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ArribaAbajo II. Ensayos

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De estética



- I -

Nos sentimos tentados, al estudiar el carácter de las funciones estéticas, en el hombre o en otro animal, de creerlas debidas a un exceso de energía que se escapa por las válvulas del arte, del juego, de la agitación inútil y caprichosa. Mientras el organismo individual o colectivos es débil, mientras cruza un período precario y apremiante que exige todos los recursos de la resistencia, del valor y de la maña, la voluntad de vivir busca y encuentra el camino más corto, decide la medida urgente y salvadora, tiene mucho de automática y fatal, y presenta, en una palabra, el ejemplo constante de lo que los escolásticos entienden por instinto. Más tarde aparece ese conjunto de inexplicables rodeos que constituye la ornamentación de la vida. El niño sonríe por vez primera un día en que ha mamado bien y no le duele nada. Crecerá y luchará. Las condiciones de la lucha le acercarán a lo bello si son benignas; le mantendrán en la ignorancia y en la ineptitud si le son crueles. La anemia, el hambre y el miedo son incompatibles con la belleza. Igual cosa ocurre en las sociedades. Nacen amenazadas y desnudas. Aprovechando un instante de sosiego, el troglodita araña inhábiles trazos en el margen liso de su hacha de sílex, o dibuja torpemente en el rugoso muro de su caverna una silueta de ciervo o de mamut. Y es al final de las civilizaciones, durante las mal llamadas decadencias, en medio de la seguridad material de la raza, de la estabilidad política y de un alivio aislamiento, cuando el arte toca su apogeo y se sobrepasa a sí mismo.

Según esta teoría, el arte, en su amplia significación de proceso aparentemente privado de utilidad inmediata para la conservación del individuo y la prolongación de la especie, es un lujo, un sobrante de vitalidad, y deberán surgir sus más intensas manifestaciones en la época de mayor acumulación de energía, es decir, en la época del amor y del celo. No es demostrable esa ley en el hombre, pero lo es en los animales. La estación sexual trae consigo, a lo largo de la escala de los seres y sobre todo en los peldaños superiores, un derroche de hermosuras y de actividades incomprensibles. Los pájaros, los insectos y hasta los peces, hacen como las flores: se visten de brillantes y delicados matices. En la naturaleza, todo se vuelve cantos, danzas, juegos, romerías, y los mil artificios del pudor y del deseo. Las imaginaciones florecen entre las selvas y alrededor de los nidos, e iluminan el tenebroso mundo animal con un incendio pasajero que parece la remotísima aurora del arte humano.

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Voy a citar dos ejemplos que mostrarán el alcance de las últimas líneas. Ambos están elegidos en el mundo encantado de los pájaros. No puedo menos que señalar aquí un hecho interesante. Contrariamente a la concepción religiosa y a la concepción darvinista no es el hombre lo último creado, el resultado final de la evolución, el modelo definitivo después de hecho el cual se rompe el molde. El abismo fecundo ha seguido trabajando, y hacía muchos siglos que el hombre vivía sobre la tierra cuando rasgó los aires el vuelo triunfador del primer pájaro.

Los tetras, gallos silvestres de la América del Norte, tienen costumbres curiosísimas. Sus torneos sexuales han llegado a ser para ellos exactamente lo que son para nosotros: danzas. Demuestra que estas paradas equivalen a una supervivencia, a una transformación, el que los machos se entreguen a ellas no sólo antes, sino después de la cópula. Las practican hasta durante la incubación, para entretenerse mientras las hembras están absorbidas por el deber maternal42. He aquí cómo describen los viajeros las danzas de los tetras: «Se reúnen veinte o treinta en un lugar escogido y se ponen a bailar allí como locos. Abriendo las alas, juntan los pies, y saltan como los hombres en la danza del saco. Luego, avanzan unos contra otros, dan una vuelta de vals, cambian de pareja y así sucesivamente... Están lo bastante ensimismados para que el curioso se pueda aproximar mucho»43.

Hay pájaros en Australia y en Nueva Guinea que hacen el amor con un ceremonial delicioso. Para atraer a su amada, el macho construye, según su habilidad, una verdadera casita de campo, o sencillamente una rústica cuna de follaje. Planta ramas y ramillas que encorva en bóvedas de más de un metro de luz. Siembra el suelo de hojas, de flores, de frutos rojos, de huesecillos blancos, de relucientes piedrecitas., de trozos de metal, de joyas robadas en las cercanías. Se dice que los colonos australianos, cuando les falta una sortija o unas tijeras, van a buscarlas a esas tiendas de verduras. El «jardinero» de Nueva Guinea edifica con su pico y sus patas mejor que los aldeanos y con más gusto decorativo44. «Al atravesar un magnífico bosque, me encontré de pronto en presencia de una pequeña cabaña de forma cónica, precedida de un césped   —233→   esmaltado de flores, y reconocí enseguida en esa choza el género de construcción que los cazadores de M. Brujin señalaban a su amo como obra de un pájaro oscuro y poco más voluminoso que el mirlo. Tomé un croquis muy exacto y cotejando mis propias observaciones con los relatos de los indígenas, establecí el procedimiento seguido por el pájaro para levantar esta cabaña que no representa un nido, sino más bien una habitación de recreo. El amblyornis (es un nombre técnico) prefiere un pradito de terreno perfectamente liso, en cuyo centro se eleve un arbusto. En torno de este arbusto, que servirá de eje al edificio, reúne el pájaro un poco de musgo, y hunde oblicuamente en el suelo ramas que continúan vegetando algún tiempo y que, por su yuxtaposición, forman las paredes inclinadas de la choza. De un lado, sin embargo, estas ramas se separan ligeramente para dejar una puerta, enfrente de la cual se extiende un hermoso césped cuyos elementos han sido traídos penosamente, matita a matita, de largas distancias. Después de haber cuidadosamente limpiado este césped, el amblyornis siembra en él flores y frutos que va a cosechar por la vecindad y que renueva de cuando en cuando»45.

Nos es lícito inducir que el arte en el hombre, como en el amblyornis, es un fenómeno sexual. Hay toda una estética amorosa. Hubo medios sociales, como algunas cortes de la Edad Media, en que el arte simbolizaba el amante superior. Estos hechos no prueban nada contra la realidad actual. Las facultades artísticas receptivas y creadoras no se transmiten por herencia. La mujer es particularmente incapaz de sentir una grande obra y sobre todo producirla. No se concibe siquiera la posibilidad de un Víctor Hugo o de un Wagner consagrado al amor. El arte es hoy una función especial que no reclama solamente un exceso bruto de energía nerviosa, sino en primer término una organización característica.

¿Cuál es el objeto de esta función? Nuestra ignorancia la considera menos necesaria que la función reproductiva, porque no hemos descubierto aún a la naturaleza otras finalidades que las que tocamos a tientas en la noche que nos rodea. Por eso hablamos de lujo, de sobrante, de inutilidad. No se comprende, a pesar de todo, una función esencialmente inútil que se manifiesta en los animales elevados, insectos, mamíferos, pájaros, y alcanza en el hombre un grado supremo. El arte, sin el   —234→   concurso de los sexos, pasa de una generación a la siguiente la inmensa mole de formas nuevas, y prolonga, desarrollándola rápidamente, una especie de sensibilidad sobre humana que avanza con nosotros, encima de nosotros, hacia el porvenir. ¿Y qué hacemos en verdad más que seguirla? Algún día sabremos, quizás, dónde nos lleva.




- II -

No es el artista una máquina más potente que los demás hombres, sino otra clase de máquina.

Hay que entenderse cuando se habla de energías fisiológicas. Derivan todas ellas de la energía química almacenada en los alimentos, la cual se transforma después de energía térmica y en energía mecánica. Las radiaciones eléctricas que se pueden desprender del organismo son muy débiles. Debe existir, pues, una equivalencia entre la energía química de los alimentos por una parte, y por otra, la suma de las energías térmica y mecánica, y en efecto, la experiencia confirma esa ecuación con exactitud suficiente a convencernos de que si el cerebro acumula y desarrolla otra especie de energías misteriosas aún, el trabajo positivo de ellas es insignificante.

Pues bien, no son los príncipes del arte los que más comen, digieren y asimilan. Para un Rossini gastrónomo, casado con una cocinera por la poderosa razón de que le hacía buen caldo, para un Dumas padre, apóstol, de la sartén y de la novela, para un Castelar que se sentaba a la mesa con la unción de un sacerdote ante el altar mayor, hay muchos Cervantes famélicos y Zolas gastrálgicos. Se presenta aquí una observación curiosa. El admirable misticismo español está creado por hambrientos. Los ascetas se lanzaban al cielo sin la precaución de la alondra, que según un proverbio de la época de los Austrias, cruzaba las Castillas con un ramo en el pico para no perecer durante el viaje. En Italia, el clérigo, lejos de padecer los amarillos y trágicos tonos de Zurbarán y de Ribera, es rosado y rollizo. Sonríe paganamente en las telas venecianas. Y, sin embargo, no ha salido de sus alegres claustros nada comparable a las Exclamaciones de Santa Teresa o la Oda de fray Luis, donde gime el pecador de este modo, al caminar hacia el Cristo «con pasos tan cansados»:

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Alcanzarte confío,
que pues por el bien mío
tienes los soberanos pies clavados
en un madero firme,
¡Seguro voy que no podrás huirme!



Algo parecido ocurre con la poesía árabe. De tales casos se deduce, necesariamente, que el genio no se elabora en el estómago.

De la energía mecánica se dirá lo mismo. Beethoven era robusto, pero Wagner no hubiera hecho carrera en los circos. Preferimos a Maupassant casi loco, y no cuando daba, de joven, saltos mortales. Chopin, anémico y endeble, ha escrito páginas que son una tempestad; Pascal, enfermo, es terriblemente fuerte; adoramos la fiera melancolía de Enrique Heine clavado en una butaca y admiramos la risa despiadada que agita el cuerpo tullido de Scarron.

Respecto a la energía térmica he de afinar, sin dar alcance de mayor cuantía a mi afirmación, que los hombres de talento que he conocido tenían especial odio al frío, particularmente Echegaray, enterrado bajo gabanes y capas en todo tiempo. Zola era muy friolento y una chimenea le costó la vida. Saint Saëns huye en invierno con las golondrinas a países calientes y la mitad del año visita el Mediterráneo o las Canarias. Es como si estos hombres de arte quisieran evitar pérdidas por radiación, para utilizar su energía de otra manera. Pero hay probablemente falsedad en tal conclusión. El siglo último nacieron dos magníficas escuelas, la noruega y la rusa, bajo latitudes heladas, y actualmente la música de Petersburgo ostenta, a pesar del clima, una valentía y una riqueza de ritmo maravillosas.

Si no es, por lo tanto, energía fisiológica de ningún orden lo que caracteriza al artista, hay que buscar ese carácter en la distribución de la energía humana, en lo que denominamos vagamente organización.

Por mucho tiempo se creyó que lo importante en la organización era el órgano. Es el método clásico de Cuvier. Considerado estáticamente, el animal, como un edificio, tiene su arquitectura y estudiarla hasta llegar a deducir de una de las partes el conjunto entero, como basta el diámetro de una columna para proyectar todo un frente, era lo esencial. El órgano determinaba la función.

Pero una observación más profunda ha ido cambiando estas ideas. Los naturalistas, desde Darwin, han tomado el hábito de mirar las   —236→   especies, no fijas como formas geométricas, sino indefinidamente transformables; no inmóviles, sino en marcha a lo largo de los siglos. Se descubrió que en esa constante mudanza los órganos se quedan atrás, por decirlo así, respecto del impulso interno que hace evolucionar al animal. La especie se abre a través de sí misma. Los órganos están obligados a ejecutar funciones nuevas y tienen lugar de seguirlas. La función, en vez de ser causa, es un efecto, y el órgano no revela la función en su realidad íntima, ni deja sospechar lo que fue la especie de ayer ni lo que será mañana.

El hombre ha hecho soberbias cosas con sus dos manos, es cierto; pero el mono tiene cuatro y no hace nada. ¿Quién atribuiría a los castores sus construcciones fluviales? Nadie sin saberlo pensaría que son pájaros los tejedores de nidos cuya delicadeza es imposible imitar. Fabre, que ha publicado últimamente el tomo X de sus magníficos Souvenirs d' Entomologie, dice, hablando de la habilidad del escarabajo para fabricar su pelota en las tinieblas: «Es un elefante empeñado en bordar». Y claro que ante tantos ejemplos declararemos con Fabre: el órgano no determina siempre la capital.

Ahora se aprecia la honda verdad de la definición de Bonald: «alma servida por órganos»46. Hay un mecanismo interno que es el que avanza, exige, inventa. En él radica el poder directivo. Él es quien imprime el rumbo a todo el ser. Él esclaviza los miembros y los doblega a ejecutar obras que no ejecutaron nunca. Él desea lo imposible y lo logra casi. Él empuja la especie hacia el futuro, sacrificando la carne47. Pero no es un espíritu abstracto, sino algo tangible y real: es el sistema nervioso.

He aquí el verdadero esqueleto del organismo. Desde la cédula, en que el núcleo representa el factor directivo, o factor nervioso, hasta el animal superior, en que la sustancia gris de los centros y la blanca de las comunicaciones constituyen un tejido de enorme complicación, encontraremos el mismo elemento encargado de distribuir la energía. Entonces aparece el hombre en su realidad interior, y le contemplamos reducido a un sistema nervioso que se sirve de los órganos nutritivos y   —237→   musculares exactamente lo mismo que el hombre se sirve de las máquinas.

Si queremos entrever en qué se distingue el artista de sus semejantes no dotados de la facultad creadora, habremos de dirigirnos a ese enigmático y omnipotente sistema nervioso, y solamente a él. Lo que no hallemos allí no lo hallaremos en ninguna otra parte.




- III -

¿Son en el artista las sensaciones más intensas, más delicadas, más tenaces que en el tipo humano normal?

Parece razonable admitir que un pintor, por ejemplo, distinga colores que la generalidad confunde y vea líneas y sombras que los demás no ven. Como las observaciones personales son siempre útiles, referiré aquí las que tuve ocasión de hacer durante algunos meses de comercio intelectual con X, discípulo y compañero del insigne Rusiñol.

Salíamos juntos al campo, y nos deteníamos ante un bosquecillo, un arroyo, una quebradura, un celaje entre dos masas de vegetación. «¿Qué tono se le antoja a usted más homogéneo? De esos verdes, ¿cuál le resulta más puro? ¿Cuál más caliente? ¿Cuál más luminoso? En esa gama gris, ¿dónde encuentra usted el acento más frío?», me preguntaba X. Yo le contestaba lo que podía, y él me rectificaba. Al cabo de cierto número de lecciones del natural fue volviéndose mi visión más rica y más aguda, hasta el punto de arrancarnos exclamación idéntica una agrupación feliz de manchas o un efecto inesperado de perspectiva. Soy poco sugestionable. Descubría realmente cosas que sin esta educación física hubieran seguido siendo ocultas.

Lo interesante del caso es mi convencimiento de que tales sensaciones existían latentes en mi organismo. Las ignoraba por una especie de distracción; X las despertaba, y entonces florecían en mi conciencia revestidas de una aparente novedad. Ahora bien, los fenómenos de conciencia están hechos de asociaciones, de conexiones. Desde Descartes acá los hemos localizado en el cerebro. Por desgracia andamos mal de fisiología, y peor de fisiología nerviosa. El estudio directo de la masa cerebral no ha dado aún nada utilizable para la estética. Las inducciones basadas en el peso y en el tamaño del encéfalo fracasaron, como fracasó el ángulo facial. ¿Quién no se ríe hoy de las teorías galianas? El charlatanismo de los Lombroso y de los Max Nordau no ha servido sino   —238→   para desprestigiar la ciencia. Experimentos intentados en Alemania desvirtúan los resultados de Broca. Una conferencia reciente del ilustre profesor Poisier revela cuán discutibles son nuestros escasos conocimientos en estas materias. Todavía es dable repetirla frase de D'Alembert: presque sur tout, on peut dire tout ce qu'on veut.

Hay que acogerse a las síntesis empíricas de la psicología y ensayar con toda reserva, con toda timidez, conjeturas verosímiles. Tornando a mi ejemplo de asimilación visual, creo que las conexiones por lo común inconscientes durante el mecanismo de la emoción y de la producción artísticas, conexiones de gran extensión e inestabilidad.

Se comprende que varíen notablemente de un individuo a otro, y que conserven rasgos de uniformidad en un mismo individuo. A esta uniformidad corresponde el vocablo manera, que designaría la parte más instintiva, más mecánica de la sensibilidad matriz. El claro-oscuro de Ticiano es anaranjado, y el del Greco azul. Poussin pintó con oro, el Tintoretto, con fuego y con sangre. Un célebre colorista, Van Gogh, exclamó al morir: «¡Qué hermoso es el amarillo!». La importancia de las conexiones primeras ha hecho de clarar que «la belleza de la pintura reside en la tonalidad del cuadro y en la calidad de la pasta»48.

Antes de tratar los caracteres generales de la manera, conviene aplicar las reflexiones precedentes a la música y a la literatura.

La música se transforma y avanza con la industria de los instrumentos; de los instrumentos derivan únicamente las sensaciones musicales49. Los claves y la cuerda del siglo XVIII engendraron las escuelas francesa y alemana que fueron gloria del siglo XIX. No se concebirían Chopin, Liszt, ni Schumann, sin la fabricación del piano, ni Wagner sin el desarrollo del metal en la orquesta moderna. Las sensaciones del músico se reducen, pues, a notas de diversos timbres y a las combinaciones de esas notas50. Habitualmente los compositores y sobre todo los intérpretes y ejecutantes, aprecian los sonidos con delicadeza y precisión   —239→   extraordinarias. Cuenta Saint-Saëns que desde niño aprendió a conocer la nota de un cristal vibrante y las que resuenan a la vez en el tañido de una campana. No son raros los maestros capaces de señalar la ligera desafinación de un violín entre el estruendo de treinta violines más. La memoria es también frecuente en los directores de primera fila. Muchos llevan sinfonías y óperas marcando las entradas a un conjunto de ochenta o de cien elementos, sin necesidad de abrir un instante la partitura.

La manera como hemos llamado al sistema de conexiones primarias, se refiere en música al tono y a la armonización principalmente y secundariamente al ritmo y a la melodía. Pero aquí el concepto de tono no padece de vaguedad del concepto de tonalidad pictórica. El maravilloso poder analítico del oído, exige una regularidad tonal casi matemática, alrededor de la que se oscila entre estrechos límites. A estas exploraciones armónicas, a la disposición del acorde, a la curva de la modulación, afecta la manera en alto grado. La sonoridad estridente de los cobres de Wagner, la claridad espectral de Grieg y la insinuante disonancia de Debussy son típicas. Schumann (última época) prefiere la fiera obstinación del ritmo. Chopin imprime a los intervalos una flexibilidad felina, una elegancia salvaje.

La literatura junta las artes todas, valiéndose del medio universal de expresión suministrado por el idioma. El poeta ha de ser pintor y músico, dibujante y arquitecto, y además ha de saber encontrar para casa sensación la combinación de palabras que mejor la traduzca; ha de trabajar la lengua como el escultor trabaja el barro. No es asombroso que Shakespeare haya empleado más palabras distintas que ningún otro inglés, y Cervantes y Quevedo, más que ningún otro español. A la abundancia del vocabulario suelen unirse en los verdaderos poetas la abundancia de giros, la variedad de la construcción, la facultad de aumentar el tesoro léxico. Es indispensable al literato concienzudo la ciencia profunda del lenguaje. Heine revolucionó el alemán y Dante forjó el italiano; lo consiguieron gracias a la fabulosa cultura clásica que habían adquirido. ¿Dónde estaría la fuerza de Balzac si no se hubiera metido diccionarios enteros en la cabeza?

El uso familiar del idioma no permite definir fácilmente la manera en literatura. El sistema de conexiones primeras atañe ahora a las relaciones inmediatas entre dos o más palabras; incluye el modo de adjetivar, de adverbiar, propio de cada escritor; la elección de neologismos;   —240→   la ordenación incidental; la longitud del período; la aspereza o la suavidad del hipérbaton.




- IV -

Por ser un arte más intelectual, la literatura se revela menos al análisis. Hablado o escrito, el lenguaje se ha ido alejando del objeto para acercarse a la abstracción. La pluma del vate no copia sobre el papel las formas visibles, ni su voz imita los ruidos de la naturaleza. Murieron la onomatopeya y el jeroglífico. Los vocablos caballo, corre, lejos, designa evidentemente géneros y no individuos; son signos, representaciones universales, y su combinación, desde la teoría del verbo hasta los últimos detalles del mecanismo sintético, constituye un capítulo de lógica. Muy diferente de la pictórica y de la musical, no aparece en la materia literaria elemento alguno (fuera del ritmo) emotivo ni apenas sensible. Estrictamente un cuadro es un conjunto de colores, y una sinfonía un conjunto de timbres, mientras que un poema es una página de álgebra. Y, sin embargo, hay a cada paso en D'Annunzio el incendio de los lienzos de Rubens, en Zorrilla el cristal de las sonatas de Mozart; y en Tennyson y en Vigny, la majestad luminosa de los mármoles griegos. ¿Por qué?

Volvamos al sustantivo caballo. Estas seis letras, siempre las mismas, resumen lo que subsiste en cualquier caballo, lo común a todos los caballos: un concepto, lo único que trasciende a la escritura. Pero al leer la palabra caballo, no sólo nace en nosotros el concepto correlativo, sino que se nos despierta un mundo de sensaciones y de emociones relacionadas con nuestra experiencia personal, hijas de cuanto hemos vivido, imaginado y soñado referente a caballos; un laberinto inextricable que se ramifica en lo subconsciente, encerrando los gérmenes estéticos que nos interesan. Brevemente: el contenido ideológico sugiere el contenido sensible variable para cada sujeto.

Creyó el simbolismo descubrir este procedimiento, tan antiguo como la conversación. A los sabios corresponde quedarse con el contenido ideológico del idioma y a los artistas con el sensible. La ciencia busca las semejanzas y el arte las diferencias. Así el idioma modelo de las especulaciones positivas es el matemático, compuesto de signos de signos, al tiempo que el idioma de las ramas biológicas y sociológicas del conocimiento se va empapando en belleza, de los estudios botánicos de   —241→   Darwin a la crítica de Paul de Saint Victor y a la historia de Michelet, de Carlyle o de Nietzsche, bien próxima a la verdadera poesía.

Las grandes arquitecturas ideológicas nos sugieren no obstante una impresión particular de hermosura extrahumana, hecho al que quizá se refiere la célebre frase de Pascal: «Hasta en un teorema de geometría cabe pasión».

Vemos ahora que la literatura obra a la inversa de las demás artes. En la una las ideas abstractas sugieren la emoción; en las demás la emoción se sugiere por sensaciones brutas (sonidos, matices, líneas, sombras, movimientos). Buffon aconsejaba a los estilistas el empleo exclusivo de los términos generales, paradoja a que equivalen para los pintores la investigación química de las substancias colorantes y el ensayo de ficelles (trampas) de pincel y de cortaplumas, y para los músicos la investigación de los adelantos de construcción en los instrumentos conocidos y el ensayo de sonoridades nuevas. La literatura hiere al hombre de dentro a fuera; las demás artes de fuera a dentro. La literatura se asemeja a las matemáticas: no necesita más arma que un lápiz. Las demás artes se asemejan a las ciencias de experimentación: cada una supone un laboratorio. Pero todas se basan en la realidad interna o externa, es decir, en lo que varía poco con las personas y con una misma persona: conceptos puros y sensaciones específicas. Entre las dos realidades, orillas sólidas aunque deformables, palpita el río de nuestras emociones. De una o de otra orilla el artista acaricia las aguas, produciendo misteriosos remolinos cuyas leyes, si se llegan a bosquejar, formarán la estética futura.

El mar carcome y reedita las costas. Igual nuestro río de emociones reacciona sobre las dos orillas de la idea y de la sensación, el genio emotivo de los pueblos ha destruido y rehecho cien veces las ideas religiosas filosóficas y sociales, y altera constantemente la lengua. Por tal motivo se crean sin cesar sinónimos; se eligen los unos, dándoles juventud y alma brillante, y se dejan envejecer los fracasados. El torrente quiebra y adorna caprichosamente la gramática. Bajo una locución vulgar suele ocultarse una metáfora, una vibración elegante petrificada en el pequeño bloque que manejamos distraídos.

El ilustre doctor Domínguez publica, estas semanas, interesantes ejemplos de voces guaraníes que condensan leyendas enteras en tres o cuatro sílabas. El vasco, habla primitiva, ofrece rasgos parecidos. La   —242→   luna se dice en vascuence iltargoyá, luz de los muertos. Del colosal trabajo de los escritores de una época se tamiza al fondo común cantidad de giros que pierden rápidamente su frescura al ser usados por las gentes y pasan a la categoría de simples signos. Son frecuentes en cualquier dialecto los atentados a la razón; representan precisamente las partes vivas. Al engendrarlos se ha estremecido del espíritu humano, y ha roto la trayectoria de la costumbre. Ya se presenta aquí el arte como se presentará con más relieve después: un eterno conspirador contra las reglas. La emoción que así disloca el signo y la idea, turba el juego de los sentidos y provoca en casos alucinaciones. ¿Quién, teniendo un libro entre las manos, no ha sentido los gestos de la ficción cubrir la realidad? Añadid dos adarmes de neurastenia, y la sugestión será absoluta.




- V -

Las emociones se asocian entre sí formando sistemas cuya analogía con los sistemas de ideas puras no es bastante completa para ser útil. La extrema variabilidad de las emociones en un mismo individuo y más en individuos diferentes, la imposibilidad de cualquier medida o registro que las fije, el desorden anticientífico que introducen en nuestro lenguaje cuando pretendemos expresarlas, todo se junta para hacer de ellas un mundo aparte, regido por leyes cuya mecánica se aleja tanto de la mecánica lógica como la mecánica de los fluidos se aleja de la de los cuerpos sólidos.

Si dos ideas puras tienen algo de común, ese elemento común es también una idea pura, definida por la intersección de las primeras, y capaz casi siempre de formularse con idéntica precisión. En una palabra: abstraemos. Si dos emociones tienen algo de común, carece de sentido afirmar que ese algo común es también una emoción. En el mundo de las emociones no podemos abstraer. Sin embargo, sabemos que al calor de un medio interno favorable se originan emociones cuya virtud consiste en despertar otras innumerables y lejanas, mientras que habitualmente el monótono pasar de una existencia cada vez más desprovista de belleza social y de intereses violentos, son nuestras emociones superficiales y afónicas, impotentes para agitar las capas hondas de nuestra sensibilidad.

No podemos abstraer, pero podemos inducir vagamente. No hay emociones abstractas, pero comprendemos que hay emociones generales,   —243→   mejor dicho centrales. Sentimos que en el subsuelo de la conciencia viven puntos transmisores, focos latentes que hábilmente heridos por el artista, llámese poeta, amante, guerrero o sacerdote, arden para iluminar la misteriosa arquitectura de nuestra alma y para desencadenar los Prometeos nunca resignados. Nos está vedada la exactitud del analítico, astrónomo del transparente y frío firmamento de las ideas puras, pero nos es dable bosquejar a tientas la geología de nuestras emociones y sospechar de qué modo se mueven en las calientes entrañas de nuestro ser.

Según esa grosera imagen, nos figuraremos la sensibilidad emocional compuesta de estratos, cada uno de los cuales simbolizará las emociones de igual generalidad, o poder de asociación, de evocación. Los estratos inferiores irán creciendo en generalidad, de tal manera que el último, si no es absurda esta concepción, al funcionar conmueva todos los restantes, desatando una inmensa armonía en que ningún instrumento falte, integrando las melodías y los gemidos dispares y dando un máximo de altura, de complejidad y de energía al organismo sentimental. En cambio los estratos a flor de nervio significarán la efímera vibración del momento, la breve rizadura de la brisa caprichosa sobre las aguas dormidas. Y de un estrato a otro las comunicaciones más extrañas son posibles. Una sensación aparentemente fútil, un concepto vulgar, una combinación fortuita de pequeños estremecimientos produce en instantes verdaderas conflagraciones. ¿Qué es, físicamente hablando, la apenas perceptible manchita blanca de una vela perdida en el horizonte brumoso? Bien poca cosa. Para Robinson Crusoe, abandonado en una isla desierta durante largos años, esa mancha diminuta es un universo deslumbrador. La tenue caricia del éter sobre la retina del solitario causa en las profundas regiones de su espíritu un efecto superior al de una catástrofe cosmogónica. Ese maravilloso e impenetrable aparato de nuestra sensibilidad interior es el que ha de ser transfigurado por el artista. Y lo consigue, gracias a la maravillosa e impenetrable intuición de su sensibilidad creadora. Sólo la vida impetuosa y ciega engendra y desarrolla la vida.

Admitiendo el anterior esquema de las emociones, llegamos a definir con alguna eficacia la manera y el estilo. La manera se refiere a los estratos flotantes y el estilo a los sumergidos. El estilo transmite emociones más generales que la manera. Uno y otra encarnan lo particular en las formas. Exagerando lo particular se deja la manera   —244→   para entrar en la manía y hasta en el tic. No es calificable de estilo el hábito pueril de un Vargas Vila, dispensador de mayúsculas y recortador de renglones, o el odio ingenuo de ciertos decadentes franceses hacia la puntuación. Apartándose de lo particular se deja el estilo para descender a los estratos íntimos, donde reinan únicos los colosos de la talla de Shakespeare o de Montaigne. Por desgracia no poseemos un término propio para designar el don divino de conmover directamente la médula de nuestra organización emocional. Genio es denominación muy extensa. La mayor parte de los genios manifiestan un estilo inconfundible (Víctor Hugo, Quevedo), y los hay amanerados y hasta maniáticos (D'Annunzio en la Cittá Morta, Verlaine).

Son aquí oportunas las siguientes observaciones. La manera es copiable. Toda regla retórica conduce a la manera. Imitar un estilo no equivale a transplantarlo; muere en el camino y su cadáver es una manera. La muchedumbre de estafadores literarios aprovecha los vetustos guardarropas para disfrazar su vergonzosa desnudez, pero agrada intensamente ver que su parasitismo no es bastante ingenioso para disimular las costuras. Otros imaginan en seco algo extraordinario. Necesitan épater le bourgeois, y levantan a guisa de estandarte su espantajo, terror de los inocentes pájaros del cielo. Son como aquel enrevesado pedante de quien declaró excelentemente D'Alembert que si hablara en buen francés nadie le haría caso. M. Abalat publica actualmente en París una serie de libros sobre el medio de hacerse un estilo. El mejor mérito de M. Abalat consiste en haber proporcionado al encantador y penetrante Remy de Gourmont la ocasión de reírse de sus recetas. Realmente la manera se hace y con el estilo se nace. La corrección aprendida en el papel es un amaneramiento más. Vayamos a la raíz de la cuestión. ¿Por qué la manera, semejante en esto a la idea pura, se transfiere fácilmente de un cerebro a otro cerebro? Noto, desde luego, que la manera puede ser natural, que existen amaneramientos inspirados al igual de las metáforas sublimes de un Heine. Surgen en los estratos epidérmicos del artista grupos de emociones de corto radio, los que, si coinciden con oleaje de fondo, atraen fuertemente las facultades de ejecución. Merced a un espejismo, supone el artista que obtendrá emociones de parecida intensidad y alcance con sólo traducir esos grupos secundarios, y por lo común se equivoca. Sería precisa una constitución idéntica para el temperamento receptor (y quizá ni eso fuera suficiente, puesto que se quiere impresionar de fuera adentro); sería también   —245→   preciso un concurso idéntico de condiciones exteriores. El grupo secundario que se pretende hacer corresponder a grupos generales es lo que en las escuelas modernas se entiende por símbolo. El símbolo, ejemplo inmejorable de manera, se calca bien y envejece enseguida. Resulta despreciablemente cómico continuar representando la justicia por una vieja panzuda cargada de espadón y platillos, o la muerte por un esqueleto provisto de luenga guadaña. Lo que un día fue bello hoy huele mal. Después de siglos de pasarnos maquinalmente de mano en mano el fruto de oro, no advertimos aún que se ha convertido en leña roída. El arte auténtico no sucumbe tan pronto.

Los grupos secundarios envejecen enseguida; en su campo reducido el automatismo se establece rápidamente. Los planetas chicos son los que se enfrían antes. Del pueblo y de los literatos brotan constantemente mil ligeras y felices figuras que se marchitan en breve, mudándose en esas horribles y tenaces frases hechas con las que las inteligencias cobardes inundan leguas cuadradas de cuartillas. Todavía se lee que la aurora tiene los dedos de color de rosa y que los corceles corren como el viento. Esto tranquiliza al público tímido. Todavía hay quien cultiva las citas con una vanidad de fonógrafo. Los grupos secundarios se calcan bien. El mar es amorfo, pero una gota es esférica. Al hacerse diminuto, la capilaridad emocional empasta el fluido y lo vuelve manejable y moldeable. Emilio Verharen, ilustre poeta, se enamora de la palabra or, que para él es un signo, un verbo mágico, un amuleto. No ofrece dificultad emplear también la misma palabra en endecasílabos retumbantes. Lo difícil es tener la fantasía jugosa y densa, luciente como un río en la sombra, del cantor de las ciudades muertas y de las empresas fanáticamente heroicas. He descubierto la curiosa preferencia de Valle Inclán por la castiza, inquisitorial y seca palabra adusto. No ofrece dificultad colocarla con frecuencia. Lo difícil es tener la elegante invención y la diamantina gracia del autor de Sonata de Otoño. Cualquiera puede repetir los ritmos de Bécquer y los consonantes de Campoamor. Nadie repite la ironía de Campoamor, ni la desesperada ternura de Bécquer. Nos está permitido usar pelo y dientes de otro pero no arrancar un corazón vivo para metérnoslo en el pecho.

La cumbre del arte se alcanza por aquellos semidioses que no tienen manera, o las tienen todas, y que se reconocen solamente por la tiranía de una sugestión sin contornos. Empapan subterráneamente los cimientos de nuestro mundo emocional y disuelven para siempre en nuestra   —246→   sensibilidad el matiz indefinible de su genio. Son los hermanos de la inmortal naturaleza. Son infinitos y omnipresentes. En ellos están todas las palabras, todos los tonos, todos los recuerdos, todos los sueños. Son la fuente universal. Se incorporan definitivamente a la evolución del hombre y modelan a lo largo de las generaciones las almas y los pueblos. Son la patria intelectual y son tan pocos, que sobran para contarlos los dedos de una mano.




- VI -

La filosofía dinámica va desalojando a la filosofía estática. Hemos aprendido que el planeta se mueve; que el sol nos arrastra con él a lo largo de una órbita de centro ignorado; que las estrellas no son clavos de cabeza diamantina, eternamente hundidos por Dios en la bóveda celeste, sino colosales antorchas, lanzadas vertiginosamente a través del negro espacio. Lo que creímos fijo para siempre no lo es. Todo se agita en lo infinitamente grande, y todo se agita también en lo infinitamente pequeño. Los átomos imitan a los astros. Se deslizan, pasan, se precipitan. En un líquido fluyen constantemente las moléculas; en un gas bombardean a velocidades locas las paredes que lo encierran. No ha mucho salieron a luz interesantes estudios sobre la migración de las moléculas en los cuerpos sólidos. Las sustancias que nos parecen inertes, más inmóviles, el vidrio y los metales, ocultan en su macizo seno toda una vida sorda y tenaz, según la cual, durante meses y años, viajan los átomos a distancias increíbles, cambiando la estructura de la masa. Y en el corazón mismo de la materia, en el átomo, antes idéntico e indestructible, sospechamos hoy una transformación continua, una organización compleja y mudable, una vibrante gama de palpitaciones eléctricas bellas como las conflagraciones de los soles más soberbios.

En el terreno biológico igual ha sucedido. Hemos abandonado el concepto de especie inamovible para adquirir el de especie cambiante, elásticamente dócil a incontables causas de mudanzas. Y ese reciente aspecto de la realidad exterior ha de constituir una imagen de la realidad interior. Todo surge, se dobla y cae en nuestra alma. Las ideas puras más invariables, semejantes a las estrellas fijas, sin duda sufren una deformación secular que no hemos analizado todavía, y que desviará el rumbo de la lógica y de la metafísica. Los mitos más imponentes, los dioses más impasibles se desvanecen y huyen. Las emociones que sin cesar cruzan   —247→   nuestra conciencia son las partes esencialmente vivas de nuestro ser. Son las que con mayor rapidez se agolpan unas sobre otras y las principales fuentes de nuestra energía51. Son la cascada violenta, desplomándose entre los bordes de roca sometidos a movimientos geológicos más lentos. La velocidad de alteración es lo que caracteriza mejor nuestro estado de espíritu, y tal vez sea lo único. Ella produce, como en las venas líquidas, diferencias de presión que corresponden a la voluntad. En ese torbellino se sumerge la acción ordenadora del arte transfigurándose profundamente.

No se ha insistido bastante en el papel activo del lector, del espectador en la obra de arte. Nuestra alma es un conjunto de fuerzas que trabajan. Es un organismo en perpetuo cambio y marcha. ¿Qué fuerza nueva se añade a este conjunto por la simple vista de una hoja impresa, de una estatua o de un cuadro, por el suave susurro de una cuerda de violín? ¿Qué mayor impulso se suma a esa marcha? Para el biólogo perdemos en puridad potencia en lugar de ganarla por el solo hecho de la atención intensa y prolongada que gasta químicamente el cerebro. Spencer funda una estética en la economía de los recursos cerebrales durante la percepción artística (Philosophy of Style, Essay). Pero aquí es más ingenioso Spencer que penetrante. Por el contrario, las creaciones del genio nos exaltan al tiempo que nos fatigan. Distribuyen y asocian nuestras emociones dispersas, disciplinándonos para elevarnos. Nos mortifican para bañarnos de un entusiasmo divino. La impresión capital del verdadero arte es un aumento, una fortificación del yo. No es la personalidad del artista la que se nos impone, sino la nuestra la que se nutre de la suya. Nos sentimos más originales, más remozados. Sabemos que el arte nos da más salud y más audacia, que nos perfecciona, no moralmente en el sentido estrecho de la palabra, sino en calidad de seres vivos, engendrados por pasiones y padres de pasiones. El cansancio es cosa secundaria. A través de él, como los mártires a través del tormento corporal, gozamos de esa consolación interior de que hablan todos los místicos.

Nos consuela la evidencia íntima de que tal dignificación y vivificación es toda nuestra, de que el artista nos revela nuestro mundo interno, de que nada crea, de que solamente nos descubre a nosotros mismos. Es el   —248→   espejo y el eco; es el reactivo que hace aparecer en la blanca superficie del papel los caracteres trazados con tinta invisible. Nos reengendra sin quitarnos nuestra personalidad, y por eso nos volvemos hacia él con agradecimiento y santo orgullo. La grandiosa construcción del genio existía en nosotros de antemano; la sinfonía de sus emociones cantaba ya en el fondo de nuestra sensibilidad. No la oíamos; estaba hecha de débiles murmullos. El poeta vino a traer a nuestra conciencia un religioso silencio que nos dejara escucharla. Lo absolutamente nuevo es inaccesible. Conocer es recordar y sentir, tornar a sentir. He aquí por qué cada hombre toma únicamente lo suyo en la obra de arte, y los gustos son tan distintos y numerosos como las personas.

He aquí por qué el incomparablemente melancólico Quijote arranca al vulgo una risa grosera. El más puro cristal volverá al estúpido la imagen de su estupidez y todos seguimos en un poema, no una ficción, sino una historia y no una historia cualquiera, sino nuestra propia historia. ¿Cómo nos interesaría tan hondamente si así no fuese?

La mole de conexiones emocionales que los genios vuelcan sobre el universo despierta, pues, en cada individuo a que llega, una porción más o menos considerable de conexiones análogas que se dibujaban ya en él latentemente. Cada cual se reconoce a sí mismo en la obra, y al conmoverse afirma y glorifica su individualidad, armonizándola y ennobleciéndola por el poder del arte, capacitándola para brotar, merced a la infusión de savia espiritual que recibe, nuevas ramas hacia lo desconocido. Se comprende que la misión del genio es fijar y animar los gérmenes nacidos inconscientemente en la oscuridad de las mentes, fecundar las matrices sociales de donde saldrán las ideas y las emociones futuras y gestar poco a poco las concepciones venideras en lo moral. El genio, como esposo prometido, ha de acudir a tiempo, en la primavera de las naciones, en la pubertad de los siglos, porque es el supremo macho de las humanidades civilizadas. En su acción maravillosa no hay sino amor, amor hermano del que difunde y modifica sobre la tierra la forma de las razas. Por aquí el arte, según sospechábamos al principio de estos someros capítulos, se relaciona con el problema general de la evolución.





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ArribaAbajo III. Texto de análisis social

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ArribaAbajoLo que son los yerbales


ArribaAbajoLa esclavitud y el estado

Es preciso que sepa el mundo de una vez lo que pasa en los yerbales. Es preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de todo lo que puede concebir y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo, sino del Paraguay.

El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las 7 u 8.000 leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larengeira y los y a los arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de la yerba-mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato.

Los datos que voy a presentar en esta serie de artículos, destinados a ser reproducidos en los países civilizados de América y de Europa, se deben a testigos presenciales, y han sido confrontados entre sí y confirmados los unos por los otros. No he elegido lo más horrendo, sino lo más frecuente; no la excepción, sino la regla. Y a los que duden o desmientan les diré:

«Venid conmigo a los yerbales, y con vuestros ojos veréis la verdad».

No espero justicia del Estado. El Estado se apresuró a restablecer la esclavitud en el Paraguay después de la guerra. Es que entonces tenía yerbales. He aquí lo esencial del decreto del P de enero de 1871:

«El Presidente de la República, teniendo en conocimiento de que los beneficiadores de yerbas y otros ramos de la industria nacional, sufren constantemente perjuicios que les ocasionan los operarios, abandonando los establecimientos con cuentas atrasadas...

DECRETA:

«Artículo 1º.- ...».

«Art. 2º.- En todos los casos en que el peón precisase separarse de sus trabajos temporalmente deberá obtener... asentimiento por medio de una constancia firmada por el patrón o capataces del establecimiento».

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«Art. 3º.- El peón que abandone su trabajo sin este requisito, será conducido preso al establecimiento, si así lo pidiere el patrón, cargándosele en cuenta los gastos de remisión y demás que por tal estado origine».

RIVAROLA

Juan B. Gil

El mecanismo de la esclavitud es el siguiente: No se le conchaba jamás al peón sin anticiparle una cierta suma que el infeliz gasta en el acto o deja a su familia. Se firma ante el juez un contrato en el cual consta el monto del anticipo, estipulándose que el patrón será reembolsado en trabajo. Una vez arreado a la selva, el peón queda prisionero los doce o quince años que, como máximum, resistirá a las labores y a las penalidades que le aguardan. Es un esclavo que se vendió a sí mismo. Nada le salvará. Se ha calculado de tal modo el anticipo, con relación a los salarios y a los precios de los víveres y de las ropas en el yerbal, que el peón, aunque reviente, será siempre deudor de los patrones. Si trata de huir se le caza. Si no se logra traerle vivo, se le mata.

Así se hacía en tiempos de Rivarola. Así se hace hoy.

Es sabido que el Estado perdió sus yerbales. El territorio paraguayo se repartió entre los amigos del gobierno y después la Industrial se fue quedando con casi todo. El Estado llegó al extremo de regalar ciento cincuenta leguas a un personaje influyente. Fue aquella una época interesante de venta y arriendo de tierras y de compra de agrimensores y de jueces. Pero no nos importan por el momento las costumbres políticas de esta nación, sino lo referente a la esclavitud en los yerbales.

En la reglamentación del 20 de agosto de 1885 se dice:

«Art. 11. -Todo contrato entre el explotador de yerba y sus peones, para que tenga fuerza, deberá ser hecho ante la autoridad local respectiva, etcétera».

Ni una palabra especificando qué contratos son legales y cuáles no. El juez sigue poniendo su visto bueno a la esclavitud.

En 1901, al cabo de treinta años, se deroga especialmente el decreto de Rivarola. Pero el nuevo decreto es una nueva autorización, más disimulada, puesto que ya el Estado no tenía yerbales, de la esclavitud en el Paraguay. Se prohíbe al peón abandonar el trabajo, so pena de daños y perjuicios a los patrones. Ahora bien, el peón debe siempre al patrono; no le es posible pagar y legalmente se le apresa.

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El Estado tuvo y tiene sus inspectores, los cuales por lo común se enriquecieron pronto. Los inspectores van a los yerbales para:

«1.º) Reconocer toda la jurisdicción de su sección; 2.º) Fiscalizar la elaboración de yerba; 3.º) Cuidar que los industriales no destruyan las plantas de yerba; 4.º) Exigir que cada arrendatario le presente la patente del rancho arrendado, etc.».

Ninguna orden de verificar si en los yerbales se ejerce la esclavitud, y si se atormenta o fusila al obrero.

Este análisis legislativo es un poco inocente, pues aunque la esclavitud no se apoyara en la ley, se practicaría de todas maneras. En la selva está el esclavo tan desamparado como en el fondo del mar. Don R. C., en 1877, decía que la Constitución se detenía en el río Jejuy. Suponiendo que un peón sacara de su cerebro enfermo un resto de independencia, y de su cuerpo dolorido la energía necesaria para atravesar inmensos desiertos en busca de un juez, encontraría un juez comprado por la Industrial, la Matte o los latifundistas del Alto Paraná. Las autoridades locales se compran mensualmente mediante un sobresueldo, según me ratifica el señor contador de la Industrial Paraguaya.

El juez y el jefe comen, pues, en ese plato. Suelen ser simultáneamente autoridades nacionales y habilidades yerbateros. Así el señor B. A., pariente del actual presidente de la República, es jefe político de San Estanislao y habilitado de la Industrial. El señor M., pariente también del presidente, es juez en el feudo de los señores Casado y empleado de ellos. Los señores Casado explotan los quebrachales por medio de la esclavitud. Todavía se recuerda el asesinato de cinco peones quebracheros que intentaron fugarse en una barca.

Nada hay, pues, que esperar de un Estado que restablece, la con ella lucra y vende la justicia al menudeo. Ojalá me equivoque.

Y entremos ahora en el detalle de los hechos.

[EL DIARIO, 15 de junio de 1908]




ArribaAbajoEl arreo

De 15 a 20 mil esclavos de todo sexo y edad se extinguen actualmente en los yerbales del Paraguay, de la Argentina y del Brasil. Las tres   —254→   repúblicas están bajo idéntica ignominia. Son madres negreras de sus hijos.

Pero el esclavo se convierte pronto en un cadáver o en un espectro. Hay que renovar constantemente la pulpa fresca en el lugar, para que no falte el jugo. El Paraguay fue siempre gran proveedor de la carne que suda oro. Es que aquí los pobres son ya esclavos a medias. Carne estremecida por los últimos latigazos del jefe político y las últimas patadas del cuartel, carne oscura y triste ¿qué hay en ti? ¿La sombra de la tiranía y de la guerra? ¿La fatalidad de la raza? Niños enfermos, que el vicio, hembra o alcohol, consuela un instante en la noche siniestra en que habéis naufragado, ¿quién se apiadará de vosotros? ¡Dios mío! ¡Tan desdichados que ni siquiera se espantan de su propia agonía! No: esa carne es sagrada; es la que más ha sufrido sobre la tierra. La salvaremos también.

Mientras tanto, está sobre el mostrador, ofrecida al zarpazo del agente yerbatero. En el Paraguay no es necesario aguardar, como en la India, a que el hambre o la peste abarate la acemita humana. El racoteur de la Industrial examina la presa, la mide y la ata, calculando el vigor de sus músculos y el tiempo que resistirá. La engaña -cosa fácil-, la seduce. Pinta el infierno con colores de El Dorado. Ajusta el anticipo, pagadero a veces en mercadería acaparada por la empresa, estafándose así al peón antes de contratarle. Por fin el trato se cierra. El enterrador ha conquistado a su cliente.

Y todo con las formalidades de un ingreso en presidio, el juez asesora la esclavitud. Véanse los formularios impresos de la Industrial y de la Matte Larengeira. En Posadas y Villa Encarnación, importantes mercados de blancos, hay instaladas oficinas antropométricas al servicio de los empresarios, como si la selva no fuera suficiente para aniquilar toda esperanza de fuga.

¡Pero, durante algunas horas todavía, la víctima es rica y libre! Mañana el trabajo forzado, la infinita fatiga, la fiebre, el tormento, la desesperación que no acaba sino con la muerte. Hoy la fortuna, los placeres, la libertad. ¡Hoy vivir, vivir por primera y última vez! Y el niño enfermo sobre el cual va a cerrarse la verde inmensidad del bosque, donde será para siempre la más hostigada de las bestias, reparte su tesoro entre las chinas que pasan, compra por docenas frascos de perfume que tira sin vaciar, adquiere una tienda entera para dispersar a los cuatro vientos, grita, ríe, baila -¡ay, frenesí funerario!-, se abraza   —255→   con rameras tan infelices como él, se embriaga en un supremo afán de olvido, se enloquece. Alcohol asqueroso a 10 pesos el litro, hembra roída por la sífilis, he aquí la postrera sonrisa del mundo a los condenados a los yerbales.

¡Esa sonrisa, como la explotáis, bandidos! El anticipo, pagado con diez, doce, quince años de horror, después de los cuales los sobrevivientes no son más que mendigos decrépitos, ¡qué invención admirable! El anticipo es la gloria de los alcahuetes de la avaricia millonaria. Así se arrean los mártires de los gomales bolivianos y brasileños, de los ingenios del Perú. Así se arrean las muchachas del centro de Europa prostituidas en Buenos Aires. El anticipo, la deuda, es la cadena que arrastra de lupanar en lupanar, como la arrastra el peón de un habilitado a otro. ¡El anticipo! Un mozo de Cracupé es contratado por la Matte a razón de 150 pesos mensuales. Le brindan el anticipo; lo rechaza. Llevan al desgraciado a 80 leguas de Concepción, allí le dicen que del salario hay que deducir la comida a no ser que el anticipo se acepte. El mozo verifica que su labor no alcanza a saldar su miserable bodrio y por milagro consigue escapar y regresar a su pueblo. ¡El anticipo! La Industrial alegará que sus peones la deben sobre el Paraná un millón de pesos. Deducid lo que la empresa ha robado a su gente desde que la encerró, y obtendréis el precio bruto de los esclavos. Un buen esclavo cuesta hoy aproximadamente lo que antes, de trescientos a quinientos pesos.

El anticipo se cobró y se disipó. ¡Lasciate ogni speranza! Ahora, el arreo. El río: a puntapiés y rebencazos los encajan a bordo. Es el ganado de la Industrial. Centenares de seres humanos en cincuenta metros. ¡Bazofia inmunda, escorbuto, diarrea negra y a trabajar por el camino! Escuálidos adolescentes descargan el buque; suben en cuatro patas las barrancas con 80 kilos a cuestas. Hay que irse acostumbrando.

El monte: la tropa, el rebaño de peones, con sus mujeres y sus pequeños, si se permite la familia. A pie, y el yerbal está a cincuenta, a cien leguas. Los capataces van a caballo, revólver al cinto. Se les llama troperos o repuntadores. Los habilitados que se traspasan el negocio escriben: «con tantas cabezas». Es el ganado de la Industrial.

Y el ganado escasea. Es forzoso perseguir a los jóvenes paraguayos en Villa Concepción y Villarrica. Los departamentos de yerbales, Igatimí, San Estanislao, se han convertido en cementerios. Treinta años de explotación han exterminado la virilidad paraguaya entre el Tebicuary   —256→   sur y el Paraná. Tucurú-pucú ha sido despoblado ocho veces por la Industrial. Casi todos los peones que han trabajado en el Alto paraná de 1890 a 1900 han muerto. De 300 hombres sacados de Villarrica en 1900 para los yerbales de Tormenta, en el Brasil, no volvieron más que 20. Ahora se rafla por las Misiones Argentinas, Corrientes y Entre Ríos.

En el Paraguay quedan los menores de edad, y se los lleva también. Un setenta por ciento de los arreados al Alto Paraná son menores. De 1903 a la fecha (1908) han sido unos dos mil, de Villa Encarnación y de Posadas; 1.700 eran paraguayos. Restan unos 700, de los cuales apenas unos 50 sanos. Naturalmente, ninguno, pues, se opone a semejantes infamias. Ésta es la feroz verdad: tenemos que defender a nuestros niños de las garras usureras que están descuartizando al país.

[EL DIARIO, 17 de junio de 1908]




ArribaAbajoEl yugo en la selva

No siempre se arrea la peonada mediante contrato previo. A veces los racoteurs preparan noticias de reclutamiento o de revolución, y ofrecen al cándido campesino un refugio en los yerbales. Tales ocasiones de adquirir gratis la hacienda humana se facilitan si el empresario, entendiéndose con las altas autoridades del país, dispone de la fuerza pública, no sólo para asegurar fraudes y contrabandos, sino para organizar razzias que arreen a los que quieren venir, y cacerías que cobren a los que quieren marcharse. Recientemente la Matte Larangeira hizo un pacto de esta naturaleza con Bentos Xavier, al cual adelantó fondos para que derrocara en Mato Grosso a un gobernador poco complaciente.

Sea por un sistema, sea por el otro, el peón cayó en la selva. Tiene mil probabilidades contra una de no salir. Antes había la suspensión de labores desde fin de agosto hasta diciembre. Se licenciaba al personal añadiendo el eslabón de un nuevo anticipo a la antigua cadena. Pero la Matte suprimió esa semi-libertad de dos o tres meses. Era un gasto inútil; ¡con el anticipo primitivo basta y sobra! La Industrial imita a la Matte; el año pasado no suspendió la zafra. Se puede afirmar al pie de la letra que el obrero no volverá de la selva hasta que haya sudado toda   —257→   su sangre y lo despidan por usado, convertido no en un viejo sino en la sombra de un viejo, si es que no lo fusilaron por desertor, no le encontraron muerto una mañana y arrojaron al río su cadáver.

¡La selva! Extraen de ella enormes fortunas los negreros enlevitados que se pasean por las calles de Asunción, de Buenos Aires o Río, y no llega a ella una ráfaga espiritual, un eco de la cultura, un consuelo de la sociedad no perdida. En las 5.000 leguas del Alto Paraná no hay más que un juez comprado por la Industrial y un maestro de escuela, el de Tucurúpucú. ¡Jurad sin miedo que al maestro no le subvencionan! En esas 5.000 leguas no hay un boticario ni un médico. Si los médicos manejaran el látigo o el fusil, ¡los habría! Dos tipos de extrema degeneración: el esclavo, pobre bestia asustada, y el habilitado, bestia feroz, proxeneta de la avaricia urbana; he aquí todo lo que la humanidad ha dejado en la selva. ¡Qué importa!, esos dos tipos son suficientes a constituir nuestra civilización legal: suministran el oro.

¡La selva! La milenaria capa de humus, bañada en la transpiración acre de la tierra; el monstruo inextricable, inmóvil, hecho de millones de plantas atadas en un solo nudo infinito; la húmeda soledad donde acecha la muerte y donde el horror gotea como en las grutas... ¡La selva! La rama serpiente y la elástica zarpa y el devorar silencioso de los insectos invisibles... Vosotros, los que os apagáis en un calabozo, no envidiéis al prisionero de la selva. A vosotros os es posible todavía acostaros en un rincón para esperar el fin. A él, no, porque su lecho es de espinas ponzoñosas; mandíbulas innumerables y minúsculas, engendradas por una fermentación infatigable, le disecarán vivo si no marcha. A vosotros os separa de la libertad un muro solamente. A él le separa la inmensa distancia, los muros de un laberinto que no se acaba nunca. Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un perpetuo vagabundo de su propia cárcel. ¡Tiene que caminar sin reposo, y el camino es una lucha: tiene que avanzar a sablazos, y la senda que abre con el machete torna a cerrarse detrás de él como una estela en la mar!

Así trabaja hozando en el bosque sus galerías de topo, tendidas de picada a picada, agujeros en fondo de saco por donde busca y trae la yerba. Desgaja, carga y acarrea el ramaje al fogón. Se arrastra penosamente bajo el peso que le abruma. A eso se reduce la estúpida faena del yerbal, a la de una acémila que hocicara ante su sendero de retorno. El paraje se llama mina, y el peón, minero. La Cámara de Apelación paraguaya ha opinado que el yerbal es una mina. Esta designación   —258→   terrible es más elocuente que todo. Sí: hay minas al aire y a la luz del sol. El hombre desaparece, sepultado bajo la codicia del hombre.

El minero desgaja y acarrea de día. De noche -¡porque se pena de día y de noche en el yerbal!- alcanza el fogón, verea el ramaje, es decir, lo tuesta en la llama, abrasándose las manos; deshoja la rama destrozándose los dedos; pisa la hoja en el raido, sujetando con tiras de cuero la mole, que llevará a cuestas hasta el romanaje donde será pesada...

¿Sabéis cuánta hoja exigen al minero diariamente la Matte Larangeira y la Industrial Paraguaya? ¡Ocho arrobas como mínimum! Ocho arrobas al hombro, traídas de una legua, de legua y media por la picada! Cuando el minero suelta el raido, nadie se acerca al desgraciado, que por lo común se desploma al suelo. Los capataces le respetan en ese instante. Una desesperación sin nombre se apodera de él, y sería capaz de asesinar. La lástima es que jamás lo haga, que jamás ejecute a sus verdugos.

Ahora, el barbacuá, el horno rudimentario en que se cuece la hoja. Allá en lo alto, sobre la boca fulgurante, el urú encaramado, respirando fuego, vigila la quemazón. ¡Cuántas veces ha caído desmayado y lo han reanimado a puntapiés! El trabajo más cruel es quizá el acarreo de leña al barbacuá, 70 u 80 kilos de troncos gruesos, bajo los cuales, en el calvario de una larga caminata a través de la selva, la espalda desnuda sangra. ¡Sí; la carne cruje desnuda en el yerbal, porque allí son muy caras las camisas!

Sumad el ejército de los mensualeros, atacadores de mboroviré, troperos de carreta, picadores, boyeros, expedicionarios desprovistos de lo más preciso, obligados a cruzar desiertos y pantanos interminables; chateros a quienes se paga por viaje de un mes y que regresan, entorpecidos por las sequías, después de tres o cuatro meses de combate aguas arriba, con el pecho tumefacto por el botador; sumadlo todo, y obtendréis la turba maldita de los yerbales, jadeante catorce, dieciséis horas diarias, para la cual no hay domingo ni otra fiesta que el Viernes Santo, recuerdo del martirio de Jesús, padre de los que sufren...

Y esa gente ¿qué come? ¿De qué manera se trata? ¿Qué salario se le abona y qué ganancia produce a los habilitados y a la empresa?

Contestar a esto es revelar una serie de crímenes... Hagámoslo.

[EL DIARIO, 20 de junio de 1908]



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ArribaAbajoDegeneración

Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas. Se ha visto a mineros llorar con el raido a cuestas. Otros, impotentes para el suicidio, sueñan con la evasión, pensad que muchos de ellos apenas son adolescentes.

Su salario es ilusorio. Los criminales pueden ganar dinero en algunos presidios. Ellos, no. Tienen que comprar a la empresa lo que comen y los trapos que se visten. En otro artículo daré a conocer los precios. Son tan exorbitantes que el peón, aunque se mate trabajando, no tiene probabilidad de saldar su deuda. Cada año la esclavitud y la miseria se afirman más irremediablemente en una maldición sola. El 90% de los peones del Alto Paraná son explotados sin otra remuneración que la comida. Su suerte es idéntica a la de los esclavos de hace dos siglos.

¡Y qué comida! Por lo común se reduce al yopará, mezcla de maíz, porotos, charque (carne vieja) y sebo. Yopará por la mañana y por la noche, toda la semana, todo el mes, todo el año. Alimento tan ruin y tan exclusivo bastaría por sí a dañar profundamente el organismo más robusto. Pero además se trata, sobre todo en el Alto Paraná, donde los horrores que cuento llegan a lo inaudito, de alimentos medio podridos. El charque, elaborados en el sur paraguayo, contiene tierra y gusanos. El maíz y los porotos son de la peor calidad y transportados a largas distancias se acaban por corromper. Esta es la mercadería reservada especialmente a la gleba de los yerbales, y pasada de contrabando de una república a otra por los honorables bandoleros de la alta banca. Así se come en la mina; ninguna labradora civilizada consentirá en cebar con semejante bazofia a sus puercos.

La habitación del obrero del yerbal es un toldito para muchos, cubierto de rama de pindó. Vivir allí es vivir a la intemperie; se duerme en el suelo, sobre plantas muertas. Como hacen los animales. La lluvia lo empapa todo. El vaho mortífero de la selva penetra hasta los huesos.

Al hambre y a la fatiga se añade la enfermedad. Esta horda de alcohólicos y de sifilíticos tiembla continuamente de fiebre. Es el chucho de los trópicos. La tercera parte se vuelve tísicos bajo la carga de mulo que les echan encima.

¡Ay!, ¿y las delicias menudas? El yarará, víbora rapidísima y mortal; las escolopendras y los alacranes que caen del techo; el cuí, pique   —260→   imperceptible que abraza la epidermis; el yatehi pytá, garrapata colorada que produce llagas incurables; la ura de los yerbales, mosca grande y velluda, cuyos huevos, abandonados sobre las ropas, se desarrollan en el sudor y crían bajo la piel vermes enormes que devoran el músculo; la legión terrible de los mosquitos, desde el ñatihú,cbayú al mbarigüi y al mbigüi microscópico que se levanta en nubes de los charcos y provoca accesos de locura en los infelices privados hasta del leve bálsamo del sueño... Comprenderéis que el mosquitero es demasiado caro para el esclavo de los yerbales; es el negrero financista de la capital el que lo usa.

El peón yerbatero, ¿con qué intentará consolar sus dolores? ¿La mujer...? En las zonas del norte la Industrial no la permite. En las del sur, sí. Por un lado le conviene tener nuevas bocas a quienes vender el hediondo engrudo del yopará. Por el otro lado le fastidia que el trabajador se distraiga. En unos sitios es negocio traer hembras; en otros, no. Las gallinas se prohíben siempre. Pretexto: causan trastornos en las mudanzas de los barbacuás. Motivo real: evitar a toda costa que el siervo goce de propiedad alguna.

El 90% de las mujeres de la mina son prostitutas profesionales; a pesar del hambre, de la fatiga, de la enfermedad y de la prostitución misma, estas infelices paren, como paren las bestias en sus cubiles. Niños desnudos, flacos, arrugados antes de haber aprendido a tenerse en pie, extenuados por la disentería, hormiguean en el lodo, larvas del infierno a que vivos aún fueron condenados. Un 10% alcanza la virilidad. La degeneración más espantosa abate a los peones, a sus mujeres y a sus pequeños. El yerbal extermina una generación en quince años. A los 40 años de edad el hombre se ha convertido en un mísero despojo de la avaricia ajena. Ha dejado en él la lona de su carne. Caduco, embrutecido hasta el extremo de no recordar quiénes fueron sus padres, es lo que se llama un peón viejo. Su rostro fue una lívida máscara, luego tomó el color de la tierra, por último el de la ceniza. Es un muerto que anda. Es un ex empleado de la industrial.

Su hijo no necesita ir a los yerbales para adquirir los estigmas de la degeneración. La descendencia se extingue prontamente. Se ha hecho algo más con el obrero que sorberle la médula: se le ha castrado.

Pero el peón viejo es una rareza. Se suele morir en la mina sin hacerse viejo. Un día el capataz encuentra acostada a su víctima habitual. Se empeña en alzarla a palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el moribundo se queda solo. Está en la   —261→   selva. Es el empleado de la Industrial, devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje. ¡Grita, miserable! Nadie te oirá. Para ti no hay socorro. Expirarás sin una mano que apriete la tuya, sin un testigo. ¡Solo, solo, solo! Los reos tienen asistencia médica, y antes de subir al patíbulo se les ofrece un vaso de vino y un cura. Tú no eres ¡ay!, un criminal; no eres más que un obrero. Expirarás en la soledad de la selva como una alimaña herida.

Desde la guerra, 30 ó 40 mil paraguayos han sido beneficiados y aniquilados así en los yerbales de las tres naciones. En cuanto a los que actualmente sufren el yugo, muchos de ellos menores, según expliqué, un dato será suficiente a pintar su estado. Son muy inferiores a los indios en inteligencia, energía, sentimientos de dignidad y en cualquier aspecto que se les considere. He aquí lo que las empresas yerbateras han hecho de la raza blanca.

Entremos ahora en lo monstruoso: el tormento y el asesinato.

[EL DIARIO, 23 de junio de 1908]




ArribaAbajoTormento y asesinato

«Aquí no hay más Dios que yo», dice al nuevo peón una vez por todas el capataz. Y si no bastara el rebenque para demostrarlo, lo demostraría el revólver del mayordomo. En el yerbal no se habla, se pega.

Cuando en plena capital la policía tortura a los presos por «amor al arte», ¿creéis posible que no se torture al esclavo en la selva, donde no hay otro testigo que la naturaleza idiota, y donde las autoridades nacionales ofician de verdugo, puestas como están al servicio de la codicia más vil y más desenfrenada?

¡Camina, trajina, suda y sangra, carne maldita! ¿Qué importa que caigas extenuada y mueras como la vieja res a orilla del pantano? Eres barata y se te encuentra en todas partes. ¡Ay de ti si te rebelas, si te yergues en un espasmo de protesta! ¡Ay del asno que se olvida un momento de ser un asno!

Entonces, al hambre, a la fatiga, a la fiebre, al mortal desaliento se añadirá el azote, la tortura con su complicado y siniestro material. Conocíais la inquisición política y la inquisición religiosa. Conoced ahora la más infame, la inquisición del oro.

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¿A qué mencionar los gritos y el cepo? Son clásicos en el paraguay, y no sé por qué no constituyen el emblema de la justicia, en vez de la inepta matrona de la espada de cartón y de la balanza falsa. En Yaguatirica se admira el célebre cepo de la empresa M. S. Un cepo menos costoso es el de lazo. También se usa mucho estirar a los peones, es decir atarles de los cuatro miembros muy abiertos. O bien se les cuelga de los pies a un árbol. El estaqueamiento es interesante: consiste en amarrar a la víctima de los tobillos y de las muñecas a cuatro estacas, con correas de cuero crudo, al sol. El cuero se encoge y corta el músculo; el cuerpo se descoyunta. Se ha llegado a estaquear a los peones sobre tacurús (nidos de termite blanca) a los que se ha prendido fuego.

¡Pluma mía, no tiembles, clávate hasta el mango! Pero los miserables que ejecuto no tienen sangre en las venas, sino pus, y el cirujano se llena de inmundicia.

Raro es que intente un peón escaparse. Esto exige una energía que están muy lejos de tener los degenerados del yerbal. Si el caso ocurre, los habilitados arman comisiones en las compañías (soldados de la nación) y cazan al fugitivo. Unos habilitados avisan a otros. La consigna es: «traerlo vivo o muerto».

¡Ah! ¡La alegre cacería humana en la selva! ¡Los chasques llevados a órdenes a los puestos vecinos!

«Anoche se me fugaron dos. Si salen por estos rumbos, métanle bala» (textual). El año pasado, en las Misiones Argentinas, asesinaron a siete obreros, uno de los cuales era un niño. En Punta Porá, cuando la comisaría da por fugado a un trabajador, «fugado» significa «degollado». Hace dos meses, el patrón D. C., habilitado de la Matte Larangeira, el cual había comprado la querida de un peón por 600 pesos, tuvo el disgusto de saber la huida de la hembra con su antiguo amante y un hermano de éste. D. C. los persiguió con gente armada de wínchester, y uno de los peones murió enseguida; el otro fue rematado a cuchillo. Se suele hacer fuego sin voz de alto. Las empresas sacrifican no solamente a los peones, sino a los demás ciudadanos que no las hacen el gusto. La Industrial Paraguaya, famosa en Tacurú-pucú por sus atrocidades, expulsó recientemente a las familias del pueblo para apoderarse de las expendedurías de caña, y habiéndose opuesto al señor E. R. lo hizo matar a la puerta de la habitación por la policía.

Todos estos crímenes quedan impunes. Ningún juez se ocupa de ellos, y si se ocupara sería igual. ¡Está comprado!

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Espanta pensar en los asesinatos que la selva oculta. Las picadas están sembradas de cruces, la mitad de las cuales señala el sitio donde ha sucumbido un menor de edad. Muchas de esas cruces anónimas recuerdan una cacería terminada por un fusilamiento.

Y a pesar de las mil probabilidades contra una que el desertor (tal es la designación consagrada por el uso) tiene de perecer, el sueño del mártir de los yerbales es evadirse, ganar la frontera o los campos, la región libre que centellea a cincuenta, a cine, a ciento cincuenta leguas de distancia... Leguas de monte cerrado, de esteros, leguas que hay que cruzar desnudo, débil y trémulo, como una rata que los perros rastrean... El esclavo no duerme; agita sus pobres huesos sobre el ramaje sórdido que le sirve de cama, y agita las esperanzas locas en su cerebro dolorido. El silencio de la noche le invita. El poder formidable del oro que él mismo ha arrancado a la tierra le detiene. La empresa ha recobrado a desertores que después de cuatro años o cinco de ausencia se creían salvados. La Empresa es más fuerte que todo. ¿Para qué ir a la muerte? Mejor desfallecer poco a poco, perder gota a gota la savia de la vida, renunciar a ver ya nunca el valle en que se ha nacido... Al día siguiente el esclavo irá a la faena, y ofrecerá al empresario las ocho arrobas reglamentarias. ¡Ay,! para pretender huir de los yerbales es preciso ser un héroe o no estar en el sano juicio.

De este modo la opulenta canalla que triunfa en nuestros salones extermina bajo el yugo por millares a los paraguayos o los fusilan como a chacales del desierto, si buscan la libertad. Las generaciones de esclavos duran poco, pero los negreros se conservan bien. Es a los de arriba a quien acuso. Son ellos los verdaderos asesinos, y no los habilitados ni los capataces. Los responsables son los jefes de la banda, porque son los que menos riesgos corren y los que más lucran con el crimen.

Y he aquí lo queme falta: detallar el botín de la esclavitud, y mostrar entre quién y cómo se reparte.

[EL DIARIO, 25 de junio de 1908]



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ArribaAbajoEl botín

Sea nuestro ejemplo típico la Industrial Paraguaya.

Empezó con 400.000 pesos.

¿Quién no sabe las combinaciones de la Industrial para apoderarse de las tierras, los yerbales convertidos en campos y los campos convertidos en yerbales, los montes y los ríos desapareciendo del mapa y surgiendo a cien leguas de donde tenían que estar, los remates y las ventas, no de terrenos sino de agrimensores y de jueces? A mi vista está un plano del departamento de Villa Concepción, documento curioso en que se marca el escamoteo de doce leguas de yerbales por medio de rectificaciones de mensura en propiedades anteriores, a fin de reclamar la compensación de un nuevo yerbal de doce leguas que se trataba de pescar sin desembolsar un centavo. Y la estafa se hizo, y mil como ella. Pero lo terrible es que el Estado, que no supo defender el territorio, ni sabe hoy siquiera que la Empresa contrabandea a la Argentina millones y millones de arrobas, no supo ni sabe proteger la carne inocente de los ciudadanos. Y la Industrial lleva anualmente la cantidad de víctimas que necesita para llevar a cabo una de las más abyectas explotaciones del mundo moderno.

He aquí el cuadro de los salarios medios que paga actualmente la Industrial en moneda paraguaya. Las cifras son aproximadamente las mismas en las demás empresas. Los yerbateros forman hoy un trust invencible y fijan los precios que quieren. No hay competencia que alivie la suerte del esclavo.

Mineros: por arroba0.60
Barbacuá por arroba0.20
Atacadores y maquinistas por mes 45.00
Capataces por mes120.00
Troperos por mes70.00
Picadores por mes55.00
Boyeros por mes 60.00
Chateros, por viaje (1 a 3 meses)90.00
Mensualeros varios a30.00

Estos infelices tienen que comprar casi siempre en la empresa el inmundo alimento que comen, y siempre los andrajos de que se visten. ¡Y a qué precios!

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Piltrafas con huesos cuestan lo que la carne sin huesos en La Asunción. Una libra de sebo cuesta peso y medio. Una libra de harina de cuarta clase, dos pesos. El maíz ha llegado a dos pesos la libra. La ropa es un escándalo. El metro de bayeta de lo peor, quince pesos; vale dos. Un pantalón de brin de lo peor, veinte pesos; vale cuatro. Una camisa de lo peor, quince pesos; vale tres. Un sombrero de lo peor, sesenta pesos; vale doce. Un poncho (ideal del paraguayo), doscientos pesos; vale sesenta. Una caja de fósforos, un peso.

Tomemos el mejor de los casos: el de un minero guapo, que acarrea trescientas arrobas por mes. Ganará ciento ochenta pesos. Quitad lo que gasta en nutrirse malamente y en cubrir su desnudez, ¿y qué le queda?, treinta o cuarenta pesos a lo sumo, con lo que tardará años y más años en saldar el anticipo de un mil a dos mil pesos con que se ha encadenado. La suerte de los demás peones es incomparablemente peor. Muchos se reducen a alimentarse de agua, porotos y sal con esperanza de salvarse algún día. ¡Vana esperanza!

Notad que los salarios no han crecido mucho de quince años a esta parte, en tanto que el oro alcanza a 1.500. ¡Naturalmente! La Industrial embolsa en oro sus ganancias y cubre sus gastos en papel. Les conviene a ella y a las demás empresas exportadoras que el oro suba. Se han puesto de acuerdo con los usureros, y el oro sube, y subirá hasta donde le plazca a esa partida de bandidos que nadie tiene el valor de meter en la cárcel.

Un cálculo sencillo, si se recuerda el número de bolsas que un atador despacha diariamente y las que transporta a una distancia media de 30 leguas una carreta o una chata, con el valor común del envase, de un precio máximo de 2.50 pesos para la arroba de yerba lista a ser exportada.

Y todavía este precio de costo es nominal. La empresa paga los salarios en mercadería, robando un 300 por ciento. (Mercadería de contrabando en el Alto Paraná). No son estos negocios los de menos importancia a los ojos de la Industrial, que lanzó de sus casas a los vecinos de tucurú-pucú para vender caña ella sola. Ahora la destila, la vende a 10 pesos el litro, y la revende al peonaje por medio de rameras que cobran tres pesos la pulgada de alcohol. El obrero saca a crédito una camisa, la empeña y se la bebe, a cambio de unos minutos de olvido. ¡La Industrial ocupa todos los mostradores!

Hay más. La Industrial usa de dos arrobas diferentes, una de 11   —266→   kilos y medio para el peón y otra de 10 kilos para ella. Si el minero trae al barbacuá 8 arrobas y 19 libras, no se le pagan las libras, y ¡ay de él si no trae las 8 arrobas!

Conocéis al patrón negrero, al patrón torturador, al patrón asesino. Éste es el patrón ratero. Aquí es donde revela el fondo de su alma.

Admitimos, pues, con precio de costo de la arroba 2 pesos.

La empresa vende a 30.

Entre la cifra 2 y la cifra 30, introducid la cuña feroz de los habilitados sucesivos, y ¡amartillad la máquina! Debajo está el peón.

El último habilitado compra por 2 y vende por 4, el siguiente compra por 3 y vende por 7... La empresa compra por 7 y vende por 30. Así se reparte el botín de la esclavitud. No extrañemos, pues, que los habilitados se enriquezcan y que la Industrial recoja 5 millones anualmente y extraiga un 44 por 100 de utilidad.

Los directores de la Industrial son profundos financistas. Han saqueado la tierra y han exterminado la raza.

No han construido un camino.

¿Para qué? ¡44 por ciento de utilidad! Todo está dicho.

Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos, y homicidas a los administradores de la Industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbales. Yo maldigo su dinero manchado en sangre.

Y yo les anuncio que no deshonrarán mucho tiempo más este desgraciado país.

[EL DIARIO, 27 de junio de 1908]





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ArribaAbajoLa cuestión social

Vengo leyendo desde hace meses los artículos que dedica a la cuestión social en El Economista Paraguayo, su director, Rodolfo Ritter. Alabar a los amigos me repugna un poco; me hace el efecto de alabarme a mí mismo; pero, ¿por qué no he de reconocer la verdad, sobre todo cuando se trata de una persona cuyas ideas no acepto? Ritter es de lo mejor que puede ofrecer el Paraguay intelectual de hoy. Los profesores de gramática del colegio nacional imputarán al doctor Ritter incorrecciones muy naturales en quien no maneja su propio idioma; nosotros, en cambio, nos felicitamos de que posea cuatro o cinco lenguas y nos ponga en contacto con las literaturas respectivas, aunque sea a trueque de que no domine todos los secretos del le, del lo, y del hubiera, habría y hubiese habido. Lo frecuente, y lo triste, es cometer galicismos sin saber francés. Digo que estamos en presencia de un talento claro, flexible, extenso, que asimila con fácil rapidez cuanto percibe y expresa con lúcida elegancia lo que ha asimilado ya. No penséis que la erudición de Ritter se reduce a economía política. Le hallaréis bien informado en historia, en filosofía, hasta en física, en biología y en arte. Está al tanto del movimiento científico contemporáneo. Espíritu ilustrado en el sentido más vasto de la palabra, su gran cultura, su perspicacia, su honradez mental hacen de él un crítico; su trato simpático y su elocuencia hacen de él un maestro. La juventud asunceña usufructuará en él un magnífico texto de consulta: «Amadle, aprovechadle, hojeadle», exclamo en voz alta. Y en voz baja, añado: «no le sigáis». Porque Ritter, que lo tiene todo, no tiene la fe.

Hagamos nosotros, que tenemos la fe, algunas observaciones al trabajo del doctor Ritter.


- I -

El pasado


Nuestro autor empieza advirtiéndonos que la cuestión social es insoluble. ¿Debemos, pues, considerarla como la cuadratura del círculo o el perpetuum mobile, un problema planteado por la imbecilidad humana, en el cual, ya que no guarismos y figuras, se han gastado vanamente infinitas teorías utópicas, frases subversivas y conspiraciones rabiosas? Ritter habría evitado que sacásemos tal consecuencia, si nos hubiera dicho, no que la cuestión social es insoluble, sino que se está   —268→   resolviendo desde los comienzos de la civilización. Pero no parece partidario de esa continuidad histórica; su primer cuidado es romperla. «Toda la historia de Roma, declara, refleja luchas de clases, pero jamás han abandonado el terreno de las aspiraciones y reivindicaciones individuales... No encontramos ninguna tendencia contraria a la propiedad individual... ni la menor contra el principio de la propiedad individual... etc., etc.». Los profetas hebraicos «no aspiraban a la supresión de la propiedad individual, sino a sus excesos... Nos parece pueril buscar en los Evangelios, como se ha hecho tan a menudo, sea la condenación, sea la justificación del principio de propiedad... En toda doctrina de Cristo y de los apóstoles no encontramos el menor rastro de una tendencia hostil a la propiedad». Las comunidades cristianas fueron extrañas a nuestro comunismo; «en ningún momento ese comunismo abandonaba la suposición de la propiedad individual». La vida monástica de la edad media «no tiene casi ninguna relación con las condiciones de la vida moderna, ni siquiera con los principios de los reformadores sociales actuales...». Luego nuestra época está aislada de las anteriores; nuestros conflictos, nuestras angustias, nuestras esperanzas no tienen pasado; Babeuf y Owen han crecido por generación espontánea; Marx y Kropotkin han caído de la luna...

¿Por qué, entonces, nos conmueve la voz de Isaías: «el que construya una casa la habitará; el que plante un árbol comerá su fruto»? Este beduino no habla con la precisión de Engels, pero le entendemos muy bien. Entendemos a Epicuro cuando se entretiene en probar a los griegos que un esclavo es un hombre. ¿Tanta distancia hay del «dadlo todo» de Jesús al «todo es de todos» de los modernos agitadores? San Pablo dijo: «el que no trabaja que no coma», y lo repiten hoy los trabajadores hambrientos a todos los que comen sin trabajar. «Tuyo y mío... ¡qué palabras de hielo!», clama el Crisóstomo, y añade: «el rico es un salteador». «La propiedad es un robo», contesta diecisiete siglos más tarde el eco de Proudhon. Y el famoso apóstrofe de Tiberio Graco a los patricios, ¿no es de actualidad, no es propio de un Hervé? Oíd: «Las bestias feroces que discurren por los bosques de Italia tiene cada una su guarida y su cueva, en tanto que quienes pelean y mueren por la Italia carecen de techos y de hogares; andan errantes por los campos, con sus mujeres y sus hijos; y sus caudillos no dicen la verdad cuando en los campos de batalla les exhortan a combatir contra sus enemigos, por su patria, sus aras y los sepulcros de sus mayores, porque, de un gran número de romanos,   —269→   ninguno tiene aras ni sepulcros de sus mayores, sino que por la riqueza y el regalo ajenos combaten y mueren y cuando se les dice señores de toda la tierra, no tienen ni un pedazo que sea de su propiedad». ¿a qué seguir? El doctor Ritter, con una imparcialidad digna de elogio, nos presenta una larga serie de ejemplos por el estilo, debidos a filósofos, a moralistas y a la agudeza popular de todos los tiempos, y, mal que le pese, no consigue sino convencemos de la solidaridad histórica de los miserables.

Siempre, lo mismo ahora que hace seis mil años, hubo una minoría que ha vivido del trabajo y del sufrimiento ajenos. Siempre hubo una vasta multitud de infelices que para el grupo de propietarios armados no eran más que máquinas. Hegel lo ha dicho admirablemente: «La cuestión esencial de toda tiranía, política o económica, es que ésta obliga a tratar como instrumentos inertes a los hombres, los cuales, sean los que fueren, jamás piensan en descender al nivel de máquinas materiales». Profetas contra fariseos, plebeyos contra patricios, esclavos contra libres, siervos y pequeños burgueses contra señores feudales, artesanos y manufactureros contra patronos, es la eterna rebelión de los que no soportan ser tratados como máquinas, de los que prefieren la negación de su ser físico a la de su ser consciente, y sucumbir a degradarse. Por eso la historia de la humanidad no es sino la epopeya única de la conquista de la vida y la emancipación del trabajo. En todo instante el orden social fue observado y demostrado inicuo por los pensadores. Si el aspecto concreto de lo inicuo es la propiedad legal, su aspecto psicológico es la avaricia impune, la avaricia alentada, honrada, erigida en gloria y en virtud. Donde se establece la propiedad se establece la lenta y cobarde tortura de los desposeídos.

Cuando el jefe salvaje se hizo propietario de los rebaños del enemigo y de campos más fértiles, sustituyó el canibalismo por la esclavitud; cuando los judíos concluyeron de vagar por el desierto y reposando en la tierra de Canaán se hicieron propietarios, aparecieron la servidumbre, la miseria y estallaron las maldiciones de los iluminados; cuando el cristianismo llegó al poder, desapareció la pureza de las primeras comunidades; los grandes santos, con el ascto en el alma, huyeron a los páramos y a las selvas; el catolicismo, al hacerse propietario, se volvió usurero y verdugo. No seamos formalistas al punto de discutirla sublime unidad de nuestras luchas, sólo por no haberse, en tal o cual período, negado de una manera explícita el concepto jurídico de la propiedad y sus excesos. Miremos más alto, más hondo; no tengamos miedo de hacer la   —270→   realidad demasiado amplia. El principio de propiedad no puede ser justo; el exceso de lo justo no puede ser injusto. La propiedad es una forma de parasitismo; desarrollada o en germen es un veneno que nos debilita, que nos enferma, que nos hará perecer si no lo eliminamos. ¿Qué médico sería el que se conformara con los bacilos de Koch, y se limitara a corregir los excesos de la tuberculosis? Es el sistema de Roosevelt, de los millonarios filántropos -¡tan filántropos y sobre todo tan millonarios!-; el sistema de inextinguible «raza de víboras», servir a dos amos, podar hipócritamente las ramas del árbol del mal mientras en siglo se abona y se riega su infame raíz. Mas, ¿qué importa? No se ataca, no se circunviene, no se conmina la obra de la propiedad sin herirla en su centro mismo. Espartaco intenta traer por la violencia el «reino de Dios» a este mundo -es decir, una mejor distribución de la riqueza-; Jesús intenta traerlo por la dulzura a los espíritus: «mi reino no es de este mundo», es decir, del mundo de hoy, pero sí del de mañana. ¿qué es lo espiritual, qué es el cielo, sino la imagen del porvenir, la visión de la felicidad de nuestros hijos? Ante Espartaco y ante Jesús, ante el golpe y ante la plegaria, la propiedad retrocede. Contemplad el inmenso fresco de la historia; ved la propiedad en perpetua retirada ante el trabajo, cediéndole una parte cada vez mayor de bienestar, de inteligencia y de empuje. Desde los esclavos que faenaban bajo el látigo, con grillos en los pies, hasta los obreros modernos, instruidos, altivos, sueltos y ágiles, con la rebeldía metódica en el cerebro y la victoria final en el corazón, ¡qué enorme camino recorrido! ¡Ved la propiedad cercada y oprimida por millones de brazos atléticos, que la asfixian poco a poco! ¡Qué ingratos seríamos con nuestros padres, si al reconocer que su sangre y sus lágrimas son nuestras, no reconociéramos que nuestro triunfo, la aurora que a nuestros ojos despunta es la que como un presentimiento divino acarició sus nobles frentes, levantadas en medio de la noche!

Dice el profesor Ritter: -La libertad de trabajo ha sido definitivamente operada por la revolución-. Rectifiquemos. A quien la revolución ha libertado es a la burguesía. Refundió los antiguos privilegios en el de la propiedad, y los trabajadores experimentaron en el acto los efectos de la unificación de los despotismos. Se les prohibió asociarse, y desde 1876 se proclamó algo que no se toleraba antes: la legalidad del interés del dinero. El préstamo se hizo honroso. La venta fue venerada. Los papás empezaron a predicar a sus hijos la codicia. El cínico ideal que se nos inculca en el hogar y en la escuela es el del austero Guizot: «enriquecéos,   —271→   enriqueceos!». La trama de las relaciones sociales está constituida por el despojo recíproco, siempre que se ejecute en el orden marcado por las leyes. Aunque a la larga nunca daña el aniquilamiento de los privilegios, sean los que fueren, es innegable que, por de pronto, los derechos políticos empeoraron la situación de la clase productora. Más tarde, y en una reducida esfera, se utilizaron para obtener la libertad económica, que es la única real, pero su acción específica es lubrificar, regularizar, asegurar el formidable mecanismo de la opresión burguesa. La revolución puso al rico en presencia del pobre, armado el uno hasta los dientes, extenuado y desnudo el otro, y les dijo: «ahora el combate es libre; destrozaos, nadie os lo estorbará». Nuestras legislaciones, tan benévolas con el homicidio, son implacables para los atentados a la propiedad.

¿Qué se hizo de aquellas hospitalarias, casi patriarcales atenciones a un régimen bárbaro? Hace muchas centurias, sabían los desheredados que cuanta leña pudieran a hombros llevarse del bosque señorial era suya; en ciertos días festivos los príncipes de Italia tenían que abrir sus palacios a la plebe y los de Alemania sentaban a su mesa a los villanos. Los códigos actuales, inspirados en la Roma fósil y redactados con una ferocidad glacial, encierran monstruosidades como esta: «Todas las obras, siembras y plantaciones se presumen hechas por el propietario y a su costa...» (art. 359 del Código Civil español). ¿Y qué diremos de la llamada ley de vagos, que considera la indigencia un delito? Pero hay que ir a los jóvenes repúblicas americanas, tan atónitas de su Constitución que por respeto no la practican jamás, hay que ir a la nación-estómago para encontrar la idolatría del oro convertida en demencia. Los jueces de Buenos Aires han castigado, con cuatro años de cárcel a un desventurado que había sustraído un dedal, y con seis a otro que se había apropiado de unos calzones... No obstante las ideas avanzan, hasta entre los que ostentan la librea de su toga. Un magistrado de los Estados Unidos, después de absolver a un mendigo que había robado -era en invierno- un trozo de carbón de los almacenes de una compañía ferroviaria, le advirtió que se abstuviera de robar mientras no se le nombrara miembro del directorio. Magnaud, que honra a la Francia más que todos los políticos juntos, dicta desde el modestísimo tribunal de Chateau Thierry sentencias redentoras que extrañan al mundo. Oíd sus máximas: «La probidad y la delicadeza son dos virtudes infinitamente más fáciles de practicar cuando no le falta a uno nada, que cuando se está desprovisto de todo. -Lo que no puede ser evitado no ha de ser castigado. -Para   —272→   apreciar con equidad el delito del indigente, el juez debe, por un instante, olvidar el bienestar del que goza, a fin de identificarse, cuanto le sea posible, con la situación lamentable del ser abandonado de todos. -El obrero sólo es quien produce, y quien expone su salud o su vida en provecho exclusivo del patrono, el cual no puede comprometer más que su capital». He aquí un regulador de conflictos sociales que no es un juez, que no es un muñeco siniestro, sino un hombre, es decir, un ser de comprensión y de solidaridad.




- II -

Evolución del socialismo


¿Cuál es, a punto fijo, la opinión del doctor Ritter sobre la influencia presente de las doctrinas de Marx? Afirma que han pasado de moda y más adelante escribe que «hoy en día, después de 62 años, son aceptadas como palabras de evangelio por las docenas de millones de los socialistas de la tierra». El hecho es que los socialistas, más o menos ortodoxos, aumentan sin cesar; el socialismo va invadiendo los países jóvenes -América Latina-; las ediciones del Manifiesto Comunista se suceden, publicadas en todos los idiomas. No obstante, bajo el epígrafe de La derrota del socialismo científico, el doctor Ritter se complace en acumular tales objeciones sobre la obra de Carlos Marx, que la indiscutible vitalidad del marxismo se hace inexplicable.

Los hechos contradicen a Marx, que se contradice a sí propio. Es cierto; y nos sería fácil alargar la lista de contradicciones preparadas por el doctor Ritter: El prefacio del Manifiesto -edición de 1872- enmienda el capítulo II de las anteriores; culpa de la Commune. Loria, con razón, acusa al tercer volumen de El Capital de haber arruinado la teoría de la «plus valía». Etcétera. ¿Y qué? «El hombre absurdo, ha dicho alguien, es el que no cambia». Lo interesante no es enumerar las contradicciones de una mente genial, sino interpretarlas. Tomemos las de más bulto. Según Marx, el proletariado se empobrece progresivamente. Ha sucedido en realidad lo contrario. El doctor Ritter no se quejará de que confirme sus datos con los míos. En un diagrama norteamericano, de origen oficial, se muestra que el alza de los salarios, durante las últimas décadas, coincide con la baja de los precios. March, director de la Oficina Internacional de Estadística, expuso en la sección de Economía Social, de la Exposición de 1900, un gráfico que resume a este respecto la marcha del siglo XIX: mientras el costo de la vida sube de 45 a 55, la media de los salarios en   —273→   oro sube de 45 a 105. ¡Los salarios efectivos se han duplicado! El profesor Denis lo corrobora para el caso especial de Bélgica. Las ciclópeas investigaciones de d'Auvenel (Campesinos y obreros desde hace setecientos años, Historia de los precios [cinco volúmenes]. Los ricos desde hace setecientos años) arrojan este resultado: de dos siglos acá, las entrañas de los nueve millones de familias que componen el bajo pueblo francés se han hecho el doble de lo que eran antes. Pero seamos justos con Marx: mientras los pobres duplican sus ingresos, los 420.000 burgueses acomodados triplicaban o cuadruplicaban los suyos, y los 1.200 extra ricos los sextuplicaban. La divergencia «relativa» entre la clase capitalista y el proletariado se acentúa. Sin embargo, si consideramos sobre todo el florecimiento obstinado de la pequeña agricultura y de la pequeña industria en multitud de lugares, hay que reconocer que la polarización de la riqueza, la miseria absoluta del trabajador con la hipertrofia monstruosa del capital en pocas manos, el proceso, en fin, diagnosticado por Marx, no lleva trazas de realizarse.

¿Luego, las ideas de Marx carecen de valor...? ¡Nada de eso? La media de los salarios se ha duplicado, mas una cifra «media» encierra un caos donde hay extremos elocuentes. El alto salario proviene del incremento vertiginoso de la total fortuna humana; de tierras vírgenes, materiales y mentales, incesantemente puestas en explotación; de la demanda de operarios más técnicos cada vez y técnicos con mayor diversidad; por fin, de la organización defensiva y ofensiva que convierte al proletariado, sesenta años atrás disperso y vencido, en una marea compacta que acabará por cubrirlo todo y ante cuyo empuje retroceden sin término los capitalistas. Las continuas instalaciones de industrias nuevas, por otra parte, engendran nuevos enjambres de pequeñas industrias accesorias. He aquí un régimen inestable, «abierto», una dinámica que obedece a factores no previstos por Marx, el cual, si se me permite la expresión, estudió la lucha de clases en frasco cerrado. Pero examinemos ahora el bajo salario, que al combinarse con el alto produce la media, el salario marxiano, el «salario de hambre». ¿Dónde aparece?

El frasco cerrado de Marx: en los distritos de intensa civilización, en las industrias viejas y uniformes, de técnica no muy especializada, o abaratada ya por la enseñanza semi gratuita, allí donde los obreros no han sabido asociarse contra los patronos. Las mujeres, en las grandes poblaciones, no consiguen sino salarios de hambre, porque su técnica es vulgar, y porque son rechazadas despiadadamente de los sindicatos.

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Ejemplo: las costureras ganan en París un franco 25 céntimos (0,25 pesos oro). He aquí su presupuesto: alimento, 65 céntimos, un traje de cinco francos, dos camisas de un franco 75, dos pañuelos a 40 céntimos al año. La aprendiza, con un pesado cartón al brazo, es enviada desde la mañana temprano a hacer reassortissement, muy lejos; cuando vuelve, fatigada, se le dice: «pequeña, te has olvidado una cosa...» y se la envía de nuevo. No tiene tiempo de comer; en el camino compra un bollo; a veces toma un vaso de alcohol. Al cabo de pocos meses se le hinchan los tobillos y entra al hospital. (Paul Acker, Oeuvres sociales de femmes). Muchas costureras, para no sentir tanto el hambre, cosen en la cama todo el día. (D. Haussonville, Salaires et misères des femmes). Más significativo que el salario de hambre es el salario nulo, la miseria negra, que no se encuentra sino en los centros extracivilizados: Berlín, Londres, Nueva York, Chicago, París. No me refiero a los degenerados, «contingente del abismo», de que habla Wells, sino a obreros robustos y entendidos, lanzados en cientos de miles al arroyo por el maquinismo y la crisis de producción. Ejemplo: los sin trabajo, chomeurs, rompehuelgas, eran en Inglaterra 926.000 hace tres años; durante el verano de 1908, el Board of Trade confesaba la tremenda cifra de un millón 125.000. En 1901 había inscritos, solamente en las oficinas de beneficencia de París: 350.000 indigentes válidos. Los horrores de Londres son demasiado conocidos. No le va en zaga Nueva York, The Relentless City -la ciudad despintada, como la llamó Lafcadio Hearn-. Upton Sinclair ha popularizado la dantesca Packingtown, el barrio de las fábricas de conservas de Chicago, donde 250.000 trabajadores se amontonan sobre un «terreno artificial» compuesto de basuras, detritos y excrementos, entre charcas fétidas cuyo hielo se vende. Estos inmigrantes irlandeses, bohemios, polacos, lituanos, eslovacos, víctimas de los agentes, se organizan mal contra las empresas; tienen todo contra ellos: su candor de campesinos, su heterogeneidad, lo sencillo y rudo de la faena que en ellos se explota. Hombres vigorosos penan en Packingtown desde la mañana hasta la noche, en sótanos glaciales, con dos centímetros de agua sobre el suelo; otros, durante seis o siete meses al año, no ven jamás el sol entre la tarde de cada domingo y la mañana del siguiente, sin ganar por ello más que $ 300 anuales. Niños de apenas 13 años, cuyos padres defraudan la ley para reforzar sus ingresos míseros, ganan menos de la mitad. En invierno, para calentarse, los obreros, cuando no les vigila el capataz, meten las piernas en el tronco recién abierto de las reses. Mientras tanto,   —275→   millares de sin trabajo se agolpan a las puertas de los talleres, de seis a ocho y media, esperando turno. Por un minuto de atraso se pierde una hora de salario en la fábrica; varios minutos exponen a que se vuelva la placa de cobre del obrero contra la pared, lo que significa que se le despide. Las fracciones de hora no se pagan. Los capataces apresuran la labor, a fin de que no haya que pagar los últimos cincuenta minutos. Eso, en ciertas fábricas de Chicago, se llama «trabajar para la Iglesia», porque el dueño sostiene infinidad de obras pías. Los operarios se alimentan de harina de patata, en resumidas cuentas, celulosa; como el uso de este material para adulterar comestibles está prohibido en Europa, se embarca todos los años con destino a América por miles de toneladas. Escasamente habrá algún obrero que no tenga llagas o marcas horribles sobre su persona. Si se araña un dedo, la menuda lesión concluirá por matarlo; las falanges de los dedos se les van, corroídas unas tras otras por los ácidos de las conservas, o por los ácidos que impregnan las lanas para que se desprendan, ya que sólo pueden arrancarse a mano. Entre los cortadores raro es el que conserva el pulgar. Entre los cocedores se sucumbe a los dos años.

Los que transportan cuartos de reses no resisten tres años. En los frigoríficos, el período máximo de resistencia, a causa de los reumatismos, no llega a cinco años. Las mujeres, que manejan latas de carne de 14 kilos, se enferman todas de la matriz. A veces se cae un obrero a uno de los grandes tanques de extraer grasa, rodeados de denso vapor y es inútil buscarle... «Su carne y sus huesos han sido mezclados con los demás materiales de los tanques y se han vendido como mantea pura de la casa Durham». (La Jungle). El último ciclo del infierno de Packingtown es la fábrica de abonos, pero hago gracia de él a mis lectores. Semejantes extremos de miseria humana corresponden a la concentración de capitales, más temible anónima que personal; a los trust, de quienes depende hoy el 50 por ciento de la producción industrial del mundo, a la delirante idolatría de la riqueza. Nada tan simbólico, en la Relentless City, como esas damas de la Avenida de los millardarios, que han puesto de moda el retratarse en estatuas macizas de oro puro, y de tamaño natural... Notemos por fin que el comisariado general del trabajo de los Estados Unidos verificaba que «para la fabricación de instrumentos aratorios se necesitarían antes 2.145 obreros de diferentes aptitudes para producir tanto como producen hoy, con ayuda de máquinas, 600 obreros de aptitud ordinaria. En la fabricación de pequeñas armas de fuego, un   —276→   hombre con una máquina reemplaza a cincuenta. La fabricación de ladrillos suprime hoy el 10 por ciento de trabajadores y la de tejas el 40 por ciento. En la zapatería 100 hombres producen tanto como producían anteriormente 500. En cierta clase de calzado, la máquina ha suprimido el 50 por ciento de los obreros...». Añadamos los nuevos telares mecánicos, las nuevas máquinas agrícolas, las linotipos, etc. Para formarse idea de lo que será la industria en un porvenir no lejano, conviene leer la descripción que hace Daniel Berthelot de la usina de la Sociedad de Electricidad de Saint-Denis, de la «enorme nave... más vasta que una catedral... donde se divisan, perdidos en aquella inmensidad, un hombre o dos que, silenciosamente, dan vuelta a un tornillo, o mueven una manija... Un hombre solo basta para regular la descarga de ochenta mil kilogramos de carbón por hora».

Dentro, pues, de cierta esfera, quizás imperfectamente definida por él, las consecuencias de Marx son justas. Claro que los factores marxianos están lejos de ser los únicos factores históricos. Las tendencias psicológicas analizadas por Tarde, el papel que desempeñan los héroes según Carlyla, la influencia de los genios, cuya aparición misteriosa fecunda los siglos, el vasto residuo irreductible que llamamos azar, todo eso, en la hipótesis de que Dios no se ocupa de nosotros, es también realidad que trabaja. Limitar el marxismo no es empequeñecerlo, sin valorizarlo, hacerlo eficaz. ¿Acaso las leyes físicas no nacen del ambiente artificial de los laboratorios, y no son, consideradas separadamente, una realidad falsa, pero indispensable para comprender o empezar a comprender la realidad verdadera? Los destinos del marxismo son análogos a los del darwinismo. Después de unos cuantos lustros, hemos reconocido que los factores darwinianos son insuficientes para explicar la biología. Hemos descubierto que las especies nuevas pueden surgir de pronto: ¡natura sacit saltum! Nos hemos dado cuenta de que al lado de los fenómenos en que se retrata la lucha por la supervivencia del más fuerte o del más apto, hay fenómenos de asociación, de simbiosis, de alianzas en que el débil subsiste y colabora. Los volúmenes de Zoología experimental que publica Hans Przibrani ofrecen al curioso varias categorías de hechos adversos a la teoría de selección. Estas imitaciones del darwinismo le confieren su valor práctico y definitivo. Marx, con su concepto de la lucha de clases y del materialismo histórico, nos ha provisto de un método fácil y seguro, a condición de aplicarlo cuando se debe. ¿Y qué historiador de nuestros días no lo emplea, de Rodgers a Ferrero? La tesis de Marx, en su terreno propio, es tan inatacable como la química de la digestión en fisiología.

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En lo que estoy de acuerdo con Ritter es en juzgar poco importante la trascendencia del marxismo en la «acción» humana. El razonamiento no crea energía, la razón será lo que se quiera, menos un motor. ¿En qué puede vigorizar al proletariado la idea del determinismo económico? ¿Obedecerían mejor los astros a la ley de Newton, si tuviesen conciencia de ella? ¿Caería de otro modo el guijarro, si supiera que tiene que caer? De aquí la evolución del marxismo de combate. El proletariado, después de adquirir, según la bella frase de Pelloutier, «la ciencia de su desgracia», se inclina a cultivar los elementos que le prometen el triunfo, que se lo prometerían y tal vez se lo procurarían aunque se tratara de un triunfo ilógico: la disciplina y la fe. De aquí el abandono, más o menos pronunciado, en relación a la psicología de cada pueblo, de las controversias sociológicas y de las discusiones parlamentarias. De aquí el sindicalismo, invasión reciente y formidable de algo que no es ya teoría, sin una táctica austera. El carácter del movimiento es religioso; las grandes transformaciones sociales no se llevan a cabo sin estas magníficas epidemias de fe y de esperanza. En uno de sus primeros libros -L'Europa giovane- Ferrero había observado que la verdadera forma nueva de la religión es el socialismo alemán». Sorel dice que la huelga general es un «mito» del sindicalismo y Prezzolini añade: «como del mito del Reino de los Cielos salió la Iglesia Católica, así del mito de la Huelga General saldrá la nueva Sociedad Proletaria». ¿Y qué es el futuro, sino el Reino de los Cielos venido por fin a la Tierra?

El doctor Ritter presenta con mucha claridad y excelente información el sindicalismo. Pondré tan sólo dos reparos a esta parte de su estudio, que en mi entender es la mejor, y que por causas que ignoro ha quedado trunca. La educación del obrero en los sindicatos es, para el doctor Ritter, ilusoria en cuanto al arte de dirigir empresas. «¿Qué cosa podrán aprender en su sindicato los estibadores en cuanto a la explotación complicadísima de la navegación trasatlántica, etc...». El doctor Ritter, por su escasa fe, se ahoga en un vaso de agua. Cuando los proletarios dispongan de los medios de producción, el arreglo mutuo para la marcha del trabajo será asunto baladí. Los obreros se encontrarán en su puesto, combinados y encadenados por la faena cotidiana. El estibador y el maquinista y el capitán y el gerente seguirán en consorcio mutuo si así lo desean, y la navegación trasatlántica, si así conviene, seguirá funcionando, precisamente porque todo lo que en el mundo obra es trabajo, y nada más que trabajo. Suprimir el capital no es suprimir a   —278→   los trabajadores, sean gerentes de empresas o sean simples mozos de cordel. Suprimir el oro no es suprimir la fuerza ni el talento; es libertarlos. Concedamos crédito a la difusión de la sabiduría y, sobre todo, a los recursos de la naturaleza. Aquellos bárbaros que improvisaron la Revolución Francesa fundaron la política contemporánea. ¿En dónde aprendieron la explotación complicadísima de la industria de gobernar? Cuando la humanidad está de parto, confiemos en lo invisible. No nos aflijamos de que no se enseñe a parir a las madres.

Al doctor Ritter le extraña que los sindicalistas «profesen el mismo ideal que cualquier fabricante de tejidos: el de la más grande producción», y a mí me extrañan esas líneas del doctor Ritter. El profesor Novicov, que suele burlarse cruelmente de los socialistas de todo matiz, declara, después de compulsar estadísticas, que los nueve décimos del género humano padecen en mayor o menor grado el hambre y el frío. De diez semejantes nuestros, nueve no se alimentan ni se visten lo bastante. Seamos, pues, «prosaicos» hasta el punto de exigir la más grande producción de ropas y de pan, y no temamos profesar los ideales del burgués, el cual no se preocupa de las necesidades ajenas ni de la más grande producción, sino de la más grande ganancia, que es a veces lo contrario. ¡En esta sociedad absurda y hambrienta, ocurre que en exceso de pan ocasiona desastres! Cuentan los biógrafos de Fourier, que, hallándose en Marsella, los dueños del establecimiento en que servía diéronle el encargo de arrojar al mar un considerable cargamento de arroz, que habían dejado pudrir con el único fin de mantener el alto precio a que por entonces se vendían en Francia los artículos de primera necesidad.

Y es desde aquel día que Fourier, lleno de noble ira, se consagró por entero a su apostolado reformador. Dos palabras sobre el anarquismo. No hay que hacerse ilusiones; una clase crece siempre más de prisa en fuerza material que en fuerza moral. El proletariado, al volverse más fuerte, se vuelve más violento. Por desdicha, es probable que triunfe por la violencia, como han triunfado en la historia todas las renovaciones humanas. Ante la venidera revolución sólo cabe esperar, según esperamos los que tenemos fe en nuestro destino, que se sustituyan las violencias estériles por las violencias fecundas.

El anarquismo, extrema izquierda del alud emancipador, representa el genio social moderno en su actitud de suma rebeldía. No haré a mis lectores la ofensa de suponerlos capaces de confundir, a semejanza de lo   —279→   que fingen muchos burgueses interesados, anarquista y dinamitero. Sería pueril temer que Anatole France, anarquista intelectual, o León Tolstoi, anarquista místico, nos lancen alguna bomba. Hay una cosa quizá más grave que los explosivos; es la crítica anarquista, la lógica implacable de los que han condensado su método en la famosa fórmula de Bakunin: «destruir es crear».

Se condena la violencia, pero somos hijos de ella, y por ella nos defendemos de los criminales y de los locos, y mediante ella dominamos los espasmos del mar y del viento. Eliminar la violencia es un quimérico ideal; el mundo tiene un aspecto mecánico, en que necesariamente sobreviven las energías, no por ser más justas, sino por ser mayores. Nuestra ideal no debe ser suprimir la violencia. Jamás ha mejorado su situación por el altruismo de los capitalistas, sino por su miedo. «En Francia, dice Buyll, la legislación social ha sido impuesta pieza a pieza por los movimientos de la calle o por la agitación de las reuniones y de la prensa... El proyecto de la jornada de ocho horas en las minas se aprobó en plena movilización del ejército de hulleros... No se hubiera llegado en Inglaterra a fijar la duración de la jornada legal en las minas sin la imponente organización y la periodicidad de los congresos obreros que allí trabajaban». ¿Acaso hubiera hecha Rusia lo que ha hecho en favor de las masas populares sin el levantamiento de 1905?

Confesémoslo: la violencia hizo prosperar más a las sociedades de resistencia que el dinero. Los mecánicos ingleses gastaron veintisiete millones en socorros, y perdieron la huelga. ¡Ay de los trabajadores el día en que dejen de inspirar terror y no dispongan de otras armas que el llamamiento a la compasión y a la equidad! Merced al terror han conseguido tratar con los patronos de poder a poder. El relato que hace Yvetot del caso de los dockers de Cette es instructivo: «Los patronos, pensando influir sobre el ánimo de los obreros, les invitaron a una entrevista patronal para terminar la huelga.

»Una corta comisión del sindicato, compuesta de hombres sólidos, se presentó. Su contacto no agradaba a los exploradores, que pensaban acabar pronto aturdiéndoles con promesas y subyugándoles por intimidación.

»Después de un rato de discusión seria, sin resultado, los patronos querían despedir a los invitados, pero éstos cerraron las puertas y declararon a los patronos que no saldrían de allí sin el convenio firmado por ellos, como deseaban los obreros.

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»Enseguida los delegados obreros se pusieron a fumar, a hablar y a cantar, como si estuvieran de sobremesa en un banquete.

»En vista de aquella actitud, extraña pero enérgica, los patronos, aburridos y asustados, se sometieron y firmaron, haciendo después de honor a sus firmas.

»Aquellos patronos comprendieron que trataban con hombres».

Las uniones gremiales han alcanzado tal prestigio, que se ha visto en Inglaterra a los obreros del algodón intervenir como árbitros entre los importadores y fabricantes, solucionando el conflicto que se les sometió. Señalemos las generosas iniciativas de los sindicatos, la institución de las «sopas comunistas» y el éxodo de los hijos de los huelguistas a las casas de los trabajadores de otros lugares. Pues bien, tengamos el valor de reconocer que esa potencia, esa especie de autoridad, esa dignificación del proletariado son en parte producidas por la violencia, el boicot, la huelga, las batallas con la policía, el sabotaje, el incendio y la bomba.

¡La bomba! ¡El crimen! Sí; mi sensibilidad se subleva ante el gesto del asesino. Yo concibo sacrificar mi existencia, pero no la ajena. Yo llevo clavada en el alma, como un dardo de luz, la persuasión de que lo esencial no es aplastar los cerebros, sino poblarlos. Y, sin embargo, me pregunto a veces si mi corazón se equivoca, si es necesario quizás a la humanidad, para que siga marchando, como lo era a Beaumanois para seguir combatiendo, beber la propia sangre. Me pregunto con tristeza infinita si es necesario herir y hendir pronto, buscar el futuro y arrancarlo de las entrañas de su madre muerta.

¿Crimen? Sí, y malditos seamos nosotros, hijos del crimen, padres del crimen. Pero si hay diferencias en el crimen, yo digo que el de los anarquistas, que hacen la «propaganda de la acción», el de los que eligen ser a un tiempo verdugos y mártires, es un crimen más respetable que los crímenes de tantos héroes cuyas estatuas se yerguen en las plazas públicas.

Los atentados anarquistas, que suelen ser pura consecuencia de los atentados de los gobiernos, se suprimen con una ferocidad insensata, causa de nuevos atentados de la oculta desesperación universal. En Rusia, donde no hay pena de muerte para los delitos comunes, se considera el anarquismo delito político. Allí, en 1905 a la fecha, tres millones de personas han sido ahorcadas, confinadas o deportadas. En otros países donde no hay pena de muerte para los delitos políticos, se considera el anarquismo delito común. Se instala el estado de sitio, los   —281→   procedimientos inquisitoriales, se dictan leyes ad hoc, se viola la ley. Recordad los siniestros procesos de Montjuich, en que perecieron docenas de inocentes. Recordad a Ferrer. Hace pocos meses que en Buenos Aires, con motivo del asesinato del coronel Falcon, mil quinientos o dos mil proletarios fueron perseguidos. Dos mil familias cayeron en la miseria. Y no recojo los rumores insistentes de fusilamientos en los calabozos, de ataúdes sacados de las cárceles en el silencio y las tinieblas de la noche.

El anarquista de acción es el fanático extraviado por la exaltación suprema. Su tipo es análogo al de los primeros cristianos, sedientos de muerte. Aquéllos morían. Estos mueren, pero después de matar. Desengañémonos, el hombre adora lo trágico. Los anarquistas dan su tono poderosamente sombrío al cuadro de la emancipación proletaria. El grito de la dinamita es el del vapor que, a través de las válvulas, revela la incalculable presión de las calderas. Y, ¡detalle curioso!, el antagonismo entre anarquistas y socialistas es la última carta de la burguesía. La gran Internacional, que hizo vacilar a Europa, fracasó por la divergencia entre los discípulos de Marx: y los de Bakunin. Si la actual Internacional lograra la unión de las dos ramas en el terreno relativamente neutro del sindicalismo, los minutos que le restan de vida a la sociedad capitalista, estarían contados.




- III -

La cuestión social en el Paraguay


Que haya cuestión social en el Paraguay le parece al doctor Ritter una broma de mal género.

«¿En el Paraguay, dice, en el Paraguay, cuyas tres cuartas partes no han salido todavía de la economía natural? ¿Donde una gran cantidad de relaciones jurídicas y económicas: arrendamiento, locación de servicios, compraventa, se rigen, no por la ley escrita, sino por la costumbre y se liquidan, no con dinero, sino in natura? ¿En el Paraguay, donde en todo tiempo, fuera del de la crisis, la demanda de brazos supera a la oferta, de suerte que es el obrero quien impone sus condiciones y exigencias a los patronos, y no al revés? ¿En el Paraguay, donde el carpintero, el albañil y cualquier obrero manual gana el doble y el triple del maestro de escuela, del empleado público, del periodista?... ¿Cuestión social, aquí, en el Paraguay? ¡Vaya... vaya!..»

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No veo sino un modo de que no hubiese cuestión social en el Paraguay, y es que la sociedad paraguaya fuese perfecta. ¿La cree perfecta el doctor Ritter? ¿Se puede negar el estado miserable de la población? Recientemente un adversario me atribuyó el aserto de que el Paraguay es el pueblo más hambriento de la tierra. Yo no he aludido al hambre sino a la alimentación deficiente, lo que es muy distinto. La alimentación tiene que servir para algo más que para matar el hambre. El campesino paraguayo se nutre de maíz, mandioca, un poco de sebo y carne vieja y unas cuantas naranjas. Lo que contribuye a mantenerlo en su abatimiento semi patológico, no es precisamente la escasez, sino la odiosa uniformidad de la comida. Hay en Europa presidios en que el menú es más variado que el de nuestros trabajadores, y no obstante ocasiona, si no se cambia de cuando en cuando, esa inanición especial de las cárceles. No insistamos, porque sería cruel, en el abandono de las masas, en su ignorancia, en su, a veces, bochornosa resignación. ¡Pobres paraguayos, desvalijados por abogados y procuradores, apaleados por los jefes políticos, arreados a patadas al cuartel! ¡Cuántas dolencias sufre este noble país, donde, según el doctor Ritter, no hay cuestión social!

Si el carpintero gana más que el maestro de escuela y que el empleado público, deduciremos simplemente que también hay una cuestión social para los empleados y los maestros de escuela. En todas las naciones se agrega al proletariado obrero el proletariado de los intelectuales y el de los funcionarios.

Es inevitable la cuestión social donde rige el principio de la propiedad privada. Admitimos que el Paraguay no padece hoy los excesos del capitalismo. Mañana los padecerá, traídos forzosamente por lo que llamamos democracia, civilización, progreso. El planteo de la cuestión social sería tanto más ventajoso cuanto que es siempre más fácil prevenir que curar. La renovación humana podría ser aquí una evolución, y no una revolución. Al lado tenemos a los argentinos; hace pocos años eran sus condiciones económicas semejantes a las nuestras. Y ya han entrado en la era de la dinamita.

Pero ni siquiera nos es permitido consolarnos con la envidiable situación del operario paraguayo. A las costureras de blanco se le paga en la Asunción tres pesos papel por una docena de camisas de hombre. El comerciante lucra el 500 ó 600 por ciento. Harto estoy de escandalizarme del sueldo de los peones de estancia, condenados a la ruda faena del rodeo y del lazo, pasándose días en ayunas y al sol: ¡veinte pesos, ocho   —283→   francos al mes! Y los obrajes, los quebrachales, los yerbales... He denunciado al público, en 1908, que 15.000 paraguayos son esclavizados, saqueados, torturados y asesinados en los yerbales del Paraguay, de la Argentina y del Brasil. Nadie manifestó el menor afán de verificar los hechos y remediar tanta infamia. Ni el gobierno cívico ni el radical se ocuparon del asunto. ¿Paraguayos esclavizados? ¡Valiente novedad! El patriotismo tiene otros negocios que atender. El único ciudadano -¡ironías de la suerte!- que se dirigía a las autoridades -vanamente-, reclamando ayuda para los parias del Alto Paraná, era... monseñor Bogarín, a quien oí decir en broma una vez: «lo que necesitan aquellos infelices es que les visiten unos cuantos anarquistas». Las publicaciones de Julián Bouvier, desde Posadas, y las mías, decidieron al gabinete argentino a enviar una comisión que examinara los yerbales de Misiones. Más ha de agradecer el proletariado paraguayo a los gobiernos extranjeros que al suyo.

Convenga el doctor Ritter en que si los obreros de los yerbales se hubiesen organizado en sindicatos, habría una gran vergüenza menos en América.

Escribe el doctor Ritter: «Aquí, en el Paraguay, siempre atrasado (¿lo «adelantado» es conformarse con el capitalismo?) algunos intelectuales, hace poco, han procurado importar el socialismo, pero, como era de prever, sin ningún resultado».

No conviene juzgar precipitadamente la influencia de las propagandas. El porvenir dirá. Observaré tan sólo que habría deseado que el gobierno, compartiendo la opinión del doctor Ritter, no me hubiera dado importancia. Me hubiese ahorrado así dos meses de hospital en Montevideo.

Ni el Paraguay, ni el último rincón del globo se sustraen ni se sustraerán a un movimiento humano de la trascendencia de la emancipación económica. Se trata de una ola más alta y más profunda que la extensión del cristianismo en los siglos XV y XVI, que la extensión de la democracia en el siglo XIX. Es el clima social del planeta lo que se transforma; ¡aunque alcéis en torno muros de diez millas, no detendréis la primavera! Nada detendrá la marcha del pensamiento en busca del dolor, y el dolor está en todas partes. Nada detendrá al tiempo.

¡Ojalá que un día, el espíritu amplio y penetrante del doctor Ritter, cediendo a la fe, madre de las cosas, acabe por acompañarnos en nuestra ascensión a la luz!