Francisco Xavier Clavigero en la Ilustración mexicana 1731-1787
Antonio Martínez Rosales (comp.)
Antonio Gómez Robledo (pr.)
Fiel a su larga prosapia cultural, sobre todo en Historia, El Colegio de México encomendó a cinco intelectuales de reconocida nombradla, básicamente historiadores, un ciclo de conferencias en torno al tema común «Francisco Xavier Clavigero en la Ilustración mexicana», para honrar la memoria del gran humanista mexicano en el segundo centenario de su tránsito (1787-1987). Las conferencias tuvieron lugar entre el 30 de marzo y el 3 de abril de 1987, en el auditorio Alfonso Reyes, y en esta reseña seguiremos el orden cronológico en que fueron pronunciadas.
A la doctora Dorothy Tanck de Estrada correspondió hablar de «Clavigero: defensor de los idiomas indígenas frente al desprecio europeo», lo que indica de entrada una posición singular en la disputa del nuevo mundo: la supuesta incapacidad de aquellas lenguas para expresar con los vocablos apropiados los mayores refinamientos del pensamiento, notoriamente en el saber filosófico y teológico, era uno de los capítulos preferidos por los detractores de nuestros aborígenes. Hay que reconocer que era éste un alegato hasta cierto punto plausible, pues, a primera vista por lo menos, no es tan fácil percibir cómo un lenguaje de pinturas, a falta de alfabeto, podía comunicar conceptos de la más alta abstracción ideatoria. ¿Podrá alguien, por ejemplo, trasladar al náhuatl algún día el Parménides de Platón?
Sin tomar partido en la controversia, la autora, muy avisadamente por cierto, se remite a los textos clavijerianos: los de la Historia antigua y las Disertaciones, que son categóricos en la cuestión, aunque tal vez un tanto contradictorios.
En efecto,
Clavijero afirma, para empezar, que «es
verdad que los mexicanos no tienen voces para explicar los
conceptos de materia, sustancia, accidente y semejantes»
,
pero esto lo explica en razón de que los antiguos mexicanos
«no se ocupaban en el estudio de la
metafísica»
, mas si llegaren a hacerlo,
coronaría este esfuerzo el mayor de los éxitos, ya
que, sigue diciendo, «aseguro que no es
tan fácil encontrar una lengua más apta que la
mexicana para tratar las materias de la
metafísica»
1.
Si he de decirlo como lo siento, y será por mi ignorancia del náhuatl, a mí no acaba de entrarme en la cabeza lo último transcrito, y no puedo dejar de creer que a Clavijero lo llevó su patriotismo tan lejos como para pasar por encima de la gramática comparada, que conocía tan bien, al punto de erigir al náhuatl en la lengua filosófica por excelencia. (En potencia por lo menos, para decirlo a la manera escolástica, ya que, según lo reconoce él mismo, jamás llegó a pasar al acto.)
Otro mérito
singular de la conferencia que comentamos, es que su autora
extiende su investigación a otras fuentes posteriores a la
salida irrevocable de Clavijero de la Nueva España, y en las
cuales se delata el mismo escepticismo en lo tocante a la aptitud
expresiva de las lenguas indígenas en los más altos
saberes: el filosófico en el orden natural y el
teológico en el orden sobrenatural. Ahora bien, no se trata
esta vez de extranjeros ignorantes de la cultura del nuevo mundo,
por no haber estado jamás en América -como De Pauw y
Raynal- sino de personas con profundo arraigo en la tierra
mexicana, como el obispo de Puebla, Fabián y Fuero, y el
arzobispo de México, Antonio de Lorenzana. A dicho del
primero, las lenguas indígenas eran «bárbaras, pobres y oscuras... que
más parecen aullidos, silbos, balidos y mugidos de bestias
que articulación de racionales»
. No parece sino
que estamos leyendo a De Pauw, quien probablemente se queda
corto.
A quienes estamos por completo en ayunas de las lenguas aborígenes, comenzando por la lengua común, el náhuatl, no nos cumple sino suspender nuestro juicio en el arduo debate y esperar de los entendidos, entre ellos la doctora Estrada, mayores luces.
De superlativo
interés es la conferencia escrita y pronunciada por el padre
Francisco Xavier Cacho, de la Compañía de
Jesús. En esta condición, y siendo, por tanto,
correligionario del padre Clavijero, el conferenciante ha dedicado
la primera parte de su plática a la presentación de
un Clavijero «desde dentro»
, si
podemos decirlo así, recordando que hace años Ortega
y Gasset pedía también un «Goethe desde dentro»
. Y si lo hace
así el padre Cacho, es porque, según nos advierte con
toda pertinencia, «son raros los estudios
sobre su personalidad [la de Clavijero], sus lealtades profundas,
su mundo de motivos y de recursos espirituales»
.
De acuerdo, por supuesto, pero me permitirá el padre Cacho que le enmiende levemente la plana, o la amplíe, mejor dicho, en cuanto a hacer extensivo a todos los expulsos en general el estoicismo cristiano que mostraron, primero en la ejecución silenciosa y puntualísima del decreto real, y luego, algo tal vez más importante aún, en la actitud que asumieron al encarar después, en la paz del exilio, el destino que les cerraba irrevocablemente el regreso a la patria. Cuál haya sido esta actitud, esta respuesta, lo ha expresado, en términos insuperables, nuestro querido y añorado Gabriel Méndez Planearte:
Al «vandálico» -dice Menéndez Pelayo- decreto del déspota ilustrado que arrojábalos al exilio, respondieron ellos con una montaña de volúmenes, fruto de tenaces vigilias y de operosa dedicación infatigable, en los que, sin dignarse siquiera atacar directamente a su verdugo, hacían resonar por toda Europa el nombre de la patria lejana y formulaban, en la teología, en la filosofía, en la historia y las bellas artes, el mensaje de México2. |
No puede decirse mejor, y aquí lo dejaremos.
Entrando en la segunda parte de su homilía clavijeriana, ha efectuado el padre Cacho de mano maestra el enlace entre el hombre Clavijero y la Baja California, una de las obras mayores del antiguo instituto ignaciano cuyo sello típico fue el celo de las almas, un celo que literalmente, como en el verso del salmista, devoraba a sus miembros: zelus domus tuae comedit me. A Clavijero también, por consiguiente, quien para desfogar su pasión, al no poder hacerlo in situ, escribe su Storia della California, caso único de una conquista espiritual ante todo y realizada no por soldados sino por misioneros. Por todo lo cual, y escribiéndolo desde el exilio, Clavijero se congratula en su obra póstuma de que «hoy es adorado en casi toda la California el Redentor crucificado».
De este modo, y gracias a la oportuna intervención del padre Cacho, puede hoy comparecer en esta colectánea la Storia della California, que es también, a su modo, un opus magnum en la historiografía clavijeriana.
«Clavijero, historiador de la Ilustración mexicana», titúlase la conferencia del historiador Elías Trabulse, con cuyo solo enunciado muestra el autor a la clara que para él puede hablarse con perfecto sentido de una Aufklärung mexicana con notas propias y originales y no sólo como reflejo de la Ilustración europea. Con lo cual, además, el doctor Trabulse sale al encuentro de la especie -que no ha dejado de tener secuaces- de que el grupo de jesuitas desterrados en 1767, pese a sus estudios formativos en México, no habría madurado intelectualmente sino en Italia, al entrar en contacto con la Ilustración europea.
Sin menospreciar en modo alguno este último influjo, que corona la sapiencia de aquellos áureos espíritus, nuestro autor describe, en rasgos tan firmes como sobrios, la etapa preparatoria de la formación mexicana, con lo que el doctor Trabulse traza en sus grandes líneas la evolución de nuestra Ilustración autóctona y la de Clavijero en particular, todo lo cual contribuye -¿habrá siquiera que decirlo?- a la comprensión del hombre y de su obra.
Refiérese aquí el autor, como es obvio, a todo lo que Clavijero pudo aprender de re mexicana en el riquísimo fondo Sigüenza y Góngora, en el que se sumergió aquél con incomparable avidez, y que sin duda llevaría consigo, más en la mente que en los papeles, al aportar a las playas de Europa.
De no menor
auxilio le fueron, al asentarse al fin en Bolonia, las facilidades
que pudo brindarle la ilustre capital emiliana: «tres notables archivos y siete bibliotecas
particulares»
, con todo lo cual, lo que ya llevaba y lo
que allá adquirió, más su genio
artístico, pudo superar, como anota Trabulse, la nueva
historia erudita para ofrecernos la resurrección del pasado,
algo semejante a lo que hicieron después los alemanes en la
filología, en contraste con la antigua Altertumswissenschaft.
Personalmente me
ha agradado ratificar, en el bien documentado estudio de
Elías Trabulse, la impresión que hace tiempo me
obsede, de que el brío creador que anima su obra le viene en
gran parte a Clavijero de la lectura que hizo del libro infame de
De Pauw, según el cual en el continente americano
tout était ou
dégénéré ou monstrueux. Si
algún servicio nos hizo este panfleto ruin fue el de
encender la cólera de Clavijero, al fin hijo del «puerto bullente»
, por donde
podrá verse que, al contrario de lo que dice la pacata
sentencia spinozista, buen número de obras del
espíritu humano (las Provinciales son otro ejemplo
ilustre) han sido escritas cum ira et studio.
De corte semejante al trabajo del que acabamos de dar noticia, aunque con caracteres propios y específicos, es el del doctor Alfonso Martínez Rosales sobre la cultura ítalo-mexicana de los jesuitas expulsos. Es una investigación de lo más interesante sobre la interpenetración cultural de ambos pueblos, en torno y más allá del éxodo jesuítico en el acmé del despotismo ilustrado.
Refiriéndose a los jesuitas en concreto, anota el autor que
en virtud del cuarto voto, el de obediencia al Papa, «el corazón de Italia también era
el de los jesuitas»
. Proposición inobjetable sin
duda alguna, aunque con la restricción, lo digo con todo
respeto, de que el cuarto voto era sólo de los profesos, la
aristocracia de la Compañía, y por mi parte ignoro si
en el actual instituto ignaciano se ha abierto camino, como entre
nosotros, la corriente democrática.
De extraordinario
interés, y sobre todo desde el ángulo de la historia
nacional y de la historia comparada, es el drama enfocado por el
autor, de la expulsión de los jesuitas en el siglo XVIII, en
parangón con la expulsión de los judíos y los
árabes en 1492. Drama mucho mayor sin duda el de los
jesuitas, por cuanto fue, como dice el profesor Martínez al
paso, que los árabes y los judíos eran en
España poblaciones alógenas, «la Compañía de Jesús era
una familia religiosa fundada por un español e identificada
en mucho con España... En el panorama de la historia del
nuevo mundo, puede afirmarse que la expulsión de los
jesuitas fue en México el hecho más importante
después de la conquista, un drama de Nueva
España»
.
Apreciaciones muy certeras, en mi humilde opinión, ya que por más que hayan militado fuertes razones para deshacerse de una orden cuyo creciente poder amenazaba con poner en entredicho el poder político del Reino, tampoco puede desconocerse que teniendo en sus manos los jesuitas el monopolio de la educación superior en la Nueva España, y todo ello sin mengua de su actividad misionera entre los aborígenes, su expulsión hubo de traducirse en un descontento público clamoroso e inusitado. En palabras del doctor Mora, cuyo estrujante relato no ha sido emulado por el de ningún otro historiador, el decreto de expulsión de los jesuitas encontró como respuesta
... una vasta conspiración contra los españoles europeos y el gobierno de la metrópoli, en la que entraron ostensiblemente las principales poblaciones de las intendencias de Valladolid, Guanajuato, San Luis, y del corregimiento de Querétaro... El castigo de los conspiradores fue bárbaro y atroz: más de noventa personas perecieron en los patíbulos después de haber sufrido los más crueles tormentos, y sus restos permanecieron por mucho tiempo insepultos y fijados sobre escarpias repartidos en los caminos y poblaciones.3 |
Como las cuatro cabezas de la alhóndiga de Granaditas, ni más ni menos. Sólo que entonces reaccionaba el pueblo, como en la otra bronca entre el conde de Gelves y el arzobispo La Serna, al paso que hoy está, para decirlo ignacianamente, perinde ac cadaver; por ello es acreedor a nuestro reconocimiento el profesor Martínez al evocar, con ocasión del éxodo jesuítico, el gran pueblo que fuimos en la servidumbre, y cuya altivez y señorío no hemos sabido prolongar en la libertad.
Con el movimiento y cromatismo que es el sello de su prosa, cierra con broche de oro Luis González el ciclo clavijeriano. Lo hace con una vida del héroe que se lee con gran sabor, no obstante lo manido del tema, y viene además muy bien (yo mismo he ensayado esta técnica en uno de mis libros) cuando el personaje nos ha llegado a ser familiar por lo que hemos leído de él en los capítulos precedentes, con lo que el esquema final se llena por sí solo de forma y de color.
No sin gracia dice
el autor, en el principio de su ensayo, que «de este Clavijero o percha penden numerosos
análisis, glosas, biografías y ditirambos»
,
aludiendo sin duda al coro laudatorio del gran veracruzano, como
ocurre en general con todas las figuras históricas una vez
que han recibido la consagración ecuménica. De
Clavijero, por ejemplo, ha querido hacerse un gran filósofo
y quién sabe cuántas cosas más, otra
versión, en suma, de las letanías lauretanas, como se
lo oí decir a Luis González en un encore
verbal del texto que llevaba escrito.
Siendo una
autoridad en la materia, limítase Luis González a
valorar la obra histórica de Clavijero, de la cual dimana la
única letanía que suscribe él mismo, la
«letanía de virtudes
patrióticas»
que podrá ver el lector en la
página final de su ensayo, y la última de las cuales
es la de «precursor de la lucha por la
libertad de México»
. En la biblioteca del
Precursor Miranda, y por su mediación en la de Catalina II
de Rusia, no menos que en la del cura de Dolores, quien le
pisó los talones en la antigua Valladolid, estuvo Clavijero
con su Storia
antica, y habrá estado también, con una
probabilidad rayana en la certeza, en los anaqueles de los
protomártires de la independencia nacional, aureolados en
los grandes nombres de Verdad y Talamantes.
He de detenerme aquí, no sea que vaya a contravenir al primer deber del prologuista, el de no usurpar con su prólogo el logos que subsigue, y no me resta sino felicitar a El Colegio de México por haber reunido a un grupo tan selecto de historiadores mexicanos para honrar la memoria de quien, fuera de todo dictado superfluo o temerario, puede ser saludado, por la eximia calidad científica y humanista de su obra, como el creador de la historia mexicana.
El Colegio de México
En 1767, entre los quinientos miembros de la Compañía de Jesús que fueron expulsados de la Nueva España, una tercera parte era de profesores de los colegios jesuitas en 21 ciudades del reino. Uno de estos maestros era Francisco Javier Clavigero, de 35 años, catedrático de física y filosofía en Guadalajara. Ya desde 1753, aproximadamente, Clavigero, junto con otros jesuitas, había promovido la introducción de la ciencia moderna, reformas en la enseñanza de la filosofía y una mayor simplicidad en el estilo oratorio.4
Además de su dedicación a los estudios científicos y filosóficos, Clavigero había demostrado gran interés por los indios, tanto los coetáneos suyos como por los grupos prehispánicos. Varias veces, cuando tenía 23 y 26 años, había implorado ser enviado como misionero a las Californias y, cuando era maestro en el Colegio de San Gregorio en la capital, una institución para la educación indígena, se dedicó a estudiar los códices y papeles históricos que Carlos de Sigüenza y Góngora había dejado a los jesuitas.5
Después de un largo viaje por mar, lleno de incertidumbre e incomodidad, los jesuitas desterrados llegaron al norte de Italia. A finales de 1770, en Bolonia, Clavigero comenzó a escribir la Historia antigua de México. En el prólogo de la obra explicó las razones por las cuales decidió elaborar la historia de los aztecas:
... para evitar la fastidiosa y reprensible ociosidad a que me hallo condenado, para servir del mejor modo posible a mi patria, para restituir a su esplendor la verdad ofuscada por una turba increíble de escritores modernos de la América.6 |
Clavigero trabajó nueve años en la Historia, entregándola a la prensa en 1779. Fue publicada en italiano en 1780 y 1781.
La Historia antigua de Mexico fue la primera obra sobre los aztecas que presentaba en un solo libro una visión completa de la historia indígena, desde sus orígenes en el norte de México hasta la caída de Tenochtitlán. Inmediatamente después de su publicación fue aclamada por la comunidad intelectual europea como una obra excelente que llenaba los criterios de los mejores historiadores de la época, de la historia ilustrada. La Historia antigua se destacaba por lo menos de cuatro maneras: primero, se basaba en una investigación cuidadosa de fuentes; segundo, Clavigero sometió la información a un juicio crítico sobre su validez; tercero, redactó la historia en una forma lógica y ordenada; cuarto, utilizaba un lenguaje elegante y claro.
Además de
ser historiador calificado, Clavigero era conocedor de la lengua
mexicana; hablaba náhuatl y había estudiado su
gramática y vocabulario. En la Historia antigua
aclaró: «la lengua mexicana no ha
sido la de mis padres ni la aprendí de
niño»
7;
más bien el jesuita probablemente empezó a estudiarla
a los 18 años, como novicio, y siguió
perfeccionándola 10 años después, entre 1758 y
1762, cuando estaba en el Colegio de San Gregorio. Logró tal
habilidad para hablarla que pronto estaba actuando como confesor de
indios, predicaba en mexicano y servía como capellán
en la cárcel para indios que había en la
capital.8
Durante los cuatro años en San Gregorio, hubo una época en que Clavigero desatendió sus deberes para con los estudiantes indios y se dedicó a revisar los antiguos papeles de Sigüenza y Góngora. El provincial de la Compañía le envió en 1761 una carta de amonestación en la cual le dijo a Clavigero:
Son ya tantas las quexas, que tengo de su falta de aplicación devida a los ministerios, de su desamor y desafecto a los Indios, de su voluntarioso modo de proceder como de quien ha sacudido enteramente el yugo de la obediencia... abstrayéndose casi todo del fin único de los que viven en esse Colegio, y entregándose a otros cuidados y estudios que le embargan, y haze desabrido el trato con esta gente.9 |
Parece que Clavigero corrigió esta falta de cumplimiento y durante la epidemia de 1761-1762 se esforzó por atender a los indios10. En Clavigero, entonces, existía una tensión entre sus tareas estrictamente pastorales y sus actividades intelectuales, entre la atención a los indios de carne y hueso y el estudio de los indígenas de la Antigüedad.
Juan Luis Maneiro, el biógrafo de Clavigero, mencionó a varios criollos que fueron alumnos y amigos del jesuita (como José Antonio de Alzate, Juan Benito Díaz de Gamarra, Lino Nepomuceno Gómez Galván y José Patricio Fernández de Uribe) pero no indicó a ningún estudiante de San Gregorio. Sin embargo, Clavigero mismo en la Historia antigua señalaba que mantenía amistad con varios de sus alumnos indígenas que se habían destacado posteriormente como párrocos en la Nueva España.11
En su exilio italiano, y especialmente después de haber publicado la Historia antigua, Clavigero se dedicó a profundizar su conocimiento de los idiomas indígenas de México. Durante ocho años sostuvo correspondencia con el lingüista jesuita español, Lorenzo Hervás, quien en ese tiempo vivió en Roma y Cesena. Hervás era el autor de la Idea del universo, cuyos volúmenes 17 al 21 presentaban una sistematización y clasificación de las familias de idiomas. Hervás, un pionero de la filología moderna, estimaba a Clavigero como su mejor autoridad sobre la Nueva España. Clavigero compuso con la ayuda de misioneros jesuitas el Padre Nuestro en 13 lenguas indígenas de México y luego, en 1783, se dedicó a componer una gramática de náhuatl. El manuscrito de esta gramática se quedó en Bolonia entre los papeles del autor hasta 1973, cuando se publicó en inglés, y 1974, cuando Miguel León-Portilla sacó la edición en español.12
En dos partes de
la Historia Clavigero trataba el tema de los idiomas
nativos. Primero, dentro del apartado VII sobre el «Gobierno
político, militar y económico de los mexicanos»
y en la última parte de la obra, en las famosas
«Disertaciones» donde presentaba nueve ensayos; en cada
uno refutaba los errores que autores contemporáneos
habían escrito sobre la cultura indígena. Al comienzo
de las «Disertaciones», Clavigero anunciaba que
«el principal blanco de mis
tiros»
era el abad Cornelio de Pauw, autor de las
Investigaciones filosóficas sobre los americanos,
publicado en Berlín en 1768 y reimpreso en 1771.
La gramática de Clavigero se basaba en las obras de tres lingüistas jesuitas: Antonio Rincón, 1556-1601; Horacio Carochi, 1586-1666, e Ignacio de Paredes, 1703-1766 ( RONAN, Charles E., S. J., op. cit., p. 115). En opinión del doctor Xavier Noguez, el libro de las Reglas de Clavigero es un texto muy adecuado para los estudiantes de hoy en día que empiezan a aprender el náhuatl.
La obra de De Pauw, escrita en francés, era muy leída en Europa y escaseaba a pesar de sus dos ediciones.13
Clavigero, antes de responder al abad, presentó un resumen de la tesis de De Pauw:
Pauw quiere persuadir al mundo que en América la naturaleza ha degenerado enteramente en los elementos, las plantas, los animales y los hombres... Todos los propios de América son más pequeños, más deformes y más débiles, más cobardes y más estúpidos que los del Antiguo Mundo, y los que se trasladaron a ella de otra parte, inmediatamente degeneraron, así como todas las plantas de Europa trasplantadas a América. Los hombres... son brutos y débiles y están sujetos a muchas enfermedades extravagantes, causada[s] por el clima insalubre. Pero aun siendo así sus cuerpos, todavía son más imperfectas sus almas. Carecen de memoria... no saben reflexionar ni ordenar sus ideas... Sus vicios morales corresponden a estos defectos físicos. La embriaguez, la mentira y la sodomía eran comunes... Vivían sin leyes. Las pocas artes que conocían eran muy groseras. La agricultura estaba entre ellos enteramente abandonada... En todo el Nuevo Mundo no había más que dos ciudades: Cuzco... y México... y estas dos no eran más que miserables aldeas.14 |
También
quiso confrontar los escritos del conde de Buffon que en su
Historia de los cuadrúpedos (París,
1749-1788) presentaba la teoría de que toda la naturaleza
del Nuevo Mundo, por ser más inmadura, era más
pequeña y más débil que la del Viejo
Continente. Clavigero aclaraba que a Buffon le tenía
«gran estimación y lo reputo el
más diligente, el más hábil y el más
elocuente naturalista de nuestro siglo»
.
Tanto en la introducción a las «Disertaciones» como en el texto, Clavigero manifestaba respeto para Buffon, aunque señalaba sus errores y no aceptaba su teoría sobre la inmadurez de América. Sin embargo, con De Pauw, no tenía paciencia ni misericordia con sus ideas sobre la degeneración de todo en América. Soltaba la pluma en contra de la obra de De Pauw, que era
... como una sentena o albañal [que] ha recogido todas las inmundicias, esto es, los errores de todos los demás. Si parecen un poco fuertes mis expresiones, es porque no hay que usar dulzura con un hombre que injuria a todo el Nuevo Mundo y a las personas más respetables del Antiguo.15 |
Con una perspectiva balanceada -no siempre una característica de los historiadores del autollamado «siglo de las luces», que tendían a sobreevaluar todo lo europeo- Clavigero advertía de las implicaciones que pudieran tener las teorías que exaltaban un continente, una cultura, una raza, arriba de otros pueblos, que despreciaban y calumniaban culturas y razas diferentes. El jesuita explicaba:
... No pretendo hacer aparecer que la América es superior al Mundo Antiguo, sino solamente demostrar las consecuencias que pueden naturalmente deducirse de los principios de los autores que impugno. |
Cuándo Clavigero escribió sobre las lenguas indígenas, y especialmente sobre el mexicano (no usaba el término náhuatl), tenía dos objetivos: describir al lector los aspectos lingüísticos del idioma y refutar las críticas y los errores que se habían escrito sobre ellos. Clavigero respondía explícitamente a cuatro argumentos que se habían publicado en contra del náhuatl. Éstos eran:
- Que los mexicanos no tenían voces (palabras) para contar arriba de tres (Pauw).
- Que no tenían términos para explicar las ideas metafísicas y morales (Pauw, citando a un viajero francés, La Condamine).
- Que por la rudeza de la lengua mexicana no ha habido español que sepa pronunciarla (Pauw y Buffon).
- Que los mexicanos, aunque tuvieron noticias de un ser supremo,
no tenían
«vocablo propio para nombrar a Dios... por tanto los que predican o escriben para indios usan el mismo nuestro español Dios»
(padre José de Acosta, jesuita, naturalista del siglo XVI).
Para instruir al
lector, Clavigero primero describía el náhuatl.
Notaba que carecía de varias consonantes: b,
d, f, g, r y s, pero
que abundaban las de l, x, t,
z, tl y tz. «Sus aspiraciones son moderadas y suaves, ni es
menester jamás usar la nariz para su
pronunciación.»
Examinaba enseguida la estructura
gramatical del náhuatl y hacía hincapié, como
era su costumbre, en presentar la información dentro de un
contexto amplio y comparativo con la cultura europea
contemporánea o con los pueblos de la antigüedad
clásica.
Falta también a la lengua mexicana los nombres superlativos, como a la hebrea y a la francesa... y abunda, como la italiana, los diminutivos y aumentativos, que faltan casi enteramente a la francesa... apenas hay verbo de que no se formen muchos y diferentes verbales, y casi no hay nombre o sustantivo o adjetivo de que no se formen abstractos. El modo de hablar en el mexicano es diverso según la calidad de las personas con quienes se trata y de quienes se habla, añadiendo a los nombres, a los verbos, y a las preposiciones ciertas sílabas significativas de respeto... Esta variedad que hace tan cortesana a esta lengua, no la vuelve embarazosa porque está sujeta a reglas fijas y fáciles; ni sé que haya lengua que sea tan metódica y regular como la mexicana. Tienen los mexicanos, como los griegos y otras naciones, la comodidad de componer una voz de dos, tres o más simples.16 |
Clavigero, entonces, daba un ejemplo de cómo los mexicanos podían combinar en una palabra la significación de cinco palabras distintas. Se unían las palabras de «estimado», «digno de reverencia», «sacerdote», «padre», «mío» en una sola palabra: «notlazomahuizteopixcatatzin».
«De tales composiciones se valen para presentar
en una sola palabra la definición o descripción de
una cosa, como se ve en los nombres de las plantas y animales que
se hallan en la Historia natural de
Hernández»
(obra de botánica del siglo XVI)
pues éste, con el náhuatl, describía 1200
plantas del Anáhuac y 200 aves y gran número de
animales. O sea, Clavigero hacía hincapié en que el
idioma de los aztecas permitía la formación de
palabras muy precisas, similar al lenguaje científico, para
describir las características y cualidades de cada
planta.
Después de esta descripción somera del náhuatl, Clavigero procedió a refutar las críticas del idioma. Dedicó a esta réplica cuatro veces más espacio que a la descripción lingüística.
En dos ocasiones
Pauw afirmó que «No hay ni una
lengua americana en que se pueda contar arriba de tres.»
Argumentó en otras ocasiones que:
Los americanos no saben contar hasta veinte sin utilizar continuamente signos materiales o representativos para suplir las ideas de valor... No es esto una gran prueba de su estupidez... La dificultad no se refiere a la falta de palabras sino a la falta de conceptos; y es claro de que si los bárbaros hubieran tenido nociones precisas de valores numerales, hubieran inventando términos para expresarlos, igual que nosotros.
En referencia a
los aztecas, Pauw se burlaba de la idea de que los mexicanos
pudieran calcular la antigüedad y marcar la evolución
de su historia: «¿Cómo se
puede perfeccionar una cronología cuando no tienen palabras
para contar más allá que
diez?»
17
Clavigero empezó su réplica anotando que en una página Pauw decía que los aztecas no podían contar arriba de tres y en otra, arriba de diez. Luego aclaraba los hechos históricos:
Para demostrar la falsedad de lo dicho por Pauw, Clavigero publicó una lista de los nombres numerales de 1 a 48 millones. Remataba su réplica con la observación sarcástica:
Yo sabía, finalmente, que los mexicanos tenían voces numerales para significar cuantos millares y millones querían; pero Pauw sabe todo lo contrario y no hay duda que lo sabrá mejor que yo, porque tuve la desgracia de nacer bajo un clima menos favorable a las operaciones intelectuales.18 |
Clavigero
también achacó a la ignorancia de De Pauw su
afirmación de que las lenguas americanas eran «tan estrechas y escasas de palabras que no eran
capaces de explicar un concepto metafísico»
. Pauw
citaba en su libro a La Condamine, viajero que publicó en
1745 sus observaciones sobre el Perú.
Tiempo... duración, espacio, ser, sustancia, materia, cuerpo. Todas estas palabras y otras muchas no tienen voces equivalentes en sus lenguas, y no sólo los nombres de los seres metafísicos, pero ni aun de los seres mortales, pueden explicarse por ellos sino impropiamente y por largos circunloquios.19 |
Clavigero contestó con calma y con un sentido de historia comparativa:
Es verdad que los mexicanos no tienen voces para explicar los conceptos de la materia, sustancia, accidente y semejantes; pero es igualmente cierto que ninguna lengua, de Asia o de Europa, tenía tales voces antes que los griegos comenzasen a adelgazar, abstraer sus ideas y crear nuevos términos para explicarlas... Los mexicanos antiguos, porque no se ocupaban en el estudio de la metafísica, son excusables por no haber inventado voces para explicar aquellas ideas; pero no por esto es tan escasa su lengua en términos significativos de cosas metafísicas y morales, como afirma La Condamine... antes aseguro que no es tan fácil encontrar una lengua más apta que la mexicana para tratar las materias de la metafísica, pues es difícil de encontrar otra que abunda tanto en nombres abstractos pues pocos son en ella los verbos de los cuales no se formen verbales correspondientes a los «io» de los latinos y pocos son también los nombres sustantivos o adjetivos de los cuales no se formen nombres abstractos que significan el ser... cuyos equivalentes no puedo encontrar en hebreo, ni en griego, ni en latín, ni en francés, ni en italiano, ni en inglés, ni en español, ni en portugués, de las cuales lenguas me parece tener el conocimiento que se requiere para hacer el cotejo.20 |
Para comprobar lo dicho, Clavigero publicó una lista de 54 palabras en náhuatl que significaban conceptos abstractos, entre ellas «Esencia», «Trinidad», «Sabiduría», «Razón», «Justicia», «Dolor».
Clavigero seguía con su defensa en una exposición de hechos referentes a la copiosa literatura escrita en el idioma mexicano:
Presentaba luego un «Catálogo de autores europeos y criollos que han escrito de doctrina y moral cristiana, en lenguas de la Nueva España» y otra lista de «Autores de gramáticos y diccionarios». El jesuita no sólo indicaba los autores de obras en náhuatl sino en otros 14 idiomas indígenas de México, tales como el otomí, el maya, el huasteco, el cakchiquel, el tarahumara, etcétera. Las listas tenían un total de 130 autores que habían escrito en lenguas indígenas y aún en el siglo XX ha servido a antropólogos como fuente de información sobre los idiomas nativos de América.21
En referencia a toda la crítica de la falta de palabras numerales y metafísicas, Clavigero notaba con ironía:
Cualquiera que lea estas decisiones magistrales de Pauw, se persuadirá sin duda que decide así después de haber viajado por toda la América, de haber tratado con todas aquellas naciones y haber examinado todas sus lenguas. Pero no es así. Pauw, sin salir de su gabinete de Berlín, sabe las cosas de América mejor que los mismos americanos, y en el conocimiento de aquellas lenguas excede a los que las hablan.22 |
Es interesante notar que varias de las ideas sarcásticas de Clavigero sobre Pauw, como la anterior, tuvieron eco en artículos de José Antonio Alzate cuando en 1788 escribía en la prensa sobre botánica y también criticaba a Pauw.23
De hecho, ni Pauw
ni Buffon se detenían en esta idea. El «insolente y mordaz Pauw»
(como lo
llamaba Clavigero) sólo mencionaba este aspecto del sonido
áspero del náhuatl en una frase: comentaba sobre
«la extrema rudeza de su idioma, que
jamás un europeo lo ha podido pronunciar, y en el cual falta
una infinidad de palabras propias para expresar sus
ideas»
24.
De igual manera, Buffon tampoco hizo mucho hincapié en las
dificultades de pronunciación. El conde decía, para
apoyar su teoría de la organización reciente de la
naturaleza en el Nuevo Mundo, que
... los órganos de los americanos eran toscos y su lengua bárbara... véase la lista de sus animales, y sus nombres son tan difíciles de pronunciar que es de admirar haya habido europeos que se hayan tomado el trabajo de escribirlos.25 |
Clavigero
contestaba estas críticas en dos formas. Primero indicaba
que Buffon y muchos otros europeos, al transcribir los nombres
mexicanos de animales, personas y lugares, los habían
«alterado y desfigurado»
y,
por eso, los encontraban difíciles de pronunciar. Segundo,
admitía que al principio podría existir dificultad
para enunciar las palabras de un idioma extraño, pero que
esto era natural, y nada o poco decía sobre la lengua misma,
sino sobre la habilidad de la persona que aprendía el
idioma. Ponía el problema de la pronunciación en
perspectiva:
Es cierto que la dificultad en pronunciar una lengua a la que no estamos acostumbrados, y principalmente si la articulación de ella es muy diversa de la de nuestra propia lengua, nos convence que sea bárbara. La misma dificultad que experimenta Buffon para pronunciar los nombres mexicanos, experimentarían los mexicanos para pronunciar los nombres franceses. Los que están acostumbrados a la lengua española, tienen gran dificultad para pronunciar la alemana y la polaca, y les parecen las más ásperas y duras de todas...26 |
De manera parecida al punto anterior, Clavigero dedicaba un apartado para contestar una crítica que en realidad era muy escueta. El jesuita mencionaba sólo dos frases escritas por el padre José de Acosta en el siglo XVI, y a raíz de estos enunciados presentaba una réplica directa y definitiva.
Según Clavigero, Acosta se asombraba que los indios de Perú y México, aunque tenían
Clavigero contestaba a esta observación del siglo XVI, anotando que Acosta
... por otra parte tan docto y tan exacto, no tuvo inteligencia alguna de la lengua mexicana; porque a tenerla sabría que lo mismo mismísimo significa el Teotl de los mexicanos que el Theós de los griegos y el Dios de los españoles, y que la causa de haber introducido en la lengua mexicana aquella palabra española no fue porque hubiese necesidad de ella, sino por la escrupulosa timidez de los primeros historiadores, que, como quemaron las pinturas históricas de los mexicanos por recelo que tuvieron de su superstición ... así desecharon la voz mexicana teotl, porque había servido a la significación de los falsos dioses que adoraban.27 |
Clavigero añadía que el argumento de Acosta ya no era válido porque
Puede llamar la atención que Clavigero contestara una crítica del siglo XVI cuando este argumento de Acosta no fue repetido por Pauw ni por Buffon, ni (parece) por otros autores contemporáneos del jesuita, como William Robertson, Guillaume Raynal o La Condamine. Aún más, hasta cierto punto, Clavigero recogía una crítica pasajera de Acosta que sólo aparece en dos frases en todo el libro y la interpretaba como una crítica a la lengua mexicana, cuando, en realidad, si uno lee una frase más en Acosta, se ve que este autor del siglo XVI estaba apuntando la falta de comprensión de los indios al concepto de un Dios verdadero, y no a la paucidad de su idioma.
Decía
Acosta (después de anotar la falta de palabra equivalente a
Theós, Dios, Él y Alá),
«De donde se ve cuan corta y flaca
noticia tenían de Dios, pues aun nombrarle no saben sino por
nuestro vocablo.»
28
¿Por qué respondía en la Historia antigua a un argumento del siglo XVI sobre la ausencia de un término adecuado para Dios cuando no era una crítica que repitieran los autores del siglo XVIII a quienes Clavigero explícitamente quería refutar?
Se me ocurre que tal vez Clavigero estaba contestando a otros contemporáneos suyos, pero por razones de prudencia no haya querido nombrarlos. ¿Quiénes más, en el siglo XVIII, criticaban el náhuatl por su falta de términos teológicos adecuados para expresar los dogmas de la religión católica? Se pueden encontrar, por lo menos, tres destacados españoles que durante los mismos años en que escribían Pauw y Buffon, o sea de 1769 a 1770, publicaron críticas a la lengua mexicana. Eran críticas más extensas que las citadas por Clavigero y, en muchos aspectos, más duras.
En 1769 el obispo Francisco Fabián y Fuero publicó un edicto para la diócesis de Puebla en el cual ordenaba que los curas explicaran en castellano la doctrina cristiana a los indios. Esta parte del mandato no fue una novedad, ya que varias veces, desde el siglo XVI, se habían promulgado cédulas reales para promover la enseñanza del castellano a los indios. La razón principal para estas órdenes había sido el juicio de que los idiomas indígenas no eran adecuados para expresar los dogmas de la fe católica. En este sentido, la observación escueta de Acosta se basaba en una opinión que no sólo estaba vigente en el siglo XVI sino que había sido expresada en España (cédula de 1550), en el XVII (cédulas de 1634, 1690 a 1695), y el XVIII (cédula de 1754). La cédula de 1754 (que probablemente conoció Clavigero porque en ese año fue ordenado como sacerdote y la cédula fue dirigida a los obispos) decía, que
... habiéndose hecho particular examen, sobre si aun en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra santa fe católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones.29 |
El obispo de
Puebla, presentaba además una serie de argumentos en contra
de las lenguas americanas que eran más severos que los
incluidos en las cédulas reales. Decía que el uso de
las lenguas indígenas permitía que todavía
existieran idolatría y supersticiones en la diócesis
y «que no extinguiendo los idiomas
carecen de remedio... porque los indios conservan la
superstición o error de sus mayores en el término o
vocablo de su lengua»
. Según Fabián y
Fuero, en una opinión mucho más eurocéntrica
que las de Pauw o Buffon, las lenguas indígenas eran
«bárbaras, pobres y oscuras...
que más parecen ahullidos, silvos, balidos, y mugidos de
bestias que articulación de racionales»
. Ordenaba
que los curas pusieran maestros para enseñar a los indios el
castellano y que cuidaran «de que en
todo su curato hablen igualmente los indios en castellano las cosas
de trato común, y las vulgares y de plaza que ellos llaman
Tianguixtlatolli»
.30
Un mes después del edicto de Fabián y Fuero, en octubre de 1769, su amigo, el arzobispo de México, Antonio de Lorenzana, circuló una carta pastoral a toda la arquidiócesis, en la cual repetía algunas de las mismas afirmaciones y añadía otras nuevas. Esta carta debió de haberse distribuido en cada iglesia parroquial de la diócesis y en muchas ocasiones probablemente fue leída por un sacerdote criollo, conocedor del idioma indígena y escuchada por los feligreses, indios muchos de ellos. Varias partes de la pastoral debieron haber causado enojo y resentimiento, tanto entre el clero criollo como entre los indígenas.
El arzobispo Lorenzana decía que la conservación del idioma de los indios era un grave error, no sólo por el hecho de no poder expresar con exactitud los dogmas religiosos sino por razones políticas. Lorenzana indicó claramente en los primeros ocho párrafos de la pastoral que la existencia del náhuatl y otomí era un peligro para la preservación del dominio de España en México.
El arzobispo, a dos años de la supresión militar encabezada por José de Gálvez de las rebeliones indígenas en San Luis de la Paz, San Luis Potosí, Guanajuato y Pátzcuaro a raíz de la expulsión de los jesuitas, apuntaba en su pastoral que
En un párrafo largo y en varias frases adicionales de la pastoral, Lorenzana mostraba su desprecio por las lenguas indígenas en términos más explícitos extensos y terminantes que las críticas someras de Pauw y de Buffon.
El arzobispo
seguía a estas preguntas retóricas con otras
referentes a la extinción de la lengua hebrea por los
caldeos y asirios, la supresión de la lengua de los caldeos
por los griegos y del griego por los romanos, «... y esto han hecho todas las naciones aun con
las lenguas más doctas; ¿por qué se ha de
sustentar la de los indios?»
31
Además de
las razones relacionadas con la política imperial de
España, Lorenzana se refería en varias frases a la
falta de palabras adecuadas en el idioma indígena para
expresar los conceptos religiosos: «Los
indios en su lengua no tienen términos para los santos
sacramentos de la Iglesia, ni para los misterios de nuestra santa
fe, y hoy no se hallan para su explicación los propios y que
den cabal idea.»
A pesar de que el mexicano era «por sí escaso y
bárbaro»
, los primeros misioneros y sus sucesores
habían promovido el náhuatl al elaborar diccionarios
y gramáticas. En la opinión de Lorenzana, el uso de
las lenguas indígenas había continuado por dos siglos
y medio debido a que los sacerdotes católicos las
habían fomentado. El arzobispo insinuó que los
clérigos criollos, por conocer el idioma nativo,
querían conservar su ventaja sobre otros sacerdotes mejor
preparados que no hablaban el lenguaje indígena: «Esto es una constante verdad, el mantener el
idioma de los indios es capricho de hombres cuya fortuna y esencia
se reduce a hablar aquella lengua... porque con esto, creen que
aseguran su acomodo con menos letras.»
32
Unos meses después de la pastoral de Lorenzana, en la primavera de 1770, Carlos III promulgó una Cédula Real para toda la América y las Filipinas. Al principio del documento el Rey explicó que el contenido de la Cédula se basaba en lo escrito por el arzobispo de México con respecto a las lenguas indígenas.
El Rey opinaba, al igual que Lorenzana, que los indios no habían aprendido el castellano porque los clérigos no lo promovían. Sin embargo, Carlos III fue más directo aún en su crítica del clero novohispano. Les acusó de haber obstaculizado la castellanización, al indicar que los sacerdotes a veces castigaban a los indios cuando usaban el español. Explícitamente culpó a los novohispanos, llamándoles en la Cédula por su nombre de «criollos», y comentó que la raíz del problema era la rivalidad entre los clérigos de México y los sacerdotes peninsulares. Según el Rey, la falta de aprendizaje del español entre los indios
Nace de dos bajos conceptos, uno de persuadirse los clérigos criollos que el modo de afianzar en ellos la provisión de los curatos y excluir a todo europeo, son los idiomas y el otro, que extinguidos éstos, se les quitaba el título a ordenarse.33 |
Con palabras
despectivas, el Rey describía a algunos de los sacerdotes
americanos como «clérigos
mercenarios»
y señalaba «que un clérigo de menos mérito,
de bajo nacimiento y tal vez peores costumbres, logra por saber un
idioma un curato que debía ser premio de un sugeto
más condecorado»
.
También
Carlos III repetía la idea sobre las deficiencias
lingüísticas de los idiomas nativos, al decir que era
«muy difícil o casi imposible
explicar bien en otro idioma los dogmas de nuestra santa fe
católica»
. El Rey quería, en
síntesis, que los indios hablaran el castellano como un
medio de lograr sus fines religiosos, políticos y
económicos.
Ordenaba el Rey
que se establecieran escuelas de castellano para los indios
dedicadas a la enseñanza de la doctrina cristiana, la
lectura y la escritura, y que se nombraran a los clérigos de
más mérito a los curatos «aunque ignoren el idioma ... para que de una
vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas
de que se usa en los mismos dominios y sólo se hable el
castellano»
.
Estos tres documentos, escritos por las más altas autoridades de la Iglesia y del Estado español, presentaban críticas prolijas sobre la capacidad de los idiomas americanos de expresar los conceptos teológicos, y exponían frases referentes al sonido y la pronunciación bárbaros de las lenguas. Además, los documentos demostraban que, para 1770, la crítica de las lenguas indígenas y el propósito de «extinguirlas», estaba motivado no sólo por razones religiosas sino por consideraciones políticas: disminuir el peligro de rebeliones indígenas y promover el nombramiento de sacerdotes españoles y clérigos de «más mérito», a las parroquias de indios, en vez de los sacerdotes criollos que hablaban el idioma nativo.
Tanto los dos obispos como el Rey escribían con más detalle sobre los idiomas americanos que cualquiera de los cuatro autores citados por Clavigero (Pauw, Buffon, La Condamine y Acosta).
¿Sabría el jesuita de estos tres documentos? Exiliado en Italia, lejos de España y Nueva España, es posible que Clavigero no conociera los escritos de Fabián y Fuero, de Lorenzana o la Cédula de Carlos III. Además del impedimento de la distancia, había orden real que prohibía cualquier comunicación de los habitantes de América con los exiliados.
Sin embargo, hay
varios hechos que permiten suponer que tal vez Clavigero
sabía de uno y quizás de dos de los documentos. Por
una parte, el mismo Clavigero publicaba en la Historia
antigua que había consultado una obra publicada por
Lorenzana en 1770; ésta era la Historia de la Nueva
España en la cual el arzobispo reimprimía las
cartas de Hernán Cortés, con una introducción
y notas suyas. Clavigero tenía el libro en Bolonia y anotaba
en la Historia antigua que Lorenzana hacía «mil despropósitos en la
interpretación ... ocasionados por la ignorancia en la
lengua mexicana»
34.
Tenía además dos obras adicionales publicadas en
México por Lorenzana en 1769 y 1770: Los concilios
mexicanos. Aunque Clavigero no los citaba expresamente, una
revisión del texto de la Historia hace evidente que
el jesuita tenía en Bolonia estos libros sobre los
concilios.35
Sería posible, entonces, que la misma persona que le envió los tres libros también le hubiera mandado un cuarto tomo, las Cartas pastorales, publicado por Lorenzana en 1770, en el cual se incluía la pastoral en contra de las lenguas indígenas y la Cédula de Carlos III sobre el mismo tema.36
En vista de que la Real Cédula se dirigió a toda América y a las Filipinas es muy posible que un ejemplar de ella llegara a Clavigero, enviado por sus conocidos en la Nueva España o por otros jesuitas exiliados en Italia.
Aunque el edicto de Fabián y Fuero fue publicado en 1770 en el libro Colección de providencias diocesanas para el obispado de Puebla, no me parece tan probable que Clavigero tuviera un ejemplar del mismo en Bolonia. Posiblemente haya sabido de la pastoral del obispo de Puebla por medio del marqués de Moneada, quien vivía en Puebla, era buen amigo del jesuita y lo visitó en Italia, durante 1778.37
Otra manera en que pudieron haber llegado noticias de las pastorales y la Cédula fue por medio del Ayuntamiento de México. En 1771, los regidores, enojados por un informe anónimo al Rey en que se decía que los criollos, por falta de capacidad y honradez, sólo servían para empleos medianos, escribieron una larga representación a Carlos III. Además de criticar la política metropolitana de preferir a los españoles para los puestos civiles y eclesiásticos, el Ayuntamiento, ciertamente consciente de la pastoral de Lorenzana y la Cédula de 1770, protestó en contra del intento de imponer el uso del castellano entre los indios, y de nombrar a sacerdotes que no sabían el idioma indígena. Los regidores decían:
El Ayuntamiento
quería mantener, por lo menos en teoría, la sociedad
de las «dos
repúblicas»
, en la cual los indios
quedarían separados de los españoles. Argumentaba que
los indígenas eran «sin duda de
otra condición que pide reglas diversas de las que se
prescriben para los españoles»
. Se quejaba del
arzobispo Lorenzana diciendo que él y su antecesor
habían gastado sumas grandes para traer parientes y
allegados a América y que los habían instalado en
puestos eclesiásticos que correspondían a los
criollos.38
Se sabe (aunque sin precisión de fechas y hechos) que Andrés Cavo, otro jesuita mexicano exiliado que vivía en Roma y que escribió una historia de la ciudad de México, estaba en contacto con el Ayuntamiento y recibía información de los archivos municipales. Es posible que de esa fuente Clavigero pudiera haberse enterado de los documentos sobre la crítica de las lenguas indígenas y de la reacción criolla en contra de la castellanizaron39. Asimismo, Clavigero tenía en 1775 noticias proporcionadas por el contador principal del pulque y del tabaco de la ciudad de México.40
En resumen, hay ciertos hechos que sabemos y otros de los cuales no estamos seguros. Por una parte, es evidente que Clavigero defendía, con conocimiento del náhuatl, el idioma mexicano frente a las frases de desprecio de Pauw, la crítica superficial de Buffon, y la mención pasajera de Acosta. Hasta cierto punto, su defensa del idioma mexicano iba más allá de lo que merecían las críticas escuetas que estos autores publicaron. Surge la posibilidad de que Clavigero en realidad estaba contestando no sólo a estos europeos, sino a los españoles contemporáneos -Fabián y Fuero, Lorenzana y Carlos III- quienes habían elaborado críticas más largas y severas en contra de las lenguas de México y deseaban extinguirlas. Ciertamente para Pauw, Buffon y Acosta, y posiblemente para las altas autoridades españolas, Clavigero dirigía varias frases en que señalaba que los que realmente sabían el náhuatl, alababan la capacidad y la belleza del idioma mexicano.
Clavigero
terminó su ensayo sobre la lengua mexicana con una
advertencia para los europeos que escribían sin conocimiento
de causa: «Finalmente, en lo que
respecta a las lenguas americanas, debe estarse al juicio de los
europeos que las supieron, más bien [que] a la
opinión de los que nada saben.»
41
Universidad Iberoamericana
La celebración nacional del segundo centenario de la muerte de Francisco Xavier Clavigero S. J., en la que los medios de comunicación, las instituciones culturales, el Gobierno federal y estatal han participado, resuena íntimamente en los jesuitas mexicanos.
Nuestro ilustre compatriota ha sido justamente reconocido por su saber histórico, por su agudeza polémica, por su estilo clásico. Son raros, en cambio, los estudios sobre su personalidad, sus lealtades profundas, su mundo de motivos y de recursos espirituales. Por esto he preferido contribuir un poco al esclarecimiento del Clavigero íntimo que nos lleve a comprender los porqués y los para qué de su amor patrio, de su increíble fortaleza ante las adversidades más graves e injustas.
Si es importante conocer las obras de la inteligencia de un hombre destacado, es asimismo importante penetrar en el complejo de sus decisiones conscientes para aspirar a una comprensión integral del personaje. Y creo que mirar a Clavigero desde la óptica de su pertenencia a la Compañía de Jesús nos revela su más verdadera identidad, el hontanar de su voluntad recia y enamorada.
Trataré, pues, de esbozar el perfil espiritual de Francisco Xavier Clavigero el jesuita y darle nueva dimensión, así, a la gozosa celebración de su vida heroica.
Los jesuitas acostumbramos poner, después de nuestro nombre y apellido, las siglas «S. J.», iniciales de las palabras latinas Societatis Jesu. Así indicamos nuestra pertenencia a la Compañía de Jesús, nuestra identidad. Se trata de una pertenencia a una orden religiosa tan exaltada cuanto conminada en la sociedad. Tenida por legendaria y alabada en exceso en formas apriorísticas, cuanto temida y odiada al extremo de juzgar a los jesuitas como los prototipos de la hipocresía, en formas asimismo injustificables.
Lo cierto es -en cuanto histórico documentable- que la Compañía de Jesús ha contado entre sus miembros con hombres destacados por su saber, amor a los demás, y virtudes y lealtad heroica a la Iglesia. Durante los 450 años de su presencia en la historia, la Compañía de Jesús ha servido a lo largo y a lo ancho de la geografía mundial, de las sociedades cambiantes y de las culturas diversas. Un puñado de distinguidos educadores, filósofos, científicos, teólogos, escritores, misioneros y pastores en medio de miles de hombres sencillos y comprometidos han formado, generación tras generación, la membrecía de la Orden. La inserción en distintos y numerosos oficios, en lugares diversos y en horizontes culturales lejanos unos de otros le da al conjunto jesuítico una variedad de tonos y acentos que va desde la ciencia pura y la mística hasta el servicio de cartero en un pueblo de la India o párroco en el Penal de las Islas Marías en México...
Al avanzar hacia el núcleo centralizador de las diversidades, hacia la esencia identificante de la Compañía de Jesús, nos encontramos con el sentido y significado obvios de su nombre: cercanía personal y comunitaria con Jesús, el Hijo de Dios e hijo del hombre. Los 10 maestros de París que fundaron la Compañía, después de una larga deliberación de tres meses en la primavera romana de 1539, ya habían convenido en responder que pertenecían a la «Compañía de Jesús» a quienes les preguntasen quiénes eran. Ignacio de Loyola, elegido por sus compañeros como primer superior y encargado de redactar las Constituciones del grupo, hablará repetidas veces de «Amigos en el Señor», «Compañeros de Jesús»... hombres que deciden buscar y hallar la voluntad de Dios en la disposición de sus vidas para cumplirla con la excelencia del mejor servicio y del más enamorado corazón; hombres que disciernen sobre los mejores caminos hacia el mayor servicio de Dios y de los hombres, a la vez que obsequiosos con la voluntad del superior. El libro de los Ejercicios les enseñará a discernir los modos, tiempos y objetivos en su búsqueda de la voluntad del Señor que desea la consciente colaboración humana para la instauración de su reino en este mundo o vigencia de la justicia, la libertad, la paz y la fraternidad. Un cuerpo para el espíritu, un conjunto humano por demás diverso persuadido por un mismo amor a una misma persona, la de Jesús el Señor. Y un espíritu para el cuerpo, una cabeza visible o propósito general que reúne y convoca a la unidad de una misma motivación a quienes viven y trabajan en las diversidades irreducibles del cuerpo de la Compañía compuesto de hombres de varias edades, nacionalidades y personalidades.
El grado de respuesta de los jesuitas a su vocación y misión ha sido y es diverso: desde los más generosos y creativos hasta los mediocres y viles. En estos extremos juzgo que se encuentran los menos, en tanto que los más se agrupan en el número de quienes responden dignamente y son fieles en esa respuesta hasta su muerte. El magis tan peculiar de la espiritualidad ignaciana ha llevado a no pocos jesuitas a la entrega total (martirio, servicio heroico en puestos difíciles, etcétera) y también a la vanidad en el caso de los mediocres. Este fenómeno bastante común en la historia de la Compañía ha suscitado grupos de incondicionales amigos y bienhechores de los jesuitas, así como numerosos enemigos acérrimos.
Así, cuando hablamos del ser de la Compañía nos vamos acercando a la identidad de Francisco Xavier Clavigero, avanzamos realmente hacia las opciones fundamentales, las preferencias axiológicas que motivaron las decisiones históricas de Clavigero. Por este camino o método podemos aspirar a un mayor acercamiento a la personalidad histórica cuyo segundo centenario celebramos. Porque Francisco Xavier Clavigero fue un auténtico jesuita, identificado conscientemente con su llamamiento a la Compañía de Jesús, y porque respondió con fidelidad y hondura hasta su muerte. Por eso pienso que es buen camino hacia su ser histórico el estudio de su identidad religiosa.
Clavigero perteneció al reducido grupo de jesuitas destacados por su ciencia y perteneció al más amplio grupo de los virtuosos y honestos que en el testimonio de vida invirtieron todos sus haberes. Por lo primero, Clavigero no sólo honra a la Compañía de Jesús mexicana sino a su patria y ha merecido ser reinhumado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Por lo segundo, Clavigero se suma a los muchos jesuitas evangelizadores de nuestro México. Hablaré de Francisco Xavier Clavigero el jesuita. Me referiré con preferencia a su Historia de la California, texto editado póstumamente en 1789, modelo acabado de madurez científica y humanismo cristiano, donde el autor se retrata a sí mismo en las pinturas que nos ofrece de sus hermanos en la misión californiana, a la vez que responde con la verdad de los hechos históricos a las calumnias y despotismos del Absolutismo imperante.
Las ciencias del espíritu en el siglo XX han conseguido iniciar la tematización de los inéditos terrenos de la interioridad humana. Ahora sabemos un poco de la fenomenología de la conciencia con base en sus intencionalidades, en sus dinamismos heurísticos, en los perfiles del lenguaje que representan las preferencias de nuestra voluntad libre. Estas temáticas y categorías sobre el fluir de nuestra conciencia y de sus capacidades trascendentales nos permiten asomarnos a las honduras de nuestro propio misterio; y, lo más importante: estas investigaciones ontológicas de la filosofía contemporánea sobre los dinamismos conscientes e intencionales humanos nos sirven para asomarnos válidamente a las experiencias y vivencias de nuestros antepasados, pues se trata de ventanas y puertas objetivas de la estructura trascendental del ser humano. Los usos concretos de esos dinamismos -qué entró y qué salió de las conciencias de hombres de otrora- pertenecen a la otra vertiente de lo humano: a la siempre diversa, a la histórica, circunstancial. Metafísica e historia, semejanza e individualidad, se conjugan en cada hombre para hacer de cada uno de nosotros un miembro más de la humanidad común y un único e irrepetible sujeto de su personal historia.
En la descripción fenomenológica de la conciencia libre se nos habla de opciones fundamentales que nos identifican. Son aquellas que se refieren a lo que queremos ser y no estamos dispuestos a dejar, a lo que preferimos ser sobre otras maneras y por las que estamos decididos a luchar; aquello que nos atrae al punto de retenernos y constituir el bien de nuestras vidas. Opciones fundamentales y fundacionales de nuestros valores, de nuestras prioridades reales que con el paso del tiempo y de las cambiantes circunstancias van modelando nuestra personalidad, van marcando nuestras adhesiones que serán virtudes o vicios, según el caso, pero que acaban siempre por orientar nuestras decisiones y manifestarse en el mundo histórico como acciones, actitudes, hechos, omisiones.
¿Cuáles fueron las opciones fundamentales de Francisco Xavier Clavigero? Para responder a esta importantísima pregunta tendremos que contextualizar sus palabras, tratar de comprenderlas en el terrible marco de crueles y acumuladas experiencias que envolvieron a Clavigero y a sus hermanos jesuitas: destierro perpetuo bajo acusación global de lesa Majestad; decretados reos culpables sin juicio ni defensa posible en 1767, difamación y mentiras elaboradas por la soberbia eurocentrista ilustrada en contra del Nuevo Mundo, la patria perdida y añorada42; extinción legal de la propia comunidad de vida, de la Compañía de Jesús, por la autoridad del papa Clemente XIV en 1773. Destierro e incomunicación, calumnia, humillaciones, aniquilación del hogar en el orden sociocultural y eclesial, todo envuelto en extrema pobreza, en carencias elementales acuciantes, tal y como se sometía usualmente a los opositores del absolutismo despótico43. Estamos ante el contexto histórico de los 20 últimos y más relevantes años de la vida de Clavigero (1767-1787), ante un conjunto de típicas experiencias abismales, ésas que nos llevan a tocar fondo, donde la capacidad de determinarse libremente queda disminuida y amenazada, donde se acaban las distancias entre los muros de la prisión exterior e interior y las del propio cuerpo. Entonces las alternativas se reducen a pugnar por volver a vivir o aceptar la muerte como consecuencia lógica de la desgracia superlativa. Clavigero y muchos de sus compañeros optaron por la primera.
Esto significaba desnudarse de todo para lograr la supervivencia. Salud psíquica y mental, motivación de vida sacada del propio corazón purificado, libre, fuerte. Sin amarguras ni resentimientos, sin miedos ni desalientos, ayudados por su intensa amistad y fraternidad, aquellos desterrados novohispanos decidieron seguir viviendo para mayor gloria de Dios. No es difícil leer ahora en ese texto de sus vidas, avalado con los textos escritos que conservamos de ellos, cuáles fueron sus opciones fundamentales, los valores a los que no quisieron renunciar y que les llevaron a decidir históricamente lo que nos consta que decidieron. Escuchemos las palabras mismas de Clavigero en su «Prefacio» a la Historia de la California, que sintetiza los objetivos de su obra y, consiguientemente, nos habla de las lealtades íntimas para con él mismo:
También habría omitido los elogios de algunos misioneros, que se hallarán en esta obra, si no los exigieran las leyes de la historia, la Justicia hacia ellos y la Fidelidad para con el público; porque ciertamente no sé cómo pueda escribirse la historia imparcial y sincera de cualquier país, sin alabar a aquellos a quienes se debe cuanto bueno hay en él. Si hoy es adorado en casi toda la California el Redentor crucificado, que antes no era conocido en ella; si aquella península en que no se veían más que salvajes desnudos, desenfrenados y embrutecidos, es ahora habitada por ciudadanos bien educados y de buenas costumbres; si al presente hay templos consagrados a Dios y poblaciones bien ordenadas en donde antes no había ni siquiera una cabaña; si aquella tierra antes inculta y cubierta de malezas, se ve ahora cultivada y enriquecida por muchos, útiles y nuevos vegetales, todo se debe al celo infatigable, a la industria activa y a los grandes trabajos de los misioneros, que animados y auxiliados por la divina gracia, introdujeron allí la vida social juntamente con la ley cristiana. Celebramos pues la memoria de estos hombres tan beneméritos de la religión y del estado, con los elogios a los que se hicieron acreedores, y que les tributan los mismos pueblos a quienes beneficiaron. Y no hacemos aprecio de las invectivas de algunos europeos, que inculpablemente ignoran o desfiguran maliciosamente las gloriosas acciones de aquellos misioneros.44 |
Antes de analizar estas palabras que preanuncian el contenido y el sentido de la Historia de la California, añadamos las palabras finales que reiteran y convalidan lo expresado al inicio. Así, como un «alfa y omega», Clavigero nos muestra los linderos de su intimidad, de sus opciones más profundas y, por lo tanto, de su identidad misma.
Tal era el estado de aquel pueblo y de aquella península cuando el rey católico mandó expeler de sus dominios a los religiosos de la Compañía de Jesús. Esta orden fue ejecutada en 25 de junio de 1767 en los lugares de México. En cuanto a la California, encomendó el virrey la ejecución a un capitán catalán llamado don Gaspar Portóla, nombrándole al mismo tiempo gobernador de aquella tan famosa península y mandando que le acompañasen cincuenta hombres bien armados para obligar por medio del terror a los jesuitas a abandonar aquellas misiones, que ellos mismos dos años antes habían renunciado espontáneamente y que no retenían entonces sino porque no se les había admitido la renuncia. El comisionado se embarcó en el puerto de Matanchel en tres buques pequeños con los cincuenta soldados y catorce franciscanos observantes, que iban a suceder a los jesuitas en las misiones de la península. Los buques se dispersaron por una borrasca, y el del comisionado, no pudiendo por los vientos contrarios ir en derechura a Loreto como lo había mandado el virrey, abordó a San Bernabé, en donde saltó en tierra a fines de noviembre del mismo año. Aquellos misioneros nada sabían de lo que había acaecido en México a sus hermanos, porque en los meses transcurridos no había llegado a los puertos de la California ninguna embarcación que pudiera haber llevado la noticia. Del puerto pasó el comisionado a Loreto, con veinticinco de sus soldados y el capitán de la península, que casualmente se hallaba a aquella sazón en la parte austral. En las largas y secretas conferencias que los dos tuvieron, se desengañó aquél de los errores en que le habían imbuido los enemigos de los jesuitas acerca del imaginario poder de los misioneros, y se convenció de que para hacerlos abandonar todas sus misiones, colegios y posesiones, habría bastado un simple oficio del virrey en que intimase a los superiores la real orden. Habiendo llegado el comisionado a Loreto, mandó llamar al padre Benito Ducrue, misionero de Guadalupe y superior entonces de las misiones, y estando allí en compañía de otros tres jesuitas se les intimó el decreto del rey, al cual se sometieron respetuosamente. El superior escribió a petición del comisionado a todos los otros misioneros, dándoles aviso y previniéndoles que continuasen en su ministerio hasta la llegada de los ministros enviados por el comisario a inventariar los bienes de cada misión, y que hecho esto se reuniesen en Loreto, no trayendo consigo más de sus vestidos y otras cosas necesarias, y sólo tres libros; uno de devoción, un teológico y un histórico. El comisionado les exigió también que predicasen a sus neófitos, exhortándolos a mantenerse tranquilos y fieles tanto en la ausencia de sus antiguos misioneros como bajo el gobierno de los nuevos que debían llegar pronto. Los misioneros, después de haber ejecutado puntualmente lo que les exigieron el superior y el comisario, se pusieron en camino para Loreto. Los neófitos, viendo partir a los que los habían educado en la vida cristiana y tanto se habían afanado por su bien, lloraban sin consuelo; y los misioneros, volviendo los ojos a aquellos sus caros hijos en Jesucristo, los que habían parido con tantos dolores y dejaban ya tan afligidos, no podían contener las lágrimas. Al despedirse para embarcarse, enternecidos los soldados, aun los que habían ido con el comisionado, se hincaban a presencia de éste, a besarles los pies y bañarlos con sus lágrimas. Los diez y seis jesuitas que había en la península, incluso un hermano que cuidaba del almacén de Loreto, se hicieron a la vela el 3 de febrero del año de 1768 para el puerto de San Blas, poco distante del de Matanchel, y de allí hicieron un viaje de más de doscientas leguas por tierra hasta Veracruz, en donde volvieron a embarcarse para Europa. Cuando los misioneros se separaron de las misiones, quedaron en ellas los soldados para mantener el orden e impedir la deserción de los neófitos, mientras llegaban los padres franciscanos. Estos, después de una penosa navegación de ochenta días, abordaron a San Bernabé pocos días antes que los jesuitas zarpasen de Loreto. No sabemos cuánto tardaron en ir a sus misiones. Lo que únicamente nos dieron a saber las cartas de México escritas en aquel tiempo, es que apenas los nuevos misioneros vieron con sus propios ojos que la California no era como la ponderaban, cuando abandonaron las misiones y la península y se volvieron a sus conventos, publicando por todas partes que aquel país era inhabitable y que los jesuitas debían agradecerle mucho al rey el que les hubiera sacado de aquella grande miseria. Fueron pues algunos clérigos y frailes; pero no pudiendo subsistir en aquel país, se enviaron dominicos de España. Ignoramos lo que estos religiosos han hecho; pero deseamos que su celo sea eficazmente secundado para conservar la fe de Jesucristo entre los californios y propagarla por los muchísimos pueblos que hay al norte, a fin de que todos conozcan, adoren y amen a su Criador.45 |
La estructura del absolutismo político dominaba a tal punto la escena de Occidente en la segunda mitad del XVIII que impuso sus axiomas ideológicos y sus modos despóticos en todos los ámbitos de la autoridad: el científico ilustrado, el sociopolítico y el eclesiástico. De cada uno de ellos tuvieron que padecer los jesuitas de entonces.
El eurocentrismo imperial menospreciaba no sólo a las gentes no blancas, no europeas, sino que juzgaba de menor cuantía la flora y fauna y la tierra de los otros continentes sometidos a él. Absolutizaba la naturaleza europea erigiéndola en paradigma y prototipo, aunque nos parezca difícil siquiera imaginarlo. Las expediciones de Humboldt y otros naturalistas tuvieron no pocos de sus motivos en finiquitar la polémica de los ilustrados en torno a la verdadera naturaleza del mundo. La publicación, a principios del XIX, de los datos empíricamente verificados acerca de la naturaleza física extraeuropea convencerá a los auténticos científicos de la homogeneidad en los comportamientos de las leyes naturales en todas las latitudes, no así a las ideologías imperialistas que seguirán alimentando hasta la primera mitad de nuestro siglo las supremacías raciales y culturales. Dos guerras brutales combatidas en la Europa imperial misma terminarían con el, mito racista y también con la orgullosa hegemonía mundial de ese continente.
El absolutismo monárquico encontró su fin en el mismo siglo XVIII. La Revolución Francesa de 1789 llevará a la guillotina a la nobleza, a los mismos reyes de Francia (1793), país prototípico de ese absolutismo; desencadenará en toda Europa y en sus imperios ultramarinos el movimiento liberal y constitucional que impedirá el regreso de las monarquías absolutas.
La jerarquía eclesiástica, sometida al rey por el derecho de patronato regio, contagiada del despotismo monárquico, caerá de su trono de poder en el torbellino revolucionario para empuñar el báculo pastoral en las nuevas etapas liberales y sociales.
Pero la condena implacable de la historia en contra del absolutismo no había sido aún decretada en los años en que vivió Clavigero. Él no supo de la furia con la que los parisinos tomaron La Bastilla y la desmontaron hasta los cimientos el 14 de julio de 1789. Hacía dos años que había muerto en Bolonia.
La respuesta de nuestro hombre a tamaños desmanes, sufridos en carne propia, consistió en proclamar la verdad. La verdad científica etnográfica y natural, objetiva, ante las calumniosas afirmaciones ilustradas. (Esta respuesta integra el Libro primero de la Historia de la California: «Situación, terreno, clima, minerales, plantas y animales de la California. Carácter, vida, religión y usos de los californios antes de su conversión al cristianismo.»)46
La verdad histórica de los hechos civilizadores, humanizadores y evangelizadores de los jesuitas en la California, desde la expedición de Atondo en la que participó el padre Eusebio Francisco Kino en 1683 hasta la expulsión de los misioneros en 1768. (Esta respuesta integra los Libros segundo, tercero y cuarto de la dicha Historia.) La verdad ontológica del compromiso existencial llevado con la congruencia entre lo que se dice y lo que se hace, con la autenticidad de la conducta personal irreprochable sostenida aun bajo el apuro supremo de las experiencias abismales. (Esta respuesta consta de los testimonios fidedignos de contemporáneos novohispanos y extranjeros, jesuitas y personas seglares, tales como Juan Luis Maneiro, Francisco Xavier Alegre, Lorenzo Hervás y Panduro... Compte Carli... doctores del claustro de la Real y Pontificia Universidad de México...) La fe cristiana, confesada como verdad que plenifica y hace converger a todas las anteriores verdades humanas en Aquel que trasciende la ciencia, la historia y el propio yo con su Presencia divina. (Esta respuesta a las preguntas últimas y definitivas del hombre consta por la fidelidad de Clavigero a su fe cristiana y profesión religiosa hasta su muerte, acaecida entre sus hermanos en medio de la dramática situación histórica de estar abolida la Compañía de Jesús.)
Francisco Xavier Clavigero ha sido reconocido unánimemente como científico ilustrado, historiógrafo veraz, hombre virtuoso, cristiano fiel, sacerdote digno; verdades vividas y expresadas con la sobriedad y elegancia de un talento y una voluntad nada comunes. Tanto más admirables éstas, sus respuestas, cuanto mayor la falsía del boato y la arrogancia de los poderosos absolutistas. Responder con la verdad en todos sus tonos objetivos y subjetivos, inmanentes y trascendentes, personales y comunitarios equivalía a una condena total de los excesos del absolutismo que patrocinaba el error en los campos del saber, de la convivencia social y de la vida cristiana. Quizá no atisbó el ya cercano fin de los regímenes absolutos, pero ciertamente dejó al descubierto su gran decadencia en la medida en que él y sus hermanos perseguidos se adherían a la verdad de Jesucristo y en ella a las verdades intramundanas.
Con los elementos de juicio aportados hasta aquí, podemos intentar una sencilla interpretación de los textos clavigerianos citados anteriormente. No es difícil entrever y localizar el lugar referido con preferencia que nos sirva de clave de lectura para todo el texto. Pensamos que se trata de Dios Creador y Redentor que en palabras textuales de Clavigero dice así:
... a fin de que todos conozcan, adoren y amen a su Criador. ... si hoy es adorado en casi toda la California el Redentor crucificado, que antes no era conocido en ella... |
Las palabras referentes a Dios Creador terminan la Historia de la California, las referentes al Redentor crucificado inician la enumeración de beneficios de la presencia de los jesuitas en la península, señalándolo como el primero y principal. En ambas frases se habla de «conocimiento» y «adoración» del Dios todopoderoso y del Dios humillado en el tormento de la cruz. Encontramos también en ambas una clara finalidad del trabajo apostólico: conocer a Dios y que su reconocimiento nos lleve a adorarle y amarle. Aquí se autorretrata Cíavigero como discípulo de san Ignacio de Loyola, como quien ha practicado los Ejercicios Espirituales, que no son otra cosa que ejercitarse conscientemente en el conocimiento, adoración y amor al Creador y Redentor nuestro para, saliendo de ese retiro intenso, ir a persuadir a «todos» a hacer otro tanto.47
Pienso que en
estos propósitos de dar a conocer y
amar a Dios Creador y Redentor
está la clave
definitiva de lectura de la obra de Clavigero, porque en
ésta se amarran asimismo las opciones fundamentales por la
verdad mencionadas anteriormente. El desvelo incansable del
naturalista que observa, ordena, pondera, se ve motivado por la
gloria del Dios Creador manifestada en la naturaleza, de tal modo
que la verdad de las ciencias no puede más que acercarnos al
Autor del cosmos y, conmovidos por su poder, inteligencia y
providencia, adorarle. Venidos al terreno de la historia donde los
humanos hacemos las cosas, donde la virtud y la perversidad
combaten diariamente según la vieja descripción
agustiniana de amores
duofecerunt civitates duas corresponderá anunciar el
«amor misericordioso» del Redentor crucificado, cuya
«ley consiste en conllevar la carga de
la vida unos con otros»
48.
Y así como el Dios todopoderoso avasalla la naturaleza
inconsciente con leyes inquebrantables, así el Dios
misericordioso seduce a los hombres libres y conscientes
entregándoles amorosamente su vida para que, muriendo
Él, vivan ellos. Cíavigero, el jesuita, sabe muy bien
que ahí, en la seducción del Dios enamorado de los
hombres está la verdad ontológica de la vida humana
histórica, por lo que la Vida verdadera del Verbo que habita
en los hombres salva a éstos de la muerte que les acecha en
todo momento de su experiencia histórica, bajo formas de
odio, injusticia, opresión, violencia y todo género
de desamor. El jesuita sabe muy bien que el Redentor de los hombres
lleva a cabo su redención desde la cruz, desde donde
persuade irresistiblemente a que le conozcamos, adoremos y amemos.
El Redentor nos sale al encuentro en nuestra propia experiencia
histórica crucificante de dolor, pesares y disminuciones, a
través de las cuales nos vivifica y redime.
Si nuestro autor nunca hubiera escrito ni publicado sus obras, bien hubiera bastado escuchar a quienes lo vieron cómo vivía para saber quién era49, y si es verdad que las obras revelan a s-u autor, también es cierto que la autenticidad de un autor nos ilumina el sentido y objetivo de su obra. «El Redentor crucificado» aparece como el paradigma de la vida atormentada de Clavigero y sus hermanos bajo el despotismo del absolutismo vigente. Y así como Jesús crucificado sólo habla para perdonar, compartir y salvar, así -toda proporción guardada- su fiel discípulo escribe para proclamar la verdad sin amarguras ni bajos deseos de venganza. En esa suprema purificación del espíritu que provoca la crucifixión con Jesús nos explicamos plenamente la sobriedad clásica, la ausencia total de lamentos, la firmísima opción por el amor patrio que expresa el amor fraterno, como denominadores comunes de la obra histórica de Clavigero ante la tiranía de los poderes humanos. Esta identificación del discípulo con el Maestro, esta cercanía fiel a Jesús crucificado hasta la muerte, prueban de sobra la pertenencia de Francisco Xavier Clavigero a la Compañía de Jesús.
La extinción de la Compañía de Jesús50, la muerte en el destierro, la ignominia de la cruz llevaban ya en sí mismas el germen de la resurrección, uno de cuyos signos nos ha llevado a celebrar a Francisco Xavier Clavigero, el veracruzano ilustre.