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ArribaAbajoCapítulo XI

Viene Motezuma el mismo día por la tarde a visitar a Cortés en su alojamiento: refiérese la oración que hizo antes de oír la embajada, y la respuesta de Cortés


Era poco más de medio día cuando entraron los españoles en su alojamiento, y hallaron prevenido un banquete regalado y espléndido para Cortés y los cabos de su ejército, con grande abundancia de bastimentos menos delicados para el resto de la gente, y muchos indios de servicio, que ministraban los manjares y las bebidas con igual silencio y puntualidad. Por la tarde vino Motezuma con la misma pompa y acompañamiento a visitar a Cortés, que avisado poco antes, salió a recibirle hasta el patio principal, con todo el obsequio debido a semejante favor. Acompañóle hasta la puerta de su cuarto, donde le hizo una profunda reverencia, y él pasó a tomar su asiento con despejo y gravedad. Mandó luego que acercasen otro a Cortés: hizo seña para que se apartasen a la pared los caballeros que andaban cerca de su persona, y Cortés advirtió lo mismo a los capitanes que le asistían. Llegaron los intérpretes, y cuando se prevenía Hernán Cortés para dar principio a su oración, le detuvo Motezuma, dando a entender que tenía que hablar antes de oír; y se refiere que discurrió en esta sustancia:

«Antes que me deis la embajada, ilustre capitán y valerosos extranjeros, del príncipe grande que os envía, debéis vosotros, y debo yo desestimar y poner en olvido lo que ha divulgado la fama de nuestras personas y costumbres, introduciendo en nuestros oídos aquellos vanos rumores que van delante de la verdad, y suelen oscurecerla declinando en lisonja o vituperio. En algunas partes os habrán dicho de mí que soy uno de los dioses inmortales, levantando hasta los cielos mi poder y mi naturaleza: en otras que se desvela en mis opulencias la fortuna, que son de oro las paredes y los ladrillos de mis palacios, y que no caben en la tierra mis tesoros; y en otras que soy tirano, cruel y soberbio; que aborrezco la justicia, y que no conozco la piedad. Pero los unos y los otros os han engañado con igual encarecimiento; y para que no imaginéis que soy alguno de los dioses, o conozcáis el desvarío de los que así me imaginan, esta porción de mi cuerpo (y desnudó parte del brazo) desengañará vuestros ojos de que habláis con un hombre mortal de la misma especie; pero más noble y más poderoso que los otros hombres. Mis riquezas no niego que son grandes; pero las hacen mayores la exageración de mis vasallos. Esta casa que habitáis es uno de mis palacios. Mirad esas paredes hechas de piedra y cal, materia vil, que debe al arte su estimación; y colegid de uno y otro el mismo engaño, y el mismo encarecimiento en lo que os hubieren dicho de mis tiranías; suspendiendo el juicio hasta que os enteréis de mi razón, y despreciando ese lenguaje de mis rebeldes, hasta que veáis si es castigo lo que llaman infelicidad, y si pueden acusarle sin dejar de merecerle. No de otra suerte han llegado a nuestros oídos varios informes de vuestra naturaleza y operaciones. Algunos han dicho que sois deidades, que os obedecen las fieras, que manejáis los rayos, y que mandáis en los elementos; y otros que sois facinerosos, iracundos y soberbios, que os dejáis dominar de los vicios, y que venís con una sed insaciable del oro que produce nuestra tierra. Pero ya veo que sois hombres de la misma composición y masa que los demás, aunque os diferencia de nosotros algunos accidentes de los que suele influir el temperamento de la tierra en los mortales. Esos brutos que os obedecen ya conozco que son unos venados grandes, que traéis domesticados e instruidos en aquella doctrina imperfecta, que puede comprender el instinto de los animales. Esas armas que se asemejan a los rayos, también alcanzo que son unos cañones de metal no conocido, cuyo efecto es como el de nuestras cerbatanas, aire oprimido, que busca salida, y arroja el impedimento. Ese fuego que despiden con mayor estruendo, será cuando mucho algún secreto más que natural de la misma ciencia que alcanzan nuestros magos. Y en lo demás que han dicho de vuestro proceder, hallo también, según la observación que han hecho de vuestras costumbres mis embajadores y confidentes, que sois benignos y religiosos, que os enojáis con razón, que sufrís con alegría los trabajos, y que no falta entre vuestras virtudes la liberalidad, que se acompaña pocas veces con la codicia. De suerte que unos y otros debemos olvidar las noticias pasadas, y agradecer a nuestros ojos el desengaño de nuestra imaginación; con cuyo presupuesto quiero que sepáis antes de hablarme, que no se ignora entre nosotros, ni necesitamos de vuestra persuasión, para creer que el príncipe grande a quien obedecéis, es descendiente de nuestro antiguo Quezalcoal, señor de las siete cuevas de los Navatlacas, y rey legítimo de aquellas siete naciones que dieron principio al imperio mejicano. Por una profecía suya, que veneramos como verdad infalible, y por la tradición de los siglos que se conserva en nuestros anales, sabemos que salió de estas regiones a conquistar nuevas tierras hacia la parte del Oriente, y dejó prometido, que andando el tiempo vendrían sus descendientes a moderar nuestras leyes, o poner en razón nuestro gobierno. Y porque las señas que traéis conforman con este vaticinio, y el príncipe del Oriente que os envía, manifiesta en vuestras mismas hazañas la grandeza de tan ilustre progenitor, tenemos ya determinado que se haga en obsequio suyo todo lo que alcanzaren nuestras fuerzas; de que me ha parecido advertiros, para que habléis sin embarazo en sus proposiciones, y atribuyáis a tan alto principio estos excesos de mi humanidad.»

Acabó Motezuma su oración, previniendo el oído con entereza y majestad, cuya sustancia dio bastante disposición a Cortés para que sin apartarse del engaño que hallaba introducido en el concepto de aquellos hombres, pudiese responderle, según lo que hallamos escrito, estas o semejantes razones:

«Después, señor, de rendiros las gracias por la suma benignidad con que permitís vuestros oídos a nuestra embajada, y por el superior conocimiento con que nos habéis favorecido, menospreciando en nuestro abono los siniestros informes de la opinión, debo deciros que también acerca de nosotros se ha tratado la vuestra con aquel respeto y veneración que corresponde a vuestra grandeza. Mucho nos han dicho de vos en esas tierras de vuestro dominio: unos afeando vuestras obras, y otros poniendo entre sus dioses vuestra persona; pero los encarecimientos crecen ordinariamente con injuria de la verdad, que como es la voz de los hombres el instrumento de la fama, suele participar de sus pasiones; y éstas, o no entienden las cosas como son, o no las dicen como las entienden. Los españoles, señor, tenemos otra vista, con que pasamos a discernir el color de las palabras, y por ellas el semblante del corazón: ni hemos creído a vuestros rebeldes ni a vuestros lisonjeros. Con certidumbre de que sois príncipe grande, y amigo de la razón, venimos a vuestra presencia, sin necesitar de los sentidos para conocer que sois príncipe mortal. Mortales somos también los españoles, aunque más valerosos, y de mayor entendimiento que vuestros vasallos, por haber nacido en otro clima de más robustas influencias. Los animales que nos obedecen, no son como vuestros venados, porque tienen mayor nobleza y ferocidad: brutos inclinados a la guerra, que saben aspirar con alguna especie de ambición a la gloria de su dueño. El fuego de nuestras armas es obra natural de la industria humana, sin que tenga parte alguna en su producción esa facultad que profesan vuestros magos; ciencia entre nosotros abominable, y digna de mayor desprecio que la misma ignorancia: con cuya suposición, que me ha parecido necesaria para satisfacer a vuestras advertencias, os hago saber con todo el acatamiento debido a vuestra majestad, que vengo a visitaros como embajador del más poderoso monarca que registra el sol desde su nacimiento; en cuyo nombre os propongo que desea ser vuestro amigo y confederado, sin acordarse de los derechos antiguos que habéis referido para otro fin que abrir el comercio entre ambas monarquías, y conseguir por este medio vuestra comunicación y vuestro desengaño. Y aunque pudiera, según la tradición de vuestras mismas historias, aspirar a mayor reconocimiento en estos dominios, sólo quiere usar de su autoridad para que le creáis en lo mismo que os conviene: y daros a entender que vos, señor, y vosotros mejicanos que me oís (volviendo el rostro a los circunstantes), vivís engañados en la religión que profesáis, adorando unos leños insensibles, obra de vuestras manos y de vuestra fantasía; porque sólo hay un Dios verdadero, principio eterno, sin principio ni fin, de todas las cosas; cuya omnipotencia infinita crió de nada esa fábrica maravillosa de los cielos, el sol que nos alumbra, la tierra que nos sustenta, y el primer hombre de quien procedemos todos, con igual obligación de reconocer y adorar a nuestra primera causa. Esta misma obligación tenéis vosotros impresa en el alma, y conociendo su inmortalidad, la desestimáis y destruís, dando adoración a los demonios, que son unos espíritus inmundos, criaturas del mismo Dios, que por su ingratitud y rebeldía fueron lanzados en ese fuego subterráneo, de que tenéis alguna imperfecta noticia en el horror de vuestros volcanes. Éstos, que por su envidia y malignidad son enemigos mortales del género humano, solicitan vuestra perdición, haciéndose adorar en estos ídolos abominables: suya es la voz que alguna vez escucháis en las respuestas de vuestros oráculos, y suyas las ilusiones con que suele introducir en vuestro entendimiento los errores de la imaginación. Ya conozco, señor, que no son de este lugar los misterios de tan alta enseñanza; pero solamente os amonesta ese mismo rey a quien reconocéis tan antigua superioridad, que nos oigáis en este punto con ánimo indiferente, para que veáis cómo descansa vuestro espíritu en la verdad que os anunciamos, y cuántas veces habéis resistido a la razón natural, que os daba luz suficiente para conocer vuestra ceguedad. Esto es lo primero que desea de vuestra majestad el rey mi señor, y esto lo principal que os propone, como el medio más eficaz para que pueda estrecharse con durable amistad la confederación de ambas coronas, y no falten a su firmeza los fundamentos de la religión, que sin dejar alguna discordia en los dictámenes, introduzcan en el ánimo los vínculos de la voluntad.»

Así procuró Hernán Cortés mantener entre aquella gente la estimación de sus fuerzas, sin apartarse de la verdad, y servirse del origen que buscaban a su rey, o no contradecir lo que tenían aprendido, para dar mayor autoridad a su embajada. Pero Motezuma oyó con señas de poca docilidad el punto de la religión, obstinado con hipocresía en los errores de su gentilidad; y levantándose de la silla, «yo acepto, dijo, con toda gratitud la confederación y amistad que me proponéis del gran descendiente de Quezalcoal; pero todos los dioses son buenos, y el vuestro puede ser todo lo que decís, sin ofensa de los míos. Descansad, ahora, que en vuestra casa estáis, donde seréis asistido con todo el cuidado que se debe a vuestro valor y al príncipe que os envía». Mandó luego que entrasen algunos indios de carga que traía prevenidos; y antes de partir presentó a Hernán Cortés diferentes piezas de oro, cantidad de ropas de algodón, y varias curiosidades de pluma, dádiva considerable por el valor y por el modo; y repartió algunas joyas y preseas del mismo género entre los españoles que estaban presentes, dando uno y otro con alegre generosidad, sin hacer mucho caso del beneficio; pero mirando a Cortes y a los suyos con un género de satisfacción, en que se conocía el cuidado antecedente como los que manifiestan su temor en lo mismo que se complacen de haberle perdido.




ArribaAbajoCapítulo XII

Visita Cortés a Motezuma en su palacio, cuya grandeza y aparato se describe; y se da noticia de lo que pasó en esta conferencia, y en otras que se tuvieron después sobre la religión


Pidió Hernán Cortés audiencia el día siguiente, y la consiguió con tanta prontitud, que vinieron con la respuesta los mismos que le habían de acompañar en esta visita: cierto género de ministros, que solían asistir a los embajadores, y tenían a su cargo el magisterio de las ceremonias y estilos de su nación. Vistióse de gala sin dejar las armas, que se habían de introducir a traje militar; y llevó consigo a los capitanes Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandóval, Juan Velázquez de León y Diego de Ordaz, con seis o siete soldados particulares de su satisfacción, entre los cuales fue Bernal Díaz del Castillo, que ya trataba de observar para escribir.

Las calles estaban pobladas por todas partes de innumerable concurso, que trabajaba en su misma muchedumbre para ver a los españoles sin embarazarles el paso, entre cuyas reverencias y sumisiones, se oía muchas veces la palabra Teules, que en su lengua significa dioses: voz que ya se entendía, y que no sonaba mal a los que fundaban parte de su valor en el respeto ajeno.

Dejóse ver a la larga distancia el palacio de Motezuma, que manifestaba no sin encarecimiento, la magnificencia de aquellos reyes; edificio tan desmesurado, que se mandaba por treinta puertas a diferentes calles. La fachada principal, que ocupaba toda la frente de una plaza muy espaciosa, era de varios jaspes negros, rojos y blancos, de no mal entendida colocación y pulimento. Sobre la portada se hacían reparar en un escudo grande las armas de los Motezumas: un grifo, medio águila y medio león, en ademán de volar, con un tigre feroz entre las garras. Algunos quieren que fuese águila, y se ponen de propósito a impugnar el grifo con la razón de que no los hay en aquella tierra, como si no se pudiese dudar si los hay en el mundo, según los autores que los pusieron entre las aves fabulosas. Diríamos antes que pudo inventar acá y allá este género de monstruos el desvarío artificioso, que llaman licencia los poetas, y valentía los pintores.

Al llegar cerca de la puerta principal, se encaminaron hacia el uno de sus lados los ministros del acompañamiento, y retirándose atrás con pasos de gran misterio, formaron un semicírculo para llegar a la puerta de dos en dos: ceremonia de su costumbre, porque tenían a falta de respeto el entrar en tropel en la casa real, y reconocían con este desvío la dificultad de pisar aquellos umbrales. Pasados tres patios de la misma fábrica y materia que la fachada, llegaron al cuarto donde residía Motezuma, en cuyos salones era de igual admiración la grandeza y el adorno: los pavimentos con esteras de varias labores, las paredes con diferentes colgaduras de algodón, pelo de conejo, y en lo más interior de pluma; unas y otras hermoseadas con la viveza de los colores, y con la diferencia de las figuras; los techos de ciprés, cedro y otras maderas olorosas, con diversos follajes y relieves; en cuya contextura se reparó, que sin haber hallado el uso de los clavos, formaban grandes artesones, afirmando el maderamen y las tablas en su misma trabazón.

Había en cada una de estas salas numerosas y diferentes jerarquías de criados, que tenían la entrada según su calidad y ministerio; y en la puerta de la antecámara esperaban los próceres y magistrados que recibieron a Cortés con grande urbanidad pero le hicieron esperar para quitarse las sandalias, y dejar los mantos ricos de que venían adornados, tomando en su lugar otros de menos gala: era entre aquella gente irreverencia el atreverse a lucir delante del rey. Todo lo reparaban los españoles, todo hacía novedad, y todo infundía respeto; la grandeza del palacio, las ceremonias, el aparato, y hasta el silencio de la familia.

Estaba Motezuma en pie, con todas sus insignias reales, y dio algunos pasos para recibir a Cortés, poniéndole al llegar los brazos sobre los hombros: agasajó después con el semblante a los españoles que le acompañaban, y tomando su asiento, mandó sentar a Cortés y a todos los demás, sin dejarles acción para que replicasen. La visita fue larga y de conversación familiar; hizo varias preguntas a Cortés sobre lo natural y político de las regiones orientales, aprobando a tiempo lo que le pareció bien; y mostrando que sabía discurrir en lo que sabía dudar. Volvió a referir la dependencia y obligación que tenían los mejicanos al descendiente de su primero rey, y se congratuló muy particularmente de que se hubiese cumplido en su tiempo la profecía de los extranjeros, que tantos siglos antes habían sido prometidos a su mayores: si fue con afectación, supo esconder lo que sentía; y siendo ésta una credulidad vana y despreciable por su origen y circunstancias, importó mucho en aquella ocasión, para que los españoles hallasen hecho el camino a su introducción: así bajan muchas veces encadenadas y dependientes de ligeros principios las cosas mayores. Hernán Cortés le puso con destreza en la plática de la religión, tocando entre las demás noticias que le daba de su nación, los ritos y costumbres de los cristianos, para que le hiciesen disonancia los vicios y abominaciones de su idolatría; con cuya ocasión exclamó contra los sacrificios de sangre humana, y contra el horror aborrecible a la naturaleza, con que se comían los hombres que sacrificaban: bestialidad muy introducida en aquella corte, por ser mayor el número de los sacrificados, y más culpable por esta razón el exceso de los banquetes.

No fue del todo inútil esta sesión porque Motezuma sintiendo en algo la fuerza de la razón, desterró de su mesa los platos de carne humana; pero no se atrevió a prohibir de una vez este manjar a sus vasallos, ni se dio por vencido en el punto de los sacrificios; antes decía que no era crueldad ofrecer a sus dioses unos prisioneros de guerra, que venían ya condenados a muerte; no hallando razón que le hiciese capaz de que fuesen prójimos los enemigos.

Dio pocas esperanzas de reducirse, aunque procuraron varias veces Hernán Cortés y el padre fray Bartolomé de Olmedo traerle al camino de la verdad; tenía entendimiento para conocer algunas ventajas en la religión católica y para no desconocer en todo los abusos de la suya; pero se volvía luego al tema de que sus dioses eran buenos en aquella tierra, como el de los cristianos en su distrito; y se hacía fuerza para no enojarse cuando le apretaban los argumentos, padeciendo mucho consigo en estas conferencias, porque deseaba complacer a los españoles con un género de cuidado que parecía sujeción; y por otra parte le tiraban las afectaciones de religioso, que le adquirieron, y a su parecer le mantenían la corona, obligándole a temer con mayor abatimiento la desestimación de sus vasallos, si le viesen menos atento al culto de sus dioses: política miserable, propia del tirano, dominar con soberbia y contemplar con servidumbre.

Hacía tanta ostentación de su resistencia, que llevando consigo, uno de aquellos primeros días, a Hernán Cortés y al padre fray Bartolomé, con algunos de los capitanes y soldados particulares, para que viesen a su lado las grandezas de su corte, deseó, no sin alguna vanidad, enseñarles el mayor de sus templos. Mandólos que se detuviesen poco antes de la entrada, y se adelantó para conferir con los sacerdotes, si sería lícito que llegase a la presencia de sus dioses una gente que no los adoraba. Resolvióse que podrían entrar, amonestándolos primero que no se descomidiesen; y salieron dos o tres de los más ancianos con la permisión y el requerimiento. Franqueáronse luego todas las puertas de aquel espantoso edificio; y Motezuma tomó a su cargo el explicar los secretos, oficinas y simulacros del adoratorio, tan reverente y ceremonioso, que los españoles no pudieron contenerse de hacer alguna irrisión, de que no se dio por entendido; pero volvió a mirarlos, como quien deseaba reprimirlos. A cuyo tiempo Hernán Cortés, dejándose llevar del celo que ardía en su corazón, le dijo: «permitidme, señor, fijar una cruz de Cristo delante de esas imágenes del demonio, y veréis si merecen adoración o menosprecio». Enfureciéronse los sacerdotes al oír esta proposición; y Motezuma quedó confuso y mortificado, faltándole a un tiempo la paciencia para sufrirlo y la resolución para enojarse; pero tomando partido con su primera turbación, y procurando que no quedase mal su hipocresía: «pudierais, dijo a los españoles, conceder a este lugar las atenciones, por lo menos, que debéis a mi persona»: y salió del adoratorio para que le siguiesen; pero se detuvo en el atrio, y prosiguió diciendo algo más reportado: «bien podéis, amigos, volveros a vuestro alojamiento, que yo me quedo a pedir perdón a mis dioses de lo mucho que os he sufrido»: notable salida del empeño en que se hallaba, y pocas palabras dignas de reparo, que dieron a entender su resolución, y lo que se reprimía para no destemplarse.

Con esta experiencia, y otras que se hicieron del mismo género, resolvió Cortés, siguiendo el parecer del padre fray Bartolomé de Olmedo, y del licenciado Juan Díaz, que no se le hablase más por entonces en la religión, porque sólo servía de irritarle y endurecerle. Pero al mismo tiempo se consiguió fácilmente su licencia para que los cristianos diesen culto público a su Dios; y él mismo envió sus alarifes para que se le fabricase templo a su costa, como le pidiese Cortés: tanto deseaba que le dejasen descansar en su error. Desembarazóse luego uno de los salones principales de aquel palacio donde habitaban los españoles, y blanqueándole de nuevo, se levantó el altar, y en su frontispicio se colocó una imagen de nuestra Señora sobre algunas gradas, que se adornaron vistosamente, y fijando una cruz grande cerca de la puerta, quedó formada una capilla muy decente, donde se celebraba misa todos los días, se rezaba el rosario, y hacían otros actos de piedad y devoción, asistiendo algunas veces Motezuma con los príncipes y ministros que andaban a su lado; entre los cuales se alababa mucho la mansedumbre de aquellos sacrificios, sin conocer la inhumanidad y malicia de los suyos: gente ciega y supersticiosa que palpaba las tinieblas y se defendía de la razón con la costumbre

Pero antes de referir los sucesos de aquella corte, nos llama su descripción la grandeza de sus edificios, su forma de gobierno y policía, con otras noticias que son convenientes para la inteligencia o concepto de los mismos sucesos: desvíos de la narración necesarios en la historia, como no sean peregrinos del argumento y carezcan de otros lunares que hacen viciosa la digresión.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Descríbese la ciudad de Méjico, su temperamento y situación, el mercado de Tlatelulco y el mayor de sus templos, dedicado al dios de la guerra


La gran ciudad de Méjico, que fue conocida en su antigüedad por el nombre de Tenuchtitlan o por otros de poco diferente sonido, sobre cuya denominación se cansan voluntariamente los autores, tendría en aquel tiempo sesenta mil familias de vecindad, repartida en dos barrios, de los cuales se llamaba el uno Tlatelulco, habitación de gente popular; y el otro Méjico, que por residir en él la corte y la nobleza, dio su nombre a toda la población.

Estaba fundada en un plano muy espacioso, coronado por todas partes de altísimas sierras y montañas, de cuyos ríos y vertientes, rebalsadas en el valle se formaban diferentes lagunas, y en lo más profundo los dos lagos mayores, que ocupaba con más de cincuenta poblaciones la nación mejicana. Tendría este pequeño mar treinta leguas de circunferencia; y los dos lagos que le formaban, se unían y comunicaban entre sí por un dique de piedra que los dividía, reservando algunas aberturas con puentes de madera, en cuyos lados tenían sus compuertas levadizas para cebar el lago inferior siempre que necesitaban de socorrer la mengua del uno con la redundancia del otro. Era el más alto de agua dulce y clara, donde se hallaban algunos pescados de agradable mantenimiento; y el otro de agua salobre y oscura, semejante a la marítima; no porque fuesen de otra calidad las vertientes de que se alimentaba, sino por vicio natural de la misma tierra, donde se detenían: gruesa y salitrosa por aquel paraje, pero de grande utilidad para la fábrica de la sal, que beneficiaban cerca de sus orillas, purificando al sol, y adelgazando con el fuego las espumas y superfluidades que despedía la resaca.

En el medio casi de esta laguna salobre tenía su asiento la ciudad, cuya situación se apartaba de la línea equinoccial hacia el Norte diez y nueve grados y trece minutos dentro aún de la Tórrida Zona, que imaginaron de fuego habitable los filósofos antiguos, para que aprendiese nuestra experiencia cuán poco se puede fiar de la humana sabiduría en todos aquellas noticias que no entran por los sentidos a desengañar el entendimiento. Era su clima benigno y saludable, donde se dejaban conocer a su tiempo el frío y el calor, ambos con moderada intensión; y la humedad, que por la naturaleza del sitio pudiera ofender a la salud, estaba corregida con el favor de los vientos, o morigerada con el beneficio del sol.

Tenían hermosísimos lejos en medio de las aguas esta gran población, y se daba la mano con la tierra por sus diques o calzadas principales: fábrica suntuosa que servía tanto al ornamento como a la necesidad: la una de dos leguas hacia la parte del Mediodía, por donde hicieron su entrada los españoles; la otra de una legua mirando al Septentrión; y la otra poco menor por la parte occidental. Eran las calles bien niveladas y espaciosas: unas de agua con sus puentes para la comunicación de los vecinos; otras de tierra sola hechas a la mano; y otras de agua y tierra, los lados para el paso de la gente, y el medio para el uso de las canoas o barcas de tamaños diferentes que navegaban por la ciudad o servían al comercio, cuyo número toca en increíble, pues dicen que tendría Méjico entonces más de cincuenta mil, sin otras embarcaciones pequeñas que allí se llamaban acales, hechas de un tronco, y capaces de un hombre que remaba para sí.

Los edificios públicos y casas de los nobles, de que se componía la mayor parte de la ciudad, eran de piedra y bien fabricadas; las que ocupaba la gente popular humildes y desiguales; pero unas y otras en tal disposición, que hacían lugar a diferentes plazas de terraplén donde tenían sus mercados.

Era entre todas la de Tlatelulco de admirable capacidad y concurso, a cuyas ferias acudían ciertos días en el año todos los mercaderes y comerciantes del reino con lo más precioso de sus frutos y manufacturas; y solían concurrir tantos, que siendo esta plaza, según dice Antonio Herrera, una de las mayores del mundo, se llenaba de tiendas puestas en hileras, y tan apretadas que apenas dejaban calle a los compradores. Conocían todos su puesto, y armaban su oficina de bastidores portátiles cubiertos de algodón basto, capaz de resistir al agua y al sol. No acababan de ponderar nuestros escritores el orden, la variedad y la riqueza de estos mercados. Había hileras de plateros, donde se vendían joyas y cadenas extraordinarias, diversas hechuras de animales, y vasos de oro y plata, labrados con tanto primor, que algunos de ellos dieron que discurrir a nuestros artífices, particularmente unas calderillas de asas movibles que salían así de la fundición, y otras piezas del mismo género, donde se hallaban molduras y relieves, sin que se conociese impulso de martillo ni golpe de cincel. Había también hileras de pintores, con raras ideas y países de aquella interposición de plumas que daba el colorido y animaba la figura; en cuyo género se hallaron raros aciertos de la paciencia y la prolijidad. Venían también a este mercado cuantos géneros de telas se fabricaban en todo el reino para diferentes usos, hechas de algodón y pelo de conejo, que hilaban delicadamente las mujeres, enemigas en aquella tierra de la ociosidad, y aplicadas al ingenio de las manos. Eran muy de reparar los búcaros y hechuras exquisitas de finísimo barro que traían a vender, diverso en el color y en la fragancia de que labraban con primor extraordinario cuantas piezas y vasijas son necesarias para el servicio y el adorno de una casa, porque no usaban de oro ni de plata en sus vajillas: profusión que sólo era permitida en la mesa real, y esto en días muy señalados. Hallábanse con la misma distribución y abundancia los mantenimientos, las frutas, los pescados, y finalmente cuantas cosas hizo venales el deleite y la necesidad.

Hacíanse las compras y ventas por vía de permutación, con que daba cada uno lo que le sobraba por lo que había menester; y el maíz o el cacao servía de moneda para las cosas menores. No se gobernaban por el peso ni le conocieron; pero tenían diferentes medidas con que distinguir las cantidades, y sus números o caracteres con que ajustar los precios según sus tasaciones.

Había casa diputada para los jueces del comercio, en cuyo tribunal se decidían las diferencias de los comerciantes, y otros ministros inferiores que andaban entre la gente cuidando de la igualdad de los contratos, y llevaban al tribunal las causas de fraude o exceso que necesitaban de castigo. Admiraron justamente nuestros españoles la primera vista de este mercado por su abundancia, por su variedad, y por el orden y concierto con que estaba puesta en razón aquella muchedumbre: aparador verdaderamente maravilloso, en que se venían de una vez a los ojos la grandeza y el gobierno de aquella corte.

Los templos (si es lícito darles este nombre) se levantaban suntuosamente sobre los demás edificios; y el mayor, donde residía la suma dignidad de aquellos sacerdotes, estaba dedicado al ídolo Viztcilipuztli, que en su lengua significaba dios de la guerra, y le tenían por el supremo de sus dioses: primacía de que se infiere cuanto se preciaba de militar aquella nación. El vulgo de los soldados españoles le llamaba Huchilobos, tropezando en la pronunciación; y así le nombra Bernal Díaz del Castillo, hallando en la pluma la misma dificultad. Notablemente discuerdan los autores en la descripción de este soberbio edificio. Antonio de Herrera se conforma demasiado con Francisco López de Gómara: los que le vieron entonces tenían otras cosas en el cuidado, y los demás tiraron las líneas a la voluntad de su consideración: seguimos al padre José de Acosta, y a otros autores de los mejor informados.

Su primera mansión era una gran plaza en cuadro con su muralla de sillería, labrada por la parte de afuera con diferentes lazos de culebras encadenadas que daban horror al pórtico, y estaban allí con alguna propiedad. Poco antes de llegar a la puerta principal estaba un humilladero no menos horroroso: era de piedra, con treinta gradas de lo mismo que subían a lo alto, donde había un género de azotea prolongada, y fijos en ella muchos troncos de crecidos árboles puestos en hilera; tenían estos sus taladros iguales a poca distancia, y por ellos pasaban de un árbol a otro diferentes varas ensartando cada una por las sienes algunas calaveras de hombres sacrificados, cuyo número (que no se puede referir sin escándalo) tenían siempre cabal los ministros del templo, renovando las que padecían algún destrozo con el tiempo; lastimoso trofeo en que manifestaba su rencor el enemigo del hombre, y aquellos bárbaros le tenían a la vista sin algún remordimiento de la naturaleza, hecha devoción la inhumanidad, y desaprovechada en la costumbre de los ojos la memoria de la muerte.

Tenía la plaza cuatro puertas correspondientes en sus cuatro lienzos, que miraban a los cuatro vientos principales. En lo alto de las portadas había cuatro estatuas de piedra que señalaban el camino, como despidiendo a los que se acercaban mal dispuestos; y tenían su presunción de dioses liminares, porque recibían algunas reverencias a la entrada. Por la parte interior de la muralla estaban las habitaciones de los sacerdotes y dependientes de su ministerio, con algunas oficinas que corrían todo el ámbito de la plaza sin ofender el cuadro, dejándola tan capaz que solían bailar en ella ocho y diez mil personas cuando se juntaban a celebrar sus festividades.

Ocupaba el centro de esta plaza una gran máquina de piedra, que a cielo descubierto se levantaba sobre las torres de la ciudad, creciendo en disminución hasta formar una media pirámide los tres lados pendientes, y en el otro labrada la escalera: edificio suntuoso y de buenas medidas, tan alto que tenía ciento y veinte gradas de escalera, y tan corpulento que terminaba en un plano de cuarenta pies en cuadro; cuyo pavimento, enlosado primorosamente de varios jaspes, guarnecía por todas partes un pretil con sus almenas retorcidas a manera de caracoles, formando por ambas haces de unas piedras negras semejantes al azabache, puestas con orden, y unidas con betunes blancos y rojos que adornaban mucho el edificio.

Sobre la división del pretil, donde terminaba la escalera, estaban dos estatuas de mármol, que sustentaban (imitando bien la fuerza de los brazos) unos grandes candeleros de hechura extraordinaria; más adelante una losa verde que se levantaba cinco palmos del suelo y remataba en esquina, donde afirmaban por las espaldas al miserable que habían de sacrificar, para sacarle por los pechos el corazón; y en la frente una capilla de mejor fábrica y materia, cubierta por lo alto con su techumbre de maderas preciosas, donde tenían el ídolo sobre un altar muy alto y detrás de cortinas. Era de figura humana, y estaba sentado en una silla con apariencias de trono, fundada sobre un globo azul que llamaban cielo, de cuyos lados salían cuatro varas con cabezas de sierpes, a que aplicaban los hombros para conducirle cuando le manifestaban al pueblo. Tenía sobre la cabeza un penacho de plumas varias en forma de pájaro, con el pico y la cresta de oro bruñido, el rostro de horrible severidad, y más afeado con dos fajas azules, una sobre la frente y otra sobre la nariz; en la mano derecha una culebra hondeada que le servía de bastón, y en la izquierda cuatro saetas que veneraban como traídas del cielo, y una rodela con cinco plumajes blancos puestos en cruz, sobre cuyos adornos, y la significación de aquellas insignias y colores, decían notables desvaríos con lastimosa ponderación.

Al lado siniestro de esta capilla estaba otra de la misma hechura y tamaño, con un ídolo que llamaban Tlaloch, en todo semejante a su compañero. Teníanlos por hermanos, y tan amigos que dividían entre sí los patrocinios de la guerra, iguales en el poder y uniformes en la voluntad; por cuya razón acudían a entrambos con una víctima y un ruego, y les daban las gracias de los sucesos, teniendo en equilibrio la devoción.

El ornato de ambas capillas era de inestimable valor, colgadas las paredes y cubiertos los altares de joyas y piedras preciosas puestas sobre plumas de colores; y había de este género y opulencia ocho templos en aquella ciudad, siendo los menores más de dos mil, donde se adoraban otros tantos ídolos, diferentes en el nombre, figura y advocación. Apenas había calle sin su dios tutelar; ni se conocía calamidad entre las pensiones de la naturaleza, que no tuviese altar donde acudir por el remedio. Ellos se fingían y fabricaban sus dioses de su mismo temor, sin conocer que enflaquecían el poder de los unos con lo que fiaban de los otros; y el demonio ensanchaba su dominio por instantes: violentísimo tirano de aquellos racionales, y en pacífica posesión de tantos siglos. ¡O permisiones inescrutables del Altísimo!




ArribaAbajoCapítulo XIV

Descríbense diferentes casas que tenía Motezuma para su divertimiento, sus armerías, sus jardines y sus quintas, con otros edificios notables que había dentro y fuera de la ciudad


Además del palacio principal que dejamos referido, y el que habitaban los españoles, tenía Motezuma diferentes casas de recreación que adornaban la ciudad y engrandecían su persona. En una de ellas, edificio real, donde se vieron grandes corredores sobre columnas de jaspe, había cuantos géneros de aves se crían en la Nueva España, dignas de alguna estimación por la pluma o por el canto, entre cuya diversidad se hallaron muchas extraordinarias, y no conocidas hasta entonces en Europa. Las marítimas se conservaban en estanques de agua salobre, y en otros de agua dulce las que se traían de ríos o lagunas. Dicen que había pájaros de cinco y seis colores, y los pelaban a su tiempo dejándolos vivos, para que repitiesen a su dueño la utilidad de la pluma: género de mucho valor entre los mejicanos, porque se aprovechaban de ella en sus telas, en sus pinturas y en todos sus adornos. Era tanto el número de aves, y se ponía tanto cuidado en su conservación, que se ocupaban en este ministerio más de trescientos hombres diestros en el conocimiento de sus enfermedades, y obligados a suministrarles el cebo de que se alimentaban en su libertad.

Poco distante de esta casa tenía otra Motezuma de mayor grandeza y variedad, con habitación capaz de su persona y familia, donde residían sus cazadores y se criaban las aves de rapiña, unas en jaulas de igual aliño y limpieza que sólo servían a la observación de los ojos, y otras en alcándaras obedientes al lazo de pihuela, y domesticadas para el ejercicio de la cetrería; cuyos primores alcanzaron sirviéndose de algunos pájaros de razas excelentes que se hallan en aquella tierra parecidos a los nuestros, y nada inferiores en la docilidad con que reconocen a su dueño, y en la resolución con que se arrojan a la presa. Había entre las aves que tenían encerradas muchas de rara fiereza y tamaño, que parecían entonces monstruosas, y algunas águilas reales de grandeza exquisita y prodigiosa voracidad: no falta quien diga que una de ellas gastaba un carnero en cada comida: débanos el autor que no apoyemos con su nombre lo que a nuestro parecer creyó con facilidad.

En el segundo patio de la misma casa, estaban las fieras que presentaban a Motezuma o prendían sus cazadores: en fuertes jaulas de madera, puestas con buena distribución y debajo de cubierto, leones, tigres, osos, y cuantos géneros de brutos silvestres produce la Nueva España; entre los cuales hizo mayor novedad el toro mejicano, rarísimo compuesto de varios animales, gibada y corva la espalda como el camello, enjuto el ijar, larga la cola, y guedejudo el cuello como el león, hendido el pie y armada la frente como el toro, cuya ferocidad imita con igual destreza y ejecución: anfiteatro que pareció a los españoles digno de príncipe grande, por ser tan antiguo en el mundo esto de significarse por las fieras la grandeza de los hombres.

En otra separación de este palacio, dicen algunos de nuestros escritores, que se criaba con cebo cuotidiano una multitud horrible de animales ponzoñosos; y que anidaban en diferentes vasijas y cavernas las víboras, las culebras de cascabel, los escorpiones; y crece la ponderación hasta encontrar con los cocodrilos; pero también afirman que no alcanzaron esta venenosa grandeza nuestros españoles, y que sólo vieron el paraje donde se criaban, cuya limitación nos basta para tocarlo como inverosímil; creyendo antes que lo entenderían así los indios, de cuya relación se tomó la noticia; y que sería éste uno de aquellos horrores que suele inventar el vulgo contra la fiereza de los tiranos, particularmente cuando sirve afligido y discurre atemorizado.

Sobre la mansión que ocupaban las fieras, había un cuarto muy capaz donde habitaban los bufones, y otras sabandijas de palacio que servían al entretenimiento del rey: en cuyo número se contaban los monstruos, los enanos, los corcobados, y otros errores de la naturaleza: cada género tenía su habitación separada, y cada separación sus maestros de habilidades, y sus personas diputadas para cuidar de su regalo; donde los servían con tanta puntualidad, que algunos padres, entre la gente pobre, desfiguraban a sus hijos para que lograsen esta conveniencia y enmendar su fortuna, dándoles el mérito en la deformidad.

No se conocía menos la grandeza de Motezuma en otras dos casas que ocupaban su armería. Era la una para la fábrica, y la otra para el depósito de las armas. En la primera vivían y trabajaban todos los maestros de esta facultad, distribuidos en diferentes oficinas según sus ministerios: en una parte se adelgazaban las varas para las flechas; en otra se labraban los pedernales para las puntas; y cada género de armas ofensivas y defensivas tenían su obrador y sus oficiales distintos, con algunos superintendentes que llevaban a su modo la cuenta y razón de lo que se trabajaba. La otra casa, cuyo edificio tenía mayor representación, servía de almacén, donde se recogían las armas después de acabadas, cada género en pieza distinta, y de allí se repartían a los ejércitos y fronteras, según la ocurrencia de las ocasiones. En lo alto se guardaban las armas de la persona real colgadas por las paredes con buena colocación: en una pieza los arcos, flechas y aljabas con varios embutidos y labores de oro y pedrería; en otras las espadas y montantes de madera extraordinaria con sus filos de pedernal, y la misma riqueza en las empuñaduras; en otras los dardos, y así los demás géneros, tan adornados y resplandecientes, que daban que reparar hasta las hondas y las piedras. Había diferentes hechuras de petos y celadas con láminas de follajes de oro; muchas casacas de aquellos colchados que resistían a las flechas; hermosas invenciones de rodelas o escudos, y un género de paveses o adargas de pieles impenetrables que cubrían todo el cuerpo; y hasta la ocasión de pelear andaban arrolladas al hombro izquierdo: fue de admiración a los españoles esta grande armería, que pareció también alhaja de príncipe, y príncipe guerrero, en que se acreditaban igualmente su opulencia y su inclinación.

En todas estas casas tenían grandes jardines prolijamente cultivados. No gustaba de árboles fructíferos ni plantas comestibles en sus recreaciones; antes solía decir que las huertas eran posesiones de gente ordinaria; pareciéndole más propio en los príncipes el deleite sin mezcla de utilidad. Todo era flores de rara diversidad y fragancia, y yerbas medicinales que servían a los cuadros y cenadores, de cuyo beneficio cuidaba mucho, haciendo traer a sus jardines cuantos géneros produce la benignidad de aquella tierra, donde no aprendían los físicos, otra facultad que la noticia de sus nombres y el reconocimiento de sus virtudes. Tenían yerbas para todas las enfermedades y dolores, de cuyos zumos y aplicaciones componían sus remedios y lograban admirables efectos, hijos de la experiencia, que sin distinguir la causa de la enfermedad, acertaban con la salud del enfermo. Repartíanse francamente de los jardines del rey todas las yerbas que recetaban los médicos o pedían los dolientes, y solían preguntar si aprovechaban, hallando vanidad en sus medicinas, o persuadido a que cumplía con la obligación del gobierno, cuidando así de la salud de sus vasallos.

En todos estos jardines y casas de recreación había muchas fuentes de agua dulce y saludable que traían de los montes vecinos, guiada por diferentes canales, hasta encontrar con las calzadas, donde se ocultaban los encañados que la introducían en la ciudad; para cuya provisión se dejaban algunas fuentes públicas, y se permitía, no sin tributo considerable, que los indios vendiesen por las calles la que podían conducir de otros manantiales. Creció mucho en tiempo de Motezuma el beneficio de las fuentes, porque fue suya la obra del gran conducto por donde vienen a Méjico las aguas vivas que se descubrieron en la sierra de Chapultepec, distante una legua de la ciudad. Hízose primero de su orden y traza un estanque de piedra donde recogerlas, midiendo su altura con la declinación que pedía la corriente; y después un paredón grueso con dos canales descubiertas de fuerte argamasa, de las cuales servía la una mientras que se limpiaba la otra: fábrica de grande utilidad, cuya invención le dejó tan vanaglorioso, que mandó poner su efigie y la de su padre, con cierta semejanza, esculpidas en dos medallas de piedra, con ambición de hacerse memorable, por aquel beneficio, de su ciudad.

Uno de los edificios que hizo mayor novedad entre las obras de Motezuma, fue la casa que llamaban de la tristeza, donde solía retirarse cuando se morían sus parientes, y en otras ocasiones de calamidad o mal suceso que pidiese pública demostración. Era de horrible arquitectura, negras las paredes, los techos y los adornos; y tenía un género de claraboyas o ventanas pequeñas que daban penada la luz, o permitían solamente la que bastaba para que se viese la oscuridad: formidable habitación donde se le aparecía con más facilidad el demonio; fuese por lo que ama los horrores el príncipe de las tinieblas, o por la congruencia que tienen entre sí el espíritu maligno y el humor melancólico.

Fuera de la ciudad tenía grandes quintas y casas de recreación, con muchas y copiosas fuentes que daban agua para los baños y estanques para la pesca; en cuya vecindad había diferentes bosques para diferentes géneros de caza: ejercicio que frecuentaba y entendía, manejando con primor el arco y la flecha. Era la montería su principal divertimiento: solía muchas veces salir con sus nobles a un parque muy espacioso y ameno, cuyo distrito estaba cercado por todas partes con un foso de agua, donde le traían y encerraban las reses de los montes vecinos, entre las cuales solían venir algunos tigres y leones. Había gente señalada en Méjico y en otros lugares del contorno, que se adelantaba para estrechar y conducir las fieras al sitio destinado, siguiendo casi en estas batidas el estilo de nuestros monteros. Tenían aquellos indios mejicanos grande osadía y agilidad en perseguir y sujetar los animales más feroces; y Motezuma gustaba mucho de mirar el combate de sus cazadores, y lograr algunos tiros que se aplaudían como aciertos de mayor importancia. Nunca se apeaba de sus andas sino es cuando se ponía en algún lugar eminente, y siempre con bastante circunvalación de chuzos y flechas que asegurasen su persona; no porque le faltase valor ni dejase de aventajar a todos en la destreza, sino porque miraba como indigno de su majestad aquellos riesgos voluntarios; pareciéndole, y no sin conocimiento de su dignidad, que sólo eran decentes para el rey los peligros de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo XV

Dase noticia de la ostentación y puntualidad con que se hacía servir Motezuma en su palacio; del gasto de su mesa, de sus audiencias, y otras particularidades de su economía y divertimientos


Era correspondiente a la suntuosidad y soberbia de sus edificios el fausto de su casa, y los aparatos de que adornaba su persona para mantener la reverencia y el temor de sus vasallos; a cuyo fin inventó nuevas ceremonias y superfluidades, enmendando como defecto la humanidad con que se trataron hasta él los reyes mejicanos. Aumentó como dijimos, en los principios de su reinado el número, la calidad y el lucimiento de la familia real, componiéndola de gente noble, más o menos ilustre, según los ministerios de su ocupación: punto que resistieron entonces sus consejeros, representándole que no convenía desconsolar al pueblo con excluirle totalmente de su servicio; pero él ejecutó lo que le aconsejaba su vanidad, y era una de sus máximas que los príncipes debían favorecer desde lejos a la gente sin obligaciones, y considerar que no se hicieron los beneficios de la confianza para los ánimos plebeyos.

Tenía dos géneros de guardias: una de gente militar y tan numerosa, que ocupaba los patios y repartía diferentes escuadrones a las puertas principales; y otra de caballeros cuya introducción fue también de su tiempo: constaba de hasta doscientos hombres de calidad conocida; y éstos entraban todos los días en palacio con el mismo fin de guardar a la persona real y asistir a su cortejo. Estaba repartido por turnos con tiempo señalado este servicio de los nobles, y se iban mudando con tal disposición, que comprendía toda la nobleza, no sólo de la ciudad, sino del reino; y venían a cumplir con esta obligación cuando les tocaba el turno desde las ciudades más remotas. Era su asistencia en las antecámaras, donde comían de lo que sobraba en la mesa del rey. Solía permitir que entrasen algunos en su cámara, mandándolos llamar: no tanto por favorecerlos, como para saber si asistían, y tenerlos a todos en cuidado. Jactábase de haber introducido este género de guardia, y no sin alguna política más que vulgar; porque solía decir a sus ministros, que le servía de tener en algún ejercicio la obediencia de los nobles para enseñarlos a vivir dependientes, y de conocer los sujetos de su reino para emplearlos según su capacidad.

Casaban los reyes mejicanos con hijas de otros reyes tributarios suyos, y Motezuma tenía dos mujeres de esta calidad, con título de reinas, en cuartos separados de igual pompa y ostentación. El número de sus concubinas era exorbitante y escandaloso, pues hallamos escrito, que habitaban dentro de su palacio más de tres mil mujeres entre amas y criadas, y que venían al examen de su antojo cuantas nacían con alguna hermosura en sus dominios; porque sus ministros y ejecutores las recogían a manera de tributo y vasallaje, tratándose como importancia del reino la torpeza del rey.

Deshacíase de este género de mujeres con facilidad, poniéndolas en estado para que ocupasen otras su lugar; y hallaban maridos entre la gente de mayor calidad, porque salían ricas, y a su parecer condecoradas; tan lejos estaba de tener estimación de virtud la honestidad en una religión donde no sólo se permitían, pero se mandaban las violencias de la razón natural. Afectaba mucho el recogimiento de su casa, y tenía mujeres ancianas que atendiesen al decoro de sus concubinas sin permitir el menor desacierto en su proceder, no tanto porque le disonasen las indecencias, como porque le predominaban los celos; y este cuidado con que procuraba mantener el recato de su familia, que tiene por sí tanto de loable y puesto en razón, era en él segunda liviandad, y pundonor poco generoso que se formaba en la flaqueza de otra pasión.

Sus audiencias no eran fáciles ni frecuentes; pero duraban mucho, y se adornaba esta función de grande aparato y solemnidad. Asistían a ella los próceres que tenían entrada en su cuarto: seis o siete consejeros cerca de la silla, por si ocurriese alguna materia digna de consulta; y diferentes secretarios que iban notando con aquellos símbolos que le servían de letras las resoluciones y decretos, cada uno según su negociación. Entraba descalzo el pretendiente y hacía tres reverencias sin levantar los ojos de la tierra, diciendo en la primera Señor, en la segunda mi Señor, y en la tercera gran Señor. Hablaba en acto de mayor humillación, y se volvía después a retirar por los mismos pasos, repitiendo sus reverencias sin volver las espaldas, y cuidando mucho de los ojos, porque había ciertos ministros que castigaban luego los menores descuidos; y Motezuma era observantísimo en estas ceremonias: cuidado que no se debe culpar en los príncipes, por consistir en ellas una de las prerrogativas que los diferencian de los otros hombres; y tener algo de sustancia en el respeto de los súbditos estas delicadezas de la majestad. Escuchaba con atención, y respondía con severidad, midiendo al parecer la voz con el semblante. Si alguno se turbaba en el razonamiento, le procuraba cobrar, o le señalaba uno de los ministros que le asistían para que le hablase con menos embarazo; y solía despacharle mejor, hallando en aquel miedo respectivo, lisonja y discreción. Preciábase mucho del agrado y humanidad con que sufría las impertinencias de los pretendientes, y la desproporción de las pretensiones; y a la verdad procuraba por aquel rato corregir los ímpetus de su condición; pero no todas veces lo podía conseguir, porque cedía lo violento a lo natural, y la soberbia reprimida se parece poco a la benignidad.

Comía solo, y muchas veces en público; pero siempre con igual aparato. Cubríanse los aparadores ordinariamente con más de doscientos platos de varios manjares a la condición de su paladar; y algunos de ellos también sazonados, que no sólo agradaron entonces a los españoles, pero se han procurado imitar en España: que no hay tierra tan bárbara donde no se precie de ingenioso en sus desórdenes el apetito.

Antes de sentarse a comer registraba los platos, saliendo a reconocer las diferencias de regalos que contenían; y satisfecha la gula de los ojos, elegía los que más le agradaban, y se repartían los demás entre los caballeros de su guardia: siendo esta profusión cuotidiana una pequeña parte del gasto que se hacía de ordinario en sus cocinas, porque comían a su costa cuantos habitaban en palacio, y cuantos acudían a él por obligación de su oficio. La mesa era grande, pero baja de pies, y el asiento un taburete proporcionado. Los manteles de blanco y sutil algodón, y las servilletas de lo mismo, algo prolongadas. Atajábase la pieza por la mitad con una baranda o biombo, que sin impedir la vista, señalaba término al concurso y apartaba la familia. Quedaban dentro cerca de la mesa tres o cuatro ministros ancianos de los más favorecidos, y cerca de la baranda uno de los criados mayores que alcanzaba los platos. Salían luego hasta veinte mujeres vistosamente ataviadas que servían la vianda, y ministraban la copa con el mismo género de reverencias que usaban en sus templos. Los platos eran de barro muy fino y sólo servían una vez, como los manteles y servilletas que se repartían luego entre los criados. Los vasos de oro sobre salvas de lo mismo; y algunas veces solía beber en cocos o conchas naturales costosamente guarnecidas. Tenían siempre a la mano diferentes géneros de bebidas, y él señalaba las que apetecía; unas con olor, otras de yerbas saludables, y algunas confecciones de menos honesta calidad. Usaba con moderación de los vinos, o mejor diríamos cervezas que hacían aquellos indios, liquidando los granos del maíz por infusión y cocimiento: bebida que turbaba la cabeza como el vino más robusto. Al acabar de comer tomaba ordinariamente un género de chocolate a su modo, en que iba la sustancia del cacao, batida con el molinillo, hasta llenar la jícara de más espuma que licor; y después el humo del tabaco suavizado con liquidámbar; vicio que llamaban medicina, y en ellos tuvo algo de superstición, por ser el zumo de esta yerba uno de los ingredientes con que se dementaban y enfurecían los sacerdotes siempre que necesitaban de perder el entendimiento para entender al demonio.

Asistían ordinariamente a la comida tres o cuatro juglares de los que más sobresalían en el número de sus sabandijas; y éstos procuraban entretenerle, poniendo como suelen su felicidad, en la risa de los otros, y vistiendo las más veces en traje de gracia la falta de respeto. Solía decir Motezuma que los permitía cerca de su persona porque le decían algunas verdades: poco las apetecería quien las buscaba en ellos, o tendría por verdades las lisonjas: sentencia que se pondera entre sus discreciones; pero más reparamos en que llegase a conocer, hasta un príncipe bárbaro, la culpa de admitirlos, pues buscaba colores con que honestarlo.

Después del rato del sosiego solían entrar sus músicos a divertirle; y al son de flautas y caracoles, cuya desigualdad de sonidos concertaban con algún género de consonancia, le cantaban diferentes composiciones en varios metros que tenían su número y cadencia, variando los tonos con alguna modulación buscada en la voluntad de su oído. El ordinario asunto de sus canciones eran los acaecimientos de sus mayores, y los hechos memorables de sus reyes; y éstas se cantaban en los templos, y enseñaban a los niños para que no se olvidasen las hazañas de su nación: haciendo el oficio de la historia con todos aquellos que no entendían las pinturas y jeroglíficos de sus anales. Tenían también sus cantinelas alegres, de que usaban en sus bailes con estribillos y repeticiones de música más bulliciosa; y eran tan inclinados a este género de regocijos, y a otros espectáculos en que mostraban sus habilidades, que casi todas las tardes había fiestas públicas en alguno de los barrios, unas veces de la nobleza, y otras de la gente popular: y en aquella sazón fueron más frecuentes y de mayor solemnidad por el agasajo de los españoles; fomentándolas y asistiéndolas Motezuma contra el estilo de su austeridad, como quien deseaba con algún género de ambición que se contasen los ejercicios de la ociosidad entre las grandezas de su corte.

La más señalada entre sus fiestas era un género de danzas que llaman mitotes: componíanse de innumerable muchedumbre; unos vistosamente adornados, y otros en trajes y figuras extraordinarias. Entraban en ellas los nobles, mezclándose con los plebeyos en honor de la festividad; y tenían ejemplar de haber entrado sus reyes. Hacían el son dos atabales de madera cóncava, desiguales en el tamaño y en el sonido; bajo y tiple, unidos y templados no sin alguna conformidad. Entraban de dos en dos haciendo mudanzas, y después formaban corro, hiriendo todos a un tiempo la tierra y el aire con los pies sin perder el compás. Cansado un corro, sucedía otro con diferentes saltos y movimientos, imitando los tripudios y coreas que celebró la antigüedad; y algunas veces se mezclaban todos en alegre inquietud, hasta que mediando los brindis, y venciendo la embriaguez, de que se hacía gala en estos días, cesaba la fiesta, o se convertía en otra locura menos ordenada.

Juntábase otras veces el pueblo en las plazas o en los atrios de sus templos a diferentes espectáculos y juegos. Había desafíos de tirar al blanco y hacer otras destrezas admirables con el arco y la flecha. Usaban de la carrera y la lucha con sus apuestas particulares y premios públicos para el vencedor. Tenían hombres agilísimos que bailaban sin equilibrio en la maroma; y otros que hacían mudanzas y vueltas, con segundo bailarín sobre los hombros. Jugaban también a la pelota igual número de competidores, con un género de goma que levantaba muchos botes, y la traían largo rato en el aire, hasta que ganaban la raya los que daban con ella en el término contrapuesto: victoria que se disputaba con tanta solemnidad, que venían los sacerdotes con el dios de la pelota (¡ridícula superstición!), y colocándole a la vista, conjuraban el trinquete con ciertas ceremonias, que a su parecer dejaban corregidos los azares del juego, igualando la fortuna de los jugadores.

Raros eran los días en que no hubiese alguna fiesta que alegrase la ciudad; y Motezuma gustaba de que se frecuentasen los bailes y los regocijos, no porque fuesen de su genio, ni dejase de conocer los inconvenientes que se perdonan o se disimulan en estos bullicios de la plebe, sino porque hallaba conveniencia en traer divertidos aquellos ánimos inquietos, de cuya fidelidad vivía receloso: propia cavilación de príncipe tirano, dejar al pueblo estos incitamientos de los vicios para que no discurra en lo que padece; y mayor servidumbre de la tiranía, necesitar de indignas permisiones para introducir la servidumbre con especie de libertad.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Dase noticia de las grandes riquezas de Motezuma, del estilo con que se administraba la hacienda y se cuidaba de la justicia, con otras particularidades del gobierno político y militar de los mejicanos


Era príncipe tan rico Motezuma, que no sólo podía sustentar los gastos y delicias de su corte; pero mantenía continuamente dos o tres ejércitos en campaña para sujetar sus rebeldes o cubrir sus fronteras; y sobraba caudal opulento de que se formaban sus tesoros. Daban grande utilidad a la corona las minas de oro y plata, las salinas y otros derechos de antigua introducción; pero el mayor capital de las rentas reales se componía de las contribuciones de los vasallos; cuya imposición creció con exhorbitancia en tiempo de Motezuma. Todos los hombres llanos de aquel vasto y populoso dominio pagaban de tres uno al rey de sus labranzas y grangerías: los oficiales debían el tercio de las manufacturas; los pobres conducían sin estipendio los géneros que se remitían a la corte, o reconocían el vasallaje con otro servicio personal.

Andaban por el reino diferentes audiencias que con el auxilio de las justicias ordinarias iban cobrando y remitiendo los tributos. Dependían estos ministros del tribunal de hacienda que residía en la corte; obligados a dar cuenta por menor de lo que producían sus distritos, y se castigaban con pena de la vida sus fraudes o sus descuidos, de que resultaba mayor violencia en las cobranzas, porque se miraban como igual delito en el ejecutor la piedad y el latrocinio.

Eran grandes los clamores de los pueblos, y no los ignoraba Motezuma; pero solía poner entre los primores de su gobierno la opresión de sus vasallos: diciendo muchas veces que conocía su mala inclinación, y que necesitaban de aquella carga para su misma quietud, porque no los pudiera sujetar si los dejara enriquecer: grande hambre de buscar pretextos y colores que hiciesen el oficio de la razón. Los lugares vecinos a la ciudad daban gente para las obras reales, proveían de leña al palacio y pagaban otras pensiones a costa de sus comunidades.

Los nobles contribuían con asistir a las guardias, acudían con sus vasallos a los ejércitos, y hacían continuos presentes al rey, que se recibían como dádivas, sin perder el nombre de obligación. Había diferentes depositarios y tesoreros donde paraban los géneros que procedían de las contribuciones, y el tribunal de hacienda libraba en ellos todo lo necesario para el gasto de las casas reales y provisiones de la guerra; y cuidaba de que se fuese beneficiando lo que sobraba para guardarlo en el tesoro principal, reducido a géneros durables, y particularmente a piezas de oro, cuyo valor conocían y estimaban sin que la copia llegase a envilecerle, antes le apetecían y guardaban los poderosos, o bien fuese por la nobleza y hermosura del metal, o porque nació destinado a la codicia más que a la necesidad de los hombres.

Tenían los mejicanos dispuestos y organizado su gobierno con notable concierto y armonía. Demás del consejo de hacienda que corría, como hemos dicho, con las dependencias del patrimonio real, había consejo de justicia, donde venían las apelaciones de los tribunales inferiores: consejo de guerra, donde se cuidaba de la información y asistencia de los ejércitos; y consejo de estado, que se hacía las más veces en presencia del rey, donde se trataban los negocios de mayor peso. Había también jueces del comercio y del abasto, y otro género de ministros, como alcaldes de corte, que rondaban la ciudad y perseguían los delincuentes. Traían sus varas ellos y sus alguaciles para ser conocidos por la insignia del oficio, y tenían su tribunal donde se juntaban a oír las partes, y determinar los pleitos en primera instancia. Los juicios eran sumarios y verbales: el actor y el reo comparecían con su razón y sus testigos, y el pleito se acababa de una vez, durando poco más si era materia de recurso a tribunal superior. No tenían leyes escritas, pero se gobernaban por el estilo de sus mayores, supliendo la costumbre por la ley, siempre que la voluntad del príncipe no alteraba la costumbre. Todos estos consejos se componían de personas experimentadas en los cargos de la paz y de la guerra; y el de estado, superior a todos los demás, se formaba de los electores del imperio, a cuya dignidad ascendían los príncipes ancianos de la sangre real, y cuando se ofrecía materia de mucha consideración, eran llamados al consejo los reyes de Tezcuco y Tacuba, principales electores, a quien tocaba por sucesión esta prerrogativa. Los cuatro primeros vivían en palacio, y andaban siempre cerca del rey para darle su parecer en lo que se ofrecía y autorizar con el pueblo sus resoluciones.

Cuidaban del premio y del castigo con igual atención. Eran delitos capitales el homicidio, el hurto, el adulterio y cualquier leve desacato contra el rey o contra la religión. Las demás culpas se perdonaban con facilidad, porque la misma religión desarmaba la justicia permitiendo las iniquidades. Castigábase también con pena de la vida la falta de integridad en los ministros, sin que se diese culpa venial en los que servían oficio público; y Motezuma puso en mayor observancia esta costumbre haciendo exquisitas diligencias para saber cómo procedían, hasta examinar su desinterés con algunos regalos ofrecidos por mano de sus confidentes: y el que faltaba en algo a su obligación, moría por ello irremisiblemente: severidad que merecía príncipe menos bárbaro, y república mejor acostumbrada; pero no se puede negar a los mejicanos que tuvieron algunas virtudes morales, y particularmente la de procurar que se administrase con rectitud aquel género de justicia que llegaron a conocer, bastante a deshacer los agravios, y a mantener la sociedad entre los suyos, porque no dejaban de conservar entre sus abusos y bestialidades, algunas luces de aquella primitiva equidad que dio a los hombres la naturaleza cuando faltaban las leyes, porque se ignoraban los delitos.

Una de las atenciones más notables de su gobierno era el cuidado con que se trataba la educación de los muchachos, y el desvelo con que iban formando y reconociendo sus inclinaciones. Tenían escuelas públicas para la enseñanza de la gente popular, y otros colegios o seminarios de mayor providencia y aparato, donde se criaban los hijos de los nobles, perseverando en ellos desde la tierna edad hasta que salían capaces de hacer su fortuna o seguir su inclinación. Había maestros de niñez, adolescencia y juventud que tenían autoridad y estimación de ministros, y no sin fundamento, pues cuidaban de aquellos rudimientos y ejercicios que aprovechaban después a la república. Allí los enseñaban a descifrar los caracteres y figuras de que se componían sus escritos, y los hacían tomar de memoria las canciones historiales, en que se contenían los hechos de sus mayores y las alabanzas de sus dioses. Pasaban después a otra clase donde se aprendía la modestia y la cortesía, y dicen que hasta la compostura en el andar. Eran de mayor suposición estos segundos preceptores, porque tenían a su cargo las costumbres de aquella edad en que se dejan corregir los defectos y quebrantar las pasiones.

Despiertos ya y crecidos en este género de sujeción y enseñanza, pasaban a la tercera clase, donde se habilitaban en ejercicios más robustos, probaban las fuerzas en el peso y la lucha, competían unos con otros en el salto y la carrera, y se enseñaban a manejar las armas, esgrimir el montaje, despedir el dardo, y dar impulso y certidumbre a la flecha: hacíanlos sufrir la hambre y la sed; y tenían sus ratos de resistir a las inclemencias del tiempo hasta que volvían hábiles y endurecidos a la casa de sus padres, para ser aplicados, según la noticia que daban los maestros de sus inclinaciones, al gobierno político, al ejercicio militar o al sacerdocio: tres caminos en que podía elegir la gente noble, poco diferentes en la estimación, aunque precedía el de la guerra por ser mayores sus ascensos.

Había también otros colegios de matronas dedicadas al culto de los templos, donde se criaban las doncellas de calidad, guardando clausura, y entregadas a sus maestras desde la niñez hasta que salían a tomar estado con aprobación de sus padres y licencia del rey, diestras ya en aquellas habilidades y labores que daban opinión a las mujeres.

Los hijos de la gente noble que al salir de los seminarios se inclinaban a la guerra, pasaban por otro examen digno de consideración, porque sus padres los enviaban a los ejércitos para que viesen lo que se padecía en la campaña, o supiesen lo que intentaban antes de alistarse por soldados; y solían enviarlos entre los tamemes vulgares, con su carga de bastimentos al hombro para que perdiesen la vanidad y fuesen enseñados al trabajo.

No se admitían a la profesión los que mudaban el semblante al horror de las batallas, o no daban alguna experiencia de su valor; de que resultaba el ser de mucho servicio estos bisoños en el tiempo de su aprobación, porque todos procuraban señalarse con algún hecho particular, arrojándose a los mayores peligros, y conociendo al parecer que para entrar en el número de los valientes era necesario dar algo de temeridad a los principios de la fama.

En nada pusieron tanto su felicidad los mejicanos como en las cosas de la guerra: profesión que miraban los reyes como principal instituto de su poder, y los súbditos como propia de su nación. Subían por ella los plebeyos a nobles, y los nobles a las mayores ocupaciones de la monarquía, con que se animaban todos a servir, o por lo menos aspiraban a la virtud militar cuantos nacían con ambición, o tenían espíritu para salir de su esfera. No había lugar sin milicia determinada, con preeminencias que diferenciaban al soldado entre los demás vecinos. Formábanse los ejércitos con facilidad, porque los príncipes del reino y los caciques de las provincias tenían obligación de acudir a la plaza de armas que se les señalaba, con el número de gente que se les repartía; y se pondera entre las grandezas de aquel imperio, que llegó a tener Motezuma treinta vasallos tan poderosos, que podía cada uno poner en campaña cien mil hombres armados. Gobernaban éstos la gente de su cargo en la ocasión, dependientes del capitán general a quien obedecían, reconociendo en él la representación de su rey cuando faltaba su persona del ejército, que sucedía pocas veces; porque aquellos príncipes tenían a desaire de su autoridad el apartarse de sus armas, hallando alguna monstruosidad política en aquella disonancia, que hacen fuerzas propias en ajeno brazo.

Su modo de pelear era el mismo que dejamos referido en la batalla de Tabasco: mejor disciplinados los ejércitos, menos confusa la obediencia de los soldados, más nobleza y mayores esperanzas. Deshacíanse brevemente de las armas arrojadizas para llegar a las espadas, y muchas veces a los brazos, por ser entre aquella gente mayor hazaña el cautiverio que la muerte del enemigo, y más valeroso el que daba más prisioneros para los sacrificios. Tenían estimación y conveniencia los cargos militares, y Motezuma premiaba con liberalidad a los que sobresalían en las batallas: tan inclinado a la milicia, y tan atento a la reputación de sus armas, que inventó premios honoríficos para los nobles que servían en la guerra, instituyendo cierto género de órdenes militares, con sus hábitos o insignias, que daban honra y distinción. Había unos caballeros que llamaban de las águilas, otros de los tigres, y otros de los leones, que llevaban pendiente o pintada en los mantos la empresa de su religión. Fundó también otra caballería superior, a que sólo eran admitidos los príncipes o nobles de alcuña real; y para darla mayor estimación tomó el hábito y se hizo alistar en ella. Traían éstos atada parte del cabello con una cinta roja, y entre las plumas de que adornaban la cabeza, unas borlas del mismo color que pendían sobre las espaldas, más o menos, según las hazañas del caballero, las cuales se contaban por el número de las borlas, y se aumentaban con nueva solemnidad como iban creciendo los hechos memorables de la guerra: con que había dentro de la misma dignidad algo más que merecer.

Debemos alabar a los mejicanos la generosidad con que anhelaban a semejantes pundonores, y en Motezuma el haber inventado en su república estos premios honoríficos; que siendo la moneda más fácil de batir, tienen el primer lugar en los tesoros del rey.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Dase noticia del estilo con que se medían y computaban en aquella tierra los meses y los años; de sus festividades, matrimonios, y otros ritos y costumbres dignas de consideración


Tenían los mejicanos dispuesto y regulado su calendario con notable observación. Gobernábanse por el movimiento del sol, y midiendo sus alturas y declinaciones para entenderse con el tiempo, daban al año trescientos sesenta y cinco días como nosotros; pero le dividían en diez y ocho meses, señalando a cada mes veinte días, de cuyo número se componían los trescientos sesenta, y los cinco restantes eran como días intercalares, que se añadían al fin del año para igualar el curso del sol. Mientras duraban estos cinco días, que a su parecer dejaron advertidamente sus mayores como vacíos y fuera de cuenta, se daban a la ociosidad, y trataban sólo de perder como podían aquellas sobras del tiempo. Dejaban los trabajos los oficiales, cerrábanse las tiendas, cesaba el despacho de los tribunales, y hasta los sacrificios en los templos. Visitábanse unos a otros, y procuraban todos divertirse con varios entretenimientos, dando a entender que se prevenían con el descanso para entrar en los afanes y tareas del año siguiente, cuyo ingreso ponían en el principio de la primavera, discrepando del año solar, según el cómputo de los astrólogos, en solos tres días que venían a tomar de nuestro mes de febrero.

Tenían también sus semanas de a trece días con nombres diferentes, que se notaban por imágenes en el calendario, y sus siglos que constaban de cuatro semanas de años, cuyo método y dibujo era de notable artificio, y se guardaba cuidadosamente para memoria de los sucesos. Formaban un círculo grande y le dividían en cincuenta y dos grados, dando un año a cada grado. En el centro pintaban una efigie del sol, y de sus rayos salían cuatro fajas de colores diferentes, que partían igualmente la circunferencia, dejando trece grados a cada semidiámetro, cuyas divisiones eran como signos de su zodiaco, donde tenía el siglo sus revoluciones, y el sol sus aspectos prósperos o adversos, según el color de la faja. Por defuera iban notando en otro círculo mayor, con sus figuras y caracteres, los acaecimientos del siglo, y cuantas novedades se ofrecían dignas de memoria; y estos mapas seculares eran como instrumentos públicos que servían a la comprobación de sus historias. Puédese contar entre las providencias de aquel gobierno el tener historiadores que mandasen a la posteridad los hechos de su nación.

Había su mezcla de superstición en este cómputo de los siglos, porque tenían aprendido que peligraba la duración del mundo siempre que terminaba el sol aquella carrera de las cuatro semanas mayores; y cuando llegaba el último día de los cincuenta y dos años, se prevenían todos para la última calamidad. Despedíanse de la luz con lágrimas: disponíanse para morir sin enfermedad: rompían las vasijas de su menaje como trastos inútiles; apagaban los fuegos, y andaban toda la noche como frenéticos, sin atreverse a descansar hasta saber si estaban de asiento en la región de las tinieblas. Pero al primer crepúsculo de la mañana empezaban a respirar con la vista en el Oriente, y en saliendo el sol se saludaban con todos sus instrumentos, cantándole diferentes himnos y canciones de alegría desconcertada: congratulábanse después unos con otros, de que ya tenía segura la duración del mundo por otro siglo; y acudían luego a los templos a congratularse con sus dioses y a recibir la nueva lumbre de los sacerdotes, que se encendía delante de los altares con vehemente agitación, de leños combustibles. Preveníanse después de todo lo necesario para empezar a vivir, y este día se celebraba con públicos regocijos, llenándose la ciudad de bailes y otros ejercicios de agilidad, dedicados a la renovación del tiempo, no de otra suerte que celebró Roma sus juegos seculares.

La coronación de sus reyes tenía extraordinarios requisitos. Hecha la elección, como se ha dicho, quedaba el nuevo rey obligado a salir en campaña con las armas del imperio, y conseguir alguna victoria de sus enemigos, o sujetar alguna provincia de las confinantes o rebeldes, antes de coronarse ni ascender al trono real: costumbre digna de observación, por cuyo medio creció tanto en pocos años aquella monarquía. Luego que se hallaba capaz del dominio con la recomendación de victorioso, volvía triunfante a la ciudad, y se le hacía público recibimiento de grande ostentación. Acompañábanle todos los nobles, ministros y sacerdotes hasta el templo del dios de la guerra, donde se apeaba de sus andas, y hechos los sacrificios de aquella función, le ponían los príncipes electores la vestidura y manto real, le armaban la mano diestra con un estoque de oro y pedernal, insignia de la justicia; la siniestra con el arco y flechas, que significaban la potestad o el arbitrio de la guerra, y el rey de Tezcuco le ponía la corona, prerrogativa de primer elector.

Oraba después largo rato uno de los magistrados más elocuentes, dándole por todo el imperio la enhorabuena de aquella dignidad, y algunos documentos en que le representaba los cuidados y desvelos que traía consigo la corona: lo que debía mirar por el bien público de sus reinos; y le ponía delante la imitación de sus antecesores. Acabada esta oración, se acercaba con gran reverencia el mayor de los sacerdotes, y en sus manos hacía un juramento de reparables circunstancias. Juraba primero que mantendría la religión de sus mayores, que observaría las leyes y fueros del imperio, que trataría con benignidad a sus vasallos, y que mientras él reinase andarían concertadas las lluvias, que no habría inundaciones en los ríos, esterilidad en los campos, ni malignas influencias en el sol: notable pacto entre rey y vasallos, de que se ríe Justo Lipsio: y pudiéramos decir que le querían obligar con este juramento a que reinase con tal moderación que no mereciese por su parte las iras del cielo; no sin algún conocimiento de que suelen caer sobre los súbditos estos castigos y calamidades por los pecados y exorbitancias de los reyes.

En los demás ritos y costumbres de aquella nación tocaremos solamente lo que fuere digno de historia, dejando las supersticiones, indecencias y obscenidades que manchan la narración por más que se digan sin ofensa de la verdad. Siendo tanta, como se ha referido, la muchedumbre de sus dioses, y tan oscura la ceguedad de su idolatría, no dejaban de conocer una deidad superior, a quien atribuían la creación del cielo y de la tierra; y este principio de las cosas era entre los mejicanos un dios sin nombre, porque no tenían en su lengua voz con que significarle; sólo daban a entender que le conocían mirando al cielo con veneración, y dándole a su modo el atributo de inefable con aquel género de religiosa incertidumbre que veneraron los atenienses al dios no conocido. Pero esta noticia de la primera causa, que al parecer había de facilitar su desengaño, sirvió poco en aquella ocasión, porque no se hallaba camino de reducirlos a que pudiese gobernar todo el mundo sin necesitar de otras manos aquella misma deidad, que según su inteligencia tuvo poder para criarle; y estaban persuadidos a que no hubo dioses de esotra parte del cielo hasta que multiplicándose los hombres empezaron sus calamidades; considerando los dioses como unos genios favorables que se producían cuando era necesaria su operación, sin hacerles disonancia que adquiriesen el ser y la divinidad en las miserias de la naturaleza.

Creían en la inmortalidad del alma, y daban premio y castigo en la eternidad: mal entendido el mérito y la culpa, y oscurecida esta verdad con otros errores, sobre cuyo presupuesto enterraban con los difuntos cantidad de oro y plata para los gastos del viaje que consideraban largo y trabajoso. Mataban algunos de sus criados para que los acompañasen, y era fineza ordinaria en las mujeres propias celebrar con su muerte las exequias del marido. Los príncipes necesitaban de gran sepultura, porque se llevaban tras sí la mayor parte de sus riquezas y familia; uno y otro correspondiente a su grandeza, llenos los oficios de la casa, y algunos lisonjeros que padecían el engaño de su misma profesión. Los cuerpos se llevaban a los templos con solemnidad y acompañamiento, donde los salían a recibir aquellos que llamaban sacerdotes, con sus braserillos de copal, cantando al son de flautas roncas y destempladas, diferentes himnos y versos fúnebres en tono melancólico. Levantaban repetidas veces en alto el ataúd mientras duraba el sacrificio voluntario de aquellos miserables, que introducían en el alma la servidumbre: función de notable variedad compuesta de abusiones ridículas y atrocidades lastimosas.

Sus matrimonios tenían su forma de contrato, y sus ceremonias de religión. Hechos los tratados, comparecían ambos contrayentes en el templo, y uno de los sacerdotes examinaba su voluntad con preguntas rituales, y después tomaba con una mano el velo de la mujer y con otra el manto del marido, y los añudaba por los extremos, significando el vínculo interior de las dos voluntades. Con este género de yugo nupcial volvían a su casa en compañía del mismo sacerdote, donde (imitando la superstición de los dioses Lares) entraban a visitar el fuego doméstico, que a su parecer mediaba en la paz de los casados, y daban siete vueltas a él siguiendo al sacerdote; con cuya diligencia y la de sentarse después a recibir el calor de conformidad, quedaba perfecto el matrimonio. Hacíase memoria, con instrumento público, de los bienes dotales que llevaba la mujer; y el marido quedaba obligado a restituirlos en caso de apartarse: lo cual sucedía muchas veces, y se tenía por bastante causa para el divorcio que se conformasen los dos: pleito en que no entraban las leyes, porque se juzgaban los que se conocían. Quedábase con las hijas la mujer, llevándose los hijos el marido, y una vez disuelto el matrimonio tenían pena de la vida irremisible si se volvían a juntar; siendo en su natural inconstancia la única dificultad de los repudios el peligro de la reincidencia. Celaban como punto de honra la honestidad y el recato de las mujeres propias, y entre aquella desordenada licencia con que se daban al vicio de la sensualidad, se aborrecía y castigaba con rigor el adulterio, no tanto por su deformidad como por sus inconvenientes.

Llevábanse a los templos con solemnidad los niños recién nacidos, los sacerdotes los recibían con ciertas amonestaciones, en que les notificaban los trabajos a que nacían. Aplicábanles, si eran nobles, a la mano derecha una espada y al brazo izquierdo un escudo que tenían para este ministerio. Si eran plebeyos hacían la misma diligencia con algunos instrumentos de los oficios mecánicos; y las hembras de una y otra calidad empuñaban la rueca y el huso: manifestando a cada uno el género de fatiga con que le aguardaba su destino. Hecha esta primera ceremonia los llevaban cerca del altar, y con espinas de maguey o con lancetas de pedernal les sacaban alguna sangre de las partes de la generación; y después les echaban agua, o los bañaban con otras imprecaciones, en que parece quiso el demonio, inventor de aquellos ritos, imitar el bautismo y la circuncisión, con la misma soberbia que intentó contrahacer otras ceremonias, y hasta los mismos sacramentos de la religión católica; pues introdujo entre aquellos bárbaros la confesión de los pecados, dándoles a entender que se ponían con ella en gracia de sus dioses, y un género de comunión ridícula que ministraban los sacerdotes ciertos días del año, repartiendo en pequeños bocados un ídolo de harina masada con miel, que llamaban dios de la penitencia. Ordenó también sus jubileos, instituyó las procesiones, los incensarios y otros remedos del verdadero culto, hasta disponer que se llamasen papas en aquella lengua los sumos sacerdotes, en que se conoce que le costaba particular estudio esta imitación, fuese por abusar de las ceremonias sacrosantas, mezclándolas con sus abominaciones, o porque no sabe arrepentirse de aspirar con este género de afectaciones a la semejanza del Altísimo.

Los demás ritos y ceremonias de aquella miserable gentilidad eran horribles a la razón y a la naturaleza: bestialidades, absurdos y locuras que parecieran incompatibles con las demás atenciones que se han notado en su gobierno, si no estuvieran llenas las historias de semejantes engaños de la humana capacidad en otras naciones que vivían más dentro del mundo, igualmente ciegas en menor oscuridad. Los sacrificios de sangre humana empezaron casi con la idolatría, y siglos antes los introdujo el demonio entre aquellas gentes, de quien vino hasta los israelitas el sacrificar sus hijos a las esculturas de Canam. El horror de comerse los hombres a los hombres se vio primero en otros bárbaros de nuestro hemisferio, como lo confiesa entre sus antigüedades la Galacia, y en sus antropófagos la Scitia. Los leños adorados como dioses, las supersticiones, los agüeros, los furores de los sacerdotes, la comunicación con el demonio en sus oráculos, y otros absurdos de igual abominación, se hallan admitidos y venerados por otros gentiles que supieron discurrir y obrar con acierto en lo moral y político. Grecia y Roma desatinaron en la religión, y en lo demás dieron leyes al mundo y ejemplos a la posteridad: de que se conoce la corta jurisdicción del entendimiento humano, que vuela poco sobre las noticias que recibe de los sentidos y de las experiencias, cuando falta en él aquella luz participada con que se descubre la esencia de la verdad. Era la religión de los mejicanos un compuesto abominable de todos los errores y atrocidades que recibió en diferentes partes la gentilidad; dejamos de referir por menor las circunstancias de sus festividades y sacrificios, sus ceremonias, hechicerías y supersticiones, porque se hallan a cada paso y con prolija repetición en las historias de las Indias, y porque, a nuestro parecer, sobre ser materia en que se puede confesar el recelo de la pluma, es lección poco necesaria, en que falta la dulzura y está lejos la utilidad.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Continúa Motezuma sus agasajos y dádivas a los españoles: llegan cartas de la Vera-Cruz con noticia de la batalla en que murió Juan de Escalante, y con este motivo se resuelve la prisión de Motezuma


Observaban los españoles todas estas novedades, no sin grande admiración, aunque procuraban reprimirla y disimularla: costándoles cuidado el apartarla del semblante por mantener la superioridad que afectaban entre aquellos indios. Los primeros días se ocuparon en varios entretenimientos. Hicieron los mejicanos vistosa ostentación de todas sus habilidades, con deseo de festejar a los forasteros, y no sin ambición de parecer diestros en el manejo de sus armas y ágiles en los demás ejercicios. Motezuma fomentaba los espectáculos y regocijos, depuesta la majestad contra el estilo de su elevación. Llevaba siempre consigo a Cortés, asistido de sus capitanes: tratábale con un género de humanidad respetiva que parecía monstruosa en su natural, y daba nueva estimación a los españoles entre los que le conocían. Frecuentábanse las visitas, unas veces Cortés en el palacio, y otras Motezuma en el alojamiento. No acababa de admirar las cosas de España considerándola como parte del cielo; y hacía tanto concepto de su rey, que no pensaba tanto de sus dioses. Procuraba siempre ganar las voluntades repartiendo alhajas y joyas entre los capitanes y soldados, no sin discreción y conocimiento de los sujetos, porque hacía mayor agasajo a los de mayor suposición, y sabía proporcionar la dádiva con la importancia del agradecimiento. Los nobles a imitación de su príncipe, deseaban obligar a todos con un género de obsequio que tocaba en obediencia. El pueblo doblaba las rodillas al menor de los soldados. Gozábase de un sosiego divertido, mucho que ver y nada que recelar. Pero tardó poco en volver a su ejercicio el cuidado, porque llegaron a este tiempo dos soldados tlascaltecas que vinieron a la ciudad por caminos desusados, desmentida su nación con el traje de los mejicanos, y buscando recatadamente a Cortés, le dieron una carta de la Vera-Cruz, que mudó el semblante de las cosas y obligó a discursos menos sosegados.

Juan de Escalante, que como dijimos quedó con el gobierno de aquella nueva población, trataba de continuar sus fortificaciones, conservando los amigos que le dejó Cortés, y duró en esta quietud sin accidente de cuidado, hasta que recibió noticias de que andaba por aquellos parajes un capitán general de Motezuma con ejército considerable, castigando algunos lugares de su confederación porque habían retirado los tributos con el abrigo de los españoles. Llamábase Qualpopoca, y gobernaba la gente de guerra que residía en las fronteras de Zempoala; y habiendo convocado las milicias de su cargo hacía grandes extorsiones y violencias en aquellos pueblos, acompañando el rigor de los ejecutores con la licencia de los soldados: gente una y otra de insaciable codicia, que tratan el robo como negocio del rey.

Viniéronse a quejar los totonaques de la serranía, cuyas poblaciones andaba destruyendo entonces aquel ejército. Pidieron a Juan de Escalante que los amparase, tomando las armas en defensa de sus aliados, y ofrecieron asistir a la facción con todo el resto de su gente. Procuró consolarlos tomando por suyo el agravio que padecían; y antes de llegar a los términos de la fuerza, resolvió enviar sus mensajeros al capitán general, pidiéndole amigablemente: «que suspendiese aquellas hostilidades hasta recibir nueva orden de su rey; pues no era posible que se la hubiese dado para semejante novedad, cuando había permitido que pasasen a su corte los embajadores del monarca oriental a introducir pláticas de paz y confederación entre las dos coronas». Ejecutaron este mensaje dos zempoales de los más ladinos que residían en la Vera-Cruz; y la respuesta fue atrevida y descortés: «que él sabía entender y ejecutar las órdenes de su rey; y si alguno intentase poner embarazo en el castigo de aquellos rebeldes, sabría también defender en la campaña su resolución».

No pudo Juan de Escalante disimular su enojo, ni debió negarse a este desafío hallándose a la vista de aquellos indios interesados en el suceso de los totonaques, iguales en el riesgo y asegurados en la misma protección; y habiéndose informado de que no pasaría de cuatro mil hombres el grueso del enemigo, juntó brevemente un ejército de hasta dos mil indios, la mayor parte de la serranía, que fugitivos o irritados vinieron a ponerse a su sombra, con los cuales bien armados a su modo y con cuarenta españoles; dos arcabuces, tres ballestas y dos tiros de artillería que pudo sacar de la plaza, dejándola con bien moderada guarnición, caminó la vuelta de aquellas poblaciones que le llamaban a su defensa. Tuvo Qualpopoca noticia de su marcha, y salió a recibirle con toda su gente puesta en orden cerca de un lugar pequeño que se llamó después Almería. Diéronse vista los dos ejércitos poco después de amanecer, y se acometieron ambos con igual resolución; pero a breve rato cedieron los mejicanos, y empezaron a retirarse puestos en desorden. Sucedió al mismo tiempo que los totonaques de nuestra facción, o por no ser soldados, o por la costumbre que tenían de temer a los mejicanos, se cayeron de ánimo y se fueron quedando atrás, hasta que últimamente se pusieron en fuga, sin que la fuerza ni el ejemplo bastase a detenerlos: raro accidente, que se debe notar entre las monstruosidades de la guerra huir los vencedores de los vencidos. Iba el enemigo tan atemorizado y tan cuidadoso de la propia salud, que no reparó en la disminución de nuestra gente, y sólo trató de retirarse desordenadamente a la población vecina, donde se acercó Juan de Escalante con poco más que sus cuarenta españoles; y mandando poner fuego al lugar por diferentes partes, acometió al mismo tiempo que tomó cuerpo la llama, con tanta resolución, que sin dejarles lugar para que pudiesen discurrir en su flaqueza, los rompió y desalojó enteramente, obligándolos a que volviesen las espaldas y se derramasen a los bosques. Dijeron después aquellos indios haber visto en el aire una señora como la que adoraban los forasteros por madre de su Dios, que los deslumbraba y entorpecía para que no pudiesen pelear. No se manifestó a los españoles este milagro; pero el suceso le hizo creíble y ya estaban todos enseñados a partir con el cielo sus hazañas.

Fue muy señalada esta victoria, pero igualmente costosa; porque Juan de Escalante quedó herido mortalmente con otros siete soldados, de los cuales se llevaron los indios a Juan de Argüello, natural de León, hombre muy corpulento y de grandes fuerzas, que cayó peleando valerosamente a tiempo que no pudo ser socorrido, y los demás murieron de las heridas en la Vera-Cruz dentro de tres días.

De cuya pérdida, con todas sus circunstancias, daba cuenta el ayuntamiento en aquella carta para que se nombrase sucesor a Juan de Escalante, y se tuviese noticia del estado en que se hallaban. Leyóla Cortés con el desconsuelo que pedía semejante novedad. Comunicó el caso a sus capitanes; y sin ponderar entonces sus consecuencias ni manifestarles todo su cuidado, les pidió que discurriesen la materia y se la dejasen discurrir, encomendando a Dios la resolución que se hubiese de tomar, lo cual encargó muy particularmente al padre fray Bartolomé de Olmedo y a todos el secreto, porque no corriese la voz entre los soldados, y en negocio de tanta importancia se diese lugar a dictámenes vulgares.

Retiróse después a su aposento, y dejó correr la consideración por todos los inconvenientes que podían resultar de aquella desgracia. Entraba y salía con dudosa elección en los caminos que le ofrecía su discurso; cuya viveza misma le fatigaba, dándole a un tiempo los remedios y las dificultades. Dicen que se anduvo paseando gran parte de la noche, y que descubrió entonces una pieza recién tabicada, en que tenía Motezuma las riquezas de su padre, y aquí las refieren por menor; y que habiéndolas reconocido mandó cerrar el tabique, sin permitir que se tocase a ellas. No nos detengamos en esta digresión de su cuidado, que no debió ser larga, pues hizo lugar a otras diligencias para tomar punto fijo en la resolución que andaba madurando.

Mandó llamar reservadamente a los indios más capaces y confidentes de su ejército: preguntóles «si habían reconocido alguna novedad en los ánimos de los mejicanos, y cómo corría entre aquella gente la estimación de los españoles». Respondieron: «que lo común del pueblo estaba divertido con sus fiestas, y los veneraba por verlos aplaudidos de su rey; pero que los nobles andaban ya pensativos y misteriosos, que se hablaban en secreto, y se dejaba conocer el recato en sus corrillos». Tenían observadas algunas medias palabras de sospechosa interpretación, y una de ellas fue: «que sería fácil romper los puentes», con otras de este género, que juntas decían lo bastante para el recelo. Dos o tres de aquellos indios habían oído decir que pocos días antes trajeron de presente a Motezuma la cabeza de un español, y la mandó esconder y retirar después de haberla mirado con asombro, por ser muy fiera y desmesurada: señas que convenían con la de Juan de Argüello, y novedad que puso a Cortés en mayor cuidado por el indicio de que hubiese cooperado Motezuma en la facción de su general.

Con estas noticias, y lo que llevaba discurrido en ellas, se encerró al amanecer con sus capitanes y con algunos de los soldados principales que solían concurrir a las juntas por su calidad o entendimiento. Propúsoles el caso con todas sus circunstancias; refirió lo que le habían advertido aquella noche los indios confidentes; ponderó sin desaliento las contingencias de que se hallaban amenazados; tocó con espíritu las dificultades que podrían ocurrir; y sin manifestar la inclinación de su dictamen, calló para que hablasen los demás. Hubo diversos pareceres: unos querían que se pidiese pasaporte a Motezuma, y se acudiese luego al riesgo de la Vera-Cruz: otros dificultaban la retirada, y se inclinaban a salir ocultamente sin dejarse olvidadas las riquezas que habían adquirido; los más fueron de sentir que convenía perseverar sin darse por entendidos del suceso de la Vera-Cruz hasta sacar algunos partidos para retirarse. Pero Hernán Cortés, recogiendo lo que venía discurrido, y alabando el celo con que deseaban todos el acierto, dijo: «que no se conformaba con el medio propuesto de pedir pasaporte a Motezuma, porque habiéndose abierto el camino con las armas para entrar en su corte a pesar de su repugnancia, caerían mucho del concepto en que los tenía, si llegase a entender que necesitaban de su favor para retirarse: que si estaba de mal ánimo podía concederles el pasaporte para deshacerlos en la retirada; y si le negase quedaban obligados a salir contra su voluntad, entrando en el peligro descubierta la flaqueza. Que le agradaba menos la resolución de salir ocultamente, porque sería ponerse de una vez en términos de fugitivos, y Motezuma podría con gran facilidad cortarles el paso adelantando por sus correos la noticia de su marcha. Que a su parecer no era conveniente por entonces la retirada, porque de cualquiera suerte que la intentasen volverían sin reputación; y perdiendo los amigos y confederados que se mantenían con ella, se hallarían después sin un palmo de tierra donde poner los pies con seguridad. Por cuyas consideraciones, dijo, soy de sentir que se apartan menos de la razón los que se inclinan a que perseveremos sin hacer novedad hasta salir con honra, y ver lo que dan de sí nuestras esperanzas. Ambas resoluciones son igualmente aventuradas, pero no igualmente pundonorosas; y sería infelicidad indigna de españoles morir por elección en el peligro más desairado. Yo no pongo duda en que nos debemos mantener: el modo con que se ha de conseguir, es en lo que más se detiene mi cuidado. Viénense a los ojos estos principios de rumor que se han reconocido entre los mejicanos: el suceso de la Vera-Cruz, ejecutado con las armas de su nación, pide nuevas consideraciones al discurso; la cabeza de Argüello presentada en lisonja de Motezuma, es indicio de que supo antes la facción de su general; y su mismo silencio nos está diciendo lo que debemos recelar de su intención. Pero a vista de todo me parece que para mantenernos en esta ciudad menos aventurados, es necesario que pensemos en algún hecho grande que asombre de nuevo a sus moradores, resarciendo lo que se hubiere perdido en su estimación con estos accidentes; para cuyo efecto, después de haber discurrido en otras hazañas de más ruido que substancia, tengo por conveniente que nos apoderemos de Motezuma trayéndole preso a nuestro cuartel: resolución que a mi entender los ha de atemorizar y reprimir, dándonos disposición para que podamos capitular después con rey y vasallos lo que más conviniere a nuestro príncipe y a nuestra seguridad. El pretexto de la prisión, si yo no discurro mal, ha de ser la muerte de Argüello que ha llegado a su noticia, y el rompimiento de la paz cometido por su general; de cuyas dos ofensas debemos darnos por entendidos y pedir satisfacción; porque no conviene suponer una ignorancia de lo que saben ellos, cuando están creyendo que lo alcanzamos todo; y éste y los demás engaños de su imaginación, se deben por lo menos tolerar como parciales de nuestra osadía. Bien reconozco las dificultades y contingencias de tan ardua resolución; pero las grandes hazañas son hijas de los grandes peligros; y Dios nos ha de favorecer, que son muchas las maravillas, y pudiera decir milagros evidentes, con que se ha declarado por nosotros en esta jornada, para que no miremos ahora como inspiración suya nuestra perseverancia. Su causa es la primera razón de nuestros intentos, y yo no he de creer que nos ha traído en hombros de su providencia extraordinaria para introducirnos en el empeño y dejarnos con nuestra flaqueza en la mayor necesidad». Dilatóse con tanta energía en esta piadosa consideración, que comunicó a los corazones de todos el vigor de su ánimo, y se redujeron al mismo dictamen, primero los capitanes Juan Velázquez de León, Diego de Ordaz, Gonzalo de Sandoval, y después alabaron todos el discurso de su capitán; hallando al parecer lo eficaz del remedio en lo heroico de la resolución: con que se disolvió la junta, quedando entonces determinada la prisión de Motezuma, y remitida la disposición de todo a la prudencia de Cortés.

Bernal Díaz del Castillo, que no pierde ocasión de introducirse a inventor de las resoluciones grandes, dice que le aconsejaron esta prisión él y otros soldados algunos días antes que llegase la nueva de la Vera-Cruz: no conviene con él las demás relaciones, ni entonces había causa para discurrir con tanto arrojamiento: pudiera detenerse un poco, y quedara su consejo sin la nota de inverosímil, o sin la excepción de intempestivo.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Ejecútase la prisión de Motezuma: dase noticia del modo como se dispuso y como se recibió entre sus vasallos


No se puede negar que fue atrevimiento sin ejemplar esta resolución que tomaron aquellos pocos españoles, de prender a un rey tan poderoso dentro de su corte: acción que siendo verdad parece incompatible con la sencillez de la historia; y pareciera sin proporción cuando se hallara entre las demasías o licencias de la fábula. Pudiérase llamar temeridad si se hubiera entrado en ella voluntariamente o con más elección; pero no es temerario propiamente quien se ciega porque no puede más. Viose Cortés igualmente perdido si se retiraba sin reputación, que aventurado si se mantenía sin volver por ella con algún hecho memorable; y el ánimo cuando se halla ceñido por todas partes de la dificultad se arroja violentamente a los peligros mayores: pensó en lo más difícil por asegurarse de una vez, o porque no se acomodaba su discurso a las medianías. Pudiéramos decir que fue magnanimidad suya el poner tan alta la mira, o que la prudencia militar no es tan amiga de los extremos como la prudencia política; pero mejor es que se quede sin nombre su resolución, o que mirando al suceso la pongamos entre aquellos medios imperceptibles de que se valió Dios en esta conquista, excluyendo al parecer los impulsos naturales.

Eligióse finalmente la hora en que solían hacer su visita los españoles, porque no se extrañase la novedad. Ordenó Cortés que se tomasen las armas en su cuartel; que se pusiesen las sillas a los caballos, y estuviesen todos alerta sin hacer ruido, ni moverse hasta nueva orden. Ocupó con algunas cuadrillas a la deshilada las bocas de las calles, y partió al palacio con los capitanes Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Francisco de Lugo y Alonso Dávila, y mandó que le siguiesen disimuladamente hasta treinta españoles de su satisfacción.

No hizo novedad el verlos con todas sus armas, porque las traían ordinariamente introducidas ya como traje militar. Salió Motezuma, según su costumbre, a recibir la visita, ocuparon todos sus asientos, retirándose a otra pieza sus criados, como ya lo estilaban, de su orden, y poniendo a doña Marina y Jerónimo de Aguilar en el lugar que solía, empezó Hernán Cortés a dar su queja, dejando al enojo todo el semblante. Refirió primero el hecho de su general, y ponderó después «el atrevimiento de haber formado ejército y acometido a sus compañeros, rompiendo la paz y la salvaguardia real en que vivían asegurados: acriminó como delito de que se debían dar satisfacción a Dios y al mundo, el haber muerto los mejicanos a un español que hicieron prisionero, vengando en él a sangre fría la propia ignominia con que volvieron vencidos; y últimamente se detuvo en afear, como punto de mayor consideración, la disculpa de que se valían Qualpopoca y sus capitanes dando a entender que se hacía de su orden aquella guerra tan fuera de razón: y añadió que le debía su majestad el no haberlo creído, por ser acción indigna de su grandeza el estarlos favoreciendo en una parte para destruirlos en otra».

Perdió Motezuma el color al oír este cargo suyo y con señales de ánimo convencido interrumpió a Cortés para negar como pudo, el haber dado semejante orden; pero él socorrió su turbación volviéndole a decir: «que así lo tenía por indubitable; pero que sus soldados no se darían por satisfechos, ni sus mismos vasallos dejarían de creer lo que afirmaba su general, si no le viese hacer alguna demostración extraordinaria que borrase totalmente la impresión de semejante calumnia; y así venía resuelto a suplicarle que sin hacer ruido, y como que nacía de su propia elección, se fuese luego al alojamiento de los españoles, determinándose a no salir de él hasta que constase a todos que no había cooperado en aquella maldad: a cuyo efecto le ponía en consideración que con esta generosa confianza, digna de ánimo real, no sólo se quietaría el enojo de su príncipe y el recelo de sus compañeros; pero él volvería por su mismo decoro y pundonor, ofendido entonces de mayor indecencia; y que le daba su palabra como caballero y como ministro del mayor rey de la tierra, de que sería tratado entre los españoles con todo el acatamiento debido a su persona: porque sólo deseaban asegurarse de su voluntad para servirle y obedecerle con mayor reverencia». Calló Cortés, y calló también Motezuma como extrañando el atrevimiento de la proposición; pero él, deseando reducirle con suavidad antes que se determinase a contrario dictamen, prosiguió diciendo: «que aquel alojamiento que les había señalado era otro palacio suyo donde solía residir algunas veces; y que no se podría extrañar entre sus vasallos que se mudase a él para deshacerse de una culpa que puesta en su cabeza sería pleito de rey a rey; y quedando en la de su general, se podría enmendar con el castigo sin pasar a los inconvenientes y violencias con que suele decidirse la justicia de los reyes».

No pudo sufrir Motezuma que se alargasen más los motivos de una persuasión impracticable a su parecer; y dándose por entendido de lo que llevaba dentro de sí aquella demanda, respondió con alguna impaciencia: «que los príncipes como él no se daban a prisión ni sus vasallos lo permitirían, cuando él se olvidase de su dignidad o se dejase humillar a semejante bajeza». Replicóle Cortés: «que como él fuese voluntariamente sin dar lugar a que le perdiesen el respeto, importaría poco la resistencia de sus vasallos, contra los cuales podría usar de sus fuerzas sin queja de su atención». Duró largo rato la porfía, resistiendo siempre Motezuma el dejar su palacio; y procurando Hernán Cortés reducirle y asegurarle sin llegar a lo estrecho, salió a diferentes partidos, cuidadoso ya del aprieto en que se hallaba: ofreció enviar luego por Qualpopoca y por los demás cabos de su ejército, y entregárselos a Cortés para que los castigase: daba en rehenes dos hijos suyos para que los tuviese presos en su cuartel hasta que cumpliese su palabra; y repetía con alguna pusilanimidad, que no era hombre que se podía esconder, ni se había de huir a los montes. A nada salía Cortés ni él se daba por vencido; pero los capitanes que se hallaban presentes, viendo lo que se aventuraba en la dilación, empezaron a desabrirse deseando que se remitiese a las manos aquella disputa; y Juan Velázquez de León dijo en voz alta: «dejémonos de palabras y tratemos de prenderle o matarle». Reparó en ello Motezuma, preguntando a doña Marina qué decía tan descompuesto aquel español. Y ella con este motivo y con aquella discreción natural que le daba hechas las razones y hallada la oportunidad le dijo, como quien se recataba de ser entendida: «mucho aventuráis, señor, si no cedéis a las instancias de esta gente: ya conocéis su resolución y la fuerza superior que los asiste. Yo soy una vasalla vuestra que desea naturalmente vuestra felicidad; y soy una confidente suya que sabe todo el secreto de su intención. Si vais con ellos seréis tratado con el respeto que se debe a vuestra persona; y si hacéis mayor resistencia peligra vuestra vida».

Esta breve oración, dicha con buen modo y en buena ocasión, le acabó de reducir; y sin dar lugar a nuevas réplicas, se levantó de la silla diciendo a los españoles: «yo me fío de vosotros, vamos a vuestro alojamiento, que así lo quieren los dioses, pues vosotros lo conseguís y yo lo determino». Llamó luego a sus criados, mandó prevenir sus andas y su acompañamiento, y dijo a sus ministros: «que por ciertas consideraciones de estado que tenía comunicadas con sus dioses, había resuelto mudar su habitación por unos días al cuartel de los españoles: que lo tuviesen entendido y lo publicasen así, diciendo a todos que iba por su voluntad y conveniencia». Ordenó después a uno de los capitanes de sus guardias que le trajese preso a Qualpopoca, y a los demás cabos que hubiesen cooperado en la invasión de Zempoala, para cuyo efecto le dio el sello real que traía siempre atado al brazo derecho; y le advirtió que llevase gente armada para no aventurar la prisión. Todas estas órdenes se daban en público, y doña Marina se las iba interpretando a Cortés y a los demás capitanes, porque no se recelasen de verle hablar con los suyos, y quisiesen pasar a la violencia fuera de tiempo.

Salió sin más dilación de su palacio, llevando consigo todo el acompañamiento que solía: los españoles iban a pie junto a las andas, y le cercaban con pretexto de acompañarle. Corrió luego la voz de que se llevaban a su rey los extranjeros, y se llenaron de gente las calles, no sin algunos indicios de tumulto, porque daban grandes voces y se arrojaban en tierra, unos despechados y otros enternecidos; pero Motezuma, con exterior alegría y seguridad, los iba sosegando y satisfaciendo. Mandábales primero que callasen, y al movimiento de su mano sucedía repentino silencio. Decíales después que aquella no era prisión, sino ir por su gusto a vivir unos días con sus amigos los extranjeros: satisfacciones adelantadas, o respuestas sin pregunta que niegan lo que afirman. En llegando al cuartel, que como dijimos era la casa real que fabricó su padre, mandó a su guardia que despejase la gente popular, y a sus ministros que impusiesen pena de la vida contra los que se moviesen a la menor inquietud. Agasajó mucho a los soldados españoles que le salieron a recibir con reverente alborozo. Eligió después el cuarto donde quería residir, y la casa era capaz de separación decente. Adornáse luego por sus mismos criados con las mejores alhajas de su guarda-ropa: púsose a la entrada suficiente guardia de soldados españoles; dobláronse las que solían asistir a la seguridad ordinaria del cuartel: alargáronse a las calles vecinas algunas centinelas, y no se perdonó diligencia de las que correspondían a la novedad del empeño. Diose orden a todos para que dejasen entrar a los que fuesen de la familia real, que ya eran conocidos, y a los nobles y ministros que viniesen a verle: cuidando de que entrasen unos y saliesen otros con pretexto de que no embarazasen. Cortés entró a visitarle aquella misma tarde, pidiendo licencia y observando las puntualidades y ceremonias que cuando le visitaba en su palacio. Hicieron la misma diligencia los capitanes y soldados de cuenta: diéronle rendidas gracias de que honrase aquella casa como si le hubiera traído a ella su elección; y él estuvo tan alegre y agradable con todos, como si no se hallaran presentes los que fueron testigos de su resistencia. Repartió por su mano algunas joyas que hizo traer advertidamente para ostentar su desenojo; y por más que se observaban sus acciones y palabras, no se conocía flaqueza en su seguridad, ni dejaba de parecer rey en la constancia con que procuraba juntar los dos extremos de la dependencia y de la majestad. A ninguno de sus criados y ministros, cuya comunicación se le permitió desde luego, descubrió el secreto de su opresión, o porque se avergonzase de confesarla, o porque temió perder la vida si ellos se inquietasen. Todos miraron por entonces como resolución suya este retiro, con que no pasaron a discurrir en la osadía de los españoles, que de muy grande se les pudo esconder entre los imposibles a que no está obligada la imaginación.

Así se dispuso y consiguió la prisión de Motezuma: y él estuvo dentro de pocos días tan bien hallado en ella, que apenas tuvo espíritu para desear otra fortuna. Pero sus vasallos vinieron a conocer con el tiempo que le tenían preso los españoles por más que le dorasen con el respeto la sujeción. No se lo dejaron dudar las guardias que asistían a su cuarto, y el nuevo cuidado con que se tomaban las armas en el cuartel. Pero ninguno se movió a tratar de su libertad, ni se sabe qué razón tuviesen él para dejarse estar sin repugnancia: en aquella opresión, y ellos para vivir en la misma insensibilidad sin extrañar la indecencia de su rey. Digno fue de grande admiración el ardimiento de los españoles; pero no se debe admirar menos este apocamiento de ánimo en Motezuma, príncipe tan poderoso y de tan soberbio natural, y esta falta de resolución en los mejicanos, gente belicosa y de suma vigilancia en la defensa de sus reyes. Podríamos decir que anduvo también la mano de Dios en estos corazones, y no parecería sobrada credulidad, ni sería nuevo en su providencia, que ya le vio el mundo facilitar las empresas de su pueblo quitando el espíritu a sus enemigos.




ArribaAbajoCapítulo XX

Cómo se portaba en la prisión Motezuma con los suyos y con los españoles: traen preso a Qualpopoca, y Cortés le hace castigar con pena de muerte, mandando echar unos grillos a Motezuma mientras se ejecutaba la sentencia


Vieron los españoles dentro de breves días convertido en palacio su alojamiento, sin dejar de guardarle como cárcel de tal prisionero. Perdió la novedad entre los mejicanos aquella gran resolución. Algunos, sintiendo mal de la guerra que movió Qualpopoca en la Vera-Cruz, alababan la demostración de Motezuma, y ponderaban como grandeza suya el haber dado su libertad en rehenes de su inocencia. Otros creían que los dioses, con quien tenía familiar comunicación, le habrían aconsejado lo más conveniente a su persona; y otros, que iban mejor, veneraban su determinación sin atreverse a examinarla; que la razón de los reyes no habla con el entendimiento, sino con la obligación de los vasallos. Él hacía sus funciones de rey con la misma distribución de horas que solía: daba sus audiencias: escuchaba las consultas o representaciones de sus ministros, y cuidaba del gobierno político y militar de sus reinos poniendo particular estudio en que no se conociese la falta de su libertad.

La comida se le traía de palacio con numeroso acompañamiento de criados, y con mayor abundancia que otras veces; repartíanse las sobras entre los soldados españoles; y él enviaba los platos más regalados a Cortés y a sus capitanes: conocíalos a todos por sus nombres, y tenía observados hasta los genios y las condiciones, de cuya noticia usaba en la conversación, dando al buen gusto y a la discreción algunos ratos sin ofender a la majestad ni a la decencia. Estaba con los españoles todo el tiempo que le dejaban los negocios; y solía decir que no se hallaba sin ellos. Procuraban todos agradarle, y era su mayor lisonja el respeto con que le trataban; desagradábase de las llanezas; y si alguno se descuidaba en ellas, procuraba reprimir el exceso, dando a entender que le conocía: tan celoso de su dignidad, que sucedió el ofenderse con grande irritación de una indecencia que le pareció advertida en cierto soldado español, y pidió al cabo de la guardia que le ocupase otra vez lejos de su persona, o le mandaría castigar si se le pusiese delante.

Algunas tardes jugaba con Hernán Cortés al totoloque, juego que se componía de unas bolas pequeñas de oro, con que tiraban a herir o derribar ciertos bolillos o señales del mismo metal a distancia proporcionada. Jugábanse diferentes joyas y otras alhajas que se perdían o ganaban a cinco rayas. Motezuma repartía sus ganancias con los españoles, y Cortés hacía lo mismo con sus criados. Solía tantear Pedro de Alvarado; y porque algunas veces se descuidaba en añadir algunas rayas a Cortés, le montejaba con galantería de mal contador; pero no por eso dejaba de pedirle otras veces que tantease, y que tuviese cuenta de que no se le olvidase la verdad. Parecía señor hasta en el juego, sintiendo el perder como desaire de la fortuna y estimando la ganancia como premio de la victoria.

No se dejaba de introducir en estas conversaciones privadas el punto de la religión: Hernán Cortés le habló diferentes veces, procurando reducirle con suavidad a que conociese su engaño; fray Bartolomé de Olmedo repetía sus argumentos con la misma piedad y con mayor fundamento; doña Marina interpretaba estos razonamientos con particular afecto; y añadía sus razones caseras, como persona recién desengañada, que tenía presentes los motivos que la redujeron: pero el demonio le tenía tan ocupado el ánimo, que se dejaba conquistar su entendimiento, y se quedaba inexpugnable su corazón; no se sabe que le hablase o se le apareciese como solía desde que los españoles entraron en Méjico, antes se tiene por cierto, que al dejarse ver la cruz de Cristo en aquella ciudad, perdieron la fuerza los conjuros, y enmudecieron los oráculos; pero estaba tan ciego y tan dejado a sus errores, que no tuvo actividad para desviarlos, ni supo aprovecharse de la luz que se le puso delante; pudo ser esta dureza de su ánimo, fruto miserable de los otros vicios y atrocidades con que tenía desobligado a Dios, o castigo de aquella misma negligencia con que daba los oídos y negaba la inclinación a la verdad.

A veinte días, o poco más, llegó el capitán de la guardia, que partió a la frontera de la Vera-Cruz, y trajo preso a Qualpopoca, con otros cabos de su ejército, que se dieron al sello real sin resistencia. Entró con ellos a la presencia de Motezuma: y él los habló reservadamente, permitiéndolo Cortés, porque deseaba que los redujese a callar la orden que tuvieron suya, y dejarse engañar de aquella exterior confianza en que le mantenía. Pasó después con ellos el mismo capitán al cuarto de Cortés, y se los entregó, diciéndole de parte de su amo: «que se los enviaba para que averiguase la verdad y los castigase por su mano con el rigor que merecían». Encerróse con ellos, y confesaron luego los cargos «de haber roto la paz de su autoridad: haber provocado con las armas a los españoles de la Vera-Cruz, y ocasionado la muerte de Argüello, hecha de su orden a sangre fría en un prisionero de guerra», sin tomar en la boca la orden que tuvieron de su rey; hasta que reconociendo que iba de veras su castigo, tentaron el camino de hacerle cómplice para escapar las vidas: pero Hernán Cortés negó los oídos a este descargo, tratándose como invención de los delincuentes. Juzgóse militarmente la causa, y se les dio sentencia de muerte, con la circunstancia de que fuesen quemados públicamente sus cuerpos delante del palacio real; como reos que habían incurrido en caso de lesa majestad. Discurrióse luego en la ejecución, y pareció no dilatarla; pero temiendo Hernán Cortés que se inquietase Motezuma, o quisiese defender a los que morían por haber ejecutado sus órdenes, resolvió atemorizarle con alguna bizarría que tuviese apariencias de amenaza, y le acordase la sujeción en que se hallaba. Ocurrióle otro arrojamiento notable, a que le debió de inducir la facilidad con que se consiguió el de su prisión, o el ver tan rendida su paciencia. Mandó buscar unos grillos de los que se traían prevenidos para los delincuentes, y con ellos descubiertos en las manos de un soldado, se puso en su presencia, llevando consigo a doña Marina y tres o cuatro de sus capitanes. No perdonó las reverencias con que solía respetarle; pero dando a la voz y al semblante mayor entereza, le dijo: «que ya quedaban condenados a muerte Qualpopoca y los demás delincuentes por haber confesado su delito, y ser digno de semejante demostración; pero que le habían culpado en él, diciendo afirmativamente que le cometieron de su orden; y así era necesario que purgase aquellos indicios vehementes con alguna mortificación personal, porque los reyes, aunque no están obligados a las penas ordinarias, eran súbditos de otra ley superior que mandaba en las coronas; y debían imitar en algo a los reos; cuando se hallaban culpados y trataban de satisfacer a la justicia del cielo». Dicho esto, mandó con imperio y resolución que le pusiesen las prisiones, sin dar lugar a que le replicase; y en dejándole con ellas, le volvió las espaldas, y se retiró a su cuarto, dando nueva orden a las guardias para que no se le permitiese por entonces la comunicación de sus ministros.

Fue tanto el asombro de Motezuma cuando se vio tratar con aquella ignominia, que le faltó al principio la acción para resistir, y después la voz para quejarse. Estuvo mucho rato como fuera de sí: los criados que le asistían acompañaban su dolor con el llanto, sin atreverse a las palabras, arrojándose a sus pies para recibir el peso de los grillos: y él volvió de su confusión con principios de impaciencia; pero se reprimió brevemente, y atribuyendo su infelicidad a la disposición de sus dioses, esperó el suceso, no sin cuidado al parecer de que peligraba su vida; pero acordándose de quién era para temer sin falta de valor.

No perdió tiempo Cortés en lo que llevaba resuelto: salieron los reos al suplicio, hechas las prevenciones necesarias para que no se aventurase la ejecución. Consiguióse a vista de innumerable pueblo, sin que se oyese una voz descompuesta, ni hubiese que recelar. Cayó sobre aquella gente un terror que tenía parte de admiración, y parte de respeto. Extrañaban aquellos actos de jurisdicción en unos extranjeros, que cuando mucho se debían portar como embajadores de otro príncipe; y no se atrevieron a poner duda en su potestad, viéndola establecida con la tolerancia de su rey; de que resultó el concurrir todos al espectáculo con un género de quietud amortiguada, que sin saber en qué consistía, dejó su lugar al escarmiento. Ayudó mucho en esta ocasión el estar mal recibida entre los mejicanos la invasión de Qualpopoca, y se hizo su delito más aborrecible con la circunstancia de culpar a su rey: descargo que pasó por increíble, y aun siendo verdadero se culpara como atrevido y sedicioso. Débese mirar este castigo como tercer atrevimiento de Cortés, que se logró como se había discurrido, y se discurrió sobre principios irregulares. Él lo resolvió, y lo tuvo por conveniente y posible: conocía la gente con quien trataba, y lo que suponía en cualquier acontecimiento la gran prenda que tenía en su poder. Dejémonos cegar de su razón, o no la traigamos al juicio de la historia, contentándonos con referir el hecho como pasó, y que una vez ejecutado fue de gran consecuencia para dar seguridad a los españoles de la Vera-Cruz y reprimir por entonces los principios de rumor que andaban entre los nobles de la ciudad.

Volvió luego Cortés al cuarto de Motezuma, y con alegre urbanidad le dijo: «que ya quedaban castigados los traidores que se atrevieron a manchar su fama, y él había cumplido ventajosamente con su obligación, sujetándose a la justicia de Dios con aquella breve intermisión de su libertad». Y sin más dilación le mandó quitar los grillos, o como escriben algunos, se puso de rodillas para quitárselos él mismo por sus manos; y se puede creer de su advertencia, que procuraría dar con semejante cortesanía mayor recomendación al desagravio. Recibió Motezuma con grande alborozo este alivio de su libertad, abrazó dos o tres veces a Cortés, y no acababa de cumplir con su agradecimiento. Sentáronse luego en conversación amigable, y Cortés usó con él de otro primor, como los que andaba siempre meditando, porque mandó que se retirasen las guardas, diciéndole que se podría volver a su palacio cuando quisiese, por haber cesado ya la causa de su detención. Y le ofreció este partido sobre seguro de que no le aceptaría, por haberle oído decir muchas veces con firme resolución, que ya no le convenía volverse a su palacio, ni apartarse de los españoles hasta que se retirasen de su corte; porque perdería mucho de su estimación, si llegasen a entender sus vasallos que recibía de ajena mano su libertad: dictamen que se hizo suyo con el tiempo, siendo en la verdad influido; porque doña Marina, y algunos de los capitanes le habían puesto en él a instancia de Cortés, que se valía de su misma razón de estado para tenerle más seguro en la prisión; pero entonces, conociendo lo que traía dentro de sí la oferta de Cortés, dejó este motivo, tratándose como ajeno de aquella ocasión, y se valió de otro más artificioso, porque le respondió: «que agradecía mucho la voluntad con que deseaba restituírle a su casa; pero que tenía resuelto no hacer novedad, atendiendo a la conveniencia de los españoles: porque una vez en su palacio le apretarían sus nobles y ministros en que tomase las armas contra ellos para satisfacerse del agravio que había recibido». Por cuyo medio quiso dar a entender, que se dejaba estar en la prisión para encubrirlos y ampararlos con su autoridad. Alabó Cortés el pensamiento agradeciendo su atención, como si la creyera, y quedaron los dos satisfechos de su destreza: creyendo entrambos que se entendían, y se dejaban engañar por su conveniencia con aquel género de astucia o disimulación que ponen los políticos entre los misterios de la prudencia, dando el nombre de esta virtud a los artificios de la sagacidad.