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Galdós, escritor moderno: una mirada crítica actual (1987) a «Fortunata y Jacinta» 1887

Germán Gullón





Una de las mayores dificultades con que tropezamos al considerar la modernidad de Fortunata y Jacinta reside en el carácter asignado a la obra por la crítica y por la opinión culta en general. La gran novela galdosiana forma parte con La Regenta y Los pazos de Ulloa, dos ejemplos paralelos, del canon de lo que Roland Barthes denominó textos de lector1. Cuando abordamos este tipo de novelas, tendemos a llegar armados con los [pre]juicios habituales en toda confrontación con un texto tradicional, y por ende orientamos la lectura hacia el descubrimiento de una verdad válida y universal, supuestamente engastada en los textos clásicos. A veces, esa «verdad» yace oculta, casi inescrutable; entonces recurrimos a paradojas y ambigüedades para redimir a la obra, cuando, en realidad, esas disonancias interpretativas avisan que el texto está pidiendo aire, que el corsé interpretativo le aprieta. En fin, la mejor crítica de las últimas décadas parece incapaz, salvo en contadas ocasiones, de romper la rutina lectorial-interpretativa; igual que el pasajero de un avión se abrocha el cinturón y pone el asiento vertical cuando emprende viaje, al iniciar la lectura de una obra del pasado siglo, tomamos butaca de primera fila y, según diría el mismo Galdós, nos dedicamos a balconear. El goce lo buscamos en saborear esos mundillos de ficción; los entresijos de la acción nos atraen por su espontaneidad referencial, y porque además vienen certificados de clásicos, de gozables.

Mas, hoy -ponga el lector la fecha del día- el placer de la lectura debe, tiene que comprender el de la escritura misma, de los huecos existentes entre la palabra y su referente, ocasionados por la arbitrariedad del signo lingüístico. Vivimos la época postsaussiriana, la lectura de una obra maestra debe incluir el proceso de auto-reflexión, el gozo de intentar comprender la lucha del autor con las palabras y sus significados, con la ambigüedad de los sentidos. Y no estoy diciendo que Galdós fue un novelista flaubertiano, absorbido por la causa de la escritura, a semejanza de su coetáneo Henry James. Aludo a que una lectura crítica que aborde una obra maestra debe indagar acerca de la complejidad de la escritura, de señalar a todo lector profano el placer del texto, de los recovecos escriturales, de la pluralidad compositiva de su discurso. O dicho de manera distinta, a la par que se produce el placer del texto, de los recovecos escriturales, de la pluralidad compositiva de su discurso. O dicho de manera distinta, a la par que se produce el placer del reconocimiento del mundo representado, el lector tiene que apreciar cómo las palabras lo configuran, lo crean.

La novelística de Galdós carece de la sofisticación teórica de los escritores con vocación de modernos. Esto no supone que hayamos de reducir la distancia intelectual existente entre el texto y su interpretación, reduciéndola, negando sus posibilidades hermenéuticas. De hecho, la pluralidad de lenguajes que encontramos en Fortunata y Jacinta, su poliglosia, debe bastar para motivar una indagación escritural, en los huecos, por las sinuosidades del texto, tratando de propiciar el goce proviniente de la conciencia cuando rastrea el acto primario, el de la creación verbal.

Uno de los caminos más fructíferos, a mi modo de ver, de abordar el tema de la modernidad en Fortunata y Jacinta, de acuerdo con la perspectiva que acabo de bosquejar, sería aquel que examinase el choque entre la conciencia social y la experiencia individual, las divergencias existentes entre ambas. Y digo esto porque me parece que es ahí, en ese hueco, donde reside la falla por donde la novela de Galdós se distancia de la de sus coetáneos. La modernidad galdosiana no depende, lo dije hace un momento, de su sofisticación teórica ni práctica, nunca fue moderno por vocación -a lo Flaubert, a lo James-, reside, en cambio, en la sensibilidad con que exploró la experiencia individual. Y describir una experiencia individual en el siglo XIX, añado, equivalía a inscribirla en el registro de nacimientos, pues los novelistas poseían poca práctica en la creación de ese tipo de vivencias. Observarles escribiendo tales experiencias individuales supone atender a la alborada de lo moderno.

Hasta ahora, la crítica sobre Fortunata y Jacinta que se ha preocupado de examinar la distancia entre la conciencia social y la individual ha subrayado, muy por encima de todo, la concienciación de Fortunata en términos psicológicos, por ser ella el personaje más redondo de la obra, en su nacimiento, y prestó una expresión de Stephen Gilman, que sintetiza tal corriente crítica2. Por ese lado, la riqueza interpretativa de la obra resulta considerable; sin embargo y en comparación, Juanito Santa Cruz el hombre que representa lo opuesto, la falta de conciencia, ha atraído escasa atención. Él y José Izquierdo, cada uno en su respectiva clase social, representan la incapacidad de vida interior, de sentir el sí propio. En cierta forma, el personaje de Juan Santa Cruz y el de Fortunata se complementan por esa oposición entre la mujer que es capaz de sentirse y el hombre incapaz de serse.

Personajes del tipo de Juanito quizás interesan por defecto, por venir insertos en un discurso que explota su tipicidad, no propiamente su ser, su discurso. Su finalidad en la ficción decrece, haciéndose más y más desvaída. Las palabras los arropan por fuera, puesto que por definición no les pueden venir del adentro y aquí estoy cambiando el nivel de comentario crítico, y sesgo lo psicológico hacia un examen del discurso literario. Todo el vocabulario impresionista, de la sensación, del reino interior, a punto de irrumpir en la novela de los ochenta, les sobra, son seres hechos para épocas anteriores, sus discursos suenan anacrónicos. Las palabras del narrador que los conforma o sus mismas palabras los abruman. Cuanto de ellos se comenta o ellos dicen suele oler a lenguaje de guardarropía, a prestado; sus dichos resultan manidos. Pienso que la grandeza de la obra maestra de Galdós reside tanto en la concienciación y en su defecto. Si Fortunata y don Evaristo Feijoo representan el polo de la concienciación en la novela, Juanito e Izquierdo ejemplifican lo contrario, la falta de tal mecanismo; mientras que Maximiliano Rubín lo posee, pero averiado.

Así pues, hemos establecido tres premisas: que la lectura de un texto clásico o tradicional no tiene por qué ser leído como un bloque monolítico, sino de forma que permita minar su pluralidad significativa. Apoyados en tal convencimiento parece posible examinar uno de los aspectos que conceden modernidad a la obra maestra de Galdós: la falla existente entre la conciencia social y la experiencia individual. Experiencia que consideraré minimizando su configuración psicológica, concentrándome, en cambio, en desvelar el carácter escritural, su inscripción en el texto. Por último, dirigimos nuestra atención hacia unos seres de ficción, Juanito e Izquierdo, en quienes esa falla entre los valores sociales y la actitud personal nunca llega a nivelarse, como ocurre en el caso de Fortunata, cuando al final de la obra la sociedad burguesa se acople a su manera de evaluar la conducta individual. Un examen de cómo don Benito dejó abierto ese golfo entre lo personal y lo social en Juanito Santa Cruz, permite observar a un escritor clausurando una manera de ser en la ficción, característico del ayer, de comportamientos que han caducado; incluso el discurso que los transmite posee también ese aire de guardado.

Leamos un pasaje de la novela para entrar en contacto con el texto de Galdós:

Todo fue rigor, trabajo, sordidez. Pero lo más particular era que creyendo don Baldomero que tal sistema había sido eficacísimo para formarle a él, lo tenía por deplorable tratándose de su hijo. Esto no era una falta de lógica, sino la consagración práctica de la idea madre de aquellos tiempos, el progreso. ¿Qué sería del mundo sin progreso?, pensaba Santa Cruz, y al pensarlo sentía ganas de dejar al chico entregado a sus propios instintos. Había oído muchas veces a los economistas que iban de tertulia a casa de Cantero la célebre frase laissez aller, laissez passer... El gordo Arnaiz y su amigo Pastor, el economista sostenían que todos los grandes problemas se resuelven por sí mismos, y don Pedro Mata opinaba del propio modo, aplicando a la sociedad y a la política el sistema de la medicina expectante. La naturaleza se cura sola: no hay más que dejarla. Las fuerzas reparatrices lo hacen todo, ayudadas del aire. El hombre se educa sólo en virtud de las suscepciones constantes que determina en su espíritu la conciencia, ayudada del ambiente social3.



Vemos a Juanito literalmente colgado entre dos maneras de entender la educación de un joven: la estricta, basada en un sistema de valores fijos, que sirvió para formar a don Baldomero Santa Cruz padre; y la aplicada al heredero, la moderna, basada en el «laisser aller, laisser passer», por tratarse de un hijo del progreso. El padre de Juanito fue educado conforme a principios estrictos, a una ideología inflexible, cuya probada eficacia él sacrifica en aras de teorías nacidas en el terreno resbaladizo de lo económico. El narrador galdosiano viene a subrayar la sustitución de los valores morales, religiosos, éticos, etc., provinientes de la austeridad nacional por los imperantes en el mundo de los negocios, de inspiración extranjera. No es tanto que los principios sean susceptibles a las fluctuaciones del mercado, lo que sucede es que los valores de conducta no van a ser inculcados en las mentes infantiles, se dejará a los educandos libertad de acción, con la esperanza de que por gracia natural, los delfines de las familias bien los absorberán sin mayor dificultad. La cuestión es realmente de método; huelga decir que se excluye la posibilidad de fallo, viviendo en el medio adecuado no hay problema, ni menos aún se tocan las cuestiones básicas, de cuáles sean los principios a asumir, ni, por supuesto, la formación del individuo en sí. La crítica social resalta a simple vista, el buenazo del Santa Cruz padre inhibido de la labor educativa, entrega las riendas, el control a las todopoderosas fuerzas del ambiente burgués.

Felizmente para Juanito, estaba allí su madre, en quien se equilibraban maravillosamente el corazón y la inteligencia. Sabía coger las disciplinas cuando era menester, y sabía ser indulgente a tiempo. Si no le pasó nunca por las mentes obligar a rezar el rosario a un chico que iba a la Universidad y entraba en la cátedra de Salmerón, en cambio no le dispensó del cumplimiento de los deberes religiosos más elementales4.



La madre obliga al feliz salvaje a vivir de acuerdo a ciertas normas, las cuales le sirven para corregir, o al menos contrastar, sus impulsos, para canalizarlos de acuerdo con una forma de interpretarlos.

O sea que Juan es víctima del progreso en varios sentidos. Él representa espléndidamente un comportamiento, el del señorito, propiciado por el paso de la vida preindustrial al vivir en una sociedad moderna. En la época preindustrial el primogénito de una familia acomodada disfrutaba del ocio, utilizando las energías en desplegar una actividad deportiva (la caza, la esgrima, la hípica), o, si su energía era menor; gozaba de los viajes (del casino, de aventuras de tono menor; caso de Moreno Isla), o cuando las energías vitales tomaban un giro hacia adentro, la salida habitual era el claustro. Las variantes con que estas actitudes básicas se representan en la literatura parecen incontables, junto al prototipo se crea su opuesto, frente al heredero de familia acomodada que se encierra en el celibato clerical tenemos al absurdo Nicolás Rubín.

De todas formas, el fenómeno al que apunto se relaciona con la transferencia de energía. La historia de la ciencia evoluciona efectuando un trasvase de energías del hombre al mundo. Poco a poco, el mundo ha ido recobrando la primacía que sufrió tras la desacralización de la naturaleza efectuada por el hombre renacentista, cuando se instaló como centro del universo. Lo cierto es que en el siglo XIX, el español de clase media se deja llevar en el tranvía o en su propio tílburi, que viaja en tren, y que como Juanito posee un exceso de energías. Ninguna actividad exige su energía para que el mundo siga girando.

La educación además de formar a la persona, de crearle un para sí con que enfrentarse al mundo, sirve para dotarla de la capacidad de transformar esa energía que la mecanización del mundo hizo innecesaria. La reflexión filosófica o filológica, las ciencias exactas, la química, son las máquinas de acción interior con que el hombre transforma la energía humana en vital. Juanito y sus compañeros de universidad, Jacinto Villalonga, Joaquín Pez o Alejandro Miquis, suponen un hiato en esa transformación de energía humana en vital. Representan el final de una época y el comienzo de la siguiente. Maximiliano Rubín supone también un eslabón roto en esa evolución de la historia hecha según el mayor o menor despliegue de actividad. Él intenta engancharse en esa evolución, y a falta de energía física, busca en la química, en sus estudios de farmacia, la inserción en un mundo que pide nuestra aportación. Cuando doña Lupe le insta a inventar un remedio farmacológico, le está insinuando que vista la nulidad de sus facultades físicas, que haga algo «mental», realizar un descubrimiento, que subsane tan enorme carencia. Juanito y sus compañeros asisten a una universidad donde los profesores eran incapaces de inspirar a la juventud (recuérdense las descripciones de las clases impartidas en la vieja facultad de S. Bernardo en El árbol de la ciencia, de Pío Baroja). Se les enfrenta con una ciencia y unos saberes caducos, en suma, con un discurso intelectual periclitado. Por tanto, las energías mentales imposibilitadas de canalizarse hacia lo intelectual se estancan; el individuo se adapta al clima intelectual del país. Difícil era para el novelista del XIX recorrer los caminos de la mente, crear un discurso narrativo en profundidad, cuando la España de la Restauración y la mayoría de los ciudadanos de la nación se ahogaban en los mares del lugar común. Y Galdós, mal que le pese a cuantos desde tribunas académicas y estradillos de diario vituperan su arte, crea en sus novelas un discurso donde vemos al ser de ficción tratando de desarrollarse, de vivir la vida de la mente. El narrador sopesa el lenguaje en busca de la puerta que le libre de lo finito; Juanito vive perdido en los confines del acá, por eso el discurso narrativo que le corresponde es de poca altura; a seres así es difícil verles por dentro, y la escritura no encuentra un camino, una luz que lo guíe (como la estrella orienta al mago) hacia nuevos espacios verbales, los de la acción interior. De hecho, a lo largo de Fortunata y Jacinta, el escritor entabla esa lucha con la finitud espiritual de sus personajes, con un lenguaje repleto de referencialidad, de mundo, de forma externa, y sólo en el personaje de Fortunata el escritor descubre, mediante la simbología, los sueños y demás, acercarse con la palabra lo suficiente a un sentir, o crear con el verbo un sentir, mediante el que los movimientos anímicos empiezan a revelarse, a nacer en la palabra, a conformar una experiencia individual. Un somero examen del por dentro de Juanito ilustra los confines en que maniobra el novelista. La primera alusión a la conciencia del Santa Cruz joven ocurre durante el viaje de novios, cuando el tren «corría y silbaba por las angosturas de Pancorbo. En el paisaje veía Juanito una imagen de su conciencia. La vía que lo traspasaba, descubriendo las sombrías revueltas, era la indagación inteligente de Jacinta» (vol. 1, p. 203). La conciencia se asemeja a un bosque, alejado de la civilización; Jacinta con sus preguntas sobre Fortunata levanta un explorador trazado por tan agreste lugar. Se transmite así la idea de lo poco que Santa Cruz transita sus galerías interiores, e incluso parece esforzarse en dejarlas en barbecho, para qué le resulte fácil el ocultamiento, la emboscada. De hecho, el espejo evita incursiones a la descubierta por tales paisajes, eso sí, cualquier preocupación paga tributo y se entretiene en la aduana del amor propio: «Tenía conciencia vaga de los disparates que había hecho la noche anterior, y su amor propio padecía horriblemente con la idea de haber estado ridículo» (vol. 1, p. 232). Nada realmente le mueve o conmueve salvo la defensa de la opinión que otros poseen de él, «su amor propio iba siempre por delante de todo» (vol. 1, p. 285). A lo sumo, cuando se enteró de que Fortunata concibió un hijo suyo y él la abandonó desamparada, confiesa que «sentía cierto escozorcillo aquí, en la conciencia» (vol. 1, p. 234). El diminutivo especifica el grado de insensibilidad del galán, para quien el sufrimiento de otros le produce un picor, casi nada. Y todo esto dice también que Galdós entrevé (crea) el interior del personaje a partir de un modelo/lenguaje romántico, la conciencia como un bosque, con «sombrías revueltas», un «amor propio» (a lo don Álvaro, a lo don Juan) que sufre «horriblemente». Estas vueltas del lenguaje con que el narrador explora el ser dan poco de sí, pues corresponden a los clichés del romanticismo, al sentir dramatizado, teatral. El narrador crea ese sentir con espíritu de soliloquio, el yo sintiendo ante un público mudo y no un yo monologando consigo mismo, herido por las percepciones del mundo alrededor.

Juanito, en fin, carece de sensibilidad para lo afectivo. No duda en utilizar el lenguaje y los apelativos amorosos aplicados a la amante con la mujer. Tampoco siente ninguna afinidad para lo intelectual, sus ideas son de quita y pon, a diferencia de sus bien planchadas camisas de la pretensión. Y hablar de sensibilidad volitiva y de Juanito Santa Cruz parece un contrasentido, resulta incapaz de dominar cualquier impulso, aunque cueste la felicidad de la amada; recuérdese cuando derrocha mala voluntad y acorrala a Fortunata, el mismo día de la boda con Maxi.

Sentir siente poco nuestro donjuanesco protagonista, lo que hace es vivir en la pura superficialidad de lo externo, montado en privilegio que le concede su pertenencia a la burguesía, ciego a sí mismo, puesto que su conciencia es un pozo sin luz, y a los demás. Los deseos primordiales que mueven su personalidad son el ansia de estima y el conseguir las alabanzas de amigos y allegados, el bálsamo del amor propio cura la herida de ser tan poquita cosa. En fin, Juanito no posee un alma noble.

Nadie diría que el hombre que de este modo razonaba, con arte tan sutil y paradójico, era el mismo que noches antes, bajo la influencia de una bebida espirituosa, había vaciado toda su alma con esa sinceridad brutal y disparada que sólo puede compararse al vómito físico, producido por un emético muy fuerte. Y después, cuando el despojo de su cerebro le hacía dueño de todas sus triquiñuelas de hombre leído y mundano, no volvió a salir de sus labios ni un solo vocablo soez, ni una sola espontaneidad de aquellas que existían dentro de él, como existen los trapos de colorines en algún rincón de la casa del que ha sido cómico, aunque sólo lo haya sido de afición. Todo era convencionalismo y frase ingeniosa en aquel hombre que se había emperejilado intelectualmente, cortándose una levita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje5.



El narrador expresa el asco producido por el vaciado de alma tan sucia, de la confesión que acudió al sincopado sucederse de la arcada. Deprisa, el cerebro corre a limpiar las heces, desaparece el «vocablo soez» y toda «espontaneidad», y lo sustituyen «los trapos de colorines», las flores de papel con que Juanito sustituye las de verdad, sin olor ni aroma. El artificio sustituye a lo natural. El narrador medio abre las compuestas de un sentir; el vómito, la borrachera pone al personaje, al lenguaje, ante una situación límite, cuando uno y otro podían a través de la síncope, de la puntuación, entrever la dualidad del ser, de presentarnos algo de Juanito que permitiera auscultar a un ser tocado por la tragedia, pero no es así. (Don Ramón María del Valle-Inclán y su esperpentismo serán los encargados de inaugurar en nuestra literatura esa línea de sentir, de verbalizar el ser). Galdós se conforma con cerrar la creación de Juanito con un bello lazo verbal, eso de la «levita para las ideas» y de plancharle «los cuellos al lenguaje». Juanito Santa Cruz ofrece casi nada a la inspiración verbal del escritor, nunca le guía la pluma/la inspiración por los caminos inciertos del descubrimiento de una personalidad, se confina a ser una nota bien afinada que suena con el predecible sonido del romanticismo. A Juan se le entronca fácil en el árbol familiar y en el lenguaje y maneras románticas; a Fortunata, por el contrario no la encontramos las raíces, por carecer de antecedentes personales y literarios.

Cuando falta el disfraz de las conveniencias, la manera de hablar y la pulcritud en las maneras del burgués, el carácter de Juanito halla su contrafigura en José Izquierdo. Merece la pena detenerse un momento en este personaje secundario, porque Galdós lo utiliza para presentar unas sustanciales reflexiones referentes a lo histórico. Lo conocemos en el momento en que José Ido del Sagrario, habiendo recibido unas monedas en casa de los Santa Cruz, decide convidarse a comer algo sólido en una taberna. Allí lo encuentra Izquierdo, y se suma a tan feliz ocasión. Lo que diferencia a ambos pobretes resulta bien claro: «Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea; pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para volver a la grave historia» (vol. 1, p. 343). Lo que de Ido hace es poblar su mundo de novelerías folletinescas, es decir, colorea el mundo y le añade unas distorsionadas imágenes fantasiosas un tanto ridículas, del tipo de amores burlados, marqueses que saltan por ventanas en busca de la virtud de las doncellas, etc. El reblandecimiento del cerebro que padece le impide ver la realidad, no hay en él maldad ni tampoco equilibrio. Izquierdo es otra cosa, él se atiene a los hechos, aunque ordenados de acuerdo a su estrictísima conveniencia. Rearregla la historia vivida, ya que cuando asistía a su conformación no supo actuar y protagonizarla con la dignidad de una acción valerosa; se dedica a suponerse mejor de lo que es. En ocasiones sufre lo que hoy llamamos depresiones. «La vanidad de Platón [Izquierdo] cayó de golpe cuando más se remontaba, y no encontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en la conciencia de su estolidez» (vol. 1, p. 347).

Izquierdo ve en sí con una claridad superior a la de Juanito, son sus depresiones vividas en la soledad del pobre las que le obligan a escuchar los ecos ocurridos en la caverna de su yo, «lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: "Tu sirves para algo, no te amontones..."» (vol. 1, p. 348). La voz tampoco atosiga a quien la escucha, le habla con templado acento y le acaricia los deseos, calmándole las ansias de ser alguien, meta lograda al convertirse en «el gran modelo de la pintura histórica contemporánea» (vol. 1, p. 348). El por fuera, el físico, salva la dignidad y el garbanzo de Izquierdo, el oficio de modelo le viene de perillas a un hombre empeñado en aparentar lo que no es.

Deseo insistir en la dicotomía constante que observamos entre el adentro y el exterior de los personajes de que escribo, el hecho de que es en el acto de la escritura donde la conciencia de los personajes, bien sea transfigurada en un escozorcillo o en una dulce voz, surge en el texto, dotando a las fachadas de una dimensión en profundidad. En el caso de Juanito e Izquierdo, los exteriores son como puro cartón-piedra, de lo que el narrador se vale para criticar la insulsez de la vida pública, el modelo de la pintura histórica, es un pobrete orgulloso que se cree protagonista de la historia siendo un mero canto rodado. (Podría aquí comentar la manera en que la posmodernidad asoma cuando apenas brota lo moderno, refiriéndome a las insistencias en la exterioridad. Izquierdo puede vestirse y emular figuras de todos los órdenes de la vida, de discursos de todo tipo, militar por ejemplo, cuando Izquierdo modele a un héroe patrio, religioso, si posa para una figura eclesiástica, etc. En el fondo, toda heroicidad, la piedad son disfraces/ficciones que le cuelgan a un modelo vacío, tanto monta uno como otro, debajo está el vacío).

Y la imagen que acabo de emplear sugiere que el ir y venir de suceso histórico en suceso histórico, o Juanito de reunión a sarao elegante, cuyo equivalente lo encontramos en el recorrido turístico del presente, apenas roza la superficie de la vida. Quienes marchan de acá para allá viven aturdidos, enajenados de sí mismos, y dependiendo del círculo en que se muevan les dará un pulimento (de canto rodado), de mayor o menor finura, si fue sobre alfombras, liso y suave, si, en cambio, la erosión la produjo la vida de las fatigas, las imperfecciones resaltarán al trato. Vemos así retratada una verdad de la sociedad española, su brillante exterior; pocas naciones cuentan con una ciudadanía tan elegante, bien vestida y de mejor ver, ese pulimento que, a veces, disuena de las oscuridades interiores.

Guillermina Pacheco, entendida psicóloga, maneja un aldabón que despierta al más sordo: «las palabras de Guillermina resonaban en su alma [la de Izquierdo] con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas» (vol. 1, p. 371). Platón carece de un yo singular, sin embargo, hay verdades que encuentran eco, las eternas según las denomina el narrador, las vigentes en la sociedad. De nuevo, surge el paralelo con Juanito, ambos poseen el órgano (alma) y alguna de sus funciones (sensibilidad elemental a verdades universales). Aunque, en verdad, Izquierdo al caer «en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía [...] [como] un verídico mulo» (vol. 1, p. 317), aventaja al joven porque aunque se vea a sí mismo con la vaporosidad de un espejismo, al mirar las aguas turbias de su pozo interior, por un segundo tiene el valor de reconocer su poca valía. Lo malo es que a cada paso se le amontona el amor propio (vol. 1, p. 371) y se le oscurece la visión.

La Pacheco lo conoce y le diagnostica con ojo clínico: «todo lo que no es del alma es en ti noble y hermoso; llevas en tu persona un verdadero tesoro de líneas» (vol. 1, p. 376). En otras palabras, el perfecto maniquí o modelo, apto para dar el pego, parece que es de una manera siendo de otra muy distinta.

Nuestro examen de ambos personajes pone de manifiesto una actitud autorial frente a la novela que obliga a considerar la psicología de los personajes, a la que Sherman Eoff y Stephen Gilman dedicaron tanta atención, junto con la escritura, la textualización. La creación de un reino interior, llámesele alma, conciencia, o los ámbitos del yo, corresponde a una visión psicológica innovadora del ser humano surgida durante la segunda mitad del siglo XIX, que refleja Fortunata y Jacinta, y, a la vez, con los esfuerzos de un novelista por crearle palabras. Gracias a la psicología, los novelistas obtuvieron un diagrama del ser por dentro, de la conciencia, y, acto seguido, armados con el verbo se fueron acercando-creando en una aventura que es siempre el escribir a romper los modelos precedentes e ir esculpiendo la interioridad humana, a dotarle de una textura verbal donde sustentarse. Hoy, Fortunata y Jacinta debemos entenderla como un magnífico panorama de costumbres de la España (Madrid) decimonónica y a modo de aventura en el arte de escribirnos en la historia, de pensarnos con la palabra. Galdós, señores, fue más que un escriba, su papel se cumple cuando lo consideramos un gran escritor moderno.





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