—197→
Libre de su más terrible enemigo, y terminada la guerra civil en aquella parte del Perú, Pizarro aprovechó su permanencia en Quito para ocuparse en todo lo que era necesario al restablecimiento del orden. Como no se le ocultaba la ilegalidad de su conducta, deseaba conciliarse los ánimos de todos tomando medidas justas y prudentes. La real Audiencia se hallaba completamente desorganizada, y por lo tanto se creyó con derecho para publicar las indispensables ordenanzas a fin de imprimir una marcha regular a los negocios públicos. Consagró —198→ todo su tiempo al examen de la situación interior del país, y auxiliado por Cepeda, su principal consejero y su confidente, adoptó sabias medidas y cuales nadie hubiera podido esperar de un soldado que había hasta entonces vivido en los campamentos.
Sin embargo de que por la parte del sur Carvajal había obrado con actividad, no había podido dispersar las tropas de Centeno, ni causarles una derrota decisiva. El joven caudillo del movimiento de la Plata había dado muestras de grandes talentos en las evoluciones militares que tenía que hacer todos los días, ya para burlar a su enemigo, ya para evitar su persecución, en que se empeñó aquél por espacio de más de doscientas leguas. No le quedaban ya más que ochenta hombres: el resto de su gente había sucumbido a las fatigas y en las repetidas escaramuzas de Carvajal. Convencido de que no podría hallar asilo seguro en tierra quiso buscar uno en el mar, y siguió la costa hasta Arequipa, donde esperaba encontrar una nave; mas viose de tal suerte acosado por su perseguidor, que, no pudiendo embarcarse, despidió a sus soldados y huyó acompañado tan sólo de un oficial y un criado. Los fugitivos hallaron un asilo en una caverna donde permanecieron ocultos por espacio de ocho meses. López de Mendoza, uno de los capitanes de Centeno, que había logrado escaparse con algunos hombres, —199→ se refugió en el gobierno de uno de sus amigos, donde su reputación atrajo en torno de él ciento cincuenta hombres, con los cuales abrió de nuevo la campaña. Una noche atacó el campo de Carvajal y pilló todos sus bagajes; mas cuando estuvo a unas treinta leguas del campamento se detuvo para descansar en un pueblo, creyendo que Carvajal no habría podido seguir sus huellas; pero el anciano caudillo, activo e infatigable como un joven, y picado de haberse dejado sorprender, había montado a caballo y perseguido con tanto afán a Mendoza, que en la noche segunda de su marcha, al amanecer, llegó al pueblo donde Mendoza descansaba. Acompañado de solos dos hombres penetró en el aposento de su enemigo, y le prendió con todos los que con él estaban. Siguiendo sus instintos crueles le hizo cortar inmediatamente la cabeza, que envió a Arequipa para ser expuesta en una picota, por ser aquella ciudad donde Mendoza y Centeno habían levantado el estandarte de la rebelión contra Pizarro. Después de esto Carvajal se dirigió hacia la Plata, donde resolvió permanecer algún tiempo, a fin de recoger cuanto pudiese de aquel rico metal en las abundantes minas del Potosí.
Allí fue donde recibió los despachos de Pizarro anunciándole la derrota y muerte del virrey, e invitándole a que pasara a Lima para que juntos pudiesen concertar los planes que convenía —200→ adoptar. Hacía tiempo que Carvajal instaba a su jefe a que sacudiese toda dependencia del gobierno español, y se declarase dueño absoluto del país; al recibir las comunicaciones de Pizarro, quiso tentar un nuevo esfuerzo en el ánimo de su amigo, y le escribió en el mismo sentido. Empezaba por recordarle que se había comprometido demasiado, empuñando las armas contra las tropas reales y matando al virrey, para esperar encontrar jamás gracia en la corte de España y proseguía diciendo:
Tales razones eran convincentes; y un hombre tan ambicioso como Pizarro no podía menos de escucharlas favorablemente. A las instancias del viejo soldado uníanse otras representaciones de no menos peso. El antiguo presidente de la Audiencia, Cepeda, apoyaba sin descanso los consejos que no cesaba de darle Carvajal. Pedro de Puelles, que de todos los capitanes de Pizarro era el que más había contribuido a su elevación, y un gran número de otros amigos del general, participaban de los mismos sentimientos.
Gonzalo
Pizarro recibió con grandes muestras de alegría
estos consejos, y hasta se manifestó al principio
dispuesto a dejarse dirigir por
—202→
el celo de sus amigos. «Mas
afortunadamente para el reposo del género humano,
dice Robertson, pocos hombres están dotados de esa
fuerza de espíritu y de los talentos necesarios para
concebir y ejecutar proyectos arriesgados, que sólo
pueden ser llevados a cabo trastornando el orden establecido
en las sociedades, y violando las máximas que se miran
como sagradas»
. Pizarro era resuelto y ambicioso, pero carecía
del genio y del talento necesarios para desempeñar
el papel con que se le brindaba. Intimidole sin duda la magnitud
de semejante empresa, y dio otro rumbo a sus ideas. Imaginose
que la corte de España no querría acudir a
medidas violentas contra él y que consentiría
en dejarle gobernar el Perú. El inmenso poder que
poseía ya y su influencia en el país parecían
que debían determinar a los ministros a confirmarle
en su título, más bien que lanzar al Nuevo
Mundo en una nueva era de combates y de calamidades. Pensó
por fin que mostrándose sumiso y deferente con el
emperador, el brillo de sus triunfos y su actitud imponente
harían olvidar lo que hubiese de ilegal en su conducta
pasada.
Dominado por este pensamiento envió a España a Maldonado, otro de sus capitanes, con el encargo de dar cuenta a la corte de todo lo que había pasado en el Perú, cuidando de presentar los hechos bajo el punto de vista más favorable —203→ . Debía insistir principalmente sobre los servicios prestados por Gonzalo, y sobre los que podría prestar aún en el caso de conservarle en su gobierno; y por último debía protestar en nombre de su jefe de su sumisión y obediencia a la autoridad real.
Gonzalo Pizarro pasó después de esto a Lima, donde hizo su entrada con toda la pompa de un triunfo militar, acompañado de sus bravos capitanes y de sus veteranos, todos a pie, montado él en un magnífico caballo. El cabildo municipal salió de la ciudad para recibirle y felicitarle. Pizarro se encaminó en derechura a la catedral para adorar al santísimo Sacramento; en todas las calles por donde pasaba era saludado por las aclamaciones del pueblo, que le llenaba de bendiciones y de acciones de gracias. Pizarro fijó su morada en el palacio de su hermano, y desplegó en todos sus actos el mayor fausto. Algunos escritores pretenden que su altanería llegó a hacerse intolerable, y que manifestó una arrogancia tal, que empezó a enfriarse la adhesión de no pocos de sus más antiguos partidarios. El hecho es que aquel ignorante aventurero no había nacido para brillar en tan elevado puesto. Las cualidades de que la naturaleza le dotara y que habían desarrollado el tiempo y sus hábitos, eran enteramente distintas de las que la corte exige. Gonzalo Pizarro era un soldado atrevido, un aventurero —204→ lleno de arrojo y firmeza; hasta se había hecho un general experimentado y no falto de capacidad para dirigir una guerra; pero no había recibido ni de la naturaleza, ni de la educación, las cualidades propias para brillar en una sociedad culta. Sus maneras groseras, disculpables en un soldado, repugnaban en un gobernador, y el lustre de sus hazañas hacía resaltar todavía más su ignorancia, del todo incompatible con el puesto que ocupaba.
En esto llegó a Lima Carvajal, a quien Gonzalo acogió de la manera más lisonjera y brillante, yendo a su encuentro, seguido de un numeroso acompañamiento, hasta larga distancia de la ciudad, para manifestar su respeto y agradecimiento al viejo caudillo que tan señalados servicios le prestara. El regreso de Carvajal no hizo más que estrechar los lazos que a Pizarro le unían. Los trabajos que el anciano jefe había mandado hacer en las minas del Potosí le habían valido un millón de pesos, que depuso en el tesoro del gobernador. Renovó entonces sus instancias para que se declarase soberano del Perú; mas éste se negó a seguir el consejo de su amigo, aguardando confiadamente la vuelta de su enviado, y más que nunca persuadido de que el gobierno no querría comprometer la tranquilidad de que gozaba el país, despojándole a él de su autoridad.
—205→
Desde la salida de Núñez Vela el ministerio español no había recibido ninguna noticia del Perú; ignoraba completamente los acontecimientos que allí habían tenido lugar, y la insurrección por las ordenanzas relativas a los indios producida. Sacole de la seguridad en que se hallaba el arribo simultáneo de Álvarez Cueto y Francisco Maldonado, enviados el uno del virrey, el otro de Pizarro, que se presentaron juntos en Valladolid, donde residía entonces la corte. Los despachos que traían eran de naturaleza bastante alarmante para excitar la solicitud de Felipe, que gobernaba en ausencia de su padre, ocupado a la sazón en los asuntos de Alemania. El príncipe convocó a los ministros, al Consejo de Indias y a muchos de los personajes más influyentes de la corte, y sometió a su deliberación las graves cuestiones suscitadas por los hechos que acababan de llegar a su noticia —206→ . Era en efecto evidente que el Perú se hallaba en un estado completo de anarquía, y la habilidad con que el enviado de Gonzalo procuraba paliar la conducta de su jefe, no pudo engañar al Consejo sobre la verdadera situación de los asuntos, y sobre la ilegalidad del poder de que se había apoderado Pizarro.
Escandalizáronse todos al saber que la autoridad real había sido tan abiertamente despreciada, y la muerte de Núñez Vela inspiró un sentimiento profundo de horror y de indignación. La rebelión había sido tan osada que parecía que en circunstancias tales no había más remedio que acudir a las medidas fuertes: así pues la mayor parte de los individuos propuso los medios más violentos y más enérgicos. Era de absoluta necesidad poner coto a la licencia que en el Perú reinaba, y no debía esperarse nada de entrar en avenencias con aventureros, que habían dado sobradas pruebas de lo poco que había que fiar en sus protestas. Sólo con la fuerza podía domarse a los rebeldes e imponerles el castigo que merecían. Resolviose en su consecuencia enviar una expedición al Perú. No había que perder tiempo. Desde el momento en que Pizarro y los suyos fuesen declarados traidores y rebeldes a la corona, era preciso proceder con vigor y actividad, y no dejar tiempo al jefe de la rebelión para tomar la iniciativa y proclamarse soberano independiente. No bastaba —207→ empero formar esta resolución; era preciso ejecutarla, y España no se hallaba entonces en estado de obrar con la energía necesaria: las arcas del tesoro estaban exhaustas, y los veteranos no podían abandonar a Alemania, donde su presencia era indispensable. Para enviar gente al Perú era pues necesario alistar reclutas, lo que ofrecía graves inconvenientes. Era de temer en efecto que aquellos soldados bisoños, seducidos por la perspectiva de un rico botín y por los atractivos de una vida más independiente, abandonaran sus banderas para pasarse a los rebeldes; a más de que para transportar aquellas fuerzas necesitábase una flota considerable, y la marina de Carlos V no ofrecía bastantes recursos. Tales eran los obstáculos con que para la ejecución del plan se tropezaba; mas aun dado caso que se hubieran podido reunir bastantes hombres y naves, ¡con cuán graves y serias dificultades no hubiera sido preciso luchar al llegar al Perú! Gonzalo podía ponerse en guardia contra los peligros de una invasión la más poderosa: era dueño del mar del Sur; podía cerrar el paso por Nombre de Dios y Panamá; y la experiencia había demostrado ya las dificultades inmensas que se oponían a la marcha de una expedición a Quito. Más aún, y suponiendo vencidos todos estos obstáculos, el ejército, lanzado de esta suerte a una comarca extensísima y desconocida, tendría —208→ que combatir con hombres avezados a los sufrimientos y a los peligros, endurecidos en las fatigas, mandados por jefes distinguidos por su valor y por su experiencia en la guerra. Pizarro había recorrido la mayor parte del país, y lo conocía perfectamente; lo que debía darle una inmensa ventaja sobre el general que contra él se mandase. Por último si la expedición fracasaba, sería un golpe mortal para España; Pizarro se vería sólidamente establecido en su autoridad usurpada, dando un pernicioso ejemplo a los jefes de las otras comarcas del Nuevo Mundo, que aprovecharían la primera ocasión que se les ofreciese para hacerse independientes. Estas reflexiones explanadas en el Consejo modificaron la opinión de los más calurosos partidarios de las medidas extremas. Faltaba ensayar el camino de la conciliación: un examen más detenido de los asuntos y algunas conferencias con los enviados convencieron a todos que una marcha menos rigurosa traería mejores resultados. Era evidente, según la conducta observada por Gonzalo, que existía aún en su corazón un sentimiento de respeto y temor a su monarca, puesto que a no tenerlo no se hubiera dado tanta prisa en justificarse con él. Así pues, todo bien considerado era más conveniente recurrir a los artificios de la política que a la fuerza. Aprovechándose de las favorables disposiciones de Pizarro, y concediéndole bastante —209→ para demostrarle que el gobierno era moderado e indulgente con él, se podía volverle aún a su deber; o bien podían dispertarse entre sus partidarios los sentimientos de fidelidad, tan naturales a los españoles, y determinarlos a abandonar a un usurpador.
El éxito de esta negociación, tan importante como delicada, dependía enteramente de la habilidad y destreza del que de ella se encargase. El ejemplo de la administración de Núñez Vela era una prueba convincente de que semejante misión no debía confiarse a un hombre de carácter severo e inflexible. Más que talentos militares y un rigor excesivo necesitábanse maneras persuasivas, elocuencia suave, conocimiento de los hombres y una profunda discreción. Después de muchas deliberaciones recayó la elección de los ministros en un hombre que por su vida retirada y por su modesto mérito parecía el menos a propósito para un puesto tan importante. Tal era Pedro de La Gasca, eclesiástico que no tenía más título que el de consejero de la santa Inquisición. El gobierno le había empleado ya en comisiones delicadas, que había desempeñado siempre a satisfacción de todos. Aunque no estaba revestido de ningún cargo público no por esto eran sus talentos menos conocidos y apreciados. Distinguíase por una grande elocuencia y maneras afables; era de carácter apacible sin ser débil, y estaba dotado —210→ de una probidad superior a toda sospecha y de una prudencia consumada. La naturaleza empero no había sido con él tan pródiga en las perfecciones del cuerpo, como en las dotes del espíritu, ya que según Gomara, era de escasa estatura y tan mal constituido que parecía de medio cuerpo abajo un gigante, y un enano de la cintura arriba, y que su rostro era tan feo como desproporcionado su cuerpo.
La Gasca no
retrocedió ante la honra que se le dispensaba, pero
no admitió el título de obispo que se le quiso
dar, contentándose con el de presidente de la Audiencia
de Lima. He aquí las condiciones que puso a su aceptación,
según Garcilaso de la Vega: pidió que se le
diese en todo y por todo el mismo poder que tenía
su Majestad en las Indias, a fin de que teniendo su autoridad
nadie se negase a proporcionarle, en un caso dado, las tropas,
caballos, dinero, armas y naves que necesitase; pidió
además que fuesen revocadas las ordenanzas; que se
concediese una amnistía general para lo pasado; que
no se pudiese proceder contra nadie de oficio, ni a petición
de ninguna parte contraria, dejando que cada cual gozase
en toda seguridad de sus derechos y bienes; que le fuese
permitido enviar a España el gobernador, si lo juzgaba
a propósito para la tranquilidad del reino; que se
le autorizara para sacar del real tesoro todo el dinero que
necesitase para pacificar el país, y
—211→
reducirle a
la obediencia por el buen gobierno y la recta administración
de justicia; que pudiese disponer, durante su permanencia
en el Perú, y en favor de quien quisiese, de todos
los departamentos de los indios que estuviesen vacantes,
como también de todos los destinos del imperio, y
del gobierno de las conquistas hechas y por hacer. A todas
estas peticiones añadió por conclusión,
«que a él no le habían de dar salario sino
una persona, como contador y ministro de su Majestad, que
gastase lo que él le mandase y conviniese, y después
diese cuenta de ello a los ministros de la hacienda real».
Sin embargo, y como era el único sostén de
su familia, pidió que durante su ausencia fuese mantenida
por el rey, declarando solemnemente que no quería
ni paga ni gratificación de ninguna clase por llenar
los deberes de su destino; limitó su acompañamiento
al número de criados absolutamente necesario, y partió,
dice Robertson, «no llevando consigo más que su sotana
y su breviario»
.
La Gasca desembarcó en Nombre de Dios el 27 de julio de 1546. Fernando Mejía, que mandaba allí en nombre de Pizarro, estaba al frente de fuerzas considerables, y tenía orden de oponerse a toda invasión hostil; pero la vista de un simple eclesiástico, de edad avanzada, y que no traía consigo ningún soldado no ofrecía ningún motivo de temor, y fuele permitido que desembarcara —212→ tranquilamente. Su presencia excitó la burla y el desprecio de los soldados, y hasta hubo, según Fernández, quienes se propasasen a faltarle al respeto. Mas el venerable sacerdote no contestó sino con actos llenos de dulzura y de humildad, lo que hizo que la multitud cambiase de conducta respecto a su persona. En una entrevista secreta que tuvo con Mejía inclinó a este caudillo a secundar las miras de su soberano, y a que le prometiese declararse en su favor cuando fuese ocasión oportuna.
Desde allí trasladose a Panamá, donde se hallaba Hinojosa con una fuerte guarnición, independientemente de la flota que tenía a sus órdenes. Allí recibió una acogida de las más favorables, e Hinojosa se condujo con él con la mayor atención y respeto. La Gasca se anunció como un mensajero de paz, y toda su conducta tendía a probar que lo era. Dijo que estaba encargado por su Majestad de ver cuál era el estado de las cosas en el Perú, no para castigar y ejercer una autoridad hostil, sino para curar los males del país, y tomar las medidas más oportunas para asegurar una pacificación general y el olvido de lo pasado. Añadió que estaba autorizado para revocar las leyes, causa primera de tantas turbulencias, y que el pueblo obtendría la reparación de todos sus agravios y el perdón de todas sus faltas, con tal que volviese a entrar en el orden y se sometiese a las leyes y a la autoridad legítima.
—213→La edad respetable, el carácter oficial y las benévolas maneras de La Gasca dieron gran peso a sus declaraciones, que fueron favorablemente acogidas. Hinojosa y otros jefes distinguidos siguieron el ejemplo de Mejía, de suerte que La Gasca tuvo a su disposición las guarniciones de Nombre de Dios y de Panamá, y toda la flota. Alentado por este feliz comienzo, despachó un enviado al virrey de México, requiriéndole que le prestase su ayuda para el servicio de su Majestad, y envió correos por todo el país para dar a conocer la naturaleza de las funciones que venía a desempeñar. Como repugnaban a su carácter naturalmente bondadoso las medidas violentas, y le horrorizaba la sola idea de derramar sangre quiso, antes de acudir a tan terrible extremo, ensayar los medios de conciliación. Así pues escribió a Pizarro para anunciarle su llegada, los sentimientos que le animaban y el deseo que tenía de que pudiesen trabajar de consuno en secundar las miras de su Majestad. Dentro de aquella carta iba otra escrita por el mismo rey a Pizarro, concebida en los siguientes términos:
En cuanto llegaron a manos de Gonzalo Pizarro las dos cartas llamó a sus amigos, Carvajal y Cepeda, se las leyó y les pidió con alguna inquietud su consejo; tal era la irresolución que en su ánimo habían causado. Carvajal fue el primero en dar su parecer, y dijo que puesto que La Gasca venía como mensajero de paz, que su Majestad le había conferido poderes para revocar las odiosas leyes causantes de los anteriores disturbios, que iban a entrar de nuevo en posesión de los privilegios y de los bienes que se les debía por derecho de conquista, no veía motivo alguno para manifestar al enviado del rey la más ligera muestra de hostilidad; y que opinaba por el contrario que La Gasca debía ser recibido como portador de felices nuevas, y acogido por demostraciones de alegría y de respeto; terminando por proponer que se le saliese al encuentro y se le llevase en triunfo a Lima.
Cepeda, más conocedor de los hombres que su colega, fue de dictamen diametralmente opuesto: hizo presente que era verdad que el enviado hacía magníficas promesas; pero que como no había dado ninguna garantía para su —216→ ejecución, podía violarlas a su gusto en cuanto se le ofreciese ocasión de hacerlo; que sería una locura en Pizarro meter en su redil al lobo únicamente porque se presentaba cubierto con piel de oveja; que siendo dueño de todo el país no debía permitir que le impusiesen leyes; y por último que la aparente dulzura de La Gasca no era más que una máscara para ocultar la doblez de sus designios y llegar más fácilmente a su objeto.
Dos pareceres tan opuestos no podían menos de aumentar las dudas de Pizarro, el cual se retiró sintiéndose sin valor para tomar una decisión, si bien se inclinaba al dictamen de Cepeda. Poco tiempo después reunió otro consejo, compuesto de los jefes más distinguidos y de los principales habitantes, que componían juntas ochenta personas. Carvajal y Cepeda expusieron de nuevo delante de aquella reunión las razones que dieran antes a Pizarro; discutiose largo tiempo, y si bien no faltaron quienes se inclinasen al parecer de Cepeda, la mayoría adoptó el de Carvajal, que en realidad era el único que podía salvar a Pizarro. Mas éste no tuvo ni la fuerza de carácter, ni la franqueza necesarias para seguirlo enteramente, y contestó a La Gasca ponderando su fidelidad, los servicios que sus hermanos y él habían hecho al soberano, y quejándose del modo injusto como habían sido recompensados por todos sus trabajos —217→ ; citando como prueba de ello la prisión de su hermano Fernando, y el estado de indigencia a que se hallaban reducidos los hijos de don Francisco. Esta mezcla de protestas de fidelidad y de quejas estaba combinada diestramente y de tal suerte, que dejaba las cosas en el estado mismo en que se hallaban. Mas a los que rodeaban a Pizarro no se les ocultaba que, a pesar de sus incertidumbres, hallábase más inclinado a la guerra, y en efecto poco tiempo después dio ya a conocer abiertamente los verdaderos sentimientos de que se hallaba animado. No le movían motivos de interés público, puesto que no dudaba de la sinceridad de La Gasca al prometer la revocación de las leyes que todos odiaban, sino el temor de verse privado de su gobierno, de su autoridad, y acaso de su fortuna. Hizo entonces lo que no había querido hacer un año antes, y no dudó en romper los débiles lazos de dependencia que le unían todavía a la corona de España. Reconocía cuán fundados eran los consejos de Carvajal, cuando le amonestaba que se declarase independiente: y en efecto, en aquella época hubiérase mandado contra él un ejército, a cuyo desembarco le hubiera sido fácil oponerse, al paso que ahora iba a combatir, no contra soldados, sino contra la traición que le envolvía ya por todas partes, y que hasta tomaba asiento a su lado en el consejo.
—218→
En cuanto Pizarro hubo por fin tomado la resolución de impedir por la fuerza de las armas que el presidente estableciese su autoridad en el Perú, reunió a sus principales partidarios y les manifestó sus intenciones. Carvajal declaró terminantemente que había aconsejado —219→ hasta entonces una marcha distinta; pero que puesto que el gobernador juzgaba a propósito acudir a las armas, hallábase dispuesto a apoyar a su jefe con su celo y su intrepidez ordinarias. Todos los asistentes prometieron igualmente sus auxilios, y en su consecuencia se expidió una orden a La Gasca para que saliese de Panamá y volviese a España.
Gonzalo Pizarro abandonose entonces a su carácter violento y tiránico, y tomó medidas que nada puede justificar. Envió a España nuevos diputados encargados de disculparle y de pedir para él, en nombre de todos los ayuntamientos del Perú, su gobierno para mientras viviese, como único medio de establecer y conservar allí la tranquilidad. Los mismos diputados dieron a conocer las intenciones de Pizarro al presidente, y le notificaron la orden de salir del Perú. Eran igualmente portadores de instrucciones secretas para Hinojosa, en las cuales Pizarro le autorizaba para que ofreciese a La Gasca un presente de cincuenta mil pesos, si es que quería hacer de buen grado lo que se le pedía, y le ordenaba que se desembarazase de él con el hierro o el veneno en caso de que se resistiera.
El carácter pacífico del presidente y las circunstancias todas relativas a su misión daban lugar a que Pizarro creyese, que si el emperador había elegido a un ministro de paz para hacer —220→ una averiguación sobre el estado de los asuntos, no era porque desease sinceramente adoptar medidas de conciliación sino porque le era imposible enviar un ejército suficiente para someter el país. En cuanto a él creíase entonces en la posición más ventajosa: había a la sazón seis mil españoles al menos en el Perú, y todos habían abrazado abiertamente su causa; así pues el ejército de La Gasca no debía inspirarle el menor recelo, y el éxito desgraciado de la misión del presidente debía ser un motivo más para que el gobierno español le concediese lo que deseaba.
La actitud hostil que tomó Pizarro, sin haber sido provocada por ninguna demostración de parte del enviado, perjudicó notablemente su causa. Muchos de sus partidarios, indignados de verle tomar las armas contra su soberano, declararon abiertamente su resolución de sostener la causa de éste. Mejía, Hinojosa y otros muchos, que sólo aguardaban una ocasión oportuna, aprovecharon la que se les ofrecía, y emplearon sus esfuerzos todos para determinar a los que se mostraban aún indecisos a que siguieran su ejemplo. Lorenzo de Aldana fue a reunirse con La Gasca, y habiendo pasado a Túmbez, decidió al comandante de esta plaza y a su guarnición a que se pusiesen a las órdenes del presidente. Otras defecciones hubo del mismo género, de suerte que en el momento en —221→ que Gonzalo abrigaba la ilusión de que La Gasca estaba de vuelta para España o había sucumbido víctima de su obstinación, hiriole como un rayo la noticia de que el presidente era dueño de la flota, que se hallaba al frente de las tropas que formaban las guarniciones de las ciudades de la costa, y que se disponía a avanzar hacia el interior, donde el descontento que se manifestaba en diferentes puntos, le brindaba con esperanzas favorables.
Por más que Pizarro no se hallase preparado a tan desastrosas noticias, no se dejó acobardar por ellas, antes sintió rebosarle el corazón de indignación y de despecho. Hizo al momento los mayores preparativos para la guerra, hallose en poco tiempo al frente de mil hombres, todos veteranos y bien equipados. A fin de alcanzar este resultado no retrocedió ante ningún sacrificio, y Zárate pretende que aquel armamento le costó más de quinientos mil escudos. Con tales fuerzas podía ponerse sin temor en campaña; mas antes de dar principio a las hostilidades, quiso cubrir con un barniz de justicia la violencia de su proceder. Estableció en Lima una audiencia, de la cual nombró presidente a Cepeda, que a la sazón le era enteramente adicto. Este tribunal debía fallar acerca la acusación formulada contra La Gasca, Hinojosa y muchos otros, de haber quitado por traición la armada al gobernador y apartado de su deber —222→ a sus soldados. Todos los acusados fueron declarados culpables y condenados a muerte. Cepeda firmó la sentencia en seguida, pero los demás jueces se negaron a hacerlo, alegando el carácter sagrado de La Gasca, y temiendo incurrir en la excomunión poniendo su firma a la sentencia. Uno de los individuos del tribunal hizo presente estas razones a Pizarro, y añadió que si llegaba a publicarse aquella sentencia muchos de los comprendidos en ella se hallarían imposibilitados de volver a ellos, si algún día se disgustaban de servir al presidente. Pizarro no se ocupó más en aquel proceso, que no dejó de producir algún resultado, puesto que los aventureros, viendo que habían sido observadas las formas judiciales, se dieron por satisfechos con ello, y creyeron realmente que reuniéndose con Pizarro iban a combatir contra traidores y rebeldes. Concurrieron de todas partes a Lima con gran contentamiento de Pizarro, que se halló al frente de una hueste, que por la numerosa y valiente no había tenido aún igual en el Perú.
Pronto sin embargo empezaron a tomar las cosas un aspecto muy distinto. Perdida por La Gasca toda esperanza de traer a Pizarro a una avenencia, y convencido de la necesidad de emplear la fuerza para ejecutar su comisión, ocupose en reunir un cuerpo de tropas, mandando venir soldados de Nicaragua, Cartagena y —223→ otros establecimientos del continente. Reunidos todos esos refuerzos, salió de Panamá para ir a Túmbez, mientras que Aldana, acampado en el valle de Santa, espiaba los movimientos de Pizarro. El presidente veía aumentar todos los días el número de soldados que iban a reunírsele, unos huyendo de las violencias de Gonzalo, otros porque querían aprovecharse de las condiciones ofrecidas en nombre del monarca por su representante. Mas los recelos del gobernador aumentaron mucho más cuando supo que el intrépido Diego Centeno se había puesto nuevamente en campaña. Dijimos más arriba de qué manera este hombre animoso había burlado las persecuciones de Carvajal y refugiádose a una caverna, aguardando la ocasión de prestar nuevos servicios a la causa por la cual con tanto arrojo peleara. Aquella ocasión había llegado.
Un habitante de Arequipa se había levantado con trece hombres en favor de La Gasca, y puesto al frente de esta pequeña partida se fue al lugar donde se habían refugiado muchos de los compañeros de Centeno, los cuales se le reunieron en seguida. El mismo Centeno, sabedor de este movimiento, salió de su escondite y tomó el mando de una cincuentena de soldados mal equipados, pero de un valor a toda prueba. Centeno les propuso marchar sobre Cuzco y apoderarse de esta ciudad por sorpresa. Los soldados aceptaron con entusiasmo este proyecto de ejecución tan difícil como peligroso.
—224→Cuzco estaba defendido por Antonio de Robles, joven e intrépido capitán, y por una guarnición de trescientos cincuenta hombres de tropas regulares. A pesar de esta desigualdad numérica Centeno y sus bravos compañeros se pusieron confiadamente en marcha, cual si fuesen a una victoria cierta. A fin de aumentar sus esperanzas, Centeno dijo a los suyos que sabía de positivo que los habitantes de aquella ciudad se declararían en su favor y que la guarnición seguiría su ejemplo. A pesar de las seguridades que les daba, estaba cierto que los habitantes no harían ninguna demostración en favor suyo hasta haber salido bien con su empeño; y por lo tanto resolvió apoderarse de la plaza por sorpresa y a favor de la noche. El escaso número de sus soldados le permitió avanzar con el mayor secreto hasta las inmediaciones de Cuzco, y a la entrada de la noche puso en planta el ardid que había concebido y fue el siguiente: después de haber mandado quitar las riendas a sus caballos, hizo atar a sus cabezadas y a los arzones de las sillas mechas encendidas, y dio orden a los criados indios que los hicieren correr tanto como pudiesen, a fin de abrirse paso en la ciudad. Antonio de Robles, sabiendo que debía ser atacado, había formado su gente en batalla en la plaza, dando el frente a la única calle por la cual creía que podía Centeno penetrar. En esto los indios se metieron en la ciudad con —225→ tanta furia, que rompieron el batallón de Robles, sin que los suyos pudiesen saber contra quiénes peleaban, extrañando no poco el ver los caballos sin sus jinetes. En esto acudieron Centeno y sus soldados por otra calle, y cargaron a Robles por la derecha, disparando sin cesar sus arcabuces y dando fuertes gritos para hacer creer que eran muchos en número. Introdújose el desorden en las filas, los soldados se dispersaron y Centeno se encontró dueño de la ciudad sin derramamiento de sangre. Después de su victoria manifestó una gran moderación, y hasta hubiera perdonado a Robles, que había sido hecho prisionero; mas presentado a Centeno le habló con tanta insolencia, afeando su conducta, que indignado éste le mandó cortar la cabeza. La guarnición de Cuzco se puso casi toda a las órdenes de Centeno, quien se encontró de repente jefe de una partida bastante numerosa para inspirar serias inquietudes a Pizarro.
Encontrábase
éste estrechado por tierra y por mar, puesto que Aldana
habíase presentado con su flota en la bahía
de Lima. Mas no era Gonzalo hombre que se dejase acobardar
fácilmente por las vicisitudes de la fortuna. Había
estado expuesto por espacio de diez años a tantos
peligros, había soportado calamidades tan extraordinarias,
que nada era ya capaz de hacer nacer en su alma intrépida
el menor sentimiento de
—226→
alarma o de postración. Como
el peligro con que le amenazaba Centeno era el que más
convenía alejar, quiso acelerar su marcha contra él
a fin de dispersar sus tropas antes de que pudiese reunirse
con La Gasca. Por otra parte las deserciones diarias le ponían
en la necesidad de vencer a toda costa. Antes de partir exigió
de los capitanes, y después de los soldados, el juramento
solemne de permanecer hasta la muerte fieles a su estandarte.
Los que más resueltos estaban ya a abandonarle fueron
los primeros en jurar lo que se les exigía, con cuyo
motivo decía el viejo Carvajal: «No se pasará
mucho tiempo sin que veáis el caso que se hace de
esas promesas, y el cuidado que se tiene en respetar la santidad
del juramento»
.
Pizarro emprendió su marcha con una rapidez extraordinaria; pero la defección era de cada vez más alarmante. Cada día abandonaba sus filas o un jefe distinguido o una partida de soldados; y lo que más aumentaba su despecho era verse abandonado por muchos de los que habían recibido de él mayores pruebas de cariño. No tardó en encontrarse con Acosta, a quien había mandado adelante. Desanimado y sin fuerzas Acosta se presentó a su comandante en Arequipa, con el escaso número de los que le habían permanecido fieles. Pizarro redobló su vigilancia, sobre todo durante la noche, mas a pesar de sus infatigables esfuerzos, no pudo —227→ contener los progresos del mal, y cuando llegó a la vista del enemigo, en las cercanías de Huarina, no tenía más que cuatrocientos soldados. Verdad es que podía mirarles como hombres de lealtad bien probada y contar enteramente con ellos. Eran los más audaces y resueltos de sus partidarios, los cuales conociendo, como él mismo, toda la extensión de su crimen, desesperaban de alcanzar su perdón, y tan sólo podían escapar del castigo con el triunfo.
El enemigo estaba apostado cerca del lago de Titicaca, y Centeno, confiado en la superioridad de sus tropas, dos veces más numerosas que las de Gonzalo, resolvió presentarle la batalla. Antes sin embargo de llegar a las manos, Pizarro quiso ensayar de venir a un acomodamiento. Al hacerlo ni obraba por miedo, ni porque temiese la deserción, puesto que sabía cuán adictos le eran los soldados que le quedaban; movíale tan sólo la esperanza de que atraería a Centeno, por el recuerdo de su antigua amistad, a hacer causa común con él. Escribiole pues recordándole ingeniosamente que habían sido compañeros de armas en empresas tan importantes como gloriosas. Invitole a que no olvidase su antigua amistad, los favores que le debía, el desinterés con que le había en una circunstancia memorable salvado la vida, y rogole por todos estos motivos que consintiese en un arreglo que pusiese término a sus diferencias —228→ , sin fiarlas a la suerte de una batalla. Centeno contestó en términos que daban a conocer su moderación y su política. Deseaba tanto como Pizarro, decía, ver terminarse amigablemente la querella que a los españoles dividía, y estaba dispuesto a concurrir a un resultado tan feliz por cuantos medios estuviesen a su alcance; añadía que no había olvidado ni la amistad que en otro tiempo los uniera, ni los favores que le debía; que su mayor deseo era probarle su reconocimiento, y que por lo tanto nada había que no estuviera dispuesto a hacer para servirle, sin menoscabar su honor o faltar a sus deberes para con el rey. Invitábale en su consecuencia a que se pasase a su campo y reconociera la autoridad real; el presidente La Gasca, echando el velo del olvido sobre lo pasado, no se acordaría más que de los grandes servicios prestados por Gonzalo Pizarro; aguardábale un destino honroso, y el mismo Centeno no perdonaría medio alguno para acelerar la negociación.
Esta respuesta estaba muy distante de satisfacer al gobernador: le era imposible aceptar tales condiciones sin empañar su glorioso renombre; hubiérasele acusado de que había tenido miedo a su antagonista. Quedó resuelto el que se diera la batalla; sus oficiales secundaron sus intentos, y marchó hacia Huarina con decisión y valor. Centeno, contando con la victoria, se adelantó a su encuentro; Carvajal, cuyos —229→ talentos militares y larga experiencia inspiraban a Pizarro una entera confianza, recibió el encargo de formar su reducida hueste en batalla. Juan de Acosta debía acosar al enemigo con un pequeño destacamento; aquél se puso al frente de la caballería; Pizarro tomó el mando de la infantería; sus principales capitanes, Cepeda, Bachicao y Guevero, tuvo cada uno un puesto importante.
La batalla de Huarina tuvo lugar el 20 de octubre de 1547. Fue el combate más sangriento y decisivo que se había dado hasta entonces en el Perú. Los dos ejércitos, después de haber avanzado el uno contra el otro en el mayor orden, se detuvieron a alguna distancia, como en la incertidumbre de quién debía empezar el ataque. En este momento Pizarro envió al P. Herrera, capellán de su ejército, para conferenciar con Centeno, y requerirle que no se opusiese a su paso, haciéndole responsable de todas las calamidades que sobreviniesen si se obstinaba en rehusarlo. Semejante proposición en aquel momento no podía menos de ser rechazada; creyose que tan sólo el miedo había determinado a Pizarro a dar aquel paso, y Centeno, confiando cada vez más en sus fuerzas, dio la señal del ataque.
Carvajal mandó entonces a Juan de Acosta que comenzara el combate con treinta arcabuceros y que se retirase inmediatamente a fin de —230→ que el enemigo le persiguiese. Pasose mucho tiempo antes que la acción se hiciese general; Carvajal se valía de todos los medios imaginables para retardar ese momento, su plan era fatigar al enemigo con repetidas escaramuzas, a fin de agotar las fuerzas de los soldados de Centeno e introducir el desorden en sus filas. Mas Centeno conocía bastante el arte de la guerra para adivinar el objeto de su prudente antagonista, y sabía además cuánta ventaja le daban sus fuerzas superiores en un terreno igual y tan favorable a sus evoluciones; así pues dio orden a su caballería para que cargase con vigor el ala mandada por Pizarro, mientras que la infantería la seguía para secundar sus esfuerzos.
Diose el ataque con un ímpetu extraordinario: la carga fue tan rápida y terrible, que los soldados de Pizarro no pudieron sostener el choque. Quedaron las filas aportilladas y desordenadas, y el general sólo debió la vida al buen temple de su armadura, viéndose obligado a refugiarse en el centro de su infantería. Cepeda fue derribado del caballo y gravemente herido. Empezaban ya a resonar los gritos de victoria en el ejército de Centeno; Pizarro, dando por perdida la jornada, quería lanzarse en medio de las filas enemigas y buscar en ellas una muerte gloriosa; pero Carvajal, con la calma y sangre fría de un veterano, mandó a sus soldados que —231→ permaneciesen firmes en su puesto y que hiciesen fuego sin tregua a espaldas del enemigo mientras estaba combatiendo con la otra ala del ejército. A consecuencia de esta hábil maniobra cambió el aspecto del combate. Los arcabuceros, apuntando con un acierto admirable, continuaron hostigando al enemigo, al cual cargó entonces Carvajal con vigor al frente de la caballería. Alentado Pizarro por aquella venturosa diversión hizo nuevos esfuerzos, y la victoria empezó a inclinarse en favor suyo. Fue sin embargo disputada largo tiempo, puesto que los de uno y otro bando peleaban con igual encarnizamiento; hasta que por fin el ejército de Centeno fue derrotado después de haber sufrido una pérdida considerable. Quedaron sobre el campo de batalla trescientos cincuenta de los suyos, entre ellos su segundo comandante y la mayor parte de sus oficiales; el número de los que quedaron fuera de combate fue igual al de los muertos, y de ellos sucumbieron más de ciento a consecuencia de las heridas recibidas. Pizarro perdió también mucha gente con relación al escaso número de sus soldados, pues tuvo cerca un centenar de muertos y muchos heridos.
Los vencedores encontraron en el campo enemigo un rico botín, cuyo valor hace subir Fernández a un millón cuatrocientos mil pesos. Diego Centeno, que hacía algunos meses que estaba enfermo, no pudo tomar parte activa en —232→ el combate, y se hizo llevar en una litera. Cuando vio que no quedaba ninguna esperanza, montó en un caballo que llevaba siempre cerca, y huyó a fin de evitar la persecución de Carvajal, cuya obstinación le era harto conocida. No tomó el camino de Cuzco ni el de Arequipa, sino que atravesó los desiertos acompañado de un sacerdote llamado el P. Biscoin, con el cual se trasladó a Lima.
En el decurso de esta historia hemos tenido que referir tantas crueldades con que se deshonraron muchas veces los vencedores, que tenemos ahora un gusto en citar un hecho que hace honor a la generosidad y al agradecimiento de Carvajal, cuyo relato copiamos de la historia de G. de la Vega, quien en su sencillez nos ha dejado cuadros de costumbres sumamente curiosos.
La victoria de Huarina cambió por algún tiempo el estado de las cosas; el partido del presidente experimentó a consecuencia de ella —236→ un golpe terrible, al paso que se robusteció el de Pizarro. El lustre de aquella hazaña era para imponer admiración e inspirar temores a los que habían abandonado su causa. Muchos consideraron a Pizarro como invencible en el campo de batalla, tanto más cuanto que tenía a su lado a Carvajal, el primer hombre de guerra del Perú. Verificose por consiguiente una reacción en los ánimos, y las filas del gobernador aumentaron con la misma rapidez con que algunos días antes habían disminuido.
—237→
Entretanto tenían lugar otros acontecimientos en diferentes partes del Perú que compensaban, con no poca ventaja para La Gasca, la brillante victoria de Pizarro en Huarina. Apenas hubo salido éste de Lima para marchar contra Centeno, cuando los habitantes, hasta entonces contenidos por el temor, manifestaron abiertamente sus sentimientos. Estalló un levantamiento, fue enarbolado el estandarte real, y Lorenzo de Aldana tomó posesión de la ciudad. Por el mismo tiempo La Gasca había desembarcado con quinientos hombres en Túmbez. Alentados con su presencia habíanse declarado por el rey todos los países de la costa, y la situación de los partidos había completamente cambiado. Cuzco y las provincias adyacentes estaban en poder de Pizarro, mientras que todo lo restante del imperio desde Quito al Sur reconocía la autoridad del presidente.
La Gasca continuaba dando pruebas de ese —238→ espíritu de dulzura y moderación a que tan buenos resultados había debido hasta entonces. Procurando más bien que castigar volver a los extraviados al camino del deber; con más deseos de persuadir que de vencer, parecía en todas las ocasiones poner más confianza en su carácter de ministro de un Dios de paz, que en sus elevadas funciones como delegado de un poderoso monarca. Manifestaba sobre todo un deseo ardiente de terminar la querella sin efusión de sangre. Sin embargo y aunque en toda su conducta demostrase esos sentimientos pacíficos, no descuidaba el tomar sus medidas para hallarse preparado para la guerra, y esas medidas probaban que poseía tantos talentos militares, como virtud y benevolencia. El pueblo empezó a mirar al presidente, no sólo con cariño, sino con esa especie de veneración profunda que todo hombre de un mérito eminente está seguro de inspirar, cuando reúne a él la sencillez de costumbres y una modestia sin afectación. La pequeña estatura de La Gasca, su exterior poco ventajoso, su desprecio por toda clase de pompa fueron olvidados, y no pocos de los que habían intentado atraer el ridículo y el desprecio sobre un magistrado humilde y sin apoyo, como le consideraban a su llegada, cambiaron completamente de sentimientos y le colmaron de manifestaciones de respeto y obediencia.
Viéndose sostenido por la opinión el presidente —239→ no vaciló en avanzar hacia el interior del país, y púsose en marcha con dirección al hermoso valle de Jauja, que señaló como punto de reunión de los realistas. Este valle, situado en el camino de Cuzco, convenía admirablemente a sus proyectos, a causa de su posición y su fertilidad. Determinose por muchas consideraciones a permanecer en él largo tiempo: ocupábale constantemente su plan favorito de terminarlo todo por medio de un convenio amistoso, y no perdía la esperanza de lograrlo. Estaba resuelto a probar una nueva tentativa con Pizarro antes de aventurar el éxito de una batalla; por otra parte, y aunque sus tropas manifestaban estar animadas de un gran celo y de las más favorables disposiciones, no podía menos de reconocer que no bastan la adhesión y el valor para alcanzar la victoria, que se necesitaban además la disciplina y los hábitos militares, y que su ejército carecía de estas cualidades. Compuesto en su mayor parte de jóvenes voluntarios y de hombres poco avezados al oficio de las armas, su hueste, aunque conducida por oficiales distinguidos, parecía muy inferior a la de Gonzalo, que se componía de lo más escogido de los veteranos del Perú. Así pues el primer cuidado del presidente fue ejercitar a sus soldados en las maniobras militares, a cuyo efecto se detuvo dos meses en Jauja.
En cuanto Pedro de Valdivia, gobernador de —240→ Chile, recibió la noticia de la llegada de La Gasca y de la rebelión de Pizarro, apresurose a prestar su auxilio a la causa real, y llegó por aquellos días con un refuerzo considerable. Su presencia en el campo fue utilísima, puesto que sirvió para disipar los temores que habían nacido en el corazón de los soldados, y que empezaba a desanimarlos, sobre todo después de la desastrosa batalla de Huarina. Los que habían escapado a la matanza de aquella jornada pintaban con tan exagerados colores el valor y la fortuna de Pizarro, y las hazañas de Carvajal, que estos dos nombres habían llegado a ser un objeto de terror para los soldados; mas la llegada de Valdivia logró prevenir los malos efectos que semejante impresión hubiera acabado por producir. La Gasca dio diferentes fiestas militares con el objeto aparente de celebrar la llegada de aquel caudillo, pero en realidad para ocupar a los suyos y no dejarlos en una fatal inacción.
Orgulloso Gonzalo Pizarro con el resultado de la batalla de Huarina, se hallaba poco dispuesto a dar oídos a proposiciones de paz. Mirábase casi como invencible, y hasta tal punto le embriagaba esta ilusión, que no cuidaba de escuchar los consejos de aquellos a quienes mostraba antes más deferencia y respeto. Cepeda, que hasta allí ejerciera sobre él tan grande influencia, no tenía ya ninguna: después de la victoria de Huarina mostrábase tan celoso partidario —241→ de la paz, cual lo había sido de la resistencia. Según él las circunstancias eran las más a propósito para entablar negociaciones: la actitud de Pizarro, decía, no podía dar lugar a que se sospechase que cedía al temor al pedir una avenencia, y como por otra parte La Gasca la deseaba ardientemente, podría aquel obtener condiciones que pusiesen su honor a cubierto, y le asegurasen el goce de su fortuna.
El gobernador no hizo el menor caso de las observaciones de Cepeda. Tampoco fue Carvajal más afortunado en las suyas. Este viejo guerrero hallábase también muy dispuesto a escuchar proposiciones de acomodamiento. Esta opinión, que tan en oposición parecía estar con los hábitos de toda su vida y con su carácter, puede explicarse fácilmente. Carvajal, partidario al principio de las medidas más enérgicas, había acabado por reconocer que Pizarro no era a propósito para dirigir la importante y difícil empresa en que se hallaban empeñados. Al desembarcar La Gasca en el Perú había aconsejado la sumisión, porque no veía en Pizarro los talentos y la resolución necesarios para oponer la fuerza abierta a las voluntades de su soberano. Gonzalo, aunque dotado de una intrepidez extraordinaria, carecía de valor político. En rebelión abierta contra su rey, parecía que buscaba engañarse a sí mismo sobre la magnitud de su crimen, y no tenía resolución bastante para arrepentirse —242→ de él, ni suficiente fuerza de alma para despreciar sus remordimientos. Esta disposición de espíritu era un manantial de inminentes peligros, y Carvajal, que lo conocía, deseaba seguir la marcha más prudente. A pesar de la victoria de Huarina el ojo previsor del veterano veía de lejos la tempestad que iba a estallar sobre ellos y que era todavía posible desviar; mas viendo que Pizarro cerraba los oídos a los consejos que sus amigos le daban, cesó de hacerle observaciones, aunque con la firme resolución de permanecer fiel a su fortuna hasta la muerte.
Desde entonces empleó toda su actividad en los medios de hacer con buen éxito una guerra que hubiera querido evitar; aconsejó a Pizarro que licenciase a todos los soldados que habían formado parte de la hueste de Centeno, diciendo que no se podía confiar en hombres manchados con el borrón de una derrota; y que en vez de ser útil a la causa, su presencia en el ejército no podía menos de producir los más perniciosos efectos. A este consejo añadía otro, terrible en verdad, pero cuyas consecuencias, si hubiese sido adoptado, hubieran sido eficacísimas. Carvajal sabía que el ejército de La Gasca se componía en su mayor parte de aventureros licenciados, de marinos y de gente de la hez del pueblo. La mayor parte, aunque inflamados en apariencia de un gran celo por la causa que defendían, estaban muy distantes de obrar —243→ de buena fe, y tan sólo se habían alistado con la esperanza de un rico botín. Marchaban hacia Cuzco con la esperanza de que el pillaje de esta ciudad les proporcionaría tesoros inmensos. A fin de destruir las esperanzas del enemigo, Carvajal aconsejaba a Pizarro que arruinase a Cuzco, que se sacaran todos los objetos preciosos que se pudiesen, y que se quemase lo restante. Aconsejaba también arrebatar todos los ganados y todos los víveres en los sitios por donde debía pasar el enemigo, a fin de que aquellos hombres indisciplinados e incapaces de soportar las privaciones abandonasen sus banderas.
Pizarro, lleno de confianza en su superioridad, no pudo concebir la urgencia de esta medida y la necesidad de recurrir a tan desastroso expediente. Alegó que abandonar a Cuzco, aunque fuese después de haberlo destruido, y retirarse ante el enemigo, era una maniobra indigna de veteranos acostumbrados a la victoria, y que esto sería demostrar una pusilanimidad indigna de su reputación. Sabiendo que La Gasca había levantado su campo y se dirigía hacia Cuzco, Pizarro encargó a Juan de Acosta que defendiese el paso de Apurimal, río que debía aquél atravesar. Acosta llegó demasiado tarde, y regresó a toda prisa; y entonces Gonzalo hizo marchar su ejército a tomar posiciones en Xaquixaguana a cuatro leguas de aquella ciudad.
—244→Esta resolución fue tomada contra el parecer de Carvajal y de los jefes más experimentados que le hicieron presente, que era mejor esperar tranquilamente al enemigo, que fatigar las tropas con una marcha forzada. Pero Gonzalo y sus jóvenes oficiales, que tenían prisa por combatir, despreciaron aquellos consejos, resultando de ello un descontento que no se había desvanecido aun cuando se estaba ya en presencia del enemigo. Pizarro contaba entre sus filas más de trescientos soldados de Centeno, de cuya fidelidad empezaba él mismo a dudar: era empero demasiado tarde para aprovecharse de los consejos de Carvajal.
Los dos ejércitos presentaban un aspecto singular. En el de Pizarro, compuestos de hombres enriquecidos con los despojos del país más opulento de América, todos los oficiales y hasta los soldados iban vestidos de telas de seda y brocado y cubiertos de bordados de oro y de plata: sus caballos, sus armas, sus banderas estaban adornadas con toda la magnificencia militar.
El ejército de La Gasca no era tan brillante, pero ofrecía un golpe de vista no menos singular. Él mismo, acompañado del arzobispo de Lima, de los obispos de Quito y de Cuzco y de un gran número de eclesiásticos, recorría las filas bendiciendo a sus soldados y exhortándolos a que cumpliesen valerosamente con su deber.
—245→Todo hacía esperar al presidente un feliz remate. Hacía algún tiempo que estaba en inteligencia con el astuto Cepeda, quien le había hecho asegurar por su último emisario que si Pizarro se negaba a entrar en acomodamientos, desertaría con una partida considerable de soldados y reconocería su autoridad.
Por sugestión de Cepeda Gonzalo envió dos sacerdotes al presidente para llevarle sus últimas proposiciones, y requerirle que le manifestase la orden original firmada por el rey que le quitaba el gobierno del Perú, diciendo que entonces se sometería pacíficamente; pero que de lo contrario le hacía responsable de todos los desastres que ocasionara el combate que se iba a dar. Los dos emisarios llevaban además una misión secreta: debían procurar seducir algunos antiguos amigos de Pizarro. Instruido el presidente de esos manejos, los hizo arrestar, manifestando sin embargo mucha blandura en su conducta. Respondió a la intimación de Pizarro en los términos más moderados, conjurándole por última vez que depusiese las armas y no se expusiese a ser considerado como traidor y rebelde. Díjole que estaba facultado para conceder el perdón de las pasadas faltas, y que se lo concedería gustoso a él y a todos sus partidarios si prestaban juramento de fidelidad al rey. Añadió que no quedaba a Pizarro el más ligero pretexto para persistir en la culpable conducta —246→ que había seguido, puesto que la revocación de las leyes y de los reglamentos había hecho desaparecer todo motivo de queja en el Perú; concluyendo por instar a Gonzalo a que evitase las espantosas desgracias que iban a caer de una manera tan desastrosa sobre una multitud de sus compañeros, que en vez de ponerse de acuerdo para ayudarse y socorrerse, se disponían a destruirse los unos a los otros.
Este lenguaje lleno de dulzura y de moderación fue acogido por Pizarro con insultante desdén, siendo tal su ceguedad, que encontró las palabras del presidente llenas de arrogancia y no quiso consentir en ningún arreglo. Depúsose por consiguiente toda idea de paz, y los dos ejércitos se prepararon para un combate, que debía ser el último de esta larga lucha.
El 9 de agosto de 1548 al amanecer, Pizarro empezó a formar su hueste en batalla: Carvajal, disgustado de la obstinación del gobernador resignó sus funciones, de cuyo desempeño se encargó Cepeda, y se puso en las filas para combatir como simple oficial. La batalla comenzó por descargas de artillería, que no produjeron ningún efecto. Entonces Cepeda, fingiendo avanzar para hacer un reconocimiento, atravesó el campo de batalla y se pasó al enemigo. La Gasca le esperaba, y le recibió con grandes demostraciones de alegría. Este ejemplo fue tan rápidamente seguido por otros, que se desvanecieron —247→ por fin las ilusiones de Gonzalo. Carvajal, que había previsto lo que estaba pasando, repetía cantando en alta voz:
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En poco tiempo ni rastro
quedó de disciplina, y los soldados empezaron a desbandarse
a pesar de los esfuerzos de Pizarro, los unos lanzando las
armas, los otros huyendo, y pasándose al enemigo los
más. En medio de este contratiempo y viéndose
sin esperanza, Pizarro se volvió a un grupo de oficiales
que le rodeaba: «¿Qué debemos hacer, señores?
exclamó.- Precipitémonos sobre el enemigo,
respondió Juan de Acosta con resolución, y
muramos como los antiguos romanos»
.
Pizarro no tuvo bastante
fuerza de espíritu para seguir el consejo de su antiguo
compañero. «Puesto que mis soldados, replicó
tranquilamente, se pasan al estandarte real, yo seguiré
su ejemplo»
; y acompañado de Juan de Acosta, de Maldonado
y de Guevara, que le fueron fieles hasta el último
momento, se entregó al primer oficial del presidente
que encontró, y fue inmediatamente conducido a su
presencia. Garcilaso de la Vega refiere en estos términos
aquella memorable entrevista, cuyos detalles conocía
por testigos oculares:
Entretanto Carvajal había procurado ponerse en salvo porque sabía que no debía contar con el perdón; y si bien logró, aunque con mucha dificultad, escaparse del campo de batalla, al atravesar un arroyo cuyas orillas eran bastante elevadas, su caballo cayó encima de él. Carvajal, que era muy anciano y gordo, no pudo levantarse, siendo hallado en este estado por varios desertores que formaban parte de su compañía. Aquellos miserables, en vez de socorrer a su jefe, se apoderaron de él con la esperanza de que llevándole al presidente alcanzarían su perdón y una buena recompensa.
La batalla de Xaquixaguana, si es que puede dársele este nombre, fue de tan breve duración, que a las diez de la mañana todo estaba tan tranquilo, cual si nada hubiese pasado; jamás acción más decisiva había costado la vida a menos gente; sólo hubo diez hombres muertos del partido de Pizarro, y uno sólo en el ejército del presidente, y aun ése fue víctima de la imprudencia de uno de sus camaradas. La Gasca envió en seguida dos de sus oficiales a Cuzco para llevar la noticia de su victoria e impedir que los fugitivos pillasen la ciudad, como hubieran podido hacerlo; y luego retirose a su tienda, rodeado de los venerables prelados que formaban su consejo, a fin de resolver la conducta que debía seguirse después de aquella memorable jornada.
—254→
Satisfecho La Gasca de un triunfo que no había
costado sangre, no lo manchó con actos de crueldad:
sin embargo el sosiego del Perú y la necesidad de
un escarmiento exigían el sacrificio de Gonzalo Pizarro
y de algunos de sus principales cómplices. Desde el
día siguiente el oidor Cianca y D. Alfonso de
—255→
Alvarado
recibieron el encargo de instruir el proceso, y como los
cargos de que se les acusaban estaban completamente probados,
fueron condenados a muerte. La conducta de Carvajal durante
el tiempo que medió entre la sentencia y su ejecución
fue en extremo singular, mostrando una ligereza inconcebible
de parte de un hombre de su edad condenado a muerte. Muchas
personas fueron a verle en la cárcel, unos por curiosidad
y otros por interés. Un comerciante le pidió
la restitución de una cantidad considerable de dinero,
haciéndole un cuadro patético de los peligros
que corría su alma en el otro mundo, si dejaba de
pagar sus deudas antes de salir de éste. Carvajal
respondió a esta demanda, dirigida a un hombre que
no podía disponer de un solo real, diciéndole
que tomase la vaina de su espada, que era la única
prenda que le quedaba. A otro que se le presentó con
otra demanda de la misma clase, contestó: que no se
acordaba deber otra deuda, sino medio real a una bodegonera
de la puerta del Arenal de Sevilla. Habiéndole notificado
la sentencia y todo lo que en ella se contenía, dijo
sin alteración ninguna: «¡basta matar!»
. «Después
de medio día, dice Garcilaso de la Vega, el secretario
le envió un confesor, que se lo había pedido
Carvajal, con el cual estuvo confesándose toda la
tarde, que aunque los ministros de la justicia fueron dos
o tres veces a dar priesa
—256→
para ejecutar la sentencia, Carvajal
se detuvo todo lo que pudo, por no salir de día, sino
de noche. Mas no pudo alcanzar su deseo, porque al oidor
Cianca, y al maese de campo Alonso de Alvarado, que eran
los jueces, se les hacían días y semanas los
momentos. Al fin salió, y a la puerta de la tienda
lo metieron en una petaca en lugar de serón y lo cosieron,
que no le quedó fuera más de la cabeza, y ataron
el serón a dos acémilas, para que lo llevasen
arrastrando. A dos o tres pasos, los primeros que las acémilas
dieron, dio Carvajal con el rostro en el suelo; y alzando
la cabeza como pudo, dijo a los que estaban en derredor:
señores, miren vuesas mercedes que soy cristiano.
Aún no lo había acabado de decir, cuando lo
tenían en brazos levantado del suelo más de
treinta soldados principales de los de Diego Centeno. A uno
de ellos en particular le oí decir en este paso, que
cuando arremetió a tomar el serón pensaba que
era de los primeros, y cuando llegó a meter el brazo
debajo de él, lo halló todo ocupado, y asió
de uno de los brazos que habían llegado antes; y que
así lo llevaron en peso hasta el pie de la horca que
le tenían hecha. Y que por el camino iba rezando latín;
y que por no entender este soldado latín, no sabía
lo que rezaba; y que dos clérigos sacerdotes que iban
con él le decían de cuando en cuando: encomiéndese
vuesa merced a Dios. Carvajal respondió: así
lo
—257→
hago, Señor, y no decía otra palabra. De
esta manera llegaron al lugar donde lo ahorcaron, y él
recibió la muerte con toda humildad, sin hablar palabra
ni hacer ademán alguno»
.
Carvajal tenía entonces ochenta y cuatro años de edad. Su larga carrera había sido consagrada a la profesión de las armas, habiendo adquirido un grande conocimiento en el arte de la guerra. Había servido en Italia a las órdenes del Gran Capitán, habiéndose hallado en la batalla de Pavía, donde fue hecho prisionero el rey Francisco I, y en el saco de Roma, al mando del condestable de Borbón. Militó después en México de donde pasó al Perú, siendo de los más famosos y experimentados guerreros que habían pasado a las Indias. Empañó sin embargo esas cualidades con la ferocidad de su carácter; puesto que condenó a muchos a muerte por las faltas más leves, y no pocas veces con un pretexto cualquiera, si es que creía necesario un escarmiento. En lo que atañía a la disciplina militar, llegaba a tal punto la severidad, que había logrado que le temiesen aquellos aventureros acostumbrados a la insubordinación y a la licencia. Su nombre llegó pues a ser un objeto de terror, y si bien su severidad tuvo ventajosos resultados para el ejército en cuanto restableció la disciplina, fue sin embargo causa de muchas deserciones, y su muerte no fue de nadie sentida.
—258→Carvajal no ofrecía en
su exterior nada de notable. «Era, dice Zárate, hombre
de mediana estatura, muy grueso y colorado, diestro en las
cosas de la guerra por el grande uso que de ella tenía.
Fue mayor sufridor de trabajos que requería su edad,
porque a maravilla se quitaba las armas de día ni
de noche, y cuando era necesario tampoco se acostaba ni dormía
más de cuanto recostado en una silla se le cansaba
la mano en que arrimaba la cabeza. Fue muy amigo del vino;
tanto que cuando no hallaba de lo de Castilla bebía
aquel brebaje de los indios más que ningún
otro español que se haya visto. Fue muy cruel de condición,
mató mucha gente por causas livianas, y algunos sin
ninguna culpa, salvo por parecerle que convenía así
para conservación de la disciplina militar, y a los
que mataba era sin tener de ellos ninguna piedad, antes diciéndoles
donaires y cosas de burla, mostrándose con ellos muy
bien criado y comedido, en forma de irrisión o escarnio.
Fue muy mal cristiano, y así lo mostraba de obra y
de palabra. Era muy codicioso y robó las haciendas
a muchos, tanto que poniéndoles en estrecho de muerte
les rescataba las vidas»
.
Los principales partidarios de Gonzalo Pizarro sufrieron la misma muerte que Carvajal, siendo víctimas de las circunstancias y de la necesidad, porque el presidente juzgó, y con razón, que unos hombres que habían desempeñado —259→ un papel tan activo en la rebelión, no debían ser tratados con la misma indulgencia que rebeldes menos peligrosos y de una clase inferior. Las cabezas de Acosta y de Maldonado fueron expuestas en jaulas de hierro en la plaza pública de Cuzco, y las de otros oficiales enviadas a diferentes ciudades del reino.
He aquí cómo refiere la muerte de Pizarro Garcilaso de la Vega:
Después que quedaron sosegadas las agitaciones del Perú, todos los principales habitantes hicieron celebrar, cada cual en su ciudad, muchas misas por el alma de Gonzalo Pizarro, ya porque las había él pedido por caridad, ya para corresponder a la obligación en que con él estaban, por haber muerto en su común defensa.
Al licenciado Cepeda, que había sido tan culpable por lo menos como Pizarro y Carvajal, se le perdonó la vida a causa del servicio que había prestado al partido real desertando en un —265→ momento tan crítico; pero su traición no podía ni atraerle el respeto, ni alcanzarle el honor de una recompensa. Cepeda se había distinguido durante toda su vida por un olvido tal de todos los principios, que su memoria debe ser objeto del más infamante desprecio. Comenzó por hacer traición al virrey Núñez Vela, habiendo contribuido con su influencia y sus esfuerzos a la rebelión de la Audiencia y a las agitaciones que vinieron en pos de ella. Luego entró en negociaciones con Gonzalo Pizarro, haciendo a su vez traición a sus colegas. Después de haber obtenido la confianza de éste y sido elevado a uno de los puestos más eminentes de su gobierno, acabó también por serle traidor para pasarse al partido de La Gasca, a quien había él mismo condenado a muerte poco tiempo antes. Semejante hombre no era tan sólo despreciable; era también peligroso: así que fue enviado preso a España donde acabó miserablemente sus días en el cautiverio.
Tal fue la suerte de los principales compañeros de Gonzalo Pizarro. Al contemplar este cuadro de turbaciones, de excesos de toda especie, de desastres y de suplicios el ánimo se siente sobrecogido de horror a la vez que de admiración. La historia del descubrimiento y de la conquista del Perú, se distingue por un número de violencias mucho mayor que el que pueden registrar en sus páginas los anales de —266→ las demás comarcas del Nuevo Mundo: parte empero de la admiración por tales acontecimientos causada, desaparece al examinar las causas que los produjeron; y esto es lo que ha hecho Robertson en el enérgico pasaje que copiamos en su totalidad.
«Si bien los primeros españoles que invadieron el Perú eran hombres de las últimas clases de la sociedad, y aventureros sin fortuna la mayor parte de los que más adelante se unieron a ellos, sin embargo, en todas las partidas de tropa conducidas por los diferentes jefes que se disputaban el mando, no se hallaba un solo hombre que sirviese por la paga. Todo aventurero se consideraba a sí mismo como conquistador, y con derecho por sus servicios a un establecimiento en el país por su valor conquistado. En las querellas entre los jefes cada uno obraba según su propio juicio o sus afecciones, miraba a su general como a su compañero de fortuna, y hubiera creído degradarse recibiendo un sueldo a guisa de mercenario. La mayor parte de sus jefes debía su elevación a su valor y a sus talentos, no a su cuna; y cada uno de sus compañeros de guerra esperaba abrirse por los mismos medios un camino a la riqueza y al poder. Mas para levantar esas tropas que servían sin paga necesitábanse gastos inmensos. Entre hombres acostumbrados a repartirse los despojos —267→ de un país tan rico, la sed de riquezas era de cada día más ardiente a proporción de que crecía la esperanza del triunfo. Como todos tendían al mismo objeto y hallábanse dominados por la misma pasión, no había más que un medio de ganar a esos hombres y de adherírselos fuertemente. Los oficiales que tenían un nombre conocido e influencia, además de la promesa de grandes establecimientos, recibían considerables sumas del jefe con quien se alistaban. A Gonzalo Pizarro le costó quinientos mil pesos levantar una hueste de mil hombres, y La Gasca gastó novecientos mil para formar el ejército que condujo contra los rebeldes. Las concesiones de tierras y de indios que se hacía a los vencedores como una recompensa después de la victoria, eran más exorbitantes todavía. Cepeda, por la habilidad y perfidia que había empleado en persuadir a los oidores de la real Audiencia que sancionasen la usurpación de Pizarro, obtuvo una concesión que le valía cincuenta mil pesos de renta al año. Hinojosa, que fue de los primeros en apartarse de Gonzalo y entregó a su enemigo la flota que decidió del destino del Perú, obtuvo una renta de doscientos mil pesos; y al mismo tiempo que se premiaba a los principales oficiales con una magnificencia más que regia, se recompensaba en igual proporción a los simples soldados. —268→Unos cambios tan rápidos de fortuna producían los efectos que era de esperar, y engendraban nuevas necesidades y deseos nuevos. Aquellos veteranos acostumbrados a las mayores fatigas, adquirían durante las temporadas de ocio todos los hábitos de la profesión, y se abandonaban a los excesos todos de la licencia militar. Los unos se entregaban a la más vergonzosa relajación; los otros se daban a un lujo el más dispendioso. El último soldado del Perú se hubiera creído degradado caminando a pie, y a pesar del precio exorbitante a que se vendían los caballos en América, todos en aquella época querían tener uno antes de ponerse en campaña. Mas aunque se habían vuelto menos que antes capaces de sobrellevar las fatigas del servicio, despreciaban con la misma intrepidez los peligros y la muerte, y, animados por la esperanza de nuevas recompensas, no dejaban nunca en un día de batalla de desplegar todo su antiguo valor. A la par de su intrepidez conservaban su primera ferocidad. En ningún país se ha hecho la guerra civil con el furor que en el Perú. A las pasiones que hacen atroces las querellas entre conciudadanos añadíase allí la de la avaricia, la cual daba a sus enemistades más encono y duración. Como la muerte de un enemigo llevaba consigo la confiscación de sus bienes, —269→ no se daba cuartel en los combates. Después de la victoria todo hombre opulento hallábase expuesto a las acusaciones y a los castigos. Pizarro condenó a muerte por las más ligeras sospechas a muchos de los más ricos habitantes del Perú, y Carvajal hizo morir mayor número sin buscar siquiera un pretexto para justificar su crueldad. Perecieron casi tantos hombres a manos del verdugo como en los campos de batalla, y casi todos fueron sentenciados sin formación de proceso7. La violencia con que los partidos opuestos se despedazaban no iba acompañada, como acontece de ordinario, de la fidelidad y la adhesión hacia aquellos con quienes se combatía; los lazos formados por el honor, que son tenidos como sagrados por los soldados, y la lealtad que domina en el carácter español tanto como en el de ninguna otra nación, estaban igualmente olvidados: hacíase la traición sin vergüenza y sin remordimientos. Durante aquellas disensiones apenas hubo en el Perú un solo español que no abandonase el partido que había primero abrazado y que no violase todos sus compromisos. El virrey Núñez Vela fue derribado —270→ por la traición de Cepeda y de los otros oidores de la Audiencia real, que sin embargo estaban obligados, por el deber de su destino, a sostener su autoridad. Los instigadores principales y los cómplices de la sublevación de Gonzalo Pizarro fueron los primeros en abandonarle y en someterse a sus enemigos. La flota fue entregada a La Gasca por el hombre que había elegido entre todos sus capitanes para confiarle este mando importante. En la jornada que decidió de su suerte viose a veteranos lanzar sus armas a la vista del enemigo, y abandonar a un jefe que les había conducido tantas veces a la victoria. La historia ofrece pocos ejemplos de un desprecio tan general y tan poco disimulado de los principios del honor, y de las obligaciones que ligan a los hombres entre sí y que constituyen la unión social. Encuéntranse tan sólo tales costumbres en gentes que habitan países apartados del centro de la autoridad, donde sólo débilmente se siente la fuerza de las leyes y del orden, donde la esperanza del lucro no reconoce límites; donde en fin riquezas inmensas pueden hacer olvidar los crímenes por cuyo medio han sido adquiridas. Sólo en semejantes circunstancias es posible encontrar tanta inconstancia, avidez, perfidia y corrupción cual se ve en los conquistadores del Perú». |
Aquí termina, propiamente hablando, la historia de la conquista de esta parte del Nuevo —271→ Mundo. Para completarla sin embargo conviene decir en pocas páginas cuál fue la conducta del presidente La Gasca, que fue el que tuvo la gloria de pacificar tan hermoso país.
Después de la muerte de Pizarro los descontentos depusieron en todas partes las armas, y se sometieron sin dificultad al gobierno del presidente. Éste sabía no obstante que existían aún muchos obstáculos para el completo restablecimiento de la tranquilidad; pues estaba muy distante de lisonjearse que unos aventureros violentos, audaces y sin principios, mal avenidos con la obediencia y acostumbrados al desorden, habían de cambiar repentinamente de carácter y convertirse de una vez en súbditos prudentes y sumisos.
A fin de impedir a los aventureros que provocasen nuevas asonadas, empleó un medio que había producido siempre buen efecto, y fue tenerlos constantemente ocupados. Volvió a enviar a Pedro de Valdivia a su gobierno de Chile, para que prosiguiese su conquista, y confió a Diego Centeno una empresa no menos importante, la de reconocer las inmensas regiones situadas a las orillas del río de la Plata. La nombradía de estos dos jefes, la esperanza de adquirir riquezas, y la idea de no estar sometidos a una disciplina severa movieron a todos los aventureros pobres a alistarse en una u otra de aquellas dos expediciones. De esta suerte —272→ La Gasca se encontró desembarazado de aquellos atrevidos soldados, que eran para él una continua causa de inquietudes.
Entonces pudo entregarse a una operación mucho más difícil y delicada, cual era la de los repartimientos de las tierras de los indios, que era preciso distribuir entre los vencedores. La muerte o la fuga de los partidarios de Pizarro y la confiscación de sus bienes habían puesto a disposición del presidente más de dos millones de pesos de renta anual. Por grandes que fuesen estas riquezas y por más que La Gasca manifestase un desinterés inaudito, no reservándose nada para él, los pretendientes eran tan numerosos y tan altas las demandas, que parecía imposible satisfacer el amor propio o la codicia de todos.
Para desembarazarse de pretendientes y a fin de poder con más detenimiento examinar la justicia de las diversas solicitudes y satisfacerlas con imparcialidad, el presidente acompañado del arzobispo de Lima y de un solo secretario, se retiró a una aldea, a doce millas de Cuzco. En aquel retiro pasó tres meses, y después de haber hecho su trabajo a paciencia y conciencia suyas, partió para Lima mandando que no se publicase su decreto de repartición hasta algunos días después de su partida, a fin de evitar reclamaciones.
Sucedió en efecto lo que había previsto; la —273→ publicación del decreto (24 agosto de 1548) excitó el descontento general. La vanidad, la avaricia, la envidia, cuantas pasiones obran con más vehemencia en el corazón del hombre al ponerse en juego su honor y su interés, todo concurrió a aumentar su explosión: ésta estalló en su consecuencia con todo el furor de la insolencia militar. La Gasca fue blanco de la calumnia, de las amenazas y de las maldiciones: acusósele de ingratitud, de parcialidad y de injusticia. Entre soldados siempre dispuestos a llegar a las manos, tales quejas no podían menos de convertirse en actos de violencia. Renació la costumbre tan común en el Perú de acudir a la sedición y a la revuelta, y los más atrevidos empezaron a buscar un jefe en torno del cual pudiesen agruparse, a fin de obtener por la fuerza de las armas el enderezamiento de lo que llamaban ellos sus agravios.
Afortunadamente La Gasca estaba dotado de una firmeza a toda prueba, y se distinguía por su actividad tanto como por su prudencia. No dejó pasar un instante sin aplicar remedio al mal: la ejecución de un soldado turbulento y el destierro de otros tres restablecieron por el momento la tranquilidad en Cuzco.
El presidente consideró sin embargo que el fuego, más que apagado, estaba tan sólo cubierto, y por lo tanto trabajó con la mayor asiduidad en ablandar a los descontentos, dando a los —274→ unos gratificaciones considerables, a otros prometiéndoles repartimientos cuando los hubiese vacantes, acariciándolos y halagándolos a todos. Mas a fin de establecer la tranquilidad pública sobre más sólidas bases, se ocupó en robustecer la autoridad de sus futuros sucesores, organizando una administración regular en todas las partes del imperio.
Introdujo el orden y la sencillez en la percepción de las rentas reales; hizo reglamentos sobre el tratamiento de los indios para ponerlos a cubierto de la opresión, y hacerlos instruir en los principios de nuestra santa religión, sin privar a los españoles del beneficio que pudiesen sacar de sus trabajos.
Después de haber tan gloriosamente desempeñado su misión, La Gasca sintió deseos de volver a su país natal. Su edad, sus enfermedades y los penosos trabajos a que se había entregado le hacían necesario el reposo. En su consecuencia confió el gobierno del Perú a la real Audiencia, y partió para España el 1.º de febrero de 1550. Traía un millón trescientos mil pesos, que ahorró con su economía y buena administración, después de haber atendido largamente a los inmensos gastos que había tenido que hacer para el logro de su cometido; y esta suma fue entregada por entero al real tesoro.
FIN