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Guerreros sin reposo

Ignacio Soldevila Durante





No es la primera vez que Muñoz Molina deja de lado su inclinación a narrar ficciones para enfrentarse con temas y problemas de la vida cotidiana. De hecho, sus primeros pasos como escritor, precisamente evocados en una página de este libro, los dio como cronista en un periódico regional andaluz. Dos volúmenes recogieron esas colaboraciones periodísticas. Pero la obra que reseñamos ahora, que trata de una cuestión absolutamente actual, de un problema sin resolver en nuestra sociedad democrática, no es una recopilación de trabajos sueltos sino que se estructura en una unidad narrativa, asumida por un narrador en primera persona que ni con las mayores cautelas de rigor en nuestro panorama literario actual puede negarse que se identifica autobiográficamente con el ciudadano Antonio Muñoz Molina. Quien, entre otros documentos de identidad, conserva una cartilla blanca de licenciado del ejército, en donde consta que -con la matrícula J-34- recibió instrucción en el centro número 11 de Vitoria, y sirvió como soldado en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, acuartelado en San Sebastián. Ahora, casi trece años después, rememora la historia de su servicio militar en este texto. La memoria autobiográfica de ese episodio de su vida da tantos indicios de estar escrita tan ajustadamente a su recuerdo como para hacer innecesaria la cita de Montaigne con la que se abre el texto. Que además es un testimonio de una época muy precisa de la historia de la democracia española, hecho desde una perspectiva claramente distanciada y lúcidamente crítica. Es, pues, y a la vez, una memoria explícita y un implícito memorial.

Este texto viene a inscribirse en la ya larga y accidentada historia de la literatura antimilitarista contemporánea. El nombre de Manuel Ciges Aparicio me vino al recuerdo apenas había superado la lectura del primer capítulo, en el que hábilmente se resume la historia narrando una recurrente pesadilla, y se plantean ya en términos inequívocos y durísimos el carácter polémico del texto y los principios y fundamentos del testimonio de cargo. Hace ahora noventa años que el escritor de Enguera llevaba a su editor El libro de la crueldad del cuartel y de la guerra, que aparecería en 1906, un mes después de promulgada la flamante Ley de Jurisdicciones por la que se ponía en manos de la Justicia militar a los que insultaran o manifestaran desprecio por la nación, sus símbolos y sus fuerzas armadas. Unos artículos de Unamuno en Nuestro Tiempo (1905) precedieron al libro de Ciges, pero sin duda es en ese libro donde más duramente se denuncian las condiciones infrahumanas en que transcurría el servicio militar. Cecilio Alonso ha escrito un libro indispensable para quienes quieran revisar la acción de los intelectuales en esos comienzos de nuestro siglo, y a él remito a los lectores1. Después de leído el libro de Muñoz Molina, he releído la primera parte del de Ciges -la que relata la vida cuartelada en la época en que a él le tocó hacer el servicio militar en Barcelona a fines de siglo- y las conclusiones son estremecedoras. Y he sacado la impresión de que, salvo en lo que respecta al capítulo de la alimentación de los soldados, nada había cambiado en el transcurso del siglo. Y que las clases y la oficialidad que tuvieron a sus órdenes a Ciges Aparicio podrían haber sido transportadas a Vitoria y San Sebastián en 1979 potarte de ciencia ficción, y su conducta no hubiera tenido que ajustarse para pasar desapercibidas dentro de los límites del campamento o del cuartel. En cien años, lo único que parece haber mejorado es el rancho, aunque la repugnancia manifestada por Muñoz Molina frente a las cocinas de su cuartel sea casi la misma que Ciges ante las que a él le tocó soportar y limpiar. No obstante, y ajustándonos a la descripción de las vituallas e ingredientes, parece que la repugnancia de Ciges estaba mucho más justificada.

La lectura de esta larga y precisa «memoria militar», irónicamente titulada con las primeras palabras del himno de la infantería española, ha despertado en este lector pasmo y admiración por su autor. No conociéndolo personalmente, me resulta absolutamente imposible identificarlo con ese otro «garzón» que alguna voz malévola -amparado en la polisemia del vocablo- ha querido dar como vera efigie de Antonio Muñoz Molina. Es cierto que estamos en 1995, y que parece poco probable que el autor de Ardor guerrero tenga que salir de estampía y pasar los cuatro próximos años de su vida refugiado en París, como le ocurrió a Ciges Aparicio a raíz de sus artículos contra el ejército en 1909. No está vigente hoy aquella Ley de Jurisdicciones, y probablemente no habrá un Juez de Instrucción militar que emita y haga circular requisitorias como las que se hicieron contra Manuel Ciges.

Pero en este país sigue en vigor, me consta, aquella amenazadora sentencia popular que reza: «Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos». Ciges tardó treinta años en encontrárselos en Valladolid, y allí yace. Ojalá Muñoz Molina no tope nunca con ellos. Los cobardes como quien esto escribe debiéramos tener, cuando menos, la pequeña dignidad suficiente para reconocer a un valiente temerario, exponiendo su vida por la causa que cree justa, cuando nos lo encontramos. Y no es lo menos admirable que Muñoz Molina narre su experiencia de soldado sin ocultar sus nada heroicas debilidades, sus picarescas acciones para aliviar en la medida de lo posible, ese paréntesis en su vida de ciudadano durante el cual estaba enteramente a merced de la disciplina militar.

El libro, por las circunstancias geográficas y cronológicas en las que se ubica y transcurrió el servicio militar de Muñoz Molina, resulta igualmente interesante y útil para la reconstrucción del momento histórico de la transición anterior al triunfo electoral del PSOE. Y la visión es tanto más relevante por estar observada desde la distancia del momento actual, cuando el entusiasmo sentido por la generación del autor ante el acceso de la izquierda histórica al poder se describe ya como un recuerdo desencantado.

Muñoz Molina, en fin, apenas deja a su imaginación figurativa volar, como si ascéticamente hubiera renunciado al embellecimiento involuntario de la realidad memorada con el uso de sus grandes facultades como prosador. En ello, como en la precisión, el detalle y la profundización en la memoria, supera la obra de Ciges, en la que todavía asoma esporádicamente el modernismo decorativo de su prosa, a pesar del voluntario esfuerzo por desnudarla en aras de la intención primera del texto, tal como Cecilio Alonso lo había subrayado en la introducción arriba señalada. Muñoz Molina, con este libro autobiográfico, ahonda todavía más en su voluntad de distanciarse del esteticismo narcisista de tantos de sus coetáneos, y se manifiesta decididamente como un intelectual responsable, y nada proclive a consumar un divorcio esquizofrénico -y por qué no decirlo, confortable- entre su arte y sus preocupaciones civiles. Pero sin duda se podrá argumentar, trayendo a colación lo que decía hace unos días Bernard Henri Levy en su Bloc-Notes, a propósito de Mallarmé, que este libro de Muñoz Molina nada tiene que ver con la literatura, si fuera cierto que la literatura sólo puede avanzar camuflada, y provista de oscuridades «por cálculo y precaución». Claro que a fuerza de ser así, también se ha ido forjando otra acepción de «literatura» que es esa que subyace en la frasecita famosa: «Et tout le reste n'est que littérature».





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