Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoCapítulo I

Dase noticia del viaje que hicieron a España los enviados de Cortés, y de las contradicciones y embarazos que retardaron su despacho


Razón es ya que volvamos a los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, que partieron de la Vera-Cruz con el presente y cartas para el rey: primera noticia y primer tributo de la Nueva España. Hicieron su viaje con felicidad, aunque pudieron aventurarla por no guardar literalmente las órdenes que llevaban; cuyas interpretaciones suelen destruir los negocios, y aciertan pocas veces con el dictamen del superior. Tenía Francisco de Montejo en la isla de Cuba, cerca de La Habana, una de las estancias de su repartimiento; y cuando llegaron a vista del cabo de San Antón, propuso a su compañero, y al piloto Antón de Alaminos, que sería bien acercarse a ella, y proveerse de algunos bastimentos de regalo para el viaje, pues estando aquella población tan distante de la ciudad de Santiago, donde residía Diego Velázquez, se contravenía poco a la sustancia del precepto que les puso Cortés, para que se apartasen de su distrito. Consiguió su intento, logrando con este color el deseo que tenía de ver su hacienda, y arriesgó no sólo el bajel, sino el presente, y todo el negocio de su cargo; porque Diego Velázquez, a quien desvelaban continuamente los celos de Cortés, tenía distribuidas por todas las poblaciones vecinas a la costa diferentes espías que le avisasen de cualquier novedad, temiendo que enviase alguno de sus navíos a la isla de Santo Domingo para dar cuenta de su descubrimiento, y pedir socorro a los religiosos gobernadores, cuya instancia deseaba prevenir y embarazar. Supo luego por este medio lo que pasaba en la estancia de Montejo, y despachó en breves horas dos bajeles muy veleros, bien artillados y guarnecidos, para que procurasen aprehender a todo riesgo el navío de Cortés; disponiendo la facción con tanta celeridad, que fue necesaria toda la ciencia y toda la fortuna del piloto Alaminos para escapar de este peligro que puso en contingencia todos los progresos de Nueva España.

Bernal Díaz del Castillo mancha con poca razón la fama de Francisco de Montejo, digno por su calidad y valor de mejores ausencias: cúlpale de que faltó a la obligación en que le puso la confianza de Cortés; dice que salió a su estancia con ánimo de suspender la navegación, para que tuviese tiempo Diego Velázquez de aprehender el navío; que le escribió una carta con el aviso, que la llevó un marinero, arrojándose al agua, y otras circunstancias de poco fundamento, en que se contradice después, haciendo particular memoria de la resolución y actividad con que se opuso Francisco de Montejo en la corte a los agentes y valedores de Diego Velázquez; pero también escribe que no hallaron estos enviados de Cortés al emperador en España, y afirma otras cosas, de que se conoce la facilidad con que daba los oídos, y que se deben leer con recelo sus noticias en todo aquello que no le informaron sus ojos. Continuaron su viaje por el canal de Bahama, siendo Antón de Alaminos el primer piloto que se arrojó al peligro de sus corrientes; y fue menester entonces toda la violencia con que se precipitan por aquella parte las aguas entre las islas Lucayas y la Florida, para salir a lo ancho con brevedad, y dejar frustradas las asechanzas de Diego Velázquez.

Favoreciólos el tiempo, y arribaron a Sevilla por octubre de este año, en menos favorable ocasión, porque se hallaba en aquella ciudad el capellán Benito Martín, que vino a la corte, como dijimos, a solicitar las conveniencias de Diego Velázquez; y habiéndole remitido los títulos de su adelantamiento, aguardaba embarcación para volverse a la isla de Cuba. Hízole gran novedad este accidente, y valiéndose de su introducción y solicitud, se querelló de Hernán Cortés, y de los que venían en su nombre, ante los ministros de la contratación, que ya se llamaba de las Indias, refiriendo: «que aquel navío era de su amo Diego Velázquez, y todo lo que venía en él perteneciente a sus conquistas; que la entrada en las provincias de Tierra Firme se había ejecutado furtivamente y sin autoridad, alzándose Cortés y los que le acompañaban con la armada que Diego Velázquez tenía prevenida para la misma empresa; que los capitanes Portocarrero y Montejo eran dignos de grave castigo, y por lo menos se debía embargar el bajel y su carga mientras no legitimasen los títulos, de cuya virtud emanaba su comisión». Tenía Diego Velázquez muchos defensores en Sevilla, porque regalaba con liberalidad; y esto era lo mismo que tener razón, por lo menos en los casos dudosos, que se interpretan las más veces con la voluntad. Admitióse la instancia, y últimamente se hizo el embargo, permitiendo a los enviados de Cortés, por gran equivalencia, que acudiesen al rey.

Partieron con esta permisión a Barcelona los dos capitanes y el piloto Alaminos, creyendo hallar la corte en aquella ciudad; pero llegaron a tiempo que acababa de partir el rey a La Coruña, donde tenía convocadas las cortes de Castilla, y prevenida su armada para pasar a Flandes, instado ya prolijamente de los clamores de Alemania, que le llamaban a la corona del imperio. No se resolvieron a seguir la corte, por no hablar de paso en negocio tan grave, que mezclado entre las inquietudes del camino, perdería la novedad sin hallar la consideración; por cuyo reparo se encaminaron a Medellín con ánimo de visitar a Martín Cortés, y ver si podían conseguir que viniese con ellos a la presencia del rey, para que autorizase con sus canas y con su representación la instancia y la persona de su hijo. Recibiólos aquel venerable anciano con la ternura que se deja considerar en un padre cuidadoso y desconsolado, que ya le lloraba muerto, y halló con las nuevas de su vida tanto que admirar en sus acciones y tanto que celebrar en su fortuna.

Determinóse luego a seguirlos, y tomando noticia del paraje donde se hallaba el emperador (así le llamaremos ya), supieron que había de hacer mansión en Tordesillas para despedirse de la reina doña Juana su madre, y despachar algunas dependencias de su jornada. Aquí le esperaron, y aquí tuvieron la primera audiencia, favorecidos de una casualidad oportuna; porque los ministros de Sevilla no se atrevieron a detener en el embargo lo que venía para el emperador, y llegaron a la misma sazón el presente de Cortés, y los indios de la nueva conquista: con cuyo accidente fueron mejor escuchadas las novedades que referían; facilitándose por los ojos la extrañeza de los oídos, porque aquellas alhajas de oro, preciosas por la materia y por el arte, aquellas curiosidades y primores de pluma y algodón, y aquellos racionales de tan rara fisonomía, que parecían hombres de segunda especie, fueron otros tantos testigos, que hicieron creíble, dejando admirable su narración.

Oyólos el emperador con mucha gratitud; y el primer movimiento de aquel ánimo real fue volverse a Dios, y darle rendidas gracias de que en su tiempo se hallasen nuevas regiones donde introducir su nombre y dilatar su evangelio. Tuvo con ellos diferentes conferencias; informóse cuidadosamente de las cosas de aquel nuevo mundo; del dominio y fuerza de Motezuma; de la calidad y talento de Cortés; hizo algunas preguntas al piloto Alaminos concernientes a la navegación; mandó que los indios se llevasen a Sevilla, para que se conservasen mejor en temple más benigno; y según lo que se pudo colegir entonces del afecto con que deseaba fomentar aquella empresa, fuera breve y favorable su resolución, si no le embarazaran otras dependencias de gravísimo peso.

Llegaban cada día nuevas cartas de las ciudades con proposiciones poco reverentes; lamentábase Castilla de que se sacasen sus cortes a Galicia; estaba celoso el reino de que pesase más el imperio; andaba mezclada con protestas la obediencia; y finalmente se iba derramando poco a poco en los ánimos la semilla de las comunidades. Todos amaban al rey, y todos le perdían el respeto; sentían su ausencia; lloraban su falta; y este amor natural, convertido en pasión o mal administrado, se hizo brevemente amenaza de su dominio. Resolvió apresurar su jornada por apartarse de las quejas, y la ejecutó creyendo volver con brevedad, y que no le sería dificultoso corregir después aquellos malos humores que dejaba movidos. Así lo consiguió; pero respetando los altos motivos que le obligaron a este viaje, no podemos dejar de conocer que se aventuró a gran pérdida, y que a la verdad hace poco por la salud quien se fía del exceso, en suposición de que habrá remedios cuando llegue la necesidad.

Quedó remitida por estos embarazos la instancia de Cortés al cardenal Adriano, y a la junta de prelados y ministros que le habían de aconsejar en el gobierno durante la ausencia del emperador, con orden para que oyendo al consejo de Indias, se tomase medio en las pretensiones de Diego Velázquez, y se diese calor al descubrimiento y conquista espiritual de aquella tierra, que ya se iba dejando conocer por el nombre de Nueva España.

Presidía en este consejo, formado pocos días antes, Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, y concurrían en él Hernando de Vega, señor de Grajal, don Francisco Zapata y don Antonio de Padilla, del consejo real, y Pedro Mártir de Angleria, proto-notario de Aragón. Tenía el presidente gran suposición en las materias de las Indias, porque las había manejado muchos días, y todos cedían a su autoridad y a su experiencia. Favorecía con descubierta voluntad a Diego Velázquez, y pudo ser que le hiciese fuerza su razón, o el concepto en que le tenía; que Bernal Díaz del Castillo refiere las causas de su pasión con indecencia y prolijidad; pero también dice lo que oyó, y sería mucho menos, o no sería. Lo que no se puede negar es que perdió mucho en sus informes la causa de Cortés, y que dio mal nombre a su conquista, tratándola como delito de mala consecuencia. Representaba que Diego Velázquez, según el título que tenía del emperador, era dueño de la empresa; y según justicia de los mismos medios con que se había conseguido, ponderaba lo poco que se podía fiar de un hombre rebelde a su mismo superior, y lo que se debían temer en provincias tan remotas estos principios de sedición; protestaba los daños, y últimamente cargó tanto la mano en sus representaciones, que puso en cuidado al cardenal y a los de la junta. No dejaban de conocer que se afectaba con sobrado fervor la razón de Diego Velázquez; pero no se atrevían a resolver negocio tan grave contra el parecer de un ministro tan graduado; ni tenían por conveniente desconfiar a Cortés, cuando estaba tan arrestado, y en la verdad se le debía un descubrimiento tanto mayor que los pasados. Cuyas dudas y contradicciones fueron retardando la resolución de modo que volvió el emperador de su jornada, y llegaron segundos comisarios de Cortés primero que se tomase acuerdo en sus pretensiones. Lo más que pudieron conseguir Martín Cortés y sus compañeros fue que se les mandasen librar algunas cantidades para su gasto, sobre los mismos efectos que tenían embargados en Sevilla, con cuya moderada subvención estuvieron dos años en la corte siguiendo los tribunales como pretendientes desvalidos: hecho esta vez negocio particular el interés de la monarquía, de cuantas suelen hacerse causa pública los intereses particulares.




ArribaAbajoCapítulo II

Procura Motezuma desviar la paz de Tlascala: vienen los de aquella república a continuar su instancia, y Hernán Cortés ejecuta su marcha y hace su entrada en la ciudad


En el discurso de los seis días que se detuvo Hernán Cortés en su alojamiento para cumplir con los mejicanos, se conoció con nuevas experiencias el afecto con que deseaban la paz los de Tlascala, y cuánto se recelaban de los oficios y diligencias de Motezuma; llegaron dentro del plazo señalado los embajadores que se esperaban, y fueron recibidos con la urbanidad acostumbrada. Venían seis caballeros de la familia real con lucido acompañamiento, y otro presente de la misma calidad y poco más valor que el pasado. Habló el uno de ellos, y no sin aparato de palabras y exageraciones ponderó «cuánto deseaba el supremo emperador (y al decir su nombre hicieron todos una profunda humillación) ser amigo y confederado del príncipe grande a quien obedecían los españoles, cuya majestad resplandecía tanto en el valor de sus vasallos, que se hallaba inclinado a pagarle todos los años algún tributo, partiendo con él las riquezas de que abundaba; porque le tenía en gran veneración, considerándole hijo del sol, o por lo menos, señor de las regiones felicísimas donde nace la luz; pero que habían de preceder a este ajustamiento dos condiciones. La primera, que se abstuviesen Hernán Cortés y los suyos de confederarse con los de Tlascala, pues no era bien que hallándose tan obligados de sus dádivas, se hiciesen parciales de sus enemigos; y la segunda, que acabasen de persuadirse a que no era posible ni puesto en razón el intento de pasar a Méjico; porque según las leyes de su imperio, ni él podía dejarse ver de gentes extranjeras, ni sus vasallos lo permitirían; que considerasen bien los peligros de ambas temeridades, porque los tlascaltecas eran tan inclinados a la traición y al latrocinio, que sólo tratarían de asegurarlos para vengarse de ellos, y aprovecharse del oro con que los había enriquecido; y los mejicanos tan celosos de sus leyes y tan mal acondicionados, que no podría reprimirlos su autoridad, ni los españoles quejarse de lo que padeciesen, tantas veces amonestados de lo que aventuraban».

De este género fue la oración del mejicano, y todas las embajadas y diligencias de Motezuma paraban en procurar que no se le acercasen los españoles. Mirábalos con el horror de sus presagios, y fingiéndose la obediencia de sus dioses, hacía religión de su mismo desaliento. Suspendió Cortés por entonces su respuesta, y sólo dijo: «que sería razón que descansasen de su jornada, y que los despacharía brevemente». Deseaba que fuesen testigos de la paz de Tlascala, y miró también a lo que importaba detenerlos, porque no se despechase Motezuma con la noticia de su resolución, y tratase de ponerse en defensa; que ya se sabía su desprevención, y no se ignoraba la facilidad con que podía convocar sus ejércitos.

Dieron tanto cuidado en Tlascala estas embajadas, a que atribuían la detención de Cortés, que resolvieron los del gobierno, por última demostración de su afecto, venir al cuartel en forma de senado, para conducirle a su ciudad, o no volver a ella sin dejar enteramente acreditada la sinceridad de su trato y desvanecidas las negociaciones de Motezuma.

Era solemne y numeroso el acompañamiento, y pacífico el color de los adornos y las plumas. Venían los senadores en andas o sillas portátiles, sobre los hombros de ministros inferiores; y en el mejor lugar Magiscatzin, que favoreció siempre la causa de los españoles, y el padre de Xicotencal, anciano, venerable, a quien había quitado los ojos la vejez; pero sin ofender la cabeza, pues se conservaba todavía con opinión de sabio entre los consejeros. Apeáronse poco antes de llegar a la casa donde los esperaba Cortés, y el ciego se adelantó a los demás, pidiendo a los que le conducían que le acercasen al capitán de los orientales. Abrazóle con extraordinario contento, y después le aplicaba por diferentes partes el tacto, como quien deseaba conocerle, supliendo con las manos el defecto de los ojos. Sentáronse todos, y a ruego de Magiscatzin habló el ciego en esta sustancia:

«Ya, valeroso capitán, seas o no del género mortal, tienes en tu poder al senado de Tlascala, última señal de nuestro rendimiento. No venimos a disculpar el yerro de nuestra nación, sino a tomarle sobre nosotros, fiando a nuestra verdad tu desenojo. Nuestra fue la resolución de la guerra, pero también ha sido nuestra la determinación de la paz. Apresurada fue la primera, y tarda es la segunda; pero no suelen ser de peor calidad las resoluciones más consideradas, antes se borra con trabajo lo que se imprime con dificultad; y puedo asegurar que la misma detención nos dio mayor conocimiento de tu valor, y profundó los cimientos de nuestra constancia. No ignoramos que Motezuma intenta disuadirte de nuestra confederación: escúchale como a nuestro enemigo, si no le considerares como tirano; que ya lo parece quien te busca para la sinrazón. Nosotros no queremos que nos ayudes contra él, que para todo lo que no eres tú nos bastan nuestras fuerzas; sólo sentiremos que fíes tu seguridad de sus ofertas, porque conocemos sus artificios y maquinaciones; y acá en mi ceguedad se me ofrecen algunas luces, que me descubren desde lejos tu peligro. Puede ser que Tlascala se haga famosa en el mundo por la defensa de tu razón; pero dejemos al tiempo tu desengaño, que no es vaticinio lo que se colige fácilmente de su tiranía y de nuestra fidelidad. Ya nos ofreciste la paz: si no te detiene Motezuma, ¿qué te detiene? ¿Por qué te niegas a nuestras instancias? ¿Por qué dejas de honrar nuestra ciudad con tu presencia? Resueltos venimos a conquistar de una vez tu voluntad y tu confianza, o poner en tus manos nuestra libertad: elige, pues, de estos dos partidos el que más te agradare, que para nosotros nada es tercero entre las dos fortunas de tus amigos o tus prisioneros.»

Así concluyó su oración el ciego venerable, porque no faltase algún Apio Claudio en este consistorio, como el otro que oró en el senado contra los epirotas; y no se puede negar que los tlascaltecas eran hombres de más que ordinario discurso, como se ha visto en su gobierno, acciones y razonamientos. Algunos escritores poco afectos a la nación española, tratan a los indios como brutos, incapaces de razón, para dar menos estimación a su conquista. Es verdad que se admiraban con simplicidad de ver hombres de otro género, color y traje; que tenían por monstruosidad las barbas (accidente que negó a sus rostros la naturaleza); que daban el oro por el vidrio; que tenían por rayos las armas de fuego, y por fieras los caballos; pero todos eran efectos de la novedad, que ofenden poco al entendimiento, porque la admiración aunque suponga ignorancia, no supone incapacidad, ni propiamente se puede llamar ignorancia la falta de noticia. Dios los hizo racionales, y no porque permitió su ceguedad, dejó de poner en ellos toda la capacidad y dote naturales, que fueron necesarios a la conservación de la especie, y debidos a la perfección de sus obras. Volvamos empero a nuestra narración, y no autoricemos la calumnia sobrando en la defensa.

No pudo resistir Hernán Cortés a esta demostración del senado, ni tenía ya que esperar, habiéndose cumplido el término que ofreció a los mejicanos, y así respondió con toda estimación a los senadores, y los hizo regalar con algunos presentes, deseando acreditar con ellos su agrado y su confianza. Fue necesario persuadirlos con resolución para que se volviesen y lo consiguió, dándoles palabra de mudar luego su alojamiento a la ciudad, sin más detención que la necesaria para juntar alguna gente de los lugares vecinos, que condujese la artillería y el bagaje. Aceptaron ellos la palabra, haciéndosela repetir con más afecto que desconfianza, y partieron contentos y asegurados, tomando a su cuenta la diligencia de juntar y remitir los indios de carga que fuesen menester; y apenas rayó la primera luz del día siguiente, cuando se hallaron a la puerta del cuartel quinientos tamenes tan bien industriados, que competían sobre la carga, haciendo pretensión de su mismo trabajo.

Tratóse luego de la marcha, púsose la gente en escuadrón y dando su lugar a la artillería y al bagaje, se fue siguiendo el camino de Tlascala, con toda la buena ordenanza, prevención y cuidado que observaba siempre aquel pequeño ejército, a cuya rigurosa disciplina se debió mucha parte de sus operaciones. Estaba la campaña por ambos lados poblada de innumerables indios que salían de sus pueblos a la novedad, y eran tantos sus gritos y ademanes, que pudieran pasar por clamores o amenazas de las que usaban en la guerra, sino dijera doña Marina que usaban también de aquellos alaridos en sus mayores fiestas, y que celebrando a su modo la dicha que habían conseguido, vitoreaban y bendecían a los nuevos amigos, con cuya noticia se llevó mejor la molestia de las voces, siendo necesaria entonces la paciencia para el aplauso.

Salieron los senadores largo trecho de la ciudad a recibir el ejército con toda la ostentación y pompa de sus funciones públicas, asistidos de los nobles, que hacían vanidad en semejantes casos de autorizar a los ministros de su república. Hicieron al llegar sus reverencias, y sin detenerse caminaron delante, dando a entender con este apresurado rendimiento lo que deseaban adelantar la marcha, o no detener a los que acompañaban.

Al entrar en la ciudad resonaron los víctores y aclamaciones con mayor estruendo, porque se mezclaba con el grito popular la música disonante de sus flautas, atabalillos y bocinas. Era tanto el concurso de la gente, que trabajaron mucho los ministros del senado en concertar la muchedumbre, para desembarazar las calles. Arrojaban las mujeres diferentes flores sobre los españoles, y las más atrevidas o menos recatadas, se acercaban hasta ponerlas en sus manos. Los sacerdotes, arrastrando las ropas talares de sus sacrificios, salieron al paso con sus braserillos de copal; y sin saber que acertaban, significaron el aplauso con el humo. Dejábase conocer en los semblantes de todos la sinceridad del ánimo; pero con varios afectos, porque andaban la admiración mezclada con el contento, y el alborozo templado con la veneración. El alojamiento que tenían prevenido, con todo lo necesario para la comodidad y el regalo, era la mejor casa de la ciudad, donde había tres o cuatro patios muy espaciosos, con tantos y tan capaces aposentos, que consiguió Cortés sin dificultad la conveniencia de tener unida su gente. Llevó consigo a los embajadores de Motezuma por más que lo resistieron, y los alojó cerca de sí, porque iban asegurados en su respeto, y estaban temerosos de que se les hiciese alguna violencia. Fue la entrada y última reducción de Tlascala en veinte y tres de septiembre del mismo año de mil quinientos diez y nueve, día en que los españoles consiguieron una paz con circunstancias de triunfo, tan durable y de tanta consecuencia para la conquista de Nueva España, que se conservan hoy en aquella provincia diferentes prerrogativas y exenciones, obtenidas en remuneración de aquella primera constancia: honrado monumento de su antigua fidelidad.




ArribaAbajoCapítulo III

Descríbese la ciudad de Tlascala: quéjanse los senadores de que anduviesen armados los españoles sintiendo su desconfianza; y Cortés los satisface y procura reducir a que dejen la idolatría


Era entonces Tlascala una ciudad muy populosa, fundada sobre cuatro eminencias poco distantes, que se prolongaban de Oriente a Poniente con desigual magnitud; y fiadas en la natural fortaleza de sus peñascos contenían en sí los edificios, formando cuatro cabeceras o barros distintos, cuya división se unía y comunicaba por diferentes calles de paredes gruesas que servían de muralla. Gobernaban estas poblaciones con señoría de vasallaje cuatro caciques descendientes de sus primeros fundadores, que pendían del senado, y ordinariamente concurrían en él; pero con sujeción a sus órdenes en todo lo político y segundas instancias de sus vasallos. Las casas se levantaban moderadamente de la tierra, porque no usaban segundo techo: su fábrica de piedra y ladrillo, y en vez de tejados azoteas y corredores; las calles angostas y torcidas según conservaba su dificultad la aspereza de la montaña: extraordinaria situación y arquitectura, menos a la comodidad que a la defensa.

Tenía toda la provincia cincuenta leguas de circunferencia, diez su longitud de Oriente a Poniente, y cuatro su latitud de Norte a Sur: país montuoso y quebrado; pero muy fértil y bien cultivado en todos los parajes donde la frecuencia de los riscos daba lugar al beneficio de la tierra. Confinaba por todas partes con provincias de la facción de Motezuma: sólo por la del Norte cerraba más que dividía sus límites la gran cordillera, por cuyas montañas inaccesibles se comunicaban con los otomíes, totonaques y otras naciones bárbaras de su confederación. Las poblaciones eran muchas y de numerosa vecindad. La gente inclinada desde la niñez a la superstición y al ejercicio de las armas, en cuyo manejo se imponían y habilitaban con emulación, hiciéselos montaraces el clima, o valientes la necesidad. Abundaban de maíz, y esta semilla respondía tan bien al sudor de los villanos, que dio a la provincia el nombre de Tlascala; voz que en su lengua es lo mismo que tierra de pan. Había frutas de gran variedad y regalo, cazas de todo género, y era una de sus fertilidades la cochinilla, cuyo uso no conocían hasta que le aprendieron de los españoles. Debióse de llamar así del grano coccíneo, que dio entre nosotros nombre a la grana: pero en aquellas partes es un género de insecto como gusanillo pequeño, que nace y adquiere la última sazón sobre las hojas de un árbol rústico y espinoso, que llamaban entonces tuna silvestre, y ya le benefician como fructífero: debiendo su mayor comercio y utilidad al precioso tinte de sus gusanos, nada inferior al que hallaron los antiguos en la sangre del múrice y la púrpura, tan celebrado en los mantos de sus reyes.

Tenía también sus pensiones la felicidad natural de aquella provincia, sujeta por la vecindad de las montañas a grandes tempestades, horribles huracanes y frecuentes inundaciones del río Zahual, que no contento algunos años con destruir las mieses y arrancar los árboles, solía buscar los edificios en lo más alto de las eminencias. Dicen que Zahual en su idioma significa río de sarna, porque se cubrían de ella los que usaban de sus aguas en la bebida o en el baño: segunda malignidad de su corriente. Y no era la menor entre las calamidades que padecía Tlascala el carecer de sal, cuya falta desazonaba todas sus abundancias; y aunque pudiera traerla fácilmente de las tierras de Motezuma con el precio de sus granos, tenían a menor inconveniente sufrir el sinsabor de sus manjares que abrir el comercio a sus enemigos.

Estas y otras observaciones de su gobierno, reparables a la verdad en la rudeza de aquella gente, hacían admiración y ponían en cuidado a los españoles. Cortés escondía su recelo, pero continuaba las guardias en su alojamiento, y cuando salía con los indios a la ciudad, llevaba consigo parte de su gente, sin olvidar las armas de fuego. Andaban también en tropas los soldados y con la misma prevención, procurando todos acreditar la confianza, de manera que no pareciese descuido. Pero los indios que deseaban sin artificio ni afectación la amistad de los españoles, se desconsolaban pundonorosamente de que no se arrimasen las armas, y se acabase de creer su fidelidad; punto que se discutió en el senado: por cuyo decreto vino Magiscatzin a significar este sentimiento a Cortés, y ponderó mucho «cuanto disonaban aquellas prevenciones de guerra donde todos estaban sujetos, obedientes y deseosos de agradar; que la vigilancia con que se vivía en el cuartel denotaba poca seguridad; y los soldados que salían a la ciudad con sus rayos al hombro, puesto que no hiciesen mal, ofendieran más con la desconfianza que ofendieran con el agravio; dijo, que las armas se debían tratar como peso inútil donde no eran necesarias, y parecían mal entre amigos de buena ley y desarmados»; y concluyó suplicando encarecidamente a Cortés, de parte del senado y toda la ciudad, «que mandase cesar en aquellas demostraciones y aparatos, que al parecer conservaban señales de guerra mal fenecida, o por lo menos eran indicios de amistad escrupulosa».

Cortés le respondió: «que tenía conocida la buena correspondencia de sus ciudadanos, y estaba sin recelo de que pudiesen contravenir a la paz que tanto habían deseado: que las guardias que se hacían y el cuidado que reparaban en su alojamiento, era conforme a la usanza de su tierra, donde vivían siempre militarmente los soldados, y se habilitaban en el tiempo de la paz a los trabajos de la guerra; por cuyo medio se aprendía la obediencia y se hacía costumbre la vigilancia: que las armas también eran adorno y circunstancia de su traje, y las traían como gala de su profesión, por cuya causa les pedía que se asegurasen de su amistad, y no extrañasen aquellas demostraciones propias de su milicia y compatibles con la paz entre los de su nación». Halló camino de satisfacer a sus amigos sin faltar a la razón de su cautela; y Magiscatzin, hombre de espíritu guerrero, que había gobernado en su mocedad las armas de su república se agradó tanto de aquel estilo militar y loable costumbre, que no sólo volvió sin queja, pero fue deseoso de introducir en sus ejércitos este género de vigilancia y ejercicios, que distinguían y habilitaban los soldados.

Quietáronse con esta noticia los paisanos, y asistían todos con diligente servidumbre al obsequio de los españoles. Conocíase más cada día su voluntad: los regalos fueron muchos, cazas de todos géneros y frutas extraordinarias, con algunas ropas y curiosidades de poco precio; pero lo mejor que daba de sí la penuria de aquellos montes cerrados al comercio de las regiones que producían el oro y la plata. La mejor sala del alojamiento se reservó para capilla, donde se levantó sobre gradas el altar, y se colocaron algunas imágenes con la mayor decencia que fue posible. Celebrábase todos los días el santo sacrificio de la misa con asistencia de los indios principales, que callaban admirados o respectivos; y aunque no estuviesen devotos cuidaban de no estorbar la devoción. Todo lo reparaban, y todo les hacía novedad y mayor estimación de los españoles, cuyas virtudes conocían y veneraban, más por lo que se hacen ellas amar, que porque las supiesen el nombre ni las ejercitasen.

Un día preguntó Magiscatzin a Cortés: «si era mortal; porque sus obras y las de su gente parecían más que naturales, y contenía en sí aquel género de bondad y grandeza que consideraban ellas en sus dioses; pero que no entendían aquellas ceremonias con que al parecer reconocían otra deidad superior, porque los aparatos eran de sacrificio, y no hallaban en él la víctima o la ofrenda con que se aplacaban los dioses, ni sabían que pudiese haber sacrificio sin que muriese alguno por la salud de los demás».

Con esta ocasión tomó la mano Cortés, y satisfaciendo a sus preguntas confesó su ingenuidad: «que su naturaleza y la de todos sus soldados era mortal: porque no se atrevió a contemporizar con el engaño de aquella gente cuando trataba de volver por la verdad infalible de su religión»; pero añadió: «que como hijos de mejor clima, tenían más espíritu y mayores fuerzas que los otros hombres»; y sin admitir el atributo de inmortal se quedó con la reputación de invencible. Díjoles también: «que no sólo reconocían superior en el cielo, donde adoraban al único Señor de todo el universo; pero también eran súbditos y vasallos del mayor príncipe de la tierra, en cuyo dominio estaban ya los de Tlascala, pues siendo hermanos de los españoles, no podían dejar de obedecer a quien ellos obedecían». Pasó luego a discurrir en lo más esencial, y aunque oró fervorosamente contra la idolatría, hallando con su buena razón bastantes fundamentos para impugnar y destruir la multiplicidad de los dioses, y el horror abominable de sus sacrificios: cuando llegó a tocar en los misterios de la fe le parecieron dignos de mejor aplicación, y dio lugar (discreto hasta en callar a tiempo) para que hablase el padre fray Bartolomé de Olmedo. Procuró este religioso introducirlos poco a poco en el conocimiento de la verdad, explicando como docto y como prudente los puntos principales de la religión cristiana, de modo que pudiese abrazarlos la voluntad sin fatiga del entendimiento; porque nunca es bien dar con toda la luz en los ojos que habitan en la oscuridad. Pero Magiscatzin y los demás que le asistían dieron por entonces poca esperanza de reducirse. Decían «que aquel Dios a quien adoraban los españoles era muy grande, y sería mayor que los suyos, pero que cada uno tenía poder en su tierra, y allí necesitaban de un Dios contra los rayos y tempestades: de otro para las avenidas y las mieses; de otro para la guerra, y así de las demás necesidades, porque no era posible que uno solo cuidase de todo». Mejor admitieron la proposición del señor temporal, porque se allanaron desde luego a ser sus vasallos, y preguntaban si los defendería de Motezuma, poniendo en esto la razón de su obediencia; pero al mismo tiempo pedían con humildad y encogimiento: «que no saliese de allí la plática de mudar religión, porque si lo llegaban a entender sus dioses llamarían a sus tempestades, y echarían mano de sus avenidas para que los aniquilasen»; así los tenía poseídos el error y atemorizados el demonio. Lo más que se pudo conseguir entonces fue que dejasen los sacrificios de sangre humana, porque les hizo fuerza lo que se oponía a la ley natural; y con efecto fueron puestos en libertad los miserables cautivos que habían de morir en sus festividades, y se rompieron diferentes cárceles y jaulas donde los tenían y preparaban con el buen tratamiento, no tanto porque llegasen decentes al sacrificio, como porque no viniesen deslucidos al plato.

No quedó satisfecho Hernán Cortés con esta demostración, antes proponía entre los suyos que se derribasen los ídolos, trayendo en consecuencia la facción y el suceso de Zempoala, como si fuera lo mismo intentar semejante novedad en lugar de tanto mayor población: engañábale su celo y no le desengañaba su ánimo. Pero el padre fray Bartolomé de Olmedo le puso en razón, diciéndole con entereza religiosa: «que no estaba sin escrúpulo de la fuerza que se hizo a los de Zempoala, porque se compadecían mal la violencia y el Evangelio, y aquello en la substancia era derribar los altares y dejar los ídolos en el corazón». A que añadió «que la empresa de reducir aquellos gentiles pedía más tiempo y más suavidad, porque no era buen camino para darles a conocer su engaño malquistar con torcedores la verdad, y antes de introducir a Dios, se debía desterrar al demonio: guerra de otra milicia y de otras armas». A cuya persuasión y autoridad rindió Hernán Cortés su dictamen, reprimiendo los ímpetus de su piedad, y de allí adelante se trató solamente de ganar y disponer las voluntades de aquellos indios, haciendo amable con las obras la religión, para que a vista de ellas conociesen la disonancia y abominación de sus costumbres, y por éstas la deformidad y torpeza de sus dioses.




ArribaAbajoCapítulo IV

Despacha Hernán Cortés los embajadores de Motezuma: reconoce Diego de Ordaz el volcán de Popocatepec, y se resuelve la jornada por Cholula


Pasados tres o cuatro días que se gastaron en estas primeras funciones de Tlascala, volvió el ánimo Cortés al despacho de los embajadores mejicanos. Detúvolos para que viesen totalmente rendidos a los que tenían por indómitos, y la respuesta que les dio fue breve y artificiosa: «que dijesen a Motezuma lo que llevaban entendido y había pasado en su presencia: las instancias y demostraciones con que solicitaron y merecieron la paz los de Tlascala; el afecto y buena correspondencia con que la mantenían: que ya estaban a su disposición, y era tan dueño de sus voluntades, que esperaba reducirlos a la obediencia de su príncipe, siendo ésta una de las conveniencias que resultarían de su embajada, entre otras de mayor importancia que le obligaban a continuar el viaje y a solicitar entonces su benignidad para merecer después su agradecimiento». Con cuyo despacho y la escolta que pareció necesaria, partieron luego los embajadores, más enterados de la verdad que satisfechos de la respuesta. Y Hernán Cortés se halló empeñado en detenerse algunos días en Tlascala, porque iban llegando a dar la obediencia los pueblos principales de la república, y las naciones de su confederación, cuyo acto se revalidaba con instrumento público, y se autorizaba con el nombre del rey don Carlos, conocido ya y venerado entre aquellos indios, con un género de verdad en la sujeción que se dejaba colegir del respeto que tenían a sus vasallos.

Sucedió por este tiempo un accidente que hizo novedad a los españoles y puso en confusión a los indios. Descúbrese desde lo alto del sitio donde estaba entonces la ciudad de Tlascala el volcán de Popocatepec, en la cumbre de una sierra, que a distancia de ocho leguas se descuella considerablemente sobre los otros montes. Empezó en aquella sazón a turbar el día con grandes y espantosas avenidas de humo, tan rápido y violento, que subía derecho largo espacio del aire sin ceder a los ímpetus del viento, hasta que perdiendo la fuerza en lo alto se dejaba espaciar y dilatar a todas partes, y formaba una nube más o menos oscura, según la porción de ceniza que llevaba consigo. Salían de cuando en cuando mezcladas con el humo, algunas llamaradas o globos de fuego que al parecer se dividían en centellas, y serían las piedras encendidas que arrojaba el volcán, o algunos pedazos de materia combustible que duraban según su alimento.

No se espantaban los indios de ver el humo por ser frecuente y casi ordinario en este volcán, pero el fuego, que se manifestaba pocas veces, los entristecía y atemorizaba como presagio de venideros males, porque tenían aprendido que las centellas cuando se derramaban por el aire y no volvían a caer en el volcán, eran las almas de los tiranos que salían a castigar la tierra, y que sus dioses cuando estaban indignados se valían dellos como instrumentos adecuados a la calamidad de los pueblos.

En este delirio de su imaginación estaban discurriendo con Hernán Cortés, Magiscatzin y algunos de aquellos magnates que ordinariamente le asistían; y él reparando en aquel rudo conocimiento que mostraban de la inmortalidad, premio y castigo de las almas, procuraba darles a entender los errores con que tenían desfigurada esta verdad, cuando entró Diego de Ordaz a pedirle licencia para reconocer desde más cerca el volcán, ofreciendo subir a lo alto de la sierra y observar todo el secreto de aquella novedad. Espantáronse los indios de oír semejante proposición, y procurando informarle del peligro y desviarle del intento, decían: «que los más valientes de su tierra sólo se atrevían a visitar alguna vez unas ermitas de sus dioses que estaban a la mitad de la eminencia, pero que de allí adelante no se hallaría huella de humano pie, ni eran sufribles los temblores y bramidos con que se defendía la montaña». Diego de Ordaz se encendió más en su deseo con la misma dificultad que le ponderaban; y Hernán Cortés, aunque lo tuvo por temeridad, le dio licencia para intentarlo, porque viesen aquellos indios que no estaban negados sus imposibles al valor de los españoles, celoso a todas horas de su reputación y la de su gente.

Acompañaron a Diego de Ordaz en esta facción dos soldados de su compañía, y algunos indios principales que ofrecieron llegar con él hasta las ermitas, lastimándose mucho de que iban a ser testigos de su muerte. Es el monte muy delicioso en su principio, hermoseándole por todas partes frondosas arboledas, que subiendo largo trecho con la cuesta, suavizan el camino con su amenidad, y al parecer con engañoso divertimiento llevan al peligro por el deleite. Vase después esterilizando la tierra, parte con la nieve, que dura todo el año en los parajes que desampara el sol o perdona el fuego, y parte con la ceniza, que blanquea también desde lejos con la oposición del humo. Quedáronse los indios en la estancia de las ermitas, y partió Diego de Ordaz con sus dos soldados, trepando animosamente por los riscos y poniendo muchas veces los pies donde estuvieron las manos, pero cuando llegaron a poca distancia de la cumbre, sintieron que se movía la tierra con violentos y repetidos vaivenes, y percibieron los bramidos horribles del volcán, que a breve rato disparó con mayor estruendo gran cantidad de fuego envuelto en humo y ceniza, y aunque subió derecho sin calentar lo transversal del aire, se dilató después en lo alto, y volvió sobre los tres una lluvia de ceniza tan espesa y tan encendida, que necesitaron de buscar su defensa en el cóncavo de una peña, donde faltó el aliento a los españoles, y quisieron volverse, pero Diego de Ordaz viendo que cesaba el terremoto, que se mitigaba el estruendo y salía menos denso el humo, los animó a adelantarse, y llegó intrépidamente a la boca del volcán, en cuyo fondo observó una gran masa de fuego, que al parecer hervía como materia líquida y resplandeciente, y reparó en el tamaño de la boca, que ocupaba casi toda la cumbre y tendría como un cuarto de legua su circunferencia. Volvieron con esta noticia, y recibieron norabuena de su hazaña, con grande asombro de los indios que redundó en mayor estimación de los españoles. Esta bizarría de Diego de Ordaz no pasó entonces de una curiosidad temeraria, pero el tiempo la hizo de consecuencia, y todo servía en esta obra, pues hallándose después el ejército con falta de pólvora para la segunda entrada que se hizo por fuerza de armas en Méjico, se acordó Cortés de los hervores de fuego líquido que se vieron en este volcán, y halló en él toda la cantidad que hubo menester de finísimo azufre para fabricar esta munición; con que se hizo recomendable y necesario el arrojamiento de Diego de Ordaz, y fue su noticia de tanto provecho en la conquista, que se la premió después el emperador con algunas mercedes, y ennobleció la misma facción dándole por armas el volcán.

Veinte días se detuvieron los españoles en Tlascala, parte por las visitas que ocurrieron de las naciones vecinas, y parte por el consuelo de los mismos naturales, tan bien hallados ya con los españoles, que procuraban dilatar el plazo de su ausencia con varios festejos y regocijos públicos, bailes a su modo, y ejercicios de sus agilidades. Señalado el día para la jornada, se movió disputa, sobre la elección del camino: inclinábase Cortés a ir por Cholula, ciudad, como dijimos, de gran población, en cuyo distrito solían alojarse las tropas veteranas de Motezuma.

Contradecían esta resolución los tlascaltecas, aconsejando que se guiase la marcha por Guajocingo, país abundante y seguro; porque los de Cholula, sobre ser naturalmente sagaces y traidores, obedecían con miedo servil a Motezuma siendo los vasallos de su mayor confianza y satisfacción; a que añadían: «que aquella ciudad estaba reputada en todos sus contornos por tierra sagrada y religiosa, por tener dentro de sus muros más de cuatrocientos templos, con unos dioses tan mal acondicionados, que asombraban el mundo con sus prodigios; por cuya razón no era seguro penetrar sus términos sin tener primero algunas señales de su beneplácito». Los zempoales, menos supersticiosos ya con el trato de los españoles, despreciaban estos prodigios, pero seguían la misma opinión, acordando y repitiendo los motivos que dieron en Zocothlan para desviar el ejército de aquella ciudad.

Pero antes que se tomase acuerdo en este punto, llegaron nuevos embajadores de Motezuma con otro presente, y noticia de que ya estaba su emperador reducido a dejarse visitar de los españoles, dignándose de recibir gratamente la embajada que le traían: y entre otras cosas que discurrieron concernientes al viaje, dieron a entender que dejaban prevenido el alojamiento en Cholula: con que se hizo necesario el empeño de ir por aquella ciudad, no porque se fiase mucho de esta inopinada y repentina mudanza de Motezuma, ni dejase de parecer intempestiva y sospechosa tanta facilidad sobre tanta resistencia; pero Hernán Cortés ponía gran cuidado en que no le viesen aquellos mejicanos receloso, de cuyo temer se componía su mayor seguridad. Los tlascaltecas del gobierno, cuando supieron la proposición de Motezuma, dieron por hecho el trato doble de Cholula, y volvieron a su instancia, temiendo con buena voluntad el peligro de sus amigos; y Magiscatzin, que tenía mayor afecto a los españoles, y amaba particularmente a Cortés con inclinación apasionada, le apretó mucho en que no fuese por aquella ciudad, pero él, que deseaba darle satisfacción de lo que agradecía su cuidado y estimaba su consejo, convocó luego a sus capitanes, y en su presencia se propuso la duda y se pesaron las razones que por una y otra parte ocurrían, cuya resolución fue: «que ya no era posible dejar de admitir el alojamiento que proponían los mejicanos sin que pareciese recelo anticipado; ni cuando fuese cierta la sospecha, convenía pasar a mayor empeño, dejando la traición a las espaldas; antes se debía ir a Cholula para descubrir el ánimo de Motezuma, y dar nueva reputación al ejército con el castigo de sus asechanzas». Redújose Magiscatzin al mismo dictamen, venerando con docilidad el superior juicio de los españoles. Pero sin apartarse del recelo que le obligó a sentir lo contrario, pidió licencia para juntar las tropas de la república, y asistir a la defensa de sus amigos en un peligro tan evidente, que no era razón que por ser ellos invencibles quitasen a los tlascaltecas la gloria de cumplir con su obligación. Pero Hernán Cortés, aunque no dejaba de conocer el riesgo, ni le sonó mal este ofrecimiento, se detuvo en admitirle porque le hacía disonancia el empezar tan presto a disfrutar los socorros de aquella gente recién pacificada, y así le respondió agradeciendo mucho su atención; y últimamente le dijo: «que no era necesaria por entonces aquella prevención», pero se lo dijo con flojedad, como quien deseaba que se hiciese y no quería darlo a entender: especie de rehusar que suele ser poco menos que pedir.




ArribaAbajoCapítulo V

Hállanse nuevos indicios del trato doble de Cholula: marcha el ejército la vuelta de aquella ciudad, reforzado con algunas capitanías de Tlascala


Era cierto que Motezuma, sin resolverse a tomar las armas contra los españoles, trataba de acabar con ellos, sirviéndose del ardid primero que de la fuerza. Teníanle de nuevo atemorizado las respuestas de sus oráculos; y el demonio, a quien embarazaba mucho la vecindad de los cristianos, le apretaba con horribles amenazas en que los apartase de sí: unas veces enfurecía los sacerdotes y agoreros para que le irritasen y enfureciesen; otras se le aparecía tomando la figura de sus ídolos y le hablaba para introducir desde más cerca el espíritu de la ira en su corazón, pero siempre le dejaba inclinado a la traición y al engaño, sin proponerle que usase de su poder y de sus fuerzas, o no tendría permisión para mayor violencia, o como nunca sabe aconsejar lo mejor, le retiraba los medios generosos para envilecerse con lo mismo que le animaba. Por una parte le faltaba el valor para dejarse ver de aquella gente prodigiosa; y por otra le parecía despreciable y de corto número su ejército para empeñar descubiertamente sus armas; y hallando pundonor en los engaños, trataba sólo de apartarlos de Tlascala, donde no podía introducir las asechanzas, y llevarlos a Cholula, donde las tenía ya dispuestas y prevenidas.

Reparó Hernán Cortés en que no venían los de aquel gobierno a visitarle, y comunicó su reparo a los embajadores mejicanos, extrañando mucho la desatención de los caciques a cuyo cargo estaba su alojamiento, pues no podían ignorar que le habían visitado con menos obligación todas las poblaciones del contorno. Procuraron ellos disculpar a los de Cholula, sin dejar de confesar su inadvertencia, y al parecer solicitaron la enmienda con algún aviso en diligencia, porque tardaron poco en venir de parte de la ciudad cuatro indios mal ataviados, gente de poca suposición para embajadores, según el uso de aquellas naciones: desacato que acriminaron los de Tlascala como nuevo indicio de su mala intención; y Hernán Cortés no los quiso admitir, antes mandó que se volviesen luego, diciendo en presencia de los mejicanos: «que sabían poco de urbanidad los caciques de Cholula, pues querían enmendar un descuido con una descortesía».

Llegó el día de la marcha, y por más que los españoles tomaron la mañana para formar su escuadrón y el de los zempoales, hallaron ya en el campo un ejército de tlascaltecas, prevenido por el senado a instancia de Magiscatzin, cuyos cabos dijeron a Cortés: «que tenían orden de la república para servir debajo de su mano y seguir sus banderas en aquella jornada, no sólo hasta Cholula, sino hasta Méjico, donde consideraban el mayor peligro de su empresa». Estaba la gente puesta en orden, y aunque unida y apretada, según el estilo de su milicia, ocupaba largo espacio de tierra, porque habían convocado todas las naciones de su confederación, y hecho un esfuerzo extraordinario para la defensa de sus amigos; suponiendo que llegaría el caso de afrontarse con las huestes de Motezuma. Distinguíanse las capitanías por el color de los penachos, y por la diferencia de las insignias, águilas, leones y otros animales feroces levantados en alto, que no sin presunción de jeroglíficos o empresas, contenían significación, y acordaban a los soldados la gloria militar de su nación. Algunos de nuestros escritores se alargan a decir que constaba todo el grueso de cien mil hombres armados: otros andan más detenidos en lo verosímil, pero con el número menor, queda grande la acción de los tlascaltecas, digna verdaderamente de ponderación por la sustancia y por el modo. Agradeció Cortés con palabras de todo encarecimiento esta demostración, y necesitó de alguna porfía para reducirlos a que no convenía que le siguiese tanta gente cuando iba de paz; pero lo consiguió finalmente, dejándolos satisfechos con permitir que le siguiesen algunas capitanías con sus cabos, y quedase reservado el grueso para marchar en su socorro si lo pidiese la necesidad. Nuestro Bernal Díaz escribe que llevó consigo dos mil tlascaltecas; Antonio de Herrera dice tres mil; pero el mismo Hernán Cortés confiesa en sus relaciones que llevó seis mil; y no cuidaba tan poco de su gloria, que supondría mayor número de gente para dejar menos admirable su resolución.

Puesta en orden la marcha...; pero no pasemos en silencio una novedad que merece reflexión, y pertenece a este lugar. Quedó en Tlascala cuando salieron los españoles de aquella ciudad, una cruz de madera fija en lugar eminente y descubierto, que se colocó de común consentimiento el día de la entrada; y Hernán Cortés no quiso que se deshiciese, por más que se notasen como culpas los excesos de piedad; antes encargó a los caciques su veneración: pero debía ser necesaria mayor recomendación, para que durase con seguridad entre aquellos infieles, porque apenas se apartaron de la ciudad los cristianos, cuando a vista de los indios bajó del cielo una prodigiosa nube a cuidar de su defensa. Era de agradable y exquisita blancura; y fue descendiendo por la región del aire, hasta que dilatada en forma de columna, se detuvo perpendicularmente sobre la misma cruz, donde perseveró más o menos distinta (¡maravillosa providencia!) tres o cuatro años que se dilató por varios accidentes la conversión de aquella provincia. Salía de la nube un género de resplandor mitigado que infundía veneración, y no se dejaba mezclar entre las tinieblas de la noche. Los indios se atemorizaban al principio conociendo el prodigio, sin discurrir en el misterio, pero después consideraron mejor aquella novedad, y perdieron el miedo sin menoscabo de la admiración. Decían públicamente que aquella santa señal encerraba dentro de sí alguna deidad, y que no en vano la veneraban tanto sus amigos los españoles; procuraban imitarlos doblando la rodilla en su presencia, y acudían a ella en sus necesidades, sin acordarse de los ídolos, o frecuentando menos sus adoratorios; cuya devoción (si así se puede llamar aquel género de afecto que sentían como influencia de causa no conocida) fue creciendo con tanto fervor de nobles y plebeyos, que los sacerdotes y agoreros entraron en celos de su religión, y procuraron diversas veces arrancar y hacer pedazos la cruz; pero siempre volvían escarmentados, sin atreverse a decir lo que les sucedía por no desautorizarse con el pueblo. Así lo refieren autores fidedignos, y así cuidaba el cielo de ir disponiendo aquellos ánimos para que recibiesen después con menos resistencia el Evangelio; como el labrador que antes de repetir la semilla, facilita su producción con el primer beneficio de la tierra.

No se ofreció novedad en la primera marcha, porque ya no lo era el concurso innumerable de los indios que salían a los caminos, ni aquellos alaridos que pasaban por aclamaciones. Camináronse cuatro leguas de las cinco que distaba entonces Cholula de la antigua Tlascala, y pareció hacer alto cerca de un río de apacible ribera, por no entrar con la noche a los ojos en lugar de tanta población. Poco después que se asentó el cuartel y distribuyeron las órdenes convenientes a su defensa y seguridad, llegaron segundos embajadores de aquella ciudad, gente de más porte y mejor adornada. Traían un regalo de vituallas diferentes, y dieron su embajada con grande aparato de reverencias, que se redujo a disculpar la tardanza de sus caciques, con pretexto de que no podían entrar en Tlascala, siendo sus enemigos los de aquella nación: ofrecer el alojamiento que tenía prevenida su ciudad; y ponderar el regocijo con que celebraban sus ciudadanos la dicha de merecer unos huéspedes tan aplaudidos por sus hazañas, y tan amables por su benignidad; dicho uno y otro con palabras al parecer sencillas, o que traían bien desfigurado el artificio. Hernán Cortés admitió gratamente la disculpa y el regalo, cuidando también de que no se conociese afectación en su seguridad, y el día siguiente, poco después de amanecer, se continuó la marcha con la misma orden, y no sin algún cuidado, que obligó a mayor vigilancia, porque tardaba el recibimiento de la ciudad, y no dejaba de hacer ruido este reparo entre los demás indicios. Pero al llegar el ejército cerca de la población, prevenidas ya las armas para el combate, se dejaron ver los caciques y sacerdotes con numeroso acompañamiento de gente desarmada. Mandó Cortés que se hiciese alto para recibirlos, y ellos cumplieron con su función tan reverentes y regocijados, que no dejaron que recelar por entonces al cuidado con que observaban sus acciones y movimientos; pero al reconocer el grueso de los tlascaltecas que venían en la retaguardia torcieron el semblante, y se levantó entre los más principales del recibimiento un rumor desagradable, que volvió a despertar el recelo de los españoles. Diose orden a doña Marina para que averiguase la causa de aquella novedad, y por su medio respondieron «que los de Tlascala no podían entrar con armas en su ciudad, siendo enemigos de su nación, y rebeldes a su rey». Instaban en que se detuviesen y retirasen luego a su tierra, como estorbos de la paz que se venía publicando; y representaban sus inconvenientes, sin alterarse ni descomponerse: firmes en que no era posible, pero contenida la determinación en los límites del ruego.

Hallóse Cortés algo embarazado con esta demanda, que parecía justificada y podía ser poco segura: procuró sosegarlos con esperanzas de algún temperamento que mediase aquella diferencia; y comunicando brevemente la materia con sus capitanes, pareció que sería bien proponer a los tlascaltecas que se alojasen fuera de la ciudad hasta que se penetrase la intención de aquellos caciques, o se volviese a la marcha. Fueron con esta proposición, que al parecer tenía su dureza, los capitanes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid; y la hicieron, valiéndose igualmente de la persuasión y de la autoridad, como quien llevaba la orden y obligaba con dar la razón. Pero ellos anduvieron tan atentos, que atajaron la instancia diciendo: «que no venían a disputar, sino a obedecer; y que tratarían luego de abarracarse fuera de la población, en paraje donde pudiesen acudir prontamente a la defensa de sus amigos, ya que se querían aventurar contra toda razón, fiándose de aquellos traidores». Comunicóse luego este partido con los de Cholula, y le abrazaron también con facilidad, quedando ambas naciones no sólo satisfechas, sino con algún género de vanidad hecha de su misma oposición: los unos porque se persuadieron a que vencían, dejando poco airosos y desacomodados a sus enemigos; y los otros porque se dieron a entender que el no admitirlos en su ciudad era lo mismo que temerlos: así equivoca la imaginación de los hombres la esencia y el color de las cosas, que ordinariamente se estiman como se aprenden, y se aprenden como se desean.




ArribaAbajoCapítulo VI

Entran los españoles en Cholula, donde procuran engañarlos con hacerles en lo exterior buena acogida: descúbrese la traición que tenían prevenida, y se dispone su castigo


La entrada que los españoles hicieron en Cholula fue semejante a la de Tlascala: innumerable concurso de gente que se dejaba romper con dificultad; aclamaciones de bullicio; mujeres que arrojaban y repartían ramilletes de flores; caciques y sacerdotes que frecuentaban reverencias y perfumes; variedad de instrumentos, que hacían más estruendo que música; repartidos por las calles; y tan bien imitado en todos el regocijo, que llegaron a tenerle por verdadero los mismos que venían recelosos. Era la ciudad de tan hermosa vista, que la comparaban a nuestra Valladolid, situada en un llano desahogado por todas partes del horizonte, y de grande amenidad: dicen que tendría veinte mil vecinos dentro de sus muros, y que pasaría de este número la población de sus arrabales.

Frecuentábanla ordinariamente muchos forasteros, parte como santuario de sus dioses, y parte como emporio de su mercancía. Las calles eran anchas y bien distribuidas; los edificios mayores y de mejor arquitectura que los de Tlascala, cuya opulencia se hacía más suntuosa con las torres, que daban a conocer la multitud de sus templos; la gente menos belicosa que sagaz; hombres de trato y oficiales; poca distinción, y mucho pueblo.

El alojamiento que tenían prevenido se componía de dos o tres casas grandes y contiguas, donde cupieron españoles y zempoales, y pudieron fortificarse unos y otros como lo aconsejaba la ocasión y no lo extrañaba la costumbre. Los tlascaltecas eligieron sitio para su cuartel poco distante de la población, y cerrándole con algunos reparos, hacían sus guardias, y ponían sus centinelas, mejorada ya su milicia con la imitación de sus amigos. Los primeros tres o cuatro días fue todo quietud y buen pasaje.

Los caciques acudían con puntualidad al obsequio de Cortés, y procuraban familiarizarse con sus capitanes. La provisión de las vituallas corría con abundancia y liberalidad, y todas las demostraciones eran favorables, y convidaban a la seguridad; tanto que se llegaron a tener por falsos y ligeramente creídos los rumores antecedentes (fácil a todas horas en fabricar o fingir sus alivios el cuidado), pero no tardó mucho en manifestar la verdad, ni aquella gente acertó a durar en su artificio hasta lograr sus intentos: astuta por naturaleza y profesión, pero no tan despierta y avisada que se supiesen entender su habilidad y su malicia.

Fueron poco a poco retirando los víveres: cesó de una vez el agasajo y asistencia de los caciques. Los embajadores de Motezuma tenían sus conferencias recatadas con los sacerdotes: conocíase algún género de irrisión y falsedad en los semblantes, y todas las señales inducían novedad, y despertaban el recelo mal adormecido. Trató Cortés de aplicar algunos medios para inquirir y averiguar el ánimo de aquella gente, y al mismo tiempo se descubrió de sí misma la verdad; adelantándose a las diligencias humanas la providencia del cielo, tantas veces experimentada en esta conquista.

Estrechó amistad con doña Marina una india anciana, mujer principal y emparentada en Cholula. Visitábala muchas veces con familiaridad, y ella no se lo desmerecía con el atractivo natural de su agrado y discreción. Vino aquel día más temprano, y al parecer asustada o cuidadosa, retiróla misteriosamente de los españoles, y encargando el secreto con lo mismo que recataba la voz, empezó a condolerse de su esclavitud, y a persuadirla «que se apartase de aquellos extranjeros aborrecibles, y se fuese a su casa, cuyo albergue la ofrecía como refugio de su libertad». Doña Marina, que tenía bastante sagacidad, confirió esta prevención con los demás indios; y fingiendo que venía oprimida y contra su voluntad entre aquella gente, facilitó la fuga y aceptó el hospedaje con tantas ponderaciones de su agradecimiento, que la india se dio por segura, y descubrió todo el corazón. Díjola: «que convenía en todo caso que se fuese luego, porque se acercaba el plazo señalado entre los suyos para destruir a los españoles, y no era razón que una mujer de sus prendas pereciese con ellos; que Motezuma tenía prevenidos a poca distancia veinte mil hombres de guerra para dar calor a la facción: que de este grueso habían entrado ya en la ciudad a la deshilada seis mil soldados escogidos; que se habían repartido cantidad de armas entre los paisanos; que tenían de repuesto muchas piedras sobre los terrados, y abiertas en las calles profundas zanjas, en cuyo fondo habían fijado estacas puntiagudas, fingiendo el plano con una cubierta de la misma tierra fundada sobre apoyos frágiles para que cayesen y se mancasen los caballos; que Motezuma trataba de acabar con todos los españoles; pero encargaba que le llevasen algunos vivos para satisfacer su curiosidad y al obsequio de sus dioses, y que había presentado a la ciudad una caja de guerra hecha de oro cóncavo primorosamente vaciado, para excitar los ánimos con este favor militar». Y últimamente doña Marina, dando a entender que se alegraba de lo bien que tenía dispuesta su empresa, y dejando caer algunas preguntas, como quien celebraba lo que inquiría, se halló con noticias cabal de toda la conjuración. Fingió que se quería ir luego en su compañía, y con pretexto de recoger sus joyas y algunas preseas de su peculio, hizo lugar para desviarse de ella sin desconfiarla; dio cuenta de todo a Cortés, y él mandó prender a la india que a pocas amenazas confesó la verdad, entre turbada y convencida.

Poco después vinieron unos soldados tlascaltecas recatados en traje de paisanos, y dijeron a Cortés de parte de sus cabos: «que no se descuidase, porque habían visto desde su cuartel que los de Cholula retiraban a los lugares del contorno su ropa y sus mujeres»; señal evidente de que maquinaban alguna traición. Súpose también que aquella mañana se había celebrado en el templo mayor de la ciudad un sacrificio de diez niños de ambos sexos; ceremonia de que usaban cuando querían emprender algún hecho militar, y al mismo tiempo llegaron dos o tres zempoales que saliendo casualmente a la ciudad, habían descubierto el engaño de las zanjas, y visto en las calles de los lados algunos reparos y estacadas que tenían hechos para guiar los caballos al precipicio.

No se necesitaba de mayor comprobación para verificar el intento de aquella gente, pero Hernán Cortés quiso apurar más la noticia, y poner su razón en estado que no se la pudiesen negar, teniendo algunos testigos principales de la misma nación que hubiesen confesado el delito, para cuyo efecto mandó llamar al primer sacerdote, de cuya obediencia pendían los demás, y que le trajesen otros dos o tres de la misma profesión, gente que tenía grande autoridad con los caciques, y mayor con el pueblo. Fuelos examinando separadamente, no como quien dudaba de su intención, sino como quien se lamentaba de su alevosía, y dándoles todas las señas de lo que sabía, callaba el modo para cebar su admiración con el misterio, y dejarlos desvariar en el concepto de su ciencia. Ellos se persuadieron a que hablaban con alguna deidad que penetraba lo más oculto de los corazones, y no se atrevieron a proseguir su engaño; antes confesaron luego la traición con todas sus circunstancias, culpando a Motezuma, de cuya orden estaba dispuesta y prevenida. Mandólos aprisionar secretamente por que no moviesen algún ruido en la ciudad. Dispuso también que se tuviese cuidado con los embajadores de Motezuma, sin dejarlos salir, ni comunicar con los de la tierra; y convocando a sus capitanes, les refirió todo el caso, y les dio a entender cuanto convenía no dejar sin castigo aquel atentado; facilitando la facción, y ponderando sus consecuencias con tanta energía y resolución, que todos se redujeron a obedecerle, dejando a su prudencia la dirección y el acierto.

Hecha esta diligencia, llamó a los caciques gobernadores de la ciudad, y publicó su jornada para otro día; no porque la tuviese dispuesta ni fuese posible, sino por estrechar el término a sus prevenciones. Pidióles bastimentos para la marcha, indios de carga para el bagaje, y hasta dos mil hombres de guerra que le acompañasen, como lo habían hecho los tlascaltecas y zempoales. Ellos ofrecieron con alguna tibieza y falsedad los bastimentos y tamemes, y con mayor prontitud la gente armada que se les pedía, en que andaban encontrados los designios. Pedíala Cortés para desunir sus fuerzas, y tener en su poder parte de los traidores que había de castigar; y los caciques la ofrecían para introducir en el ejército contrario aquellos enemigos encubiertos, y servirse de ellos cuando llegase la ocasión: ardides ambos que tenían su razón militar, si puede llamarse razón este género de engaños que hizo lícitos la guerra y nobles el ejemplo.

Diose noticia de todo a los tlascaltecas, y orden para que estuviesen alerta, y al rayar el día se fuesen acercando a la población como que se movían para seguir su marcha, y en oyendo el primer golpe de los arcabuces, entrasen a viva fuerza en la ciudad, y viniesen a incorporarse con el ejército, llevándose tras sí toda la gente que hallasen armada. Cuidóse también de que los españoles y zempoales tuviesen prevenidas sus armas, y entendida la facción en que las habían de emplear. Y luego que llegó la noche, cerrado ya el cuartel con las guardias y centinelas a que obligaba la ocurrencia presente, llamó Cortés a los embajadores de Motezuma, y con señas de intimidad, como quien les fiaba lo que no sabían, les dijo: «que había descubierto y averiguado una gran conjuración que le tenían armada los caciques y ciudadanos de Cholula: dioles señas de todo lo que ordenaban y disponían contra su persona y ejército: ponderó cuánto faltaban a las leyes de la hospitalidad, al establecimiento de la paz, y al seguro de su príncipe». Y añadió: «que no solamente lo sabía por su propia especulación y vigilancia: pero se lo habían confesado ya los principales conjurados; disculpándose del trato doble con otra mayor culpa, pues se atrevían a decir que tenían orden y asistencias de Motezuma para deshacer alevosamente su ejército: lo cual ni era verosímil, ni se podía creer semejante indignidad de un príncipe tan grande. Por cuya causa estaba resuelto a tomar satisfacción de su ofensa con todo el rigor de sus armas, y se lo comunicaba para que tuviesen comprendida su razón, y entendido que no le irritaba tanto el delito principal, como la circunstancia de querer aquellos sediciosos autorizar su traición con el nombre de su rey».

Los embajadores procuraron fingir como pudieron que no sabían la conjuración, y trataron de salvar el crédito de su príncipe, siguiendo el camino en que los puso Cortés con bajar el punto de su queja. No convenía entonces desconfiar a Motezuma, ni hacer de un poderoso resuelto a disimular, un enemigo poderoso descubierto: por cuya consideración se determinó a desbaratar sus designios sin darle a entender que los conocía; tratando solamente de castigar la obra en sus instrumentos, y contentándose con reparar el golpe sin atender al brazo. Miraba como empresa de poca dificultad el deshacer aquel trozo de gente armada que tenían prevenida para socorrer la sedición, hecho a mayores hazañas con menores fuerzas; y estaba tan lejos de poner duda en el suceso, que tuvo a felicidad (o por lo menos así lo ponderaba entre los suyos) que se le ofreciese aquella ocasión de adelantar con los mejicanos la reputación de sus armas: y a la verdad no le pesó de ver tan embarazado en los ardides el ánimo de Motezuma; pareciéndole que no discurriría en mayores intentos quien le buscaba por las espaldas y descubría entre sus mismos engaños la flaqueza de su resolución.




ArribaAbajoCapítulo VII

Castígase la traición de Cholula: vuélvese a reducir y pacificar la ciudad, y se hacen amigos los de esta nación con los tlascaltecas


Fueron llegando con el día los indios de carga que se habían pedido, y algunos bastimentos, prevenido uno y otro con engañosa puntualidad. Vinieron después en tropas deshiladas los indios armados que, con pretexto de acompañar la marcha, traían su contraseña para embestir por la retaguardia cuando llegase la ocasión, en cuyo número no anduvieron escasos los caciques, antes dieron otro indicio de su intención enviando más gente de la que se les pedía, pero Hernán Cortés los hizo dividir en los patios del alojamiento, donde los aseguró mañosamente, dándoles a entender que necesitaba de aquella separación para ir formando los escuadrones a su modo. Puso luego en orden sus soldados bien instruidos en lo que debían ejecutar, y montando a caballo con los que le habían de seguir en la facción, hizo llamar a los caciques para justificar con ellos su determinación; de los cuales vinieron algunos, y otros se excusaron. Díjoles en voz alta, y doña Marina se lo interpretó con igual vehemencia «que ya estaba descubierta su traición, y resuelto su castigo, de cuyo rigor conocerían cuánto les convenía la paz que trataban de romper alevosamente». Y apenas empezó a protestarles el daño que recibiesen, cuando ellos se retiraron a incorporarse con sus tropas, huyendo en más que ordinaria diligencia, y rompiendo la guerra con algunas injurias y amenazas que se dejaron oír desde lejos. Mandó entonces Hernán Cortés que cerrase la infantería con los indios naturales que tenía dividido en los patios, y aunque fueron hallados con las armas prevenidas para ejecutar su traición, y trataron de unirse para defenderse, quedaron rotos y deshechos con poca dificultad, escapando solamente con vida los que pudieron esconderse o se arrojaron por las paredes, sirviéndose de su ligereza y de sus mismas lanzas para saltar de la otra parte.

Aseguradas las espaldas con el estrago de aquellos enemigos encubiertos, se hizo la seña para que se moviesen los tlascaltecas; avanzó poco a poco el ejército por la calle principal, dejando en el cuartel la guardia que pareció necesaria. Echáronse delante algunos de los zempoales que fuesen descubriendo las zanjas porque no peligrasen los caballos. No estaban descuidados entonces los de Cholula, que hallándose ya empeñados en la guerra descubierta, convocaron el resto de los mejicanos, y unidos en una gran plaza donde había tres o cuatro adoratorios, pusieron en lo alto de sus atrios y torres parte de su gente, y los demás se dividieron en diferentes escuadrones para cerrar con los españoles. Pero al mismo tiempo que desembocó en la plaza el ejército de Cortés, y se dio de una parte y otra la primera carga, cerró por la retaguardia con los enemigos el trozo de Tlascala, cuyo inopinado accidente los puso en tanto pavor y desconcierto, que ni pudieron huir, ni supieron defenderse, y sólo se hallaba más embarazo que oposición en algunas tropas descaminadas que andaban de un peligro en otro con poca o ninguna elección; gente sin consejo que acometía para escapar, y las más veces daban el pecho sin acordarse de las manos. Murieron muchos en este género de combates repetidos, pero el mayor número escapó a los adoratorios, en cuyas gradas y terrados se descubrió una multitud de hombres armados que ocupaban más que guarnecían las eminencias de aquellos grandes edificios. Encargáronse de su defensa los mejicanos, pero se hallaban ya tan embarazados y oprimidos, que apenas pudieron revolverse para darles algunas flechas al viento.

Acercóse con su ejército Hernán Cortés al mayor de los adoratorios, y mandó a sus intérpretes que levantando la voz ofreciesen buen pasaje a los que voluntariamente bajasen a rendirse; cuya diligencia se repitió con segundo y tercer requerimiento, y viendo que ninguno se movía ordenó que se pusiese fuego a los torreones del mismo adoratorio, lo cual asientan que llegó a ejecutarse, y que perecieron muchos al rigor del incendio y la ruina. No parece fácil que se pudiese introducir la llama en aquellos altos edificios sin abrir primero el paso de las gradas, si ya no lo consiguió Hernán Cortés, valiéndose de las flechas encendidas con que arrojaban los indios a larga distancia sus fuegos artificiales. Pero nada bastó para desalojar al enemigo hasta que se abrevió el asalto por el camino que abrió la artillería, y se observó dignamente que sólo uno de tantos como fueron deshechos en este adoratorio se rindió voluntariamente a la merced de los españoles, ¡notable seña de su obstinación!

Hízose la misma diligencia en los demás adoratorios, y después se corrió la ciudad que a breve rato quedó enteramente despoblada, y cesó por falta de enemigos. Los tlascaltecas se desmandaron con algún exceso en el pillaje, y costó su dificultad el recogerlos; hicieron muchos prisioneros; cargaron de ropas y mercaderías de valor, y particularmente se cebaron en los almacenes de la sal, de cuya provisión remitieron luego algunas cargas a su ciudad, atendiendo la necesidad de su patria en el mismo calor de su codicia. Quedaron muertos en las calles, templos y casas fuertes más de seis mil hombres entre naturales y mejicanos. Facción bien ordenada y conseguida sin alguna pérdida de los nuestros, que en la verdad tuvo más de castigo que de victoria.

Retiróse luego Hernán Cortés a su alojamiento con los españoles y zempoales, y señalando cuartel dentro de la ciudad a los tlascaltecas, trató de que fuesen puestos en libertad todos los prisioneros de ambas naciones, cuyo número se componía de la gente más principal que se iba reservando como presa de más estimación. Llamólos primero a su presencia, y mandando que saliesen también de su retiro los sacerdotes, la india que descubrió el trato y los embajadores de Motezuma, hizo a todos un breve razonamiento, doliéndose de que le hubiesen obligado los vecinos de aquella ciudad a tan severa demostración, y después de ponderar el delito y de asegurar a todos que ya estaba desenojado y satisfecho, mandó pregonar el perdón general de lo pasado sin excepción de personas, y pidió con agradable resolución a los caciques que tratasen de que se volviese a poblar su ciudad, recogiendo los fugitivos y asegurando a los temerosos.

No acababan ellos de creer su libertad, enseñados al rigor con que solían tratar a sus prisioneros, y besando la tierra en demostración de su agradecimiento, se ofrecieron con humilde solicitud a la ejecución de esta orden. Los embajadores procuraron disimular su confusión, aplaudiendo el suceso de aquel día, y Hernán Cortés se congratuló con ellos, dejándose llevar de su disimulación para mantenerlos en buena fe y afirmarse con nuevas exterioridades en la política de interesar a Motezuma en el castigo de sus mismas estratagemas. Volvióse a poblar brevemente la ciudad, porque la demostración de poner en libertad a los caciques y sacerdotes con tanta prontitud, y lo que ponderaron ellos esta clemencia de los españoles sobre tan injusta provocación, bastó para que se asegurase la gente que andaba derramada por los lugares del contorno. Restituyéronse luego a sus casas los vecinos con sus familias, abriéronse las tiendas, manifestáronse las mercaderías, y el tumulto se convirtió de una vez en obediencia y seguridad, acción en que no se conoció tanto la natural facilidad con que se movían aquellos indios de un extremo a otro, como el gran concepto en que tenían a los españoles, pues hallaron en la misma justificación de su castigo, toda la razón que hubieron menester para fiarse de su enmienda.

El día siguiente a la facción llegó Xicotencal con un ejército de veinte mil hombres, que al primer aviso de los suyos remitió la república de Tlascala para el socorro de los españoles. Tenían prevenidas sus tropas recelando el suceso, y en todo se iban experimentando las atenciones de aquella nación. Hicieron alto fuera de la ciudad, y Hernán Cortés los visitó y regaló con toda estimación de su fineza, pero los redujo a que se volviesen, diciendo a Xicotencal y a sus capitanes: «que ya no era necesaria su asistencia para la reducción de Cholula, y que hallándose con resolución de marchar brevemente la vuelta de Méjico, no le convenía despertar la resistencia de Motezuma, o provocarle a que rompiese la guerra, introduciendo en su dominio un grueso tan numeroso de tlascaltecas, enemigos descubiertos de los mejicanos». A cuya razón no tuvieron que replicar, antes la conocieron y confesaron con ingenuidad, ofreciendo tener prevenidas sus tropas y acudir al socorro siempre que lo pidiese la necesidad.

Trató Cortés, primero que se retirasen, de hacer amigas aquellas dos naciones de Tlascala y Cholula: introdujo la plática, desvió las dificultades, y como tenía ya tan asentada su autoridad con ambas parcialidades, lo consiguió en breves días, y se celebró acto de confederación y alianza entre las dos ciudades y sus distritos, con asistencia de sus magistrados y con las solemnidades y ceremonias de su costumbre; cuerda mediación a que le obligaría la conveniencia de abrir el paso a los de Tlascala para que pudiesen suministrar con mayor facilidad los socorros de que necesitase, o no dejar aquel estorbo en su retirada, si el suceso no respondiese favorablemente a su esperanza.

Así pasó el castigo de Cholula, tan ponderado en los libros extranjeros y en alguno de los naturales, que consiguió por este medio el aplauso miserable de verse citado contra su nación. Ponen esta facción entre las atrocidades que refieren de los españoles en las Indias, de cuyo encarecimiento se valen para desaprobar o satirizar la conquista. Quieren dar al impulso de la codicia y a la sed del oro toda la gloria de lo que obraron nuestras armas, sin acordarse de que abrieron el paso a la religión, concurriendo en sus operaciones con especial asistencia el brazo de Dios. Lastímanse mucho de los indios, tratándolos como gente indefensa y sencilla para que sobresalga lo que padecieron: maligna compasión, hija del odio y de la envidia. No necesita el caso de Cholula de más defensa que su misma narración. En él se conoce la malicia de aquellos bárbaros, cómo se sabían aprovechar de la fuerza y del engaño, y cuán justamente fue castigada su alevosía; y de él se puede colegir cuán apasionadamente se refieren otros casos de horrible inhumanidad, ponderados con la misma afectación. No dejamos de conocer que se vieron en algunas partes de las Indias acciones dignas de reprensión, obradas con queja de la piedad y de la razón, ¿pero en cuál empresa justa o santa se dejaron de perdonar algunos inconvenientes? ¿De cuál ejército bien disciplinado se pudieron desterrar enteramente los abusos y desórdenes que llama el mundo licencias militares? ¿Y qué tienen que ver estos inconvenientes menores con el acierto principal de la conquista? No pueden negar los émulos de la nación española que resultó de este principio, y se consiguió con estos instrumentos, la conversión de aquella gentilidad, y el verse hoy restituida tanta parte del mundo a su Criador. Querer que no fuese del agrado de Dios y de su altísima ordenación la conquista de las Indias, por este o aquel delito de los conquistadores, es equivocar la sustancia con los accidentes: que hasta en la obra inefable de nuestra redención se propuso como necesaria para la salud universal, la malicia de aquellos pecadores permitidos, que ayudaron a labrar el mayor remedio con la mayor iniquidad. Puédense conocer los fines de Dios en algunas disposiciones que traen consigo las señales de su providencia, pero la proporción o congruencia de los medios por donde se encaminan, es punto reservado a su eterna sabiduría, y tan escondido a la prudencia humana, que se deben oír con desprecio estos juicios apasionados, cuyas sutilezas quieren parecer valentías del entendimiento, siendo en la verdad atrevimientos de la ignorancia.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Parten los españoles de Cholula: ofréceseles nueva dificultad en la montaña de Chalco, y Motezuma procura detenerlos por medio de sus nigrománticos


Íbase acercando el plazo de la jornada, y algunos zempoales de los que militaban en el ejército (temiesen el empeño de pasar a la corte de Motezuma, o pudiese más que su reputación el amor de la patria) pidieron licencia para retirarse a sus casas. Concediósela Cortés sin dificultad, agradeciéndoles mucho lo bien que le habían asistido; y con esta ocasión envió algunas alhajas de presente al cacique de Zempoala, encargándole de nuevo los españoles que dejó en su distrito sobre la fe de su amistad y confederación.

Escribió también a Juan de Escalante, ordenándole con particular instancia que procurase remitirle alguna cantidad de harina para las hostias y vino para las misas, cuya provisión se iba estrechando, y cuya falta sería de gran desconsuelo suyo y de toda su gente. Diole noticia por menor de los progresos de su jornada, para que estuviese de buen ánimo y asistiese con mayor cuidado a la fortaleza de la Vera-Cruz, tratando de ponerla en defensa, no menos por su propia seguridad, que por lo que se debía recelar de Diego Velázquez, cuya natural inquietud y desconfianza no dejaba de hacer algún ruido entre los demás cuidados.

Llegaron a esta sazón nuevos embajadores de Motezuma, que con noticia ya de todo el suceso de Cholula trató de sincerarse con los españoles, dando las gracias a Cortés de que hubiese castigado aquella sedición. Ponderaron frívolamente la indignación y el sentimiento de su rey, cuyo artificio se redujo a infamar con el nombre de traidores a los mismos que le habían obedecido en la traición. Vino dorada esta noticia con otro presente de igual riqueza y ostentación, y según lo que sucedió después, no dejó de tener mayor designio la embajada, porque miró también al intento de poner en nueva seguridad a Cortés para que marchase menos receloso, y se dejase llevar a otra celada que le tenían prevenida en el camino.

Ejecutóse finalmente la marcha después de catorce días que ocuparon los accidentes referidos, y la primera noche se acuarteló el ejército en un villaje de la jurisdicción de Guajocingo, donde acudieron luego los principales de aquel gobierno y de otras poblaciones vecinas con bastante provisión de bastimentos, y algunos presentes de poco valor, bastantes para conocer el afecto con que aguardaban a los españoles. Halló Cortés entre aquella gente las mismas quejas de Motezuma que se oyeron en las provincias más distantes, y no le pesó de que durasen aquellos humores tan cerca del corazón, pareciéndole que no podía ser muy poderoso un príncipe con tantas señas de tirano, a quien faltaba en el amor de sus vasallos el mayor prestigio de los reyes.

El día siguiente se prosiguió la marcha por una sierra muy áspera que se comunicaba, más o menos eminente, con la montaña del volcán. Iba cuidadoso Cortés, porque uno de los caciques de Guajocingo le dijo al partir que no se fiase de los mejicanos, porque tenían emboscada mucha gente de la otra parte de la cumbre y habían cegado con grandes piedras y árboles cortados, el camino real que baja desde lo alto a la provincia de Chalco, abriendo el paso y facilitando el principio de la cuesta por el paraje menos penetrable, donde habían aumentado los precipicios naturales con algunas cortaduras hechas a la mano para dejar que se fuese poco a poco empeñando su ejército en la dificultad, y cargarle de improviso cuando no se pudiesen revolver los caballos, ni afirmar el pie los soldados. Fuese venciendo la cumbre no sin alguna fatiga de la gente, porque nevaba con viento destemplado, y en lo más alto se hallaron poco distantes los dos caminos con las mismas señas que se traían, el uno encubierto y embarazado, y el otro fácil a la vista y recién aderezado. Reconociólos Hernán Cortés, y aunque se irritó de hallar verificada la noticia de aquella nueva traición, estuvo tan en sí, que sin hacer ruido ni mostrar sentimiento preguntó a los embajadores de Motezuma, que marchaban cerca de su persona: «¿por qué razón estaban así aquellos dos caminos?» Respondieron: «que habían hecho allanar el mejor para que pasase su ejército, cegando el otro por ser el más áspero y dificultoso»; y él con la misma igualdad en la voz y el semblante: «mal conocéis -dijo- a los de mi nación. Ese camino que habéis embarazado se ha de seguir, sin otra razón que su misma dificultad, porque los españoles siempre que tenemos elección nos inclinamos a lo más dificultoso»; y sin detenerse mandó a los indios amigos que pasasen a desembarazar el camino, desviando a un lado y otro aquellos estorbos mal disimulados que procuraban esconderle, lo cual se ejecutó prontamente con grande asombro de los embajadores, que sin discurrir en que se había descubierto el ardid de su príncipe, tuvieron a especie de adivinación aquel acierto casual: hallando que admirar y que temer en la misma bizarría de la resolución. Sirvióse Cortés primorosamente de la noticia que llevaba, y consiguió el apartarse del peligro sin perder reputación, cuidando también de no desconfiar a Motezuma, diestro ya en el arte de quebrantar insidias con no quererlas entender.

Los indios emboscados, luego que reconocieron desde sus puestos que los españoles se apartaban de la celada y seguían el camino real, se dieron por descubiertos, y trataron de retirarse tan amedrentados y en tanto desorden como si volvieran vencidos; conque pudo bajar el ejército a lo llano sin oposición, y aquella noche se alojó en unas caserías de bastante capacidad que se hallaron en la misma falda de la sierra, fundadas allí para hospedaje de los mercaderes mejicanos que frecuentaban las ferias de Cholula, donde se dispuso el cuartel con todos los resguardos y prevenciones que aconsejaba la poca seguridad con que se iba pisando aquella tierra.

Motezuma entretanto dudaba en su irresolución, desanimado con el malogro de sus ardides y sin aliento para usar de sus fuerzas. Hízose devoción esta falta de espíritu; estrechóse con sus dioses; frecuentaba los templos y los sacrificios; manchó de sangre humana todos los altares, más cruel cuando más afligido, y siempre crecía su confusión y se hallaba en mayor desconsuelo, porque andaban encontradas las respuestas de sus ídolos, y discordes en el dictamen los espíritus inmundos que le hablaban en ellos. Unos le decían que franquease las puertas de la ciudad a los españoles, y así conseguiría sacrificarlos sin que se pudiesen escapar ni defenderse; otros que los apartase de sí y tratase de acabar con ellos, sin dejarse ver, y él se inclinaba más a esta opinión, haciéndole disonancia el atrevimiento de querer entrar en su corte contra su voluntad, y teniendo a desaire de su poder aquella porfía contra sus órdenes, o sirviéndose de la autoridad para mejorar el nombre a la soberbia. Pero cuando supo que se hallaban ya en la provincia de Chalco, frustrada la última estratagema de la montaña, fue mayor su inquietud y su impaciencia: andaba como fuera de sí, no sabía qué partido tomar; sus consejeros le dejaban en la misma incertidumbre que sus oráculos. Convocó finalmente una junta de magos y agoreros, profesión muy estimada en aquella tierra, donde había muchos que se entendían con el demonio, y la falta de ciencias daba opinión de sabios a los más engañados. Propúsoles que necesitaba de su habilidad para detener aquellos extranjeros, de cuyos designios estaba receloso. Mandóles que saliesen al camino y los ahuyentasen o entorpeciesen con sus encantos, a la manera que solían obrar otros efectos extraordinarios en ocasiones de menor importancia. Ofrecióles grandes premios si lo consiguiesen y los amenazó con pena de la vida si volviesen a su presencia sin haberlo conseguido.

Esta orden se puso en ejecución, y con tantas veras, que se juntaron brevemente numerosas cuadrillas de nigrománticos y salieron contra los españoles, fiados en la eficacia de sus conjuros y en el imperio que a su parecer tenían sobre la naturaleza. Refieren el padre José de Acosta y otros autores fidedignos, que cuando llegaron al camino de Chalco, por donde venía marchando el ejército, y al empezar sus invocaciones y sus círculos se les apareció el demonio en figura de uno de sus ídolos, a quien llamaban Tezcatlepuca, dios infausto y formidable, por cuya mano pasaban, a su entender, las pestes, las esterilidades y otros castigos del cielo. Venía como despechado y enfurecido, afeando con el ceño de la ira la misma fiereza del ídolo inclemente, y traía sobre sus adornos ceñida una soga de esparto que le apretaba con diferentes vueltas el pecho, para mayor significación de su congoja, o para dar a entender que le arrastraba mano invisible. Postráronse todos para darle adoración, y él sin dejarse obligar de su rendimiento, y fingiendo la voz con la misma ilusión que imitó la figura, los habló en esta sustancia: «Ya mejicanos infelices, perdieron la fuerza vuestros conjuros: ya se desató enteramente la trabazón de nuestros pactos. Decid a Motezuma, que por sus crueldades y tiranías tiene decretada el cielo su ruina; y para que le representéis más vivamente la desolación de su imperio, volved a mirar esa ciudad miserable, desamparada ya de vuestros dioses.» Dicho esto desapareció, y ellos vieron arder la ciudad en horribles llamas, que se desvanecieron poco a poco, desocupando el aire y dejando sin alguna lesión los edificios. Volvieron a Motezuma con esta noticia temerosos de su rigor, librando en ella su disculpa; pero le hicieron tanto asombro las amenazas de aquel dios infortunado y calamitoso, que se detuvo un rato sin responder, como quien recogía las fuerzas interiores, o se acordaba de sí para no descaecer, y depuesta desde aquel instante su natural ferocidad, dijo, volviendo a mirar a los magos y a los demás que le asistían: «¿qué podemos hacer si nos desamparan nuestros dioses? Vengan los extranjeros, y caiga sobre nosotros el cielo, que no nos hemos de esconder, ni es razón que nos halle fugitivos la calamidad». Y prosiguió poco después: «sólo me lastiman los viejos, niños y mujeres, a quien faltan las manos para cuidar de su defensa». En cuya consideración se hizo alguna fuerza para detener las lágrimas. No se puede negar que tuvo algo de príncipe la primera proposición, pues ofreció el pecho descubierto a la calamidad que tenía por inevitable, y no desdijo de la majestad la ternura con que llegó a considerar la opresión de sus vasallos: afectos ambos de ánimo real, entre cuyas virtudes o propiedades no es menos heroica la piedad que la constancia.

Empezóse luego a tratar del hospedaje que se había de hacer a los españoles, de la solemnidad y aparatos del recibimiento; y con esta ocasión se volvió a discurrir en sus hazañas, en los prodigios con que había prevenido el cielo su venida, en las señas que traían de aquellos hombres orientales prometidos a sus mayores, y en la turbación y desaliento de sus dioses, que a su parecer se daban por vencidos y cedían el dominio de aquella tierra, como deidades de inferior jerarquía, y todo fue menester para que llegase a poner en términos posibles aquella gran dificultad de penetrar sobre tan porfiada resistencia, y con tan poca gente, hasta la misma corte de un príncipe tan poderoso, absoluto en sus determinaciones, obedecido con adoración, y enseñado al temor de sus vasallos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Viene al cuartel a visitar a Cortés de parte de Motezuma el señor de Tezcuco, su sobrino: continúase la marcha y se hace alto en Quitlavaca, dentro ya de la laguna de Méjico


De aquellas caserías donde se alojó el ejército de la otra parte de la montaña, pasó el día siguiente a un pequeño lugar, jurisdicción de Chalco, situado en el camino real, a poco más de dos leguas, donde acudieron luego el cacique principal de la misma provincia y otros de la comarca. Traían sus presentes con algunos bastimentos, y Cortés los agasajó con mucha humanidad y con algunas dádivas; pero se reconoció luego en su conversación que se recataban de los embajadores mejicanos, porque se detenían y embarazaban fuera de tiempo y daban a entender lo que callaban en lo mismo que decían. Apartóse con ellos Hernán Cortés, y a poca diligencia de los intérpretes dieron todo el veneno del corazón. Quejáronse destempladamente de las crueldades y tiranías de Motezuma: ponderaron lo intolerable de sus tributos, que pasaban ya de las haciendas a las personas, pues los hacía trabajar sin estipendio en sus jardines y en otras obras de su vanidad; decían con lágrimas: «que hasta las mujeres se habían hecho contribución de su torpeza y la de sus ministros, puesto que las elegían y desechaban a su antojo, sin que pudiesen defender los brazos de la madre a la doncella, ni la presencia del marido a la casada». Representando uno y otro a Hernán Cortés como a quien lo podía remediar, y mirándole como a deidad que bajaba del cielo con jurisdicción sobre los tiranos. Él los escuchó compadecido, y procuró mantenerlos en la esperanza del remedio, dejándose llevar por entonces del concepto en que le tenían, o resistiendo a su engaño con alguna falsedad. No pasaba en estas permisiones de su política los términos de la modestia: pero tampoco gustaba de oscurecer su fama, donde se miraba como parte de razón el desvarío de aquella gente.

Volvióse a la marcha el día siguiente, y se caminaron cuatro leguas por tierra de mejor temple y mayor amenidad, donde se conocía el favor de la naturaleza en las arboledas, y el beneficio del arte en los jardines. Hízose alto en Amecameca, donde se alojó el ejército, lugar de mediana población, fundado en una ensenada de la gran laguna, la mitad en el agua y la otra mitad en tierra firme, al pie de una montañuela estéril y fragosa. Concurrieron aquí muchos mejicanos con sus armas y adornos militares; y aunque al principio se creyó que los traía la curiosidad, creció tanto el número, que dieron cuidado y no faltaron indicios que persuadiesen al recelo. Valióse Cortés de algunas exterioridades para detenerlos y atemorizarlos: hízose ruido con las bocas de fuego, disparándose al aire algunas piezas de artillería, ponderóse y aun se provocó la ferocidad de los caballos, cuidando los intérpretes de dar significación al estruendo y engrandecer el peligro, por cuyo medio se consiguió el apartarlos del alojamiento antes que cerrase la noche. No se verificó que viniesen con ánimo de ofender, ni parece verosímil que se intentase nueva traición cuando estaba Motezuma reducido a dejarse ver; aunque después mataron las centinelas algunos indios, sobre acercarse demasiado con apariencias de reconocer el cuartel, y pudo ser que alguno de los caudillos mejicanos condujese aquella gente con ánimo de asaltar cautelosamente a los españoles, creyendo no sería desagradable a su rey por considerarle rendido a la paz con repugnancia de su natural y de su conveniencia; pero esto se quedó en presunción, porque a la mañana sólo se descubrieron en el camino que se había de seguir, algunas tropas de gente desarmada que tomaban lugar para ver a los extranjeros.

Tratábase ya de poner en marcha el ejército, cuando llegaron al cuartel cuatro caballeros mejicanos, con aviso de que venia el príncipe Cacumatzin, sobrino de Motezuma, y señor de Tezcuco, a visitar a Cortés de parte de su tío, y tardó poco en llegar. Acompañábanle muchos nobles con insignias de paz, y ricamente adornados. Traíanle sobre sus hombros otros indios de su familia en unas andas cubiertas de varias plumas, cuya diversidad de colores se correspondía con proporción; era mozo de hasta veinticinco años, de recomendable presencia; y luego que se apeó, pasaron delante algunos de sus criados a barrer el suelo que habla de pisar, y a desviar con grandes ademanes y contenencias la gente de los lados; ceremonias que siendo ridículas daban autoridad. Salió Cortés a recibirle hasta la puerta de su alojamiento con todo aquel aparato de que adornaba su persona en semejantes funciones. Hízole al llegar una cumplida reverencia, y él correspondió tocando la tierra, y después los labios con la mano derecha. Tomó su lugar despejadamente, y habló con sosiego de hombre que sabía estar sin admiración a la vista de la novedad. La sustancia de su razonamiento fue: «dar la bienvenida, con palabras puestas en su lugar, a Cortés y a todos los cabos de su ejército: ponderar la gratitud con que los esperaba el gran Motezuma, y cuánto deseaba la correspondencia y amistad de aquel príncipe del Oriente que los enviaba, cuya grandeza debía reconocer por algunas razones que entenderían de su boca»; y por vía de discurso propio volvió a dificultar, como los demás embajadores, la entrada en Méjico, fingiendo «que se padecía esterilidad en todos los pueblos de su contribución»; y proponiendo, como punto que sentía su rey, «lo mal asistidos que se hallarían los españoles donde faltaba el sustento para los vecinos». Cortés respondió, sin apartarse del misterio con que iba cebando las aprensiones de aquella gente, «que su rey, siendo un monarca, sin igual en otro mundo, cercano del nacimiento del sol, tenía también algunas razones de alta consideración para ofrecer su amistad a Motezuma, y comunicarle diferentes noticias que miraban a su persona y esencial conveniencia; cuya proposición no desmerecía su gratitud, ni él podía dejar de admitir con singular estimación la licencia que se le concedía para dar su embajada, sin que le hiciese algún embarazo la esterilidad que se padecía en aquella corte; porque sus españoles necesitaban de poco alimento para conservar sus fuerzas, y venían enseñados a padecer y despreciar las incomodidades y trabajos de que se afligían los hombres de inferior naturaleza». No tuvo Cacumatzin que replicar a esta resolución, antes recibió con estimación y rendimiento algunas joyuelas de vidrio extraordinario que le dio Cortés, y acompañó el ejército hasta Tezcuco, ciudad capital de su dominio, donde se adelantó con la respuesta de su embajada.

Era entonces Tezcuco una de las mayores ciudades de aquel imperio: refieren algunos que sería como dos veces Sevilla, y otros que podía competir con la corte de Motezuma en la grandeza; y presumía no sin fundamento de grande amenidad, donde tomaba principio la calzada oriental de Méjico. Siguióse por ella la marcha sin detención, porque se llevaba intento de pasar a Iztacpalapa, tres leguas más adelante, sitio proporcionado para entrar en Méjico el día siguiente a buena hora. Tendría por esta parte la calzada veinte pies de ancho, y era de piedra y cal, con algunas labores en la superficie. Había en la mitad del camino sobre la misma calzada otro lugar de hasta dos mil casas, que se llamaba Quitlavaca; y por estar fundado en el agua, le llamaron entonces Venezuela. Salió el cacique muy acompañado y lucido al recibimiento de Cortés, y le pidió que honrase por aquella noche su ciudad, con tanto afecto, y tan repetidas instancias, que fue preciso condescender a sus ruegos por no desconfiarle. Y no dejó de hallarse alguna conveniencia en hacer aquella mansión para tomar noticias; porque viendo desde más cerca la dificultad, entró Cortés en algún recelo de que le rompiesen la calzada, o levantasen los puentes para embarazar el paso a su gente.

Registrábase desde allí mucha parte de la laguna, en cuyo espacio se descubrían varias poblaciones y calzadas, que la interrumpían y la hermoseaban; torres y capiteles, que al parecer nadaban sobre las aguas, árboles y jardines fuera de su elemento; y una inmensidad de indios, que navegando en sus canoas, procuraban acercarse a ver los españoles, siendo mayor la muchedumbre que se dejaba reparar en los terrados y azoteas más distantes: hermosa vista y maravillosa novedad, de que se llevaba noticia, y fue mayor en los ojos que en la imaginación.

Tuvo el ejército bastante comodidad en este alojamiento, y los paisanos asistieron con agrado y urbanidad al regalo de sus huéspedes; gente de cuya policía se dejaba conocer la vecindad de la corte. Manifestó el cacique, sin poderse contener, poco afecto a Motezuma, y el mismo deseo que los demás de sacudir el yugo intolerable de aquel gobierno, porque alentaba los soldados y facilitaba la empresa, diciendo a los intérpretes como quien deseaba que lo entendiesen todos, «que la calzada que se había de seguir hasta Méjico era más capaz y de mejor calidad que la pasada, sin que hubiese que recelar en ella ni en las poblaciones de su margen: que la ciudad de Iztacpalapa, donde se había de hacer tránsito, estaba de paz, y tenía orden para recibir y alojar amigablemente a los españoles: que el señor desta ciudad era pariente de Motezuma; pero que ya no había que temer en los de su facción, porque le tenían rendido y sin espíritu los prodigios del cielo, las respuestas de sus oráculos y las hazañas que le referían de aquel ejército; por cuya razón le hallarían deseosos de la paz, y con el ánimo dispuesto antes a sufrir que a provocar». Decía la verdad este cacique, pero con alguna mezcla de pasión y de lisonja, y Hernán Cortés, aunque no dejaba de conocer este defecto en sus noticias, procuraba divulgarlas y encarecerlas entre sus soldados. Y no se puede negar que llegaron a buen tiempo, para que no se desanimase la gente de menos obligaciones con aquella variedad de objetos admirables que se tenían a la vista, de que se pudiera colegir la grandeza de aquella corte y el poder formidable de aquel príncipe; pero los informes del cacique, y las ponderaciones que se hacían de su turbación y desaliento, pudieron tanto en esta concurrencia de novedades, que alegrándose todos de lo que se habían de asombrar, se aprovecharon de su admiración para mejorar las esperanzas de su fortuna.




ArribaAbajoCapítulo X

Pasa el ejército a Iztacpalapa, donde se dispone la entrada de Méjico: refiérese la grandeza con que salió Motezuma a recibir a los españoles


La mañana siguiente, poco después de amanecer, se puso en orden la gente sobre la misma calzada, según su capacidad, bastante por aquella parte para que pudiesen ir ocho caballos en hilera. Constaba entonces el ejército de cuatrocientos y cincuenta españoles no cabales, y hasta seis mil indios tlascaltecas, zempoales y de otras naciones amigas. Siguióse la marcha, sin nuevo accidente que diese cuidado, hasta la misma ciudad de Iztacpalapa, donde se había de hacer alto: lugar que sobresalía entre los demás por la grandeza de sus torres, y por el bulto de sus edificios; sería de hasta diez mil casas de segundo y tercer alto, que ocupaban mucha parte de la laguna, y se dilataban algo más sobre la ribera; en sitio delicioso y abundante. El señor de esta ciudad salió muy autorizado a recibir el ejército; y le asistieron para esta función los príncipes de Magicalcingo y Cuyoacan, dominios de la misma laguna. Traían todos tres su presente separado de varias frutas, cazas y otros bastimentos, con algunas piezas de oro, que valdrían hasta dos mil pesos. Llegaron juntos, y se dieron a conocer, diciendo cada uno su nombre y dignidad; y remitiendo a la discreción de la ofrenda todo lo que faltaba en el razonamiento.

Hízose la entrada en esta ciudad con aquel aplauso, que consistía en el bullicio y gritería de la gente, cuya inquietud alegre daba seguridad a los más recelosos. Estaba prevenido el alojamiento en el mismo palacio del cacique, donde cupieron todos los españoles debajo de cubierto, quedando los demás en los patios y zaguanes con bastante comodidad para una noche que había de pasar sin descuido. Era el palacio grande y bien fabricado, con separación de cuartos alto y bajo, muchas salas con techumbre de cedro, y no sin adorno; porque algunas de ellas tenían sus colgaduras de algodón, tejido a colores, con dibujo y proporción. Había en Utacpalapa diversas fuentes de agua dulce y saludable, traída por diferentes conductos de las sierras vecinas, y muchos jardines cultivados con prolijidad entre los cuales se hacía reparar una huerta de admirable grandeza y hermosura, que tenía el cacique para su recreación; donde llevó aquella tarde a Cortés con algunos de sus capitanes y soldados, como quien deseaba cumplir a un tiempo con el agasajo de los huéspedes y con su propia jactancia y vanidad. Había en ella diversos géneros de árboles fructíferos, que formaban calles muy dilatadas, dejando su lugar a las plantas menores, y un espacioso jardín, que tenía sus divisiones y paredes hechas de cañas entretejidas y cubiertas de yerbas olorosas, con diferentes cuadros de agricultura cuidadosa, donde hacían labor las flores con ordenada variedad. Estaba en medio un estanque de agua dulce, de forma cuadrangular: fábrica de piedra y argamasa, con gradas por todas partes hasta el fondo, tan grande, que tenía cada uno de sus lados cuatrocientos pasos, donde se alimentaba la pesca de mayor regalo y acudían varias especies de aves palustres, algunas conocidas en Europa, y otras de figura exquisita y pluma extraordinaria: obra digna de príncipe, y que hallada en un súbdito de Motezuma, se miraba como argumento de mayores opulencias.

Pasóse bien la noche, y la gente acudió con agrado y sencillez al agasajo de los españoles; sólo se reparó en que hablaban ya en este lugar con otro estilo de las cosas de Motezuma: porque alababan todos su gobierno; y encarecían su grandeza; o contuviese a los de aquella opinión el parentesco del cacique, o les hiciese menos atrevidos la cercanía del tirano. Había dos leguas de calzada que pasar hasta Méjico, y se tomó la mañana, porque deseaba Cortés hacer su entrada, y cumplir con la primera función de visitar a Motezuma, quedando con alguna parte del día para reconocer y fortificar su cuartel. Siguióse la marcha con la misma orden; y dejando a los lados la ciudad de Magicalcingo en el agua, y la de Cuyoacan en la ribera, sin otras grandes poblaciones que se descubrían en la misma laguna, se dio vista desde más cerca y no sin admiración, a la gran ciudad de Méjico, que se levantaba con exceso entre las demás, y al parecer se le conocía el predominio hasta en la soberbia de sus edificios. Salieron a poco menos que la mitad del camino más de cuatro mil nobles y ministros de la ciudad a recibir el ejército, cuyos cumplimientos detuvieron largo rato la marcha aunque sólo hacían reverencias, y pasaban delante para volver acompañando. Estaba poco antes de la ciudad un baluarte de piedra, con dos castillejos a los lados, que ocupaban todo el plano de la calzada, cuyas puertas desembocaban sobre otro pedazo de calzada, y ésta terminaba en una puente levadiza, que defendía la entrada con segunda fortificación. Luego que pasaron desviando a los lados, para franquear el paso al ejército, y se descubrió una calle muy larga y espaciosa, de grandes casas, edificadas con igualdad y correspondencia, cubiertos de gente los miradores y terrados; pero la calle totalmente desocupada; y dijeron a Cortés, que se había despejado cuidadosamente, porque Motezuma estaba en ánimo de salir a recibirle, para mayor demostración de su benevolencia.

Poco después se fue dejando ver la primera comitiva real, que serían hasta doscientos nobles de su familia, vestidos de librea, con grandes penachos, conformes en la hechura y el color. Venían en dos hileras con notable silencio y compostura, descalzos todos, y sin levantar los ojos de la tierra; acompañamiento con apariencias de procesión. Luego que llegaron cerca del ejército, se fueron arrimando a las paredes en la misma orden, y se vio a lo lejos una gran tropa de gente mejor adornada, y de mayor dignidad, en cuyo medio venía Motezuma sobre los hombros de sus favorecidos, en unas andas de oro bruñido, que brillaba con proporción entre diferentes labores de pluma sobrepuesta, cuya primorosa distribución procuraba oscurecer la riqueza con el artificio. Seguían el paso de las andas cuatro personajes de gran suposición, que le llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes, entretejidas y dispuestas de manera que formaban tela, con algunos adornos de argentería; y poco delante iban tres magistrados con unas varas de oro en las manos, que levantaban en alto sucesivamente, como avisando que se acercaba el rey, para que se humillasen todos, y no se atreviesen a mirarle: desacato que se castigaba como sacrilegio. Cortés se arrojó del caballo poco antes que llegase, y al mismo tiempo se apeó Motezuma de sus andas, y se adelantaron algunos indios, que alfombraron el camino, para que no pusiese los pies sobre la tierra, que a su parecer era indigna de sus huellas.

Prevínose a la función con espacio y gravedad, y puestas las dos manos sobre los brazos del señor de Iztacpalapa y el de Tezcuco, sus sobrinos, dio algunos pasos para recibir a Cortés. Era de buena presencia, su edad hasta cuarenta años, de mediana estatura, más delgado que robusto; el rostro aguileño, de color menos oscuro que el natural de aquellos indios, el cabello largo hasta el extremo de la oreja, los ojos vivos, y el semblante majestuoso, con algo de intención; su traje un manto de sutilísimo algodón, anudado sin desaire sobre los hombros, de manera que cubría la mayor parte del cuerpo, dejando arrastrar la falda. Traía sobre sí diferentes joyas de oro, perlas y piedras preciosas, en tanto número, que servían más al peso que al adorno. La corona una mitra de oro ligero, que por delante remataba en punta, y la mitad posterior algo más obtusa se inclinaba sobre la cerviz; y el calzado unas suelas de oro macizo, cuyas correas tachonadas de lo mismo, ceñían el pie, y abrazaban parte de la pierna, semejante a las cáligas militares de los romanos.

Llegó Cortés apresurando el paso sin desautorizarse, y le hizo una profunda sumisión; a que respondió poniendo la mano cerca de la tierra, y llevándola después a los labios: cortesía de inaudita novedad en aquellos príncipes, y más desproporcionada en Motezuma, que apenas doblaba la cerviz a sus dioses, y afectaba la soberbia, o no la sabía distinguir de la majestad; cuya demostración, y la de salir personalmente al recibimiento se reparó mucho entre los indios, y cedió en mayor estimación de los españoles; porque no se persuadían a que fuese inadvertencia de su rey, cuyas determinaciones veneraban, sujetando el entendimiento. Habíase puesto Cortés sobre las armas una banda o cadena de vidrio, compuesta vistosamente de varias piedras que imitaban los diamantes y las esmeraldas, reservada para el presente de la primera audiencia; y hallándose cerca en estos cumplimientos, se la echó sobre los hombros a Motezuma. Detuviéronle, no sin alguna destemplanza, los dos braceros, dándole a entender que no era lícito el acercarse tanto a la persona del rey; pero él los reprendió, quedando tan gustoso del presente, que le miraba y celebraba entre los suyos como presea de inestimable valor; y para desempeñar su agradecimiento con alguna liberalidad, hizo traer entretanto que llegaban a darse a conocer los demás capitanes, un collar que tenía la primera estimación entre sus joyas. Era de unas conchas carmesíes de gran precio en aquella tierra, dispuestas y engarzadas con tal arte, que de cada una de ellas pendían cuatro gambaros o cangrejos de oro, imitados prolijamente del natural. Y él mismo con sus manos se le puso en el cuello a Cortés: humanidad y agasajo, que hizo segundo ruido entre los mejicanos. El razonamiento de Cortés fue breve y rendido como lo pedía la ocasión, y su respuesta de pocas palabras, que cumplieron con la discreción sin faltar a la decencia. Mandó luego al uno de aquellos dos príncipes sus colaterales, que se quedase para conducir y acompañar a Hernán Cortés hasta su alojamiento; y arrimado al otro, volvió a tomar sus andas, y se retiró a su palacio con la misma pompa y gravedad.

Fue la entrada en esta ciudad a ocho de noviembre del mismo año de mil y quinientos diez y nueve, día de los santos cuatro coronados mártires; y el alojamiento que tenían prevenido, una de las casas reales que fabricó Axayaca, padre de Motezuma. Competía en la grandeza con el palacio principal de los reyes, y tenía sus presunciones de fortaleza; paredes gruesas de piedra, con algunos torreones, que servían de traveses y daban facilidad a la defensa. Cupo en ella todo el ejército y la primera diligencia de Cortés fue reconocerla por todas partes para distribuir sus guardias, alojar su artillería y cerrar su cuartel. Algunas salas, que tenían destinadas para la gente de más cuenta, estaban adornadas con sus tapicerías de varios colores hechas de aquel algodón, a que se reducían todas sus telas, más o menos delicadas: las sillas de madera, labradas de una pieza, las camas entoldadas con sus colgaduras en forma de pabellones; pero el lecho se componía de aquellas sus esteras de palma, donde servía de cabecera una de las mismas esteras arrollada; no alcanzaban allí mejor cama los príncipes más regalados, ni cuidaba mucho aquella gente de su comodidad, porque vivían a la naturaleza, contentándose con los remedios de la necesidad; y no sabemos si se debe llamar felicidad en aquellos bárbaros esta ignorancia de las superfluidades.