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ArribaAbajo IV. Diálogos

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ArribaAbajoLa oración del huerto

EL POETA.-  ¡Amanece!

EL ALMA.-  No. Aún es de noche.

EL POETA.-  ¡Amanece! Un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas de los pájaros dormidos se estremecen y las castas flores entreabren su corazón perfumado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño. La frente de las montañas se ilumina vagamente, y he creído oír el canto de un labrador entre los árboles, camino del surco. ¡Levántate y trabaja, alma mía! ¡Amanece!

EL ALMA.-  En mí todavía es de noche. Noche sin estrellas, ciega y muda como la misma muerte.

EL POETA.-  Despierta para mirar el sol cara a cara, para gritar tu dolor o tu alegría. Despierta para mover la inmensa red humana y para fatigarte noblemente aumentando la vida universal. Dame tus recuerdos difuntos, tus esperanzas deshojadas. Dame tus lágrimas y tu sangre para embriagar al mundo.

EL ALMA.-  La fuente se ha secado. Con barro amordazaron mi boca. Me rindo a las bestias innumerables que me pisotean. No queda en mí amargura, sino náuseas. No deseo más que descansar en la eterna frescura de la nada.

EL POETA.-  Otros sucumben bajo el látigo del negrero. Otros se envenenan con estaño y con plomo, enterrados vivos. Hay inocentes que se arrancan los dientes y las uñas contra los hierros de su cárcel. Las calles están llenas de condenados al hambre y al crimen. Tu desgracia no es la única.

EL ALMA.-  He saboreado toda la infamia de la especie.

EL POETA.-  Algunos no son infames.

EL ALMA.-  Conozco la honradez, según se llama a la cobardía de los que no se atreven a ejecutar lo que piensan. Conozco el amor, mueca obscena con que perpetuamos nuestra carne envilecida.

EL POETA.-  ¡Amanece, alma mía! La ola divina se esparce por la naturaleza. La aurora es tan radiante y tan pura como si no hubiese hombres. Empapa tu pena en la sagrada paz de la mañana. Deja acercarse las graciosas visiones que la bruma cuaja en el seno de los valles para desvanecerlas después en el azul infinito del cielo. Entrégate a la inmortal belleza de las cosas.

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EL ALMA.-  El hombre ha asesinado la belleza. Mis fuerzas se acabaron. Quiero caer al hueco sin fondo del olvido.

EL POETA.-  Sobre la mentira de los falsos hermanos, sobre la estupidez colosal de los pueblos y sobre la frívola perfidia de las mujeres está el misterio. Alma mía, hija del misterio, desgárrate a ti misma para encontrar la verdad, y deja tus jirones fecundos en las zarzas de la senda. El alba resplandece. Todo se agita y cruje, llora y canta. Es la hora de la lucha.

EL ALMA.-  ¡Qué importa!

EL POETA.-  ¡Calla!... Vienen...

EL ALMA.-  Pasos... Son los pasos de Judas.

EL POETA.-  ¡Oh, alma! ¿Morirás de rodillas?

EL ALMA.-  Poeta, tienes razón. Vamos.

[EL CÍVICO, 16 de marzo de 1906]



ArribaAbajoEl orden

DON JUSTO.-  Yo soy un hombre de orden. Estaré siempre del lado del gobierno, cuando no pretenda otra cosa que mantener el orden. Sin orden no hay civilización.

DON TOMÁS.-  ¿Qué entiende usted por orden?

DON JUSTO.-  Algo muy distinto de las bombas de dinamita y las locuras de los redentores sociales.

DON TOMÁS.-  Yo no veo desorden en eso.

DON JUSTO.-  ¿Qué será entonces el desorden?

DON TOMÁS.-  No lo sé. Creo que no existe. En todo caso es una palabra sin sentido para nosotros. Se prende fuego a una mecha y la bomba estalla. ¿qué desorden descubre usted ahí? El verdadero desorden sería que la mecha no ardiera y la dinamita no hiciera explosión. Una dinamita insensible a los fulminatos humanitarios no sería dinamita. Son fenómenos desagradables, no lo dudo, pero no tenemos motivo para sostener que el casco férreo que nos destroce el vientre no haya seguido una trayectoria conforme con las leyes de la mecánica. En torno de nosotros no hay más que orden.

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DON JUSTO.-  ¿Y también dentro del cerebro de los locos?

DON TOMÁS.-  ¡Claro está! ¿Qué nota usted de extraordinario en que los locos hagan locuras? Lo raro sería que las hiciesen los cuerdos.

DON JUSTO.-  Y no los llamaríamos cuerdos...

DON TOMÁS.-  Evidente. Los locos hacen locuras. La dinamita estalla.

DON JUSTO.-  O los locos son locos y las dinamita es dinamita. ¿A eso se reduce la ciencia que tanto le enamora?

DON TOMÁS.-  Felizmente no. Somos demasiado imbéciles para comprender de un golpe que la certidumbre, la divinidad de nuestra época, no puede ser sino una tautología: «A es A, como decía Fichte, o «yo soy el que soy», como decían los antiguos dioses, que juzgaron inútil meterse en más honduras. Volveremos tarde o temprano al punto de partida. Cuando hayamos eliminado del mundo lo contingente, a fuerza de estudio; cuando hayamos transformado los hechos en fórmulas y condensado todas las fórmulas en una, nos encontraremos cara a cara con una enorme «A es A» o «cero igual a cero». ¡Qué quiere usted! Si nos sueltan en una selva tupida, o con los ojos vendados en un salón, caminamos en círculo. Y no somos nosotros los únicos... ¿No han observado usted qué odiosamente circular es el universo? Desde los glóbulos de nuestra sangre a los astros y al firmamento mismo, todo es redondo, gira en redondo, con una docilidad lamentable. ¡Feliz usted, que todavía halla desórdenes al alcance de la mano!

DON JUSTO.-  Yo denomino desorden a...

DON TOMÁS.-  ... lo que le sorprende. Es una sensación preciosa, que dura hasta que incorporamos lo nuevo al orden viejo. Si fuéramos infinitamente sabios, viviríamos en el «A es A», y nada nos sorprendería. Bendigamos nuestra ignorancia, que es la que da a nuestra oscura vivienda un brillo de juventud. Los desórdenes se instalan en la realidad, y se convierten en órdenes a medida que nos hacemos menos obtusos. ¿Ha olvidado usted que hubo un tiempo en que la constitución era una proclama anárquica, vigorizada a tajos de guillotina? Es lástima que las agitaciones obreras turben las fiestas del centenario, mas, ¿acaso conmemora el centenario una acción de orden? Si los argentinos de 1810 hubieran respetado el orden, lo que usted llama orden, ¿existiría hoy la Argentina?

DON JUSTO.-  A mí me gusta que me dejen tranquilo...

DON TOMÁS.-  En eso opino como usted. Ambos somos plantas de   —290→   estufa. Fuera de mi laboratorio, igual que usted fuera de su bufete, me siento amenazado, zarandeado, pisoteado. Los transeúntes tienen los codos mucho más duros que los míos. Necesito, para prosperar, un clima uniforme y benévolo. Pero reconozco que la mayoría de los hombres necesita un clima trágico. Aparte de las violencias del sindicalismo, los ataques histéricos de las feministas y la elefantiasis de la paz armada, considere usted el recrudecimiento de la criminalidad en casi todos los países. El año 1910 nos ha traído una linda colección de niños asesinos, ladrones y suicidas.

DON JUSTO.-  La tolerancia de los códigos...

DON TOMÁS.-  ¡Bah! El código es tan extraño a las oscilaciones del crimen, como los diques al vaivén de las mareas. Gocemos del orden actual sin figurarnos que es eterno, ni siquiera estable, ni digno de perdurar. Comamos del fruto antes que se pudra, y esperemos sin temblar la marea humana, la marea salvaje que abandonará sobre la playa el botín del futuro.

[LA RAZÓN, 10 de junio de 1910]



ArribaAbajoLa divina jornada

JEHOVAH.-  ¡El Director de las Esferas!

JOSUÉ.-  ¡Señor!

JEHOVAH.-  Se me desatiende en la tierra; se desaniman y dispersan mis fieles; se les persigue; sobre ellos cae el desprecio público. Hay que reconfortarles; quiero manifestar mi suprema presencia por un signo que confunda a los ensoberbecidos herejes. Necesito un eclipse.

JOSUÉ.-  ¿Enseguida?

JEHOVAH.-  Mi voluntad ha de ser fulmínea.

JOSUÉ.-  El primer eclipse en turno, Señor de lo Alto, no tiene lugar hasta dentro de tres meses. Es preciso esperar.

JEHOVAH.-  ¿Cómo? ¿No obedecen ya los astros a mi voz?

JOSUÉ.-  Demasiado bien, Señor Excelso. No se deciden a salir ni por un instante de los sublimes rumbos que tu infinita inteligencia les ha trazado.

JEHOVAH.-  ¡Oh rabia impotente!  (El Paraíso se estremece hasta sus cimientos.) 

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JOSUÉ .-    (Conciliador.)  Nos quedan los cometas.

JEHOVAH.-  Pues bien, prepara uno, sangriento, colosal, que hiera con siniestra luz el horizonte y aterre a los ateos.

JOSUÉ.-  ¡Ay, señor Todopoderoso! Ahora los hombres todo se lo explican. Medirán tranquilamente el cometa y tomarán nota de él en sus libros. Por desgracia nuestra han inventado las infernales matemáticas.

JEHOVAH.-  ¿De manera que no se desplomarán de rodillas ante el terrible meteoro? ¿No bajarán sus ojos insolentes?

JOSUÉ .-   (Temblando.)  No, sapientísimo Señor; apuntarán despacio sus telescopios viles, y después de la observación dormirán con sosiego.

JEHOVAH.-  ¡Márchate, mamarracho!  (JOSUÉ huye; el padre llama con doliente acento.)  Jesús, hijo mío...

JESÚS.-  Padre.

JEHOVAH.-  Tú, que visitaste los insondables limbos, tú, habituado a mover las entrañas del mundo.

JESÚS.-  No, Padre. Adivino tu deseo. No me pidas nuevas catástrofes. He cedido otras veces; la última, consentí en los terremotos de Chile y de Calabria. ¡Cuánta crueldad inútil! Mi corazón llora al recordar las madres locas, retorciéndose los brazos, buscando a sus hijos; vi a una que con un pequeño cadáver entre las manos, dudaba todavía, intentaba arreglar los colgajos de carne sobre el rostro destrozado del niño.

JEHOVAH.-  Pero esas madres han venido o vendrán al cielo. Serán recompensadas.

JESÚS.-  No, Padre. Nuestra eternidad gloriosa no las paga lo que han sufrido. NO las curaremos nunca. Nunca olvidarán, ni siquiera a tu lado. Y además, ¿para qué tales horrores? Nadie te ha atribuido los terremotos. Nadie ha reconocido en ellos, allá abajo, los efectos de tu venganza.

JEHOVAH.-  ¿Es posible?

JESÚS.-  Sí; debo decirte la verdad que te ocultan tus cortesanos. Ahora los hombres se lo explican todo.

JEHOVAH.-  ¡La misma frase feroz! Sin embargo, aún hago milagros. ¿Acaso niegan los milagros de Lourdes?

JESÚS.-  No los niegan.

JEHOVAH.-  ¡Ya ves!

JESÚS.-  No los niegan; los explican. Los explican tan perfectamente, que sin Ti seguirían explicándose.

JEHOVAH.-  ¡Oh!¡Cosa insoportable! ¡Existir, existir como Yo existo, y no poder demostrar mi existencia! Hijo mío...

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JESÚS.-  ¿Padre?

JEHOVAH.-  ¿Qué te parece si sacáramos del Purgatorio algunas almas en pena, aunque sea contra nuestros reglamentos penitenciarios, y las mandásemos a las habitaciones terrestres, para asombrar y espantar a los pecadores? Nos dio esta medida excelentes resultados hace pocos siglos.

JESÚS.-  También los hombres se explican sin Tu intervención los fantasmas. Hasta los fotografían.

JEHOVAH.-  Jesús, Jesús, leo en tu mirada una fatal sentencia... ¿Será cierto?

JESÚS.-  Sí, Padre, tu reino ha concluido.

JEHOVAH.-  No, no me resignaré.

JESÚS.-  Reinaste por miles de años.

JEHOVAH.-  ¿Y qué es eso? Un minuto, un relámpago. ¡Ay! Soy Eterno. Siempre me resta una eternidad sin corona. Soy Eterno y débil. No me siento con fuerzas para crear otro Universo.

JESÚS.-  Contentémonos con éste. Es muy malo, pero cada vez menos malo. Le tengo cariño desde que descendí a él y en él sucumbí. Tú ignoras los dolores humanos; yo no. Por eso no vacilas en castigar, ni en perdonar vacilo yo. Por eso tu reino concluye y el mío empieza.

JEHOVAH.-  Reina, pues, y haz adorar el nombre de tu Padre.

JESÚS.-  ¡Qué egoísta eres! ¿Qué importa el nombre? Apenas se acuerdan del mío. Lo que importa es la obra. Mi obra de amor y de paz no muere. Avanza poco a poco. Es invencible. Supe entregarme. Estoy dentro de la humanidad y no seré expulsado.

JEHOVAH.-  ¿Y yo?

JESÚS.-  Te expulso tu orgullo. Te cerniste tan alto sobre tus súbditos, que te han perdido de vista y no se ocupan ya de Ti. Confórmate con el Sueño Eterno. No serás molestado. No despertarás.

[EL DIARIO, 24 de diciembre de 1907]




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ArribaAbajo V. Cuentos

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ArribaAbajoEl maestro

Por treinta pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar a los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarles a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta hasta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente... todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.

Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay!, herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su malhumor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.

Menudo de cuerpo y de alma, flaquísimo, blando, vacilante, tiritaba siempre bajo su antiguo chaqué sin color y sin forma, famoso en las conversaciones burlonas de los muchachos. La cara del maestro, roja y descompuesta, parecía de lejos una llaga. Las innumerables arrugas, profundas y movedizas, que se entreabrían para mostrar dos ojillos de culebra, atraían de cerca y provocaban a un estudio interminable. Tosía y su voz cascada se rompía con sonido lúgubre. Sacudía a cada momento los hombros, como si su raído chaqué fuera una piedra abrumadora, y temblaban sin causa sus endebles miembros.

Al señor Cuadrado se le había escapado su mujer, dejándole cinco hijos de poca edad. Él no los veía porque no tenía tiempo. Disponía de dos horas por semana. Una vez en la calle, el señor Cuadrado se erguía, respiraba. ¿Adónde ir? ¿A visitar a los chiquitos? Repartidos por los oscuros rincones de Buenos Aires, las distancias sin fin de la implacable ciudad agobiaban al señor Cuadrado. «Podía ver a uno. ¿A cuál? ¿Iremos   —296→   a pie? Los botines se me están cortando... ¿Tomaremos el tranvía? Con los treinta centavos me echaría entre pecho y espalda un té bien caliente... Hace frío». Y el señor Cuadrado se deslizaba en el establecimiento de la esquina, se acurrucaba en un ángulo, delante de la taza humeante, gozaba con delicia del ambiente tibio, de la soledad. Los hombres cruzaban sin ocuparse de él. No sufría. No pensaba en nada. Eran dos horas de ensueño, toda la poesía del señor Cuadrado.

Aquella noche, después de roer su miserable alimento, el señor Cuadrado se metió en la cama. ¡Contra su costumbre, se durmió pesadamente! Los doce o quince diablillos de primer grado se acostaron también, guardando una compostura de mal agüero. Dieron las diez, las once...

Las horas sonaban en los relojes lejanos y detrás de ellas caía el silencio más profundamente. El dormitorio, mal iluminado por una vieja lámpara, hundía su hueco en la sombra donde blanqueaba como en los hospitales la doble fila de camas estrechas. En la última, junto al umbral se distinguía apenas el bulto del señor Cuadrado, y un débil reflejo brillaba tristemente sobre su calva amarilla.

Rumores de pájaros, cuchicheos, carcajadas mudas, alguien camina... Las cabezas rizadas se agitan, los cuellos se alargan. Desde la penumbra todas las miradas se tienden a la puerta y al cuerpo inmóvil del señor Cuadrado.

Y a la entrada del aposento surge cautelosamente una aparición celestial. Desnudas las rosadas piernas, revueltos los rubios bucles sobre una frente de ángel, muy abiertos los dulces ojos azules, sonriente la boca fresca y pura como una flor, el más lindo de los alumnos de primer grado espía a su maestro.

Convencido de la impunidad alza la mano, de donde cuelga por el rabo el cadáver sangriento de una rata, y deposita delicadamente el inmundo animal sobre la almohada, a dos dedos del ralo bigote del señor Cuadrado...

Desde el amanecer está sobresaltado el dormitorio. Al resplandor lívido del alba se ve la rata manchada de sangre al lado de la faz marchita del maestro de escuela. Pero el señor Cuadrado sigue durmiendo. Son las cinco, las cinco y cuarto, y el señor Cuadrado no se despierta. Los demonios hacen ruido, derriban sillas, se lanzan libros de un lecho a otro. El señor Cuadrado duerme. Los demonios le disparan bolitas de papel, pero es inútil. El señor Cuadrado descansa. El señor Cuadrado está muerto...



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ArribaAbajoEl leproso

Treinta años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al fin como escoria que espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?... Nunca se averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.

Treinta años... Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.

Pronto se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca, a lo alto de una tacuara torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados, favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos. Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido,-perfiló la letra; el estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos. Empezó a prestar.

Fue el paño de lágrimas de la comarca. Compasivo, se avenía en los vencimientos a rebañar la ternerilla, el par de gallinas, el fardo de hoja, el cesto de naranjas, a trueque de renovar la deuda por un mes. Don Onofre se hizo poco a poco de rancherío, campichuelos, monte, hacienda. Fomentó el comercio. Cortés y entendido, metía pleito a los acomodados. Leguleyos, agrimensores, comisionistas, asomaron por primera vez en aquellos lugares, que así nacían a la vida pública. A los mismos insolventes, de puro bueno y de puro calentón, ayudaba don Onofre cuando había en la familia alguna chicuela a punto.

Fue un personaje: viajes a la capital, miga con ricachos y con ministros. ¡Oh, nada de política! Estaba con todos los partidos, a medida que ocupaban el poder. El jefe y el juez eran suyos. Figurar en centros mejores, ¿para que? Prefería seguir siendo la providencia de su patria adoptiva, sin moverse de ella.

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La cual se despoblaba. Las cuatro mil cabezas de don Onofre vagaban más allá de los abandonados cultivos. Tenía su idea (el agua a una cuarta, el ferrocarril en proyecto): con cruzarse de brazos se hacía millonario. Consintió no obstante en talar los bosques. Árboles gigantescos se desplomaban con fragor de muerte. Las vigas férreas eran arrastradas por los que daban en otro tiempo de puntapiés a Onofre, y echadas al río. La pelotilla de oro se volvía bocha magnífica. Y en torno de don Onofre se pelaba la tierra, como atacaba de una tiña pertinaz. A propósito: se me olvidaba decir que don Onofre padecía de lepra.

La lepra. Lepra. Don Onofre masticaba este nombre pavoroso. Lo veríais en el lento temblor de sus mandíbulas salientes. Veríais en sus iris felinos, turbios, empañados de pronto por un humbo fugaz, el horror de las úlceras descubiertas a solas, atrancadas las puertas. ¡Ay! No había niña más púdica que don Onofre. Amaba vestido. Su ropa, cosida hasta la nuez, era un saco de inmundicia cerrado y sellado como el cofre de un avariento. Pero, ¿y la cabeza? ¿La cabeza grasienta, vil, imposible de escamotear? Y la bestia subía, se enroscaba a la nuca. Don Onofre anhelaba algo parecido a decapitarse. Al cabo, la lepra sacó la garra por el cuello de la camisa y apresó el rostro.

¡Ser leproso, escandalosamente leproso un hombre tan rico, que podían ser tan feliz! Esta injusticia acongojaba a don Onofre. Sus vecinos opinaban como él. Prez del departamento, le veneraron; mejor todavía, le compadecieron maravillados. Aquella frente manchada inspiró a los esquilmados campesinos el respeto de las cumbres donde se muestra a los viajeros la peña partida por el rayo. Admiraron a don Onofre doblemente; se le aproximaban con reparo religioso que él tomó por asco. ¡Asco, el asco ardiente que se tenía a sí propio! No se resignó. Forcejeó, en largas pesadillas, con los fantasmas purulentos; al despertar había en la almohada lágrimas de espanto. Lucharía; no moriría así, no, maldito por el destino. Se arruinaría con tal de curarse, con tal siquiera de esconder su mal.

Y en persecución del milagro bajó los ríos, cruzó los mares.¡Qué tortura, ante la repugnancia, el odio, el pánico, gesticulantes en torno a su lepra! Sus compañeros de camarote huían despavoridos; sus comensales le relegaban a un extremo desierto de la mesa, o se iban furiosos. Se le rechazó, se le aisló, se le encepó; era un apestado, era la peste. Oía a su paso protestas, órdenes, un rabioso fregar de cacharros y cubiertos. Olía de continuo el ejército de sustancias desinfectantes con que se   —299→   abroquelaban los dichosos. Don Onofre imploró lástima. Se dirigió a los sirvientes, a cuantos se arriesgaban a escucharle. Dijo que era rico, muy rico. Despilfarró ostensiblemente el champaña; arrojó habanos casi enteros; se cuajó las manos de brillantes. «Soportadme, suplicaba, soy rico, muy rico». Y a la postre algunos ojos le acariciaron, algunas frases le fingieron la inmortal música de la piedad, y algunas señoritas casaderas le sonrieron. ¡La higiene está tan adelantada!

Los médicos se lo enviaron entre ellos como una pelota podrida. Los más célebres eran los más caros; don Onofre no apreció otra diferencia. Le ordenaron cambiar, cambiar siempre de clima, de costumbres, de régimen. A fuerza de cambiar, repetía. Emigraba al Sur, y le hacían retroceder al Norte. Le prohibían comer carne o fécula, y se la imponían de nuevo. Le introdujeron pociones, píldoras, tinturas, cocimientos. Le remojaron, le bañaron, le fumigaron, le untaron de pomada, glicerados, aguas corrosivas, mantecas, aceites. Le lavaban y le volvían a untar. Uno le aplicó estiércol. Otro le recetó una preparación de oro. ¡Oro!¡Eso era lo principal!

Don Onofre regresó a su feudo, con menos dinero y con más lepra. Regresó enloquecido. Él era la lepra, y el mundo un espasmo de aversión, una inmensa náusea.

Y entonces, en las honduras de sus entrañas enfermas, la vieja tentación se alzó. Don Onofre «sabía». ¿Quién no sabe que la lepra, el castigo del cielo, sólo se sana con la sangre inocente de un niño?

Y don Onofre, tranquilizado, consolado, se puso a meditar.





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ArribaAbajo VI. Otros textos literarios

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ArribaAbajoRincón de selva

El cimiento innumerable y retorcido sale de tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplican sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular, la vida es aquí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajan del vasto follaje a envolver y apretar y ahorcar los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre sube del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abren concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío, como un insecto maravilloso, sonríe al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.




ArribaAbajoAguafuertes


ArribaAbajoPóstuma

Para Meifren

La niña duerme...

Cada instante, más bellos los días que no volverán; cada instante, más bellos los prometidos días que no llegarán nunca.

La niña duerme... tan profundamente que el más fino de sus cabellos está inmóvil como una montaña; tan profundamente, que las horas se mueven lejos de ella... la niña duerme en su ataúd.

Era piadosa, y tan inocente que no se ruborizaba nunca. Los niños que empiezan a andar jugaban felices con ella, y cada noche le traía el reposo.

Con la noche, vino la muerte, y la muerte también la encontró dispuesta y dócil, y se la llevó donde ella sabe.

La niña duerme...

Preciso es que su alma compasiva se haya vuelto a mitad de camino un momento a dejar sobre esta frente el resplandor de paz sumisa que siempre estuvo en ella, y si yo levantara esos párpados sagrados, miraría otra vez la sagrada luz que serenaba mi vida.

Apenas bajo mi mano se entreabrieron...

Caían, caían por el rostro de la muerta; caían las lágrimas.



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ArribaAbajoLas manos

Cesaron de ignorarse, y se movieron en busca una de otra, por entre las batistas agitadas, arrastrándose hacia el deseo, profecía venida de lo alto. Los dedos masculinos, temblando de angustia, alcanzaron, por fin, resbalaron en un débil tumulto de caricias inciertas como un aliento oprimido. La mano de la hembra, bajo aquella voluptuosidad insuperable, iba desdoblándose, encogiéndose, hasta cerrarse en el cáliz temprano de una magnolia.

De repente, el eterno grupo trágico: garra hambrienta, músculos velludos de pirata que estrujan un corazón arrancado, y confusas alas prisioneras.

La piel sutil de la muñeca frágil cede como un pétalo; los suaves dedos vencidos se abren, y en la palma tibia, pálida, húmeda aún, late la vida.




ArribaAbajoHoy

Hoy es el día negro. ¿Dónde mi cotidiana herencia de luz?

He vagado por las calles borrachas de niebla, como yo de sombra. En el fondo de mi universo proyecta la nada sus desnudas tinieblas, disolventes de todo, las asesinas del silencio, minuciosas, devoradoras, lentas.

La tarea de la vida cae de mis dedos apagándose... Manos rescatadoras, no os veo en mi oscuridad. ¿Vacías huisteis? Me baña la muerte persuasiva.

Únicamente soy una cosa cobarde, escondida en un rincón del tiempo. Torpes enemigos, seguid buscándome en la luz; mañana será tarde. Hoy se rindió el carcelero, y la jauría desatada se destroza a sí misma. Cada átomo de mi carne es una tímida ferocidad; yo una multitud esclava; yo el hermano de los humildes criminales.

Hoy vi sobre la estúpida faz del primitivo la costra de la miseria, olfateé la desesperación y el vicio y amé al pobre, porque mi corrupción es la suya. Con ella la piedad, como siempre, en las almas. Y me penetra la infame ternura. Por fin, nostálgico de la antigua madre; por fin inmóvil en el universal flujo, esperando la noche del pasado visible.

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Hoy me entrego a las ágiles destructoras. A mi cintura los nudos para siempre de sus brazos. Ojos de grutas, subid a los míos. Corran las tibias bocas por mi cuerpo. Las orillas pasan. No las conozco ya, y a sentir comienzo el soplo de las regiones de donde no se vuelve.






ArribaAbajoSobre el Atlántico

C'etaient les eaux, et les eaux, et les eaux.


James                


Las aguas parecen sin fin, como si no hubiese ya tierras, y nuestro mundo fuera una inmensa gota, una sola y redonda lágrima azul, cayendo en el éter. ¡Oh, este azul! Es un azul oscuro, denso, traslúcido, un azul de zafiro, en cuyo seno, bajo las alas de la noche, despiertan fulgores de fósforo. ¿Dónde la espuma sería más blanca que sobre el azul, a veces laminado y bruñido como un metal, a veces laqueado de negro, el azul atlántico que me llena la vista y el alma? Espuma rodante, sonora, cabellera de nieve salvaje, penacho que se alza y se anega y se levanta nuevamente y se encabrita en cada cresta del innumerable y paralelo ejército de olas. Espuma -surtidor, torrente, cascada-, que en lo cóncavo de la onda teje anchos exágonos irregulares cuyas cintas tiemblan como sobre una piel, o que adelgaza sus filamentos lívidos en un encaje de sutileza infinitesimal, o se desvanece en verde bruma submarina, o se curva en gasa que se deshace al viento, o se retuerce en largas volutas de humo líquido, o finge, a los oblicuos rayos del sol, la red de púrpura que inyectara el ojo enorme de un monstruo... Espuma blanca sobre el mar azul, emulsión hirviente de agua y aire... Sí; aire, agua, nada más: lo que cede y se desliza y huye y, por lo mismo, rodea y devora y disuelve. Agua y aire, lo que carece de cohesión y de forma... y por lo mismo, revela su inflexible geometría en el arco fatal del horizonte...

¡Aguas del mar, estremecidas y desnudas, sangre purísima del Universo, linfa madre, plasma sagrado del cual llevamos todos, para poder vivir, una provisión en las venas! Tu sal se seca en mis labios, y saboreo tu sublime amargura. Acaso a una legua bajo la quilla del buque yacen las ruinas de un continente que recuerdan los hombres -y acaso   —306→   cien otras bajo ellas-, pero en tus entrañas surgen continuamente las Venus primordiales: seres blandos y errabundos, tentáculos ciegos, larvas glaucas, pulpa ancestral que se ha vuelto transparente y flota invisible, bosques sumergidos, infinitas lianas de un ámbar sin flor, y también el semillero de la fauna microscópica, polen oceánico que en vastas estelas arde bajo el firmamento de los trópicos. Y quizás, en una hora tibia, ¡oh mar venerable!, engendras aún, como en las épocas geológicas, el misterio de los misterios, las células matrices de la vida virgen...

¿Aún?... Nada hay ilimitado ni eterno. El mar envejece. Su aliento se pierde en los espacios siderales. Su agua, cristalina limpieza entregada a los cielos, le es devuelta avaramente por los ríos, turbia y sucia, cargada de todos los despojos y secreciones y deyecciones de la tierra. Y con el transcurso de los tiempos, el mar se torna más acre, más espeso, más bajo, más árido. Nosotros, los cada vez más ágiles, los usurpadores del destino, corremos hoy sobre las aguas, cortándolas al doble tajar de nuestras hélices, porque supimos aprisionar el fuego, y el fuego, como nos anunció Esquilo, es el maestro que nos lo ha enseñado todo, ¡todo!, hasta fabricar lo álgido y helar el aire. ¿Qué importa que se apaguen los astros, si se encienden otros en nuestros cerebros? Y todavía mañana, cuando el mar haya cuajado en un témpano único sus sueños estériles, volarán nuestras máquinas sobre él, dejando en las tinieblas un rastro de chispas.



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    ¡Oh vírgenes desnudas!
¡Oh cabelleras de color de otoño!
¡Oh rocío inocente
Que luce en la sonrisa de los ojos,
Ojos silvestres, ágiles y nuevos,  5
Los más dulces de todos!
¡Oh pies desnudos, caricia de la tierra,
Pies que besa el arroyo
Temblando! ¡Oh senos en capullo, dond,
El sol hace bailar sus manchas de oro  10
Debajo de las hojas! ¡Oh muchachas!
Jugad. Os reconozco,
Tropel de mis lejanas primaveras...
Dejadme contemplaros. Ya no corro
Con mi pasado a cuestas tras vosotras,  15
Y a la sombra que baja me abandono.
Huisteis, maliciosas, con las alas
De mi propia ilusión, dejando plomo
En mis plantas cansadas, y en mi vida
Amargura sin fondo...  20
¡Oh vírgenes desnudas!
¡Oh cabelleras de color de otoño!

[CRI-CRI, N.º 38, 1.º de octubre de 1905]