¡Treinta años!
A España
La duda
A mi querido amigo el distinguido poeta don Antonio Hurtado
Desde esta soledad en donde vivo, | |
y en la cual de los hombres olvidado | |
ni cartas ni periódicos recibo; | |
donde reposo en apacible calma, | |
lejos, lejos del mundo que ha gastado | |
con la del cuerpo la salud del alma; | |
antes de que el torrente desbordado | |
de la ambición con ímpetu violento | |
me arrebate otra vez; desde la orilla | |
donde yace encallada mi barquilla, | |
libre ya de las ondas y del viento, | |
como recuerdo de amistad te escribo. | |
¡Ay! Aunque salvo del peligro, siento | |
la inquietud angustiosa del cautivo, | |
que rompiendo su férrea ligadura, | |
traspasa fatigado a la ventura | |
montes, llanos y selvas, fugitivo. | |
El rumor apagado que levantan | |
las hojas secas que a su paso mueve, | |
las avecillas que en el árbol cantan, | |
el aire que en las ramas se cimbrea | |
con movimiento reposado y leve, | |
el río que entre guijas serpentea, | |
la luz del día, la callada sombra | |
de la serena noche, el eco, el ruido, | |
la misma soledad ¡todo le asombra! | |
Y cuando ya de caminar rendido, | |
sobre la yerta piedra se reclina | |
y le sorprende el sueño y le domina, | |
oye en torno de sí, medio dormido, | |
vago y siniestro son. Despierta, calla, | |
y fija su atención despavorido; | |
las tinieblas le ofuscan, se incorpora | |
y el rumor le persigue. «¡Es el latido | |
de su azorado corazón que estalla!» | |
Y entonces ¡ay! desesperado llora. | |
Porque es la libertad don tan querido. | |
que en el humano espíritu batalla, | |
más que el placer de conseguirla, el miedo | |
de volverla a perder. | |
Yo que no puedo | |
recordar sin espanto la agonía, | |
la dura y azarosa incertidumbre | |
en que mi triste corazón gemía | |
sometido a penosa servidumbre, | |
cuando, arista a merced del torbellino, | |
sin elección ni voluntad seguía | |
los secretos impulsos del destino, | |
y, en ese pavoroso desconcierto | |
de la social contienda, consumía | |
la paz del alma ¡la esperanza mía! | |
hoy que la tempestad arrojó al puerto | |
mi navecilla rota y quebrantada, | |
temo ¡infeliz de mí! que otra oleada | |
la vuelva al mar donde mi calma ha muerto. | |
Para vencer su furia desatada | |
¿qué soy yo? ¿qué es el hombre? Sombra leve, | |
partícula de polvo en el desierto. | |
Cuando el simún de la pasión le mueve, | |
busca el átomo al átomo, y la arena | |
es nube, es huracán, es cataclismo. | |
Gigante mole los espacios llena, | |
bajo su peso el mundo se conmueve, | |
obscurece la luz, llega al abismo | |
y al sumo Dios que la formó se atreve. | |
Vértigo arrollador todo lo arrasa; | |
pero después que el torbellino pasa | |
y se apacigua y duerme la tormenta, | |
¿qué queda? Polvo mísero y liviano | |
que el ala frágil del insecto aventa, | |
que se pierde en la palma de la mano. | |
¡Oh grata soledad, yo te bendigo, | |
tú que al náufrago, al triste, al pobre grano | |
de desligada arena das abrigo! | |
Muchas veces, Antonio, devorado | |
por ese afán oculto que no sabe | |
la mente descifrar, me he preguntado, | |
-cuestión a un tiempo inoportuna y grave- | |
¿qué busco? ¿adónde voy? ¿por qué he nacido | |
en esta Edad sin fe? Yo soy un ave | |
que llegó sola y sin amor al nido. | |
A este nido social en que vegeta, | |
mayor de edad, la ciega muchedumbre, | |
al infortunio y al error sujeta | |
entre miseria y sangre y podredumbre. | |
Contémplala, si puedes, tú que al cielo | |
con tus radiantes alas de poeta | |
tal vez quisiste remontar el vuelo, | |
y si éste el mundo que soñaste ha sido | |
nunca el encanto de tu dicha acabe... | |
¡Ay! pero tú también eres un ave | |
que llegó sola y sin amor al nido. | |
Desde la altura de mi siglo, tiendo | |
alguna vez con ánimo atrevido, | |
mi vista a lo pasado, y removiendo | |
los deshechos escombros de la historia, | |
en el febril anhelo que me agita | |
sus ruinas vuelvo a alzar en mi memoria. | |
Y al través de las capas seculares | |
que el aluvión del tiempo deposita | |
sobre columnas, pórticos y altares; | |
del polvo inanimado con que cubre | |
la loca vanidad del polvo vivo, | |
que arrebata a su paso fugitivo, | |
como el viento las hojas en octubre; | |
mudo de admiración y de respeto | |
busco la antigüedad -roto esqueleto | |
que entre la densa lobreguez asoma- | |
y ofrecen a mi absorta fantasía | |
sus dioses Grecia, sus guerreros Roma, | |
sus mártires la fe cristiana y pía, | |
el patriotismo su grandeza austera, | |
sus monstruos la insaciable tiranía, | |
sus vengadores la virtud severa. | |
Y llevado en las alas del deseo | |
que anima mi ilusión, a veces creo | |
volver a aquella Edad: En la espesura | |
del bosque, en el murmullo de la fuente, | |
en el claro lucero que fulgura, | |
en el escollo de la mar rujiente, | |
en la espuma, en el átomo, en la nada, | |
Apolo centellea, alza su frente | |
de luminoso lauro coronada. | |
Por él la luna que entre sombras gira, | |
la luz que en rayos de color se parte, | |
la ola que bulle, el viento que suspira, | |
todo es Dios, todo es himno, todo es arte. | |
¡Ay! ¿No es verdad que en tus eternas horas | |
de desaliento y decepción, recuerdas | |
esa dorada Edad, y que te inspira | |
el coro de sus musas voladoras, | |
que murmuran y gimen en las cuerdas | |
de la ya rota y olvidada lira? | |
Aunque las llames, no vendrán; ¡han muerto! | |
La voz del interés grosera y ruda | |
anuncia que el Parnaso está desierto | |
la naturaleza triste y muda. | |
Que en este siglo de sarcasmo y duda | |
sólo una musa vive. Musa ciega, | |
implacable, brutal. ¡Demonio acaso | |
que con los hombres y los dioses juega! | |
La Musa del análisis, que armada | |
del árido escalpelo, a cada paso | |
nos precipita en el obscuro abismo | |
o nos asoma al borde de la nada. | |
¿No la ves? ¿No la sientes en ti mismo? | |
¿Quién no lleva esa víbora enroscada | |
dentro del corazón? ¡Ay! cuando llena | |
de noble ardor la juventud florida | |
quiere surcar la atmósfera serena, | |
quiere aspirar las auras de la vida, | |
esa Musa fatal y tentadora | |
en el libro, en la cátedra, en la escena | |
se apodera del alma y la devora. | |
¡Si a veces imagino que envenena | |
la leche maternal! En nuestros lares, | |
en el retiro, en el regazo tierno | |
del amor, hasta al pie de los altares | |
nos persigue ese aborto del infierno. | |
¡Cuántas noches de horror, conmigo a solas, | |
ha sacudido con su soplo ardiente | |
los tristes pensamientos de mi mente | |
como sacude el huracán las olas! | |
¡Cuántas, ay, revolcándome en el lecho | |
he golpeado con furor mi frente, | |
he desgarrado sin piedad mi pecho, | |
y entre visiones lúgubres y extrañas, | |
su diente de reptil, áspero y frío, | |
he sentido clavarse en mis entrañas! | |
¡Noches de soledad, noches de hastío | |
en que, lleno de angustia y sobresalto, | |
se agitaba mi ser en el vacío | |
de fe, de luz y de esperanza falto! | |
¿Y quién mantiene viva la esperanza | |
si donde quiera que la vista alcanza | |
ve escombros nada más? Por entre ruinas | |
la humanidad desorientada avanza; | |
hechos, leyes, costumbres y doctrinas | |
como edificio envejecido y roto | |
desplomándose van; sordo y profundo | |
no sé qué irresistible terremoto | |
moral, conmueve en su cimiento el mundo. | |
Ruedan los tronos, ruedan los altares: | |
reyes, naciones, genios y colosos | |
pasan como las ondas de los mares | |
empujadas por vientos borrascosos. | |
Todo tiembla en redor, todo vacila. | |
Hasta la misma religión sagrada | |
es moribunda lámpara que oscila | |
sobre el sepulcro de la edad pasada. | |
Y cual turbia corriente alborotada, | |
libre del ancho cauce que la encierra, | |
la duda audaz, la asoladora duda | |
como una inundación cubre la tierra. | |
-¡Es que el manto de Dios ya no la escuda!- | |
No la defiende el varonil denuedo | |
de la fe inexpugnable y de las leyes, | |
y el dios de los incrédulos, el miedo, | |
rige a su voluntad pueblos y reyes. | |
Él los rumores bélicos propala, | |
él organiza innúmeras legiones | |
que buscan la ocasión, no la justicia. | |
Mas ¿qué podrán hacer? No se apuntala | |
con lanzas, bayonetas ni cañones, | |
el templo secular que se desquicia. | |
En medio de este caos, como un arcano | |
impenetrable, pavoroso, obscuro, | |
yérguese altivo el pensamiento humano | |
de su grandeza y majestad seguro. | |
Y semejante al árbol carcomido | |
por incansable y destructor gusano, | |
que cuando tiene el corazón roído, | |
desenvuelve su copa más lozano, | |
al través del social desasosiego | |
cruza la tierra en su corcel de fuego, | |
hasta los cielos atrevido sube, | |
pone en la luz su vencedora mano, | |
el rayo arranca a la irritada nube | |
y horada con su acento el Océano. | |
¡Mas, ay, del árbol que frondoso crece | |
sostenido no más por su corteza! | |
Tal vez la brisa que las flores mece | |
derribará en el polvo su grandeza. | |
¡Tal vez! ¿Lo sabes tú? ¿Quién el misterio | |
logra profundizar? Esta sombría | |
turbación, esta lóbrega tristeza | |
que invade sin cesar nuestro hemisferio, | |
¿es acaso el crepúsculo del día | |
que se extingue, o la aurora del que empieza? | |
¿Es ¡ay! renacimiento o agonía? | |
Lo ignoras como yo. ¡Nadie lo sabe! | |
Sólo sé que la dulce poesía | |
va enmudeciendo, y cuando calla el ave | |
es que su obscuridad la noche envía. | |
Oigo el desacordado clamoreo | |
que alza doquier la muchedumbre inquieta | |
sin freno, sin antorcha que la guíe; | |
ando entre ruinas, y espantado veo | |
cómo al sordo compás de la piqueta | |
la embrutecida indiferencia ríe. | |
-También en Roma, torpe y descreída, | |
la copa llena de espumoso y rico | |
licor, gozábase desprevenida, | |
hasta que de improviso por la herida | |
que abrió en su cuello el hacha de Alarico | |
escapósele el vino con la vida.- | |
Todo el cercano cataclismo advierte; | |
pero en esta ansiedad que nos devora | |
ninguno habrá que a descifrar acierte | |
la gran transformación que se elabora. | |
¿Y qué más da? Resurrección o muerte, | |
vespertino crepúsculo o aurora, | |
los que siguen llorando su camino | |
por medio de esta confusión horrenda, | |
con inseguro paso y rumbo incierto, | |
¿dónde levantarán su débil tienda | |
que no la arranque el raudo torbellino | |
ni la envuelva la arena del desierto? | |
En otro tiempo el ánimo doliente, | |
atormentado por la duda humana, | |
postrábase sumiso y penitente | |
en el regazo de la fe cristiana, | |
y allí bajo la bóveda sombría | |
del templo, el corazón desesperado | |
se humillaba en el polvo y renacía. | |
Cristo en la cruz del Gólgota clavado | |
extendía sus brazos, compasivo, | |
al dolor sublimado en la plegaria, | |
y para el pobre y triste fugitivo | |
del mundo, era la celda solitaria | |
puerto de salvación, sepulcro vivo, | |
anulación del cuerpo voluntaria. | |
¡Ay! En aquella paz santa y profunda | |
todo era austero, reposado, grave. | |
La elevación de la gigante nave, | |
la luz entrecortada y moribunda, | |
la sencilla oración de un pueblo inmenso | |
uniéndose a los cánticos del coro, | |
la armonía del órgano sonoro, | |
las blancas nubes de quemado incienso, | |
el frío y duro pavimento, fosa | |
común, perpetuamente renovada, | |
de la cual cada tumba, cada losa | |
es doble puerta que limita y cierra | |
por debajo el silencio de la nada, | |
por encima el tumulto de la tierra; | |
aquella majestad, aquel olvido | |
del siglo, aquel recuerdo de la muerte, | |
parecían decir con infinita | |
dulzura al corazón desfallecido, | |
al espíritu ciego, al alma inerte: | |
Ego sum via, et veritas et vita (7). | |
Aquí en su pequeñez el hombre es fuerte. | |
Mas ¿dónde iremos ya? Torpes y obscuros | |
planes hallaron en el claustro abrigo, | |
y Dios airado desató el castigo | |
y con el rayo derribó sus muros. | |
¿Dónde posar la fatigada frente? | |
¿Dónde volver los afligidos ojos, | |
cuando ha dejado el corazón creyente | |
prendidos en los ásperos abrojos | |
su fe piadosa y su interés mundano? | |
¿Dónde? | |
¡En ti, soledad! Yo te bendigo, | |
porque al náufrago, al triste, al pobre grano | |
de desligada arena das abrigo. | |
San Gervasio de Cassolas (Barcelona). 20 de abril de 1868. |
¡Amor!
Estrofas
I