa, traiga una botella de vino, y tú, Sofía, el frasquito del árnica y la arqueta de los trapos de hilo.

  —31→  

Se sentó, puso sobre sus rodillas a la niña, le lavó los labios con vino, le puso en el codo un trapito mojado en agua mezclada con árnica, le vendó; y sonriendo con la mayor tranquilidad, le iba diciendo con dulzura:

-Vamos, no te asustes, y no llores más. ¿Qué dirá papá que te oye desde su despacho? Pensará que te has hecho mucho daño.

-Sí, me he hecho -articuló Flora entre sollozos.

-Pero no es nada y pasará muy pronto, ¿Crees que si tuvieras mucho mal, tu mamá y yo, que te queremos tanto, estaríamos tan tranquilas?

Sofía aparentaba serenidad, pero estaba muy pálida.

-Abuelito lloraba también.

-No lloraba, era que reprendía a la muchacha, porque no ha quitado las cortezas de naranja.

-¡Ay, Dios mío!, ¡pobrecita! -decía abuelito, y la niña parodiaba los ademanes de su abuelo que tanto le habían impresionado.

-Porque creía que tenías más mal del que efectivamente tienes. ¡Llorabas tanto! Las niñas buenas no son lloronas, son más sufridas.

-No quiere Dios que lloremos.

-No tanto, ni tan alto. Quiere que seamos sufridos en la desgracia.

-¿Qué es la desgracia? -interrogó Flora, sollozando todavía.

-Eso; una caída, una enfermedad, un dolor cualquiera.

La prudente abuela no hablaba más a la niña que de cosas que pudiese comprender; por eso no le nombraba los males morales, sino únicamente los materiales, que eran los que había experimentado.

Flora reprimió sus sollozos y enjutó su llanto.

La abuela, después de haberla curado, la abrazó tiernamente; luego fue la parvulilla a besar a su madre y a tranquilizar a su abuelo, que mohíno y apenado se había retirado a su gabinete.

  —32→  

Pocos días después don Leandro y su esposa estaban asomados a la ventana que ya conocemos, ventana que dominaba el jardín.

En él jugaba su amada nietecita, mas he aquí que, tropezando casualmente, cayó de cara; pero esta vez no llevaba las manos ocupadas, y se amparó con ellas, echando la cabeza hacia atrás, acción instintiva en los niños, sin la cual se aplastarían más frecuentemente la boca y las narices.

Flora no se hizo darlo más que en las palmas de las manos, pero empezó a llorar con fuerza, y hubiera continuado a no llegar tan pronto María, que, levantándola con el brazo izquierdo, le tapó la boca con la mano derecha; de modo que no podía llorar ni aún respirar siquiera, y se preparaba a llevarla lejos, para que sus padres y abuelos no la oyesen llorar.

-Deje usted esa criatura, María, déjela -dijo imperiosamente doña Ángela, y jamás vuelva a ejecutar tan bárbara acción; y volviéndose a su esposo, que estaba pálido de coraje, añadió:

-¿Sabes, Leandro, que puede alcanzarte alguna responsabilidad de lo que acaba de suceder?

-¿A mí?... ¡Buena es ésa!

-A ti, amigo mío, a ti. Cuando pocos días ha, cayó la niña lastimándose un poco, no estuviste muy acertado ni muy prudente en la manifestación de los sentimientos que excitó en ti aquel accidente. Diste a comprender a la niña que estabas asustadísimo, con lo cual aumentaste el temor y la turbación que la vista de la sangre produjo en ella, e increpaste duramente a la muchacha en su presencia...

-¡Ah!, ¿querías que la aplaudiese por haber dejado en el suelo las cortezas de naranja?

-No, pero hubiera sido más prudente reprenderla. Después, cuando no lo oyera la niña, pues eso de que por ellos se reprenda a los criados o se promueva algún altercado entre las personas de la familia hace que los niños se tengan en mucho, y esta idea exagerada del   —33→   propio valer, cuando lo está fundada más que en la importancia que los demás les conceden, es lo que convierte a esos hermosos ángeles del hogar en tiranuelos de la familia; pues saben ellos que, para que no lloren, para que no chillen, para que no se pongan malos, accederán a todos sus deseos, y su voluntad será la ley dominante de la casa.

-Tú tienes razón, como siempre, y es lástima que no te hayas puesto a maestra de escuela, o, mejor dicho, es de sentir que no haya predicadoras, para que tú ocupases un púlpito...

-Cada madre de familia es la maestra de sus hijos y la predicadora de sus domésticos.

-Pero, dime, ¿vamos a dejar sin correctivo a esa estúpida que a poco más ahoga a nuestra nieta, o vas a decirle que yo tengo la culpa de lo que ha hecho?

-Me guardaré muy bien de tal cosa, y si te he dicho que te alcanzaba algo de responsabilidad, es porque de fijo la muchacha, al ver caer a la niña, se ha acordado de la escena del día pasado, y tapaba la boca a Flora y se la llevaba lejos, para que no la oyésemos llorar y la reprendiésemos, o, mejor dicho, la reprendieses.

Ese procedimiento es el más bárbaro que podía adoptar, pues ocasión ha habido en que personas temerosas de que el llanto de una criatura fuese oído por sus padres, al quitar la mano que los sofocaba, han encontrado a los angelitos casi asfixiados: yo no trato, pues, de disculpar a María, antes pienso llamarla y reprenderla severamente, amenazándola con despedirla, si otra vez se permite semejante acción.




ArribaAbajo- VII -

La caída moral


Flora no tenía más que juguetes sencillos, porque decían sus padres y abuelos, que si el lujo con los vestidos   —34→   es reprensible, lo es mucho más el que consiste en emplear un caudal en baratijas, únicamente destinadas al entretenimiento de los niños, que sin comprender su mérito, así estropean un juguete que vale 300 reales, y en cuyo mecanismo y confección se ha empleado gran tiempo y trabajo, como otro que vale una peseta.

Hay padres que tienen vanidad en comprar preciosos juguetes a sus hijos, y ato dejárselos tocar, poniéndolos sobre la consola o la rinconera. Esto es engañar a los niños, porque lo que no pueden manejar a su sabor y distraerse con ello, no es suyo. Otros, los entregan a las criaturas, las cuales, cuanto más complicados son y más les llaman la atención por su movimiento o por imitar la voz de un niño, el canto de un pájaro, etcétera, más se afanan por saber lo que tienen dentro y más pronto los estropean.

Tenía, pues, Flora una bonita muñeca de poco precio, pero graciosamente ataviada, a la que se entretenía en mecer sobre sus rodillas en el momento en que su madre y abuela entraron a darle el beso de despedida, porque se disponían a salir de casa.

La niña se levantó con precipitación, arrojó su muñeca, cuya cabeza de cartón se rajó, y sin apercibirse de ello, empezó a gritar:

-Quiero ir contigo, mamá.

-No, hija mía, no puede ser.

-Sí, sí -insistía la pequeñita, y empezó a llorar amargamente.

-Si estuviese vestida -dijo Sofía-, nos podríamos llevar la muchacha con ella.

-Ahora no cedas -contestó doña Ángela-; reparo que desde hace algunos días le dan esas rabietas, y es necesario que vea que nada logra con ellas.

La parvulita, que había suspendido su llanto al empezar el diálogo de las dos señoras, comenzó de nuevo a llorar y patear.

-Con que, vaya, adiós -dijo la abuela, no llores   —35→   más, porque te pones muy fea, y recoge la muñeca que ya le has roto la cabeza. Y besando a su nieta salió del aposento.

-No quiero la muñeca, ni a ti tampoco, ni a mamá.

Sofía besó también a la niña, le enjugó las lágrimas e imitó el ejemplo de doña Ángela. Mas apenas las perdió de vista, redobló el llanto y el pataleo, que en vano trataron de calmar las muchachas que acudieron apresuradamente.

María la tomó en sus brazos, y poniéndola de pie sobre una consola, le dijo:

-Mírate al espejo, verás qué fea estás cuando lloras; pero la nieta, que se encontraba en un verdadero acceso de ira, el primero de su joven e inocente existencia, pegó un puntapié al espejo y lo rompió.

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-¿Qué has hecho? -dijeron asustadas las sirvientes- ¡Cuando lo sepan papá y mamá!...

-No se lo digas -interrumpió Flora.

-¿No ves que lo verán?

La niña no supo qué contestar, siguió llorando; pero evidentemente su llanto no era ya de cólera, era de su arrepentimiento porque comprendía que había hecho mal en romper el espejo.

Cuando sus padres y abuelos se retiraron, Sofía preguntó   —36→   a la niñera si había tardado mucho la niña en consolarse, la muchacha explicó lo acaecido, pero no en presencia de la interesada.

Su madre disimuló por aquella noche, la desnudó y la metió en la cama por sí misma, como tenía por costumbre después de haberla hecho rezar algunas oraciones.

A la mañana siguiente, Sofía preguntó a las criadas en presencia de la niña.

-¿Quién ha roto el espejo de la sala?

-Flora -contestaron ellas.

-Lo habrás hecho impensadamente, ¿no es verdad, hija mía? -interrogó la madre.

La parvulilla se puso encarnada y no contestó:

-¿Cómo ha sido? Deseo saberlo -insistió Sofía-. Decídmelo vosotras sin ocultarme nada, porque no quiero que nadie diga mentiras, lo cual ya sabéis todas que es una gravísima falta.

-La niña -contestó María-, como estaba ayer tan colérica, porque no la llevaron ustedes consigo, pegó un puntapié al espejo y lo rompió.

-¿Quién lo puso sobre la mesa?

-Servidora, para que viera lo feas que son las niñas iracundas y lloronas.

-Pues usted hizo mal en subirla sobre la mesa, y tú, Flora, fuiste ayer muy culpable.

La niña, que desde que se empezó a hablar había permanecido con los ojos bajos sin decir una palabra, los levantó y los fijó en su madre, como admirada de oír una expresión para ella hasta entonces desconocida.

-Sí, hija mía -continuó la madre-, es culpable, es indigna de que la quieran su papá, su mamá y sus abuelos, la niña que, como tú, se rebela contra sus superiores, arroja su bonita muñeca, rompiéndola, y luego estropea un mueble de gran valor.

Flora empezó a llorar amargamente.

-¿Por qué lo decías? -dijo a la criada en tono de duro reproche.

  —37→  

-Porque yo se lo he preguntado -contestó Sofía-, y era preciso que dijese la verdad. Además hay otro que ha visto todo lo que has hecho y a quien no se puede engañar.

-¿Lo ha visto papá? -interrogó Flora.

-No ciertamente.

-¿El abuelo?

-Tampoco.

-Pues, ¿quién?

-Aquel Padre tan bueno que nos ha dado todo cuanto tenemos. Aquél que ama a las buenas niñas y no quiere a las que cometen faltas tan graves como las tuyas.

-¡Ah! ¡Dios!

-Efectivamente.

La niña continuó llorando durante un rato, luego levantó la cabeza y acercándose a su madre, dijo:

-Mamá, ¿me perdonas?

-Si me prometes no irritarte más, como ayer, ser dócil y no estropear cosa alguna, te perdono.

-¿Le dirás a papá y a los abuelos lo que he hecho?

-Si me preguntan algo, les diré la verdad, porque no se debe mentir jamás.

-¿Y Dios me perdonará?

-Si tienes intención de ser buena, sí, porque Dios sabe lo que pasa dentro de tu corazón.

La niña se acercó tímidamente a su madre, ésta le dio a besar la mano y después le abrió sus brazos y la estrechó en su seno.

Flora que aún tenía lágrimas en las mejillas, se sonrió y preguntó acariciando a su madre:

-¿Me comprarás otra muñeca?

-Eso no.

-¿Por qué?

-Porque la volverías a tirar.

¿No te digo que seré buena?

-Aunque eso sea, no puedo comprarte la muñeca, porque el dinero que tenía para juguetes tengo que emplearlo en comprar otro espejo.

  —38→  

-¡Ah!, ¿sí?

-¿Qué te pensabas? Es preciso mirar mucho lo que hacemos, porque el que obra mal, aunque obtenga por medio de su arrepentimiento el perdón de Dios y de los hombres, tiene que sufrir las consecuencias de su falta.




ArribaAbajo- VIII -

Arrepentimiento


Pasaron muchos días sin que Flora diese a sus padres el menor motivo de disgusto. Si alguna vez estaban dispuestos a salir de casa; pedía humildemente que la llevasen en su compañía, y cuando escuchaba una negativa, se resignaba sin replicar.

Una tarde en que la merienda no era de su gusto, empezó a llorar y pidió otra cosa; mas como le fuese negada, iba a arrojarla cuando su madre le cogió la mano con fuerza, diciéndole:

-Acuérdate de la muñeca y el espejo, y de que me prometiste ser buena y conformarte como que se te mandase.

La niña quedó pensativa un breve rato, luego dijo:

-El pan y el queso no se hubieran roto.

-Pero es un gran pecado arrojarlos con enojo; son dones que debemos a la bondad de Dios, y que muchos pobrecitos tomarían con gratitud y regocijo.

-¿Los pobrecitos no tienen pan y queso?

-Muchas veces carecen hasta de lo más necesario. Pero tú me dijiste el otro día que estabas arrepentida de haber tirado y roto las cosas de valor.

-Sí que lo estoy, pero en este momento...

-Ibas a ser mala otra vez.

-No, mamá, mira, ya me cómo el pan y el queso.

Y empezó con buen apetito su merienda.

Aquella misma noche estaba sentada sobre las rodillas de su cariñoso padre, teniendo en los brazos la descalabrada muñeca.

  —39→  

-¡Qué fea está tu hijita! -le dijo Prudencio.

-¿Sabes quién la ha puesto así, papá?

-Tu mal genio.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Tu mamá. Le pregunté y me dijo la verdad, porque las personas honradas y dignas dicen siempre la verdad, hija mía.

-Pero también te habrá dicho que Dios y mamá me han perdonado. ¿Me perdonas tú también?

El padre la besó cariñosamente.

Al día siguiente le trajo otra muñeca, asegurándole que, porque creía en su arrepentimiento y esperaba que fuese muy juiciosa y muy dócil, le hacía aquel nuevo regalo; pero que si no la cuidaba bien, sería la última que le comprase.

Flora, loca de alegría, corrió a enseñar a las señoras su nuevo juguete, y desde aquel día, cuando experimentaba algún pequeño disgusto, lo primero que hacía era colocar cuidadosamente a su hijita, como ella la llamaba, sobre una silla, para que no le dieran tentaciones de echarla al suelo.

Tan cierto es que los niños de muy corta edad obran casi siempre impremeditadamente, y que si se les hace ver que han faltado, se corrigen sin dificultad: cosa que no siempre se consigue cuando ha llegado a adquirirse un vicio o una mala costumbre.




ArribaAbajo- IX -

Los insectos


En una tarde apacible de estío, la pequeña Flora salió a pasear con su padre a una huerta inmediata a la ciudad. Apenas se habían alejado algunos pasos, la niña soltó la mano del autor de sus días, y correteaba alegremente por la ancha senda que separaba dos bancales sembrados de fragantes fresas.

De pronto observó el padre que Flora andaba silenciosa   —40→   y cautelosamente con la mano derecha extendida en actitud de coger alguna cosa entre el dedo índice y el pulgar. Acercose el padre, y observó que la pequeña cazadora trataba de aprisionar entre sus blancos dedos una abeja que, al sentir la proximidad de su enemiga, echó a volar, expresando con un ligero y ronco zumbido el desagrado que le causaba aquel atentado contra su libertad.

-¿Qué ibas a hacer? -le dijo.

-Iba a coger aquel animalito -repuso la rapazuela.

-Hubieras hecho muy mal, y te hubiese costado caro.

-¿Por qué?

-Porque aquel animalito, que es una abeja, te hubiera clavado su aguijón, si la hubieses tocado, y esto produce un dolor muy vivo y una grande inflamación.

-Pues mátala tú, papá. Allí en aquella ramita se ha parado.

-¿Por qué la hemos de matar? ¿Qué daño nos hace?

-¿No has dicho que clava el aguijón, que duele mucho y produce inflamación muy grande?

-En efecto, hija mía, ésta es el arma que le ha con cedido la Providencia; pero no suele valerse de ella cuando no se la hostiga. Por lo demás, las abejas son insectos sumamente útiles, pues elaboran con una industriosa actividad, que pudiera servir de ejemplo a muchos racionales, la miel y la cera; alimento dulcísimo la primera, que estoy cierto te gusta mucho, y la segunda todavía más útil para el alumbrado y otros objetos a que se la destina.

-¡Vaya si me gusta la miel! ¿Y las abejas la hacen?

-Sí, por cierto. Dentro de su oscura habitación, llamada colmena, construyen el panal, compuesto de unas celdillas arregladas con igualdad geométrica. El hombre se apodera del dulce fruto de su trabajo, y extrae de él las materias que te he indicado.

-Pero las mariposas no tienen aguijón, ¿verdad?   —41→   Pues voy a coger aquélla.

Y corría en pos de una blanca y dorada.

-Ven aquí, ¿para qué la quieres? -dijo el padre.

-Para clavarla con un alfiler en la pared de mi cuarto.

-¡Cruel capricho!

-Papá, escucha, mamá me ha enseñado una fábula que dice que las mariposas son unas tontuelas, llenas de vanidad, que no sirven más que para volar sin objeto...

-Verdad es que todos los poetas y fabulistas parece se han puesto de acuerdo para zaherir y reprochar ese elegante, bellísimo e inofensivo insecto, cual si les inspirase envidia su delicada belleza. ¿Es culpa suya que Dios las haya dotado de tan poéticas formas, de tan variados colores? Y aun cuando fuese cierto que las mariposas estuviesen ufanas de su hermosura, ¿es esto motivo para darles una muerte lenta y cruel, cual la que tú proyectabas?

-Pero tampoco trabajan.

-Porque no saben ni pueden. Ellas no tienen otro destino que volar entre las flores, y lo cumplen. Por otra parte, si a todos los seres que no trabajan y están satisfechos de su hermosura, se les hubiese de clavar en la pared, no habría muchas niñas que corrieran y jugaran libremente.

-Pero, papi -dijo la niña, a quien no gustaba el giro que iba tomando la conversación- cuando fuimos a ver el otro día los exámenes de aquel colegio de niños, noté que tenían muchas, muchas mariposas, todas clavadas y muertas, por consiguiente.

-Te diré. Entre los varios estudios a que allí los alumnos se dedican, hay uno que llaman Historia Natural, que tiene por objeto explicar las propiedades de todo lo que Dios ha creado, tanto animales, como plantas y minerales. De los primeros, se les explican a los alumnos las diferentes especies, y cómo de los insectos no se les puede hablar sin tener algún ejemplar a la   —42→   vista, porque no les son tan conocidos como los animales domésticos; por ejemplo, el perro, el caballo, la gallina, etc., de aquí la necesidad de sacrificar aquellos inocentes animalitos.

-¡Ah! Por eso sin duda tenían también una culebra.

-En efecto. En los grandes gabinetes zoológicos tienen fieras disecadas, reptiles y toda clase de irracionales, pero en aquella colección en miniatura no hay más que lo necesario para dar una idea elemental a los educandos.

-Si exceptuamos las abejas, los demás animalitos, como ella no creo que sirvan de nada; con que así los niños nada más lo estudiarán por divertirse.

-Muy ligera eres en tus apreciaciones, Flora. Sabe, pues, que hay insectos de que se aprovecha la industria y otros de que saca gran partido la medicina.

-¿De veras? Cuéntame, cuéntame eso, papá mío.

-Entre otros, el gusano de seda fabrica una especie de capullo, dentro del cual se encierra para salir convertido en mariposa; pero el hombre no le da tiempo para verificar su metamorfosis, sino que se apodera de aquellos capullos, los hierve, los hila con máquinas, y mediante varias operaciones, hace con ellos esas ricas telas para vestidos, cortinajes y tantas y tantas cosas como se elaboran con esa materia. La cochinilla la aprovechan los tintoreros para dar al paño ese color encarnado, vivo y permanente que se llama púrpura o grana. Para la medicina se usan unas moscas de preciosos colores, llamadas cantáridas, las cuales, pulverizadas y aplicadas sobre la piel, producen en casos dados un saludable efecto.

-Pues para todo eso es necesario matar los insectos. ¿No se llaman así?

-Efectivamente. Y cuando es necesario matarlos, se matan, porque Dios nos permite usar de los animales para todo lo que sea útil; pero no es lícito mortificarlos, hostigarlos, ni mucho menos privarlos de la existencia por una insulsa y cruel diversión.

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La niña no contestó y regresó pensativa a su morada. Desde aquel día no volvió a perseguir las mariposas en la pradera, y contrajo la interesante y provechosa costumbre de preguntar para qué servía todo cuanto se ofrecía a su vista, comprendiendo, en edad temprana, que la Providencia no ha creado nada inútil, aun cuando en nuestra ignorancia no comprendamos el destino de todos los seres que ha colocado sobre la faz de la tierra.





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