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ArribaAbajo Capítulo VI

Apoderado don José de Antequera del campo de don Baltasar García Ros, coge todas las alhajas y papeles de éste y da lo demás a saco; obliga al Cabildo de la Asunción a que le exhorte a pasar, como pasó con parte de su ejército a los cuatro pueblos más cercanos de las misiones de los jesuitas, cuyos moradores con esta noticia los desamparan y padecen grandes trabajos.


1. Luego que en el campo de Tebicuary quedó declarada la victoria por el partido de Antequera, la primera diligencia fue apoderarse de los despojos que más deseaba, que eran los autos obrados por don Baltasar, y los instrumentos en cuya virtud éste había movido las armas, y también las cartas, para descubrir los secretos que deseaba saber su malicia, con el pretexto de precaución por el bien público. Fue tal la aceleración de la fuga de don Baltasar, y tan improviso el motivo de ella, que no le quedó atención para otra diligencia que la de asegurar su persona, descuidando de todo lo demás, y dejando en manos del enemigo cuanto llevaba. La persuasión firme de don Baltasar a que no sería necesario usar de las armas para reducir a la debida obediencia a los vecinos del Paraguay, sino que antes bien se pasarían como leales a auxiliar las armas del Virrey, abandonando a Antequera, le hizo menos cauto para exponer a peligro de que se descubriesen papeles por donde se pudiesen seguir perjuicios a los que se habían declarado algo a su favor viviendo en la jurisdicción, aunque usurpada, de Antequera; porque a haberse persuadido había peligro de que llegasen a las manos con las armas, como entonces quedaba expuesto el suceso a la contingencia de la batalla, hubiera asegurado dichos instrumentos en parte libre de riesgos, por lo que pudiera suceder, pues en caso de salir victorioso, se le podían despachar con la mayor brevedad a donde se necesitase, cuando ya se hubiese concluido la función.

2. Pareciole, pues, tener muy asido el buen suceso, pero se   —243→   le arrancó de las manos la fortuna, que ahora lisonjeaba a Antequera, para trocarse después en adversa y precipitarle, haciendo más ruidosa y sonada su caída. Apoderose de la escribanía donde traía don Baltasar todos los papeles; revolviolos a su placer como dueño de todo, y halló su curiosidad lo que no quisiera. Pero no sólo a eso se extendió su desenfrenada codicia, porque apresó cuantas alhajas de algún precio llevaba aquel caballero para su decencia, aun sus vestidos, los carretones, bestias, etc., sin perdonar su piedad aun a lo que pertenecía a los dos misioneros jesuitas, como si fueran despojos legítimos; con que los carretones en que iban, los bueyes que los tiraban, los libros, ornamentos, altar portátil, todo se quedó en su poder como presa habida en buena guerra.

3. Hizo después la ceremonia de formar inventario ante el escribano, con el pretexto de que nada se perdiese, como si tuviese ánimo de restituirlo, y encontrando entre los demás papeles una carta del padre rector Pablo Restivo, la leyó luego con ansioso deseo de hallar algo de qué asirse, para probar la justicia de nuestra expulsión; pero vio todo lo contrario, porque estaba tan lejos de haber fomentado la guerra, que antes bien persuadía a don Baltasar con todo empeño la paz, aconsejándole con muchas razones no moviese las armas, de que decía se seguirían resultas perniciosas para el servicio de ambas Majestades. Al llegar aquí, sin poder contener los efectos súbitos de su admiración, vuelto a los suyos exclamó sin advertencia: «Caballeros, mucho nos hemos precipitado en la expulsión de los padres». Esto le obligó a decir no sólo lo que allí leyó, sino lo que él bien sabía, que estaban inocentes, y tan ajenos de alborotar, que antes bien eran siempre los que serenaban las alteraciones de aquella infeliz República con sus dictámenes, con sus consejos, con sus diligencias y con sus operaciones, y aunque contra lo que él sabía, había obrado simulando otra cosa, ahora la lectura de la carta no le dejó advertencia para mantenerse en su afectada simulación, y dio sin querer aquel testimonio a nuestra inocencia.

4. En el ínterin se ocupaban los soldados en los despojos de los vencidos, que todos se los permitió Antequera, excepto lo perteneciente a don Baltasar, que como desinteresado por más precioso se lo aplicó a sí mismo. Ejecutaban los soldados dicho despojo con tal inhumanidad, que a algunos indios acabaron de matar por quitarles el pobre   —244→   vestido con que cubrían su desnudez. A esto se siguió luego festejar la victoria, llevando como en triunfo a Antequera a su tienda de campaña, donde prosiguieron los vítores y aclamaciones, llamándole prudente, valeroso, padre de la patria, libertador de la provincia, vengador de sus injurias, domador de la soberbia de los teatinos, terror del mundo y delicias del Paraguay; de suerte que ni Trajano ni otro en los triunfos romanos se vio más aplaudido ni elogiado. Respondíales placentero, que todo era milagro, con que Dios favorecía su justicia; pero sin olvidar al mismo tiempo sus propias alabanzas reprendía amorosamente sus pasadas desconfianzas y dudas de sus promesas, confirmando con este suceso otras que de nuevo les haría.

5. Despidiose por fin para retirarse a leer los papeles de don Baltasar, que era lo que traía en más ejercicio sus deseos y cuidado, y disponer de ellos lo que le hiciese más a su propósito, ocultando los que gustase o suponiendo los que quisiese, porque ¿quién le podría ir en eso a la mano, cuando era dueño de todo y tan versado en fraudes? Lo cierto es que no todos los papeles que apresó agregó a los autos en que tanto estriba su confianza y que cita con la satisfacción que si fueran evangelios, pues del mismo decreto suyo con que se escuda en su Respuesta impresa, número 281, consta haberse excluido de dichos autos algunos papeles de los apresados. Consta también por declaración de su escribano Juan Ortiz de Vergara, hecha ante el ilustrísimo señor obispo del Paraguay, en la ciudad de la Asunción, a 18 de junio de 1725, debajo de juramento y apremiado con pena de excomunión a decir la verdad, que de los autos de la segunda venida de don Baltasar, que son éstos de que hablo, no quiso dejar testimonio a la letra en el archivo del Cabildo de la Asunción, llevándose los originales, por más que reclamó el escribano, quien lo testifica así por estas palabras:

6. «Vuelto a repreguntar que dónde paran dichos autos y cuántos se produjeron para la expulsión de dichos padres, responde que los que se obraron en razón de dicha segunda venida del teniente rey don Baltasar, en que estaban inclusas las de la dicha expulsión, y los demás autos que se hicieron antes y después de ella, determinó el dicho Cabildo, Justicia y Regimiento de esta ciudad, se remitiesen enteramente sus originales a la Real Audiencia de la Plata, quedando solamente el testimonio en relación que de ellos del mismo mandato sacó el declarante,   —245→   el cual para en el archivo de dicho Cabildo. Y porque en ningún tiempo se le hiciese cargo al declarante de dichos autos originales, por la gravedad de la materia, ocurrió con escrito ante dicho gobernador don José de Antequera por vía de súplica por la deliberación de dicho Cabildo, para que no permitiese la remisión de dichos originales sin que quedase testimonio a la letra de todos ellos, a que se obligaba el declarante; y le decretó mandándole exhibir dichos originales para dicha remisión de ellos, porque eran accesorios a la causa de pesquisa, declarando por bastante para el archivo de esta ciudad el dicho testimonio en relación. Y en obedecimiento de este mandato los exhibió y entregó este declarante a dicho Gobernador, quien los llevó».

7. Ahora pregunto yo: ¿Por qué sería tan grande el empeño de Antequera por no dejar testimonio a la letra de los autos, que él mismo se llevaba, aun ofreciéndose de suyo el escribano a sacarle a su costa? ¿No da sospecha de poca legalidad? ¿No da fundamento para creer algún vicio? Nada le costaba la copia a la letra, pues se ofrecía a ella el escribano; pues, ¿por qué no lo permitió? Todo se puede presumir de su cavilación, como que aquella noche de la presa de los dichos papeles se supusieron los que se les antojó.

8. Lo que no se pudo ocultar fue el pesar con que amaneció el día siguiente 26 de agosto, que no fue tan alegre para él ni para los de su gabinete, como había imaginado la chusma militar, porque aquella noche tuvo su curiosidad el sinsabor de saber por el despacho original del Virrey, que apresaron y leyeron lo que no quisieran, pues por él les constó mandaba Su Excelencia se prendiese la persona de Antequera y bien asegurada se remitiese a Lima. ¡Pesado golpe para su presunción! Pero anduvo tan incauto, que manifestó esta orden a sus más confidentes, encargándoles con encarecimientos el secreto, y como la naturaleza de éste es destruirse a sí mismo, cuando se fía de muchos, aunque por algún tiempo estuvo oculto, al fin se fue poco a poco trasluciendo, y lo supieron tantos que se hizo público, y sirvió no poco para que muchos se fuesen desengañando y resfriando en la devoción de su partido.

9. Sin embargo, como por entonces se ocultó esta noticia, creció al parecer el orgullo de Antequera y sus parciales, y la resolución de no obedecer al Virrey Arzobispo, como despechado porque le hubiese mandado tratar de aquella   —246→   manera a su parecer indigna. Hizo luego a su gente la exhortación que dijimos arriba para pasar a los cuatro inmediatos pueblos de nuestras misiones, que les ofreció dar a saco, y para hacerse afuera de eso mismo, como en todo lo demás acostumbraba, y para poder decir que obraba sin libertad, conminado y forzado del Cabildo y no por propio arbitrio, trató con dicho Cabildo y dispuso que le hiciesen un requerimiento por escrito, para que pasase con su ejército a dichos cuatro pueblos con el aparente pretexto de que convenía así al servicio de Su Majestad; que éste es siempre la capa con que tiran a encubrir la malicia de sus erradas operaciones los malos ministros del Rey.

10. Este convenio antecedente para dicho requerimiento del Cabildo al Gobernador, aunque fue público en estas partes, consta también con otras circunstancias de la declaración citada del escribano público y de Cabildo Juan Ortiz de Vergara, que dice así: «Que en el paraje de Tebicuarí, después de pasada la función de armas con el teniente rey don Baltasar García Ros, estando ya dicho gobernador y Cabildo poseyendo dicho paraje de esta parte de dicho río Tebicuarí, entraron en acuerdo y consulta dicho gobernador y Cabildo, menos los dichos dos regidores Caballero y Chavarri, quienes no se hallaron en el acto sino es los demás alcaldes ordinarios y regidores, con quienes confirió dicho gobernador si sería conveniente o no, pasar adelante a las doctrinas de los cuatro pueblos de dichos padres con el ejército de españoles, y quedó resuelto y acordado que sí, y que se hiciese sobre esta materia exhorto por escrito del Cabildo a dicho gobernador; y con esta deliberación y acto hecho se resolvió la marcha del ejército a dichos cuatro pueblos, sin escribirse este exhorto en dicho paraje de Tebicuarí, sino en otro, dentro de los términos de los dichos cuatro pueblos, poniéndose como escrito en el dicho paraje de Tebicuarí, y el día de la fecha antes de la marcha y entrada de él a los dichos términos de los cuatro pueblos. Acuérdase también que después de haberse escrito dicho exhorto en otro paraje, fueron llamados los dichos regidores Caballero y Chavarri y se les leyó, y habiendo firmado los demás alcaldes ordinarios y regidores, firmó también en él el dicho regidor Caballero, quien, come tiene dicho antes, no concurrió en el acto de dicha conferencia en dicho paso de Tebicuarí, y dicho veinticuatro Chavarri repugnó su firma,   —247→   hasta que le precisó dicho gobernador don José de Antequera».

11. Con esta declaración del escribano concuerda el testimonio del regidor don Juan Caballero de Añasco en su exclamación jurídica que debajo de juramento hizo, y citamos ya arriba en el capítulo segundo de este libro, donde dice de esta manera: «Otro (exhorto) asimismo se hizo en el pueblo de Santa Rosa, diciendo que se había intimado a dicho señor gobernador en el paso de Tebicuarí, también con fecha fingida, para que pasase con su ejército a los pueblos que están a cargo de los padres de la Compañía de Jesús, y se pusiesen curas clérigos y juntamente se les despojase de las bocas de fuego, vacas y caballos a dichos indios, que sólo de este modo no volverían contra esta ciudad, todos puntos opuestos a la verdad, y por no verme con mayores extorsiones y vilipendio de mi persona, como obligado de un superior violento, lo firmé».

12. Por estos testimonios consta manifiestamente con cuánta falsedad se empeña Antequera en varias partes de su Respuesta, especialmente en el número 274, en persuadir al mundo que en sus operaciones irregulares procedía aterrado de las conminaciones del Cabildo y de la provincia, cuando era solamente astucia suya, que les hacía le pusiesen fuerza, para descargarse con ella y dar satisfacción después de ejecutar a su antojo la venganza de su pasión. Consta asimismo la poca legalidad con que se obraban sus autos, en cuya verdad tanto confía, y de donde se puede inferir cómo se obrarían todos los demás.

13. Constan también los designios que tuvo en transitar desde Tebicuarí a los cuatro pueblos, que fueron despojar a los jesuitas de sus parroquias, poner en ellos curas clérigos y quitar a los indios las armas contra las reales concesiones de Su Majestad, quien, aunque es verdad que por informes subrepticios y nada verídicos, mandó en Cédula de 16 de octubre de 1661, que trae a la letra Antequera en su Respuesta número 145, se recogiesen las armas que por su real permiso anterior se habían concedido a dichos indios, y se entregasen al gobernador del Paraguay; pero después, certificado Su Majestad de la verdad y mejor informado revocó esa orden, y les concedió de nuevo las armas de fuego por Cédula fecha en Madrid a 25 de julio de 1679 encargada su ejecución al excelentísimo señor don Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima, virrey del Perú,   —248→   mandando se les restituyesen a dichos indios municiones y bocas de fuego, que en virtud de lo ordenado por la dicha Cédula de 16 de octubre de 1661 habían entregado al gobernador del Paraguay.

14. Después, por otra Cédula del año de 1687, concedió licencia Su Majestad al padre Diego Francisco de Altamirano, procurador general de esta provincia, para que sobre el número de armas que se les habían acá restituido a los indios, pudiese comprar en Vizcaya o puertos de Andalucía otras cuatrocientas y setenta y tres bocas de fuego, para remitir a las reducciones de dichos indios; y en virtud de esa Cédula despachó su decreto el señor marqués de Velada y Astorga, capitán general de la artillería de España, fecho en Madrid a 18 de marzo de 1687, para que en conformidad de la orden de Su Majestad los vecinos y contador de las armas de Plasencia vendiesen y entregasen el número referido de bocas de fuego.

15. Últimamente el rey nuestro señor don Felipe Quinto, que Dios guarde, por Cédula de 12 de noviembre de 1716, aprueba respecto de dichos indios el uso de dichas armas de fuego, declarando se había derogado la Cédula en que se les mandaron quitar, a fin (son palabras formales de la Cédula) de resguardar dichos indios, a cuya conservación se ha atendido siempre, como va expresado, por su grande amor y celo a mi real servicio, que en repetidas ocasiones lo han acreditado, y por considerarlos muy útiles a él y a la seguridad de aquella plaza de Buenos Aires, y términos de su jurisdicción. Y prosigue luego la real dignación de Su Majestad, refiriendo varios servicios de dichos indios, ejecutados durante el manejo de las armas, por el cual se había servido de darles en Cédula de 26 de noviembre de 1706, las gracias que correspondían a su amor, celo y lealtad, alentándolos a que lo continuasen, con el seguro de que les tendría presentes para todo lo que pudiese ser de su consuelo, alivio y conservación. Y encarga al gobernador de Buenos Aires les guarde éstas y otras exenciones, franquezas y libertades. Lea el curioso, si gustare, la dicha Cédula de 12 de noviembre, pues corre ya impresa al fin de la citada Apología del padre Rodero, por donde le constará lo que hasta aquí he dicho sobre este punto de las armas de los indios.

16. Todo esto calló maliciosamente Antequera en el referido lugar de su Respuesta, acordándose solamente de poner   —249→   la Cédula derogada por tantas otras, y en virtud de ella alucinó a los suyos para que pasasen del Tebicuarí a los cuatro pueblos, para despojar a los indios de las armas. Pero como consta del testimonio del escribano Ortiz, que dejo copiado, se opuso a la resolución de este tránsito el regidor don Martín de Chavarri, cuyo dictamen apoyó también el maestre de campo del ejército de Antequera, don Sebastián Fernández Montiel con grande empeño, representando los graves inconvenientes que resultarían de semejante resolución; pero como Antequera estaba empeñado en pasar, por no juzgar completa la victoria si no hacía alguna demostración con aquellos indios, arrastró a los demás a su parecer, señalándose mucho en promover ese designio, fuera de los dos alcaldes y los dos regidores Urrunaga y Arellano, el sargento mayor Joaquín Ortiz de Zárate y el capitán Fernando Curtido.

17. A la verdad, aunque contra todos los indios tapes o guaraníes tenía Antequera grande ojeriza; pero se había acabado de enfurecer muy especialmente contra los de estos cuatro pueblos, por ver que ninguno de ellos había pasado a verle desde el ejército de don Baltasar, aunque algunos pocos de otros pueblos, llevados de la curiosidad y genio novelero propio de todos los indios, habían ido algunas noches a escondidas a su ejército. De esto les dio las quejas delante del padre Félix de Villagarcía, el día que entró al pueblo de Nuestra Señora de Fe, o de Santa María, diciéndoles por intérprete: «¿Es posible, hijos míos, que siendo yo vuestro gobernador ninguno de estos cuatro pueblos fuese a verme el tiempo que estuve en el Tebicuarí, no obstante que los del Uruguay, no siendo mis súbditos, y viniendo aunque mal mandados por su mal gobernador, iban a visitarme?».

18. Hicieron, pues, las tropas de Antequera el tránsito del Tebicuarí con el tren de su artillería, aunque no le acompañó hasta los pueblos toda la gente de su campo. Lo mismo fue divulgarse en dichos pueblos que se encaminaban allá los antequeristas, que tratar de ponerse en cobro con la mayor precipitación, para librarse de la furia de los que les miraban como mortales enemigos. Los de Nuestra Señora de Fe, que era el pueblo más inmediato, fueron los primeros a despoblarse y retirarse a los bosques, siendo muy sensible para los jesuitas que experimentasen este trabajo cuatrocientos tobatines, que ocho meses antes habían acabado   —250→   de reducir al rebaño de la Iglesia, y recibieron ahora no pequeño escándalo viendo que entre cristianos les faltaba la seguridad de que gozaban infieles en las selvas donde nacieron. Quedó sólo para guardar la iglesia el padre Félix de Villagarcía, y con su gente no hubo padre alguno que fuese, porque el cura de este pueblo padre Policarpo Dufo quedaba prisionero; pero agregáronse a la gente del pueblo de Santa Rosa, que retiró a los bosques el padre José de Guerra, quedando en dicho pueblo el padre Francisco de Robles su párroco, y asegurada la chusma de mujeres, niños y viejos, se volvieron algunos pocos, gente de tomar armas, a Santa Rosa y mayor número a Nuestra Señora de Fe; pero éstos andaban, como se suele decir, a sombra de tejado; siempre a una vista, sin entrar de día sino tal cual.

19. En el bosque cuidó el padre José de Guerra de dicha gente con grande solicitud, amor y vigilancia, a la cual se debió no se descarriasen los tobatines neófitos, según se temía. Aseguráronse también en la sierra no muy distante las alhajas de la iglesia y sacristía, porque con la experiencia de no haber perdonado en Tebicuarí aun a los ornamentos sagrados y altar portátil de los padres capellanes, ¿qué seguridad podía haber de que estos hombres se abstuviesen de tocar a las cosas sagradas, por más que se lo hubiese prohibido su adalid victorioso?

20. En los pueblos de San Ignacio Guazú y de Santiago Apóstol no quedó padre alguno, porque todos se fueron huyendo de este ejército insolente, cual pudieran del de Atila o Alarico, que no perdonaban a sacerdotes. Del de San Ignacio era párroco el padre Cristóbal Sánchez, y con hallarse molestado de varios achaques sobre setenta años cumplidos, sacó fuerzas de flaqueza para refugiarse a un monte no muy distante, pero seguro, con su gente, que condujo su compañero el padre Manuel González, como también todas las alhajas, y allí se mantuvieron hasta ocho de septiembre con grande incomodidad, quedando en el pueblo algunos pocos indios para cuidar de lo que no se podía llevar.

21. Los indios del pueblo de Santiago, de donde era cura el padre Antonio de Ribera, el otro jesuita prisionero, no se dieron por seguros en ninguno de los bosques, y quedando algunos pocos de guardia, tiraron los demás a guarecerse en el pueblo de Itapuá distante veinticuatro leguas; con que vista esta resolución les fue forzoso seguirles a los padres Leandro de Salinas, que pasaba de ochenta y dos años, y   —251→   Sebastián Toledano, disponiendo dos carretas en que meter las cosas de la iglesia y otras de casa, después de haber consumido el Santísimo Sacramento. Los trabajos que padecieron en este largo camino fueron excesivos: baste decir que el venerable anciano padre Salinas estuvo muy próximo a perecer. La chusma de mujeres y niños cogió varios rumbos, sin poderse dar socorro; iban transidos de hambre y sed, porque el bastimento que sacaron, como era sólo el que pudieron cargar a hombros, le consumieron presto, y añadiéndose a la penalidad del camino el miedo de caer en manos de sus enemigos, era mayor la fatiga, causando grande lástima las voces de las criaturas tiernas, que, clamando a sus madres por alimento, sólo podían acallarles la hambre con nuevas lágrimas y sollozos.

22. Muchas de las preñadas malparían, así por la fatiga como por la falta de todo, porque los bosques del camino, como muy trajinados, están faltos de caza que pudiera ser en esta ocasión su refugio. A parar en un lugar para aliviar el cansancio no se atrevían, porque el temor les representaba a cada paso sobre sí a los españoles. Semejantes pasaron otras miserias, pero al cabo llegaron a la reducción de Itapuá, donde recibidos con agrado se detuvieron, gozando alguna quietud, sin volver a su pueblo hasta días después que se serenó la borrasca, volviéndose Antequera a la Asunción, como veremos después que refiramos lo que obró y pasó en su venida y detención en los cuatro pueblos.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Entra don José de Antequera a las misiones de los jesuitas, y después de haber quitado Ramón de las Llanas la vida impía e inhumanamente a Teodosio Villalba, cabeza de los leales de la Villarrica, se retira improvisamente el ejército de los rebeldes de vuelta a la Asunción, donde entra Antequera con triunfo insultando de las banderas del ejército real, y manda poner presas las mujeres e hijas de los dichos leales de la Villarrica en su castillo, donde padecen muchas miserias.


1. Empeñado don José de Antequera en pasar hasta los cuatro pueblos de nuestras misiones, empezó a marchar el campo antequerista, el día 27 de agosto, hacia Nuestra Señora de Fe; con que acabó de retirarse al bosque la gente que hasta entonces había quedado en aquel pueblo. El día siguiente llegaron al pueblo diez soldados españoles enviados de Antequera con un auto para notificársele a los indios, mandándoles por él se mantuviesen sin moverse, pues no iba a hacer daño sino a dejar la tierra en paz. ¿Pues acaso había otra guerra sino la que él iba a introducir? Con no ir él a sus pueblos, se quedaran éstos en una paz octaviana.

2. Había a la sazón así en el pueblo como a vista de él, algunos indios a pie y a caballo; pero ninguno de ellos sino solos tres, que acompañaban en casa al padre Villagarcía, quiso oír el escrito. Despidiéronse los diez españoles, y apenas habían salido del pueblo, cuando se oyó vocería y los ecos de algunas cornetas. Sospechó el padre Villagarcía lo que podía ser, y montando prontamente a caballo acudió al reparo de los mensajeros. Hallolos, como se puede discurrir, en medio de sus enemigos, porque los indios, ofendidos de lo acaecido en Tebicuarí, y del atrevimiento de pisar solos diez hombres su país sin recelo, se habían de suyo convocado y venían en escuadrón hacia ellos para acabarlos. Salioles el Padre al encuentro, afeoles su resolución y mandoles se retirasen, a que obedecieron prontos por el grande amor que le   —253→   profesaban. Consoló entonces a los diez afligidos españoles y aseguroles no recibirían daño; con lo cual volvieron algo en sí, porque ya estaban poseídos de la turbación, temiendo que la multitud ejecutase con ellos lo que pocos días antes ejecutaron con sus paisanos. Sin embargo, hubo el padre Villagarcía de acompañarlos hasta el alojamiento de Antequera, distante tres leguas, y volverse de allí solo a las doce de la noche, por no haber querido llevar indio alguno en su compañía.

3. Martes 29 de agosto, noticiado el mismo Padre de que se acercaba Antequera, le salió a recibir media legua del pueblo con solos dos indios, y con su mucha discreción y urbanidad propia de sus obligaciones, ofreció el pueblo a su obediencia; pero a estas expresiones corteses sólo correspondió Antequera con decir: «Ahora que vuesa paternidad me ve con las armas victoriosas en las manos, lo pone todo a mi disposición». Y luego inmediatamente prosiguió dando varias quejas de los jesuitas. Satisfízole el Padre con mucha circunspección, que la tiene grande, y se despidió. Alojose Antequera junto a una fuente situada a la salida del pueblo, en el camino que va al de Santa Rosa, y a breve rato entró marchando por media plaza el alcalde Ramón de las Llanas con otro destacamento de caballería y se incorporó con su gran capitán Antequera.

4. Venía entonces Llanas de ejecutar la maldad impía e inhumana que llenó de escándalo a todas estas provincias y aun a todo el reino, y que no habrá ánimo cristiano que no se horrorice al oírla. Fue el caso, que conociendo los vecinos de la Villarrica la injusticia de la causa de Antequera, no sólo no quisieron concurrir con él a la resistencia, sino que, obedientes al Virrey, se ofrecieron leales a venir al ejército de don Baltasar a auxiliar las órdenes de Su Excelencia. Venían, pues, como setenta villenos a cargo del maese de campo Teodosio Villalba, sin saber el estado de los dos ejércitos, y quiso su suerte avistasen al Tebicuarí al día siguiente de la derrota del de don Baltasar. Ya por las cartas que había hallado Antequera en la escribanía de don Baltasar, sabía las ofertas que dichos villenos habían hecho, y dio orden se estuviese con vigilancia para esperarlos. Fueron, pues, vistos de los antequeristas, y como eran tan desiguales en número, se hubieron de rendir, siendo todos apresados, sin escapar uno. El modo de prender al maese de campo Villalba fue con dolo y debajo de amistad, porque Llanas tenía dada señal   —254→   cual otro Judas, que en convidándole él con la caja de tabaco, le echasen mano los suyos, como se hizo.

5. Antequera se hace afuera de la muerte bárbara e inhumana que a este buen capitán, digno de mejor fin, le dio Llanas, justificándose en su Respuesta, número 328, con la orden que le había dado, que era sólo de que le prendiese y condujese a su ejército desde el paso del río Tebicuarí para el pueblo de Santa Rosa, donde le fue a prender, y a toda su gente como a reos traidores, que así lo expresa en dicha orden. Por cierto que otra cosa corrió entonces, y no hubo quien no se persuadiese que había sido mandato de Antequera, lo que se confirma, porque jamás hizo cargo a Llanas de haber excedido su comisión. Pero no obstante creamos ahora que Antequera no mandó darle muerte, y sin embargo se la dio Llanas con la piedad que pudiera un hereje o mahometano, porque atándole de pies y manos le tuvieron de esa forma toda la noche, sin quererle dar aún una gota de agua, cuando al mismo tiempo se estaba Llanas recreando con su vista, diciéndole algunas quemazones y riendo con los suyos, lo cual todo toleraba Villalba con admirable paciencia.

6. Pasada con esta penalidad la noche, le sentenció Llanas a ser arcabuceado a usanza de guerra. Pidió entonces con lágrimas el paciente que le trajesen confesor para disponerse, pero la respuesta de Llanas fue que se confesase con Jesucristo e hiciese un acto de contrición. Rogó, que pues esto no se le concedía, siendo tan fácil, se le permitiese a lo menos que le diesen recado de escribir, para dejar apuntadas algunas deudas que tenía contraídas, por descargar así su conciencia; pero ni aun eso quiso concederle el hombre desalmado, y al punto le hizo disparar los fusileros, y le dio allí mismo sepultura. El caso no necesita de ponderación y pone bien patente a la vista la crueldad de aquel corazón de fiera, y apenas se puede creer cupiese en un pecho católico semejante maldad. Conocía bien este desapiadado sujeto que si Villalba llegaba a la presencia de Antequera, podría librar la vida, y adelantó la ejecución con tan breves plazos porque no hallase misericordia, como la alcanzó el maese de campo Lucas Melgarejo.

7. Los demás compañeros de Teodosio Villalba fueron llevados presos al pueblo de Nuestra Señora de Fe, presentándoselos Llanas, que venía muy ufano por la fechoría que acababa de practicar en obsequio suyo. Condenó luego   —255→   Antequera a muerte a los dos capitanes de la gente de Villarrica, Juan Mareyos y Alonso de Villalba, hermano del maese de campo Teodosio; pero interponiéndose con sus ruegos don Fernando de Sosa, capellán del ejército antequerista, les perdonó por gran favor las vidas. Así eran tratados por Antequera y sus parciales los fieles servidores del Rey; que era consecuencia forzosa de su primer yerro en haber negado la obediencia a los ministros legítimos de Su Majestad; mas la impiedad de Llanas sólo se pudo seguir de su obstinación y ánimo perverso.

8. Mucho sintió Antequera hallar desierto el pueblo de Santa María, porque había presumido que habiendo indios, no dejarían de dar, o a lo menos se le podría imputar algún motivo de qué asirse para mandar cautivarlos y dar a saco su pueblo, que era lo que había traído muy gustosas a sus gentes; pero no habiendo indios se resfrió su fervor, por no hallar modo de cohonestar la vileza de dejar robar la casa de los padres, sin que se les siguiese eterna infamia. Fuera de que hizo aquí de nuevo poderosa resistencia el maese de campo Montiel para que no se ejecutase el saqueo, y aunque por esa razón estuvieron casi resueltos Antequera y los del Cabildo a deponerle de su empleo, pero al fin como era muy querido y estimado de toda la milicia, temieron se amotinase, y que no serían obedecidos; con que por fuerza hubieron de condescender con su empeño y disimular su resistencia.

9. Ya que no podía Antequera usar de la fuerza, no quiso como sagaz dejar de aprovechar esta ocasión a su favor, porque sacando de entre los muchos dobleces de su pecho otro traje, se trocó al parecer en otro hombre. Revistiose de semblante benigno y apacible, dando solamente queja amorosa porque se ausentaba la gente. Protestó no querer hacerles mal alguno (necios indios si le hubieran creído) sino sólo que le reconociesen por gobernador y se sujetasen a sus órdenes. Trató en adelante al padre Villagarcía con afabilidad, aunque le molestaba siempre sobre que hiciese venir la gente para los fines expresados. Ni los indios gustaban de venir por sus bien fundadas razones, ni el Padre se atrevía a llamarlos, así por ese mismo motivo, como porque temía que si se acababan de enfadar, podrían hacer venir la gente de guerra, que ya estaba junta en la estancia del pueblo de Santiago, y sucederían en una muchas desgracias. Con todo eso, porque pudiese hacer sus papelones de que la gente había   —256→   acudido a su llamamiento y se volviese al Paraguay antes que los indios, mudando de parecer, se cansasen de estar sufridos, dispuso el Padre volviese al pueblo alguna gente, como cien familias, con quienes actuó sus diligencias, y al cabo de tres días, a 1.º de septiembre, se pasó al pueblo de Santa Rosa, distante tres leguas.

10. Sintió mucho la gente de Antequera no haber logrado en Nuestra Señora de Fe la ocasión del pillaje que les había prometido, y empezáronse a disgustar creyendo que tampoco les cumpliría su promesa en Santa Rosa, como sucedió de hecho. Cortejole aquí cuanto supo (y sabía mucho) el padre Francisco de Robles, con quien Antequera y el Cabildo, de cuyos individuos era muy conocido por haber vivido años en el colegio de la Asunción, trataron largamente sobre varios puntos, dándole grandes queja y sentimientos, que con su grande persuasión procuró desvanecer. Sólo el Cabildo del pueblo y algunos pocos que habían quedado recibieron al ejército con toda paz y sumisión; con que no le quedó lugar a Antequera para desnudar la máscara de que se había revestido, y le fue forzoso llevar adelante el disfraz de manso y apacible, cumpliendo la oferta hecha en Nuestra Señora de Fe, de que sólo pretendía de ellos le prestasen obediencia.

11. Vinieron, pues, los indios sobredichos, y con particulares ceremonias le dieron la obediencia como a gobernador, celebrando esta función con la armonía de sus músicos instrumentos, que sonaron muy mal en la ocasión a la soldadesca de Antequera, la cual no quisiera tanto concierto, por tener ocasión de saciar su codicia; pero como no había título ni aun aparente, no se atrevió a permitírselo Antequera; con que se fueron desazonando cada vez más, y muchos empezaron a abandonar a su capitán general, volviéndose sin su orden al Paraguay. Nombró nuevo corregidor, regidor y cabos militares del pueblo; pero como todo era obrado con violencia y sin jurisdicción legítima, por tenerle ya el señor Virrey declarado por gobernador intruso, no tuvieron más que el nombre, y luego que se ausentó del pueblo, volvieron esos oficios a los que legítimamente los obtenían.

12. En las pláticas que aquel día tuvieron Antequera y el Cabildo con el padre Robles, que para las ocurrencias de la guerra tenía las veces del superior de estas misiones, se atrevieron a hacerle cargo de todos los gastos causados en esta expedición, que dijeron los debían pagar los dichos   —257→   pueblos, en vez de recompensarles ellos todos los que de parte de dichas misiones se hicieron en servicio del Rey, pues habían sido causa de ellos con su pertinaz inobediencia. El padre Robles, por librarse de sus molestas instancias sobre este punto, respondió se satisfarían, si lo debiesen pagar los indios, después de liquidada la materia ante juez competente y que no fuese parte.

13. Así quedó este punto, y con todo eso, el alcalde de primer voto Miguel de Garay, vuelto al Paraguay, formó la lista de cuanto habían consumido en la guerra, y otros daños que se habían causado, y en carta de 22 de septiembre se la remitió a dicho padre Robles, reconviniéndole para que luego la pagasen los indios; pero el Padre le respondió que siendo su autoridad de vicesuperior muy coartada, no podía arbitrar en cosa tan grave como la presente, y supuesto que ninguno de los pueblos que pretendía ser los deudores se iba de la otra parte del mar, pagarían a su tiempo si el juez competente los condenase; que a él se le remitiría la materia, y se esperaría la respuesta, y que ésta era la que había dado en la sesión que sobre el punto habían tenido en aquel pueblo. Irreparable yerro hubiera sido condescender con ellos en pagarles lo que pretendían injustísimamente, pues nunca lo hubieran restituido a los indios, por más sentencias que hubiese habido, como no les han resarcido hasta ahora los daños que les causaron en el discurso de la guerra.

14. Del pueblo de Santa Rosa determinó repentinamente Antequera marchar el sábado siguiente a 2 de septiembre, habiendo dicho antes que oiría allí misa el domingo próximo. Causó admiración a los nuestros esta novedad, y no pudieron atribuir a otra causa la mudanza súbita de resolución, sino a que hubo entonces de saber de cierto la cercanía de cinco mil indios tapes armados, que distarían solas doce leguas, pues aun sin detenerse a comer se despidió y mandó levantar su campo cerca de mediodía, marchando otra vez hacia Nuestra Señora de Fe. Con la cercanía de su peligro debió de conocer ahora Antequera la temeridad con que había procedido en entrar a dichos pueblos con solos setecientos españoles casi todos en caballerías cansadas, que se iban quedando muertas por el camino, y los más de los soldados con solas dos cargas de pólvora, que se les habían repartido al pasar el Tebicuarí.

15. A la verdad, el hombre se animó a la entrada de aquel país (que debiera en la ocasión juzgar enemigo), sólo con la   —258→   confianza de que los jesuitas no habían de tomar venganza, aunque pudiesen, porque sin embargo de que publicaba de ellos mil maldades, bien conocía en su interior eran mentiras. Así fue como lo pensó, pues a no ser jesuitas los que gobiernan estos indios, hubiera habido bellísimas ocasiones de satisfacerse ellos de sus agravios, porque actualmente estaban en marcha cinco mil indios sacados principalmente de los pueblos del Uruguay, que son ejercitadísimos en el arte de cabalgar por el ejercicio que tienen de recoger a caballo las vacas para su sustento en las campañas dilatadas de junto al mar, y estaban todos bien armados de lanzas, medias lunas, bolas, flechas, macanas, espadas y no pocas bocas de fuego; porque como don Baltasar reconoció al fin excedía en número a la suya la gente que Antequera había sacado de la Asunción, envió a pedir ese refuerzo para verse superior, y por su orden venían los cinco mil, habiendo también más de cuarenta españoles fugitivos del Paraguay y de la Villarrica por las violencias tiránicas de Antequera, personas briosas, que deseaban acometerle con estos indios, con los cuales atajando antes los caminos, que es cosa fácil según la constitución del país, hubiera sido más fácil prender a Antequera y derrotar su gente; pero nada de eso se consintió, porque los que lo habían de consentir eran padres de la Compañía, quienes antes bien trabajaron cuanto alcanzó su poder y autoridad en que no les hiciesen daño alguno los indios, lo que quiso Dios consiguiesen de ellos, porque como no había cabeza que con voz del Rey los pudiese gobernar, por haberse vuelto ya don Baltasar García Ros a Buenos Aires, contuvieron los jesuitas a dichos cinco mil indios y los hicieron restituirse a sus pueblos.

16. Media palabra que alguno les hubiera dicho, trayéndoles a la memoria las recientes crueldades usadas con los de su nación por los antequeristas, sobrara para irritar sus ánimos y empeñarlos a la venganza, la que hubieran logrado muy a su satisfacción, porque como prácticos del terreno hubieran cogido los pasos, y siendo cinco mil contra setecientos en tierra ajena, los hubieran consumido; pero nada se les dijo por nuestra parte, sino todo lo contrario, por estar muy ajenos de eso los ánimos religiosos de los jesuitas misioneros. Lo que sí hicieron en todos los pueblos de sus misiones, aun desde el principio de estas revueltas, fue rogar instantemente a Nuestro Señor por la paz, haciendo a ese fin rogativas cuotidianas patente el Augustísimo Sacramento   —259→   en sus iglesias. Y cuando por mandado del señor virrey se llevó el negocio por fuerza, y se hubieron de dar indios para la guerra, cada padre cura nada encargaba más a sus feligreses sino que no saliesen un punto de lo que les ordenasen los ministros del Rey nuestro señor, ni salió indio alguno de su pueblo que primero no hubiese purificado y fortalecido su alma con los santos sacramentos de la penitencia y eucaristía, y al partir iban juntos a la iglesia a encomendarse devotamente a Nuestro Señor, y rezaban las letanías y otras devociones.

17. ¡Oh! y cuán poco de esto se observaba en el ejército de Antequera, en donde no se sabe (aunque se procuró saber) que ninguno de los tres mil que salieron a pelear hubiese hecho demostración alguna de cristiano, sino alguno de los que salieron por fuerza y no eran antequeristas. Y es cierto que diligencias tan cristianas como las que practicaron nuestros indios, no indicaban ánimo vengativo, sino obediencia a los ministros reales, y la solicitud de los nuestros en impedir destrozasen los cinco mil indios a los setecientos antequeristas, es prueba real de su ánimo pacato y ajeno de venganza; pero con todo eso, están y estarán los del Paraguay persuadidos que los jesuitas misioneros intentaban la ruina de su ciudad y provincia, dando a ciegas crédito a la carta fingida por Antequera y a otras sofisterías suyas y de sus parciales, que sin temor de Dios promueven estas voces.

18. Dejémoslos con su tema, y digamos cómo Antequera al pasar de retirada por Nuestra Señora de Fe no se atrevió a alojar en el puesto que tuvo a la venida cerca del pueblo, donde tenía la comodidad de una fuente que ellos entonces alabaron y celebraron mucho, sino que se fue a otro paraje distante, en el camino que va al Paraguay, no dándose por seguros, si se quedaban entre los dos pueblos de Santa María y Santa Rosa, por la noticia que ya tenía de los cinco mil indios auxiliares. Desde aquel paraje distante, por no mostrar cobardía, vino Antequera el domingo siguiente acompañado de los personajes principales de su ejército a hacer la ceremonia de despedirse del padre Félix de Villagarcía, a quien, aunque ahora trató con grande urbanidad, pero no dejó de volver a molestarle, dándole de nuevo sus quejas y sentimientos.

19. Hizo en la iglesia por intérprete un prolijo razonamiento a los indios que dijimos habían acudido, mandándoles   —260→   con grandes amenazas no diesen otra vez auxilio a don Baltasar ni a otro alguno, sin avisarle primero. ¡Estupenda simplicidad! ¿Si se persuadiría que le habían en eso de obedecer? Mudó corregidor, teniente de campo y sargento mayor, oficiales que, como en Santa Rosa, no tuvieron más que el nombre, por ser nombrados por quien estaba declarado no tener potestad o jurisdicción alguna. Prosiguió luego su marcha para su corte del Paraguay, sin cumplir la palabra que había dado a los suyos de permitirles el saqueo de estos pueblos, por lo cual los llevaba muy descontentos; pero a la verdad más sano consejo fue volverlos disgustados que dejarlos muertos, como se pudiera temer por lo que ya hemos dicho.

20. Con todo eso no dejó esta gente de hacer daños considerables a la entrada y a la salida, porque como transitaron por los parajes donde se guardan los ganados para la manutención de estos pueblos, hicieron en ellos cuanto mal pudieron, y pudieron cuanto quisieron, robando y llevándose grande cantidad de animales. Antes de entrar Antequera en la ciudad, adelantó orden de que se dispusiese lo necesario para el triunfo, como se ejecutó, vistiéndose su gente de gala, y adornando ante la puerta de su palacio un arco triunfal, vestido de hojas de árboles a la usanza del país, que verdaderamente fueron proféticos jeroglíficos de la poca duración que había de tener su semirreinado, como era forzoso la tuviese, siendo tan violento.

21. Repartiéronse a trechos en el dicho arco triunfal las banderas que había ganado en la batalla, en señal de su gran fidelidad al Rey nuestro señor, y para confirmar su respeto a las insignias de Su Majestad (pues no podía dudar eran tales, habiendo visto los despachos originales del señor Virrey, que halló en la escribanía de don Baltasar, como queda dicho), iba delante del caballo (en que entró triunfante) un soldado arrastrando una de las dichas banderas, que por haber sido muy lluvioso aquel día, llegó a la iglesia como se deja entender. Las campanas de todas las iglesias se deshacían en festivos repiques, todos le aclamaban regocijados, llegando a decirle lisonjeros esperaban ver sus sienes adornadas de real corona, y ocupada su diestra con el cetro en lugar de bastón, y las hijas del Paraguay le colmaban de bendiciones por haberlas librado de casarse con los tapes, peores, en su opinión, que los filisteos.

22. Las honras o exequias por sus difuntos en la guerra   —261→   se celebraron con mucha pompa, y un solemne sermón que predicó cierto religioso comparando los cinco españoles muertos en la batalla (que a ese número se quiso reducir el mayor de ellos por la acomodación) con las cinco piedras de David figura, que dio en tierra tan a poca costa con el gigante de la soberbia, el cual se dejó bien entender quién era, en opinión del predicador y del auditorio, aunque no se atrevió a proferirlo el labio. Y por no dejar de solemnizar el triunfo, dispensando alguna de sus acostumbradas piedades para los miserables, dispuso para complemento de la victoria igualmente que de su indómita venganza, fuesen traídas desde Villarrica, distante más de cuarenta leguas de la Asunción, muchas mujeres casadas y doncellas y las mandó poner presas en el fuerte del peñón, con guardia de soldados, por el enorme delito de no haber querido sus maridos, a ley de buenos y fieles vasallos de Su Majestad, acomodarse a seguirle, sino ofrecídose a auxiliar a don Baltasar, en cuya escribanía apresó las cartas que fueron testimonio irrefragable de su fidelidad y prueba innegable del delito hacia Antequera.

23. Así se ejecutó puntualmente, como si, aunque aquella fidelidad fuera crimen, fuesen cómplices las desdichadas, que pagaron la pena por espacio de tres meses, en que padecieron extrañas miserias, hasta que por ruegos e intercesión del señor obispo don fray José Palos les dio libertad para volver a sus casas, por el mes de diciembre. También la consiguieron poco después de entrar Antequera triunfante en la Asunción, los dos jesuitas prisioneros, dándoles licencia para restituirse a sus reducciones; pero habiendo de salir de la ciudad el día 22 de septiembre, hubo de ser en carretones prestados de algunos amigos, porque los propios se quedaron por despojos habidos en guerra justa. Algunos de los indios prisioneros lograron en la ocasión la misma suerte que sus párrocos, porque como algunos de los vecinos que habían salido a la guerra no iban voluntarios sino violentados, mostraron su cristiandad en dar secretamente caballos y libertad a los indios que les cupieron en la repartición y los despacharon a sus pueblos; otros, que cayeron en manos menos piadosas, lloraron su esclavitud hasta que fue a pacificar aquella provincia el señor don Bruno Mauricio de Zavala, como diremos en breve.



  —[262]→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

Entra el ilustrísimo señor don fray José de Palos a su iglesia del Paraguay, y ganadas las voluntades de los antequeristas les impide conmuevan de nuevo la provincia; forjan ellos varias calumnias contra los jesuitas, y su ilustrísima las desvanece, y solicita en la Real Audiencia sean restituidos a su colegio.


1. Al tiempo mismo que don José de Antequera volvía de su expedición a la ciudad, tuvo en el camino noticia cierta de que el ilustrísimo señor don fray José de Palos, obispo dignísimo del Paraguay, marchaba por sendas extraviadas a tomar posesión de su iglesia. Asustose algún tanto con esta novedad, temiendo no fuese esta venida rémora de sus designios, o máquina ideada por los jesuitas para perturbar sus glorias; porque por una parte sabía muy bien quién era este gran prelado, conocía su celo, su entereza, su valor, su fidelidad, su sabiduría y su grande ejemplo, prendas todas que no le permitían avenirse con sus erradas ideas, y por otra, viéndole venir inmediatamente de las misiones del cargo de los jesuitas por caminos extraviados, receló no fuese su ánimo poner en planta algún arbitrio contrario a sus intentos; y todo junto le estimuló a apresurar la marcha para ganar tierra y tiempo y disponer los ánimos y las materias, consultando sus astucias con los de su gabinete, que estaban con su magisterio bien versados en semejantes máquinas, con las cuales tiraban o a llevar adelante su obstinación o a desvanecer cualquier designio de su ilustrísima.

2. El motivo de su impensada y acelerada venida fueron los mismos sucesos presentes, por probar si podía poner algún remedio a tantos males. Habíanle rogado encarecidamente los prelados regulares del Paraguay interpusiese su autoridad para obviar estos disturbios, viniéndose a la Asunción, donde sería el iris que serenase esta tempestad deshecha en que zozobraba la quietud común y la paz pública. Para este fin hicieron propio extraordinario el Cabildo   —263→   eclesiástico y las religiones el día 27 de julio, representándole el próximo peligro de ruina que amenazaba, y urgiéndole con las más vivas y apretadas instancias, para que se fuese cuanto antes a su santa iglesia. De estas cartas ninguna llegó a manos de su ilustrísima, sino la del reverendísimo padre maestro fray Juan de Garay, prior del convento de Santo Domingo, y le alcanzó a 6 de agosto, hallándose en la visita de la reducción de Santa Ana del cargo de los jesuitas.

3. Lastimó el corazón piadoso del señor Obispo su contexto, como formado con mucho acierto, y que ponía a la vista con grande viveza los males temidos, como si fueran sucesos presentes; pero dependiendo todos, en la opinión de su reverendísima, de la ida de don Baltasar con armas, y siendo imposible al celoso prelado impedir esa resolución por los motivos que expresé en el capítulo del libro, pues había practicado ya todas las diligencias sobre el asunto sin efecto, no le quedó otro recurso sino el de acogerse al asilo de la divina piedad con súplicas y oraciones fervorosas, para que se dignase de infundir en todos un rayo de su soberana luz, que afianzase la verdadera paz y quietud. En esta misma razón respondió al reverendísimo Padre Prior, excusándose de transitar en la ocasión al Paraguay, donde por cualquiera diligencia podría caer en Scila cuando huyese de Caribdis, pues si persuadía a Antequera obedeciese, sería reputado parcial de los jesuitas y contraería el odio común, y si se aviniese con él sería con queja de la fidelidad debida al Soberano.

4. Esta carta no llegó entonces a manos del reverendísimo Padre Prior, porque no la dejó pasar Antequera, y aunque no consta si entonces la retuvo, a lo menos es cierto que la ocultó mucho tiempo, porque aun dado caso que la hubiese hallado en la escribanía de don Baltasar (como escribe en su Respuesta impresa, números 278 y 281), quien quizá viendo que Antequera no dejaba pasar el correo, la cogería para en entrando al Paraguay como esperaba, entregarla al Provisor, en cuyo pliego iba inclusa; pero aunque así fuera, no se puede purgar Antequera de la sospecha de haberla ocultado él mucho más tiempo con malicia, quizá porque abierto el pliego y leído el contexto de dicha carta, no le pareció convenir a sus intereses se publicasen sus noticias, como era la de que don Baltasar iba segunda vez por nueva orden del señor Virrey, de la cual testificaba su ilustrísima, y la de que iba con ánimo de pregonar indulto sobre las resistencias   —264→   hechas a los despachos de Su Excelencia, y sobre los otros delitos en nombre de Su Majestad, cosas ambas muy opuestas a lo que él había divulgado y de que quería tener ignorantes a los suyos para llevar adelante sus ideas.

5. Aun creyéndole por favor a Antequera se hallase esa carta en la escribanía de don Baltasar, es cierto que al tiempo de hacerse el inventario de los papeles encerrados en ella, proveyó decreto en que manda (según consta del mismo número de su Respuesta) «que este inventario se acumule a los autos, y también todos aquellos instrumentos, cartas y papeles concernientes a la materia, excluyéndose los que no pertenecieren, como también las cartas cerradas, para que se den a sus dueños. Y sobre lo tocante a los autos y despachos inventariados se disponga de ellos a su tiempo, como también de los demás papeles que no hacen al caso, remitiéndolos al dicho don Baltasar». Esto proveyó Antequera al fin del inventario hecho por agosto de 1724, y la carta de que hablamos se halló todavía en su poder por abril de 1725, cuando el señor don Bruno hizo inventario de los papeles que se le habían quedado en la Asunción. Pues, ¿por qué según su auto no la había hecho dar a su dueño, o al señor Obispo, o remitido a don Baltasar? Parece inferirse que no la dio, porque él fue quien la retuvo sin ánimo de darla, como no la había dado en siete meses.

6. Consuélase al fin Antequera en el número 280 de su Respuesta, con que dicha carta se halló en su poder cerrada, e infiere de ahí que no la había él abierto. Yo digo, que hablando de Antequera no se infiere tal, sino que se puede siempre sospechar con fundamento que la abrió, y por ver su contenido la ocultó, pues lo mismo hizo después en esta ciudad de Córdoba con carta o papel digno de mayor respeto, cual fue una Provisión Real de la Audiencia de Chuquisaca, que iba en pliego sobrescrito al Cabildo del Paraguay, la cual abrió estando retraído en el convento de San Francisco, la leyó a su placer, y tuvo habilidad para contrahacer el sobrescrito o poner el mismo sin que se conociese la abertura, como consta de la declaración que se pondrá a su tiempo. ¿Pues quién quita hiciese lo mismo con la carta del señor Obispo para el reverendísimo padre prior del Paraguay? Ello es cierto que, o habiéndola hallado Antequera entre los papeles que apresó a don Baltasar, o habiendo llegado casualmente a sus manos, la ocultó siete meses.

7. Esta ocultación estuvo para redundar en descrédito   —265→   de su ilustrísima, a lo menos entre los antequeristas, porque como hubiese remitido copia de ella a la Audiencia de la Plata, y se hubiese dicha copia insertado en una Real Provisión de dicha Audiencia, que fue la que acabo de decir que abrió Antequera en Córdoba, como se leyó dicha Provisión en el Cabildo de la Asunción, y sabían sus individuos que no había recibido tal carta de su ilustrísima el Padre Prior, empezaban ya a murmurar que el señor Obispo escribiendo a la Real Audiencia suponía cartas que no había escrito; pero en breve volvió Dios por su crédito, disponiendo que al inventariar pocos días después el señor don Bruno los papeles que Antequera se dejó en el Paraguay, hallase un pliego de su ilustrísima dirigido a su provisor, inclusas en él cartas, respuestas a las instancias de los prelados y entre ellas la del Padre Prior. Abriéndose, pues, el pliego en concurso del mismo Cabildo secular, prelados de las religiones, oficial real y escribano, y leyéndose dicha carta, quedaron corridos los capitulares antequeristas de su atrevimiento en murmurar de su santo pastor, y los prelados regulares satisfechos de la justa queja que tenían de no haber merecido respuesta.

8. Pero dejada esta digresión (a que nos obligó la sofistería de Antequera por obscurecer la verdad), digo que aunque el señor Obispo había sido de parecer, hasta que sucedió la derrota de don Baltasar, que no era conveniente hallarse en el Paraguay; pero reconociendo que con este feliz suceso de Antequera crecía en él y en los suyos la insolencia, mudó de dictamen y le pareció convenía conducirse cuanto antes a la Asunción, para atajar que no se despeñasen sus descarriadas ovejas en mayores desaciertos, y en un abismo de males de donde fuese casi imposible salir después sino con ruina de la mayor parte de la provincia. Hubiera sucedido todo así en la realidad a no haber seguido su ilustrísima este consejo, porque a su presencia se debió que Antequera no se obstinase en su resistencia como quería, y que obedeciese el Cabildo a los despachos del nuevo Virrey, como veremos a su tiempo.

9. Dejando, pues, su recámara en nuestras doctrinas, se encaminó su ilustrísima a la Asunción con una corta comitiva por caminos muy ásperos y fragosos, llenos a cada paso de pantanos o ríos, en que corrió riesgo de perecer. Todos los buenos deseaban con ansia ver a su pastor, de que por cuarenta años había carecido aquella diócesis, y como la   —266→   fama, que desde la primera noticia de su elección se divulgó en el Paraguay, aun estando todavía su ilustrísima en Lima, pregonaba sus relevantes prendas, y ésta se había aumentado con las pruebas de su infatigable celo, crecían los deseos de gozarle cuanto antes, con la esperanza de que podría poner fin a tantos males. No eran de este parecer los antequeristas, que le temían por su notoria entereza, y no quisieran verle tan cercano, de que fue bien clara prueba lo que sucedió con el correo que llevaba cartas de su ilustrísima al provisor del Paraguay y a otras personas.

10. Éste, pasando por el ejército de Antequera y pidiéndole licencia para proseguir su viaje a la Asunción, por decir era correo del señor Obispo, no se la quiso conceder ni le dejó pasar adelante, diciendo él y sus aliados: «Nosotros no necesitamos de obispo». Dijeron sin querer la verdad, porque nunca los lobos quieren ver al pastor, y más cuando iban a hacer presa en sus ovejas. Con todo eso, viendo que ahora el celoso prelado se les entraba por las puertas, trataron de hacer los antequeristas de la necesidad virtud, y probar si con los excesivos cortejos podrían inclinarle a su partido; que nunca los malos reputan a los demás por tan buenos, que desconfíen de poder vencerlos con su malicia y derribarlos de su constancia, como que es natural presumir de otros la flaqueza que en sí mismos experimentan, y no se juzga difícil se rinda uno, por constante que sea, a la pasión que en su propio ánimo predomina.

11. Todos, pues, así antequeristas como los que no lo eran, hicieron en el recibimiento de su prelado singulares demostraciones de alegría, tan afectada en los primeros, como en los segundos cordial y sincera. Saliole a recibir Antequera bien lejos de la ciudad, en la cual entró a siete de octubre. Quisiera con prudente disimulo el buen príncipe hacerse por entonces desentendido de los excesos perpetrados, pero como a Antequera y a los suyos les remordía gravemente la conciencia, no sabían sosegar, y a las primeras vistas entablaron conversación de la materia, empezando a santificarse en todo lo hecho como si fueran acciones de la más fina y acendrada lealtad; mostrábanle varios papeles (y aun también los fingían) por donde constaba a su parecer la justificación de sus operaciones, excusándose unas veces y otras acusando, prometiendo y pidiendo, afirmando y negando, y en fin usando de todas las artes que llevaban bien premeditadas. Arduo y peligroso lance en cualquier rumbo   —267→   que siguiese; pero con todo eso se supo gobernar de manera la advertencia del prudente prelado, que no tropezase en ningún extremo ni dejase quejosa la fidelidad debida a su soberano ni apartase de sí intempestivamente los ánimos mal dispuestos de aquella gente.

12. Porque sin darles respuesta de que pudiesen asirse, como de aprobación, los entretuvo digiriendo cuanto oía, y reduciéndolo con gran destreza a saludable substancia en cuanto era posible, y aunque en tal cual punto declaró su sentir, porque lo pedían así sus obligaciones, pero fue con tal recato y moderación, que nunca pudo la perspicacia de Antequera sondar los secretos de su pecho, ni con todas sus sofisterías pudo introducirse a dominar la integridad de su grande ánimo. Portose en fin con tal modo y con tanta afabilidad, en que es extremado, que poco a poco les fue ganando las voluntades, y usando de la gravedad y majestad de un San Ambrosio, cuando la necesidad lo requería, procedía en lo demás con la humildad y llaneza de un verdadero hijo de San Francisco, y éstas cautivaban los ánimos de los desapasionados, cuando aquéllas contenían a los que se querían desmandar. Con todos al fin se hizo tal lugar, que por lo común llegaron a estar colgados de sus palabras, lo que les sirvió para no acabarse de perder.

13. Cuando salió su ilustrísima de las misiones iba con ánimo de restituir la Compañía a su colegio a cualquier costa, aunque fuese forzoso esgrimir las sagradas y formidables armas de la Iglesia, fulminando censuras; pero como avisado de su resolución, el padre rector Pablo Restivo respondiese no podíamos volver decorosamente si no lo mandase la Real Audiencia de los Charcas, desistió por entonces de su intento, y el ver los antequeristas no trataba de un negocio en que le juzgaban por muy empeñado, les hizo perder el primer horror con que por este motivo le miraban. A la verdad pulsó su ilustrísima con la experiencia muy difícil de conseguir, este asunto por lo adverso y enconado de los ánimos contra los jesuitas, y hubo de mortificar sus deseos y reprimir su celo por conseguirlo mejor por otro camino que emprendió, aunque siempre receloso de su consecución.

14. Reconoció, pues, que sería exponer a su perdición el ánimo de Antequera y de los suyos según su obstinación, si con la fuerza de las censuras pretendía reducirlos a dar satisfacción a la Iglesia en tantas maneras ofendida, y siguiendo   —268→   el ejemplo del sumo sacerdote Onías, le pareció el consejo más acertado implorar el auxilio y providencia del brazo real en el tribunal mismo, con cuya autoridad bien que mal interpretada, defendían y apoyaban sus operaciones. Escribió, pues, en 4 de noviembre una carta a la Real Audiencia dándole noticia en lo general de lo acaecido, y en particular de cuatro enormes casos con que se hallaba vulnerada la sagrada inmunidad de la Iglesia, siendo dos de ellos la expulsión de los jesuitas de su colegio y la prisión de los dos padres capellanes del ejército de don Baltasar, para que informada Su Alteza de todo, proveyese remedio a los males presentes y a los futuros que con razón se temían, si éstos no se reparaban, pues es cierto crecen los delitos con la impunidad, y se hace insolente la licencia de pecar cuando no se ocurre con el castigo. Y por lo que toca a la restitución de los jesuitas, después de haber referido su ilustrísima el modo y las circunstancias de la expulsión, decía así, tocando las dificultades que halló y las que temía:

15. «La falta, señor, que el ejemplo y doctrina de estos apostólicos varones hace en una ciudad de no muy ajustadas, por no decir estragadas costumbres, siendo los únicos que en misiones y pláticas tenían publicada guerra contra los vicios y el infierno, la dejo a la alta consideración de Vuestra Alteza, expresando sólo que mi mayor sentimiento es el que no se mantuviesen en su hacienda de Paraguay, pues obtenida licencia de vuestro gobernador, se pasaron a las misiones antes que yo llegase, pues hubiera solicitado por todos los medios cortesanos y humildes, aunque rozaran en dispendio de mi dignidad, su restitución, si bien he pulsado hubiera sido casi imposible mi deseo, y aun los padres me escribieron no lo intentase, pues no podían volver sin sentencia de Vuestra Alteza. Y no sé, señor, si hallando la justificación de Vuestra Alteza, que dichos padres deben ser restituidos, se obedecerá vuestro real mandato, ni se arreglará esta provincia, menos que pasando a su ejecución uno de vuestros ministros, y no expreso los motivos de mis recelos por ajenos de mi dignidad y estado».

16. Expresa después su ilustrísima que aunque conocían la obligación en que Dios y el Rey le habían puesto con su dignidad, que era de perder la vida en defensa de la inmunidad ultrajada, y que se hallaba con valor para sacrificarla gustoso a tan santo fin; pero que considerada la constitución   —269→   de los tiempos, los graves incidentes de ellos, la positura de los que gobernaban y los graves inconvenientes que podían seguirse, tenía por más sano consejo disimular para ganarles de ese modo la pía afición, mediante la cual podría solicitar con las mayores veras la paz y unión de los ánimos, que por ahora (dice) gloria a Nuestro Señor se logra, aunque no sé si aparente, esperando en el ínterin el remedio de tales desórdenes de la providencia eficaz de Su Alteza.

17. La que dio la Real Audiencia en fuerza de esta representación veremos adelante, como también con cuánto fundamento temía el señor Obispo que no sería obedecida, y que era, como insinúa, muy aparente la paz de que se gozaba, porque a la verdad no era otra cosa que estar el fuego cubierto con la ceniza. En lo exterior, como no había quien saliese por la obediencia debida, parecía haber serenidad; pero ocultamente eran vivísimas las diligencias por llevar al cabo sus depravados fines. Eran frecuentes los conciliábulos de los regidores antequeristas, que fomentados por algunos eclesiásticos se juntaban en casa del regidor Urrunaga, o en la de Antequera, a conferir el modo y traza de justificarse; allí tenían sus consultas muy secretas; allí se fabricaban las máquinas para destruir a sus enemigos; allí se forjaban los papelones llenos de mentiras y ficciones que dentro del Paraguay no se atrevían a publicar, porque se conocería luego la falsedad con ignominia de sus autores, sino que se escribían a partes distantes en confianza de que lejos de allí donde no se pudiese averiguar fácilmente la verdad, hallarían siquiera por algún tiempo crédito. Recelaban que si en la misma ciudad o provincia se supiesen sus fabulosas invenciones, quedarían tan corridos como quedaron en una calumnia que por entonces impusieron a nuestros misioneros y a sus indios.

18. Divulgaron que el capitán Alonso González de Guzmán (que fue el propio que pasó con los pliegos del Provisor su hermano y de los prelados al señor Obispo antes de la batalla, porque fuesen con mayor seguridad) había sido muerto alevosamente de los tapes y ocultado los padres misioneros su cuerpo; pero que algunos españoles acertaron a ver el cadáver y reconocieron ser el suyo, aunque estaba desfigurado, y que se confirmaron después en la verdad, porque cuando entraron en el pueblo de Nuestra Señora de Fe hallaron escondido en uno de nuestros aposentos el aderezo caballar del difunto, que conocían bien. Esta noticia halló   —270→   prontamente crédito en los ánimos mal afectos del vulgo antequerista, causando el escándalo que se deja considerar, por vernos cómplices en semejante maldad, aunque tan mal forjada en su contexto, pues es bien claro que no había para qué se ocultase el cuerpo del muerto en parte donde le hallasen los paraguayos, y que lo natural hubiera sido haberle dado sepultura donde no pareciese, sino que ya nos quisiesen atribuir como los arrianos a San Atanasio, le teníamos reservado para alguna operación mágica; pero ciegos en el deseo de calumniarnos, sin reparar en nada de lo que podía hacer increíble el caso, le llegaron a dar crédito tan sin duda, que la misma mujer del supuesto difunto se lo persuadió totalmente, y luego que el señor Obispo entró a la ciudad, se presentó ante su ilustrísima vestida de luto, pidiendo con lágrimas obligase a los jesuitas le compensasen la vida de su marido, pues se la habían quitado ellos, o sus indios por su mandado.

19. ¿Quién no se movería a compasión de aquestas al parecer tan justas lágrimas? Mas, por otra parte, ¿cómo al señor Obispo se le había de hacer creíble tenían bastante motivo, cuando se fundaban en una maldad increíble de los jesuitas a quienes tenía tan bien conocidos? Tengo por cierto que aun los mismos autores de esta patraña dudaron, al divulgarla, hallar entero crédito, y cierto que no se le hubiera dado sino gente tan apasionada contra los jesuitas como los secuaces de Antequera, porque a veces se imputan culpas tan atroces, que en su misma atrocidad llevan el sobrescrito de ser falsas, como de las acusaciones de Messala Corvino contra Calpurnio Pison, dijo discretamente Cornelio Tácito: Adeo atrociora alicui objiciuntur crimina, ut solum ex atrocitate pateat ea esse falsa. Desde luego se persuadió el señor Obispo era ésta alguna de las muchas quimeras inventadas por nuestros émulos para nuestro descrédito, y con la esperanza de que se había de manifestar la verdad, ofreció a la mujer del difunto hacer lo que pudiese por su consuelo, en constando plenamente el caso, y tardó poco en descubrirse toda la tramoya, porque al mes entró en la ciudad vivo el difunto en compañía de fray Andrés Calderón, religioso lego del orden seráfico y compañero del señor Obispo, dejando con su presencia a los autores de la mentira más atónitos que si fuera verdaderamente resucitado.

20. De este caso trata largamente Antequera en su Respuesta, en los números 305, 306 y 307, pero aunque añade   —271→   algunas circunstancias para infamar a los indios guaraníes, no niega el caso, como suele, sino sólo dice que no le creyó, y que en fuerza del juramento que en su presencia hizo el padre Félix de Villagarcía, por ver que los antequeristas se resistían a creerle, persuadió el mismo Antequera a la mujer enlutada que su marido vivía, disuadiéndola las demostraciones de sentimiento. Agradezcámosle que alguna vez no creyó de nosotros una calumnia descabellada, pero sin duda que como a él no le pesaría de que el caso se creyese, debió de ser tan tibia su disuasión, que la dicha mujer no se supo desengañar, y prorrumpió en la hazañería de ir a querellarse ante el señor Obispo.

21. Con otro caso nada más verdadero quisieron en la misma ocasión conmover los ánimos contra las misiones de la Compañía e indios tapes, publicando sin temor de Dios en el Paraguay, que el padre Francisco de Robles se hallaba hecho capitán de un cuerpo de tapes, ocupando el paso del río Tebicuarí, que cae enfrente del pueblo de Caazapá, con ánimo de invadir hostilmente la provincia del Paraguay, para lo cual traía también por auxiliares a los indios infieles de la nación charrúa. Pretendíase con esta noticia alterar dicha provincia, para tener pretexto de mover los ánimos a tomar las armas de nuevo y pasar a destruir o molestar las reducciones de la Compañía, y se hubiera conseguido fácilmente a no haberse adelantado a sus designios la vigilancia pronta del señor Obispo, quien enviando exploradores de su confianza al paraje insinuado, no sintieron éstos el menor rumor de gente armada, antes bien averiguaron se hallaba a la sazón dicho padre Robles tan achacoso, que no podía pasar sin grande dificultad desde su aposento a la iglesia a celebrar el santo sacrificio de la misa. Por este medio se desvaneció esta voz perniciosa, a que sin aquella diligencia se hubiera dado entero crédito y aun pasado a criar autos, en que no hubieran faltado deposiciones de testigos oculares, como en otras ocasiones los hubo de cosas que jamás habían sucedido.

22. Empeñose Antequera en el número 308 de la citada Respuesta, en persuadir que es increíble se publicase esa patraña en el Paraguay con la circunstancia de ir por auxiliares los charrúas. Funda la incredibilidad en que dichos charrúas distan de dicho paso de Tebicuarí más de cuatrocientas leguas, y son enemigos acérrimos de los tapes y de los jesuitas que los doctrinan, y dice que no se dará caso en   —272→   que vean a algún tape o jesuita que inmediatamente no les quiten la vida, y que por esta razón ningún jesuita camina por tierra de Santa Fe a las doctrinas, y aun en las canoas que navegan por el río los destruyen y aniquilan los charrúas en las riberas del Paraná. Éstas son en substancia las razones que en dicho número alega Antequera en prueba de su asunto, como allí se pueden ver.

23. Verdaderamente me admiro tuviese valor este hombre para escribir esto en carta que de primera intención dirigía para estas provincias, adonde de hecho la despachó. Si fuera para divulgarla por otras partes del mundo, con certidumbre de que por acá no llegaría jamás ni aun la noticia, fuera tolerable su descaro en mentir; pero enviándola por estos países, no sé qué nombre dé a su atrevimiento. Más falsedades que cláusulas contiene el periódico citado, que demostraré porque se conozca el concepto que se debe hacer de aquella Respuesta, llena toda de fábulas y mentiras, como se probara con evidencia si se emprendiera de propósito su refutación, y se puede colegir algo de lo que hemos dicho en algunos pasos de ella concernientes a esta historia y de lo que en esta obra diré.

24. Lo primero, dice Antequera que los charrúas distan más de cuatrocientas leguas del paso de Tebicuarí, donde se suponía al padre Robles con tales auxiliares. Desgraciado es en la geografía este buen caballero. Vimos ya en el capítulo cuarto de este libro segundo, cuánto se engañó o quiso engañar en las distancias que pone desde el río Tebicuarí o desde el pueblo de Santa María hasta la Asunción, y ahora yerra mucho más enormemente en las leguas que señala desde el país de los charrúas hasta el dicho Tebicuarí; porque él pone más de cuatrocientas leguas y apenas habrá ciento y cincuenta, como es notorio. Hasta cincuenta leguas de las Corrientes se extienden las rancherías de esta nación vagabunda, como lo hemos visto y ven cada día cuantos hemos hecho viaje por tierra desde Santa Fe a las Corrientes. De las Corrientes es constante asimismo que no hay cien leguas hasta el dicho paso de Tebicuarí, sino que serán a lo sumo sesenta, y aún me alargo mucho. Pues, ¿en qué espacio de tierra caben esas más de cuatrocientas leguas? Sin duda que las debió de penetrar por milagro la viveza de su fantasía, sino es que digamos que cuando las anduvo, como iba con tantas ansias de llegar al Paraguay, cada legua le parecería cuatro, y de esa manera sale ajustada su cuenta; porque   —273→   de otra suerte es manifiesto que excedió en casi trescientos.

25. Lo segundo, dice Antequera que dichos charrúas son acérrimos enemigos de los jesuitas y de sus indios. Es falsísimo. Fuéronlo en algún tiempo; pero ha más de veinte años que hicieron las paces y cesó la enemiga. Cada día entran charrúas en los pueblos de la Cruz y del Yapeyú doctrinados por los jesuitas a buscar lo que necesitan, como yerba, tabaco y otras cosas, y son recibidos como amigos, sin tener de nosotros ni de nuestros indios el menor recelo. Lo tercero, afirma que no se dará caso en que los charrúas vean algún jesuita o tape que inmediatamente no le quiten la vida. Tercera mentira. Venlos cada día sin hacerles daño. Vienen desde el Yapeyú a la Bajada de Santa Fe los tapes por correos, atravesando todo el país de esos bárbaros, y vuelven salvos a su pueblo. Otros tapes fugitivos de sus pueblos tienen su refugio entre los charrúas y viven a su libertad, que es el reclamo de su fuga. Por lo que toca a los jesuitas, los han visto innumerables veces dichos charrúas en su país, como presto individuaremos algunas, y no hay memoria desde la fundación de esta provincia en ciento y cincuenta años que vivimos en ella, que hayan los charrúas muerto a ninguno de la Compañía.

26. Lo cuarto añade, «que aun a las canoas de los tapes se ve cuántas veces las destruyen y aniquilan los charrúas al lado de las orillas del Paraná». Cuarta mentira, porque desde las paces ni una sola vez se ha visto; saltan a tierra de charrúas no sólo navegando por el Paraná sino también por el Uruguay, y en todo ese tiempo no les han hecho insulto alguno; hiciéronsele dos veces en el tiempo de la guerra; pero celebrada la paz proceden como amigos, sin haberse visto una muerte de los tapes navegantes ejecutada por charrúas en veinte años, ni una canoa de ellos aniquilada.

27. Lo quinto dice que ningún religioso de la Compañía por esta enemistad de los charrúas camina por tierra desde Santa Fe a las doctrinas. Mentira manifiesta, como se demostrará ab inductione, suponiendo antes que desde Santa Fe a las doctrinas de los jesuitas se puede ir y se va derechamente a la reducción del Yapeyú, que es la primera situada sobre el río Uruguay, o por el rodeo de la ciudad de las Corrientes, entrando por las doctrinas del Paraná, y por ambos caminos se atraviesa igualmente el país de los charrúas, que es intermedio. Ahora, pues, digo que estando ya Antequera   —274→   en el Paraguay, fueron a caballo desde Santa Fe a las misiones, por la vía del Yapeyú en agosto de 1722, tres jesuitas; vieron a los charrúas y trataron con ellos. Pregúnteseles si les quitaron las vidas, o si acaso han resucitado. El año siguiente de 1723, por noviembre, pasaron por tierra de Santa Fe a las Corrientes otros dos; viéronlos los charrúas, trataron con ellos y hasta ahora están vivos.

28. Por junio de 1724, vinieron de las misiones por tierra a Santa Fe el padre Luis de la Roca, provincial de esta provincia, su secretario y el hermano su compañero; trataron en su país con los charrúas y llegaron sanos y salvos a Santa Fe, y vivieron más de cinco años después. El mismo viaje repitieron por agosto de 1725 desde el Yepeyú a Santa Fe, penetrando por el centro de las tierras de esa nación con la misma felicidad. El mismo año de 1725, por enero, fueron de Santa Fe por tierra a las misiones, por la vía de las Corrientes, el padre José Rodríguez y el venerable mártir de Cristo padre Julián Lizardi, que a 17 de mayo de este año de 1735 acaba de rubricar entre los bárbaros chiriguanás las verdades católicas, que les predicaba con la púrpura de su sangre vertida por diez y seis heridas, por donde abrieron otras tantas puertas en su cuerpo penitente igual número de flechas, para que volase su angelical espíritu a la posesión de la gloria, que se mereció con sus heroicas virtudes coronadas de tan esclarecido martirio; vieron ambos a los charrúas, conversaron con ellos, y el santo mártir vivió después más de diez años, y hasta ahora no ha muerto su compañero el padre Rodríguez. De todos estos viajes de los jesuitas le pudo constar fácilmente a Antequera, pues estaba aún en el Paraguay, cuando ellos caminaron por tierra de Santa Fe a las misiones, o de éstas a Santa Fe, y de algunos consta que le dieron noticia sus confidentes.

29. Por junio del mismo año de 1725, bajaron de las misiones por la vía de las Corrientes los padres Antonio Ligoti, Juan Ignacio Astudillo y José Pascual de Echagua; vinieron por tierra, trataron varias veces con charrúas en el camino, como les oí a ellos mismos, y los vi aportar vivos al colegio de Santa Fe. Por el julio del año siguiente de 1726, vi entrar en el mismo colegio al padre Ignacio José de Ledesma, como también salir del mismo e ir por tierra para el Yapeyú por el mes siguiente, y atravesando sólo con cuatro personas por el concurso mayor de dicha nación en su carretón al padre José Inzaurralde, contra quien, si fueran verdaderas   —275→   las proposiciones antecedentes de Antequera, había de ser mayor y más capital el odio de los charrúas, por ser este jesuita aquél a quien quiso infamar Antequera en varios papelones suyos y que no deja, sin nombrarle, de apuntarle al fin de este mismo número 308 de su Respuesta, diciendo que capitaneando a los tapes pasó a cuchillo a sangre fría mucha gente de aquella nación; pero como ésta es tan mentira como las otras que vamos descubriendo, no receló el buen padre Inzaurralde hacer tan solo el camino por medio de aquellos bárbaros, ni ellos le hicieron la menor vejación.

30. Finalmente, dejando otros viajes más recientes de varios jesuitas por tierra, como el de los padres Antonio Alonso y Diego Ruiz de Llanos, por abril de 1728, desde Santa Fe a las Corrientes; del padre José de Astorga, por octubre de 1730, desde Santa Fe al Yapeyú; de los padres Tomás Arnau, Félix de Urbina, Esteban Fina y Salvador Quintana, en abril de 1732, por la misma vía; de los padres Antonio Alonso, Cristóbal de Córdoba y hermano Ambrosio Carrillo, desde las Corrientes por tierra a Santa Fe, por Julio del mismo año; de los padres Diego Ruiz de Llanos y José de Astorga, desde el Yapeyú a Santa Fe, cada uno de ellos solo, por los años de 1732 y 1734, y de los padres Antonio de Navas, Juan Tomás de Araoz y hermano Marcos Villodas, que acabaron de hacer el mismo viaje del Yapeyú a Santa Fe, por marzo de este presente año, viniendo con el mismo avío con que acababan de llegar de Santa Fe por tierra a dicho pueblo el padre superior de las misiones Bernardo Nusdorffer, los padres Policarpo Duffo, Laurencio Daffe, Juan Escandón y el hermano Pedro Kormaër; dejando todos estos viajes hechos por los jesuitas por el país de los charrúas, viéndolos y tratándolos sin recibir daño de ellos.

31. Digo que al mismo tiempo puntualmente que Antequera estaba fraguando y escribiendo esta mentira descabellada en la cárcel de Corte de Lima, donde firmó su Respuesta a 30 de enero de 1728, por el mismo mes y año transitábamos el padre provincial Laurencio Rillo, su secretario el padre Sebastián de San Martín, otros tres jesuitas y yo por medio de los charrúas, que nos hablaron varias veces sin hacernos el más leve daño, y de los seis, hasta ahora gracias a Dios vivimos los cuatro que falsificábamos con la obra lo mismo que Antequera estaba actualmente fingiendo con la pluma. Vea ahora el señor Antequera si se dará no sólo un caso, sino algunos casitos, en que los charrúas vean   —276→   en su país a los padres de la Compañía y no los maten, y que caminen por tierra los jesuitas desde Santa Fe a las doctrinas, o contra casi todos los años, sin recibir de esa nación el más leve daño. Omito otras dos mentiras manifiestas de dicho número 308, por no ser concernientes a la materia de esta historia, contentándome con haber hecho patente la licenciosa desvergüenza con que faltó Antequera a la verdad tantas veces en este solo lugar de su Respuesta, de donde consiguientemente es indudable que por el capítulo de asegurarse había charrúas en el paso de Tebicuarí con el padre Robles, no se podía hacer increíble en el Paraguay la mentira de que dicho padre intentaba invadir por allí la provincia. Es, pues, cierto que se publicó con depravado fin, y que se empezó a creer, hasta que se desvaneció con la diligencia hecha por el señor Obispo.

32. Así se creyeron también otras calumnias que se divulgaron también en varios papelones, que a los bien informados causaban risa por una parte, aunque por otra más motivaban lágrimas al celo por ver con cuán poco temor de Dios se afirmaban debajo de juramento como verdades ciertas las que eran manifiestas mentiras. Tal fue, entre otras, aquélla con que nos pretendieron acreditar por poco piadosos no sólo con los vivos sino aun con los mismos fieles difuntos, llegando a hacer informaciones de que en nuestras misiones no dábamos sepultura sagrada a los indios cristianos, sino que los enterrábamos en el campo. Alegáronse testigos de vista que lo afirmaron con juramento. Pero ¿con qué verdad? Yo lo diré.

33. En la peste cruelísima que en los años 1718 y 1719 corrió con fatalísimo estrago por todas estas provincias y reino del Perú, fueron muchos millares los que murieron en dichas misiones, dejando casi desiertos algunos pueblos de los más numerosos. Por aquella ocasión tan urgente, en que estaban llenos de cadáveres los cementerios, para evitar la infección se hicieron y bendijeron otros más capaces, para dar sepultura a los apestados, y se han mantenido después aquellos lugares cercados y con toda decencia, sin haberse vuelto a enterrar allí otros pasada la fuerza de la epidemia. Como según el adagio castellano no hay mentira que no sea hija de algo, de esta acción, en nada reprensible, se asieron los paraguayos para levantar la quimera de que a los fieles difuntos les negábamos sepultura en sagrado y se la dábamos en el campo, probándola con testigos oculares, pero tan sinceros, como se conoce por la relación de este suceso.