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ArribaAbajoSegunda parte

Flora niña



ArribaAbajo- I -

La entrada en la escuela


Como habrán visto mis jóvenes lectores en los últimos capítulos de la primera parte, el desarrollo de la inteligencia de Flora era rápido, al mismo tiempo que sus defectillos, hábilmente corregidos por sus prudentes educadores, apenas se presentaban, desaparecían, para dar lugar a sentimientos virtuosos, si así puede llamarse. En cuanto a su reflexión era superior a su tiernísima edad.

Nuestra amiguita frisaba ya en los seis años y sus padres resolvieron mandarla al colegio, porque a pesar de que la educación doméstica les daba los mejores resultados, y de que el abuelo hubiese deseado no separarla de la familia, ni aún por breves horas, los padres y la abuela creyeron oportuno optar por la instrucción en común, porque ésta lleva consigo el estímulo y la emulación.

Mucho tiempo se había tratado del asunto y había sido objeto de serias discusiones en el seno del hogar. Don Leandro deseaba que un profesor viniese a dar lección a la niña, aprendiendo ésta las labores al lado de su madre y de su abuela, al paso que algunos amigos   —45→   les aconsejaban que la colocasen de alumna interna de algún colegio, donde recibiese una educación esmerada a la que no fuesen obstáculo los mimos de la familia; pero Prudencio, amante de los términos medios, encontró que el modo de conciliar el deseo de que todos participaban de pasar el mayor tiempo posible al lado de aquella amable criatura, con el de colocarla entre otras niñas, para que hiciese en el colegio el aprendizaje de la vida social; era que ingresase en un establecimiento de merecida faena, al frente del cual hallaba una virtuosa e instruida profesora, pero en clase de alumna externa; esto es, comiendo, durmiendo y pasando los días festivos en el sello de la familia, aprovechando juntamente con la enseñanza de los maestros los útiles consejos de los padres y abuelos.

Las señoras se avistaron con la Directora, la enteraron minuciosamente del carácter y circunstancias de la niña, después la acompañaron al colegio, y recomendándole la sumisión y respeto a los profesores, la dejaron, no sin besarla repetidas veces con lágrimas en los ojos.

Cuando Flora se vio entre tantas personas desconocidas, sin tercer cerca de sí uno de los individuos de su familia, experimentó ese género de nostalgia que se apodera de todos los niños tierna y profundamente amados el primer día que se ven fuera del hogar, y sintió oprimírsele el corazón. Luego recordó el objeto de su entrada en aquel establecimiento, vio tantas niñas que leían correctamente y escribían con hermosa letra, cuando ella apenas empezaba el silabeo; y sintió un vivo anhelo de instruirse, como también de aprender las bonitas labores que muchas ejecutaban. Esto la distrajo algún tanto, pero no la sacó de su estado de encogimiento; de modo que el primer día no contestaba a las compañeras que le hablaban, ni correspondía a las caricias que las mayorcitas le prodigaban, respondiendo con signos o con monosílabos a la Directora, y poniéndose colorada hasta los ojos cada vez que le dirigía la palabra.

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Aquella mañana pareció interminable a la niña y la voz de la criada (que fue de las primeras en llegar) sonó en sus oídos como la más grata armonía.

¡Cuántas cosas llevaba que contar a su familia! Había ya aprendido los nombres de muchas alumnas, explicó minuciosamente y a su manera cuánto se había hecho y hecho, y como observó que la oían con gusto, el deseo de volver a tener algo que referir atenuó en ella el disgusto que experimentaba al pensar que de nuevo iba a tener que separarse de su familia.

¡Cuán imprudentes son aquellos padres que imponen un forzado e impropio silencio a los niños, ahogando así en ellos la inocente y grata confianza!

Bueno es que se les acostumbre a callar cuando hablan los mayores o en presencia de personas extrañas, que se les exija que hablen con moderación y mesura, y cuando hay más de uno que esperan turno para explicarse; pero esos educadores adustos, que quisieran hacer de los turbulentos y alegres nulos disciplinados reclutas o sombríos cartujos, ¿cómo quieren conocer lo que pasa en el alma de sus alumnos, si no les dejan decirlo?, ¿cómo modificarán las inclinaciones del corazón o corregirán los errores del juicio?

En su deseo de formar nulos prudentes y circunspectos, convertirán a sus educandos en hipócritas solapados, cuyas pasiones y cuyos vicios serán tanto más temibles cuanto menos conocidos.




ArribaAbajo- II -

Las amigas


Poco a poco fuese acostumbrando nuestra amiguita a la vida de la escuela, de modo que se encontraba tan a gusto en la clase como en su propia casa y al lado de sus padres y abuelos.

Como desde que empezó a tener uso de razón la habían acostumbrado al orden, procedía ordenadamente sin necesidad   —47→   de que se lo mandaran, ni mucho menos tuviese que hacerse violencia. La llamaban por la mañana muy temprano y abandonaba el lecho sin pereza; después de rezar sus oraciones, se lavaba, la peinaba su mamá (que no había querido confiar a nadie este cuidado) tomaba un ligero desayuno y se iba alegre al colegio, donde siempre se presentaba de las primeras. Allí trabajaba y aprendía cuanto le era posible, sin perjuicio de charlar y reír cuanto podía con sus compañeras, especialmente con dos o tres, a quienes ella daba el título de amigas, que, aunque de alguna más edad que ella, tenían un carácter bastante parecido y que siempre le llevaban dulces, juguetes o golosinas.

Un día Sofía le preguntó de donde sacaba todas aquellas chucherías.

-Me las dan mis amigas -contestó Flora.

-¿Y quiénes son tus amigas?

-Usted no las conoce, son niñas del colegio.

-En ese caso, tendrás más de cincuenta amigas.

-¡Ah! No lo son todas. Ahora tengo tres: Clara, que es la que me dio aquel estuche; Juanita, que me dio ayer algunas yemas; y Elvira, que me ha dado estos claveles. Yo también quisiera hacerles un regalito.

-Es natural, pues si siempre recibieras dávidas y nunca correspondieses a ellas, te parecerías a las personas avaras y egoístas, que se creen con derecho a todo lo de sus amigos, sin juzgarse obligadas a corresponder con finezas semejantes a las que aceptan de los demás.

-¿Y qué les daré?

-Puedes darles algunos de aquellos preciosos cromos que te regaló tu abuelo, escoge uno para cada una y que termine aquí vuestro dar y tomar.

Flora se levantó de mala gana a buscar sus cromos, manifestando en su actitud que la orden no era muy de su agrado.

-¿Qué es lo que te disgusta de cuanto te he dicho? -preguntó la madre.

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-Dos cosas.

-Veamos, sé franca.

-La primera el darles unos cromos tan bonitos, cuando papá me ha dicho que me formaría un cuadro con todos ellos, y la segunda que me digas que se concluye con esto el dar y tomar.

-¡Ah! ¡Flora, Flora!, voy temiendo que en tu amistad hay mucho egoísmo. Me parece que no eres una amiga modelo, sino una amiga a la moda.

-¡Bien! ¿Qué quiere decir eso?

-Quiere decir que no sabes lo que es amistad.

-Dígamelo usted, que lo sabe mejor.

-Puesto que tú dices que tienes amigas, explícame en qué consiste el serlo.

-Mire usted, las amigas no nos acusamos nunca unas a otras, si una se equivoca al conjugar un verbo, por ejemplo, la amiga le apunta, si la una no tiene gana de trabajar o encuentra muy difícil su labor, la otra le ayuda un poquito; además ellas me cuentan si han ido a paseo o a otra parte, si les hacen un vestido; en fin, todas sus cosas, y yo también les cuento lo que me pasa.

-¿Y tienes siempre las mismas amigas?

-Eso no; a veces me enfado con una y busco otra, y la que lo era primero, ¡tiene una envidia!...

-Muy mal hecho.

-¡Qué!, ¿el tener envidia?

-El tener envidia y el causarla, y sobre todo el cambiar de amigas todos los días: eso no es amistad.

-Pues mire usted, todas lo hacemos.

-Pues todas obráis muy mal. Eso que hacéis de no acusaros, de prestaros esos pequeños servicios que en realidad no lo son, pues muchas veces confiando en la amiga trabajáis o estudiáis menos; pero que como servicios reputáis vosotras, el prestaros mutua ayuda, el facilitarse cualquier utensilio del trabajo, libros y otras cosas, pero sólo por el momento, no es ser amigas: esto debes hacerlo con todas   —49→   y todas debieran hacerlo contigo, si no lo efectúan, peor para ellas, es que no conocen los deberes que la sociedad nos impone.

El hablar entre sí contándoos mutuamente cosas que nada interesan, y que muchas veces valdría más que se callasen, os distrae de la labor, el estudio o la lectura, y produce ese murmullo que tan mala idea da de una escuela, y que fatiga y molesta a las profesoras, obligándolas a reprender y castigar. El haceros regalos es mal hecho, a menos que sea una pequeña estampa, una flor o un dulce; lo demás, sean dijes, juguetes o lo que fuere, pertenece a los padres, y no tenéis derecho a desprenderos de ello. Es, además, ocasionado a abusos, pues muchas niñas, en esos mutuos obsequios, explotan la candidez e ignorancia de las pequeñitas, dándoles objetos de insignificante valor y recibiendo en cambio cosas que le tienen mucho mayor; lo cual es una reprensible estafa.

Tú misma, a pesar de tus buenos sentimientos y del ejemplo de desinterés e integridad que recibes, veo con disgusto que tienes más afición a tomar que a dar, pues te duele desprenderte de tus cromos, al paso que te disgusta la orden que te he dado de no recibir nada de tus amigas ni tampoco entregarles.

La amistad es un afecto santo, cuyo nombre tiene todo el mundo en los labios, que pocos comprenden y que algunos profanan. Si hay una compañera que te manifieste cariño constante, que sienta tus pequeños disgustos y se alegre de tus triunfos, que no te olvide por otra, que te aconseje y reprenda, pero siendo al mismo tiempo tolerante con tus defectos; aquélla es una verdadera amiga, corresponde tú a su afecto con iguales finezas, evita lo que pueda desagradarle, toma parte en sus pesares y alegría, procura ayudarla con todo con abnegación y desinterés; avísale a tu vez, cuando veas que ha faltado, pero con dulzura y sin tratar de imponerte, y en todo esto, que no te guíe el deseo de chocar con las demás y excitar su envidia, pues la amistad   —50→   (que como he dicho es un nobilísimo sentimiento) nunca en malas pasiones se apoya, ni a móviles bajos obedece.

-Ya veo yo que no tengo ninguna amiga.

-Es que es muy difícil encontrar una verdadera, además, que tú tampoco sabrás serlo. Cuando sientas por otra esa singular predilección que se llama simpatía, procura ir conociendo a la que te la inspira, para ver si realmente la merece; y si es digna de tu amistad y sabe corresponder a ella, cultiva este naciente sentimiento del modo que te he dicho, que estas amistades de la infancia, cuando se establecen entre personas virtuosas y bien educadas, arraigan en el corazón con el mutuo conocimiento de las cualidades que adornan a la persona querida, y fortaleciéndose con la edad y con las vicisitudes de la existencia, suele no terminar más que en el sepulcro.

¡Dichosa tú si sabes inspirar y sentir un afecto de índole semejante, pues te proporcionará horas de dulcísima felicidad, y cuando experimentes desgracias (pues todos las experimentamos en la vida) la amistad endulzará tus penas y confortará tu alma con sus inefables consuelos!

-¡Qué hermoso es eso! Me gustaría mucho, mucho tener amigas.

-Por ahora tienes dos y dos amigos.

-¿Quiénes son?

-Tus padres y tus abuelos.

-¡Ah!, eso ya lo sabía, pero otros, además.

-Ya los tendrás, si sabes escogerlos y conservarlos.

Flora calló, tomó tres cromos que había escogido, y besando a su madre, salió para despedirse de sus padres y abuelos.




ArribaAbajo- III -

Los niños presuntuosos


-Papá, iremos esta tarde a paseo -decía un domingo Flora al autor de sus días.

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Éste contestó afirmativamente:

-Todos juntos.

-Todos juntos; iremos al huerto de un amigo que nos ha convidado a comer fruta y a coger flores.

-¡Ay!, ¡qué gusto!, ¿y cuándo iremos?

-De aquí a un par de horas, porque, hace mucho sol y no hay que pensar en salir temprano.

En aquel momento llegó la madre, y Flora le comunicó la tan grata nueva.

-Ya lo sabía -contestó Sofía.

-¿Quieren ustedes que entre tanto les cuente una cosa muy divertida? -interrogó la niña.

-Cuenta -respondió Prudencio-. Es muy largo.

-No importa.

-Ayer era sábado...

-Eso es muy corto y muy sabido.

-Espere usted. El sábado, después de la lección de doctrina cristiana y después de rezar el Rosario y leer el Evangelio la señora Directora, una de las niñas lee en voz alta un cuento de un bonito libro que tiene dicha señora; y como sabe tanto, y quisiera que fuéramos todas tan buenas, hace leer a la que tiene alguna falta un cuento en que aquélla se reprende o se castiga. De este modo ella se afrenta, y todas lo entendemos, escarmentando en cabeza ajena.

Ayer, pues, le tocó a una niña que es muy guapita y está muy adelantada, pero tiene un orgullo insoportable; no se le puede hablar, porque se piensa que vale más que todas juntas. El cuento se llamaba: Los niños presuntuosos; y como lee tan bien, al principio le daba muy buena entonación y daba gusto el oírla; luego se fue poniendo más encarnada que una cereza, se le apagaba un poco la voz; pero a pesar de eso, la entendimos perfectamente.

-¿Y tú te acuerdas del cuento?

-¡Pues no he de acordarme! Eso es lo que quería referir.

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-Empieza, ya te escuchamos.

La niña en su infantil lenguaje refirió una historia que, en resumen, era la que vamos a narrar en términos más precisos y prescindiendo de sus interrupciones y pueriles comentarios:

«Enrique y Laura eran dos niños de corta edad, a quienes la Providencia había concedido ventajas que rara vez se encuentran reunidas en una misma criatura. Nacidos de una familia noble y rica, dotados de talento, lindos y graciosos eran el encanto de sus padres y objeto de continuos elogios de parte de sus amigos, deudos y criados.

Solamente un defecto, que, como las cualidades que les adornaban, era común a los dos hermanos, deslucía aquel bello conjunto; defecto engendrado y desarrollado por la imprudencia de sus educadores más que por un vicio de su organización moral. Los dos niños tenían una vanidad que rayaba en orgullo, creyéndose las criaturas más sabias, más instruidas y más hermosas del universo.

La ternura de los padres crecía al paso que se desarrollaban los atractivos físicos de los hijos y su clara inteligencia, y no escaseaban los aplausos y las recompensas, ni dejaban de referir delante de los niños todos los rasgos de su ingenio, todas sus acciones loables; no quedando satisfechos, si cuantos frecuentaban la casa no hacían coro con ellos para celebrar lo que creían un verdadero portento.

Primero Enrique y luego Laura, que era menor, empezaron a asistir al colegio; pero tan recomendados y precedidos de fama tal, que por mucha que fuese su precocidad y discreción no sorprendió a los profesores, antes encontraron mucho que corregir en ellos, pues se creían tan superiores a los demás alumnos, que a dos por tres armaban una pelotera con cualquiera que se distinguiese o alcanzara un premio o un elogio, que ellos solos creían merecer.

La cólera de Enrique se traducía en hechos, y nunca   —53→   dejaba de encontrar un pretexto para dar una bofetada al niño que había logrado ser el primero de la sección a que él pertenecía, o cualquier otra distinción; en cuanto a Laura, se vengaba de las niñas más aventajadas ridiculizando su color moreno, sus delgadas trenzas, su traje antiguo o de mal gusto, o la poca gracia con que se vestían.

Los ruidosos incidentes que provocaba el hermano, así como la sorda chismografía de la hermana, llegaron más o menos pronto a noticia de sus respectivos profesores, quienes, cumpliendo con su deber, los reprendían con frecuencia; asegurándoles que su mérito quedaba completamente eclipsado por aquella excesiva vanidad, que les hacía injustos, egoístas y hasta envidiosos.

Aquellos de mis tiernos lectores que cuenten entre sus condiscípulos niños de semejante índole (y no digo entre sus amigos, porque los tales no conocen la verdadera amistad) comprenderán si reconocerían su falta y si humilde y sinceramente propondrían la enmienda, o si más bien se juzgarían víctimas de una irritante injusticia de parte de sus maestros.

Varias veces cambiaron de colegio, pero en todas partes encontraban compañeros más o menos aventajados que rivalizaban con ellos, y en lugar de sentir una noble emulación que hubiera contribuido a poner de relieve el claro talento del uno, la vivaz inteligencia y habilidad de la otra, experimentaban despecho y enojo, y volvían a cada momento a sus altercados; a sufrir, por consecuencia, justas y severas reprensiones, a quejarse amargamente a los autores de sus días, y, por ende, a cambiar nuevamente de profesores.

Como buscando bien, todo se encuentra, y la fortuna es una palanca poderosa para remover cualquier obstáculo, los señores de Cifuentes hallaron, por fin, unos maestros bastante venales para transigir con los defectos de sus hijos, para ensalzar sus cualidades, premiar continuamente en ellos cualquier adelanto,   —54→   debido a su natural talento más que a su aplicación. Acaso algún niño, que no había recibido del Cielo tan clara inteligencia, aspiraba por medio de inauditos esfuerzos a nivelarse con Enrique, ya prestando constante y sostenida atención a las explicaciones, ya consagrando largas horas al estudio, y quizás conseguía llegar a poseer tan bien como él los conocimientos que en el colegio se comunicaban, pero el señor Director solía decir con frecuencia:

-No hay otro Enrique Cifuentes, no hay otro.

Y cuando él lo decía, sabido debía tenerlo, porque ¿quién mejor que él podía conocer lo que valían sus alumnos, y cuál de ellos era más acreedor a los elogios y recompensas?

Llegó la época de la repartición de premios, después de los exámenes generales; y, como era costumbre, dos de los niños más aventajados, los que habían recibido los mejores premios, debían leer uno un discurso al empezar el acto, encareciendo las ventajas de la instrucción, y otro una poesía al terminar, dando las gracias a la concurrencia.

Conrado Molina, niño estudioso y modesto, había obtenido el segundo premio (aunque a juicio de muchas personas debiera habérsele adjudicado el primero, que fue otorgado al presuntuoso Enrique) y en consecuencia, habían sido nombrados los dos para dirigirse al auditorio, si bien se dio la preferencia a Cifuentes, preguntándole si prefería leer el primer discurso o la poesía final, a lo cual contestó con petulancia:

-Creo que debo ser el primero en hablar, como lo he sido en recibir el premio; pero, por otra parte, siento no leer la poesía, porque yo le daría mejor entonación que ése.

Y miró con altanería a Conrado.

-Como usted guste, señor Director -contestó modestamente el aludido.

Esta conversación tenía lugar quince días antes del destinado para la solemne ceremonia, y cuatro más   —55→   tarde se entregó a los dos muchachos su respectivo discurso, pero, ¿cuál fue la sorpresa del profesor cuando Conrado, encarnado como una cereza, manifestó que él había ensayado escribir una poesía sobre el tema que otros años solía leerse, y que ya la sabía de memoria.

-Veamos -dijo el Director-, mientras Enrique no trataba de disimular la risa.

Conrado, sin desconcertarse por la hilaridad de su condiscípulo, leyó una poesía en romance, ni larga ni corta, ni desaliñada ni sobrado pretenciosa, en la había espontaneidad y sentimiento, corrección en lenguaje y soltura en la versificación, amén de algunas faltillas que eran muy disimulables en un poeta de doce años; pero leyola con una entonación tan agradable, con un entusiasmo tan natural, con una voz tan fresca, tan vibrante, que el maestro, que estaba solo con él y Enrique, se quedó mirándole sorprendido durante algunos momentos.

-¡Qué malo es eso! -dijo con orgullo el niño Cifuentes.

-No diré yo tanto -replicó el Director.

El novel poeta miró al uno a otro sin desplegar los labios.

-Y en tanto es así -continuó el maestro-; que doy la preferencia a esta sencilla e inspirada composición sobre otra que yo había compuesto, y que no tiene ese candor y gracia que tan bien sientan en los labios de un niño. Con algunas correcciones leerá usted su poesía, amiguito mío.

Enrique, rojo de cólera, se mordió los labios hasta nacerse daño, y dijo que él no quería ser menos que su compañero, y a su vez quería componer el discurso que debía leer ante la reunión. El débil profesor comprendió que si en una composición poética se puede tolerar algún defectillo en la construcción gramatical, y ser indulgente, con mayor motivo cuando el autor es un niño de doce años; la parte ilustrada de su auditorio sería más exigente y se mostraría más severa al juzgar   —56→   un discurso en prosa, que no puede tener la disculpa de la fuerza del consonante ni la necesidad de la cadencia y armonía.

Tentado estuvo de negarse a la atrevida pretensión del escolar, pero temió malquistarse con los padres que le colmaban de favores, dávidas y elogios, y se contentó con hacer presente a su discípulo la premura del tiempo, y como esto no fuese parte a disuadirle de su propósito, le entregó el que él había compuesto, para que se ajustase a aquél en la extensión, en la idea y en la forma.

Enrique leyó el discurso, entresacó algunos conceptos, los estropeó; vertiéndolos en un lenguaje ora ampuloso, ora amanerado, siempre incorrecto, y le presentó al profesor la víspera del día en que debía leerle en público.

Por mucha que fuera la condescendencia del pedagogo, no podía dejar pasar una peroración tan absurda, que le hubiese desacreditado; así fue que, so pretexto de corregirla la escribió de nuevo apresuradamente, que dando menos mal que la que el alumno había escrito, pero mucho peor que había salido la vez primera de la pluma del tolerante Director.

Ni con esto se contentó el orgulloso niño, que hubiera deseado verse aplaudido y sublimado por aquella producción de su superior talento; que siempre las personas débiles e irresolutas obtienen resultados semejantes al querer contemporizar con los defectos de sus subordinados.

Enrique lloró, se sofocó, salió a la calle ardiendo en ira, y cogió un catarro, que al día siguiente, si bien no le impidió salir de casa, le produjo una fuerte ronquera; de modo que su voz, ordinariamente fresca y vibrante, producía entonces sonidos desiguales y desapacibles.

Presentose en el colegio mohíno y displicente, reuniéronse los convidados, y después de pronunciar breves frases el Director, subió nuestro héroe a una pequeña   —57→   tribuna y con voz ahogada, trémulo acento y equivocándose a cada punto, porque no había tenido tiempo de estudiar las correcciones que se le habían hecho la víspera, leyó su desaliñado discurso, que no obtuvo más aplausos que los que en tales ocasiones prodiga la urbanidad, fríos y forzados, y los de los parientes y amigos, deseosos de hacerle olvidar el mal rato que había pasado.

Repartiéronse los premios, llegó su vez a Conrado, que estaba algo turbado por el mal éxito del discurso de su amigo, subió como él a la tribuna, y con voz ligeramente conmovida, pero dulce y sonora, con excelente entonación, con naturalidad y soltura leyó su poesía que produjo frenético entusiasmo.

El Director no se atrevía a decir que era obra del lector, por no empeorar la situación de Enrique; ya se creyese que él había necesitado que le escribiesen una mala prosa (siendo de una misma edad, y mejor reputado en los exámenes que el autor de la poesía), ya se supiese que había escrito un discurso tan malo, retóricamente considerado, sin mirar que de todos modos ganaba él poco en su reputación como profesor.

Los alumnos; empero, le sacaron del apuro, pues todos los mayorcitos sabían que Conrado había escrito la poesía que con general aplauso acababa de leer, y se apresuraron a publicarlo, repitiéndose con esto los plácemes a los padres y al hijo, y las muestras de aprobación, sin que nadie se acordase ya del presuntuoso Enrique.

Retirose éste de pésimo talante y los padres se apresuraron a consolarle, asegurándole que no volvería al tal colegio.

Quien menos parte tomó en el disgusto del muchacho fue su hermana, que vana y egoísta como él, no se afligía por los males de otro, antes bien celebraba tener una ocasión de humillarle; y pasados los primeros días de profunda pena para él y sus padres, solía la niña echarlo a broma y burlarse del fiasco de Enrique,   —58→   pero bien pronto le llegó su vez, que nunca deja Dios sin castigo a los malos hermanos.

Preparábase una velada literaria y musical en el colegio de Laura; ésta, que estaba muy adelantada en el piano, debía tocar un trozo de música clásica que ejecutaba con admirable limpieza, y aguardaba con ansia el suspirado instante en que debía lucir su habilidad, sus gracias y su elegante vestido.

El uniforme de gala del colegio era blanco con adornos rosa, pero el género y la confección se dejaban a la elección de las familias. El que había de estrenar Laura era de Faya con adornos color de rosa del mismo género y volantes de encaje blanco.

La víspera del día señalado ya estaba el rico vestido, las botitas de raso y todo lo demás dispuesto; mas, ¡oh, dolor!, aquella noche la niña empezó a sentir un dolorcillo en la punta de la nariz y al día siguiente se levantó con un grano enorme en aquel preferente sitio, con toda la nariz hinchada y encarnada, y su hermoso rostro notablemente desfigurado.

La pobre Laura lloraba amargamente, con lo cual, lejos de aminorar el mal, aumentaba; mandose recado al colegio para ver si la Directora consentía en suspender la función; pero ésta contestó que era imposible, habiéndose ya circulado las esquelas de invitación. Los padres de Laura le aconsejaron que no fuese, mas su vanidad por una parte la impelía a seguir este consejo, para que nadie viera su formidable nariz, y por otra la persuadía a que se presentase en el colegio a lucir su elegante traje y su ejecución en el piano, con tanto mayor motivo cuanto en el acto de confundir a sus compañeras con su maestría en el instrumento, se hallaría de espaldas al público. Estas razones de alta conveniencia presuntuosa acabaron de convencer a la pianista.

Llamose al médico y éste opinó que no había inconveniente en que Laura saliese de casa, pues aquello no era más que un divieso, al cual habría necesidad de aplicar después alguna emoliente.

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Llovía, y cuando nuestra heroína subió a un magnífico carruaje, acompañada de sus padres y hermano, casi no sentía la tirantez de su rostro, cuya hinchazón iba en aumento, y se olvidaba del mal efecto que le había producido el mirarse al espejo; contemplando su elegantísima falda, sus preciosas botas de raso blanco, y más que todo, pensando que las alumnas externas como ella que fuesen a pie, se presentarían con el calzado deslucido y el vestido salpicado.

Embebida se hallaba en estas reflexiones cuando llegó el carruaje al colegio; la niña quiso saltar la primera, en cuanto el criado abrió la portezuela, pero sus altísimos tacones fueron causa de que al apoyarse en el estribo se le torciera un pie, y como no había aceptado la mano que le ofrecía el auriga, dio con su cuerpo en el enlodado patio; manchando lastimosamente el blanco traje.

¡Nuevo conflicto que superaba en magnitud a la inflamación de las narices!

La familia se alarmó al pronto, pero al ver que la niña no había sufrido daño alguno, se tranquilizó, y aun cuenta la crónica que el malicioso Enrique se rió disimuladamente del batacazo.

Afligida y confusa se presentó Laura a la Directora, firmemente resuelta a regresar a su casa sin tomar parte en la función de aquella noche, pero la buena señora le rogó que se quedase para no privar a los convidados del placer de oír la anunciada pieza, tocada con tanta maestría.

La niña insistía, diciendo que le era imposible presentarse con el vestido lleno de lodo; pero su maestra, deseosa de hallar un remedio para evitar aquella retirada, llamó a su sobrina Concha, niña de la misma estatura y formas que Laura, y rogó a ésta aceptase el modesto traje de piqué que Concha acaba de estrenar, a lo cual se prestó dócilmente la dueña del traje, resignándose a permanecer en su cuarto durante la función; y no accedió sino después de muchas instancias   —60→   y hasta súplicas de sus padres y maestras, después de haber opuesto una tenaz resistencia, la orgullosa hija de Cifuentes.

Retirose a su habitación la amable sobrina de la Directora, y volvió, vistiendo su traje usado y trayendo el que acababa de estrenar, que ayudó a poner a Laura, a la cual sentaba todo lo bien que podía esperarse, no habiéndose hecho para ella; pero en honor de la verdad debemos decir que distaba mucho del elegante corte y la precisión que las exigencias de la madre y la hija obtenían siempre de las mejores modistas de la capital.

La fiesta había empezado y era llegada la hora de sentarse Laura delante del piano. Los concurrentes tenían noticia de su habilidad, algunos la habían oído ya otras veces, y era esperada con impaciencia.

Otra niña de su misma edad fue a buscarla y a rogarle saliera presto. No de muy buena gana accedió Laura a la invitación, y se presentó en el salón apoyada en el brazo de su compañera; mas he aquí que junto a la puerta que comunicaba con las habitaciones había un grupo de jóvenes hermanos o amigos de otras alumnas, que, al pasar ellas, entablaron el siguiente diálogo en voz baja, pero no tanto que no fuesen oídos por la interesada:

-Ésa es la pianista.

-¿Cuál de ellas?

-La más alta.

-La más fea, querrás decir, porque tiene una nariz horrible.

-Y será pobre, porque lleva ese vestido tan...

Laura no oyó más, giró rápidamente sobre sus talones y como una gacela asustada corrió a refugiarse al gabinete de la Directora, presa de la más violenta agitación. Allí lloró, pateó, hizo cuanto pudo por rasgar el vestido de la pobre Concha, que a ser de un género más ligero no hubiera salido incólume de sus crispadas manos, todo lo que presenciaba atónita la compañera,   —61→   hasta que entraron los padres y la Directora alarmados por su desaparición.

Entonces fueron infructuosas las súplicas y las ofertas, Laura se negó absolutamente a volver al salón, y enferma de ira, con el semblante inflamado, subió al coche con su familia, llevando su vestido prestado y regresó a su casa metiéndose en cama inmediatamente.

Tres días permaneció en el lecho, y cuando se levantó con la nariz en su estado normal, Enrique le dijo con sorna:

-¿No te alegrabas del fiasco que hizo mi discurso? Pues a cada puerco le llega su San Martín».

-¿Está acabado el cuento? -dijo Sofía.

-Sí; ¿qué les ha parecido a ustedes?

-Me parece que, si bien Laura era muy reprensible por su loca vanidad, no era ciertamente su hermano, que abundaba en el propio defecto, quien tenía derecho a echárselo en cara, y que de ningún modo debía alegrarse del disgusto de la niña, por más que lo tuviese merecido, y su contento probaba en él mal corazón.

-Sin embargo, amiga mía -dijo a su vez Prudencio-, no debe extrañarnos la conducta de Enrique, y hasta era natural que hiciese lo que hizo, porque los niños presuntuosos son egoístas, y pagados, como están, de sí mismos, desconocen los sentimientos de ternura, compasión y generosidad.

-Eso mismo nos dijo la señora Directora, añadiendo que huyésemos de esta pasión, porque los que están dominados por ella, ni son buenos hijos ni cariñosos hermanos, ni leales amigos.

-Buena memoria tienes -observó el padre-, y si como grabas en ella los cuentos, consigues fijar con igual precisión las nociones de las ciencias, no dudo que serán fructíferas las lecciones de tus profesores.

-Eso es más difícil -dijo con ingenuidad Flora-, pues cuando nos dan una explicación, y también en los libros que estudiamos (porque ya empiezo a estudiar) hay cosas que cuestan mucho de entender y no nos gustan tanto como los cuentos.



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ArribaAbajo- IV -

Una tarde de asueto aprovechada


A la caída de una hermosa tarde de otoño, Flora se hallaba en una campiña a la que había salido en unión de su buen padre a disfrutar de la vista de la naturaleza, aprovechando la circunstancia de no haber clase en su colegio.

Extasiábase contemplando la serenidad del cielo, la exuberante vegetación del campo, las silvestres flores que todavía esmaltaban el verde césped, y exclamó:

-¡Papá! ¡Cuán magnífico es todo esto! ¡Cuánta es la sabiduría de Dios, que ha hecho este mundo tan admirable!

-Y muchos otros mundos, hija mía.

-¿Sí?, eso es lo que no sabía yo.

-¡Tantas cosas hay que no sabes!

-Por eso deseo aprender mucho. Ahora ya empieza a gustarme el estudio.

¿Cómo se llama el arte que enseña eso de los mundos que Dios ha creado?

-Es una ciencia, y se llama Geografía.

-Qué diferencia hay de un arte a una ciencia.

-No sé si acertaré a explicártelo de un modo bastante claro para tu naciente inteligencia.

-Pruébelo usted.

-Las ciencias obedecen a principios fijos, inalterables y que ningún profesor que se dedique a enseñarlas puede modificar, diferenciándose solamente en explicarlas con mayor o menor extensión. Las artes, como invención del hombre, cada uno las practica y las enseña a su manera; de modo que de un mismo arte se escriben infinidad de tratados que todos tienen por objeto dar reglas para su conocimiento y ejecución. Por ejemplo, la Aritmética es una ciencia y la Gramática es un arte; por eso no habrá autor que ponga en duda   —63→   que tres y dos son cinco, o que el tercio de seis es dos; al paso que en Gramática, arte utilísimo, pero al fin mera invención humana, habría quien te enseñe que tal palabra es artículo, mientras otro sostiene que es adjetivo.

-Creo que lo entiendo un poco. Hablemos de los mundos, y dígame usted dónde están.

-¿Ves esa estrella brillante que asoma en el horizonte, bañado todavía con los últimos resplandores del Sol?

-Sí, papá, mientras usted hablaba el Sol se iba escondiendo deprisa, deprisa detrás de aquella montaña, y esa estrella, que al principio casi no se veía, ha ido adquiriendo esa luz tan brillante y hermosa. Dentro de un rato habrá muchas más estrellas, eso ya lo sé de todas las noches.

-Pues bien; cuando aprendas Geografía sabrás que cada una de esas estrellas es un mundo como el de nosotros habitamos, y la mayor parte mucho mayores. Comprenderás también que el Sol no se ha escondido, que somos nosotros los que hemos cambiado de dirección respecto a él.

-¿Nosotros? ¡Si no nos hemos movido!

-Tú y yo no. Por cierto, que ya empieza a ser hora de que nos movamos, pues han dado las seis y a las siete he de recibir algunos de mis clientes.

-Cuando usted guste papá. ¡Estábamos tan bien aquí sentados! Pero dígame, ¿quién se ha movido?

-El mundo, que en su incesante rotación presenta una parte al Sol que le ilumina con sus rayos, y entonces es de día para los habitantes de aquella parte del globo y de noche para los que se hallan en el opuesto hemisferio. Ahora amanece para ellos y mañana, cuando se haga de día para nosotros, anochecerá para nuestras antípodas, que así se llaman.

-¿Qué forma tiene, pues, el mundo que habitamos?

-Es redondo, semejante a una naranja o a una bola de billar, y un poco aplanado en los dos extremos que   —64→   se llaman polos. Figúrate una naranja atravesada por un palito, y girando sobre él constante y periódicamente, y tendrás una idea del movimiento de la tierra llamado «de rotación»; en el cual emplea veinticuatro horas, por cuya causa, durante este tiempo, vemos salir el Sol, elevarse en el horizonte, declinar después, y, por último, ocultarse a nuestra vista.

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-Y, ¿todas esas estrellas son también mundos que dan vueltas como el nuestro?

-Unas tienen luz propia y son soles como el que ilumina nuestro globo; otras, en número mucho menor que las primeras, reflejan la luz del Sol. Estas últimas, llamadas planetas, describen un círculo o bien una figura de forma ovalada, que se llama elipse, alrededor del Sol; que es lo que hace el planeta que habitamos, pues has de saber que, además del movimiento que te he explicado, tiene ese otro llamado de traslación, en el cual emplea 365 días 6 horas.

  —65→  

-¡Qué cosa tan admirable!

-La inmensa sabiduría del Altísimo dotó al Sol de una fuerza llamada de atracción por medio de la cual llama así a todos los planetas que dan vueltas a su rededor, los cuales se precipitarían sobre él si no hubiese otra fuerza opuesta a la primera que se lo impidiera. Esta fuerza se llama centrífuga, y se produce siempre que un cuerpo gira alrededor de otro.

La fuerza centrífuga puedes observarla si atas un plomo o una piedra al extremo de un cordón y le das vuelta con rapidez. Notarás inmediatamente que el cordón se pone tirante y que la piedra tiende a alejarse de tu mano, lo cual se lo impide la resistencia del cordón. Suéltale y verás cómo la piedra se aleja muy velozmente, obedeciendo a su fuerza centrífuga que ya no está contrarrestada por el hilo.

Lo mismo se verifica en el movimiento de cada planeta al rededor del Sol. Sin la atracción de dicho astro se alejarían los planetas siguiendo únicamente la fuerza centrífuga y sin ésta caerían en la superficie del Sol; pero existen las dos a la vez y el equilibrio se verifica.

Todos los cuerpos celestes se atraen entre sí en virtud de ciertas leyes que constituyen lo que se llama gravitación universal, de que la gravedad es tan sólo un caso particular.

-Pero, ¿qué es la gravedad?

-La causa que obliga a caer a todos los cuerpos que están abandonados a sí mismos. Prueba a ejecutar lo que te he dicho anteriormente, suelta el cordón, y el plomo caerá al suelo.

-Es claro, nada se tiene en el aire.

-Pues eso es la gravedad. La Tierra este dotada de una fuerza de atracción que tiende a llamar hacia su centro a cuanto se sostiene en su superficie, como el Sol atraería a los cuerpos celestes, si no fuese la otra fuerza de que te he hablado.

-Sí, la centrífuga, ya me acuerdo.

  —66→  

Pero, papá, algunas veces tiro yo una pluma y no cae al suelo como caería una piedra, sino que vuela...

-Volará hasta que caiga también. Al caer un cuerpo, el aire le opone cierta resistencia, la cual es vencida con más facilidad por la piedra que por la pluma, a causa de ser el peso de aquélla mucho mayor que el de ésta.

-¿Con qué la Tierra lo atrae todo hacia sí? He ahí explicada otra cosa que no entendía.

-¿Qué cosa?

-Cuando ha dicho usted que la Tierra daba vueltas incesantemente sobre su eje, pensaba yo que debíamos caernos, o al menos quedar con la cabeza abajo y los pies arriba.

-Las palabras «abajo» y «arriba» no tienen significación cuando se trata del espacio; puesto que lo que llamamos «abajo» es siempre el punto más cercano a la tierra, y arriba el más lejano. Así, tenga ésta la posición que quiera respecto al Sol, todos estamos adheridos a ella, y alrededor nuestro, y sobre nuestras cabezas, esa masa de aire y vapores azul y transparente, que se llama atmósfera y a que vulgarmente llamamos «cielo».

-¿Pero eso no es un toldo abovedado?

-No, hija mía, la bóveda celeste no existe más que en la mente de los poetas y de los ignorantes.

-Pues yo la veo bajar hasta unirse con las montañas.

-Sin embargo, en realidad no es que baja, sino que nuestra vista no alcanza más, y la línea donde nos parece juntarse la bóveda celeste con la tierra o el mar se llama horizonte sensible, pues el horizonte racional es otra cosa que en su día te explicaré.

-Mire usted papá, ¡qué hermosa Luna!, ¡qué brillantes estrellas! Me ha dicho usted que las estrellas eran otros tantos soles; y la Luna, ¿qué es?

-Te he dicho, en efecto, que los cuerpos celestes unos son luminosos como el Sol, y otros opacos como la Tierra y la Luna.

  —67→  

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-¿La Luna no es luminosa?

-No, ciertamente, y esa luz, que comparada con la del Sol es pálida y macilenta, no es más que el reflejo de los rayos que aquel astro le envía, como los refleja un cristal o el agua de un río; por eso la vemos unas veces redonda y otras no, según nos presente todo su disco iluminado por el Sol o únicamente una parte.

-Y esto ¿en qué consiste?

-En que ella da vuelta al rededor de la Tierra, como ésta alrededor del Sol. Otro día te explicaré su movimiento, porque hoy ya es tarde y llegamos a casa.

-Una sola pregunta mientras subimos la escalera.

-Sea.

-¿Es tan grande la Luna como el Sol?

-No, hija mía: el Sol es más de un millón de veces mayor que nuestro globo; al paso que la Luna es menor que la Tierra.

-Pues no se nota esta grandísima diferencia.

-Eso consiste en que el primero está a una inmensa distancia; y la segunda, relativamente cercana. El Sol dista de la Tierra unos 150 millones de kilómetros, o sea, el espacio que recorrería una bala de cañón con su gran velocidad durante seis años.

  —68→  

-¡Ay!, mamá mía, ¡qué cosas me ha dicho papá tan admirables! -decía Flora corriendo a abrazar a Sofía- Ahora voy comprendiendo algo de la sabiduría de Dios.

-Pues cuanto más la comprendas, más amor, respeto y admiración te inspirará el ser Supremo -dijo Prudencio besando a la niña; y tornando una luz que la criada le presentaba, se dirigió a su gabinete, sintiendo separarse de su querida alumna.




ArribaAbajo- V -

Lección de Historia de España


-Papá -decía muy alegre la pequeña Flora un jueves por la tarde- ¿sabe usted que ya empiezo a estudiar la Historia de España?

-Me alegro -contestó éste-, porque es muy útil el conocimiento de la Historia, y particularmente el de la del país en que hemos visto la luz primera, puesto que ella es la relación de los sucesos que han tenido lugar sobre el suelo que pisamos, de los hechos de nuestros antepasados, de las causas que han producido los efectos que estamos presenciando.

-He aprendido algunas lecciones cortitas; pero el principio, aunque lo sé de memoria, no lo entiendo.

-A ver qué es lo que no entiendes.

Y Flora, que empezaba a tomar gusto a la labor, se puso a dobladillar un pañuelo al lado de su madre abuela, que trabajaban también y la escuchaban extasiadas, y se explicó en los términos siguientes:

-España está situada en la parte occidental de Europa, entre los 36 y 45 grados de latitud norte, y entre los 9 y 22 de longitud oriental, contando desde la isla de Hierro en Canarias. De todo esto no entiendo una palabra.

-El autor de ese tratado -dijo don Prudencio-, supone que los niños que lo estudian tienen algunas nociones   —69→   de Geografía; pero ya que tú careces de ellas, voy a explicarte el significado de esas palabras; y para que las comprendas mejor, deja esa labor y sígueme a mi gabinete. Hoy el día está frío y nublado y en vez de salir a paseo, nos distraeremos de un modo agradable sin salir de casa.

Flora dobló su pañuelo y siguió saltando a don Prudencio.

-He aquí -le dijo-, mostrándole un globo terráqueo, la Tierra en miniatura, pero con sus más exactas proporciones.

Estos puntos extremos son los polos, llamados el uno ártico o del Norte, y el otro antártico o del Sur. Equidistante de uno y otro polo se halla una línea llamada Ecuador.

-Ya la veo -dijo alegremente la niña.

-Los conocimientos humanos, querida mía, están de tal manera enlazados entre sí que; para comprender bien una ciencia; es menester adquirir alguna noción de otras con ella relacionadas. La Geometría, que es la ciencia que nos enseña a medir los cuerpos, divide todo círculo, o figura redonda (para que lo entiendas mejor) en 360 grados. Imaginemos una línea que partiendo de un punto cualquiera, pasando por uno y otro polo y cortando dos veces el Ecuador, vuelva al mismo sitio de donde ha salido; esto es lo que se llama meridiano.

-También veo los meridianos.

-Bien está. Sobre el meridiano, que como comprenderás es convencional, se marcan los grados de latitud siendo de advertir que no puede pasar de 90 la de un pueblo, pues el círculo entero comprende, como he dicho, 360; corresponden a cada hemisferio 180, y como los grados se cuentan desde el Ecuador al polo inmediato, se dice que un punto cualquiera está a tantos grados de latitud norte o sur, según esté más próxima a uno u otro polo.

-Ya sé lo que es latitud. ¿Y la longitud?

  —70→  

-Longitud es la distancia de un punto al meridiano; puede ser oriental u occidental y se advierte si es del meridiano de Madrid, París, etc. Tú me has dicho de la isla de Hierro.

-Ya lo entiendo. Continúo, pues.

Historia es la relación de los sucesos pasados. La Historia puede ser Sagrada y profana: la primera es la que trata exclusiva o muy particularmente del pueblo de Israel; y la segunda la de los demás pueblos. Divídese ésta en Universal, General, Particular, Crónicas, Anales y Biografías.

Historia Universal es la de todas las naciones; General, la de una nación; Particular, la de una provincia; Crónica, la detallada relación del reinado de un príncipe; Anales, esta misma relación clasificada por años; y, Biografía, la historia de una persona pública o privada.

-La historia que empiezo a aprender es la General de España, país cuya situación ya he indicado. Si le parece a usted papá mío, volveremos a la salita; allí coseré y disfrutaremos de la compañía de mamá y abuela.

Flora salió en compañía de Prudencio, se sentó, volvió a tomar su pañuelo y mirando a las señoras dijo:

-Ya sé lo que es latitud y longitud.

-La Historia de España -continuó-, suele dividirse en nueve períodos, a saber: Tiempos fabulosos o heroicos, dominación de los fenicios, dominación de los cartagineses, dominación de los romanos, España goda, invasión de los árabes, reconquista, casa de Austria y casa de Borbón1.

Período primitivo

Como en los tiempos primitivos los hombres no sabían escribir, y únicamente por la tradición se saben   —71→   los sucesos que en aquella época tuvieron lugar, he aquí el nombre de fabulosos o heroicos porque la verdad se confunde con la fábula. Lo único que de aquella remota y oscura época se refiere es que Túbal y su sobrino Tarsis, con sus respectivas familias, pasaron los Pirineos y se establecieron en esta hermosa y favorecida parte del globo 2200 años antes de J. C.

Túbal con los suyos se situó al Norte y Occidente, Tarsis con sus gentes al Oriente y Mediodía.

A los primeros se les llamó celtas; a los segundos, iberos.

Otros historiadores opinan que los celtas nada tienen que ver con los tubalitas; pero sea de esto lo que quiera, lo que hay de cierto es que de la unión de estos dos grupos tomaron los pobladores de España el nombre de celtíberos, y eran los que la ocupaban cuando llegaron los fenicios.

Periodo fenicio

Eran los habitantes de la tierra de Canaán o de Promisión, llamada también Fenicia, hombres valientes e instruidos, a quienes se atribuye haber inventado la navegación, el alfabeto, la Aritmética, la Astronomía, haber sido los primeros que escribieron Historia y construyeron archivos, para guardar sus manuscritos y los que discurrieron el trasquilar, las ovejas, hilar su lama y fabricar ricas telas, como también el hacer vidrio.

En el año 1600 antes de J. C. desembarcaron en las costas de Gibraltar algunos fenicios para cargar un bajel de estaño, metal de que entonces se hacía grandísimo aprecio, y regresaron a su país.

En el año 1500, esto es, un siglo después, vinieron gran número de fenicios, fundaron a Cádiz, después se extendieron por la costa oriental de Iberia llegando hasta los Pirineos, siempre con beneplácito de los antiguos pobladores, que, mucho más ignorantes que ellos, no hubieran sabido explotar las abundantes minas   —72→   de estaño, plata y ámbar que existían en nuestro favorecido suelo.

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Los fenicios dieron a la Iberia el nombre de Spania, derivado de span que significa «conejo», ya fuese porque en el país en que desembarcaron encontraron muchos conejos, ya porque cual a uno de estos cuadrúpedos la hallaron escondida entre breñas y oculta por frondosa y abundante vegetación.

Tras los fenicios vinieron los griegos de diferentes provincias. Era la Grecia entonces una nación poderosa, porque sus habitantes eran a la vez fuertes y sabios; y no cabiendo en los límites de su territorio, buscaban tierras que conquistar y riquezas que explotar.

Desde el año 900 hasta el 700 antes de J. C., los griegos fundaron a Rosas, Sagunto, Ampurias y Denia, sin que los fenicios rechazasen a los nuevos pobladores, porque conocían que en esta privilegiada Península había frutos, metales y cuanto podían apetecer para saciar la codicia de unos y otros.

-Buena memoria tienes, querida mía, dijo la anciana   —73→   doña Ángela, que había estado escuchando sin pestañear la relación de su nieta.

-En efecto -replicó la niña-, esto lo sé de memoria, porque me ha dicho la profesora que así como en otras asignaturas basta comprender las explicaciones sin retenerlas textualmente. La Historia conviene aprenderla al pie de la letra para retener los nombres y las fechas.

Así terminó la conversación de aquella tarde, quedando el abogado y su familia altamente complacidos del precoz discernimiento que aquella niña manifestaba y de los rápidos progresos que hacía en los diferentes estudios a que la dedicaban.

El culto piadoso

Era un magnifico día de invierno, el sol brillaba con todo su esplendor, pero un viento frío y sutil recordaba al imprudente que salía de casa falto de abrigo que se acercaba enero con sus nevadas y escarchas.

Tres días hacía que Flora se levantaba tarde y no iba a la escuela, a causa de un catarro; y como llegase el domingo sin que se hubiese levantado la prohibición de salir de casa, llamó a la criada y le dijo que preguntara a su mamá si podría dejar el lecho algo más temprano y vestirse para ir a Misa.

El padre fue quien entró en la alcoba pocos minutos después, la niña le tendió los bracitos, le besó. Prudencio, después de corresponder a las caricias de su hija, le habló en estos términos:

-Ayer el médico, que vino a ver a tu abuela, la cual sabes que padece un reúma agudo, dijo que si no cesaba la tos que te molesta, te hiciésemos guardar cama uno o dos días y permanecer regularmente abrigada; no con excesivo abrigo que te pese y te sofoque, pero que con esto y con algún cocimiento de té, tila o flor de malvas procuremos que sudes; con lo cual desaparecerá esa indisposición; y como has tosido toda la noche, hemos resuelto que no te levantes.

  —74→  

-Como quiera usted, papá -contestó la niña-, pero siento muchísimo no poder ir a Misa y a paseo.

-Otro día será; ahora te dejo, pues voy a prepararme para salir.

-Atienda, usted, papá, ¿no podré tomar más que té o tila?

-Como no tienes calentura, haré que te sirvan un ligero desayuno; y a mediodía comerás también una sopa, paro cada tres horas te traerán uno de los cocimientos que he dicho, el que tú prefieras, a fin de promover el sudor. Sucesivamente entraron a visitar a la pequeña enferma y a despedirse para ir a Misa don Leandro y Sofía, uno y otro la acariciaron y le recomendaron la paciencia y la docilidad, no sin cuidar el cariñoso abuelo, antes de dejarla, de que tomase chocolate y un vaso de leche caliente.

Por fin entró doña Ángela, y Flora le preguntó con tierna solicitud por su dolor reumático, añadiendo en tono de dulce reproche:

-A usted que está más mala que yo, la dejan levantar y a mí no.

-Eso consiste en que mi enfermedad crónica no desaparecerá con uno o dos días de cama, y la tuya es fácil que se cure con tan sencillo remedio, además de que yo sufro más en la cama que levantada.

-Pero no irá usted a Misa, ¿verdad?

-No, por cierto.

-Mejor, así me hará compañía.

-En efecto, aquí nos quedamos juntitas las dos inválidas.

-Y dígame usted, abuelita: ¿No ofendemos a Dios faltando al precepto de oír Misa?

-De ninguna manera. Le ofenderíamos, por el contrario, si tú, desobedeciendo a tus padres y yo desoyendo los consejos del facultativo, a quien he llamado para que me cure, y los de la higiene y el buen sentido, saliésemos de casa con inminente riesgo de agravar nuestras respectivas dolencias, y de convertirlas, de leves que son ahora, en peligrosas.

  —75→  

-Ante el Mandamiento de la Iglesia de oír Misa, está el deber que Dios nos ha impuesto de conservar la salud -añadió doña Ángela.

-También Dios nos manda santificar las fiestas -repuso la niña.

-¿Quién te ha dicho que no podemos santificarla?

-Usted y yo, ¿la festividad de hoy?...

-Sí.

-No veo cómo.

-¿Qué manda el Catecismo que tú has aprendido?

-Emplear los días de fiesta en hacer algunas obras buenas y no trabajar.

-¿Y eso no podemos hacerlo?

-La segunda parte sí, la primera no. Quiero decir, que en cuanto a trabajar no hay peligro; pero buenas obras no puedo hacer estando en la cama.

-Si tal: ante todo, supongo que habrás rezado tus oraciones como todas las mañanas...

-No, abuelita, no lo he hecho, la verdad le digo a usted.

-¿Por qué no?

-Como papá me ha encargado que no me moviese de la cama ni me destapase, no me he atrevido a ponerme de rodillas. Todos los días, luego de vestirme, tomo agua bendita, me arrodillo delante de la imagen del Salvador, luego ante la de su Santa Madre, y rezo mis cortas oraciones con toda la devoción posible, lo mismo que al acostarme, pero hoy va ves que no puede ser.

-¡Vaya si puedes!

Y la buena señora se levantó, mojó sus dedos en el agua bendita contenida en una pequeña pila de nácar que había junto a la cama de Flora, y la ofreció a ésta, diciendo:

-Reza tus oraciones acostada. El Señor ha dicho: Mi yugo es suave y no tiránico; y así se contenta con lo que podemos ofrecerle, según nuestras fuerzas y el estado de nuestra salud; apreciando más que todo el deseo y la voluntad de complacerle, esto es, el culto   —76→   interno que le ofrece un corazón tierno e inocente, o fervorosa y verdaderamente arrepentido.

Luego salió a buscar su libro y también rezó y leyó, mientras su nietecita con las manos cruzadas debajo de la ropa oraba con profundo recogimiento.

-Ya he concluido, abuelita -dijo algunos minutos después.

-Pues bien, ya has hecho una buena obra -contestó la anciana cerrando el libro.

-No sabía yo que se podían hacer obras buenas estando en la cama.

-El acto mismo de aceptar con paciencia la indisposición que Dios te ha enviado, y las privaciones y molestias que son su consecuencia es meritorio a los ojos de Dios; así como vería con enojo que te obstinases en levantarte, comer de todo, fugar y salir al aire; en cuyo caso tus superiores nos veríamos obligados a imponerte por fuerza la quietud, el recogimiento y la dieta, cosas que tendrías que sufrir sin que hubiese mérito alguno de tu parte.

-No puedo dar limosna...

-¿Cómo no?

-No, porque cuando voy con ustedes a Misa, o con papá y mamá, suelen darme algunas monedas, y yo se las reparto gustosa a los pobrecitos que encontramos por el camino, los cuales me colman de bendiciones.

-Y, sin embargo, tú en realidad no das limosna.

-Es verdad, porque el dinero es de ustedes.

-Hoy puedes darla verdaderamente, sin moverte de la cama.

-¿Sí?

-Es claro. ¿No tienes algún dinero?

-Sí, abuelita, tengo unos ocho reales en un portamonedas en el cajón de esa mesita.

-¿Cuánto quieres dar?

-Daré, aunque sea media peseta.

-Con un real basta; repara que es una octava parte de tu fortuna.

  —77→  

-Ya no se dice la octava parte.

-Pues ¿cómo se dice?

-Ciento veinticinco milésimos o sea el 12 y ½ por ciento.

La señora llamó a la sirvienta y le mandó tomar la cantidad citada del sitio que la niña había indicado.

-¿Ha de salir usted de casa? -le preguntó.

-Sí, señora, he de ir a buscar sopa y postres.

-Pues en ese caso -dijo Flora-, dele usted ese real al ciego que se pone todos los días en la esquina de esta calle.

-Lo haré de muy buena gana.

-¿Ves? Ya has hecho tres obras buenas.

-Veo que se puede ser muy bueno sin poner los pies en una iglesia.

-Cuando no se puede ir.

-Es que una niña nos contaba el otro día que su padre y sus hermanos eran muy virtuosos y muy caritativos, pero que no iban nunca a la iglesia.

-¿Y se enteró de eso la Directora?

-La Directora no, pero la inspectora de orden, a quien fuimos a dar parte, reprendió a la alumna, diciendo que ella no se creía competente para juzgar los actos de aquellos señores, que Dios en su día les pediría cuenta; pero que la alumna hacía muy mal en referir lo que los suyos hacían o dejaban de hacer, mayormente siendo cosa tan diferente de lo que en el colegio se nos enseña, y que si reincidía, daría conocimiento a la Directora.

-Esa joven obró de un modo muy prudente, y si la niña reincide y le aplican un severo castigo, no tendrá de qué quejarse.

El no ir a Misa ni frecuentar los Sacramentos sistemáticamente y haciendo gala de ello, como regularmente hará la familia de tu condiscípula, es un grave escándalo. Dios tiene derecho a que le adoremos, no sólo interior sino exterior y ostensiblemente, pues siendo Señor absoluto de la creación, debiéndole nuestras   —78→   potencias, nuestros sentidos y todo nuestro ser, como también cuantos bienes disfrutamos; nada hay más justo y razonable que el ofrecerle pública y solemnemente el testimonio de nuestra fe, de nuestra gratitud y nuestro respeto.

Los primeros hombres ofrecían sacrificios al Señor, como habrás leído en la Historia Sagrada, hoy día no hay pueblo que no tenga su religión y su culto, pues todos los humanos, por salvajes e ignorantes que sean, creen en una divinidad, esto es, en un ser superior al hombre, y a su manera le adoran y reverencian.

Nosotros somos cristianos católicos, Jesucristo mismo enseñó a sus discípulos la Doctrina Santa que profesamos, la Iglesia que Él instituyó y que goza de su apoyo y asistencia, recibiendo sus inspiraciones, tiene leyes que debemos cumplir; y el que las conculca, y niega a Dios el culto debido, es un impío.

El que, por el contrario, abandona las obligaciones que su cargo o profesión le impone, y pasa larguísimas horas en la iglesia donde nada tiene que hacer después de cumplir los deberes religiosos, es un holgazán o un fanático, y si lo hace por engañar a las gentes con una falsa devoción, es un hipócrita.

-Decía, usted abuelita, que era obligación muy sagrada el conservar la salud y el procurar recobrarla cuando la hemos perdido, porque ante todo debemos cuidar de no comprometer nuestra existencia. Creo que ha dicho usted eso.

-En efecto.

-Pues siendo así, ¿cómo nos citan por modelo personas de uno y otro sexo que han expuesto su vida y la han sacrificado, si es necesario? El Antiguo y el Nuevo Testamento están llenos de ejemplos de esta índole, y en la Historia profana no faltan héroes a quienes se prodigan elogios por haber despreciado el peligro.

-Pero esos Santos y esos héroes le han arrostrado, y acaso han sucumbido en él, o han sacrificado su existencia por causas sagradas y con motivos poderosos. El   —79→   joven Daniel y sus compañeros, que por no desobedecer la Ley divina, se exponen a una muerte horrible; los mártires que predicando la Doctrina de Jesucristo, la han sellado con su sangre; el misionero, que por llevar esta misma Doctrina a las tribus salvajes de América y Asia, sufre toda clase de penalidades y a veces un glorioso martirio; el militar que sucumbe defendiendo su patria, su religión y sus leyes; la hermana de la Caridad que corre al campo de batalla para prestar auxilios a los heridos en medio del fragor de la pe lea; el médico, el sacerdote o la persona caritativa que, en vez de abandonar una ciudad apestada, se quedan para asistir a los enfermos son héroes dignos de admiración y respeto; pero el que desafía el rigor de la temperatura, el que compromete su salud comiendo o bebiendo sin tasa o se expone a otros peligros sin necesidad y sin provecho, es un temerario.

Aquí llegaban de su interesante conversación, cuando la llegada del resto de la familia vino a darle distinto giro.

Flora reflexionó mucho acerca de los consejos de su abuela, y desde aquel día empezó a comprender los deberes que nos impone la religión que profesamos, y cómo hemos de dar culto a Dios; en lo cual no había pensado si no vagamente. Las sucesivas conversaciones que tuvo con sus padres y maestros, y la lectura de buenos libros acabaron de persuadirla de que el culto interno sin actos exteriores de humildad, respeto y devoción es insuficiente para lo que Dios merece, e ineficaz porque no tiene el mérito del buen ejemplo; y que el culto externo sin la piedad interior sería una ridícula farsa y una despreciable hipocresía.

En cuanto a la indisposición de nuestra amiguita, debemos decir a nuestras tiernas lectoras, para su tranquilidad, que fue breve y ligera, gracias a la docilidad con que observó los preceptos del médico y las órdenes de su padre.



  —80→  

ArribaAbajo- VII -

Haz a otros lo que quieras para ti


Si vierais, queridas lectoras, con cuánta solicitud está preparando la linda Flora su vestido de piqué blanco, adornado de azul, cómo arregla los lazos que deben adornar sus rubias trenzas, se lava la cara, se cepilla las botitas e insta para que vengan pronto a peinarla, comprenderíais que se trata de alguna desusada fiesta.

En efecto, Prudencio, Sofía y Flora deben ir al teatro donde por una buena compañía se había de representar uno de esos dramas en que la moralidad y belleza del argumento están realzadas por un lenguaje correcto y una elegante y sonora versificación.

La severidad de principios de nuestro abogado, juntamente con su gusto artístico, le hacían escoger esta clase de espectáculos, para que los presenciase su hija, y esto sólo raras veces y como premio a su aplicación y buen comportamiento.

-Vamos, María, ¿ha concluido usted de comer?, pues ayúdeme a poner las botas... ¿Qué es eso?, ¿han llamado?

La antigua niñera, que había quedado en la casa de camarera o doncella de labor, que ambos nombres se da a las criadas que no están encargadas de la cocina, salió del gabinete de Flora, pero volvió a entrar al momento diciendo:

-Ya Teresa había ido a abrir.

-¿Quién es?, ¿algún importuno que nos impedirá ir al teatro?

-Un ordenanza de telégrafos que trae un pliego.

-A ver lo que será. Entre tanto ya estaré calzada.

Pocos momentos después entró Sofía, diciendo:

-Hija mía, no te vistas, porque ya no vamos al teatro.

-Pues, ¿qué ha ocurrido, mamá?, ¿hay alguna novedad? -preguntó la niña.

  —81→  

María le quitó una bota que ya le había calzado y se retiró.

-En la familia no hay novedad, pero acabamos de recibir un telegrama de una señora, íntima amiga de tus abuelos, que acaba de perder a su esposo en Madrid, ha quedado sola con una hija joven, arruinada o poco menos, y parece que viene a establecerse en esta ciudad, ya porque podrá vivir con más economía, ya también buscando la falta de parientes cercanos, la protección de tu abuelo, a quien el difunto quería como a un hermano.

-¿Y eso que tiene que ver con que nosotros vayamos al teatro?

-Tiene que ver mucho, porque llegan esta misma noche.

-Bien; las recibirían los abuelos.

-¿Crees tú que consentiremos que unas personas, afligidas por la doble pérdida de un ser querido y de su antigua fortuna, bajen del tren y tiendan por todas partes la vista sin encontrar un rostro amigo, que señoras solas y en país extraño, con la timidez del dolor y de la pobreza, tengan que anclar buscando un coche de alquiler que las lleve a la fonda, y que las dejaremos en la cruel incertidumbre de si hemos recibido o no el telegrama, o de que habiéndole recibido no hayamos hecho caso?

-Que vengan a casa y lo sabrán.

-Pero, ¿quién les dirá que vengan a casa?

-Se pone otro telegrama...

-Mira, hija mía, habría madre en mi lugar que con justa severidad te impondría silencio y se retiraría enojada; tú, en tal caso, quedarías callada pero no mi vencida, y en las mismas o parecidas circunstancias, dirías idénticas necedades, y si no las decías por temor de una repulsa, las pensarías. Yo quiero que nada me ocultes, quiero leer en el fondo de tu alma como en un limpio espejo; tienes ya nueve años, y es necesario que discurras y que cuando tus pensamientos o deseos   —82→   no sean conformes a la justicia y a la caridad te lo hagamos comprender, para que te avergüences de ello.

Flora nada contestó y las lágrimas asomaron a sus ojos.

-Ni hay dónde dirigir un telegrama, porque las señoras están en camino y tan cerca que llegarán dentro de pocas horas; ni, aunque fuera posible, les diríamos: «No vayan ustedes a la fonda, vengan a casa, que aquí las esperan nuestros padres, sin molestarse en ir a recibirlas; en cuanto a nosotros, nos vamos al teatro».

-Eso no, pero...

-Reflexionemos. Si tuviésemos la desgracia de perder a tu buen padre, a tus excelentes abuelos y con ellos la mediana posición que hoy ocupamos...

-¡Dios nos libre!

-Así se lo pido; pero, si tal sucediese, si nos viésemos solas en el mundo, pobres y apenadas, ¿nos gustaría hallar esa indiferencia en los amigos y conocidos?

-No ciertamente.

-¿Qué nos manda el Catecismo, qué encargaría el Divino Maestro, después del amor a Dios?

-Amarás al prójimo como a ti mismo. Harás a otro lo que quisieras para ti.

-Eso es. Y lo que nosotras quisiéramos encontrar en nuestros amigos, si nos hallásemos en su lugar, es lo que procuremos ofrecerles.

Tu abuelo, tu padre y yo iremos a la estación antes de la llegada del tren; iríamos Prudencio y yo solos, pero es preciso que venga papá, porque nosotros no conocemos a las señoras en cuestión. Al momento que las veamos, nos pondremos a sus órdenes, Prudencio les pedirá el talón del equipaje y cuidará de recogerle. Papá ofrecerá el brazo a la señora mayor y yo a la joven, y las acompañaremos a un coche que nos conducirá aquí. Tu abuela y María, entre tanto, habrán preparado la habitación con dos camas blandas y limpias, y Teresa tendrá dispuesto algún refrigerio. Así se cumple   —83→   el sagrado deber de la hospitalidad, a las que faltaríamos yendo esta noche a divertirnos, y presentándonos a ellas mañana con la vergüenza en el semblante y el remordimiento en el corazón.

-Es muy cierto.

-¿Comprendes ahora el egoísmo y la falta de caridad que había en tus primeras objeciones?

-Lo comprendo y me avergüenzo de ello. Perdóneme usted, mamá.

-Te disculpo y te perdono, porque no se te alcanzaba la gravedad de tu falta; deber mío era hacértelo comprender.

-¡Eso de hacer a otros lo que queremos para nosotros es muy hermoso!

-Como enseñado por Jesucristo.

-Pero, mamá, me ocurre una cosa, y si me lo permite, puesto que quiere que le manifieste lo que pienso en todas las ocasiones.

-Sé breve, porque ya sabes que tengo que salir.

-Cuando veo en el colegio a otras niñas que molestan a las compañeras, tirándoles de las trenzas, manchándolas de tinta o escondiéndoles la labor y los libros, pienso: Éstas obran mal, porque a ellas no les gustaría que las molestasen. Cuando desobedecen a las profesoras, pienso: Esto está mal hecho, porque, si nosotras fuésemos maestras nos gustaría que nos obedeciesen; pero..., pero...

-¿Qué?

-Que los padres y maestros no siempre miran eso.

-Explícate, porque no te entiendo.

-A ustedes cuando eran niños, ¿les gustaba que les castigasen?

-A mí no, y por eso procuraba evitarlo.

-Pero, y cuando tenían culpa, ¿les gustaba la reprensión o el castigo?

-Entonces no, porque no tenía reflexión; pero ahora que la tengo, bendigo a mis educadores, porque me enseñaron el buen camino con la voz y el ejemplo, y   —84→   cuando no bastaron sus suaves amonestaciones para apartarme del mal me castigaron severa y justamente. Pocas veces me ha sucedido en verdad, pero cada castigo que se recibe en la infancia es un verdadero beneficio.

Está segura, hija mía, que la mayor parte de esos desgraciados que expían sus crímenes en un presidio o en un cadalso, o que, burlando la vigilancia de la justicia, son una constante amenaza para la gente honrada y un escándalo para la sociedad, no habrían llegado a tan deplorable situación, si hubieran sido a tiempo reprendidos y castigados por sus padres y maestros.

Uno de los atributos del ser Supremo, y una de las virtudes que deben adornar a toda persona constituida en autoridad es la justicia. Y ahora, adiós, hija mía.

Y Sofía besó a su hija.

-¿Qué haré ahora?

-Irte a la cama y mañana saludarás a nuestros huéspedes.

-¿Me deja usted quedar un ratito más?

-¿Con qué objeto?

-Con el de ayudar a arreglar la habitación de las señoras, y luego estudiar un poco.

-Pídeselo a tu abuela, que es quien se queda en casa.

La niña formuló su demanda y le fue concedida. Una hora después los preparativos para recibir a las viajeras estaban terminados; la anciana señora hacía calceta al lado de una mesita, y Flora, apoyado el libro en la misma, estudiaba asiduamente, mientras las muchachas reían y charlaban en la cocina.




ArribaAbajo- VIII -

Respeto a la propiedad


Habían transcurrido algunos meses desde la llegada de la viuda y la huérfana a casa de don Leandro Burgos,   —85→   y ya se hallaban instaladas en una modestísima, pero aseada y decente habitación, no lejana de la que ocupaban sus antiguos amigos, de los que recibían eficaz protección y continuas pruebas de cariño.

Largas horas había pasado la madre encerrada con Prudencio en el escritorio, explicándole el deplorable estado de sus negocios, para que se encargase de su gestión ante los tribunales, y Flora había oírlo pronunciar la palabra «pleito», pero no era curiosa y nada preguntaba. Únicamente se fió cierto día en este corto diálogo, que sostenían doña Amparo (que así se llamaba la madre) y el padre de nuestra amiguita.

-Le recomiendo a usted, don Prudencio, que mire el asunto como de unas amigas.

-Le miraré de un modo mucho más eficaz, señora, le miraré como de unas personas pobres y desgraciadas.

-Con que para usted antes que la amistad es la necesidad.

-Sí, señora, y en tanto es así, que si usted no reuniera ese doble derecho, aún cuando fuera usted mi propia hermana, si me fuese dado representarla ante los tribunales, atendería primero al cliente más necesitado. No encuentro palabras bastante duras para calificar el proceder de aquellos de mis colegas que, con desdoro de su nombre y de la altísima misión que nos está confiada, desatienden o abandonan al que acude a la Justicia sin recursos materiales para hacer valer su derecho.

Cada hora que retardase en arrancar al inicuo poseedor lo que no le pertenece, en amparar a la viuda, al huérfano, al menesteroso y ponerle en el goce de sus legítimos derechos, sería para mí un siglo de remordimientos.

-Pues no todos los curiales miran con tanto interés a los que pleitean por pobres, a los trabajos que se ley encargan de oficio, como ellos dicen.

-Lo sé, señora mía, y eso es lo que deploro.

  —86→  

Flora oyó, como decíamos, esta conversación, porque iba a llamar a doña Amparo de parte de su hija, que temía no llegar a tiempo a cierta función de iglesia, a la cual pensaban asistir todas las señoras.

Era día festivo, y Flora salió llevando a su derecha a Teresa, con quien había simpatizado, a pesar de la diferencia de edad, siguiéndolas de cerca las señoras de Burgos y la viuda madrileña.

Asistieron a la función, que fue muy solemne, y al terminar ésta, cuando iban nuestras amigas a retirarse; Flora reparó en una preciosa sombrilla de niña que había quedado colgada en el respaldo de una silla, y lo hizo notar a las señoras que iban con ella.

Sofía preguntó a las personas que se hallaban cerca, si les pertenecía aquel objeto, y todas contestaron negativamente.

-Mamá, ¿qué haremos con ella? -interrogó la niña.

-La llevaremos a la sacristía.

Y juntando la acción a las palabras, se levantó acompañada de Teresa y llevó la rica sombrilla, para que la entregaran a la persona que la reclamase.

-¿Por qué han llevado ustedes allá la prenda que hemos encontrado? -preguntó Teresita.

-¿Qué querías que hiciésemos con ella?

-Llevárnosla.

-¡Qué atolondrada eres! De seguro que no te enseñan eso tus respetables abuelos, tus virtuosos padres, ni tus maestros.

-Escucha, mujer, no digo yo quedárnosla para siempre; pero es fácil que las personas que la han perdido estén aún por la calle; y si no, la llevaríamos a la tarde a paseo, y si su dueña la conociese nos la pediría.

-Lo probable es que no se atreviese a ello.

-¿Por qué?

-Porque, si bien aquella sombrilla por su tamaño parece ser de una niña de tu edad, y que, por consiguiente, reflexionará poco, lo regular es que no vaya sola, y sus padres o las personas que la acompañen   —87→   supondrán que a una niña de tu porte no le permitirán usar una prenda que no le pertenezca; creerán más bien que han adquirido para ti una igual, y no osarían preguntarte por su procedencia.

-Entonces me hubiese quedado con ella.

-Ilegítimamente.

-No del todo, porque yo perdí otra en la misma iglesia hace pocos meses; y aunque no era tan buena, a mí me gustaba mucho.

-Como a cada uno le gusta lo suyo. Pero, ¿son los dueños de esa sombrilla los que deben indemnizarte de la pérdida de la tuya? ¿Qué ver tienen ellos?

-Eso es cierto.

-¿No hiciste nada por recobrarla?

-Cuando llegué a una calle ancha y me molestó el Sol, fui a abrirla y me encontré sin ella; volvimos al sitio en que habíamos estado, y había desaparecido ya.

-¿Como les habrá sucedido a las perdidosas de hoy?

-Verás. Fuimos a la dichosa sacristía.

-¿Cómo harán ellas?

-Sí, pero ellas la encontrarían, y nosotras dijimos al sacristán que si alguien la traía la retuviese hasta que volviésemos, le dimos las señas, y le ofrecimos una propina; pero, aunque volvimos pocos días después, no había parecido.

-¿Y te hubiese gustado encontrarla?

-¡Qué pregunta! Es claro que sí.

-¿Y no te han enseñado que debes hacer a otros lo que te gustaría hiciesen contigo?

-Sí, precisamente hablamos de eso largamente con mamá la noche que...

Flora se detuvo.

-Qué ibas a decir.

-La noche que llegaste con la tuya.

-Tu mamá te inculcaría esta preciosa máxima.

-Sí, pero la que encontró mi sombrilla no pensaba así.

  —88→  

-Es cierto; mientras haya hombres, habrá buenos y malos, habrá personas íntegras, delicadas; las habrá que no tienen caridad ni principios de justicia, ni respetan la propiedad ajena; pero nunca lo que es contrario a las leyes divinas y humanas puede practicarse por más que veamos que otros lo ponen por obra.

-Niñas -dijo a esta sazón doña Ángela- entremos en esta confitería a comprar unos pasteles; hoy estas señoras nos harán el favor de acompañarnos a la mesa y sé que este postre es del gusto de Teresita.

La aludida agradeció la atención, y todas entraron en la tienda.

El dependiente estaba despachando a una campesina, y mientras el dueño se enteraba de la demanda de las señoras, él envolvió los géneros, recibió de manos de la mujer medio duro, le miró por uno y otro lado, y haciéndole saltar sobre el mostrador, dijo:

-Es falso.

La mujer palideció.

-No tengo otro -dijo con voz ahogada.

-Pues deje usted el chocolate, el azúcar y los bizcochos -replicó el hortera.

La pobre campesina, llorando a lágrima viva, refirió al confitero y a las señoras que moraba en un caserío vecino, que tenía su marido en cama y se hallaba sin recursos, y que a fin de procurárselos había pasado a la ciudad para vender una gallina, por la cual la habían dado unos revendedores la moneda que acababa de entregar, y que tendría que volver a su casa con las manos vacías.

El dependiente se encogió de hombros y pasó el medio duro a su dueño, el cual compadecido, dijo a la pobre mujer, mientras clavaba en el mostrador la moneda:

-¡Ea!, llévese usted lo que había tomado.

-¿Cuánto vale? -dijo al muchacho.

-Cinco reales.

-Que se lo lleve.

  —89→  

Entonces doña Ángela sacó su portamonedas y entregó otros cinco reales a la aldeana, diciendo:

-Tome usted, buena mujer, así no perderá usted nada.

-¡Benditos sean ustedes señores! -decía la mujer llorando de gratitud.

-¡Bendito sea Dios! -replicó doña Ángela.

-¡Él se lo pague a ustedes!, ahora compraré carne para hacerle caldo al enfermo, no volveré a casa desconsolada y él no me regañará por haberme dejado estafar.

Las señoras pagaron sus pasteles, y todos salieron de la tienda.

-Es muy bueno ese confitero, ¿verdad? -dijo Flora a Teresa.

-En efecto, ha demostrado ser desinteresado y compasivo.

-Y, ¿por qué ha clavado el medio duro?

-Para que no circule más. Si el primero que recibió esa moneda la hubiera inutilizado, no hubiese llegado a manos de la pobre campesina; la cual, a no haber dado con personas tan compasivas, hubiera experimentado una pérdida relativamente considerable y un gravísimo disgusto.

-Tiene la culpa el que la fabricó, pero no los que la han hecho circular.

-El que la admite por buena y en el mismo concepto la entrega, claro está que no es culpable, pero desde luego que uno adquiere el conocimiento de que una moneda es falsa, aún cuando la haya recibido por buena, cometerá una grave falta, si aprovecha una ocasión para endosarla a otro, explotando su ignorancia y su buena fe. Los que la han dado a esa pobre mujer, si sabían que era falsa, que sí lo sabrían siendo gente de mercado, han cometido un delito, le han robado su gallina.

-Con que, por más que una haya sido engañada...

-No tiene el derecho de engañar a los demás, eso es evidente.

-Veo que la propiedad ajena es cosa muy sagrada,   —90→   y que la observancia del séptimo mandamiento ofrece más dificultades de las que yo creía.

-¿Pensabas tú que sólo faltaban a él los que asaltan una diligencia, o fracturan la puerta de un piso era ausencia de sus dueños?... Pues sepas que hay ladrones de frac y guante blanco, de finos modales, que se presentan en la sociedad y nos estrechan la mano.

-¡Ay!, me da usted miedo.

-¿Sabes la historia de mi familia?

-Sé solamente que son ustedes desgraciadas.

-Lo somos, porque hemos sido víctimas de un abuso de confianza, que es lo mismo que decir de un robo, hecho en grande escala y por personas que parecen honradas.

-¿Me la contará usted?

-Mamá te la referirá después de comer, pues se desprende de ella muy provechosa enseñanza.

En efecto, terminada la comida, doña Amparo refirió su historia en estos términos:

«Mi esposo no había heredado títulos nobiliarios ni grandes riquezas, pero sí una acrisolada honradez y una buena educación; antes de acabar la carrera le faltaron sus padres, la concluyó, sin embargo, como pudo, y llegó a ejercer la ciencia de curar, siendo un hábil operador.

En cuanto tuvo una posición desahogada pensó en elegir una compañera, y pidió mi mano a mi padre, que, por ejercer su misma profesión y haber sido su catedrático, le estimaba en lo que valía. Contrajimos matrimonio y tuvimos cinco hijos, perdiendo los cuatro en muy tierna edad, y no dejándonos Dios para compañía y consuelo más que a Teresita, aquí presente. Residíamos en S., nuestra ciudad natal, y allí tuvimos el gusto de conocer a don Leandro y la suerte de que mi marido le extrajese una bala que, alojada entre dos costillas durante algunos años, le ocasionaba graves dolores y estaba destinada, según opinión de varios facultativos, a poner término en un breve plazo a su existencia.

  —91→  

-En efecto -dijo el aludido-, esa herida que recibí delante de Bilbao en la célebre noche de Luchana había sido reconocida por muchos profesores; unos negaban que el proyectil hubiese quedado en ella, y otro reconocían su existencia; pero no se atrevían a extraerla y tenían pronosticado que por su propio peso iría bajando hasta llegar a tocar en alguna entraña, lo cual debía producirme la muerte. El hábil cirujano que hizo la difícil operación se instaló después al lado de la cama, me cuidó con la solicitud de un hermano, puesto que yo me hallaba lejos de mi familia, se negó a percibir sus honorarios, diciendo que le bastaba haber tenido la gloria de llevar a cabo una operación que otros no habían osado intentar, y haber conservarlo la vida de un valiente, y desde entonces la más fina gratitud y el más tierno cariño me ha unido a don Juan y a su familia.

-Continúo, pues. Yo creo que más bien nosotros de oíamos estar reconocidos al señor de Burgos, pues la fama que mi esposo ganó con aquella operación le produjo tal clientela que en poco tiempo hizo una regular fortuna; continuando después en aquella ventajosa situación, hasta que una oftalmía rebelde le impidió seguir ejerciendo su arte, para el cual se necesita ante todo buena vista.

Mi querido y respetado esposo que estaba exento de vicios, tenía únicamente la debilidad de mezclarse en política, cosa que le acarreó gravísimos disgustos y le granjeó algunos enemigos.

Al retirarse, pues, determinó trasladarse a Madrid, le sustituyó en nuestro país un sobrino suyo, joven de muy buenas esperanzas, y nosotros con Teresita nos establecimos en la corte. En aquel foco de intrigas, y sin objeto que alimentar la natural actividad de su carácter, mi pobre Juan se entregó en cuerpo y alma a la política, formando parte de juntas y comités, y trabajando en épocas de elecciones para el triunfo de los candidatos de su partido. Cuando yo le hacía presente   —92→   que si triunfaban los suyos nada le darían, y si los contrarios, le harían blanco de sus persecuciones, me contestaba que nada quería para sí, y que únicamente trabajaba por lo que él creía que debía labrar la felicidad de su patria.

-Me gustaría saber a qué partido político pertenecía -observó Flora.

-¿Lo entenderías, por ventura, si te lo explicase?

-¡Vaya!, ¡como que estoy estudiando la Historia de España!

-¿Y qué tiene que ver la Historia de un pueblo con las pequeñas vicisitudes de la política?

-Están muy enlazadas.

-Tienes razón. Sea de eso lo que quiera, venció el partido contrario al de Juan, y los que como él se habían comprometido, temieron ver confiscadas sus propiedades. Nosotros no las teníamos y sí una regular fortuna en metálico, que yo le aconsejaba depositase en algún banco extranjero, pues veía con sentimiento que hacía algunas fuertes jugadas de Bolsa, siempre con malísima suerte.

Pocos meses antes de abandonar nuestro país, mi esposo había contraído estrecha amistad con un sujeto recién llegado de América que gastaba mucho dinero, y a quien todos suponían muy rico y muy honrado, don Agapito, más generalmente conocido por el Indiano, era un solterón que tenía numerosos criados, observaba buena conducta, y daba cuantiosas limosnas; dado al lujo y a los placeres de la mesa, pero no al juego ni a ningún otro vicio que pudiera enajenarle las públicas simpatías, las gozaba por completo, a pesar de su repulsivo exterior, que parecía desdecir de la suavidad y zalamería que trataba de imprimir a su conversación y a sus modales.

En política no era don Agapito amigo ni adversario de mi esposo, pues jamás hablaba de tal asunto, cosa que yo alababa en él, y si tenía su opinión, la reservaba. Cuando nos separamos nos prometió eterna amistad   —93→   y escribía continuamente a mi esposo, teniéndonos enterados de cuanto ocurría en la ciudad.

Hallábase entonces en venta una finca de pingües rendimientos, y nos lo participó, diciendo que si él no tuviese intención de volverse a Ultramar la adquiriría, pues la daban por un precio relativamente íntimo, y era una magnífica y extensa heredad. Mi marido pensó en adquirirla, pero su falso amigo y yo lo aconsejamos de consuno que no lo hiciese, por terror de una incautación del Gobierno, que, como he dicho antes, era inminente. Sin embargo, la idea de poseer una finca tan valiosa, de las mejores de aquel país, para dejar a Teresita a nuestra muerte, le halagaba demasiado, para que yo lograse apartarla un momento de su imaginación.

-Creo que ha llamado usted falso amigo a don Agapito -interrumpió Flora.

-Sí, hija mía, y dentro de poco verás si le he aplicado con justicia ese calificativo.

Ocurriole a Juan una idea, que yo rechacé, instintivamente, sin que por eso desconfiase del Indiano. Era nada menos que la de escribirle que comprase la finca para nosotros, pero extendiendo la escritura en nombre propio, para que en ningún caso pudiese ser secuestrada.

Accedió don Agapito, no sin manifestar al principio escrúpulos que parecían dictados por una excesiva delicadeza, luego mi marido se trasladó allá, asistió a la toma de posesión, a la formación de la escritura y a cuantas formalidades previene la ley; pero guardando el mayor sigilo respecto a la segunda intención que les guiaba.

Llegados de nuevo a la casa del comprador, celebraron la adquisición con una gran cena, y después de retirarse los testigos y los convidados. Don Agapito dijo a su víctima éstas o semejantes palabras: «Amigo mío: yo agradezco a usted la prueba de omnímoda confianza que acaba de darme, pero en semejantes   —94→   casos las precauciones nunca están de más, y cono dice el refrán, cuanto más amigos más claros».

Dicho esto, escribió un documento en que constaba que el campo tal, con la huerta y jardín adyacente, la casa, el molino, etc., aunque lo había adquirido a nombre propio, por haberse convenido así con mi esposo, pertenecía legítimamente a éste, por haberse adquirido por orden y a expensas suyas. Firmó y entregó a mi marido el escrito.

Al llegar a Madrid, y enseñarme el tal papel, yo le hice observar que aquélla no era la letra de don Agapito.

-Pero, mujer, ¡si se lo he visto yo escribir! -me contestó.

Por toda respuesta, me dirigí a su escritorio y trayendo una carta de don Agapito y comparando la letra, pudo convencerse Juan de que no era igual, aunque si algo parecida.

-Será -me dijo-, que cuando no se trata de asuntos de tanto interés dicta las cartas a un amanuense.

-Pero, ¿y la firma? -observé.

-Repara -me replicó-, que se parece algo, será que en esta ocasión le temblaba el pulso, porque acababa de cenar fuerte: recuerdo que estuvo mucho rato escribiendo ese papel.

-¿Y si hubiese fingido la letra? -me atreví a indicar.

-¿Con qué objeto? -me preguntó-, yo nada le pedí y él lo escribió espontáneamente.

Nada contesté, mi marido se puso ligeramente pálido, y yo, presa de negros presentimientos, no dormí en toda la noche.

Pasaron meses y años, don Agapito escribía con la letra de sus primeras cartas, y hablaba de cosas indiferentes, sin darnos cuenta de los rendimientos de una posesión en que habíamos gastado casi toda nuestra fortuna.

Seriamente alarmado mi esposo, le preguntó, por fin, por el estado de la finca, él contestó que era floreciente,   —95→   que había hecho grandes mejoras, las cuales detalló, pero sin soltar una expresión por la que se pudiese traslucir que no fuera de su exclusiva propiedad.

Juan le escribió entonces que estábamos sin recursos, y que habiendo variado las circunstancias podría efectuarse un traspaso público o privado, para que entrásemos en posesión de lo que tan legítimamente nos pertenecía.

No contestó a esta carta ni a otras muchas que le escribió en lo sucesivo.

Preguntó entonces a otros vecinos si don Agapito estaba enfermo, y le fue contestado que gozaba de envidiable salud.

Persuadido ya de que las habíamos con un bribón, se trasladó a S., llevando consigo el documento que extendiera la noche de la venta, y presentándose a don Agapito, le rogó con los más atentos modales que pusiese término a un estado de cosas que ya no tenía razón de ser.

El infame contestó que no sabía de que le hablaba.

-¿No ha recibido usted mis cartas? -dijo mi marido, temblando de cólera.

-Sí, pero he creído que la política le había a usted trastornado el juicio.

-¿Con qué la propiedad en cuestión no es mía?

-Nunca lo fue.

-¿Con qué no la ha adquirido usted con mi dinero?

-¡Quia!, hombre, ¡quia! ¿Necesitaba yo el dinero de usted para adquirir una finca?

-¿Y este documento?

Don Agapito miró el papel y se encogió de hombros.

-Ésa no es mi letra -dijo con cinismo.

El pobre Juan, en el paroxismo del furor, le increpó duramente; él se rió, mi marido se lanzó contra el descarado impostor, pero éste, más joven y robusto, le sujetó por las muecas y dio una voz llamando a los criados.

-Llevaos de aquí este furioso -dijo con acento blando   —96→   y fingiendo compasión profunda, la política le ha sorbido el seso y viene a tratarme de ladrón y amenazarme.

Los criados le sacaron a la calle, donde cayó víctima de un ataque apoplético.

Fue llevado sin sentido a casa de un sacerdote vecino, y se avisó a nuestro pariente, el facultativo, el cual, como toda la población, creyó que Juan, enfermo ya, salió de Madrid con objeto de recobrar la salud, que a la vista de su país natal y de uno de sus más fieles amigos sufrió un violento acceso de locura, preludio de la congestión que sufría.

Avisada yo del estado de mi pobre esposo, me puse en camino con Teresita, y le encontré mejorado, pero en un estado de debilidad intelectual que no le permitía recordar nada de lo que había pasado.

Yo llamé aparte a mi sobrino y le dije que se engañaba tomando el efecto por la causa, que su tío salió bueno de Madrid, que había sido víctima de un despojo incalificable, y que esto había producido su exasperación, y como consecuencia, el accidente que deplorábamos.

Conocí que le costaba trabajo el creerme, entonces busqué la ropa que le habían quitado a Juan, y en el bolsillo del chaqué encontré estrujado el consabido escrito.

-Pero yo conozco la letra de don Agapito, y no es ésta -dijo el doctor.

-¿Puedes sospechar -le interrogué-, que tu tío es un falsario?

-Eso jamás.

-Pues, ¡entonces!...

-Atienda usted, querida tía, lo que está sucediendo es horrible; pero el hombre inicuo que ha causado su desgracia, goza tal reputación, no solo de honrado sino de virtuoso, que usted, yo y cuantos nos atreviésemos a acusarle seríamos tenidos por locos o por calumniadores. Mi tío, por otra parte, necesita reposo, y no debe experimentar   —97→   emociones de ningún género, en consecuencia conviene que en cuanto su estado lo permita, regresen a la corte, y después veremos el partido que hay que seguir.

Acepté el consejo del joven médico, y cuando él me dijo que no había peligro en ello, emprendimos el viaje de regreso a Madrid.

Juan, aunque muy delicado, recobró por breve tiempo el cabal uso de su razón, y entonces nos refirió la entrevista con don Agapito; pero, ¡ay de mí!, pocos días después, y cuando se preparaba a presentar a los tribunales la denuncia del hecho sufrió otro ataque al cual sucumbió en pocas horas.

Calló la viuda, y enjugó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

-¿Y habrá de quedar ese malvado en posesión de los bienes de estas señoras? -interrogó Flora a su padre.

-Procuraremos que no; ya está en poder de la justicia la declaración que don Juan tenía escrita y las cartas que mediaron antes de comprar la heredad, lo está también el documento en que fingió la letra, y es fácil que los peritos calígrafos que se nombren al efecto conozcan que uno y otras son de una misma mano, por más que se haya intentado desfigurar el carácter de aquélla. Confío que Dios no consentirá el triunfo de la iniquidad y la ruina de una honradísima familia».

Así habló Prudencio, y algunos minutos después se separaron de ellos aquellas desgraciadas y simpáticas amigas.




ArribaAbajo- IX -

Lección de Historia de España


Una copiosa lluvia impedía a doña Amparo y a su hija a regresar a su casa cierto día en qué habían ido a dar un paseo en compañía de las señoras de Burgos. Quitáronse, pues, las mantillas y pidieron labor a doña Ángela, que entregó una calceta a la madre; la hija y Sofía   —98→   se sentaron delante de un bastidor y se pusieron a bordar una alfombra de tapicería; en cuanto a Flora, que no había ido aquel día al colegio, pidió permiso para retirarse a estudiar.

-¿Y qué es lo que estudias? -le preguntó doña Amparo.

-Varias cosas: Gramática, Aritmética, Doctrina, Historia de España...

-¡Ah! sí. El otro día me dijiste que sabías la Historia y los sucesos políticos de nuestro país -contestó la viuda sonriendo.

-Eso lo sé vagamente, porque nada más lo he leído; pero las primeras lecciones las sé de memoria.

-Vamos, explícanos algo.

-¿Prefiere usted que lea unos apuntes que he tomado?

-Como gustes.

-Pertenecen a la Historia Antigua:

Dominación de los cartagineses

En la vecina costa de África, cerca de donde hoy existe Túnez, se alzaba prepotente la ciudad de Cartago; sus habitantes llamados «cartagineses», vinieron por primera vez a España en el siglo VIII antes de Jesucristo, y si abrigaban la idea de dominar esta hermosa península, supieron ocultarla; pues se establecieron en las costas de Murcia y Andalucía, únicamente como un pueblo de mercaderes, y comerciaron con los españoles, vendiéndoles los preciosos productos de su país.

Era la ciudad de Cartago la capital de una república floreciente y poderosa que se dedicaba al comercio y la navegación, y, aunque le halagaba quizás la idea de enseñorearse de España, no emprendió su conquista con grande empeño; antes bien, al ver frustadas sus primeras tentativas hubiese desistido, si no hubiera sido reclamado su auxilio por los fenicios, que, mal avenidos con los turdetanos y recordando su origen común, les llamaron para que luchasen en favor suyo.

Desembarcó entonces en Cádiz el valiente general   —99→   Amílcar Barca al frente de un numeroso ejército, y comenzó sus conquistas. Como suele suceder en tales casos, después de someter a los enemigos de los fenicios, quedaron ellos mismos sometidos a los cartagineses, que, por la fuerza, cuando no podían con la maña, se enseñoreaban de todo el territorio.

Amílcar murió ahogado en el Ebro, según unos; y en el Guadiana, según otros historiadores. Sucediole Asdrúbal, su yerno, y continuó sus correrías. Fundaron a Cartagena, Barcelona y otras ciudades importantes, y únicamente detuvieron su paso delante de Sagunto, que invocó el nombre de Roma, república poderosa, digna rival de Cartago, de quien era tan odiada como temida.

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Eran los saguntinos aliados de los romanos, y en este concepto pidieron y esperaron auxilio de sus fuertes valedores. Había muerto Asdrúbal, asesinado por un esclavo, y Aníbal su sucesor, hijo de Amílcar, no temió medir sus fuerzas con los romanos, como lo había temido su antecesor, sino que, deseando quizás que le   —99→   declarasen la guerra, puso sitio a Sagunto con formidable ejército. Resistieron los sitiados, esperando en vano la ayuda de sus amigos, que los dejaron abandonados a sus débiles fuerzas; y ocho meses después, agotados sus recursos, salieron los hombres a luchar con los cartagineses, mientras las mujeres, que contemplaban el combate desde lo alto de las murallas, al ver sucumbir a los suyos, encendieron una inmensa hoguera, arrojaron en ella sus muebles, joyas y vestidos, y luego se inmolaron ellas mismas con los ancianos y niños para no caer en poder de sus enemigos.

Este suicidio en masa, que nuestra santa religión reprueba, es calificado por la Historia de un acto de heroísmo. De todos modos, demuestra en los españoles una constancia y un valor a toda prueba, de que después han dado repetidos ejemplos en su gloriosa historia. Tuvo lugar este memorable acontecimiento en el año 219 antes de J. C.

Los romanos, que no supieron o no quisieron evitar la catástrofe de Sagunto, se encargaron de vengar la ofensa inferida a sus aliados, y enviaron a España numerosas tropas al mando de los Scipiones, que eran dos hermanos, ambos generales de merecida fama y acreditado valor.

No eran los españoles gente que se dejase imponer el yugo extranjero sin hacer esfuerzos heroicos para rechazarle, pero en la lucha del débil contra el fuerte nunca es dudosa la victoria; así, aunque los dos Scipiones sucumbieron en la pelea, uno en Valencia y otro en Aragón, otros generales y otros soldados vinieron de refuerzo hasta convertir a España en provincia romana, como sucedió en aquella época con todos los pueblos del mundo entonces conocido.

Dominación de los romanos

Los nuevos señores de España dividieron la Península en España Citerior y Ulterior; la primera comprendía   —101→   Aragón, Cataluña y todas las provincias comarcanas; y la segunda Andalucía, Murcia, Extremadura y Portugal (llamada entonces Lusitania). Nombraron dos Pretores para gobernarlos en nombre de la metrópoli, y trataron al país, no como un gobierno paternal que quiere ganar el cariño y la fidelidad de sus súbditos, sino como un tirano que pretende hacer de la tierra conquistada una colonia de esclavos.

España, romana a pesar suyo, aprendió de sus dominadores el idioma, las artes, las costumbres; pero como todo esto era impuesto no lo agradecía, y en diferentes ocasiones trató de romper las cadenas que la unían al carro victorioso de la Señora del mundo, si bien sus inútiles tentativas sólo sirvieron para hacerlas más pesadas.

Los pretores arruinaban el país con inmensas exacciones y asesinaban al que se resistía a satisfacerlas, llegando la crueldad de uno de ellos, llamado Sergio Sulspicio Galva, a decretar la muerte de 9000 españoles.

Entre los que escaparon de esta crueldad, que no fueron muchos, hallábase Viriato, lusitano de humilde origen, pues había sido pastor primero y aventurero después. Valiente como pocos, y con gran prestigio en el país, que por otra parte estaba cansado de sufrir, y sólo ansiaba para rebelarse un hombre osado que se pusiese a la cabeza de la sublevación, venció muchas veces a los romanos; pero su más señalada victoria fue la que alcanzó sobre el pretor Vectilio junto a Trébola. Emprendió la batalla con fuerzas muy inferiores, pero suplió al número el valor y la táctica del general (que a esta dignidad había llegado ya Viriato); los romanos fueron derrotados y muerto Vectilio a manos de un soldado español que ignoraba que su adversario fuese el mismo pretor.

En los designios de la Providencia no entraba sin duda que España recobrase tan pronto su independencia, acontecimiento que estaba en vías de realizarse, cuando el Senado romano o sus emisarios sobornaron a   —102→   los oficiales de Viriato, para que le asesinasen durante su sueño. Así lo efectuaron, pero debemos advertir que, cuando estos infames recamaron de los romanos el precio de su traición, se les contestó con desprecio que Roma no pagaba traidores; tan cierto es que el malvado inspira repugnancia aún al que de él se sirve para llevar a cabo criminales empresas. Con la muerte de Viriato, acaecida el año 140 antes de J. C., terminó la guerra.

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España, dominada material pero no moralmente, no podía vivir largo tiempo en paz con sus tiranos. En ocasión en que algunos rebeldes perseguidos se refugiaron en Numancia, ciudad fortificada, construida en una eminencia a la orilla izquierda del Duero, y celebraron allí una junta; Roma declaró la guerra a Numancia, bien ajena de sospechar lo que había de costarle, no su posesión, porque ésta no la alcanzó nunca, sino la ruina de la población.

Catorce años duró la guerra contra Numancia; Roma consumió inmensos tesoros; sus mejores generales y   —103→   un número increíble de soldados perecieron ante las murallas de la ciudad heroica, llegando el caso de que no se encontraba entre la juventud romana quien quisiera tomar las armas contra los numantinos, hasta que el mismo Publio Scipión, hijo de uno de los primeros pretores, se vio obligado, en un arranque de patriotismo, a ponerse al frente de una numerosísima hueste que, animada por su ejemplo, se decidió a no retroceder hasta exterminar la ciudad y sus moradores.

Después de quince meses de riguroso bloqueo, los de Numancia, incitando el ejemplo de los saguntinos, incendiaron la ciudad, arrojáronse a las llamas, y los que temieron sufrir tan horrible muerte, recurrieron al veneno y al puñal.

Scipión tomó posesión de aquel montón de escombros, de cenizas y de cadáveres carbonizados el año 133 antes de J. C.

Algunos años después, Quinto Sertorio, noble emigrado romano, que se refugió en España huyendo de las crueldades del cónsul Lucio Cornelio Sila, que en Roma había mandado matar a dos mil caballeros, halló entre los españoles simpatía y aprecio; joven, valiente y abrigando iguales motivos de queja que los que le dispensaban hospitalidad, hizo causa común con ellos, y reunió un ejército de 8000 hombres, que se sublevó contra los romanos.

Nuevo envío de tropas y nuevos triunfos de los oprimidos y derrotas de los opresores; pero Roma, cada día más envilecida, recurría a la perfidia cuando no podía vencer con la fuerza, y viendo en Sertorio un nuevo Viriato, le preparó análogo destino.

Algunos suponen, sin embargo, que Perpenna, lugarteniente del general Sertorio, no fue comprado por el oro romano, obedeciendo únicamente a la envidia que le inspiraba su poder; lo cierto es que sublevó contra él a gran número de oficiales, y ofreciéndole un banquete en Huesca, a los postres y a una señal convenida, se lanzaron sobre él y le asesinaron villanamente.

  —104→  

Ocho años duró la guerra de Sertorio, que terminó con su muerte el 73 antes de J. C.

Aproximábase en tanto el término de la República romana, el cual tuvo lugar de esta manera:

Hablase formado un triunvirato para gobernar aquel poderosísimo Estado, formado de César, Pompeyo y Craso; pero habiendo muerto el último, y deseando César y Pompeyo cada uno para sí solo el gobierno del mundo, pues tanto era entonces el ser señor de Roma, se declararon mutuamente la guerra.

También en esta ocasión fue España teatro de muy sangrientos combates, a causa de haber enviado a esta región Pompeyo sus dos hijos, llamados Gneo y Sesto, en cuya persecución vino Julio César. Pompeyo fue vencido más tarde en Grecia y muerto en Egipto; mas no por eso terminó la guerra en nuestro territorio, pues la sostuvieron con encarnizamiento sus dos hijos.

La batalla de Munda, cerca de donde hoy existe Alicante, puso fin a esta lucha, pues habiendo muerto en ella uno de los hijos de Pompeyo, y dispersadas las gentes del otro que apeló a la fuga, César regresó a Roma orgulloso con su triunfo; después de haber confiscado, para cubrir los gastos de la guerra, los bienes de los españoles adictos a Pompeyo.

Poco tiempo disfrutó de su victoria, pues al entrar un día en el Senado fue cosido a puñaladas por unos conspiradores, en el año 45 antes de J. C.

Formose un segundo triunvirato de Antonio, Octavio y Lépido, en el cual sobrevinieron también disensiones, y estallaron discordias que no nos interesan, puesto que no se ventilaron en España; triunfó por fin Octavio, quien ahogó para siempre la libertad en Roma, proclamándose emperador.

Nuestra patria quedó completamente sometida a su poderoso dominador, que cerró en Roma el templo de Jano, lo cual entre los gentiles era señal de que no tenían enemigos que combatir. En efecto, se inauguró un largo período de paz que del nombre del emperador   —105→   se denominó paz octaviana, durante la cual tuvo lugar el acontecimiento más importante para la humanidad. En Belén, en un establo, nació el Hijo de Dios, cuya doctrina había de cambiar la faz del mundo e influir poderosamente en los destinos de las naciones.

Aunque España era provincia romana, no cumple a nuestro propósito relatar las vicisitudes del imperio, solamente hay que advertir que si bien en tiempo de Octavio fue tratada con equidad y vivió tranquila, durante el reinado de sus sucesores tuvo que soportar nuevas tiranías.

Como tenía la religión, las leyes y las costumbres de Roma, fue gentil mientras lo fue la metrópoli, y se hizo cristiana en tiempo de Constantino. Este emperador dividió sus dominios en dos regiones: la de Oriente, cuya capital era Constantinopla; y la de Occidente, a la cual pertenecía nuestra península, teniendo a Roma por capital.

-No tengo más apuntes -dijo Flora.

Durante la lectura habían acudido su padre y abuelo. Todos aplaudieron la afición que la niña demostraba a la Historia de nuestra patria, y la animaron a seguir con igual aplicación adelantando en todas las asignaturas, tomaron un ligero refresco que a la lectora le fue sumamente agradable, y como hubiese cesado la lluvia se retiraron las forasteras.




ArribaAbajo- X -

Viaje de instrucción y recreo


La salud de Prudencio se había alterado algún tanto, y los médicos le aconsejaron suspender durante un par de meses todo trabajo intelectual y trasladarse a un país de benigno clima.

Convencido el abogado de que no hay sacrificio costoso cuando se trata de recobrar la salud, decidiose a seguir fielmente los consejos de la ciencia, y deseando   —106→   por una parte no verse privado de la solicitud de su esposa y por otra que aquella expedición contribuyese a la instrucción y recreo de la tierna Flora, determinó viajar en compañía de ambas.

Pasaremos por alto los preparativos, los consejos de los ancianos, la cariñosa despedida y las lágrimas de la pobre doña Ángela al separarse de sus hijos, los repetidos abrazos de éstos y las caricias de Flora a sus abuelos, y dejemos a los viajeros instalados en un coche para dirigirse a la estación del ferrocarril.

-¡Pobres caballos! -decía Flora después de enjugar sus lágrimas-, parece imposible que arrastren tanto peso, porque mira, papá, que vamos doce viajeros, y encima del toldo una porción de baúles y maletas. Yo, aunque había visto pasar estos coches tan largos por la calle, nunca había ido en ellos. Cómo se llaman.

-Se llaman ómnibus -dijo el padre-. En cuanto a los caballos no creas tú que se cansen mucho, pues el trayecto es corto. Antes no había otro medio de locomoción que el valerse de la fuerza de los caballos, mulos y borricos, ya cabalgando sobre sus lomos, ya unciéndolos a carruajes de diferente forma y tamaño. En Asia para bestias de carga o tiro tienen los camellos o dromedarios, en América las llamas, en la Laponia los renos.

Antes de inventarse las diligencias había necesidad de colocarse los viajeros en una tartana, coche o galera y suspender periódicamente la marcha, para que el caballo o caballos descansasen; luego se ideó establecer un servicio, llamado de postas, poniendo caballos, que al llegar los coches están descansados y sustituyen a los que necesitan reposo, con lo cual se puede viajar sin interrupción, aunque no tan de priesa como por el ferrocarril. Ya hemos llegado.

Bajaron del carruaje, y Prudencio, seguido de un mozo, se dirigió al despacho, tomó tres billetes y facturó su equipaje, volviendo a reunirse con su esposa e hija. Entraron entonces a la sala de espera, donde permanecieron   —107→   breve rato; luego las puertas se abrieron de par en par y dieron paso el anden, los viajeros se acomodaron en los coches, sonó la campana, se oyó un prolongado silbido; después, algo parecido a los resoplidos de un monstruo encadenado, y la máquina se puso en movimiento, arrastrando una larga fila de coches. Flora había hecho un corto viaje, siendo muy chiquita, y no había vuelto a subir a un tren. Entonces no se fijó en lo que veía, y en este segundo viaje todo era nuevo para ella, todo la sorprendía y admiraba.

-Papá, ¿quién ha dado ese grito? -preguntó.

-La locomotora, hija mía.

-Y, ¿qué es la locomotora?

-La máquina que arrastra el tren.

-Cómo tiene tanta fuerza, y quién le da ese impulso para que ande sola.

-Todo consiste en una caldera de agua hirviendo que está encerrada en ella, pero tan bien combinado todo, que el vapor va saliendo de un modo metódico y regular; si estuviera más comprimido, reventaría la caldera; si menos, se escaparía sin dar impulso a la máquina y sin arrastrar, por consiguiente, los coches.

Asómate a la ventanilla. ¿Ves esas barras de hierro?

-Sí, ya sé que se llaman rails.

-Las ruedas de los coches, construidas expresamente, corren con velocidad sobre esos lingotes o carriles, y he ahí la causa de este movimiento más igual y ligero, y menos violento también que el de los otros carruajes.

En esto llegaron a una estación y el revisor de billetes entró y examinó los de Burgos.

-A ver los billetes, papá -dijo Flora.

El padre se los entregó diciendo:

-Cuidado, no los pierdas.

-¿Qué sucedería si los perdiese?

-Siendo ellos los que acreditan que hemos pagado, si los perdiésemos, como que no constaría tal cosa, tendríamos que volver a pagar.

  —108→  

-Ya entiendo. Tome usted, pues, y ese otro papel que se ha quedado en la cartera, ¿qué es?

-Es el talón del equipaje.

-¿Y también le ha costado dinero?

-No.

-¿Por qué?

-Porque cada viajero tiene derecho a llevar consigo, sin pagar nada, 30 kilogramos de peso, si excede de él de satisfacer este exceso con arreglo a tarifa, y como nosotros somos tres y el equipaje no pasa de 90 kilos, no hemos satisfecho cosa alguna.

-Entonces, ¿por qué le han dado a usted el talón?

-Para que pueda reclamar los bultos al llegar a nuestro destino.

-Tiene usted razón, ¡qué bien ideado está todo! Se viaja muy bien por España, ¿no es verdad, mamá? -dijo la niña, frotándose las manos de contento.

-Por toda Europa y por todos los países civilizados. En esto llegaron a una estación en que había diez minutos de parada.

El matrimonio y la niña los aprovecharon para comer con buen apetito unas ricas chuletas y volvieron a subir al tren.

-Has almorzado bien, ¿amigo mío? -dijo Sofía a su esposo.

-Sí, querida -contestó Prudencio-, el ejercicio y el aire fresco y puro de la campiña me ha abierto el apetito.

-A mí también -añadió alegremente la niña.

-¿Ve usted que bien situada está esa fonda? -continuó- Cuando uno lleva dos horas de movimiento y no se ha desayunado o lo ha hecho muy ligeramente, se encuentra con ese restaurant para poder tomar un bocado, y los empleados del tren y los fondistas son tan buenos, que los unos paran aquí, y los otros tienen los manjares humeando a punto de satisfacer nuestro apetito.

Dos jóvenes que acaban de subir al departamento de nuestros amigos se sonrieron de la candidez de Flora. Ésta lo notó, y ruborizándose acercose al oído de Sofía y dijo:

  —109→  

-¿Verdad que sí que son buenos, mamá?

-No diré que sean malos -contestó la interrogada en voz alta, sonriendo a su vez-, pero no es suficiente prueba de su bondad el haber establecido aquí ese restaurant, como dice su rótulo, palabra tomada del francés, o esa fonda, como tú has dicho.

Las empresas de los ferrocarriles disponen las paradas y todo lo demás del modo más cómodo para los viajeros, porque éstos tienen derecho a ello, y a los intereses de la empresa conviene contentar a los que contribuyen a su prosperidad. El establecer fondas en los puntos de parada es una industria como otra cualquiera, un modo honrado de ganarse la vida; pero no una obra de caridad.

Prudencio había comprado periódicos en la estación y se puso a leer. Los jóvenes, después de escuchar la prudente respuesta de Sofía, que estaba, sin duda, muy en armonía con lo que ellos pensaron al sonreírse, hablaban entre sí de negocios.

Flora decía como hablando consigo misma:

-¡Vaya, vaya, y yo que estaba tan agradecida!

-Puedes y debes estarlo -dijo la madre.

-¿A quién y por qué?

-Ante todo a Dios, que haciendo al hombre señor de la creación, ha derramado a manos llenas sus beneficios poniendo en la tierra y en la atmósfera, en los animales, plantas y minerales todo cuanto es necesario para satisfacer las necesidades de su predilecta criatura, y porque te ha hecho nacer en un país civilizado donde puedes recibir una educación cristiana y esmerada, vivir al amparo de sabias y justas leyes, y aprovecharte de los adelantos de las ciencias, las artes y la industria; y agradecida también debes estar a los que con sus estudios y experimentos han realizado verdaderas maravillas, cosas que un día se hubieran considerado milagrosas, y que hoy encontramos ya perfeccionadas, allanadas todas sus dificultades, y nos aprovechamos de ellas sin consagrar un recuerdo de   —110→   reconocimiento a los que han dedicado su vida entera a descubrir la propiedad de un cuerpo o de un fluido, arrancando un secreto a la naturaleza.

Flora quedó en silencio por algún tiempo, reflexionando en las palabras de su madre, tributando gracias al ser Supremo y admirando la perseverancia y el poder de la humanidad.

Luego, como observase que el padre doblaba los diarios y se los ponía en el bolsillo, cambió de sitio, y sentándose a su lado, le preguntó:

-¿Haremos todo el viaje por el camino de hierro? ¿No hay otros modos de viajar?

-Sí los hay -contestó el interrogado-; pero no pienso aprovecharme de ellos por temor al mareo; especialmente tu mamá y tú, estoy seguro que si os embarcaseis, pasaríais un mal rato.

-¿Y los demás que se embarcan?

-Le pasan, por lo regular, la mayor parte de ellos, pero después de habituados, se suelen encontrar bien, y en cuanto a los marinos de profesión se hallan más a su gusto a bordo que en tierra.

-Pues yo no me mareo; ahora me acuerdo que una vez me embarqué en una lancha y bogué por el Ebro, con mamá y algunas amigas, sin marearme.

-Siguiendo la corriente tranquila de un río, nadie se marea; es el balanceo de un buque que sube y baja de un modo más o menos violento e irregular sobre la movible superficie del mar, lo que produce ese desvanecimiento de la cabeza y esa revolución del estómago, conocido con el nombre de «mareo»

-¿Y cómo se mueven los barcos?

-El modo más sencillo y primitivo es a fuerza de remos.

-Eso ya lo he visto.

-Luego hay buques de vela y también de vapor. Los primeros tienen grandes trozos de fortísima tela, colgados en los mástiles con cierto artificio, que cuando el viento es favorable los despliegan y la fuerza del

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viento los hincha e impele arrastrando la embarcación.

-¿Y cuándo el viento es de la parte opuesta?

-Tienen que plegar velas y permanecer parados.

En cuanto a los de vapor, a favor de una caldera de agua hirviendo, que como la de la locomotora pone en movimiento la máquina, navegan con mucha mayor velocidad que los de vela; y sin tener que esperar vientos propicios, llegan con tanta regularidad y fijeza a su destino como el tren en que ahora viajamos.

-¿Quién dirige todo eso?

-En cada buque va un capitán, que es lo que aquí el jefe del tren. Los marinos estudian náutica, geografía, astronomía, etc., ellos se proveen de un hábil maquinista naval, si el barco es de vapor, y, en todo caso, el piloto y demás empleados y tripulantes, y con su pericia responden de la seguridad de los pasaderos y cargamento.

-¿Se viaja con comodidad en un barco?

-Fuera de la inevitable molestia del mareo, se disfruta en los grandes vapores de las compañías de transporte todo el bienestar y hasta el lujo que se podría apetecer en el servicio de una de las más acreditadas fondas.




ArribaAbajo- XI -

El Sol y la Luna


El segundo día de viaje habían salido nuestros amigos antes de amanecer.

Flora, que pocas veces había visto salir el Sol, estaba encantada contemplando aquellas franjas de ópalo y oro que bordaban el horizonte, aquella luz tibia y rosada que cubría la tierra, despertando a los ruiseñores, que tenían su nido en los cercanos matorrales, y que habituados al ruido del tren, no interrumpían a su paso el melodioso canto con que saludaban la proximidad del nuevo día. Sentíase el suavísimo perfume de la retama y la madre selva, las rosas silvestres se   —113→   mecían sobre sus tallos, y las mariposas blancas y los insectos de mil colores se levantaban volando espantados al oír el silbido de la locomotora. Todo era bello, hasta el ligero penacho de humo que en graciosas espirales se elevaba, ostentaba tintes de rosa y de topacio, debidos a la poética luz del Sol naciente.

Éste, como un globo de fuego, se fue desenvolviendo de aquellos brillantes cendales, flotó algún tiempo entre una masa de tenues vapores, después se condensaron éstos, formando blancas y rosadas nubecillas, y por fin, desapareciendo todo como la decoración de un drama de magia, quedó solamente un cielo de un azul purísimo, en el cual brillaba un Sol esplendoroso.

Como decíamos, todo esto era nuestro para nuestra amiguita, que había permanecido con las manos cruzadas, de pie enfrente de la ventanilla y mirando sin pestañear.

Cuando el Sol le dio en los ojos, se retiró, corrió la cortinilla, y sentándose dijo:

-¡Cuán hermoso es todo esto, papá mío!

-Ya lo creo; se han reunido tres auroras con toda su poesía y su belleza -dijo Prudencio.

-¿Cómo es eso?

-La aurora del día, la primavera, aurora del año y tu edad, aurora de la vida.

-¿Qué es la primavera?

-Es la estación del año en que nos hallamos. Éstas son cuatro, cada una de las cuales comprende tres meses: la Primavera principia en 21 ó 22 de marzo; el Estío en los mismos días de junio; el Otoño del 20 a 23 de septiembre; y el invierno en los mismos días de diciembre.

La primera estación, es la de las flores, y la más agradable por su bello aspecto y suave temperatura; la segunda es la estación, de las mieses, en ella tiene lugar la siega y la trilla, tiempo en que el campo ha perdido las galas de la Primavera, en que el calor molesta; pero en cambio es la estación, más rica, porque   —114→   el trigo y demás cereales que se recogen en ella constituyen el principal caudal de nuestros agricultores. En Otoño, las lluvias son frecuentes, con ellas reverdecen los campos y vuelven a recobrar un aspecto agradable; pero con una belleza más grave, más melancólica que la de la Primavera; entonces abundan en nuestro país las más dulces y exquisitas frutas, se verifica la vendimia, o sea la cosecha de la uva, para convertirla en vino, y se recoge la aceituna, que molida produce el aceite, tan necesario para condimentar los manjares y para diferentes usos, si bien en el alumbrado (que era uno de los principales en que se empleaba) tiene ya poca aplicación, habiéndose sustituido por el gas y por el petróleo o aceite mineral. Por último, el Invierno es la imagen de la muerte; la mayor parte de los árboles están desnudos de sus hojas, no nacen florecillas en el césped, las nevadas son frecuentes y los hielos y escarchas casi cotidianos; en esta estación descansa la tierra para adquirir mayor fuerza productiva, y en la que está sembrada germina lentamente la semilla, la nieve se va derritiendo y filtrando; por lo cual la sazona mejor que la lluvia, que muchas veces corre sin tener lugar de empapar los terrenos fuertes.

-¡Y yo qué hubiera deseado que todo el año fuese Primavera!

-Ya ves que no es conveniente, y además no sería posible.

-¿Por qué no había de ser posible?

-¿Te acuerdas lo que te expliqué hace algún tiempo del doble movimiento de la Tierra?

-Sí, papá, el movimiento de rotación y el de traslación o revolución. Me dijo usted que el primero producía el día y la noche, pero, ¿en qué consiste ese espectáculo tan bello que precede a la salida del Sol?

-Voy a explicártelo. ¿No has visto alguna vez meter en el agua un bastón, una rama, un palito cual   —115→   quiera y te ha parecido que se había quebrado, puesto que veías la parte superior perpendicular y la parte sumergida horizontal, como si estuviese doblada?

-En efecto, lo he visto y no he sabido explicármelo.

-Eso es debido a un fenómeno que se llaman refracción.

-¿Y en qué consiste?

-En que los rayos de la luz que parten del Sol, porque sin este gran luminar no existiría la luz ni los colores; estos rayos, digo, cambian de dirección formando un ángulo al pasar de un cuerpo diáfano a otro más denso, se doblan, digámoslo así, y por eso a nuestra vista aparece doblado el bastón, porque lo está el rayo de luz que le pinta en nuestros ojos, puesto que ha sufrido la refracción al pasar del aire al agua.

-Lo entiendo un poco, pero, ¿qué tiene que ver esto con lo que te he preguntado?

-¿Recuerdas que la atmósfera que rodea nuestro globo no tiene más que quince leguas de espesor, profundidad o altura, como quieras llamarlo?

-Sí; ¿qué hay más arriba?

-Más arriba o más abajo, que por eso tampoco hemos de disputar, existen otras capas de aire más sutil, que el aire atmosférico, en el cual no podrían vivir las plantas ni los animales. Pues bien, al pasar de aquel aire a la atmósfera los rayos del Sol se quiebran, y nosotros vemos, no el rayo del Sol, sino su brillante reflejo. Eso se llama el crepúsculo matutino y una cosa semejante sucede con el vespertino o de la tarde.

-¡Cuán bueno es el Señor que hace cosa tan hermosas para nuestro recreo!

-Y para nuestro bien positivo, porque si la Naturaleza pasase súbitamente de las tinieblas de la noche a la viva luz del Sol, nuestra vista no podría resistirla esta brusca transacción.

-Diga, usted pues, ¿cuál es la causa de las estaciones?

-La posición que la Tierra tiene respecto del Sol.

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Ya te dije que al dar la vuelta formaba, no un círculo, sino una elipse. Círculo es una línea curva que tiene todos sus puntos a igual distancia de otro que se llama centro. El anillo que llevas en el dedo y la boca de este frasco son dos pequeños círculos: la elipse es una figura ovalada como los vidrios de mis lentes o la boca de mi vaso de viaje.

-Ya lo entiendo; y al pasar la Tierra más cerca del Sol será verano.

-No es eso precisamente; al recorrer la Tierra su órbita y hallarse más elevada que el Sol, o sea de modo que sus rayos hieran directamente al hemisferio Sur, será verano para los habitantes de éste e invierno para los del opuesto; y cuando ha recorrido la mitad de su órbita y se halla en el punto opuesto, es verano para los habitantes del hemisferio Norte e invierno para los del Sur.

-¿Con qué no consiste en la distancia a que nos hallamos del Sol?

-No ciertamente. En invierno nos hallamos más próximos, si bien la diferencia es insignificante; pero los rayos del Sol nos hieren de un modo más directo en verano. Comprenderás esto fácilmente, si acercas la mano a la luz de una bujía. ¿No es cierto que si la pones al lado la puedes acercar impunemente hasta muy pocos centímetros de la llama?

-Es claro.

-¿No es también evidente que si la pones encima tendrás que levantarla mucho, so pena de abrasarte?

-En efecto.

-Pues he ahí demostrado lo que sucede en verano.

-Ya lo he comprendido.

-La órbita terrestre está determinada por doce signos o constelaciones llamados: Acuario, Piscis, Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario y Capricornio, correspondientes a los doce meses del año; si bien hay que advertir que no entra la tierra en el signo Acuario en 1 de julio, sino el 21, y así sucesivamente.

  —117→  

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-Ni ése es el orden de los meses, pues yo sé muy bien que son: Enero, Febrero, Marzo, Abril, Mayo, Junio, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre.

-Pues comienza a contar por el signo de Leo y tendrás el que empieza en el primer mes del año o sea en 20 de Enero.

-¿Por qué no tendrán todos los meses un mismo número de días?

-Tú, que ya sabes algo de Aritmética, comprenderás que teniendo el año natural 365 días 6 horas y no   —118→   siendo el número 12 factor del 365, no pueden los doce meses tener un número de días exactamente igual.

-Pues a mí me enreda eso.

-No te sucederá, si retienes en la memoria la siguiente cuarteta:


Días treinta hay en septiembre,
en abril, noviembre y junio,
en febrero veintiocho,
y en los demás treinta y uno.

-Y las 6 horas, ¿qué se hacen?

-Cada cuatro años forman un día, que se añade a los 28 de febrero, cuyo mes tiene entonces 29, y el año, que en este caso cuenta 366, se llama bisiesto.

El día en que entra el estío tiene lugar el solsticio, esto es, el día más largo del año, o sea el en que está el Sol más tiempo visible para nosotros; a los seis meses justos, se verifica el solsticio de invierno, o sea el día más corto del año; desde un solsticio al otro van los días creciendo o decreciendo, según se aproxime la primavera y el otoño, de lo que resulta que al empezar estas estaciones el día y la noche son iguales, es decir, que tenemos doce horas de Sol.

-Me dijo usted que me explicaría el movimiento de la Luna.

-Voy a cumplir mi promesa. La Luna es el satélite de la Tierra, lo cual quiere decir que la acompaña en su movimiento alrededor del Sol, trazando al mismo tiempo su órbita alrededor de la Tierra: tarda en esto 27 días 7 horas 43 minutos; pero como durante este tiempo la Tierra ha recorrido una parte de la suya, la Luna tiene que recorrer también aquel espacio para llegar al punto de donde salió, y necesita emplear dos días más; de modo que el mes lunar o sinódico es de 29 días y medio, el cual repartido en cuatro cuartos corresponden 7 u 8 días a cada uno.

-¿Cómo son los cuartos de la Luna?

-Cuando el Sol la ilumina por la parte opuesta a la Tierra se dice que está en el novilunio, vulgarmente   —119→   luna nueva; adelantando en su movimiento de traslación alrededor de la tierra, empezamos a ver alguna parte del hemisferio lunar, iluminado, que cada noche es algo mayor, hasta que aparece la mitad de su disco o sea un semicírculo de luz, y entonces se llama cuarto creciente.

Continuando en su movimiento nos presenta mayor parte iluminada, hasta que a los siete u ocho días se ve todo su círculo bañado de una luz suave y bella, entonces es luna llena o plenilunio.

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Sigue disminuyendo en la misma proporción la parte que vemos iluminada, y al llegar de nuevo a presentarse como un semicírculo se llama cuarto menguante.

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Siguiendo en su movimiento va desapareciendo completamente la parte iluminada, hasta que se nos oculta completamente; y como esto se repite sin interrupción todos los meses, así se reproducen los mismos aspectos, que se llaman fases de la Luna. Y basta, pues han anunciado 45 minutos de parada y nos vendrá perfectamente para comer.




ArribaAbajo- XII -

El Agua


Hacía algunos días que Prudencio y su familia se hallaban en cierto establecimiento de baños, situado en una pintoresca villa en la vertiente de una montaña.

Por cualquier parte que saliesen a dar un paseo, la vista podía extenderse y el ánimo dilatarse contemplando grandiosas perspectivas.

Los bañistas, según sus aficiones, se reunían en el salón del establecimiento y hablaban de política los hombres y las mujeres de modas, no faltando quien se entregase al pernicioso e inmoral vicio del juego.

Alguna vez se celebraban veladas artísticas; se tocaba el piano, se cantaba, se bailaba y se leían composiciones poéticas. A estas reuniones solían asistir nuestros amigos, siendo de advertir que Sofía era de las damas que se presentaban más modestamente vestidas, pues opinaban ella y su esposo que el lujo (que siempre y en todas partes es reprensible) es hasta ridículo en un sitio y en una época elegidos para buscar solaz, comodidad y reposo.

En las demás ocasiones se les veía comúnmente solos, ora trepando a la cumbre de un montecillo para dominar el valle y la pradera contigua, ora sentados a la sombra de una corpulenta encina desde donde se oía el murmullo de una cascada, dejando a la niña entretenerse en formar ramilletes de silvestres flores.

  —121→  

Un día, en que se hallaban junto a un arroyo, Flora echó una hoja y fue siguiéndola con la vista hasta que unas malezas la ocultaron.

-Me hubiera gustado seguir esa hoja -dijo a su mamá.

-Hubieras tenido que andar muchísimas leguas -contestó ella.

-¿Adónde va, pues, éste?... No me acuerdo cómo se llama.

-Este arroyo va al cercano río, el cual, como todos, desemboca en el mar, después de haber recorrido una extensión más o menos dilatada.

-El mar es un río mucho mayor que los otros, ¿no es verdad?

-No por cierto -la interrumpió el padre. Ya sabes que el mar es una extensión de agua que cubre la mayor parte de la Tierra. Toma diferente nombres, así se dice: Mar glacial del Norte, Mar glacial del Sur, Gran Océano, Mar de las Indias, Mar Pacífico, Océano Atlántico, Mediterráneos, etc.

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-¿Cuáles son las mares que bañan nuestras costas?

-Las del Norte, el Este y parte de Sur, el Océano; las de la parte occidental de Andalucía, las de Murcia,   —122→   Valencia y Cataluña, el Mediterráneo, que se comunica con el primero por el estrecho de Gibraltar.

El agua del mar, entre otras propiedades, tiene la de ser tan salada y amarga que no sirve para beber. El agua para poder satisfacer nuestras necesidades, ha de estar en estado líquido y pura, esto es, transparente, sin olor, color, ni sabor determinado.

-¿Líquida ha dicho papá? Creo que sino fuese líquida no sería agua.

-Te diré. El agua es un compuesto de 89 partes de hidrógeno y 11 de oxígeno o aire inflamable por cada 100. Cuando este fluido, por razón del frío se convierte en hielo, se halla en estado sólido; y cuando, por efecto del calor, pasa al estado gaseoso, se convierte en vapor; he aquí como puede encontrarse en estado líquido, sólido y gaseoso sin dejar de ser agua.

-Si no tiene sabor, ¿por qué le llamamos dulce?

-Para diferenciarla de la salada.

-¿Y de dónde procede el agua que no es de mar?

-De la filtración de las lluvias y nieves a través de la tierra.

-Y el agua de la lluvia, ¿de dónde sale?

-Préstame atención y verás en esto, como en todo, la admirable sabiduría del Altísimo.

El calórico es un fluido que existe en todos los cuerpos, es lo que vulgarmente llamamos calor, o mejor dicho, la causa del calor y el origen de muchísimos fenómenos.

Yo esperaba que me preguntarías, ¿por qué las aguas del mar, aumentándose continuamente con las corrientes de los ríos, no traspasan nunca sus límites?

-Porque Dios no quiere.

-Cierto, pero Dios se vale siempre de medios naturales, o sea de las leyes que ha establecido desde el principio del mundo.

-¿Por qué, pues, no los traspasa?

-Porque, a causa del calórico, se convierte en vapor una parte proporcional a la que entra, y este vapor   —123→   forma esas nubes, ya blancas y ligeras, ya plomizas y pesadas, que flotan sobre nuestras cabezas. Por el enfriamiento de la atmósfera, vuelven a condensarse aquellos vapores, y convertidos en agua, en nieve o en granizo, caen sobre la tierra; dando de nuevo lugar a la filtración, esto es, a las claras fuentecillas que manan entre las rocas, al arroyo murmurador que riega el verde césped y las lindas flores, y a la imponente cascada, tributarios todos del caudaloso río, que, como he dicho, desemboca en el mar.

-Magnífico es todo eso, pero no comprendo bien lo de convertirse el agua en vapor y viceversa.

-¿No has visto lo que sucede alguna vez si las muchachas dejan una vasija con agua en la hornilla, y se olvidan de ella?

-Que hierve y se disminuye el agua.

-¿Qué sucedería si no la retirasen?

-Que al fin se acabaría.

-Has de entender que en la naturaleza nada se acaba, todo en ello se reduce a meras transformaciones. Así, pues, el agua de la vasija no se agota, sino que se convierte en vapor. ¿Has reparado que si la olla, o lo que fuere, está tapada, la tapadera está mojada por la parte interior?

-Ciertamente.

-Aquello es el vapor que allí se ha ido depositando; y también habrás observado o puedes observar que al enfriarse o condensarse se convierte en gotas que caen inmediatamente al suelo.

-Es verdad, y alguna vez me he quemado con las tales gotas.

-He ahí, pues, la teoría de la lluvia. Aquellas gotas caen calientes, porque no tienen tiempo de enfriarse como el agua, que desciende de más o menos considerable altura.

-¿Y la nieve y el granizo?

-Proceden de un enfriamiento más súbito y más intenso que la lluvia.

  —124→  

-¿Cuántos son los principales ríos que bailan nuestra península?, porque he oído algo de eso, y no lo recuerdo.

-Los más caudalosos y que atraviesan mayor parte de territorio, son: El Duero, que nace cerca de Soria, recorre 776 kilómetros, y desagua en el Océano en Portugal, cerca de Oporto. El Tajo, que nace cerca de Albarracín, recorre 825 kilómetros y desagua en el Océano, junto a Lisboa. El Guadiana, que tiene su origen en las lagunas de Ruidera, en La Mancha recorre 725 kilómetros y desemboca en el Océano, entre Andalucía y Portugal. El Guadalquivir, que nace en la falda de la sierra de Segura, y después de 505 de curso, desagua en el Océano por Sanlúcar de Barrameda. El Ebro, que nace en Fontibre, en la provincia de Santander, y después de haber recorrido 725 kilómetros desemboca en el Mediterráneo, junto a Tortosa, en la provincia de Tarragona.

-Gracias, papá; con otra vez que me lo diga usted tomaré apuntes y no lo olvidaré.

-Harás bien, porque leyendo se aprende mejor que oyendo hablar, y escribiendo un período, mejor que leyéndolo. Sin éstos hay más de 240 ríos menores, que la cruzan en todas direcciones; la mayor parte tributarios de los que he nombrado; por eso nuestra Península es tan fértil y abundante en frutos, legumbres, pastos, maderas, etc.; pero ahora recuerdo que he repetido la palabra península, que antes has usado tú, sin que esté cierto de que sepas lo que quiere decir.

-En efecto, he oído decir que España es una península, pero no sé lo que esta palabra significa.

-Pues es una extensión de tierra, unida al continente por un solo extremo, y en lo restante rodeada de mar. Continente o tierra firme es una gran extensión de tierra, que puede anidarse sin pasar el mar, e isla una porción de terreno ceñida de mar por todas partes. De modo que España sola no forma una península, si no que la forman España y Portugal.

  —125→  

-Como que antes era todo una nación.

-Es cierto.

-Pero, papá, toda el agua de las fuentes no es igual, pues la que aquí tornan los enfermos tiene un gusto muy desagradable.

-En efecto, la de este manantial es sulfurosa; hay aguas termales, esto es, calientes, ferruginosas, acídulas, gaseosas, etc., y toman estas cualidades de las substancias que recogen en los terrenos que atraviesan en su filtración o en su curso.

-Y la cascada, cuyo rumor escuchamos en este momento, ¿cómo se forma?

-Cuando un arroyo o un río se precipita con fuerza desde la cumbre de una montaña, forma una cascada; si es muy caudalosa se llama catarata, como las del Niágara en el Norte América, que es la más imponente del mundo.

-Y los juegos de agua de los jardines, ¿en qué consisten?

-Por una ley natural, el agua comprimida dentro de un tubo, se eleva, en cuanto se le permite la salida, hasta la misma altura de que desciende; y desde allí, perdiendo su impulso, cae de nuevo sobre la tierra o en la taza de una fuente, con más o menos fuerza y en una u otra forma, según el continente en que había permanecido sujeta.

-Pero, ¿de dónde viene allí?

-De las montañas o de depósitos es conducida por medio de tubos o cañerías.

-Y el pozo que había en casa ¿quién lo llenó?

-Los pozos se abren cavando en un punto en que se sospecha debe haber agua, procedente de las filtraciones del mar o de las lluvias.

-Y las bombas que yo he visto funcionar, ¿en qué consisten?

-En la naturaleza no hay nada vacío, lo que no está ocupado por otra cosa, lo está por el aire atmosférico, a menos que se extraiga por algún medio. El mecanismo   —126→   de la bomba consiste, pues, en un tubo, que se introduce en el agua que se desea elevar. Por dentro de este tubo corre una especie de tapón muy ajustado, que se llama émbolo, el cual, al entrar, desaloja todo el aire atmosférico contenido dentro del tubo, y al subir es causa de que el agua se eleve para llenar el vacío que ha resultado; puesto que fuera del tubo halla presión atmosférica y dentro no; sale por una abertura, vuelve a bajar el émbolo, y se repite esta operación hasta extraer la cantidad de agua que se desea.

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Ayer, cuando aplicando un barquillo a un vaso de horchata te la ibas tomando, formaste una bomba aspirante; tus labios extraían el aire atmosférico, y el líquido ascendía a ocupar su lugar por dentro del barquillo, que es un tubo como otro cualquiera.



  —127→  

ArribaAbajo- XIII -

Deberes de familia


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Aquí llegaban nuestros amigos de su interesante conversación, cuando vino a interrumpirla un muchacho de unos 12 años, robusto y no del todo mal vestido, que les pidió limosna.

-¿Por qué no trabajas? -le preguntó Prudencio.

-Porque no sé -respondió el mendigo.

-Joven eres para aprender un oficio.

-Sí, señor, pero los amos no quieren mantener a un chico que no sabe hacer nada, y yo no tengo quien me pague el aprendizaje.

-¿Tienes padres?

-Sí, señor, pero es como si no los tuviera.

-¿Tan pobres son?

-Son pobres, y además...

  —128→  

-¿Además?, ¿qué?

-Que no puedo ni quiero estar con ellos.

-Entonces eres un hijo desnaturalizado.

-No lo crea usted; me parece que no soy malo.

-Tú, ¿qué has de decir?

-Señor, usted me parece muy bueno, y así me permitiré contarle mi historia, como si fuese un confesor.

Y como viese en su interlocutor una señal de asentimiento, se sentó sobre la yerba, y empezó su relato, que Prudencio se proponía cortar en cuanto pronunciase alguna frase que le pareciera indigna de que Flora la oyese.

-Soy de X..., pueblo que está dos jornadas de aquí, pero en el tren se viene pronto.

-¿Tú has venido en el tren? -preguntó Flora.

-No, por cierto, empecé, pero no he podido concluir -replicó el muchacho sonriéndose de un modo picaresco, y continuó-. Tengo padre, madre y dos hermanas, una mayor que yo y otra más pequeña; la mayor se ha puesto a servir, ¡es claro!, las muchachas en sabiendo barrer y hacer un guisote o llevar en brazos una criatura, ya encuentra a quien las mantenga, pero, ¡nosotros!... La pequeña, allí se ha quedado pasando los trabajos que yo he pasado primero.

Mi padre es zapatero remendón, pero no es demasiado aficionado al oficio, y aunque podría ganar un jornal trabajando la tierra, prefiere ir con otros amigos a la taberna, entre tanto mi madre llora y pasa a contar sus cuitas a las vecinas, sin cuidarse de limpiar la casa, hacer la comida ni remendarnos la ropa. Mi padre viene a comer, y cuando encuentra el fuego apagado y los pucheros vacíos, se enfurece; mi madre le llama borracho y holgazán, él le pega, nosotros lloramos y pedimos socorro, los vecinos acuden y a veces ha de intervenir la justicia.

-¿Sabes que el murmurar de los padres es un gran pecado? -dijo Prudencio.

  —129→  

-Señor, siempre he oído que el que dice, la verdad alaba a Dios. Usted ha querido saber lo que pasa, yo se lo cuento.

-Pero el Señor ha dicho: «Honra a tu padre y a tu madre».

-Yo no los deshonro, todo el pueblo sabe lo que en mí ocurría en mi casa. Además yo pienso honrarlos de otra manera.

-Veamos tus propósitos.

-Si supiera leer y escribir, sería mejor, pero cuando Dios quiere con todos aires llueve.

-¿No sabes leer ni escribir?

-No, señor, cuando yo era muy pequeño nadie se cuidó de enviarme a la escuela, y cuando tuve ocho o nueve años, que me fui yo mismo, el maestro no me quiso recibir.

-¿No quiso recibirte? Eso no es creíble.

-Le diré a usted; como en casa no había mucho aseo, y yo no estaba acostumbrado a lavarme y a peinarme, tenía mal en los ojos, y en la cabeza; y vamos... la verdad, no iba muy limpio.

-Te comprendo, pobre niño.

-Cuando fui mayor y aprendí a peinarme, y tuve cuidado de lavarme bien, ya era otra cosa; pero al verme tan grandullón y sin saber una letra, los otros chicos se hubieran burlado de mí; así que cuando mi padre me dijo si quería ir a la escuela o a trabajar, contesté que prefería lo segundo.

-¿No me has dicho que no sabías trabajar?

-Quiero decir que en el invierno hacía leña y en el verano recogía estiércol; pero cuando llegaba a casa cargado con la espuerta o el hacecillo, y encontraba el jaleo armado y que no había que comer, se me caía el alma a los pies. Además, me daba mucha lástima el ver que siempre reñían mis padres, y que ella solía salir con las manos en la cabeza. Alguna vez he procurado separarlos y me han alcanzado sendos garrotazos, hasta que por fin, cansado de ver lástimas y de no   —130→   poderlas remediar, me marché sin decir una palabra a nadie, cogiendo dos pesetas que a mi padre le habían dado de unos remiendos.

-¿Y eso es lo que haces para honrar a tus padres?

-Lo confesaré todo.

Sabe usted que por mi pueblo pasa el camino de hierro, yo fui a la estación a llevar un bulto de un pasajero que me dio dos cuartos, y cuando ya el tren se ponía en movimiento, subí a un coche de segunda clase; los viajeros no me dijeron nada, y cuando vi que subía el revisor de billetes, me metí debajo de los asientos. Al salir me preguntaron los compañeros de viaje por qué me había escondido; contesté que aquel empleado era pariente mío, y que no quería ser reconocido por él, porque viajaba sin permiso de mis padres, pero sin duda no les satisfizo mi respuesta, puesto que al llegar a la primera estación me denunciaron. Yo estaba acurrucado en un ángulo del coche, entraron y me pidieron el billete, contesté que le había perdido, no me creyeron y me amenazaron con dar parte y ponerme a la cárcel; lloré, supliqué y, por fin, me deja ron en libertad, no sin echarme fuera del andén después de aplicarme una tanda de mojicones.

Entonces tomé a buen partido viajar a pie y gastarme las dos pesetas en comer, pero ya hace días que se han concluido y no tengo más recurso que pedir limosna.

-Pero, ¿adónde te diriges y qué piensas hacer?, porque en todo esto no veo la honra de tu familia.

-No llevo dirección fija, pienso mendigar hasta que sea mayor, y entonces sentaré plaza; si no sirvo para soldado, de corneta o de cualquier cosa; creo que en el cuartel les enseñan a leer y escribir, y allí, como todos son grandes, no me dará vergüenza; después, si llego a sargento, a oficial...

-O a general.

-¡Quién sabe! Si llego a ser algo, me llevaré a mi madre conmigo, y así mi padre no le pagará.

  —131→  

-Y entre tanto ¿tienen noticias tuyas?

-No lo creo; yo no dije nada a ningún vecino del pueblo.

-¿Y no comprendes, desdichado, la angustia cruel en que estarán, ignorando tu paradero?

-¡Quia! No me quieren mucho -dijo el pobre chico encogiéndose de hombros.

-Todos los padres aman a sus hijos, aun cuando, por circunstancias especiales, unos manifiesten mejor que otros este general afecto; e incurre en la nota de hijo ingrato y en el desagrado de Dios, cerrándose a sí mismo el camino de la dicha, quien, como tú, abandona el hogar paterno y priva a los que le han dado el ser de su ayuda y servicios y del apoyo que pudiera prestarles más adelante.

Por cohonestar a tus prolijos ojos y a los de los demás lo criminal de tu proceder, te dices que, cuando logres un grado en la milicia, llevarás contigo a tu pobre madre. Esto es, cuando menos, dudoso. El joven a quien la suerte condena al servicio de las armas, debe acatar los designios de la Providencia y cumplir como bueno, sirviendo a su patria con valor y con honra; pero trocar voluntariamente la vida del hogar, primero por la mendicidad y después por el cuartel, es una acción reprensible y altamente criminal, máxime si, como tú, se empieza por robar una cantidad a los padres y estafar después a la empresa del ferrocarril, viajando sin billete o tratando de hacerlo.

En la existencia vagabunda a que te has condenado, encontrarías quien te aconsejara criminales acciones y quizá quien te arrastrase a cometerlas; si llegases a sentar plaza, la moralidad del cuartel (a pesar de la represión de la ordenanza) deja bastante que desear, especialmente en tiempo de guerra, y dando de barato que se realicen tus deseos, tampoco me parece prudente el modo de evitar las discordias conyugales de tu familia, separando al matrimonio y dejando   —132→   al padre, entrado en años y probablemente ya privado de la compañía de las hijas, solo, desamparado y sin auxilio moral ni material de ninguna especie.

El chico había inclinado la cabeza y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.

-Si mis padres me hubiesen dicho esas cosas -dijo-, yo no hubiera hecho lo que he hecho.

-Si les hubieras comunicado tu proyecto tal vez te hubiesen hecho las mismas o semejantes reflexiones.

-¡Quia! -repitió, y una sonrisa escéptica brilló al través de sus lágrimas.

-¿Qué crees tú que hubieran hecho?

-Me hubiesen molido a palos, nada más.

-Pensaba que tu padre no pegaba más que a su mujer.

-Él a ella, y los dos a mí. ¡Si ellos fueran buenos!...

-Silencio. Los hijos no tienen derecho a juzgar la conducta de sus padres, y menos un muchacho inexperto e ignorante como tú. Tienes obligación de amarlos cuanto puedas; obedecerlos y asistirlos; y Dios nos juzgará a todos.

El niño se puso en pie.

-¿Cómo te llamas? -le dijo el abogado.

-Perico García, servidor de usted.

-¿Quién te ha enseñado a hablar tan cortésmente?

-Oigo que los otros lo dicen.

-¿Qué pensabas hacer esta noche?

-Esta noche, como tantas otras, si encuentro quien me dé un pedazo de pan, cenaré, y después dormiré en el vecino prado sobre la yerba.

-¿Y cuándo llegue el invierno? ¡Desdichado!

Perico no contestó y lloró de nuevo.

-Óyeme -continuó Burgos-; si tuvieses quién te recomendase al Cura y al Maestro de tu pueblo al primero, para que intercediese con tus padres a fin de que no te castigaran; al otro, para que, mediante una módica retribución, te enseñase a leer y escribir en el menor tiempo posible, si esta noche te diesen cama y   —133→   cena y mañana te pagaran el tren hasta X...; ¿me prometes que irías a pedir perdón a tus padres y permanecerías en el pueblo, siendo sufrido, aplicado y dócil a tus superiores?

-Ya lo haría, pero, ¿y después?

-Después te pagarían el aprendizaje del oficio que tú eligieses.

-Entonces, ya lo creo, pero, ¿quién había de hacer todo eso?

-Una sociedad benéfica a la cual tengo la honra de pertenecer.

Perico besó la mano de Prudencio, bañándola con su llanto. Sofía y Flora lloraban también.

-Pero ten entendido -dijo el abogado-, que nosotros no protegemos más que a personas virtuosas, o a las verdaderamente arrepentidas.

-Pues yo soy de los últimos -dijo Perico, temblando de emoción.

-Ea, pues, enjúgate esos ojos, y vamos al establecimiento.

El dueño y los bañistas extrañaron ver llegar a la familia de Burgos en tal compañía; él dio orden para que dieran al muchacho cena y cama, cargando el importe en su cuenta, y retirados en su cuarto, Flora dijo a sus padres:

-¿Qué malo ha sido Perico, verdad?

-No tanto como parece a primera vista -repuso Prudencio-, pues ha carecido de educación, ha tenido mal ejemplo, y esto le disculpa. Su padre tiene gravísima responsabilidad, porque se entrega al ocio y la embriaguez, maltrata a su familia, y no da ni proporciona a sus hijos educación moral ni religiosa, ni la necesaria enseñanza. ¿No es verdad, Sofía?

-Cierto -replicó ésta-, pero la reprensible conducta del esposo no disculpa la de su cónyuge, que abandona las ocupaciones del hogar, desacredita al marido, que es desacreditarse a sí misma, no atiende al aseo ni a la higiene de sus hijos, y descuida, en fin, sus más sagradas obligaciones.

  —134→  

El deber del padre es procurar el sustento a su familia, protegerla y darle buen ejemplo; el de la madre, distribuir los recursos de la misma, cuidar del orden, aseo y economía, reprender, aconsejar y ser el ángel custodio del marido y de los hijos; el de éstos, obedecer y respetar a sus padres, y el de todos, amarse recíprocamente.

-¡Qué buena es usted, mamá mía, y qué gracias debemos tributar a Dios los hijos que tenemos unos padres como ustedes! -dijo Flora, y llegándose a Prudencio y Sofía que estaban sentados uno al lado de otro, los abrazó estrechamente, juntando sus cabezas, y los besó repetida y alternativamente.

Prudencio cumplió su palabra. Aquella misma noche escribió a los funcionarios que había prometido en nombre de la Sociedad de que su padre y él formaban parte; por la mañana acompañó el muchacho a la estación, le tomó un billete hasta X, y le dio algunos reales para el camino, repitiendo sus advertencias.

Como suponemos que nuestras lectoras estarán impacientes por saber si el encuentro de Perico con nuestros amigos fue para el primero de provecho, y si cambió enteramente su suerte, les diremos, adelantando la relación de los sucesos, que algunos años después era un hábil y honradísimo carpintero, que vivía en una ciudad y mandaba a sus padres abundantes recursos; la hermana mayor había casado con un jornalero de buena conducta, y la menor servía de niñera. En cuanto a los padres, hemos de confesar con pena que no han mejorado sus costumbres, porque si una mano robusta puede enderezar a tiempo el tierno arbolillo, a nadie le es posible corregir la desviación del tronco de la añosa encina.




ArribaAbajo- XIV -

Continúan los apuntes de Historia de España


Ya tenemos a Flora de regreso en su ciudad natal y   —135→   a su buen padre repuesto de la alteración que su interesante salud había sufrido. Cierta noche de invierno, don Leandro y él habían salido para asistir a una junta; las señoras hacían calceta, y Flora pidió permiso para retirarse a su cuarto a escribir unos apuntes de Historia de España. Concediósele lo que solicitaba, y la madre le ordenó que cuando tuviese terminado su trabajo saliese a leerlo.

La niña tomó un quinqué, y entrando en su gabinete, permaneció un buen rato encerrada en él; luego salió, preguntó a su madre y abuela si estaban dispuestas a escucharla, y habiéndole contestado afirmativamente, con clara voz y buena entonación leyó lo que sigue:

Dominación de los godos

Imperaba en Roma la mayor inmoralidad, y en los pueblos como en los individuos ésta lleva siempre consigo la decadencia; así el imperio de aquella poderosa nación que había dominado el mundo, nos presenta en sus postrimerías una serie de traiciones, de tiranías y de asesinatos.

Como si Dios se hubiese valido de los bárbaros del Norte para castigar tanta maldad, vinieron éstos en inmenso número, semejantes a las nubes de langosta que talan un campo; y suevos, vándalos y alanos se derramaron por las Galias e Italia, se detuvieron en los Pirineos, porque ignoraban con qué clase de gente tendrían que habérselas, después de haber transpuesto aquella inmensa y natural muralla. Por fin, atraviésanla en el año 400 de nuestra era y descienden de sus cumbres como el agua de una cascada o la hirviente lava de un volcán, devastando cuanto encuentran a su paso.

Al propio tiempo se lanzan sobre Roma, asesinan y saquean; fuertes por naturaleza e imponentes por el número, nada hay capaz de resistirles.

  —136→  

Tras estos pueblos sin la menor cultura, vinieron los godos, algo más civilizados; su general Ataulfo casó con Placidia, hermana de Honorio, emperador de Roma, y vino a España a pelear con sus invasores y ceñirse la corona de este reino.

Apoderose primero del Rosellón y Languedoc, y estableció su corte en Narbona; lidió muchas veces con ventaja con los vándalos, que ocupaban la Bética (hoy Andalucía) los suevos, que eran dueños de Galicia; los alanos que poseían a Lusitania (hoy Portugal), pero antes de terminar el primer año de su reinado, murió asesinado por uno de sus servidores, en el 416.

Sucediole su hijo Sigerico, a quien proclamaron los mismos que habían conspirado contra su padre. Algunos historiadores suponen que él había conspirado también, y confirma esta suposición la criminal conducta del nuevo rey, pues mandó matar a dos hermanos suyos de parte de padre, y ató a su carro triunfal a su madrastra Placidia, que en aquella humillante actitud paseó descalza las calles de Barcelona.

Pocos días gozó de su poder aquel tirano, pues Dios le castigó, permitiendo que los mismos que le habían ensalzado le hiciesen víctima de su regicida puñal.

Walia reinó tres años con honra, y dio pruebas de extraordinario valor; venció a los alanos, vándalos y suevos diferentes veces. Luchó igualmente con los romanos, e intentó pasar al África para apoderarse del terreno que allá poseían. Las tempestades derrotaron su escuadra, y de regreso en Barcelona, frustado su intento, ajustó paces con el emperador Honorio, que deseaba tenerle propicio, para que le ayudase a vencer a los bárbaros, que eran enemigos de unos y otros. Murió en Tolosa, de muerte natural, en el año 419, nombrando sucesor a su pariente más cercano.

Más duradero fue el reinado del nuevo monarca, llamado Teodoredo: no tranquilo, pero si glorioso, al modo que se entendía entonces la gloria.

Los bárbaros, sojuzgados por Walia, recobraron ánimo   —137→   a la muerte de éste, y lucharon entre sí con tan varia suerte, que ni es dado señalar los estados que pertenecían a cada uno de los combatientes ni el tiempo que ocupaban los pueblos conquistados. Los vencedores ayer son hoy vencidos; los que poseían pocos días ha un territorio, hoy le pierden; mañana le recobran y le devastan. Toman parte en la sangrienta lid los romanos, Teodoredo rompe el tratado de su antecesor y lucha con ellos, y en medio de este espantable caos, surge un nuevo conflicto, presentándose el feroz Atila, el azote de Dios, que viene de Oriente al frente de cien pueblos, amagando destruir todas las naciones de Occidente. Éstas se unen contra él, y en el año 451, en una memorable batalla, cerca de Chalons, a orillas del Marne, el terrible Atila fue derrotado; si bien costó la vida a Teodoredo, que murió peleando como bueno, habiendo sucumbido en breves horas 170000 combatientes de uno y otro bando.

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Habían peleado a las órdenes de su padre los hijos del monarca, Turismundo y Teodorico; muerto aquél,   —138→   pretendieron ambos la corona, terciando en la discordia otro hermano llamado Eurico. Ciñósela, por fin, Turismundo, que poco tiempo disfrutó de las glorias mezcladas de peligro que en aquel tiempo ofrecían los tronos, pues sus envidiosos hermanos le mandaron asesinar en 454.

Teodorico reinó doce años. Al valor, que era hereditario y podríamos llamar innato en los reyes godos, reunía otras cualidades, pues amaba a sus pueblos y se había captado el afecto de éstos. Venció a los suevos en una formidable batalla, pero debía el trono a un fratricidio, y su hermano, que no olvidaba este horrible precedente, le mandó asesinar (como habían hecho antes los dos con Turismundo) en 466.

Lástima grande que este doble crimen mancille la memoria de Eurico, pues por lo demás fue un buen rey, logrando lo que ninguno de sus antecesores, que fue sacudir el yugo de los romanos y conquistar gran parte de las Galias. Murió de enfermedad en 466.

Alarico, hijo y sucesor del anterior, quiso apoderarse por completo de las Galias; pero halló un formidable rival en Clodoveo, rey de Francia. En 506 vinieron a las manos los dos monarcas; Clodoveo mató el caballo de Alarico, éste cayó con el bruto, y un soldado franco le quitó la vida.

Los godos, no respetando el derecho de sucesión, como parecía haberse establecido para obtener la corona, eligieron por rey a Gesalico a la muerte de Alarico. Poco tiempo reinó y murió asesinado en 511.

Amalarico, hijo de Alarico, que había disputado la corona a su antecesor, era arriano; es decir, que aunque cristiano, pertenecía a una secta fundada por el hereje Arrio. Había casado con Clotilde, hija de Clodoveo, rey de Francia, católica como su padre. Esta boda fue origen de una guerra doméstica que trascendió bien pronto a las dos naciones, pues Clotilde, que no quería abjurar el catolicismo, se veía cruelmente atormentada por su esposo, hasta el punto de darle   —139→   golpes e inferirle heridas. Sufrió al principio con cristiana resignación, pero, al fin, se quejó a sus hermanos, que eran cuatro reyes de diferentes Estados, mandándoles un pañuelo tinto en la sangre de sus heridas.

Los hijos de Clodoveo se llenaron de cólera, todos a un tiempo declararon la guerra a su cuñado, y le presentaron batalla, que él aceptó, muriendo en ella (531).

Téudis, que había gobernado durante la menor edad de Amalarico, supo conquistar de tal suerte las simpatías de los españoles, que a la muerte de aquél le proclamaron rey; vivió guerreando con los francos y con Belisario, general romano, que en su tiempo se apoderó de Ceuta, y murió asesinado por un loco en 548.

Teudiselo, nombrado general por Téudis, y proclamado sucesor suyo, era de sangre real, aunque de origen extranjero. Valiente, cual sus antecesores, era por demás vicioso, lo cual le acarreó gran número de enemigos que conspiraron contra él y le asesinaron en un festín en 549.

Agila, si no tan vicioso como el anterior, fue indolente y descuidado; era además arriano, todo lo cual previno contra él al pueblo y al ejército, que, habiendo ya aprendido a conspirar y asesinar reyes, le quitó la vida en 554.

Atanagildo sucedió a Agila, pero el emperador de Roma, Justiniano, que había trabajado para derribar a éste y entronizar a aquél, no lo hizo tan desinteresadamente, que no reclamase recompensa. Quiso, por tanto, apoderarse de gran parte de Aragón, Valencia y Toledo; Atanagildo intentó resistir; pero vencido y acusado de ingrato por sus antiguos aliados, falleció de muerte natural en 567.

Después de cinco meses de interregno, fue nombrado rey de España Liuva I, que lo era de la Galia gótica; pero conociendo modestamente que no podía atender al gobierno de las dos naciones, hizo lugar en su   —140→   trono a su hermano Leovigildo, que vivía en España, quedándose él en Francia y mandando desde allí sus órdenes e instrucciones. Fue buen rey y murió en 592.

Leovigildo fue hombre de extraordinario valor y gran fortuna; hizo una sola nación de toda España; arregló un buen sistema de rentas, y fue amigo de pompa y esplendor; así se desprende de haber sido el primero que se sentó materialmente en un trono, que mandó construir en la ciudad de Toledo, donde tenía su corte, y usó púrpura y corona en público.

Mancha su fama la cruel persecución que emprendió contra los católicos, con tan implacable sala, que no perdonó a su propio hijo Hermenegildo, a quien hizo degollar por no querer abrazar el arrianismo, y a quien Santo y Mártir venera la Iglesia en sus altares. Murió Leovigildo en 586.

Hasta aquí llegaban los apuntes que Flora leyó con aplauso de las señoras, y por orden de éstas dejó sobre la mesa, para que los hojeasen su padre y abuelo, quienes a su vez quedaron altamente complacidos.




ArribaAbajo- XV -

El perro del ciego


Solían reunirse en casa de don Leandro algunos amigos de confianza, que pasaban las noches de invierno en sabrosa plática, y como los asuntos que se trataban eran tan útiles como amenos, dejaban a Flora que participase de aquellas gratas veladas. En una de ellas se hallaban congregados nuestras antiguas conocidas Amparo y Teresita, un anciano caballero, compañero de armas del dueño de la casa, y un matrimonio con una niña de la edad de Flora y un niño menor que ellas, excesivamente travieso.

Cada vez que el chiquillo salía de la sala, la niña de la casa manifestaba impaciencia suma, y en verdad que no le faltaban motivos para ello, pues le habían   —141→   regalado un precioso galguito inglés, a quien quería en extremo. Sabía que el animalito dormía en el comedor, y le constaba igualmente que el niño tenía un placer en atormentar a los animales.

Un doloroso bullido del galguito vino a justificar los temores de Flora.

-Tomasito, no le hagas daño a mi perro -dijo la niña, e iba a lanzarse fuera de la sala cuando el animal entró corriendo, y Tomás en pos de él.

-¿Por qué le pegas? -dijo su padre abochornado.

-Porque él me quería morder -repuso el niño.

-No hubiera intentado tal cosa si tú no le hubieras molestado -dijo Prudencio interviniendo.

El anciano amigo de Burgos tomó la palabra y dijo:

-Es muy frecuente en los niños la tendencia a mortificar los animales, de modo que algunos que por lo demás no manifiestan malos sentimientos, son hasta crueles con los pajarillos o cualquier otro pobre animal que cae en sus manos.

-Eso procede de la falta de reflexión -se apresuró a decir la madre de Tomasito.

-De mí sé decir -respondió Flora-, que desde un día (cuando era muy pequeñita) en que quise matar unir mariposa, y papá me dijo que no debía hacerlo, no he vuelto a intentar causar el menor daño a ningún animal.

-Si así no fuese serías ingrata, no solamente con ellos que todos están subordinados y la mayor parte son útiles a la especie humana, sino al hacedor supremo, que los ha destinado para gozar de la vida y cumplir su destino sobre la tierra. ¡Y qué inmensa variedad existe -continuó el caballero- desde el membrudo elefante hasta el insecto microscópico!

-A mí me gustaría saber todo eso -dijo Flora.

-Y a mí también.

-Y a mí -añadieron Tomás y su hermanita.

-Ya os lo enseñarán en el colegio -contestó Sofía.

-Sí, ¡pero entre tanto! -insistieron ellos.

  —142→  

-¡Ea!, ¿quién está dispuesto a convertirse en catedrático de Historia natural? -interrogó Teresita, porque yo también escucharé con gusto la lección.

Creo que el más indicado será don Prudencio.

-Lo haré con mucho gusto -respondió el aludido-, pero me parece que será mejor dejarlo para otro rato, en que esté solo con la gente joven, porque hoy habría en mi auditorio personas demasiado ilustradas, a quienes cansarían mis explicaciones.

-Eso nunca -repuso el que antes había hablado-, pero ya que de perros se ha tratado, y veo que Flora está tan prendada del suyo, si estos niños me prestan su atención, les contaré la interesante historia de un ciego y de su perro.

-Va de cuento -dijeron alegremente los niños, acercándose al caballero.

-No es cuento, no, os he dicho que es historia, y yo he conocido al protagonista.

-Vamos, pues, historia.

El narrador empezó su relato en estos términos:

«Jacinto era un amable niño de noble corazón y simpática figura, y hubiera sido hermoso, si la luz del Sol hubiera iluminado sus pupilas y animado sus miradas. Mas, ¡ay!, el niño era ciego y pobre, habiendo perdido, además, a su padre cuando apenas contaba once años. Mientras vivió el autor de sus días, Jacinto fue a la escuela del pueblo, donde el bondadoso profesor le enseñó todo cuanto podía aprender de viva voz, es decir, la Doctrina, la Historia Sagrada, las nociones de algunas ciencias y muchos cuentos e historias morales, que retenía perfectamente en la memoria.

Muerto el padre, Jacinto y su madre quedaron sumidos en la miseria, pues, aunque ella era joven y hubiera podido ponerse a servir, los cuidados que tenía que tributar al pobre cieguecito, se lo impedían; de modo que ganaba un jornal lavando ropa, iba a espigar o se ejercitaba en otras faenas agrícolas, según la estación; y en el rigor del invierno no era raro verla   —143→   salir a los caminos, con su hijo de la mano, a mendigar una limosna por amor de Dios.

Jacinto rogaba a su cariñosa madre que le buscase un perro, el cual podría acompañarle sirviéndole de lazarillo; juntos recorrerían la población, saldrían a la carretera, y ella podría ganar su jornal, o permanecer tranquila en casa arreglando sus vestidos y los del muchacho.

Accedió la madre gustosa, y un vecino les regaló un perrillo joven, al que pusieron por nombre Palomo, y que desde luego se encariñó con el ciego, en términos que no le perdía un momento de vista.

Acostumbrose a guiarle perfectamente, le llevaba casa de las personas caritativas que acostumbraban socorrerlos, y ladrando alegremente desde la puerta, anunciaba su presencia y la de su desgraciado amigo, lamiendo las manos de sus favorecedores y manifestándoles su gratitud con mil caricias. En cuanto a los avaros que alguna vez le despedían con enojo, nunca más volvía a atravesar sus umbrales, lanzando un imperceptible gruñido cuando pasaba por delante de su puerta, y llegó a ser tan inteligente en la materia, que, mirando con atención el rostro de una persona, se decidía o no a acercarse a ella, simpatizando con las almas generosas y buscando con anhelo a los que las abrigaban; y apartándose con repulsión de los hombres egoístas y de malos instintos. Este criterio, que así podríamos llamar al instinto de aquel fiel e inteligente animal, vino a ser tan conocido de todos los vecinos del pueblo, que su agrado y sus muestras de afecto eran mirados como una garantía de honradez y probidad2.

A los pocos meses de haber hecho Jacinto tan preciosa adquisición, murió su madre, y quedó el pobre niño sin más compañía que la de su fiel Palomo, ni más recurso que la caridad de los vecinos. El propietario   —144→   que les tenía alquilado un humilde cuarto bajo, se lo cedió gratis; una vecina le barría y mullía la cama que servía para el niño y el perro; otra, le lavaba la ropa.

Por lo demás, Jacinto, para no ser gravoso a sus paisanos, adoptó una vida nómada; de modo que pasaba días enteros fuera del pueblo, quedándose a dormir con su fiel amigo, ya en el muladar de una venta, ya en la era, ya debajo de copudos árboles, sin más lecho que el blando césped. Pero si en estas excursiones sus miembros se endurecían y su piel se curtía, no se empañaba la candidez de su alma, pues el niño por convección y el perro por instinto, huían la compañía de los malos.

Un día Jacinto se sintió enfermo. Había andado más de lo regular y regresaba cansado y sudoroso a su pueblo, cuando ya cerca de él sintió que se levantaba un viento frío y huracanado que heló el sudor en sus miembros. Dirigiose a su cuartito, sintiendo dolor en la cabeza y en las articulaciones, se sentó sobre la cama, sacó de su morral un poco de pan y le dio a Palomo, porque él se encontraba del todo inapetente.

El perro fijó en él su inteligente mirada, como preguntándole por qué no cenaba, pero el pobre ciego no podía observar el ademán de su amigo.

Palomo lamía las manos del niño, pero no comía. Jacinto se dirigió a la puerta, la cerró por dentro, y se echó en la cama con el perro a sus pies.

Pronto una violenta calentura privó del conocimiento al pobre ciego, y cuando la luz del alba penetró por la mal cerrada ventana, él no estaba en disposición de levantarse ni de abrir la puerta; pero estaba allí su fiel amigo, que corrió a ella y empezó a arañarla con las patas delanteras aullando lastimosamente.

Algunos vecinos acudieron alarmados temiendo que hubiese sucedido alguna desgracia al simpático cieguecito, y sin mucho trabajo abrieron la puerta.

El perro saltaba de alegría en cuanto vio que llegaba   —145→   un socorro para su joven amo, y buscando entre todos a la compasiva mujer que barría el cuarto y hacía la cama, la acompañó a donde yacía el enfermo.

Ella, con algunos otros se acercó al lecho, y condolidos todos los circunstantes de la situación del pobre ciego, determinaron llamar al médico, saliendo con este objeto la consabida mujer y quedándose otra para acompañarle. El perro se mostraba muy complacido de ver que habían acudido a su llamamiento, y les manifestaba su gratitud con halagos y caricias, volviendo a colocarse, cuando quedó solo con el enfermo y la enfermera, tendido a los pies de la cama con la vista fija en el semblante de su amo.

Para no cansar a ustedes les diré que la enfermedad de Jacinto duró unos ocho días, y gracias a un buen sistema curativo y a la robusta naturaleza del muchacho, pudo vencer una calentura catarral que pudiera haber tenido un funesto resultado. El día que la contrajo era sábado; el domingo, después de la misa mayor, el señor Cura hizo un llamamiento a la caridad de los vecinos, para que socorrieran al pobre huérfano, y el pueblo correspondió a esta invitación, depositando en una bandeja, colocada a la puerta de la iglesia, pequeñas cantidades que formaron un fondo suficiente para subvenir a las necesidades del enfermo.

La vecina le hacía caldo, horchata y cuanto el médico ordenaba, se lo servía con amorosa solicitud y después daba un mendrugo de pan al pobre perro, que hubiera perecido de hambre antes de abandonar a su dueño.

Aunque éste recobró la salud, quedó algo débil; esto con la llegada del invierno, se opuso a que volviese a emprender sus correrías fuera de la población.

En la rápida sucesión de las estaciones no hay interrupción, y así en pos del aterido invierno, llegó la risueña primavera, volviendo con ella los largos paseos de nuestros amigos Jacinto y Palomo.

Levantábase nuestro héroe al despuntar el alba,   —146→   peinaba sus cabellos, ponía algunas provisiones en su morral, que tenía colgado en un clavo detrás de la puerta, se le colgaba al cuello, cogía su palo, y saliendo de casa, dejaba entornada la puerta y se dirigía al vecino prado. Palomo le seguía brincando alegremente, porque para todo esto no tenía el ciego necesidad de lazarillo; luego llegando a un arroyo que fertilizaba las cercanías del pueblo, se lavaba en sus puras aguas, allí de rodillas sobre el césped rezaba sus oraciones cotidianas, y después, sacando una cuerda del bolsillo, la ataba por un extremo a su muñeca y por otro al collar de correa que llevaba el perro, y éste entonces emprendía la ruta que tenía por conveniente.

Una mañana el cielo estaba sereno, el Sol purísimo y brillante, la campiña se ostentaba con todo el esplendor de su belleza; Jacinto no podía verla, pero sentía el perfume de las violetas y de las flores de los naranjos y limoneros, y oía cantar los jilgueros y los ruiseñores. Sentose al pie de un árbol, sacó un poco de queso y un pedazo de pan, y lo partió con su cariñoso amigo, volviendo a emprender su marcha contento y satisfecho. Caminaron mucho, y Jacinto decía a su lazarillo:

-Muy lejos me llevas hoy, Palomo.

En efecto, el instinto del perro le hacía variar con frecuencia sus excursiones, y este día le llevó a una gran ciudad, en la que se celebraba una fiesta, a juzgar por la multitud de gentes que circulaban por las calles.

Palomo se paró en la esquina de una plaza, el cieguecito se quitó su gorra y la dejó a su lado en la acera, sentándose el amo y el perro arrimados a la pared.

La primera moneda que cayó en la gorrita de paño produjo un ruido solamente perceptible para Jacinto, el cual dio las gracias con su dulce voz. Tras de aquella cayeron otras que, chocando con las primeras producían un sonido argentino:

-¡Dios se lo pague a usted! -decía el ciego.

Una voz de mujer llegó a sus oídos.

  —147→  

-¿De dónde eres muchacho?

-De H..., señora.

-¿No tienes padres?

-No, señora. No tengo a nadie en el mundo.

-¿Quieres que te recojan en la casa de Beneficencia? Tengo influjo para ello.

-No estoy enterado de lo que es este asilo, pero sepa usted, señora, que yo no sirvo para nada.

-No importa. Allí estarás al abrigo de la miseria.

-¡Cuán buena es usted, señora! Acepto reconocido... Pero, ¿podría venir también Palomo?

-¿Quién es Palomo?

-Mi perro.

-¡Ah!, el perro, no -contestó la señora.

-Pues entonces dispense usted, pero no puedo aprovecharme de sus beneficios. ¿Qué sería de Palomo si yo le abandonase? El pobrecito tampoco tiene a nadie en el mundo más que a mí.

La señora se encogió de hombros y Jacinto oyó el roído de una moneda que caía en su gorra, y los pasos de la mujer que se alejaba.

-¡Pobrecito! -dijo tocando la cabeza de Palomo- No tengas cuidado que no te dejaré. Sería muy ingrato si te abandonase.

Después de haber descansado un rato recorrieron varias calles recogiendo alguna limosna. Llegaron por fin a una en la que por ser estrecha y dirigirse al paseo público, la multitud estaba compacta y apiñada. El rumor de la gente y los gritos de los vendedores aturdían al pobre ciego, no acostumbrado a nada de esto.

-Palomo, llévame a casa -dijo a su compañero.

El dócil animal dio la vuelta y retrocedió sobre sus pasos.

Para que mis oyentes comprendan lo que voy a narrar, es preciso que sepan que en aquella populosa ciudad empezaba a despertarse el calor con bastante fuerza, y que las autoridades habían mandado a sus delegados propinasen la estricnina a los perros que vagasen solos por la población.

  —148→  

Un chiquillo callejero mal intencionado se propuso hacer una jugarreta al desgraciado ciego. Con tan perversa intención, cortó la cuerda, y el perro, que caminaba deprisa con la cabeza baja, en pocos segundos se encontró a bastante distancia de su amo.

Júzguese del dolor de éste cuando sintió la cuerda rota y llamó en vano a su fiel compañero. Sólo era comparable al que el perro sintió al verse separado de su amo.

Ladrando y olfateando recorría los grupos cuando un dependiente del Municipio le llamó con voz cariñosa e insinuantes ademanes. El perro se aproximó, y como viese que acercaban a su boca alguna cosa de comer, tomó un bocado. Súpole bien porque el sabor era agradable y el animal estaba hambriento, y devorándole deprisa continuó olfateando hasta encontrar a su amo.

Prodigáronse ambos mil caricias, y Jacinto suplió con su pañolito el trozo de cuerda que le faltaba. Salieron velozmente de la ciudad, pero a los pocos pasos Palomo empezó a aullar lastimosamente.

-¿Qué tienes, pobrecito? ¿Estás cansado? ¿Tienes hambre? -decía Jacinto con plañidero acento, y sacando un poco de pan le arrimaba a la boca del perro, el cual no le probó, y por las violentas sacudidas que sufría la cuerda conoció el ciego que el animal hacía los más dolorosos extremos.

Cayó en tierra y se revolcaba dando aullidos de dolor, mientras el niño desatando la cuerda se arrodillaba a su lado y le cogía la cabeza con las manos, acariciándole para endulzar su agonía.

El perro clavaba su moribunda mirada en los ojos sin luz de su dueño, de los cuales caían abundantes lágrimas; luego un ligero temblor agitó los miembros del animal y ya no volvió a moverse.

Jacinto comprendió que había perdido para siempre a su fiel amigo, y sentándose a la orilla del camino, lloró amargamente sin saber cómo volver a su pueblo ni qué determinación tomar.

  —149→  

Así permaneció hasta la caída de la tarde, hora en que unos arrieros se retiraban de la ciudad y debían pasar por la población en que Jacinto vivía.

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Ellos no le conocían, pero se dolieron de ver su desconsuelo, y le preguntaron la causa.

El muchacho se la manifestó, y ellos, compadecidos, le subieron en un macho y lo llevaron hasta cerca de su casa. Encerrose en ella el desgraciado niño, y pasó toda la noche sentado en un rincón sin dormir y entregado a una profunda tristeza.

A la mañana siguiente salió de su casa, y apoyado en su palo, arrimándose a la pared se dirigió a la del señor Cura a contarle su desgracia. Doliose de ella el buen sacerdote, y todo el pueblo la sintió, ya porque el fiel Palomo era conocido y amado de todos, ya por la soledad en que dejaba al simpático ciego.

  —150→  

Dios no desampara a nadie, y menos a los jóvenes inocentes y piadosos; inspiró, pues, al Párroco la idea de rogar al maestro del pueblo (sucesor del que había educado a Jacinto y gran tocador de violín), que enseñase a éste a manejar aquel instrumento, y por iniciativa de ambos, pues el Maestro accedió gustoso a la demanda, se abrió una suscripción en el pueblo para mantener y vestir al huérfano mientras durara su aprendizaje. No fue éste largo, pues el ciego tenía buen oído y no era torpe, y cuando tocó regularmente, su maestro le acompañó a la ciudad en donde, asociado con otros, formó una de esas murgas que recrean los oídos de los aficionados.

Jacinto fue tan dichoso como se puede ser privado del precioso sentido de la vista, porque era bueno y tenía el corazón tranquilo».

Ahora bien, mis queridos niños, ¿no deploráis vosotros la muerte prematura de Palomo? ¿No execráis la conducta del malévolo rapaz que cortó la cuerda con la que iba unido a su querido dueño?

Acaso no llevaba más objeto que el de burlarse del aturdimiento del ciego al hallarse sin su guía, lo cual hubiera indicado muy mala intención; pero quizá, y esto es lo más probable, se había acostumbrado al horrible espectáculo que todos los días ofrecen nuestras calles, de perros envenenados con estricnina, y quería presentar una nueva víctima a los celosos agentes de la autoridad.

Terrible mal es la hidrofobia, y deber de las personas que se hallan al frente de las poblaciones el tomar alguna precaución, para que los perros hidrófobos no comuniquen esta espantosa enfermedad a los racionales; pero podría evitarse ese espectáculo repugnante, indigno de un pueblo civilizado y propio para endurecer el corazón de los niños; empleando, por ejemplo, el medio de recoger todos los perros vagabundos en un corral u otro sitio apartado, en el que no molestaran a los vecinos, en donde el que hubiera por descuido perdido   —151→   o abandonado el suyo, podría ir a buscarle satisfaciendo una multa, y el animal que a los tres días no hubiera sido recogido, moriría de un balazo en la cabeza, sin tanto sufrimiento y sin servir de diversión a las gentes sin entrañas y especialmente a los chiquillos callejeros.

Todos los oyentes convinieron con el narrador, y las miras, que habían llorado al oír el trágico fin de Palomo, demostraron sus simpatías por el amo y por el perro, preguntando al caballero si vivía todavía Jacinto, si estaba bueno, si era dichoso y si había comprado otro perro.

A todo contestaba afirmativamente, con singular complacencia del auditorio.

Por fin, Tomasito, que hasta entonces no había hablado, dijo pensativo:

-Eso de cortar la cuerda no lo hubiera hecho yo.

-No sabemos -contestó Prudencio.

-Mire usted, con franqueza, antes de oír esa historia tal vez sí, porque no sabía lo que podía resultar, pero ahora, ¡Dios me libre de tal cosa!

-Pues estoy satisfecho -repuso el caballero-. El objeto del que refiere o escribe un ejemplo es corregir alguna mala inclinación, algún defecto, o enseñar el resultado que puede producir una imprudencia: yo he conseguido el mío, puesto que hay una personita en mi auditorio que ha sabido aprovechar la lección.

Levantose al decir esto, todos los concurrentes le imitaron y tras una cortés y afectuosa despedida se disolvió la reunión.




ArribaAbajo- XVI -

Historia natural


No habían olvidado los concurrentes a la reunión de nuestros amigos, especialmente el elemento infantil y Teresita, la promesa de Prudencio; y así, una noche en que   —152→   la asistencia era poco numerosa, Flora la recordó a su padre exigiendo su cumplimiento.

El abogado se expresó en estos términos:

Todo cuanto existe sobre la tierra está clasificado por los naturalistas, que lo han dividido en tres grandes agrupaciones, llamadas los tres reinos de la Naturaleza, o sea el reino animal, el vegetal y el mineral.

Pertenecen al primero todos aquellos seres que nacen, viven, sienten y mueren.

Al reino vegetal corresponden las plantas, que también nacen, se alimentan, crecen y mueren; pero que ni tienen la facultad de sentir ni la de moverse.

Forman el reino mineral las piedras y metales, que no nacen ni mueren, y que únicamente sufren modificaciones por acumulación o disgregación de materiales.

Como se comprende, el reino animal es el más perfecto. Los animales se llaman así por estar compuestos de un cuerpo y un alma, que es lo que experimenta las sensaciones. Su estudio se llama Zoología.

La primera división consiste en vertebrados e invertebrados. Corresponden al primer grupo los que tienen una espina dorsal, y son los cuadrúpedos, las aves, los reptiles y los peces; y al segundo los insectos y los moluscos.

Divídense los vertebrados en mamíferos y ovíparos. Son mamíferos los que en su primera edad se alimentan de la leche de sus madres, y ovíparos los que salen de un huevo, buscándose inmediatamente el alimento, como los pollitos de gallina y de perdiz, o esperando en el nido que los padres vayan a ponérsele en el pico, como las palomas, tórtolas, etc.

Entre los animales mamíferos ocupa el primero y distinguidísimo lugar la especie humana, cuya alma, imagen de la Divinidad, se llama racional, porque tiene la facultad de formar juicios, asociar ideas y obrar dirigida por aquella esplendorosa y sublime inteligencia que la distingue de todo otro ser.

Su figura es noble; su cabeza levantada, en vez de inclinarse hacia la tierra como la de los otros animales, tiende a fijar la vista en el cielo, origen suyo y objeto de sus aspiraciones.

El alma de los animales está dotada de un instinto que a veces nos causa admiración, les sirve para buscarse albergue y alimento, para reproducirse y defenderse; pero   —153→   ninguna especie de bestias hay que progrese, que se perfeccione, ni sea susceptible de mejorar su manera de ser.

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El elefante, el buey, el caballo, el perro, etc., son cuadrúpedos; y se llaman así porque tienen cuatro pies. Son los cuadrúpedos sumamente útiles al hombre: unos le ayudan en los trabajos de la agricultura, como el buey, el

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  —154→  

cual presta, además, los siguientes servicios: la leche de las vacas es muy substanciosa y agradable, la carne (especialmente de las terneras) es muy sabrosa y suculenta, la piel sirve para hacer calzado, las astas se trabajan para fabricar peines, puños de herramientas y para otras baratijas, y el estiércol es el mejor abono para los campos.

Otros cuadrúpedos, como el caballo, el asno y el mulo, sirven para llevar carga, para tirar de los carruajes, arar la tierra, y el primero (el más noble e inteligente) comparte con el hombre los peligros y fatigas de la guerra.

Hay cuadrúpedos cuyo cuerpo está cubierto de lana, que son los carneros, (cuya hembra se llama oveja); este animal, manso y dócil cual ninguno, proporciona con su carne el alimento más sano y nutritivo, la leche de la oveja es excelente y la lana constituye uno de los comercios más lucrativos. Ya sabéis que de esta materia son los mejores colchones, y tampoco ignoráis que hilada y tejida se convierte en recias y confortables mantas, en finísimos paños y castores, y en esas telas vistosas y elegantes de que hacéis vuestros lindos vestidos. También del vellón de las ovejas salen esas madejas de tan variados matices, con que ejecutáis toda clase de trabajos de tapicería.

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Semejantes a las ovejas son las cabras, aunque más airosas y ligeras; los cabritillos de pocos meses son sumamente gustosos; pero la carne de las cabras y machos no es de mucho tan sana como la de carnero, consistiendo la principal   —155→   utilidad de este ganado en la rica y abundante leche que proporciona. Su piel sirve para calzado, guantes y otros varios usos, y los intestinos para cuerdas de guitarra y otros instrumentos.

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Uno de los cuadrúpedos más feos y de más innoble figura es el cerdo; pero en cambio su carne es muy sabrosa y no hay nada en el que no pueda aprovecharse. Un ama de casa económica que mata un cerdo en el rigor del invierno, puede estar segura de tener a mano un sabroso alimento durante muchos meses.

Los jamones y brazuelos y la parte grasa se guarda salada y bien enjuta; la manteca se derrite y sirve para condimentar toda clase de guisos mucho mejor que el aceite, de lo demás se hacen ricos embutidos.

Dejemos, empero, esta gastronómica conversación y ocupémonos de otros animales domésticos que no sirven para comer.

Nuestro respetable amigo nos contó no lea mucho la interesante y conmovedora historia de Jacinto y de su perro; volúmenes enteros podrían llenarse con los ejemplos de adhesión, gratitud y fidelidad que el hombre recibe continuamente de este inteligente animal, que ha merecido la honra de ser llamado el amigo de la especie humana.

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Hay infinidad de variedades; unos como los mastines, sirven para guardar el ganado; los galgos y pachones son excelentes cazadores; los perros del monte de San Bernardo salen en compañía de los caritativos monjes, a quienes sirven, y después de las grandes nevadas buscan con su olfato y su maravilloso instinto a los viajeros que, cubiertos de nieve, perecerían ateridos en aquellos lugares. Los de Terranova se arrojan al mar o a la corriente de un río, para salvar a un náufrago, siempre que su auxilio es necesario, y todos sin distinción, velan como fieles guardianes y defienden la persona, la habitación y la propiedad de su dueño.

El gato no participa de las buenas cualidades de su compañero, de quien rara vez es amigo, pues la antipatía entre estas dos especies ha llegado a ser proverbial.

El gato es egoísta y no agradece el alimento y albergue que su dueño le proporciona, pero en cambio limpia la casa de ratones, cuadrúpedos pequeños de la casta de los roedores, perjudicial a nuestros intereses, porque come y estropea las mejores viandas.

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El mayor de los animales de la especie que me ocupa es el elefante, bruto sumamente fuerte, dócil y sufrido, notable por tener sobre su labio superior una prolongación llamada trompa. A pesar de su grandísima fuerza no es feroz, y únicamente cuando se le irrita, sacude formidables golpes con su trompa, con la cual arranca, cuando quiere, copudos árboles o derriba las paredes.

Ocasiones ha habido en que sobre el lomo de un elefante se ha colocado una torre de madera, con soldados armados para defenderla.

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Hay infinidad de cuadrúpedos notables; unos por su fiereza, como el león, otros por su ligereza como el ciervo, que lo es también por su linda cabeza cubierta de enramadas astas, en las que cada año que pasa nace una punta, aumentando así sus adornos conforme avanza en edad.

Otros son dignos de mencionarse por su industria, como los castores, que fabrican casas de dos o tres pisos a orillas de un lago, con un fuerte dique y dos entradas, una por la parte de tierra y otra por la del agua, por la cual se arrojan al lago cuando se ven perseguidos.

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Se han visto habitaciones de castores de veinte o más casas, pero ordinariamente son más reducidas. Para construir el dique y las murallas se asocian lo menos doscientos obreros, y para edificar las casas particulares se dividen en secciones.

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Con los dientes roen los árboles, por corpulentos que sean, y las ramas para hacer una estacada; en su cola larga y aplastada acarrean argamasa con que la cubren después de amasarla con los pies, y la misma cola les sirve de llana para dejar las paredes tan lisas y tersas como el mejor estuco aplicado por mano de hombres.

El primer castor que nota la presencia de sus perseguidores da un fuerte golpe con la cola en el agua, a cuya señal se arrojan todos al lago o a la corriente del río, pues los tales roedores son anfibios, esto es, que viven lo mismo en el agua que en la tierra.

A pesar de todas sus precauciones, se les da caza, sirviendo su piel para sombreros, guantes y otras prendas, y se extrae de él un líquido que tiene aplicación en la farmacia.

-Me gustaría ver un pueblo de castores, papá -dijo Flora.

-No es muy fácil -contestó el aludido-, pues habitan en las soledades de la América del Norte.

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Infinitas cosas podría decir de otros muchos cuadrúpedos de diferentes especies, pero pienso pasar a ocuparme de las aves, después de decir algunas palabras de los monos, llamados por algunos naturalistas cuadrumanos, por tener los pies semejantes a las manos.

Los monos están dotados de bastante inteligencia, y sobre todo de una gran facultad de imitación. Los hay de una estatura casi tan alta como la del hombre; que son los llamados orangutanes o jocos, a los que algunos viajeros han tomado por hombres salvajes, viéndolos   —161→   en grandes cuadrillas andar en dos pies apoyados en estacas.

Se ha visto más de una vez un orangután llevando y trayendo lo que le mandan, sirviendo a la mesa y ocupándose en otras faenas domésticas como el más dócil criado.

Voy a referir algo de las aves, y empezaré por una que, aunque no es de las más bellas ni de las más útiles, debo tratar de ella antes de terminar la sección de los mamíferos, pues es un mamífero alado; como los hay también acuáticos, de que hablaré después.

El animalito en cuestión es el murciélago, verdadero ratón con alas, que no están formadas de plumas, si no de una membrana sutilísima. Su figura no es bonita ni simpática; la circunstancia de ser cuadrúpedo, tener hocico y amamantar sus hijuelos, la de que sus patas no le sirven para andar, sino con suma dificultad, la de que vuela (aunque no muy alto), cosas que en ningún otro se ven reunidas; hacen que los mismos naturalistas hayan dudado si debían clasificarle entre las aves o entre los brutos; y los fabulistas hayan escrito apólogos en que se ridiculiza a los hombres que vacilan en adoptar francamente una opinión en cualquier materia, o que niegan su nacionalidad o profesión, según las circunstancias.

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El murciélago pasa el día en grutas entre penas o en el hueco de las paredes, y sale de noche a perseguir a los   —162→   mosquitos, por lo cual el hombre debería estarle agradecido, y evitar esa insensata e injustificada persecución de que es objeto de parte de los niños, y sobre todo los crueles tormentos entre los cuales suele acabar su inocente vida este inofensivo mamífero.

Ni la gloria que le cabe de coronar el escudo de las armas de Cataluña y Valencia ha sido parte a captarle las simpatías al menos de los hijos de estas comarcas. Cuéntase que mientras don Jaime el Conquistador tenía cercada a Valencia, para recuperarla arrebatándola a los moros, un murciélago fue a posarse sobre la tienda real; lo cual fue interpretado como feliz presagio de la empresa; y como el éxito coronase las esperanzas del rey y de su hueste, dispuso aquél que desde entonces se pusiese sobre las gloriosas barras de Vifredo el tímido volátil, que, gracias a esto, cruzó los mares acompañando siempre al valor y a la victoria.

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  —163→  

Hablemos ahora de los ovíparos. Todas las aves lo son. Las aves tienen un cuerpo cubierto de pluma, dos pies, alas más o menos largas, y pico.

Hay aves de muchísima utilidad, como son las gallinas, palomas, patos, gansos y pavos. Las primeras ponen huevos, de manera que compensan con creces lo que se gasta en su manutención, quedando siempre la ventaja de tener las gallinas para disponer un buen guisado o un suculento caldo.

Cuando están en disposición de incubar los huevos, se ponen tristes, no salen del nido y apenas comen. Entonces la mujer económica prepara un cesto con paja y una cantidad de huevos tal que la gallina puede cubrirlos con sus alas (de 18 a 21) y la coloca sobre ellos. La futura madre se encela de tal modo, que la mayor parte de ellas se morirían de hambre por no abandonar el nido, si no se tuviese cuidado de llevarles la comida, y aun a veces hasta ponérsela en la boca.

A las tres semanas empiezan a salir los polluelos, que se han formado en el interior del huevo y se han alimentado con la substancia que éste contiene; con su tierno piquito van rompiendo la cáscara, hasta dividirla en dos partes iguales, y apenas lo consiguen y salen a luz, va buscan y picotean las minutas de pan o las pequeñas semillas que se ponen a su alcance. A pesar de esto, la solícita madre no los abandona, los acompaña a donde puedan encontrar alimento, y cuando divisa un ave de rapiña, cuando se aproxima la tempestad o al llegar la noche, amorosamente llama a sus pequeñuelos y los cubre con sus alas, que cual tibio manto los oculta y preserva del peligro y de la intemperie.

Me he detenido tanto en esta explicación, porque la mayor parte de las aves crían de un modo parecido. A las domésticas se les forma el nido y se les prodigan los cuidados de que dejo hecho mención; las que vuelan libres, construyen ellas mismas la vivienda de su futura familia. Hay algunas diferencias, empero, bastante notables.

En cada gallinero hay por lo regular un gallo solo, que acompaña y protege a sus tímidas compañeras. El gallo es hermoso y arrogante, tiene el pecho ancho, la cola enhiesta, el andar majestuoso, la cresta y barbas de un encarnado vivísimo, y las plumas, especialmente en el cuello, doradas y tornasoladas.

  —164→  

Las aves de gallinero, como también los cisnes, patos y gansos, que son aves acuáticas, tienen un vuelo corto pausado por el peso de su cuerpo y lo corto de sus alas.

No así las palomas domésticas, que salen a buscar su alimento en grandes bandadas, conociendo desde muy lejos su palomar y volviendo a él, como vuelve el padre de familia a su hogar después de evacuar sus negocios.

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Los palomos se aparean; la hembra pone dos huevos y ella y el macho alternativamente les prestan su calor hasta que salen los polluelos. Entonces continúan abrigándolos mientras no se visten de plumas, poniéndoles la comida en el pico, hasta que éste se los ha endurecido, y dejándoles disfrutar de aquella dulce morada, la que abandonan cuando saben andar y volar, dejándola libre para otra cría.

Regularmente los dos hermanos son macho y hembra, que a su vez constituyen una nueva familia.

Hemos hablado de las aves acuáticas, llamadas también palmípedas, por tener los dedos unidos por una membrana, lo cual las hace muy a propósito para nadar; y no hemos dicho sus principales cualidades. Son piscívoras o pescadoras tienen una glándula en la punta de la cola, que segrega un líquido aceitoso; así se las ve continuamente extendiéndole con su pico, para que preserve sus plumas de la acción del agua, y se nota que salen del baño tersas y lustrosas.

  —165→  

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No quiero concluir mi explicación de las aves domésticas sin decir algo del pavo común y del pavo real.

El primero se distingue de las otras aves en la piel rugosa, encarnada y desnuda que cubre su cabeza y la parte superior del cuello, y en las dieciocho plumas largas de la cola que los naturalistas llaman timoneras, y que levanta cuando quiere formando rueda. Su carne es muy sabrosa; sus ademanes sosos y desairados, de modo que a una mujer o niña que carece de gracia y viveza, suele decírsele que parece una pava.

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El pavo real es de las aves más favorecidas de la naturaleza. El macho tiene la cabeza y el cuello azul con cambiantes verdes y violados matizados de oro, y sobre aquella un penacho de plumas verdes esmaltadas de oro, el cuerpo de color de rosa anubarrado de verde y dorado, las alas y la cola encarnadas. Sobresalen en ésta una porción de plumas de dos pies de largo, verdes con cambiantes de oro y azul, en cuyas extremidades hay un lunar oval compuesto de anillos concéntricos pardos, azules y dorados, y en el medio una mancha de azul de zafiro tornasolada de verde esmeralda. Estas plumas las extiende a su arbitrio formando un círculo vertical, que cuando le hieren los rayos del Sol presenta el brillo de todos los metales y piedras más preciosas. La hembra es algo más pequeña, de color ceniciento con cambiantes verdes en el cuello, y carece del principal adorno que ostenta el macho, que es la magnífica cola.

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El águila, ave indómita y fiera, es llamada reina de las aves, sin duda por su altanero continente, su raudo vuelo, su gran fuerza muscular y su penetrante mirada. Es carnívora y cazadora, y lo mismo arrebata un corderillo o cualquier otro cuadrúpedo, que una gallina, paloma y toda clase de aves. Forma su nido en las hendiduras de las peñas más elevadas, y, ¡ay del inexperto zagal que osase trepar para arrebatarle sus polluelos!

El volátil mayor es sin duda el avestruz, de ridículo vuelo, a causa de lo exiguo de sus alas, pero de paso tan ligero que supera al trote de los caballos. Mide a veces dos metros de altura, y los hay que pesan ciento cuarenta kilogramos.

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Hablemos, por fin, de los pájaros que prestan tal encanto a nuestros bosques y prados, de los pájaros cantores. La alondra, el jilguero, el ruiseñor y muchos otros con su alegre y variado canto despiertan a los moradores de las aldeas y de la campiña, apenas la rosada luz del alba empieza a disipar las tinieblas de la noche; y no sólo dan animación y vida a la soledad, sino que rinden verdaderos servicios a la agricultura. Unos son insectívoros, como el canoro ruiseñor, admiración y hechizo de músicos y poetas, y como la simpática golondrina de negra y brillante pluma, es decir, que destruyen infinidad de moscas, mosquitos y larvas de otros insectos, que sin ellos destruirían las cosechas; otros, como los gorriones, por ejemplo, atacan los sembrados; mas como se alimentan también de orugas y gusanos, falta saber si un gorrión come al cabo del año más trigo del que consumirían los insectos que él destruye.

  —168→  

Hay aves granívoras, como las perdices y codornices; las hay frugívoras, esto es, que se alimentan de frutas, como los tordos, que hacen gran consumo de aceitunas; pero, perseguidos por los cazadores e inmolados para nuestro regalo, compensan con su sabrosa carne las perdidas que su alimentación ocasiona.

La mayor parte de estos pájaros se unen macho y hembra en la primavera, construyen su nido con filamentos de plantas en forma de media naranja, pero tan fuerte, blando y bien tejido, que parece elaborado por un ser racional. Otros le forman de barro o arcilla amasado con saliva. Unos y otros depositan allí sus huevos, dos, tres o más, según las especies, y como he dicho de algunas aves domésticas, se relevan el macho y la hembra, para que el uno pueda buscar su alimento mientras el otro cuida los huevecillos o la prole.

Nacidos ya los polluelos, les llevan la comida al nido y los acompañan y cuidan, hasta que, crecidas sus alas, los jóvenes volátiles abandonan para siempre aquella dulce mansión y con ella a sus amorosos padres, desconociéndolos completamente.

El amor de los padres a los hijos es natural e instintivo en todo el reino animal; la piedad filial, la gratitud a los que nos dieron el ser, es el signo característico de la noble especie humana, en quien la razón inspira sentimientos que el solo instinto no pudiera engendrar. Este amor, esta gratitud la prescribió el Legislador Supremo, y prometió sus bendiciones al que los abrigue en su corazón.

-Yo por mi parte quiero mucho a ustedes cuatro -dijo Flora-; los pajarillos, que abandonan a sus padres, son unos ingratos.

La naturaleza no ha hecho nada inútil; las aves, privadas de razón, no son culpables por separarse del nido y de los que en él le alimentaron, luego que saben volar, posarse en las ramas y buscarse la comida; por eso ha dado a los padres el instinto para amparar a sus hijuelos, que perecerían si no fuera por sus asiduos cuidados, y no ha dotado a los jóvenes de gratitud filial, porque no la necesitan.

-Pues díganos usted algo ahora de los loros y otras aves tan preciosas.

-Si me pusiera a tratar de las aves del Nuevo Mundo tendría mucho que decir, pues las hay de vivísimos colores,   —169→   como el ave del paraíso y el colibrí o pájaro mosca; la primera la habrás visto disecada en algún sombrero de lujo, pues no es raro adornarlos con sus plumas y aún con el ave entera. El colibrí es diminuto, poco mayor que una mariposa; pero sus colores metálicos son tan brillantes, que rivalizan y a veces superan a los del pavo real. En cuanto a los loros o papagayos, las cotorras, periquitos, etc., de verde y lustroso plumaje, no son tan notables por esto, como por la facilidad con que imitan la voz humana, bien que esta propiedad también la tienen nuestras garzas o urracas. Éstas se domestican fácilmente y viven sueltas en las casas, pero tienen la rara cualidad, perjudicial muchas veces, de esconder cuantos objetos pequeños pueden alcanzar con su pico o con sus garras.

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Y basta de aves, pues la noche avanza y mi explicación se hace pesada; la materia, por otra parte, se presta a mucho más larga conferencia.

-Pues damos por terminada la lección, relativa al reino volátil -dijo Teresita-; pero ¿continuará usted las conferencias zoológicas en las noches sucesivas?

-No hay inconveniente, si esto puede complacer a ustedes.

Poco más se habló aquella velada, y momentos después se separaron los amigos y contertulianos.




ArribaAbajo- XVII -

En Misa


-¿Adónde se dirigen ustedes tan apresuradamente, vecinos? -decía una señora que tenía su habitación enfrente de la de nuestros amigos.

-Vamos a Misa -contestaron a un tiempo Prudencio y   —170→   Sofía, que iban enlazados por el brazo precedidos de Flora-; y como faltan pocos minutos para las 12, no tenemos tiempo que perder.

-¡Ah!, ¿sí?, ¿con qué tan tarde es? Pues voy también con ustedes, porque pensaba llegarme a visitar una amiga, pero ya iré después u otro día. ¿Y doña Ángela?

-Mamá y papá han ido más temprano.

Llegaron a la Iglesia; Prudencio tomó agua bendita y la entregó a las señoras y a la niña, ésta se persignó devotamente, se adelantaron hasta cerca de un altar, en el que estaban las velas encendidas, y se arrodillaron.

Poco después salió un sacerdote y dio principio a la ceremonia más sublime del catolicismo.

Sofía, joven piadosa sin afectación, que abrigaba en su alma un verdadero y tiernísimo sentimiento religioso, oyó la Misa como debe oírse, esto es, desprendida de todos los cuidados de la tierra y consagrado su espíritu a la contemplación de aquel incruento sacrificio, renovación constante de los adorables misterios del Calvario.

Terminada la Misa, las cuatro personas salieron a la calle y la vecina dijo a Sofía:

-¿Sabe usted, vecinita, que ignoro si he oído Misa?

-¿Cómo así? -contestó la interrogada-; yo creo que todos venimos de oírla.

-Sí, pero yo he estado sumamente preocupada y distraída. ¿No ha reparado usted que estaba yo como sobre ascuas?

-La verdad sea dicha, no la he mirado a usted.

-Es cierto que no ha separado usted los ojos del altar.

-Creo que para eso vamos a Misa.

-Sí, pero el distraerse no puede una remediarlo, y más cuando se le pone delante una persona tan antipática y tan odiosa como aquélla del sombrero de terciopelo adornado de azul. ¿Ha reparado usted?

-Dispense usted, amiga mía, le repito que no reparo ni observo nada.

-Yo sí -intervino Flora-, ¿qué iba acompañada de una criada y una niña pequeña?

-¡Ah!, ¿ve usted cómo la chiquitina se fija más?

-Es natural.

-Pues esa presumida (que parece un gallo con esos sombreros tan altos que lleva siempre) es la que no me ha dejado oír la Misa con sosiego.

  —171→  

-Pues, ¿qué le ha hecho a usted o qué le ha dicho? -preguntó Prudencio.

-Nada absolutamente, pero por lo mismo que no me ha dicho nada, ni tampoco la fámula que iba con ella...

-No haberles hecho caso.

-Los hombres no entienden ustedes de eso.

-En efecto, por mi parte no entiendo gran cosa.

-¿Van ustedes a su casa?

-Sí, señora.

-Pues por el camino les contaré a ustedes, puesto que llevamos la misma dirección. La señora de quien hablaba a ustedes ha sido amiga mía, pero una de esas amigas entremetidas que todo lo averiguan, y que lo que pasa en una casa lo cuentan en otra, así el secreto que sorprenden como el que se les confía, una murmuradora que no respeta la reputación más bien sentada.

-Feísimo vicio es por cierto la murmuración -dijo intencionadamente Sofía.

-¿No es cierto? -replicó la señora sin darse por aludida- Pues ésa lo tiene. ¡Ya se ve! Como no tiene nada que hacer, porque tiene modista, costurera, peinadora, doncella y cocinera, se pasa todo el día chismeando. Si estuviese tan ocupada como yo, no lo haría. Era, pues, amiga mía cuando yo tenía a mi servicio la criada que ahora va con ella, que, aunque algo presumida y respondona, se portaba muy bien; pues es muy aseada, sabe recibir y llevar un recado, y lo mismo sirve para hacer un buen puchero (que no es tan fácil como algunos creen) que para arreglar una sala.

Como yo tenía confianza en la que hoy es su dueña, le hablaba de ella. ¡Es claro!, ¡de qué hemos de hablar las señoras!

Sofía y su esposo se sonrieron.

La narradora continuó sin notarlo:

-Hacía yo justicia a sus buenas cualidades, al mismo tiempo que me quejaba de lo respondona y lenguaraz que se iba volviendo. Pues, ¿sabe usted lo que sucedió? Que un día que la mandé con un recado a casa de mi falsa amiga, ella le ofreció más salario, aconsejándole que se saliese de mi casa con cualquier pretexto, y se fuese a servir a la suya. La otra, como ellas no tienen ley a nadie, me dijo que tenía enferma a su madre en un pueblo cercano, que tenía necesidad de ir a asistirla, y que como la dolencia podía prolongarse mucho,   —172→   me dispensaba de esperarla. Como yo ya sé lo que esto suele significar en tales casos, busqué otra, y a los pocos días me dijeron que estaba en casa de esa mala amiga.

¿No es verdad, querida Sofía, que las dos obraron muy mal?

-Sí, señora pero estas cosas se desprecian.

-Pues eso he hecho yo, despreciar la acción y las personas.

-Las personas se perdonan.

-Se perdonan, ¿eh? Yo no, esas cosas no las perdono. Le debía visita y no se la he devuelto, y hoy, las provocativas, han venido a ponerse a mi lado, mirando de reojo y sin saludarme. Mire usted si tenía yo razón para decirle que no he oído misa con tranquilidad, pensando en la picardía que me han hecho entre las dos.

-En efecto, no eran ideas muy a propósito para entretenerse en ellas mientras se asiste a la celebración del Santo Sacrificio -dijo Prudencio; parándose en la puerta de casa de la señora, a quien dirigía la palabra.

-¿Gustan ustedes descansar? -dijo ésta.

-No, señora, mil gracias -contestó Sofía-. Siento que haya usted pasado un mal rato, y deseo se tranquilice olvidando y perdonando la falta de esas mujeres.

Al llegar a casa Flora se reía como una loca mientras se quitaba el sombrerito.

-¿De qué te ríes? -preguntó su madre.

-Pues, ¿de qué he de reírme, sino de las cosas de nuestra vecina? Decía que el murmurar es un gravísimo defecto, lo afeaba en la señora del sombrero de terciopelo; y ella, entre tanto, murmuraba de la otra.

-Y lo peor es que ese vicio es contagioso, porque tú estás haciendo una cosa muy parecida.

Flora se puso colorada y se mordió los labios.

-La pobre señora -continuó Sofía- tiene una inteligencia poco cultivada, y tal vez no ha recibido una buena educación moral y religiosa; comprende vagamente que no ha oído bien la Misa, y bien puede asegurar que ha faltado al Mandamiento de la Iglesia, pues no basta nuestra presencia material en el templo, es necesario que el espíritu esté atento a la celebración de tan sublime misterio, y el suyo estaba distraído con ideas frívolas, rencorosas y poco caritativas.

-Tampoco habrá oído muy bien la Misa -contestó Flora-   —173→   una joven muy elegante que estaba cerca de mí, que no hacía más que enredar con el rosario, el libro y el abanico, que todo era muy lujoso, y mirar a uno y otro lado. Por fin se ha enganchado su rosario de oro y coral en el encaje de la manteleta y ¡ha pasado unos trabajos para desengancharlo!

-Ni la niña que ha observado todo eso creo que habrá reportado gran provecho espiritual de su asistencia al templo.

-Como estaba tan cerca, me he distraído algunas veces, pero luego volvía a mirar mi libro o el altar.

-Debías haber mirado siempre, y si por un momento te distraías, llamándote naturalmente la atención los objetos que nos rodeaban, volver sobre ti y pedir a Dios perdón por tu falta pasada, y atención y devoción para lo sucesivo.

-Otra vez prometo hacerlo así, querida mamá.

-¿Ves, hija mía, cuán fácil es caer en los mismos defectos que censuramos en los demás?

Jesucristo mismo dice en su Evangelio que hay gentes que notan una paja en el ojo ajeno y no ven una viga en el propio. Esto quiere decir que hemos de ser muy parcos en reprender las faltas de los demás, porque acaso nosotros adolecemos de lo mismo que tildamos en ellos, y nuestra vanidad nos alucina y no nos deja conocerlo.

-Veo que es muy difícil conducirse debidamente.

-No tanto como tú crees. La perfección no existe en la humanidad, y así el aspirar a ella nos llevaría al desaliento, viendo que no podíamos alcanzarla, y el pedirla a los demás sería una exigencia ridícula. No obstante, el ajustar nuestras acciones a la ley divina y a la moral humana no es tan difícil cuando hay buena voluntad, cuando se tiene la suerte de hallar desde la infancia quien nos advierta y aconseje, y cuando se posee un corazón dócil, dispuesto a seguir esos consejos y esas advertencias. Vive siempre avisada y sé tan severa contigo mismo como indulgente con los demás, para que no pueda aplicársete la parábola de la paja y de la viga.




ArribaAbajo- XVIII -

El aire


Las nueve de la noche daban en el reloj de una torre cercana con ese sonido destemplado e inarmónico que se   —174→   percibe entre las grandes y violentas ráfagas de viento; las puertas crujían a impulsos del huracán, y se oía silbar en el jardín y chocar agitadas las ramas de los árboles.

-¡Qué fastidioso es el aire, papá! -decía Flora-; esta noche ya no vendrá nadie, y usted a mi sola no me querrá explicar la Historia Natural, a la que soy tan aficionada.

-Claro está, porque tendría que repetir la explicación cuando estuvieran Teresita y la otra niña, que tan atentamente la escuchan.

-Pues entonces, si me lo permite usted voy a corregir mis apuntes de Historia de España.

-Espera. Antes he de corregir yo un concepto tuyo. Has dicho que el aire es fastidioso, ¿no es verdad?

-Sí, señor, porque no deja salir a nadie de casa.

-¿Qué entiendes tú por aire?

-Eso que se oye, que casi da miedo.

-Eso se llama viento, que no es otra cosa que el aire agitado; pero el aire propiamente dicho está en todas partes, nos circuye siempre, así en la noche tempestuosa en que nos hallamos, como en esas tardes calmosas de estío en que no se mueve una hoja, tanto en la cúspide de la montaña como en nuestro guardado gabinete.

-Me acuerdo que me dijo usted un día: «Lo que no está ocupado por otra cosa está lleno de aire».

-Ésa es una verdad que no debes olvidar.

-¿Qué es, pues, el aire?

-El aire es un fluido, sin el cual la naturaleza sería muda y sombría; sin él no existirían los hombres, los animales ni las plantas. Dos gases de propiedades mortíferas, neutralizados mutuamente, alimentan y vivifican la creación. Estos dos gases se llaman ázoe y oxígeno. El primer nombre significa en griego privador de la vida; y en efecto, las bujías y el carbón encendido, sometidos a la influencia de este gas aislado, se apagan instantáneamente, como cesa del mismo modo la vida de cualquier animal, sometido a igual experiencia. Oxígeno quiere decir engendrador de ácidos, porque el vinagre y la mayor parte de los ácidos provienen de él. Sus propiedades son tan opuestas a las del primero, que las bujías y las brasas de carbón, sometidas a su sola influencia, arden con una fuerza extraordinaria, con un brillo deslumbrador, y los pajaritos y otros animales dan muestras de alegría y agilidad extrema; y si sucumben en breve, parece que dejan la vida por un exceso   —175→   de felicidad. Es decir, que la mortífera atonía del ázoe está neutralizada por la actividad devoradora del oxígeno, combinados en la proporción de 79 partes del primero por 21 del segundo.

Sabes perfectamente, hija mía, que nosotros respiramos y también los animales y las plantas.

-¿Las plantas también?

-Sin la menor duda. Concretémonos ahora a la respiración animal. Nuestros pulmones, compuestos de una materia esponjosa, se ensanchan y comprimen incesante y acompasadamente, con un movimiento semejante al de un fuelle, por medio del cual absorben una cantidad de aire y despiden otra igual; con la diferencia de que el que absorben está por lo regular en buenas condiciones para la vida, y el que expelen, como ya se ha combinado con la sangre y ha circulado con ella, al volver a los pulmones ha perdido una parte de oxígeno, necesaria a la economía animal, y adquirido en cambio otro gas llamado carbono, que es nocivo, pues envenena la atmósfera.

Ahora comprenderás la causa de que se procure airear los dormitorios, de que se tenga cuidado de establecer corrientes de aire que purifiquen las habitaciones, y de que para las escuelas, teatros, iglesias, etc., sea indispensable buscar habitaciones muy elevadas de techo, para que, conteniendo una cantidad mayor de aire atmosférico tarde más en viciarse, lo que sin esto sucedería muy presto por las muchas personas que consuenen el oxígeno y le sustituyen por carbónico.

Ahora bien, lo que sucede en una habitación, sucedería en el mundo todo, en que millones de seres vivientes, respiran sin cesar, si no hubiera un perenne laboratorio de oxígeno.

Las plantas son este laboratorio, ese vivificante manantial, pues respirando (copio te he dicho) a su manera, no tan sólo despiden abundancia de oxígeno, sino que absorben el carbónico, que es necesario para la vida de los vegetales; y he aquí una utilísima dependencia, una encantadora armonía establecida por Aquél que con tan sabia providencia ha dictado las leyes del universo.

-Me alegro de que las plantas y las flores nos hagan un bien y nos presten un servicio, porque a mí me gustan mucho.

-¡Son tantos los servicios que nos prestan!

  —176→  

Dejemos, no obstante, para otro día el hablar de los vegetales en sus diversas especies, ya que me habéis nombrado catedrático de Historia Natural, y continuemos ocupándonos de ellos, únicamente en sus relación es con el aire atmosférico.

No tan sólo las plantas se apoderan del carbono, que se fija en sus tejidos, dejando libre el oxígeno, sino que (como este último gas existe también en el agua) los vegetales descomponen igualmente este líquido, absorbiendo el hidrógeno y dejando libre el consabido gas benéfico y vivificante.

Parece, empero, que esta armonía debería interrumpirse en el invierno, en que la vegetación es tan escasa, y tampoco debería existir en los países en que los hielos se prolongan meses enteros. ¿No es verdad, hija mía?

-Ciertamente.

-¿No has reparado en esa alfombra de musgo siempre verde que tapiza las campiñas? Hay además multitud de árboles que resisten al rigor del frío, y cuando en determinadas comarcas falta vegetación y con ella oxígeno para la vida del reino animal, una violenta tempestad, un viento huracanado, como el de esta noche, que sólo asusta a los pusilánimes, conduce en brevísimo tiempo el oxígeno que producen en abundancia los gigantescos árboles de los inmensos bosques de América, y restablece la armonía entre la zona tórrida, las templadas y las glaciales.

-Me ha explicado usted el efecto, pero no la causa de ese viento tan fuerte. Supongo que Dios lo dispone para nuestro bien, pero me ha dicho usted antes que para todo se vale de medios naturales.

-En efecto, hija mía, y esa observación merece un beso por lo prudente y acertada.

Flora se levantó ligera, dio y recibió un cariñoso beso, y apoyando sus brazos cruzados en las rodillas de su buen padre, quedó graciosamente inclinada, diciendo:

-Ya escucho.

-Cuando el aire se dilata por causa del calórico, por ejemplo, al hacer el alba y sentir los primeros rayos del Sol, deja algunos lugares vacíos que corre a ocupar el aire de otro lugar más frío; de manera que la dilatación o condensación de este fluido produce esa agitación constante que, unas veces mece suavemente las ramas de los árboles y los tallos de las flores, otras doblega los arbustos y   —177→   hace crujir los añosos troncos. En muchas ocasiones, una nube que descarga en copiosa lluvia, desaloja una gran columna de aire que ocupaba todo aquel espacio, y éste corre con violencia a llenar, aunque sea en lugar sumamente lejano, el hueco que le deja otra masa de aire, hasta que de nuevo se restablece el equilibrio.

Esos movimientos del aire agitado, esos vuelos invisibles, no tan sólo conducen los gases necesarios para la respiración, sino la fresca nube que riega la tierra árida de algunas comarcas, que sin mar, lagos ni bosques, no ha podido producir vapores acuosos.

Fáltame decirte dos propiedades del aire, y concluyo por esta noche.

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Es pesado, lo cual se ha probado de varias maneras. Un tubo o globo de cristal, de que se ha extraído el aire, pesa menos que otro lleno de este fluido. En la cumbre de una montaña el barómetro está más bajo que en la falda, porque la columna atmosférica es menor, y, por consiguiente, menos pesada.

-Yo no sé lo que es el barómetro, papá, lo he visto, pero no entiendo lo que es ni en qué consiste.

Prudencio mandó traer un barómetro de su escritorio.

-Mira -dijo a la niña-. Este metal líquido y brillante se llama mercurio. Como ves, este instrumento está formado de un tubo de cristal cuya extremidad inferior descansa sobre una cubeta llena del citado metal, cuanto mayor sea el peso de la columna atmosférica que gravite sobre el mercurio de la cubeta, más le obligará a subir por el tubo en el que no encuentra resistencia; por eso te iba diciendo que al elevarnos a una grande eminencia con un barómetro, vemos que el mercurio desciende en el tubo la razón indicada.

-Entonces este mercurio estará siempre a la misma altura, porque nunca se mueve del gabinete.

-Esa observación sería justa, si el aire en todo tiempo fuese igualmente pesado.

  —178→  

-Y qué, ¿no lo es?

-No, por cierto. Cuando hace viento, como hoy, el aire está enrarecido, es decir, más ligero, y lo mismo cuando está nublado; que por hallarse las nubes cerca de nosotros, la presión atmosférica es menor. En ambos casos el termómetro baja como ahora que está a 75 centímetros poco más; cuando llega a los 76 anuncia buen tiempo.

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-Y el termómetro, ¿para qué sirve?

-Termómetro quiere decir medidor del calor, como el barómetro mide la altura y peso del aire. Este otro instrumento, que me han traído también, mide el calor de la atmósfera.

Creo haberte dicho que el calórico es la causa del calor, y que lo que llamamos frío no es más que la ausencia del calórico. Este fluido, al introducirse en los cuerpos los dilata, y al ausentarse el calórico, causa de su dilatación, se condensan o comprimen. El termómetro, pues, es un tubo de cristal que tiene al pie un depósito de mercurio o espíritu de vino. Como estos líquidos son muy sensibles a la acción del calórico, se dilatan con el calor y suben dentro del tubo, o bajan con el frío, marcando los grados de la temperatura en una escala que le acompaña, ni más ni menos que al barómetro.

-Hay una cosa que no comprendo. Si el aire es tan pesado, ¿cómo no sentimos esta pesadez que parece debería oprimirnos?

-La cantidad que se introduce en los pulmones, proporcionada a la que gravita sobre cada uno de nosotros,   —179→   basta para restablecer el equilibrio. Así nos encontramos ágiles y ligeros, sufriendo la enorme presión de 36000 libras sin sentirlo, y moviéndonos bajo de ella, como se mueve el pez bajo del agua, que es mucho más pesada todavía. ¡Cuán admirable se muestra en todas estas cosas la sabiduría del Altísimo!

-Queda probado el peso del aire: ¿y la otra propiedad de que me ha hablado, papá mío?

-El aire es el vehículo del sonido, sin el aire no se oiría la voz humana, ni el canto de las aves, ni los mugidos de las fieras, ni esas armonías musicales que nos suspenden y deleitan; de la misma manera que sin la luz no habría colores. Si encierras una avecilla debajo de una campana de cristal, de la cual se haya extraído el aire, intentará quejarse del malestar que experimenta, antes de morir asfixiada; pero ella misma no oirá su propia voz: sin aire no hay sonidos.

-¡Pobrecita! ¡Dios me libre de hacer semejante experiencia!

-Tampoco sabrías extraer el aire de la campana. Nuestra voz o cualquier otro agente, agita el aire; como una piedra arrojada en el agua agita este líquido, formando círculos concéntricos que se van ensanchando desde el fondo a la superficie; estas ondulaciones del aire llamadas ondas sonoras, son las que al ponerse en contacto con nuestro oído nos comunican el sonido que emiten nuestros semejantes, como los de cualquiera otra especie. Si estas vibraciones del aire encuentran un obstáculo, no pueden dilatarse lo suficiente hasta perderse en el espacio, se reflejan; y así como una pelota, al chocar con la pared, vuelve a la mano del niño que la arrojó y que la espera, la palabra pronunciada, o el sonido emitido, cualquiera que sea, vuelve a nosotros; y esto es lo que se llama eco, que no se produce jamás en una dilatada llanura, sino cuando nos hallamos rodeados de montañas que, según su forma y posición, causan este fenómeno.

-Eso lo comprendo, pero que sin luz no haya colores, no. ¿Querrá usted decir que no los vemos?

-Quiero decir y digo que no existen; no es lo mismo una cosa que otra.

-No lo entiendo.

-Si apagamos la luz, yo estaré aquí, tú en tu lugar y cada cosa en el suyo, pero el color azul de tus ojos, el rosado   —180→   de tu vestido y la blancura del pañuelo que tienes en la mano no son cosas que existan en ellos, y los deben a lo que voy a decirte.

La luz tiene siete colores primitivos, que son: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul claro, azul oscuro y violado. Si se descompone un rayo de luz, se ven en él estos bellísimos matices. La blancura del jazmín, la púrpura del clavel y el brillante verdor del césped que embellece el campo, son debidos a la propiedad de sus diversos tejidos, de absorber un color y rechazar los restantes. Si todos los absorbe un cuerpo cualquiera, será negro, como el ala del cuervo; si todos los refleja, será blanco, como los pétalos de la azucena.

-Y, sin embargo, no parece que ninguno de los colores que ha nombrado usted pueda volverse blanco.

-Ninguno por sí solo, pero sí todos juntos. Los físicos prueban este fenómeno, pintando una rueda con los siete colores mencionados y agitándola en el aire con fuerza. Entonces los colores confundidos a nuestros ojos no nos permiten ver más que un círculo de deslumbradora blancura. Se ha calculado que estos siete colores primitivos pueden combinarse de ciento veintisiete maneras diversas; añade a esto la infinidad de matices que pueden resultar de la mayor o menor intensidad del color, y tendrás una idea de esa gradación admirable con que un solo agente, la luz, dócil a la ley que el Divino Artífice le impusiera, embellece la naturaleza con esa variedad de colorido, con esas tintas ya suaves, delicadas, pálidas, ya vigorosas. radiantes, deslumbradoras.

-¡Ay, papá, qué cosas tan bonitas me ha enseñado usted esta noche! ¡Cuánto le quiero y cuánto adoro a Dios que tan bueno y admirable se muestra en sus obras!

Así decía Flora, y añadió:

-A ustedes también los quiero.

E iba besando y abrazando sucesivamente a sus padres y abuelos.

-¿Y los apuntes de Historia de España? -dijo Sofía.

-Yo le prometo a usted que los escribiré mañana.

-Si hace buena noche vendrán gentes.

-Los escribiré antes que vengan, porque es jueves y no iré al colegio.