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ArribaAbajo Libro tercero


ArribaAbajoCapítulo I

Entra don Bruno de Zavala en la capital del Paraguay, nombra nuevo gobernador de aquella provincia, saca de la prisión a don Diego de los Reyes, desagravia a los perseguidos por don José de Antequera, y dejando en aparente paz la provincia, se restituye a su gobernación de Buenos Aires.


1. Imposible hubiera sido a don José de Antequera en las circunstancias, impedir la entrada a la provincia y capital del Paraguay a don Bruno Mauricio de Zabala, según las medidas que se habían tomado; pero no obstante es innegable, que su presencia y sus artes, hubieran servido de algún embarazo y no se hubiera todo allanado tan fácilmente como se allanó después de su fuga. Huido pues del Paraguay, se dio prontamente aviso como dijimos a don Bruno, despachándole un expreso, con el cual le escribió también el Obispo, que dentro de cuatro días, a nueve de aquel mes de marzo, pasaría con los diputados a cumplimentar a su señoría, y le expresaría de palabra el estado de la provincia, hallándole como suponía en el pueblo de San Ignacio, del cargo de la Compañía. No había llegado aún don Bruno a dicha reducción, porque la inundación de las aguas y creciente extraordinaria del río Paraná había retardado las marchas, y obligado a detenerse en la ciudad de las Corrientes, de donde al fin salió, sin permitir que los doscientos españoles que había mandado alistar pasasen el Paraná, sino que sólo quedasen prevenidos para acudir cuando fuesen llamados, si se reconociese ser necesarios.

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2. Por esta demora se echó de ver no sería posible se condujese don Bruno a la Asunción para la Semana Santa; conque siendo forzoso asistiese en ese tiempo su ilustrísima en la catedral para la consagración de olios y otras sagradas funciones de aquellos días, repitió nuevo expreso rogando a don Bruno se sirviese detenerse en la reducción de San Ignacio, para donde se pondría en camino el día mismo de Pascua, después de celebrar la misa pontifical. Respondió su señoría conviniendo gustoso en todo, y proponiendo algunas dudas sobre cosas, que como prudente y experto militar, con gravísimos fundamentos recelaba; que a la verdad no se podía dar paso sin desconfianza, ni sobraba precaución alguna, y más cuando se le repetían los avisos, de que había dejado Antequera dispuesto, que en sentando el pie en la provincia, le atacasen y prendiesen, o matasen con cuantos soldados llevaba de guardia, si no se pudiese otra cosa.

3. Satisfizo prontamente su ilustrísima a las dudas propuestas, y al tiempo aplazado estuvo puntual en el pueblo de San Ignacio, donde comunicando ambos muy despacio e informado don Bruno de todos los últimos incidentes le aseguró el Prelado se hallaba con certidumbre de que se le daría rendida obediencia en la provincia, porque a ser de otra manera no se atrevería a exponer el respeto del Rey nuestro señor, el del Virrey y sus armas, y el honor de su señoría, a que padeciera el más mínimo desaire.

4. Replicó sin embargo don Bruno que si las esperanzas de su ilustrísima no saliesen ciertas, por el maligno influjo de algunos antequeristas, «e iba a aventurar muchísimo en no entrar con todo el grueso de la gente (habla don Bruno en su carta de 29 de octubre, que cité arriba) y que no tendría disculpa, si me sorprendían, hallándose aquellos naturales dispuestos a todo, como no se dudaba, y que lo más seguro me sería entrar con la fuerza, pues de esta manera estaba cierto de castigarlos, si me daban motivo. A este dictamen se me opuso, ponderándome, que cuando consiguiese el fin, como podía disculparme de haber arruinado una provincia obediente al Rey y a mis órdenes, cuyo caso sería inevitable, y que para mayor seguridad, me pedía con las más vivas expresiones, no entrase en aquella ciudad mi destacamento y pasase con sola una corta guardia, en lo que no convine, y con todo él y dos cañones y cantidad de armas y municiones, entré en el Paraguay». Hasta aquí don Bruno, a quien en todo este camino fue acompañando el Obispo.

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5. Pasado pues el río Tebicuarí con el tren expresado, hallaron a veinticinco leguas de la ciudad dos regidores, que habían salido a cumplimentar, de orden de su Cabildo, a don Bruno, y ratificar con rendidas expresiones su obediencia. Y aunque no faltaban continuos avisos; que intentaban persuadir la doblez de ánimo con que los paraguayos procedían, estuvo tan constante la magnanimidad de don Bruno, que, si bien siempre caminaba con la gente dispuesta con vanguardia y retaguardia, según militar disciplina, jamás dejó asomarse al semblante el menor movimiento que indicase recelo. Llegados a la granja de Paraguary salieron otros dos regidores, don Juan Caballero de Añasco y don Martín de Chavarri, con el alférez real don Dionisio de Otazu y el fiel ejecutor don Andrés Benítez (que estos dos últimos estaban depuestos de sus empleos por Antequera), y como los cuatro fueron siempre leales y opuestos a los antequeristas, no les pesó de ver el tren con que marchaba don Bruno, ni le juzgaron ocioso, como porfiaban todavía los dos regidores antecedentes.

6. Marchose sin novedad alguna hasta el valle de Capiatá, distante seis leguas de la ciudad, en donde esperaban los dos canónigos don Alonso Delgadillo y don Juan González Melgarejo, los curas de la ciudad y el clero, cuando sin pensar se recibió una noticia que hubiera podido alterar la quietud, a no intervenir el Obispo, porque a las cinco de la tarde llegó aviso de una persona fidedigna participando como Ramón de las Llanas, alcalde de primer voto, y el que quedó con el bastón de gobernador, tenía convocados seiscientos hombres armados con el especioso pretexto de que acompañasen a don Bruno en la marcha, pero con designio diverso. Pareciole a su ilustrísima no ser despreciable la noticia, y aunque era tarde y estaba actualmente lloviendo, dejando el coche montó a caballo acompañado de los dos canónigos, dejando prevenido avisaría de cualquier novedad si la hubiese, para que se ocurriese al reparo.

7. A las dos leguas de camino, siendo ya de noche, encontró su ilustrísima un soldado que preguntado en la obscuridad quién era, y adónde iba, respondió que en busca de su obispo por orden de su general (que así titulaban aquellos ignorantes al sucesor que les había dejado Antequera), que quedaba en la granja del canónigo Delgadillo. Diole orden su ilustrísima de que revolviese luego y diese noticia a su general de que a aquellas horas, sin reparar en la incomodidad   —318→   de la lluvia, pasaban a verse con él el Obispo y sus canónigos. Llegaron a dicha granja, donde estaban los dos alcaldes y la gente repartida en cuarteles, y habiéndose desocupado de la admiración que les ocasionó tan intempestiva visita, despejada la gente y quedando solos, hizo el obispo cargo al alcalde Llanas de haber convocado aquel numeroso trozo de milicia; a que satisfizo diciendo haberlo hecho por obsequiar a don Bruno.

8. Replicole su ilustrísima que si lo había hecho por ese fin, para qué era tanto número de gente, cuando el estilo recibido había sido siempre salir con solos cien hombres a cortejar a los demás gobernadores. Quiso excusarse con decir que por el especial carácter de ser don Bruno, comisario plenipotenciario del señor Virrey, había usado aquella particularidad. Mas como su ilustrísima le apretase con que esa particularidad era en las circunstancias imprudencia, y causaba sospechas, pues a haber creído de cierto don Bruno venía con tanta gente, hubiera puesto en orden de guerra la suya, y con otra, que estaba alistada, entraría espada en mano, sin perdonar a ninguno, y quedaran infamados de traidores, vino por fin turbado y confuso a confesar la verdad, diciendo había hecho convocar aquellos seiscientos hombres para que asistiesen siempre en la ciudad, en cuanto se mantuviese en ella don Bruno, por el recelo en que se hallaban las mujeres de no padecer algún agravio de los soldados del destacamento.

9. Reprendiole el prudente prelado de ligereza, y el poco conocimiento del respeto y honor que se debe a las armas del Rey, y que el juntar seiscientos hombres manifestaba ánimo de intentar defensa; por tanto, se despidiesen luego que amaneciese, para que fuesen a la labor de sus haciendas, y cuidado del sustento de sus hijos. Ofreciose entonces Llanas a pasar a aquellas horas, si era gusto de su ilustrísima, con seis soldados a ponerse en manos de don Bruno para que el Prelado quedase seguro de su fidelidad, y de que sólo ejecutaría lo que le mandase. Respondiósele no ser aquella hora competente y que a la mañana pasarían todos juntos. Escribió al punto su ilustrísima, por sacar de cuidado a don Bruno, cómo había encontrado en aquella granja a los dos alcaldes, que habían salido de la ciudad por besar la mano a su señoría en Capiatá, y no lo habían podido conseguir con la tempestuosa lluvia de aquella tarde, y que siendo costumbre de la provincia salir a recibir al Gobernador con   —319→   cien soldados, el Alcalde había convocado más crecido el número, para que fuese más reverente el culto por el carácter de su persona, y que habiendo querido él mismo pasar a aquellas horas a poner en manos de su señoría el bastón, no se lo había permitido; pero que a la mañana pasarían todos a repetir el gusto de su vista.

10. Cumpliéronlo puntualmente y habiendo caminado el Obispo como una legua, hizo a toda aquella gente del Alcalde una exhortación sobre el gran respeto, veneración y rendimiento con que todos, desde el mayor al menor, debían esmerarse en la sumisión a don Bruno, por traer la plenipotencia del Virrey. Dispuso luego que el Sargento Mayor con seis soldados pasase a pedir licencia para que en avistando el coche se hiciese reverente salva; que con toda esa delicadeza era forzoso proceder, porque no hubiese ocasión de algún alboroto. Oída la exhortación aclamaron todos en confusa pero alegre vocería: ¡Viva el Rey nuestro señor! ¡Viva el señor Virrey! ¡Vivan nuestro señor Obispo y el señor don Bruno! ¡Vivan, vivan!

11. Luego que se avistaron con don Bruno llegó Ramón de las Llanas a rendirle el bastón en concurso de las primeras personas de la ciudad que habían acudido, y con la misma sumisión pusieron en su mano los cabos de la milicia sus insignias militares, rindiéndole obediencia, y su señoría con gravedad afable les mandó las retuviesen. Con esto se despidieron los que no parecieron necesarios, licenciándolos para que se volviesen a sus casas. Por la tarde se despidió también el Obispo para adelantarse a disponer en la ciudad la solemnidad del recibimiento que se había de hacer el día siguiente domingo 29 de abril. Convocó, pues, toda la clerecía para que asistiese puntual a esta función en la catedral a las 9 de la mañana, donde convidados acudieron también los tres prelados regulares con sus comunidades.

12. Salió de la ciudad muy temprano todo el Cabildo secular con los vecinos y milicia de la provincia a encontrar a don Bruno, que venía marchando con la milicia muy en orden y muy lucida; y habiéndose encontrado, después de los cortesanos cumplimientos se prosiguió la marcha precedida de atambores, timbales y clarines; seguía a éstos la milicia del Paraguay, luego la del presidio de Buenos Aires dispuesta en orden militar, que todo causaba una gustosa admiración al numeroso concurso de hombres y mujeres que, convidados de la novedad, acudían a registrar lo que nunca habían   —320→   visto. Llegaron en esta forma a la plaza de la catedral, en cuya puerta estaba el Obispo vestido de pontifical, acompañado de todo el gremio eclesiástico y religiones por el reverente respeto que se debía a la persona del Virrey, y a lo ilustre de la persona de su comisario, y todo conducía a infundir estimación en los ánimos de aquellas gentes, que habían desobedecido con insolencia las órdenes antecedentes; que muchas veces en gente de esa calidad persuaden estas exterioridades lo que no pudo la razón, porque perciben mejor lo que entra por los ojos que no lo que penetra por el oído.

13. Al hacer la ceremonia de dar el agua bendita resonó una general salva de artillería y fusilería con aclamación universal al Virrey. Dadas gracias solemnes en el altar mayor con el ordinario del Te Deum laudamus, y desnudándose el Prelado los ornamentos pontificales, salieron de la iglesia con el mismo orden que habían entrado, acompañando su ilustrísima a don Bruno hasta la casa que le tenían dispuesta, aunque con notables repugnancias del modesto Gobernador; pero hubo de ceder, porque a vista de tanto concurso se radicase con estos cortejos el respeto de todos para con quien representaba la persona del Virrey, hasta allí tan desatendida.

14. La misma noche de su entrada a la Asunción deseaba don Bruno, y aún tenía resuelto, sacar de la cárcel a don Diego de los Reyes, que se mantenía preso como le dejó Antequera. Propúsole el Obispo varios inconvenientes en la ejecución tan apresurada, como quien tenía bien pulsados y conocidos los ánimos de los antequeristas; pero a todos satisfacía don Bruno, diciendo quedaba desairado su punto y el respeto del Virrey, si estando él en aquella ciudad, dormía Reyes en la cárcel una noche, ni cedió de su dictamen, hasta que su ilustrísima le representó, que si tal ejecutaba su señoría, creerían los émulos era su ánimo reponerle en el gobierno, de que, según el odio mortal que le profesaban, se podía recelar alguna inquietud sediciosa. Hízole fuerza esta razón a don Bruno, y suspendió su extracción por cuatro días, hasta que estuvo recibido el nuevo gobernador.

15. Al tercer día, que fue después de la solemnidad que por la debida atención al nombre de nuestro Rey y señor celebra aquella iglesia el día de San Felipe y Santiago, llamó don Bruno al alcalde Ramón de las Llanas, y le entregó el original despacho del Virrey, para que le intimase en Cabildo;   —321→   a que todos sus individuos respondieron, reiteraban gustosos la obediencia, que habían consagrado a las órdenes de su señoría desde el día que recibieron la copia autorizada, según constaba por el decreto asentado en los libros del dicho Cabildo, y que así ordenase por escrito o de palabra cuanto fuese servido, pues estaban prontos a obedecerle; pero que ponían en sus manos el último decreto, que había dejado don José de Antequera, conminándolos con las penas, que reconocería en su contexto, con ánimo sólo de que enterado de él quien tenía la plenipotencia del señor Virrey, determinase lo que fuese de justicia, arreglado a las órdenes del Superior Gobierno que traía, las cuales obedecerían con la mayor veneración, sin que en tiempo alguno pudiese pararles perjuicio.

16. Nombró después don Bruno por nuevo gobernador de la provincia, según las facultades que traía del Virrey, a don Martín de Barúa, a quien con ese fin había llevado consigo desde la ciudad de Santa Fe, donde residía. Esta elección creyeron algunos, que no la había consultado don Bruno como debiera, con la necesidad de aquella provincia, sino con su particular afecto, dejando arrastrar su entereza de la pasión nacional tan justamente reprobada en los que gobiernan, y del deseo de acomodar a este paisano, que se hallaba algo alcanzado de caudal, que fue el motivo por el cual según consta de la carta del Arzobispo Virrey, que copiamos en el capítulo VI del libro 1.º, se censuró la elección de don José de Antequera para ese mismo gobierno; y es innegable, que la provincia del Paraguay pedía en las circunstancias sujeto más ajeno de interés y menos necesitado de bienes temporales, para que más libre de dependencias pudiese contener a los que lo necesitasen y no condescendiese en indignidades, como condescendió el nuevo gobernador, y veremos adelante. No me atrevo a culpar la intención de don Bruno, sino creo que se engañó como hombre, pues los sucesos mostraron que no correspondió el electo a la confianza que de él se hizo, ni a las esperanzas que debió concebir el elector para su deliberación.

17. Nombrado ya gobernador, sacó don Bruno de la cárcel a don Diego de los Reyes, pero por dictamen del Obispo que así se lo rogó, le mandó que guardase en su casa reclusión, y no permitiese que le visitasen sus amigos, como se ejecutó; pero aunque Reyes se restituyó en esta forma a su casa, sus bienes existentes quedaron debajo de la confiscación   —322→   hecha por don José de Antequera. En el tiempo que después de salir de la cárcel vivió en el Paraguay, sólo una vez le visitó el Obispo en compañía de don Bruno, a quien rogó también su ilustrísima le precisase a pasar a Santa Fe, después de reparar las fuerzas en su casa, sin permitirle demorar en la ciudad de las Corrientes, por los inconvenientes que podían resultar y se debían precaver, de tal manera que aunque don Bruno no acababa de asentir a eso, por decir era contra la orden del Virrey, que mandaba se repusiese en las Corrientes, donde fue inicua y alevosamente preso, pero su ilustrísima le respondió que, supuesto tenía plena facultad del Virrey, para obrar en todo, como quien tenía la cosa presente, Su Excelencia aprobaría que no le dejase en dicha ciudad por los inconvenientes que de lo contrario resultarían, y en fuerza de este dictamen mandó don Bruno que Reyes pasase a Santa Fe.

18. He querido apuntar de paso estas menudencias e individuar el modo con que el Obispo procedió con don Diego de los Reyes, para que se conozca con cuán poca verdad esparcieron después los del Paraguay, era este prelado parcial de Reyes y de su familia, cuando es constante y notorio todo lo dicho y que desde que puso los pies en la ciudad, procuró estudiosamente no particularizarse con alguno de ambos bandos, por observar la debida indiferencia para ganar los ánimos de todos y poder mediar, y aún si con algunos hizo alguna especialidad, fue con los regidores Urrunaga y Arellano, cabezas principales de la facción opuesta a Reyes, aunque por eso muchos le censuraron; pero miraba su atención a los fines, que manifestó el tiempo, que fueron preservar no se precipitase y perdiese la provincia; siendo así que al mismo tiempo, aunque pasó repetidas veces a echarse a los pies de su ilustrísima, bañada en lágrimas doña Francisca Benítez, mujer de don Diego de los Reyes, a fin de que solicitase con su interposición algún alivio a su marido, salió siempre de su presencia, aunque con palabras consolatorias, pero en efecto sin consuelo alguno, murmurando públicamente de ésta, que llamaban impiedad los que ignoraban el fin de este proceder, que era no hacerse sospechoso a los que entonces podían alterarlo todo, y hacer inútil en lo más importante la piadosa y paternal influencia de su ilustrísima, para que se compusiesen las materias y se serenase aquella República alterada. Pues, ¿en qué ley cabe, quieran los paraguayos hacer a tan justificado príncipe, parcial   —323→   de una familia, a quien no hizo favor particular, sino al parecer disfavores, violentando por el bien común aquel su genio benigno, piadoso y benéfico? No cabe en razón, pero cupo en la malicia de los que quisieran verle defensor de sus desaciertos, y como se opuso constante a ellos, tiraron a manchar el terso esplendor de sus operaciones, haciéndole banderizo y apasionado.

19. Pero volvamos a lo que obró don Bruno en el Paraguay, adonde dio orden se restituyesen los que estaban ausentes de sus casas, por huir las tiranías de Antequera, como se ejecutó; y que se restituyesen a los vecinos leales de la Villarrica los bienes confiscados, por haber salido a auxiliar a don Baltasar García Ros; que los de otros, a quienes se hicieron embargos desde el principio de estos disturbios, y se sacaron sus bienes a rematar en públicas almonedas, no fue tan fácil reintegrarlos, por haber pasado algunos a terceros y aun a cuartos poseedores, y otros haberlos extraído de la provincia a partes muy distantes. Restituyó también su voz y voto en Cabildo al alférez real don Dionisio de Otazu, y al fiel ejecutor don Andrés Benítez, que estaban depuestos de sus oficios por Antequera.

20. Publicó bando para la manifestación de bienes del mismo Antequera, y le coadyuvaron por su parte los prelados regulares respecto de sus comunidades, y el Obispo respecto del clero, y seculares en virtud de exhorto, que en nombre de Su Majestad se les hizo, mandando cada uno a sus súbditos debajo de precepto de santa obediencia y de descomunión mayor, manifestasen los que ocultasen, y se llegaron a apagar candelas; pero se frustraron en gran parte estas diligencias por las inducciones de algunos teólogos antequeristas, que persuadían no obligaban el precepto y la censura, pretendiendo desvanecer su fuerza con varias razones sofísticas discurridas por su depravada malicia para engañar la ignorancia; que de semejantes perniciosas bachillerías es muy ingeniosa inventora una pasión ciega.

21. Quería pasar don Bruno a ejecutar la multa de los cuatro mil pesos en que habían incurrido los regidores inobedientes a los despachos del Virrey Arzobispo; pero suspendió esta resolución por las razones que se verán mejoren la carta con que se interpuso el Obispo, que es del tenor siguiente: «Habiendo conseguido V. S. con el acierto de que habrá dado cuenta a Su Excelencia, y yo tengo puesto en su inteligencia la pacificación de esta provincia en cumplimiento   —324→   de sus órdenes, parece le queda sólo que ejecutar las multas de los cuatro mil pesos de los regidores que se opusieron a los que dio su antecesor el señor Arzobispo Virrey. Y antes que V. S. tome esta determinación, me ha parecido ser de mi obligación, por el ardiente deseo que me asiste de que no haya incidente que pueda en su ausencia alterar la quietud que goza esta provincia, prevenirle lo que V. S. no ignora, y es que los cuatro regidores comprendidos en la referida orden de Su Excelencia son don José de Urrunaga, don Francisco de Rojas, don Juan de Orrego y don Antonio de Orellano, pues los demás por habérsele opuesto, los tenía don José de Antequera suspensos de sus empleos, y los dos alcaldes aunque tienen execrables delitos, no se hallaron en esta referida determinación, y los cuatro referidos regidores, aunque siempre aliados de Antequera, después que recibió este Cabildo el despacho de Su Excelencia, que V. S. remitió de Buenos Aires, fueron los que, constantes en su obedecimiento, evitaron que don José de Antequera no lograse las ideas que, con los dos alcaldes y muchos parciales suyos tenía prevenidas, para oponerse a V. S. y exponer esta provincia a su último precipicio, convencidos de mi persuasión y razones.

22. »Y hallándose hoy en esta ciudad muchos individuos de ella, así eclesiásticos como seculares, en el concepto de que cualquier resolución que hubiesen tomado para mantenerse en su oposición fuera fundada en razón, por lo que suponen suministran los autos que tienen remitidos, no es dudable que sin vista de ellos pudiera cualquiera determinación causar alguna novedad, que con la mala inteligencia con que persuaden al común, pudiera tener malas consecuencias. Y aunque en cualquiera que dimane de Su Excelencia, ninguno con más celo que yo dará el debido cumplimiento, debo añadir a V. S. que, como lo ha experimentado, la moneda de esta tierra se reduce a los frutos de ella, que éstos se recogen a su tiempo, y que no es el presente, por tener en los beneficios de la yerba empleado su caudal cada uno, y cuando se les hallase alguna porción en sus casas, siendo los géneros tan voluminosos, le sería a V. S. imposible el transportarlos, por no haber embarcación para hacerlo por el río, ni disposición de carretas por tierra.

23. »Y siendo los únicos bienes que poseen los referidos   —325→   para satisfacer las multas, y las casas en que habitan, algunas estancias y chacras en estas cercanías, para los embargos unos, y otros se hallarán existentes para lo que por vista de lo que V. S. determinare, y los autos en que están tan afianzados, mande Su Excelencia lo que hallare conveniente según la gravedad de los delitos; que sin recelo de que se deterioren en nada ni puedan expender sus bienes, podrá V. S. por lo que llevo referido, valerse de lo que le previene la piedad de Su Excelencia, en que suspenda la ejecución de dichos embargos y multas, si hallare graves inconvenientes en ella: que no dudo se dará por servido, y mandará lo que fuere de su agrado, empeñando la justicia vindicativa, como que es atributo de Dios, a quien ruego guarde a V. S. felices años.- Casa, y junio 20 de 1725. Muy ilustre señor gobernador don Bruno Mauricio de Zavala.- B. L. M. de V. S., su menor servidor y seguro capellán fray José, obispo del Paraguay».

24. En virtud de esta representación suspendió don Bruno la exacción de las multas, que como su ánimo fue siempre dotado de benignidad, se inclinó fácilmente a la misericordia, en especial que lo contrario le pareció que hubiera podido exasperar mucho los ánimos y perturbar la quietud, que no estaba muy radicada, o por hablar con toda verdad, era muy aparente y superficial, como imperada de sólo el miedo, según demostraron los sucesos; porque todo no fue otra cosa que ocultar las brasas debajo de la ceniza, porque soplando algún viento más recio, se levantase más peligroso incendio, como en efecto sucedió; que en no arrancando de raíz los males, retoñan con mayor fuerza y aun cunden como contagio si no se les aplica un buen cauterio, en especial si son envejecidos, siendo en tales lances la mayor piedad usar el mayor rigor para que de una vez sane el doliente. Pareciole, pues, entonces a don Bruno conveniente la blandura, por las razones alegadas; pero fue realmente perniciosa, porque como no vieron castigo los delincuentes, creció su insolencia, confirmáronse en la mala fe de que no habían obrado desacertados, y se fueron disponiendo para las enormes maldades, que los años siguientes han llorado los celosos. Delitos de esta calidad, si no se curan de raíz, causan más perniciosas resultas.

25. Tampoco procedió don Bruno a algún otro castigo, así porque para esto se requería más tiempo del que le permitían las urgencias de su propio gobierno, como porque   —326→   juzgó exceder esto la esfera de su profesión militar, y requerirse tener a lo menos asesor inteligente (de que carecía), habiendo criado los delincuentes tanta máquina de autos que era forzoso revolver para resolver conforme a derecho; pero bien reconoció su grande comprensión que la composición en que dejaba el Paraguay no subsistiría mucho, como lo insinúa en la citada carta de 29 de octubre de 1725, escrita a Durango, diciendo en su conclusión así: «Vmd. no se canse de tan larga relación, pues el país no suministra otras novedades, y de éstas se pueden esperar muy frecuentes, mientras no pareciere al gobierno que los que mandan son los culpados, y cualquiera maldad e inobediencia no sea sostenida por los tribunales». Hablaba don Bruno como quien estaba enterado de todas estas incidencias, y como quien llegó a penetrar los genios de esta gente, y salió profeta en su pronóstico.

26. Podríase aquí dudar con razón si dio cumplimiento don Bruno a su comisión, dejando la provincia en tan peligroso estado, pues el Virrey le cometió todas sus veces para que obrase, como quien tenía la cosa presente en orden a pacificar aquel gobierno, y reducirle a la debida obediencia, de manera que el remedio de los males fuese subsistente, que esto parece es lo que debe pretender cualquier superior prudente que hace de los subalternos semejante confianza; y no se juzga satisface quien cura, como dicen, sobre falso, porque esa política sanidad es constante, que no puede subsistir al modo que enseña la experiencia en la curación semejante de los males del cuerpo. Sin embargo, pareciole a don Bruno que cumplía con lo que hizo, y que el Superior Gobierno resolvería los castigos que juzgase convenir, pues él como soldado no podría caminar sin riesgo, por tan enmarañado laberinto, como era el de estas enredosas causas, no teniendo el hilo de Ariadne en el consejo de algún letrado docto, ni tiempo para practicar las prolijas diligencias que eran necesarias para tomar resolución.

27. A la verdad, aunque ambas cosas hubiera tenido, no hubiera podido proceder como se requería, porque el poder con que entró al Paraguay era muy débil para contener a los antequeristas, si se coaligasen y se resistiesen, lo que era muy de temer si se removiesen los humores y se viesen amenazadas las cabezas del partido, como sería necesario. Pero en este punto no hallo tan fácilmente excusa a don Bruno, porque el verse reducido a ese extremo fue yerro de su conducta,   —327→   pues tenía a mano suficiente poder para introducirle consigo y hacer respetar sus determinaciones, sin verse precisado a contemplar a los delincuentes, y alzar mano del castigo necesario para restablecer una paz sólida y una obediencia firme. Con todo, cometido aquel primer yerro, fue conveniente seguir el temperamento insinuado, que en tales circunstancias mejor es disimular, pues no se puede intentar con fuerza competente el castigo, porque lo contrario fuera exponer a irrisiones la justicia y poner a los delincuentes en término de despeñarse en el abismo de manifiesta rebelión.

28. Ello finalmente después de poner en debida forma lo que actuó don Bruno jurídicamente en el Paraguay, dio parte de todo al Virrey, para que tomase las resoluciones que le pareciesen más convenientes. Por lo que toca a los paraguayos, procedió tan a satisfacción de ellos en el ejercicio de su comisión, que al salir de la Asunción dos meses después de su demora, prorrumpió toda la ciudad en demostraciones de sentimiento, quejándose de que los dejase tan presto, cuando por su celo, industria y aplicación, gozaban de la paz que tanto tiempo miraron desterrada de su país. ¡Ojalá que ellos la hubieran hecho mejor acogida, sin obligarla a que muy en breve los abandonase!



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ArribaAbajoCapítulo II

Los antequeristas se dan injustamente por ofendidos del obispo del Paraguay por haber defendido la inmunidad eclesiástica y mandando la Real Audiencia de la Plata sea restituida la Compañía a su colegio de la Asunción, suplican de su Real Provisión, y esparcen voz de que los jesuitas se negarán a volver al Paraguay, aunque se lo manden los Tribunales Superiores del Reino; pero la desvanece el padre provincial de esta provincia, ofreciéndoseles pronto a obedecer sus órdenes en ésta y en cualquier otra materia.


1. En la forma referida se efectuó ésta, que llamaron pacificación de la provincia del Paraguay, y esto fue lo que en ese negocio obró el mariscal don Bruno Mauricio de Zabala, a quien se debió en gran parte, aunque no fue menor la que tuvo en todo, el ilustrísimo señor don fray José de Palos, obispo de aquella diócesis, cuyo celo, vigilancia, sabiduría y amor al servicio de Su Majestad, allanó las mayores dificultades y preservó de su ruina a sus ovejas, como lo reconoció y confesó generosamente el mismo don Bruno en aquella carta escrita a Durango, su patria, en 29 de octubre de 1725, que otras veces hemos citado, pues habiendo dicho que la tranquilidad en que había puesto al Paraguay, se debía atribuir a dos motivos, y que el primero era la fuga de Antequera, prosigue así: «... el segundo motivo y más eficaz, fue el de haber llegado el señor Obispo ocho meses antes a su iglesia, y a haber trabajado todo este tiempo con inexplicable fervor, maña y constancia, en reducir los ánimos y formar su partido de los que le hubieran seguido en cualquier lance, y en todo anduvo tan eficaz, que, hallándonos ya cinco leguas de la capital, hubiera vuelto a encenderse la llama, si no la apagara su gran modo con algunos, que todavía respiraban con el espíritu de Antequera».

2. En la misma conformidad escribió el mismo don Bruno a otras personas sus correspondientes, dándoles parte de los sucesos de su jornada, y al padre José de Aguirre, rector de este   —329→   colegio máximo de Córdoba, en la carta citada de 24 de setiembre, le dice: «Al señor obispo del Paraguay le debo las honras, que confesaré siempre con el mayor reconocimiento, como también, que a su ilustrísima se le debe la pacificación de aquella provincia, pues su incesante anhelo y grande celo al bien común, pudo dirigir mis operaciones al mismo fin, sin que me quedase por su acreditada dirección el justo recelo, a que en casos tan irregulares pudiese errar mi corta experiencia, siendo su ilustrísima el que con la mucha que tiene de aquel país, me previno cuanto pudo conducir al servicio del Rey y preservación de él, como lo experimenté en mi ingreso, ejecutando lo que Su Excelencia me tenía mandado, sin que el mayor obstáculo, y al parecer invencible, de marchar hasta la capital y mantenerme en ella con mi destacamento, alterase los ánimos».

3. En el mismo concepto ha vivido el excelentísimo señor marqués de Castel Fuerte, virrey insignísimo (que acaba de ser de estos reinos), quien informado de todos estos sucesos, se dignó dar a su ilustrísima las gracias, en carta de 29 de setiembre de 1725, en la cual entre otras apreciables expresiones, habla así Su Excelencia: «Quedo muy enterado y satisfecho de las pastorales, ajustadas, honradas y leales operaciones; con que V. S. prudente y discretamente dispuso los ánimos de esos vecinos, precaviéndoles su perdición y aplicándoles industriosa y prudentemente, a cuanto pudo conducir para el feliz éxito de este expediente tan importante a la causa pública y real servicio de Su Majestad, en cuya real clemencia y atención pondré estos servicios y operaciones de V. S. para que se digne atenderlas, a que procuraré contribuir cuanto pudiere ser de la mayor satisfacción de V. S. y también estar propicio, para que su dignidad en particular y la inmunidad eclesiástica en común, quede protegida y desagraviada en esa provincia, en conformidad de lo dispuesto por las sanciones canónicas y leyes de Su Majestad».

4. He querido copiar estos testimonios, para que quede convencida la malignidad con que los antequeristas han querido macular las rectísimas operaciones de este ejemplar prelado, divulgando era enemigo de aquella provincia del Paraguay, traidor a la patria, parcial de sus enemigos, y otras injurias semejantes, que no tienen otro origen, sino el no haber podido doblegar su constancia e inclinarle a su devoción en un solo apunto. Hemos visto qué afanes, cuidados,   —330→   desvelos, industrias y sumisiones le costó el que aquella infeliz provincia no llegase a su último precipicio; no dejó diligencia, para mantenerlos en la obediencia del Rey y de sus ministros; vigilante, removió todos los obstáculos de la paz; empeñose piadoso para que ninguno padeciese el castigo, que tenían muchos merecido, y después de todas estas demostraciones de amor paternal, se le correspondió con pretenderle infamar.

5. ¿Y por qué? No por otra causa, sino por haberse empeñado en defender la inmunidad de su Iglesia, y no tanto porque la defendió en otros puntos, cuanto en el de la expulsión de los jesuitas. Ésta es la piedra del escándalo, esto lo que les llega al alma, esto lo que llaman parcialidad con los jesuitas y traidor a la patria, como si no fuera cumplimiento de su obligación pastoral, llegando a enconarse tanto sobre este particular los antequeristas, que no pudiendo negar las heroicas acciones de su ilustrísima, sólo le ponían esta tacha, afirmando no hubiera obispo más celoso y digno de alabanza, si no fuera amigo de la Compañía y enemigo por tanto (como ellos quieren inferir) de aquella provincia. Tuvo todo eso su origen de una Real Provisión de la Real Audiencia de Charcas, que llegó a la Asunción antes de salir don Bruno de aquella ciudad.

6. Escudaban, como dijimos, los antequeristas sus desaciertos con la autoridad de aquel tribunal, inducidos por Antequera a la mala inteligencia de la provisión de 13 de marzo de 1723. Reconoció el Obispo luego que entró a su desencuadernada diócesis, que en todas las ofensas con que en varios puntos halló vulnerada la inmunidad eclesiástica, se ocasionaban de la torcida inteligencia de aquel despacho, y echó también de ver en el estado presente de las cosas, que nada se podría remediar a favor de la Iglesia ofendida si no venía declaración del mismo tribunal, la que solicitó, proponiendo con la sinceridad que se debe al príncipe, cuatro casos, que le daban más cuidado a su celo pastoral por las perniciosas consecuencias, y uno de ellos era la expulsión de los jesuitas de su colegio y de aquella ciudad. Hizo esta representación en carta de 4 de noviembre de 1724, casualidad por cierto reparable que se hiciese y firmase esta diligencia en día de San Carlos Borromeo, acérrimo defensor de la inmunidad eclesiástica y amantísimo protector de nuestra mínima Compañía. Pretendía declarase Su Alteza lo que en estos casos se debía observar, y por sola la relación   —331→   que a tan santo fin hizo, la cual se insertó en la Real Provisión que en fuerza de este informe se despachó como se acostumbra, habiendo llegado al Paraguay, se dieron por ofendidos los antequeristas, aun con estar por otra parte tan beneficiados de su amante prelado, publicando de él, sin temor de Dios, que era sindicador de la provincia, enemigo suyo y parcial de los jesuitas. Según estaban ciegos y apasionados, lo mismo hubieran divulgado de un ángel del cielo, si hubiera hecho la causa de la Compañía de Jesús.

7. Pero sea de esto lo que fuere, lo cierto es que recibida la carta de su ilustrísima en la Real Audiencia, se mandó dar vista al fiscal, que era a la sazón el doctor don Pedro Vázquez de Velasco, oidor hoy en el mismo tribunal, para que pidiese a Su Alteza lo más conveniente. En todos los puntos pidió a su señoría, como tan católico ministro, se reparasen las infracciones de la sagrada inmunidad, desvaneciendo las depravadas inteligencias que se habían dado a la provisión de 13 de marzo de 1723, diciendo eran contrarias a la rectísima mente de Su Alteza, y por lo que mira al destierro de los jesuitas habla así el Fiscal en su pedimento:

8. «En el tercero punto en que participa que, por auto del Gobernador salieron de aquella ciudad los muy religiosos padres de la Compañía de Jesús con el término de tres horas, y que aun habiendo suplicado no fueron oídos, con lo demás que se expresa en dicho punto, responde el Fiscal que estos hechos insólitos y lastimosos aun a la imaginación no han sido participados a Vuestra Alteza ni por el Gobernador, Cabildo secular, ni por la parte de los muy religiosos padres de la Compañía de Jesús; que la primer noticia es la que parece por la carta del reverendo Obispo, pues a haberse deducido por la parte de los muy religiosos padres, hubiera sido la esclarecida Orden de la Compañía de Jesús atendida con todas aquellas respetuosas veneraciones con que siempre Vuestra Alteza la ha acariciado y amado por sus gloriosos méritos y lo útil que es a toda la cristiandad. Y que respecto de referir el dicho reverendo Obispo fueron testigos instrumentales de este doloroso caso don Antonio González de Guzmán y don Juan González Melgarejo, parecía al Fiscal se sirva Vuestra Alteza mandar que el Gobernador y Cabildo de la Asunción den cuenta con autos al Superior Gobierno y a Vuestra Alteza, y se le prevenga a dicho vuestro reverendo Obispo observe lo mismo, esperando de su gran celo y piedad cristiana   —332→   interponga los respetos de toda su dignidad y representación, a fin de que se templen y extingan estas lamentables disensiones, y que coadyuvando la piedad amorosa de los Cabildos eclesiástico y secular y demás vecinos, se logre por tan católicos medios el que tan benemérita y fructuosa religión no desampare su colegio, quedando todos en una universal quietud, tan necesaria al servicio de ambas Majestades, que es la que siempre ha solicitado Vuestra Alteza y el Fiscal, como lo manifiestan sus pedimentos y resoluciones y sin perjuicio de lo que deba pedir cuando se justifiquen estos hechos».

9. Hasta aquí el Fiscal en su pedimento, cuya fecha fue a 21 de febrero de 1725, y en fuerza de él procedió el acuerdo a proveer por decreto de 26 del mismo mes, que todos los vecinos del Paraguay debiesen obedecer las órdenes del Virrey dadas sobre cualquier materia de gobierno, sin aguardar a que se les participasen por la Real Audiencia, pena de diez mil pesos, y de ser tenidos por desleales; y por lo que toca al punto de la expulsión de los jesuitas, proveyeron en auto de 1.º de marzo del mismo año de 1725, lo siguiente:

10. «Y vos el dicho nuestro protector fiscal, y Cabildo, Justicia y Regimiento daréis cuenta con autos a la dicha nuestra Real Audiencia con la mayor aceleración, del escandaloso suceso de la expulsión de los reverendos padres de la Compañía de Jesús de esa ciudad, que refiere en su carta el nuestro reverendo Obispo, y del motivo que tuvisteis para tan irregulares procedimientos y apenas creíbles, actuándolos, sin haber dado antes cuenta a la dicha nuestra Real Audiencia, y al nuestro Virrey de estos reinos por muy urgentes que fuesen las causas para ellos, extrañándose, como se extraña, no hayáis anticipado esta noticia en materia de tanto peso y gravedad, y que debe ser tan sensible para todos y que deja en la más cuidadosa suspensión a la dicha nuestra Real Audiencia, entendiéndose también lo mismo por lo que hace a lo acaecido con los reverendos padres Policarpo Dufo y Antonio de Ribera, pues apenas se encuentra razón que pueda justificar tan atropelladas operaciones, mandando, como os mandamos, con la mayor instancia a vos los referidos nuestro protector fiscal, Cabildo secular, militares y demás vecinos, que todos concurráis a la eficaz solicitud de que dichos reverendos padres se restituyan con la mayor anticipación a su colegio,   —333→   olvidando las aprensiones, que se creen ligeras, que os motivaron a tan no imaginada resolución. Todo lo cual ejecutaréis así cada uno por lo que os toca bajo de la pena arriba impuesta y más la de nuestra merced, y de otros quinientos pesos ensayados para la nuestra Real Cámara. Y para el mejor efecto y cumplimiento de esta nuestra carta y Provisión Real, es nuestra voluntad y merced tenga fuerza y valor de sobrecarta, y como a tal le daréis el debido cumplimiento, precisa e inviolablemente cada uno por vuestra parte pena de la nuestra merced, y de otros un mil pesos ensayados para la nuestra Real Cámara, con apercibimiento que os hacemos, que por cualquiera omisión, negligencia o descuido que tuviéredes en la ejecución de lo aquí mandado, enviaremos personas de esta nuestra Corte a vuestra costa, a que ejecute las dichas penas en nuestras personas y bienes. Y rogamos y encargamos al nuestro reverendo Obispo de esa dicha ciudad, Cabildo eclesiástico, prelados de las religiones y demás personas eclesiásticas concurran por su parte con su mayor esfuerzo y sin abstracción a este mismo fin».

11. Esta real provisión acertó a caer en manos de don José de Antequera hallándose retraído en Córdoba, y como quien había ya perdido el respeto a lo más sagrado tuvo osadía para abrirla y leerla, cerrando después el pliego en que insertó carta suya para los capitulares de su partido, en que se supone les daría instrucción del modo con que habían de portarse en su obedecimiento. Llegó dicha provisión al Paraguay, y hallándose todavía allí (como dijimos) don Bruno, éste, como obraba en virtud de la comisión del Virrey, expedida en 18 de julio de 1724, tiempo antes de la escandalosa expulsión de los jesuitas, no tenía entonces orden particular de Su Excelencia para obrar algo sobre este punto, que no se pudo adivinar en Lima, ni presumir; pero con todo eso, deseando contribuir con su solicitud a que se reparase tan enorme exceso, iba en ánimo de poner de su parte la diligencia posible para hacer volver en su acuerdo a los capitulares, y persuadirles que dando satisfacción a la religión ofendida, solicitasen volviesen los nuestros a su colegio, para hacer menor el delito de su expulsión.

12. En orden a esto escribió desde Buenos Aires en 25 de octubre al padre provincial Luis de la Roca con expreso hasta Santiago del Estero, cuyo colegio estaba visitando, para saber si en caso de pedirlo la ciudad, convendría la   —334→   Compañía en volver a dicho colegio. Respondiole tenía consultado el caso a nuestro Padre General, de quien y del Rey nuestro señor esperaba la determinación; y por esta razón desistió don Bruno de este asunto, y se contentó con disponer que dos jesuitas fuesen a Paraguary a cuidar de la hacienda que allí tiene aquel colegio, y es la finca principal para su manutención. El Obispo, en virtud de la Real Provisión de la Audiencia de la Plata, hizo las diligencias a que le estimularon su celo pastoral y el amor con que ha mirado siempre a la Compañía, sobre que se obedeciese aquel despacho. ¡Cosa rara!, en cuanto perseveró Antequera en el Paraguay, el nombre de la Real Audiencia era para todos el respeto más sagrado, atribuyéndole aún mayor superioridad de la que realmente le compete. Intentó ese sabio Senado volver por el crédito de la Compañía, y luego le negaron aun la que con efecto le pertenece.

13. Al principio redujo el Obispo con sus eficaces persuasiones a los regidores antequeristas, a que obedeciendo la Real Provisión llamasen a los jesuitas a su colegio, y estaban tan firmes en su resolución que se comprometieron en manos de su ilustrísima a efectuarlo. Sintiéronlo vivísimamente el canónigo don Alonso Delgadillo y el cura segundo de la catedral maestro don José Canales, ambos adictísimos al partido de Antequera, y este último consultor universal de los antequeristas, y aquél, sobre su antiguo desafecto nuevamente ofendido con los jesuitas por haberles quitado meses antes la administración de la hacienda de Paraguary, porque disponía en ella como dueño absoluto. Mancomunados, pues, estos eclesiásticos, hicieron el empeño posible por disuadir a los regidores se opusiesen a la restitución de la Compañía, refrescando la memoria de las pasadas calumnias y añadiendo las que de nuevo les sugirió su pasión.

14. Nada obraron en los bien dispuestos ánimos de los cuatro regidores Caballero, Chavarri, Otazu y Benítez, siempre fieles y obedientes; pero con los otros cuatro, Orellano, Orrego, Urrunaga y Rojas, y los dos alcaldes Ramón de las Llanas y Joaquín Ortiz de Zárate pudo tanto la intrépida cavilación de los dichos eclesiásticos sus consejeros, que, faltando feamente al compromiso hecho en el dictamen del Obispo, se resolvieron a suplicar de dicha Real Provisión, hasta que se viesen los autos, en cuya virtud se ejecutó la expulsión sacrílega. Conque siendo el partido más poderoso fue preciso por entonces acomodarse al tiempo;   —335→   bien que con no haber servido para restituir a los jesuitas a su colegio, sirvió a lo menos para que muchos antequeristas, si no todos, perdiesen las esperanzas de que la Audiencia había de patrocinar su causa, ventilando, como ellos creían, con el Virrey el pleito, o competencia de jurisdicción, que fue la especie con que Antequera alucinó a los suyos, y desde entonces empezaron los más a dudar, y muchos a creer que dicho Antequera no volvería más al que llamaba su gobierno.

15. Pero, aunque en fuerza de dicho despacho no se pudo conseguir fuesen restituidos los jesuitas al Paraguay, por haber suplicado de él los antequeristas, con todo eso el Obispo envió copia de esta Real Provisión al dicho Padre Provincial, quien no tenía de ella noticia alguna, como quien poniendo nuestra causa en manos de Dios no había recurrido a alguno de los tribunales, según del pedimento del Fiscal consta por lo tocante al de Chuquisaca, y al del Virrey fue también cierto que ni con una letra se había acudido. No obstante, porque el silencio no se reputase respecto de la Real Audiencia por ingratitud al favor pronto con que Su Alteza había dispensado sus reales órdenes sobre nuestra restitución, sin esperar a que nos tuviese aún la costa de solicitarlos, pareció conveniente al dicho Padre Provincial significar su agradecimiento a tamaño favor, y ratificar su obediencia a las disposiciones de Su Alteza, porque no faltaban ya émulos que por malquistarnos con los tribunales dijesen nos negaríamos a obedecer sus órdenes en esta materia, perdiendo el respeto debido a las insinuaciones del Soberano. Por tanto escribió su reverencia una dilatada carta a la Real Audiencia en 15 de octubre, en que después de expresar su reconocimiento por la provisión mencionada, pasa a significar su prontitud para ejecutar y obedecer sus deliberaciones en esta y en cualquiera otra materia.

16. A su contenido respondió Su Alteza la carta que debe tener siempre presente nuestra gratitud, y por eso la quiero copiar aquí a la letra, que dice así: «Recibió esta Real Audiencia la carta de vuestra reverendísima de 15 de octubre del año pasado, en que acredita con expresiones propias de su discreción la gratitud con que se halla por la provisión expedida sobre el restablecimiento de los religiosísimos padres de la Compañía a su sagrado colegio de la Asunción del Paraguay, de que con tanta congoja de nuestros corazones como obstinación de los que lo practicaron,   —336→   fueron temerariamente expelidos, manifestando su santo celo al paso que la perfidia sus injurias, pues sin embargo de las padecidas en aquella provincia por sus antiguos émulos, y que hoy (sin que le hubiese mellado sus filos el castigo) se hallan renovadas por diabólica sugestión en los actuales, dice vuestra reverendísima estar pronto a su restitución si por esta Real Audiencia o Superior Gobierno se dieren las órdenes necesarias para la seguridad de su decoro, crédito de sus apostólicos ejercicios y que sirvan de eficaz freno a la insolencia de sus contrarios.

17. »Y la consideración de este punto deja tan enternecida la nuestra sobre las justas reflexiones del innato amor que consagramos a tan santa religión, que sólo pudiera tolerarla evitando el dolor de repetirla, y dejándola a la bienadvertida de vuestra reverendísima con la contemplación de cuan mortificados quedarán nuestros afectos, hallándose imposibilitados a hacer lo que con una justificada inexplicable atención quisieran ejecutar; pero habiendo Su Excelencia inhibido con geminada precisión a esta Real Audiencia en dependencias del Paraguay, no le queda arbitrio a nuestro anhelo para complacer a vuestra reverendísima en las providencias que expresa, ni para darle a la siempre ilustre Compañía de Jesús aquella pública y cumplida satisfacción que sabría expedir la entereza de este tribunal para respeto de la justicia e indemnidad de los esplendores debidos a tan sagrada religión por los gloriosos timbres de su doctrina y santidad, asegurando a vuestra reverendísima no sería inferior la compensación de sus agravios a la que se dio por los ministros, que por su dicha lograron en lo antiguo facultad para reponer en su solio lo esclarecido de ese nombre, por ser en los que hoy componen esta Real Audiencia igualmente afectuosa la tierna inclinación con que desean sus mayores progresos, como lo acreditarán siempre que su fortuna les destine arbitrio y ministerio en que actuarla. Pero no dando lugar las presentes circunstancias al logro de este fin por las razones referidas, se tiene remitida la carta de vuestra reverendísima con lo que dijo en su conformidad el señor Oidor, que hace oficio de fiscal, al Superior Gobierno, de donde se esperan las providencias convenientes, que se participarán por esta Real Audiencia a vuestra reverendísima.- Nuestro Señor guarde a vuestra reverendísima muchos   —337→   años.- Plata, y enero 7 de 1726.- Don Francisco Herboso (era el presidente), doctor don Gregorio Núñez de Rojas, doctor don Francisco Sagardia y Palencia, don Ignacio Antonio del Castillo, Manuel Isidro de Mijones y Benavente, don Pedro Vázquez de Velasco.- Reverendísimo padre provincial de la Compañía de Jesús en la provincia de Tucumán».

18. Motivado de las mismas razones por las cuales el Padre Provincial acudió con carta a la Real Audiencia de Charcas, escribió también al Virrey al mismo tiempo, esto es, en 13 de octubre de 1725, agradeciendo la orden que se sabía ya haber librado Su Excelencia para que la Compañía fuese restablecida en su colegio, según avisó el padre rector del colegio de San Pablo de Lima, Antonio Garriga, y se ofrecía en ella gustoso a obedecerle luego que se le intimase, aunque hasta entonces no se le había participado la menor noticia por don Bruno, a cuyas manos se suponía haber llegado aquel despacho, como llegó a las del obispo don fray José de Palos el encargo de Su Excelencia, sobre que por su parte cooperase a allanar cualquier repugnancia que de parte de los jesuitas pudiese haber en volver al Paraguay, diciéndole en la carta de 29 de septiembre de 1725: «Esperando asimismo de que V. S., como lo tengo encargado en mis despachos antecedentes, ampare y persuada a los padres de la Compañía se restituyan a su colegio».

19. Esta cláusula indica bien claro se le había insinuado al Virrey dificultarían los nuestros obedecer a Su Excelencia en dicha restitución, lo cual no dejó de causar en su ánimo alguna impresión, como es tan delicado el pundonor de los príncipes, y por eso el dicho Padre Provincial se vio precisado en su carta de 13 de octubre a declarar su mente sobre la respuesta que dio a don Bruno, por lo cual dándole las gracias, le dice así:

20. «Excelentísimo señor: Por carta del padre rector Antonio Garriga, tuve noticia de haber dado Vuestra Excelencia orden y eficaz providencia para que la Compañía fuese restituida a su colegio de la ciudad de la Asunción del Paraguay, previniendo el decoro con que debía ser recibida y la debida satisfacción por los agravios de su atropellada y escandalosa expulsión. Yo, con toda la provincia que tengo a mi cargo, rindo a Vuestra Excelencia una y mil veces las gracias, y protesto que quedará en todos   —338→   nosotros perpetuamente indeleble el carácter del agradecimiento, y la seguridad de la buena correspondencia de ese superior tribunal a nuestro rendimiento, pues habiendo sido éste el único motivo de haber asestado contra la Compañía de Jesús toda su batería el protector de naturales de la Real Audiencia de Charcas doctor don José de Antequera, y el Cabildo de aquella desgraciada ciudad, vuelve por nuestra honra, constituyéndose con tan prontas como finas diligencias acreedor de nuestros desagravios.

21. »Con estas demostraciones del cariño de Vuestra Excelencia para con estos sus hijos, me ratifico en el dictamen que proferí de palabra y por escrito, cuando reconvenido de Vuestra Excelencia dispuse la remisión de los soldados para la empresa del señor don Bruno, y fue y es que, por no faltar un punto a la fidelidad de leal vasallo de Su Majestad, que Dios guarde, y al debido rendimiento a sus ministros en la ejecución de sus órdenes, tendría por bien empleada la ruina del colegio de la Asunción, y miraría con apacible semblante la hoguera en que se abrasasen sus haciendas, y aun me calentaría con mucha paz a sus llamas.

22. «Al que Vuestra Excelencia dispensó para que la Compañía de Jesús fuese restituida a su colegio de la ciudad de la Asunción, no se le ha dado hasta ahora el debido cumplimiento, porque el señor gobernador don Bruno de Zavala a cuyas manos llegó el despacho mucho tiempo ha, no ha juzgado conveniente, a lo que creo, intimarme o insinuarme disposición alguna de Vuestra Excelencia. La causa de la dilación y silencio no la alcanzo, pero creo que será muy racional; esperará sin duda dicho señor Gobernador mejor razón; aunque cualquiera será muy oportuna, por lo que a nosotros toca, para abrazar la determinación de Vuestra Excelencia.

23. »Es verdad que cuando a mi noticia y a las manos del señor don Bruno llegó el despacho y providencia de Vuestra Excelencia sobre este punto, había yo escrito al mismo que acerca de él tenía yo consultado a nuestro Padre General, de quien y del Rey nuestro señor esperaba la determinación; mas nunca fue mi ánimo eximirme del rendimiento debido a las órdenes de Vuestra Excelencia, y más siendo éstas tan favorables a la Compañía como pudiera esperarlas de las dos Cortes romana y española; y representando Vuestra Excelencia a la majestad del Rey   —339→   nuestro señor en la autoridad, y en el amor a los jesuitas nuestro Padre General, quien miraría como desaire contra su persona cualquiera leve renitencia a las insinuaciones de Vuestra Excelencia.

24. »Quise prevenir con esta noticia a Vuestra Excelencia para que enterado de mi obediencia y lealtad, y para que con la satisfacción de una y otra disponga lo que pareciere más conveniente, así para la estabilidad de tan arduo negocio como para adelantar con su firmeza la gloria de Dios, que prospere y guarde muchos años a Vuestra Excelencia, como la Compañía de Jesús ha menester.- Córdoba de Tucumán, y octubre 13 de 1725.- B. L. M. de Vuestra Excelencia, su afecto servidor y capellán Luis de la Roca. Excelentísimo señor marqués de Castel Fuerte». Lo que el Virrey obró sobre este particular de restituir a los jesuitas a dicho colegio veremos presto, después de haber dado una vista a don José de Antequera, a quien dejamos en su marcha hacia esta ciudad de Córdoba.



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ArribaAbajo Capítulo III

Después de varios peligros de caer en manos de la justicia, llega finalmente don José de Antequera a la ciudad de Córdoba y se retrae en el convento de San Francisco donde practica algunas extravagancias, comete varios delitos, y queriendo por medio del gobernador de Tucumán conseguir libertad para proseguir su jornada a la Real Audiencia de Chuquisaca se le frustra esta idea, siendo pregonada su vida.


1. La jornada de don José de Antequera desde Santa Fe a esta ciudad de Córdoba la pinta él mismo en su Respuesta tantas veces citada, al número 291, tan llena de maravillas como si el fugitivo fuera un San Atanasio, cuando por la defensa de la fe católica se escondía de la tiranía de los arrianos. En la relación, pues, de dicho viaje representa la pluma del paciente empeñada la Providencia en defender su importante vida contra los que finge empeñados en quitársela; se ven burladas las diligencias de numerosas partidas ya de trescientos, ya de cuatrocientos hombres que pretendían prenderle, estimulados unos de la codicia del premio no sólo público sino privado que se les ofreció, y otros del deseo de contemporizar con las personas que les pareció gustaban de su muerte; se leen desvanecidas las asechanzas de sus émulos, haciéndoseles insensibles el ruido de los caballos de su comitiva e invisibles los caballeros.

2. Y como si todo esto fuera poco, aun los mismos elementos se miran servir por milagro a su seguridad, pues las aguas copiosas del río Segundo, cual las de otro mar Bermejo, aunque niegan el paso con obstinación a sus perseguidores sin peligro evidente de ahogarse, para aquel verdadero israelita o se retiraron fugitivas o se dejaron hollar sin humedecer sus plantas. Éste es el conjunto de maravillas que quiso persuadir Antequera le acaecieron en esta jornada, diciendo «las guardaba su memoria para rendir a la poderosa mano del Señor las gracias, aunque desmayadas   —341→   por la cortedad de su espíritu». Quizá serían también desmayadas acordándosele todavía el susto. Raro hombre que aun al cielo quiere hacer que conspire y sea parcial de su partido, como lisonjeando a Teodosio exageró Claudiano.

3. La verdad de estas maravillas no subsistió sino en la fantasía de Antequera. Ninguno hubo en aquel viaje empeñado por matarle, muchos sí por prenderle, pero no partidas de trescientos y cuatrocientos hombres, pues la ciudad de Santa Fe acosada entonces de los infieles abipones no tenía entonces otra tanta gente para defenderse, ni llegaron a treinta hombres los que de allí se destinaron para seguirle; de Córdoba fueron menos de doscientos los hombres que salieron, y éstos ¿qué maravilla fue que no sintiesen a los caballos de la comitiva de Antequera, cuando marcharon por caminos muy distintos y distantes? ¿Pues qué diré de pasar a pie enjuto el río Segundo? ¡Estupendo prodigio! Un río de tan corto caudal que las más veces se seca, o lleva poquísima agua, pasarle a caballo sin humedecerse las plantas, es milagro muy propio de Antequera. Así son sus maravillas.

4. Lo que sucedió en este viaje fue que bien aviado de sus amigos de Santa Fe salió acompañado del maestre de campo Montiel, del alguacil mayor Juan de Mena, del capitán Prudencio Posada, y de otros hasta diez personas, y se encaminaron hasta la Cruz Alta, que es ya territorio de la jurisdicción de Córdoba, donde aguardaron ocultos a otros diez, que conducían en carretas los demás trastos. Incorporados todos en la Cruz Alta pasaron al paraje que llaman el Fraile Muerto, donde dejando las carretas marcharon desde allí con solas cargas. Tuvo noticia Antequera venía en su seguimiento un comisionado de Santa Fe con veinte hombres para prenderle, y asustado de la noticia dio orden que el reverendo padre fray Pedro Casco, religioso menor, a quien había traído consigo desde el Paraguay, se adelantase por caminos extraviados con sólo otro español y un mulato, y llevase en cargas todos sus papeles hasta Potosí. Otras cargas ocultó en casa del hermano de uno de los de su comitiva, que vivía allí cerca, y valiéndose de un práctico de todos aquellos parajes se extravió del camino que había traído.

5. Pero la misma tarde tuvo el susto seguía la gente de Santa Fe al portador de los papeles, y dándose buena maña un práctico cordobés pasó a hacerles retroceder; mas, no pudo al religioso, porque con grande diligencia se había ya   —342→   refugiado a su convento de Córdoba, remitiendo con los compañeros los papeles a Antequera. Despachó éste el día siguiente a un cierto Juan de Calderón a que explorase el movimiento que en Córdoba se hacía, lo que podía observar sin reparo por ser patricio. Volvió con noticia de que en dicha ciudad se disponía gente para salir a prenderle; por lo cual se resolvió, valiéndose de las sombras de la noche, que era muy obscura y lluviosa, a caminar por extravíos; pero la obscuridad hizo desatinar a la guía, con ser muy práctica, y les fue forzoso parar, donde reposó Antequera un rato, poniendo por almohada los papeles para tenerlos seguros.

6. Al rayar la aurora se emboscaron en una selva, donde pasaron el día sin probar bocado, como habían pasado también el día antecedente, porque el temor de ser apresados les quitó la advertencia para prevenir la comida. A la noche siguiente prosiguieron el camino por sendas extraviadas, y cogiendo la vuelta a los que de Córdoba habían ya salido a ejecutar la prisión, llegaron a las tres de la mañana del día 7 de abril al convento del seráfico padre San Francisco, que se le abrió prontamente a aquellas horas, y desde allí, sin otra diligencia, despachó Antequera al maestre de campo Montiel acompañado de otros dos con recado verbal a la Real Audiencia avisando el modo como quedaba y suplicando diese providencia Su Alteza para que le dejasen ir libre a presentarse en aquellos reales estrados.

7. Hospedose en la celda que sirve a los padres visitadores, y publicándose a la mañana su llegada le fueron a visitar todas las personas principales de la ciudad, de que se alegró cuanto no es decible, lisonjeándose con este favor como si ya fuera dueño de todo. Pero no se le dejó de aguar muy presto este gozo, viendo no era tan dueño del campo que no hubiese quien se le opusiese, porque llegando de Santa Fe requisitoria al teniente de gobernador don Ignacio de Ledesma Zeballos para que le prendiese, mandó éste luego cercar el convento donde Antequera representaba diferentes papeles. Porque unas veces lloraba con muchas zalamerías sus desventuras, para mover a lástima a los circunstantes; otras se engreía, diciendo lleno de jactancia era el mayor personaje del Reino, y de quien hasta el mismo Rey hacía mucho caso por sus letras y práctica judicial, y por su esclarecida nobleza; y luego reflectía que siendo esto así, cómo se atrevía el teniente de Córdoba a poner guardias a un personaje   —343→   ilustre, a un ministro togado, a un don José de Antequera y Castro, «a quien debía respetar como a deidad»; son los mismos términos y expresiones que se le oyeron varias veces. Otras se humillaba para conseguir que le ayudasen en sus negocios. Ya se mostraba muy espiritual y místico, ya a lo bravo amenazaba incendios.

8. Pero en todas estas representaciones y en todo tiempo, publicaba mil males contra la Compañía de Jesús, acumulando falsedades inauditas, que con su mordaz persuasiva hacía creer a muchos. Procuraba persuadir a todos, fueron justísimos los motivos que le impulsaron a la expulsión de los jesuitas de su colegio, repitiendo la letanía de calumnias, que tenía bien decoradas, y concluía que el suceso había comprobado más su razón, pues había hallado oculto en dicho colegio millón y medio en tejos y barretones de oro, el que habíamos sacado de una mina que secretamente labrábamos en el dicho colegio, usurpando al Rey fraudulentamente sus derechos y quintos reales, y para muestra de aquella riqueza enseñaba a cuantos le visitaban unos barretoncillos y tejos de oro, que tenía de manifiesto sobre la mesa de su celda, y afirmaba ser de los que cogió en dicho colegio. Quisiéramos saber ¿en qué cajas reales depositó o en qué navíos remitió a Su Majestad ese tesoro? Eso fuera proceder Antequera consiguiente en sus mentiras; pero nunca declaraba esa circunstancia, lo que después publicó en su respuesta número 291, de que intentaron darle venenos estando retraído en Córdoba. No se le ofreció entonces esa mentira, que no le faltaba ánimo para esparcirla y hacer la hazañería, que veremos presto practicó en Potosí, sobre que le querían matar los jesuitas; pero ofreciósele después en la cárcel de Corte y no supo digerirla, trasladándola al papel sin vergüenza, ni temor de Dios, deseoso de acreditarse de favorecido con especial providencia en el desbarato o desvanecimiento de estos intentos. En fin, el odio entrañado en su pecho contra los jesuitas era tal, que llegó a asegurar su compañero el alguacil mayor Juan de Mena, ofendía a Antequera aun el sonido de las campanas de este nuestro colegio.

9. Con tan buena disposición de ánimo, quiso como buen cristiano, cumplir con el precepto de la comunión anual; o no se confesó o se le negó la absolución, o no faltó teólogo de tan buen estómago, que sin hacer ascos se tragó sus culpas absolviéndole. Lo que no admite duda es que el domingo   —344→   quince de abril salió a la iglesia con el porte de togado, vestida la garnacha y con vara alta en la mano, y acompañado de la comunidad (que hubo de obedecer a su guardián empeñado por Antequera), se encaminó éste no a otro lugar, sino al mismo presbiterio, donde, como si fuera obispo, tenía puesto sitial de terciopelo carmesí con cojín del mismo género, silla y alfombra en lugar superior al del preste. Allí recibió la sagrada comunión con harta admiración (si no le queremos llamar escándalo) del numeroso pueblo que acudió llevado de la novedad, y nunca había visto ocupado tan sagrado lugar, dedicado sólo a los señores obispos, presbíteros y ministros del altar, como también que se adelantase a usar las insignias, que son regalía propia de los ministros y jueces actuales en el territorio de su jurisdicción.

10. Pero no se contentó con representar el papel de togado, sino que también quiso hacer el de gobernador, como si se hallara gobernando en su mayor prosperidad al Paraguay, por lo cual celebrándose en dicha iglesia el día 29 de abril el Domingo de Cuerda de la tercera orden, salió con el mismo acompañamiento vestido a lo militar, con capa de grana y bastón en la mano, y asistió a la función en el dicho presbiterio con el mismo aparato. Parece ficción, pero fuera de haber sido notorio, consta de información jurídica, que para dar cuenta a Su Majestad y a los demás tribunales, hizo en once de mayo de aquel año el Teniente de gobernador y justicia mayor de Córdoba, don Ignacio de Ledesma Zeballos, porque en ningún tiempo se le hiciese culpa y cargo de no haber puesto reparo y evitado estos excesos, a los cuales (dice en ella) no podía poner remedio, por las malas consecuencias y resultas que temía se siguiesen. Extravagancias son, que sólo pudieran acaecer en estos rincones del mundo; pero ésa es la desgracia de estos países, que semejantes sujetos fiados en la distancia de los tribunales y abusando de la sencillez de los paisanos, se salen con cuanto quieren, sea justo o injusto.

11. Arrepintiose Antequera muy poco de esta licencia, pues como uno de los que habían venido con él del Paraguay y vivía en su compañía dentro del convento, oyese el reparo y escándalo que habían recibido los que asistían en la iglesia, le reconvino para que otra vez no lo ejecutase, porque, con lo que procuraba granjearse autoridad, se acreditaba de poco cuerdo y nada religioso, obrando contra la   —345→   veneración debida al presbiterio y manejando insignias que no le competían. A esta amigable reconvención, respondió despechado que no le tentasen, pues si se le antojaba, haría y llevaría en las manos un mazo de varas y otro de bastones, para que tuviesen en que hacer mejor sus reparos, y añadió: «Sólo me pesa que el Cabildo de Córdoba y su teniente general no haya concurrido a la iglesia, que yo les diera a entender la facultad que tenía para ello». Fortuna fue no asistiesen, para que no tuviese ocasión de prorrumpir en desatinos. Repitió el salir a la iglesia en la forma dicha, en cuanto pudo después dejarse ver en público.

12. Con ocasión de su demora en dicho convento, supo que en una caja, que cerrada con llave se guarda en su librería, entre otros libros mandados recoger por el Santo Tribunal de la Inquisición, había uno impreso que contenía el pleito del señor don fray Bernardino de Cárdenas, obispo del Paraguay, con los jesuitas de esta provincia, y engañando la sencillez del reverendo Padre Guardián, su amigo, o qué sé yo cómo, tuvo modo de persuadirle que se le franquease, y sin temor de las censuras del Santo Tribunal, le leyó y copió algunos capítulos, de que hizo al dicho Padre Guardián poner la concordata, con ánimo de agregarlo a sus autos, para presentarlo al Virrey y otros tribunales. Así lo declaró jurídicamente el mismo copiante y se comprueba de la carta que en 20 de junio de 1725, escribió el reverendo padre fray Isidro Galván, ministro provincial en aquella sazón de esta provincia, dirigida al mencionado guardián, y fechada en Santa Fe, en que dice así:

13. «No ha sido posible en esta ocasión, dejar de dar cuenta a V. P. lo que ha llegado a mis oídos, de persona exempta y de mayor excepción, quien me dijo cómo se sabía en Córdoba, que V. P. había dado a Antequera el libro del pleito del señor Cárdenas contra los reverendos padres jesuitas, materia tan odiosa y tan delicada, por cuya causa está dicho libro recogido por la Santa Inquisición, con excomunión mayor a cualquiera que se atreviese a sacarle de la caja, que está con llave, ni a leerle un instante moral, como todos los demás libros, que están en dicha caja; y otra circunstancia, que hizo traslado de él Antequera y que V. P. lo certificó. Yo no creo, que V. P. hubiese hecho semejante absurdo, pero tiene tal ardid el dicho Antequera, que engañará al demonio, quien ha enredado al Paraguay, y a Santa Fe, y a mí me quitó o pretendió quitarme el crédito   —346→   públicamente, y esto en fe de buena amistad, que si no fuera el amparo que hallé en dichos reverendos padres jesuitas, no me hallara hoy en Santa Fe. Y en fin, si tal desatino ha hecho (que lo dudo) ello ha de salir a luz y quedaremos bien lucidos, y V. P. preso y privado in æternum. Dejo a su discreción el caso, que si es así, con modo cauteloso le podrá sacar el traslado [...]. No dudo de V. P. que dará la debida satisfacción [...]. Nuestro Señor me le guarde muchos años y de las astucias antequerinas, etc.».

14. Si el reverendo Padre Guardián pudo recaudar la copia lo ignoro; lo que sé es que su ejemplar religión desaprobó este hecho como tan digno de reprensión. Otro atentado que obró Antequera en dicho convento con un expreso de la Real Audiencia le hemos insinuado ya, y le veremos presto declarado jurídicamente por testigo ocular.

15. La alegría que en todo esto percibía el miserable caballero anubló no poco una carta que recibió en estos días de un íntimo suyo residente en la imperial villa de Potosí, en que dándole a ley de amigo muy buenos y prudentes consejos le afeaba sus irregulares procederes y extravagante conducta, y también le avisaba cuán ofendido estaban contra su persona los señores ministros de la Real Audiencia por sus desaciertos, y que pocas esperanzas podía tener en su patrocinio, en que hasta entonces había traído puesta su confianza. Ni le apesadumbró menos el embargo que de unas petacas suyas (son cajas de cuero que se usan por los caminos) había hecho el teniente de Córdoba, cogiendo en ellas de dos a tres mil pesos en plata labrada y algunas piezas de raso, que todo eran bienes conocidos pertenecientes a don Baltasar García Ros apresados en la derrota de Tebicuarí. Hizo varias diligencias, interpuso empeños y se valió de medianeros con el Teniente para que disimulase el embargo, quedándose con lo que gustase; pero nada consiguió de aquel ministro.

16. No sintió menos ver que le iban desamparando algunos que hasta allí le habían seguido y encerrádose con él en el convento, como fueron el capitán Diego de Yegros, que alegando se había juntado con Antequera por haberle éste prometido su favor en la Real Audiencia sobre un pleito que iba allá a seguir por vía de apelación, se le dio licencia para salir libre y pasar a Chuquisaca, y también Antonio López Carvallo, cuya retirada sintió más por ser su secretario, sabedor de muchas de sus cosas, el cual estimulado de   —347→   los remordimientos de su conciencia, y a lo que se creyó aconsejado de un buen religioso de aquel convento, trató de apartarse de su compañía, y saliendo del retraimiento se presentó ante el teniente general don Ignacio de Ledesma Zevallos para hacer una declaración jurídica en descargo de su conciencia sobre lo que por su mano había pasado, por haber asistido de escribiente a Antequera, practicando esta diligencia para resarcir en cuanto pudiese el daño de las partes agraviadas.

17. Hizo pues su declaración en once de mayo en el tribunal del Teniente por ante el escribano real José López del Barco, y en ella (dejando por evitar molestia las formalidades que se hallan según derecho en el original) declara debajo de juramento lo 1.º Que por miedo de haberle preso y amenazado don José de Antequera, hizo una declaración contra don Diego de los Reyes, la cual declaración dice ser falsa y totalmente ajena de la verdad y que sólo aterrado la pudo hacer, por no experimentar los rigores que había ejecutado con otros y con José Piccolomini, a quien por no haber querido hacer otro tanto le tenía al mismo tiempo en estrecha prisión, confiscados sus bienes y muy afligido; y que el declarante hasta entonces no había tenido ocasión oportuna de hacer esta diligencia de descargarse del remordimiento de su conciencia, por haber estado siempre en compañía de dicho Antequera a quien temía, y que ahora que está libre de él la hace de su espontánea voluntad, y por descargar su conciencia se desdice y anula cuanto declaró contra don Diego de los Reyes, por ser todo falso y ajeno de verdad, so cargo del juramento que fecho lleva.

18. Lo 2.º declara que don José de Antequera fue quien estorbaba se obedeciese al señor Virrey, y que a ese fin él mismo daba los puntos de los exhortos para que le exhortase el Cabildo a lo que él quería ejecutar, por dar a entender no dependía de su arbitrio la ejecución sino que obraba compelido; y que él mismo fue quien hizo el exhorto con que los capitulares le exhortaron a expulsar de su colegio a los padres de la Compañía; que él mismo mandó asestar las piezas de artillería contra el dicho colegio e hizo el auto de lanzamiento de los jesuitas en nombre del Cabildo.

19. Lo 3.º declara que sólo don José de Antequera fue el autor de la resistencia a don Baltasar García Ros, juntó y sacó la gente, la animaba y exhortaba con pláticas, como lo hizo en la iglesia de Nuestra Señora de Tabapí, presente el   —348→   religioso dominico que cuidaba de ellas, diciéndoles que la guerra que iban a hacer era justa y santa y ofreciéndoles todo el pillaje. Y que para todas estas diligencias y operaciones se hacía exhortar del Cabildo, haciendo él mismo los exhortos y muchos de ellos se escribían después de lo obrado, mudando las fechas y los parajes.

20. Lo 4.º declara que dicho don José de Antequera envió a su casa a guardar todo lo bueno que halló en los despojos de don Baltasar; y que mandó prender a los padres Policarpo Dufo y Antonio de Ribera de la Compañía de Jesús, capellanes del ejército, y escribió que dicho padre Policarpo traía un alfanje a la cinta, lo cual es falso, como también son falsas muchas calumnias que levantó contra los padres de la Compañía, y el decir que había hallado muchas cartas para él en poder de los padres, lo cual es falso.

21. Va después declarando otras cosas que fuera prolijo individuar, como a quiénes, y en dónde hizo Antequera guardar y esconder plata, oro, libros y otra hacienda. Y prosigue diciendo como estando dicho declarante en el convento de San Francisco de Córdoba, retraído con don José de Antequera, supo éste había llegado un chasqui (es lo mismo que propio o expreso) con pliegos de los Tribunales Superiores para el Cabildo de la Asunción y le mandó buscar, y ofreciéndole pagárselo bien, le sonsacó los pliegos y encerrado Antequera con Juan de Mena los abrieron y leyeron, viéndolo y oyéndolo este declarante desde fuera, y luego le llamaron para que les ayudase a cerrarlos, y los cerraron metiendo dentro una carta, que el mismo Antequera escribió al Cabildo del Paraguay, y que llamando al chasqui mandó a este declarante le diese varias alhajas de plata que allí expresa, en premio de su poca fidelidad, y que partió muy contento con sus pliegos.

22. Ítem declara la orden y disposición que Antequera dejó en el Paraguay para que no recibiesen a don Bruno de Zavala y especialmente encargados sobre eso a los oficiales militares, y que por ese motivo había dejado con el gobierno del Paraguay a Ramón de las Llanas, hombre de mal hacer y atrevido. Ítem que desde dicho convento escribió también Juan de Mena al dicho Ramón de las Llanas, su yerno, para que él forzase la milicia y no consintiese entrase el dicho don Bruno. Ítem que Antequera hizo llamar a los indios alcaldes de aquellos pueblos del Paraguay, para que diesen también sus poderes para ante los tribunales, que llevasen   —349→   los nuevos procuradores Mena y Montiel, haciendo sus representaciones, y mandó Antequera al escribano formalizase dichos poderes; pero que ni los indios supieron de tales poderes, ni el fin para que los habían llamado, ni se les leyó nada y se volvieron tan ignorantes como habían venido.

23. Ésta es la sustancia de la declaración jurídica del secretario de Antequera Antonio López Carvallo, vecino del Paraguay, quien se ratificó en ella y juró ser de su espontánea voluntad, ni ser inducido de persona alguna, sino sólo para descargo de su conciencia. Remitida esta declaración por el teniente de Córdoba a Buenos Aires, para agregar a los autos obrados contra Antequera en esta causa, y habiendo aportado allí casualmente el mismo Antonio López Carvallo, se le obligó a comparecer de nuevo, y ante el escribano don Francisco Merlo, se ratificó después de leída dicha declaración en diecisiete de junio, en que estaba en todo conforme a verdad, debajo del juramento que volvió allí a hacer.

24. «Y preguntado de nuevo, diga y declare, si se acuerda, qué es lo que declaró ante el doctor don José de Antequera contra don Diego de los Reyes, expresando el hecho cierto en orden a lo que declaró, respondió, que, a lo que se quiere acordar, lo que contiene la primera declaración de dos que le tomó dicho don José de Antequera, es cierto, y lo que declaró en ella contra don Diego de los Reyes fue sobre unos testimonios que se le había mandado sacar, y con efecto los sacó el declarante, sin decir otra cosa, ni quién los autorizó, y que para hacer esta declaración le sacó del cepo, donde estaba con José Piccolomini, donde le volvió a poner libre del cepo, pero sin comunicación, y de ahí a algunos días fue a la cárcel dicho Antequera, y le hizo salir del calabozo en donde estaba, y le dijo que era un pícaro, que no había declarado la verdad, y que mirase que le había de volver a llamar a declarar, y que si faltase a lo que le preguntase, le había de hacer dar tormentos, a él y a otros, y extinguirlos; y luego inmediato le dijo los puntos que le había de preguntar en su declaración, y que mirase, no faltase a ellos, porque él sabía que era cierto, y lo sabía el declarante. Inmediatamente lo llamó a declarar y todo lo que le fue preguntando el dicho don José, decía el declarante era la verdad, siendo así, que nada de lo que en dicha segunda declaración se expresa es verdad, y sólo lo es lo que declaró en la primera, y que el miedo y amenazas le obligó a decir era cierto todo lo que se le preguntó».

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25. Puse a la letra este capítulo de la segunda declaración, porque en él se ven más individuales los indignos modos, con que don José de Antequera procedía, para violentar a que se declarase cuanto se le antojaba, y por ésta y otras declaraciones de los regidores Caballero y Orrego y del escribano Juan Ortiz de Vergara se acaba de conocer la falsedad y poca legalidad con que obraba sus autos, en que tanto confiaba este engañado caballero. Él no cesaba en su retraimiento de agravar las mismas calumnias contra los jesuitas, al mismo tiempo que se hacía a sí propio la merced de ensalzarse cuanto podía. Pero quien habla mucho y con poca verdad no suele tener siempre memoria, y le iban cogiendo los advertidos en muchas inconsecuencias y contrariedades; conque cuando más se lisonjeaba del séquito que había adquirido en Córdoba con su locuacidad, le fueron muchos desengañados dando de mano y abandonando, de que se sentía mucho su engreimiento y soberbia.

26. No obstante, como el tiempo de este retraimiento fue una cadena eslabonada de sucesos adversos y aparentemente prósperos para Antequera, tuvo de repente un alegrón, que desvaneció todas sus tristezas y ya se imaginaba triunfante. Fue el caso, que a los seis días de haberse retraído en San Francisco de Córdoba, hizo propio a don Isidro Ortiz, marqués de Haro, que siendo alguacil mayor de la Real Audiencia de la Plata, había venido en ínterin a gobernar la provincia de Tucumán, y obró con tanto acierto, que seguía los pasos de Antequera y hubiera arruinado la provincia, si la Real Audiencia y el Virrey no se los hubieran atajado y puesto pronto remedio, deponiéndole del gobierno. Rogábale Antequera, después de significarle el aprieto en que se hallaba. Interpusiese su autoridad con toda eficacia, para que el teniente de Córdoba no le impidiese su viaje, ni aprehendiese su persona.

27. El gobernador marqués de Haro, con sobrada ligereza, despachó orden desde Salta, donde residía, para que ninguno fuese osado a molestar la persona o bienes de don José de Antequera, sino que se le franquease el paso, para seguir su marcha a la Real Audiencia, conminando con graves penas a quien de alguna manera le impidiese, y pidiendo juntamente las causas de cuanto con él se había obrado, y señalando a don Antonio de Arrazcaeta, oficial real de Córdoba, por juez comisionado para la ejecución de esta diligencia. Triunfaban Antequera y sus devotos con este despacho; miraban con él   —351→   como aseguradas sus dichas, ni le faltaban agentes muy ardientes que se empeñasen a su favor, solicitando con vivísimas instancias al comisionado ejecutase su comisión, librando de una vez a sujeto tan benemérito; pero Arrazcaeta, que sabía muy bien las órdenes en cuya virtud obraba el Teniente, procedía con mucha pausa, no atreviéndose a intimar el despacho, como quien veía interpuesta la autoridad del Virrey en este negocio.

28. Para desvanecer estos temores del comisionado, usó Antequera una de sus antiguas astucias, aún mal olvidadas, que quien malas mañas ha, como dice el adagio castellano, tarde o nunca las perderá. Fingió pues una carta, en que persona de representación en el Reino, daba noticia que el Virrey había escrito al gobernador don Bruno Mauricio de Zavala, entrase con paz y sosiego en el Paraguay y no tocase en la persona de don José de Antequera, sino que le dejase salir libre. Todo lo contrario había mandado Su Excelencia, como consta de carta suya de 30 de enero de 1726, para el padre Luis de la Roca, provincial de esta provincia, en que dice: «Llevó orden estrecha (don Bruno) de prender y perseguir sin reparo alguno a don José de Antequera como a cabeza de los pasados desórdenes». Pero con todo eso, Antequera contento ahora de salir con la suya, divulgó la dicha carta supuesta por medio del deán de esta santa iglesia de Córdoba, que era uno de los que más alucinó y empeñó en su partido, y que le prestó cuanta plata le pidió con esperanza de la paga para cuando volviese triunfante de la Audiencia, y hasta ahora están esperándola sus herederos.

29. Riéronse los más de este empeño, y conocieron la ficción principalmente el teniente Ledesma que estaba bien enterado de lo contrario, y en fuerza de sus comisiones emanadas del Virrey, nunca vino en cumplir el mandato del marqués de Haro, por más empeños que se interpusieron, ni el comisionado Arrazcaeta hizo con eficacia las diligencias por temer quedar desairado y ofender el respeto debido al Virrey; con que Antequera hubo de proseguir en su retraimiento hasta que perdió las esperanzas de poder salir con libertad por una notable novedad que desvaneció del todo sus ideas.

30. Porque cuando menos lo imaginaba se publicó en la plaza y en todos los cantones de esta ciudad de Córdoba (de manera que lo pudo oír el mismo Antequera) un bando a voz de pregonero, notificando a todos cómo el señor virrey   —352→   de estos Reinos, marqués de Castel Fuerte, atento a los execrables delitos de don José de Antequera le declaraba proscripto, y que por tanto cualquiera le pudiese quitar la vida, ofreciendo que a quien le entregase a la justicia o diese su cabeza, se le darían en premio cuatro mil pesos; y al que descubriese dónde estaba, de modo que pudiese ser preso, se le daría la mitad de esa cantidad, y eso tan efectivamente que desde luego se depositaron en Córdoba en casa del sargento mayor don Francisco de Villamonte, adonde se mandaba acudir por la talla a quien quiera que ejecutase alguna de las cosas mencionadas.

31. Atónitos dejó a todos esta novedad raras veces vista en estos remotos países; pues, ¿cómo quedaría el pobre caballero objeto de estos rigores? Aunque merecidos, ¿es cierto que lastiman los ánimos piadosos? ¿Hay ejemplar más vivo de la inconstancia de las cosas humanas y de cómo juega la fortuna a la pelota con los hombres? Ayer se miraba en el Paraguay adorado y lleno de esperanzas; hoy perseguido por todas partes y sin esperanza aún de la propia vida. Ayer estimado de los suyos; hoy abandonado de todos, propios y extraños. Suspéndese la pluma con la admiración y va ya recelosa de llegar al funesto fin de esta tragedia.

32. Pero es forzoso antes asomarse al convento de San Francisco, en donde se le observa a Antequera, que se retira al sitio menos frecuentado, se encierra entre los novicios lleno de sustos y recelos, que aun la luz del día le era sospechosa, y la soledad de tan santo retiro le ofrecía motivos para meditar profundamente en sus desdichas. ¡Ojalá que llorase con lágrimas fructuosas las causas que le acarrearon estas desventuras! Su pensamiento se veía ofuscado con las sombras de temores, y todo era rumiar amarguras, cuyo efecto se reconocía por los ojos frecuentemente húmedos, y creo se hallaba ya arrepentido de no haber mirado con tiempo los precipicios que tan claramente pudo advertir y evitar en el rumbo extraviado que figuró por su mal capricho y dictamen errado de sus perniciosos consejeros, que por sus particulares intereses le guiaron a su perdición; que ella es ordinariamente el paradero de quien se entrega ciegamente a una pasión y por seguirla atropella por sus obligaciones.

33. Defendió misericordioso el cielo en esta ocasión a don José de Antequera, porque se lograse en su alma la sangre preciosísima del crucificado Redentor, porque a haber   —353→   alguno menos piadoso llevado de la codicia de tan cuantioso premio atrevídose a armarle asechanzas, hubiera corrido manifiesto riesgo su salvación; pero como los genios pacíficos de los cordobeses viven ajenos de estas violencias, aunque justas, ninguno intentó ganar el premio, horrorizados de acometer un estrago que nunca pudiera dejar de lastimar la piedad. Doy infinitas gracias a Dios de que le librase de este desastre, y juntamente a los jesuitas de las calumnias que infaliblemente hubieran divulgado sus émulos, haciéndoles autores o a lo menos atribuyéndoles algún influjo en aquella muerte.