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ArribaAbajoCapítulo noveno

Valdivia: organización administrativa y social de la colonia (1541-1553)


1. Primera población de la colonia. 2. Primeros trabajos agrícolas. 3. Industrias manuales; aranceles fijados por el Cabildo. 4. El comercio: creación de un mercado público. 5. Moneda usada por los conquistadores: la fundición de oro. 6. Inútiles esfuerzos de los conquistadores para descubrir minas de plata. 7. Impuestos y multas. 8. Administración de justicia. 9. La vida de ciudad. 10. Condición de los indígenas. 11. Estado religioso de la colonia. 12. Falta absoluta de escuelas en estos primeros tiempos.


ArribaAbajo1. Primera población de la colonia

En la época a que hemos alcanzado en la relación de los hechos de la Conquista, la colonización de Chile se robustecía, y la ciudad de Santiago comenzaba a perder el aire de campamento provisorio de sus primeros días. Sus casas, es verdad, eran modestísimas habitaciones cubiertas con paja; pero había comenzado a plantearse una administración estable, principiaba a nacer la industria y se regularizaba la vida social.

Durante los primeros años, la colonia, como hemos visto, tuvo menos de doscientos pobladores españoles. A fines de 1549, este número alcanzaba a quinientos389. Desde 1543 habían comenzado a llegar del Perú algunas mujeres españolas390. La población criolla comenzaba también a desarrollarse. Aparte de los pocos niños, casi todos mestizos, que trajeron consigo los primeros conquistadores, habían nacido en Chile algunos otros, hijos de legítimo hogar o fruto de uniones clandestinas con las indias391.

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El mayor número de aquellos pobladores no residía entonces en Santiago más que transitoriamente. Valdivia ardía en deseos de ir a reducir las provincias del sur, y sus soldados, que sabían que esa región era la parte más poblada de Chile, estaban violentos por partir a la conquista para «tener qué comer», es decir, para que se les repartieran indios que hacer trabajar en los lavaderos de oro. Estos pobladores no tenían más que derecho de moradía. Pero los que querían establecerse en la ciudad, es decir, los que ejercían en ella el comercio, o tenían en sus inmediaciones repartimientos de indios o tierras de cultivo, eran denominados vecinos. Como tales, eran contribuyentes; pero tenían el derecho de poseer casa en la ciudad y de ser designados para los cargos públicos y concejiles. Este derecho era concedido por el Cabildo mediante una carta de vecindad que se daba sin largos trámites. Bastaba que un individuo la pidiese, expresando su deseo de avecindarse en la ciudad, para que el Cabildo lo mandase inscribir en el libro de vecinos, le diese la carta respectiva y le señalase solar para su casa, y tierras de cultivo, si también lo pretendía392. Deseando regularizar la ciudad, el Cabildo comenzó luego a exigir que cada nuevo vecino a quien se le concediere solar para construir su casa, lo cercara en un plazo dado de tantos meses, bajo pena de quedar sin valor su concesión si así no lo hiciere393.

La carta de vecindad daba derecho, como hemos dicho, para ejercer los cargos concejiles. En la práctica, sin embargo, éstos fueron el monopolio de unos cuantos individuos que se reelegían cada año o que se alternaban con cortos intervalos. En 1552, el procurador de ciudad pedía a Valdivia que mandase «que todos los vecinos que son personas honradas y en quien caben los dichos cargos, gocen de las dichas libertades y vayan por ruedas, porque hay muchos vecinos que nunca se les ha dado cargo ninguno». Valdivia resolvió esta petición en los perentorios términos siguientes: «No ha lugar a lo que se pide porque es en perjuicio del servicio de S. M. y de la república andar en rueda los oficios, sino que se den a quien los mereciere, porque así conviene al bien de la república». Esta negativa del Gobernador tenía, sin duda, un doble fundamento. Quería que los cargos públicos fuesen desempeñados por hombres de su confianza, que lo sirviesen y apoyasen con toda lealtad. Deseaba, además, que esos funcionarios tuviesen alguna cultura, que a lo menos supiesen firmar los acuerdos del Cabildo, y esta escasa ilustración era rara entre los primeros pobladores españoles de Chile394.

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En los primeros tiempos, Valdivia, temiendo la despoblación de la naciente colonia, se había negado obstinadamente a dar permiso a los españoles para salir del país. Creía, además, que cada hombre que partiera sin llevar una fortuna, sería en el exterior un pregonero de la pobreza de Chile, que había de desalentar a los que quisieran venir. Desde 1549 tuvo que cambiar de conducta a este respecto. El presidente La Gasca le mandó terminantemente que «dé licencia a los que de aquellas provincias quisieren salir y venir a estas partes (el Perú) o a España o a otros señoríos de S. M. para que libremente lo puedan hacer, no concurriendo causa bastante por que no se le deba dar la dicha licencia»395. No parece, sin embargo, que en esa época hubiera muchas personas dispuestas a salir de Chile. El mayor número de los españoles esperaba todavía adquirir bienes que les permitiesen volver a la metrópoli en mejores condiciones de fortuna. Ya veremos que muy pronto comenzaron a desvanecerse estas ilusiones; pero entonces la misma pobreza obligó a muchos a permanecer en Chile.

Como parte de esta población de origen extranjero, había también otros dos elementos sociales que ocupaban un rango bien inferior. Eran éstos los yanaconas y los negros. Los primeros eran los indios peruanos traídos por los primeros conquistadores como bestias de carga y convertidos en Chile en sus auxiliares en los combates, y en sus trabajadores en las faenas industriales. Mucho más dóciles y sumisos que los indios chilenos, eran en su generalidad servidores tan útiles como leales, sufridos en la adversidad y pacientes para el trabajo hasta el punto de decir Valdivia que en los peores días de la Conquista «fueron la vida de los españoles»396. Los negros eran los pocos esclavos comprados por los conquistadores en el Perú, empleados en los menesteres domésticos y en las necesidades de la guerra, y sometidos al régimen más riguroso y cruel a que es posible reducir a los hombres.




ArribaAbajo2. Primeros trabajos agrícolas

Se comprende que una sociedad compuesta de tan reducido número de individuos, regida, además, por las tradiciones legislativas de la metrópoli, no necesitaba de gran mecanismo administrativo. Sin embargo, Valdivia, a quien hemos visto dictar una ordenanza completa para la explotación de los lavaderos de oro, tuvo que ser legislador en muchas materias, dictando con el Cabildo una gran variedad de provisiones.

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El Cabildo, según las antiguas prácticas españolas, tenía latas atribuciones, y ejercía funciones legislativas, judiciales y administrativas. Formado en 1541 por designación de Valdivia, se renovaba cada año por elección que sus propios miembros hacían en las personas que los habían de reemplazar cada año. Pero cuando Valdivia obtuvo de La Gasca el título de gobernador, recibió la facultad de nombrar tres regidores perpetuos, con el cargo de someter esta designación a la aprobación del Rey y, en efecto, a su vuelta del Perú, hizo el nombramiento de estos tres funcionarios en aquellos de sus capitanes que le habían demostrado más decisión y lealtad397. Esta modificación en la manera de constituirse, no alteró en nada las facultades y atribuciones del Cabildo. En las páginas siguientes tendremos ocasión de explicar cómo puso en acción esas facultades creyendo servir al progreso de la colonia.

Contamos398, que los conquistadores de Chile, en su gran mayoría a lo menos, más aún que los del resto de América, manifestaban poca inclinación a establecerse definitivamente en el país. Buscaban el medio de enriquecerse en pocos años para volver a España en una ventajosa posición de fortuna, y ambicionaban, sobre todo, el tener repartimientos de indios a quienes hacer trabajar en los lavaderos de oro. Pero, además de que los indios repartibles no alcanzaban para satisfacer a todos, era necesario pensar en otras industrias para procurarse el alimento de cada día. Valdivia, por otra parte, halagado con el pensamiento de gobernar a perpetuidad una provincia rica y productora, estimulaba los trabajos agrícolas y la crianza de ganados, a que se consagraron algunos colonos. De aquí nació la repartición de las tierras vecinas a la cuidad en lotes relativamente pequeños. Recibieron éstos el nombre de chácaras o chacras, palabra de origen quechua, que los conquistadores trajeron del Perú.

Era el Cabildo quien hacía estas concesiones, que ratificó formalmente el Gobernador en acuerdo de 26 de julio de 1549. A consecuencia de las condiciones climatológicas, esta región del territorio chileno no podía ser muy productiva por la sola acción de las lluvias. Los colonos lo comprendieron así, y desde los primeros días dieron ensanche a los canales que bajo la influencia de la conquista peruana habían abierto los indios, y construyeron otros nuevos. El Cabildo quiso, desde luego, regularizar el uso de las aguas de los ríos, y creó al efecto el cargo de alarife o director de obras públicas, cuyas principales funciones eran el trazado y régimen de los canales. Según las ordenanzas dictadas sobre el particular, sólo ese funcionario podía repartir aguas, prohibiéndose bajo pena de azotes para los indios   —267→   y los negros, y de multa para los españoles, el innovar las demarcaciones que aquél hiciere399. Como hasta entonces los vecinos de Santiago sembraban en los solares de las casas los cereales necesarios para el consumo de cada familia, el Cabildo prohibió terminantemente estos cultivos, para que se hicieran en los campos con mayor extensión400. Sin embargo, los sembradíos siguieron siendo hechos en muy pequeña escala, y sólo para satisfacer las necesidades de aquella escasa población. Eran tan limitadas y difíciles las comunicaciones con las otras colonias, tan costosos los medios de transporte, y tales la inseguridad y las trabas comerciales, que durante esos primeros años a nadie se le ocurría que pudieran exportarse los cereales de Chile. A causa de esta limitada producción, los frutos de la agricultura conservaron por largo tiempo precios sumamente elevados401.

La industria ganadera ocupó también a aquellos primeros propietarios. La crianza de caballos, que era una necesidad imprescindible para una colonia de guerreros, atrajo sobre todo su atención, y fue objeto de numerosas providencias dictadas por el Gobernador y por el Cabildo, para estimularla y para ponerla bajo el cuidado de un funcionario especial con el título de yegüerizo. «El indio que flechare yeguas, u otra bestia, dice un acuerdo del Cabildo en que se trató de esta materia, que le sea cortada la mano por ello, y su amo pague el daño que hiciere»402. Habiéndose propagado rápidamente la raza caballar, el Cabildo dio la ordenanza siguiente: «De hoy en adelante toda persona, señor de las tales yeguas, y potros y potrancas que estuvieren por herrar, las hierren y los hierros con que cada uno quisiese herrar sus ganados los traigan para que se asienten en este dicho Cabildo en el libro del Ayuntamiento; y después de cuatro meses, la yegua o potro o potranca que hallaren por herrar, lo tomaran por perdido»403.

Prosperó también desde los primeros días de la colonia la crianza de los cerdos, y luego la de las cabras. Las ovejas vinieron un poco más tarde y fueron más lentas en aumentarse. Aun las primeras estuvieron atacadas por una epidemia importada del Perú, que debió reducir considerablemente su número y probablemente extinguirlas entonces por completo404.

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De la misma manera, el ganado vacuno no fue introducido en Chile sino cuando las comunicaciones con el Perú se hicieron más seguras y frecuentes. Según se lee en un título de encomienda dada algunos años más tarde a Francisco de Alvarado, éste trajo en 1548, diez vacas y diez toros, que cuidados esmeradamente, se propagaron bien y fueron el origen de las considerables masas de ganado que medio siglo después poblaban todos los campos de Chile. De todas maneras, y a pesar de las exageradas noticias que algunos cronistas han dado de la rápida propagación de los animales útiles al hombre405, su número fue bastante reducido durante muchos años, de tal suerte que el alimento de carne era escaso y difícil de obtenerse, aun después de que los cerdos se propagaron considerablemente. No había carnicería alguna en la ciudad; y el vecino que mataba uno de sus animales para su alimento, estaba obligado a salar y guardar la carne restante para su propio consumo406.

Por una razón análoga, los habitantes de Santiago estuvieron obligados durante los primeros años a moler a mano el trigo y el maíz que necesitaban para su consumo. Pero siendo la harina la base principal de la alimentación de los colonos, aquel estado de cosas no pudo durar largo tiempo. Así, desde 1548, el Cabildo concedió permiso para la construcción de dos molinos. En 1553, Santiago contó cuatro establecimientos de esta clase407, que debieron dar algún desarrollo a la agricultura naciente y una gran comodidad a los habitantes de la colonia.

El cultivo de las frutas europeas y de algunas hortalizas, se desarrolló rápidamente en Chile. Las semillas traídas del Perú por los primeros conquistadores, produjeron resultados tan satisfactorios, que su propagación se hizo con la más notable facilidad. En 1555, la vid, cultivada en varias partes del territorio, permitía ya fabricar una pequeña cantidad de vino. Un pie de olivo traído misteriosamente del Perú en 1561, generalizó esta planta en el país con tal abundancia que a fines del siglo, Chile exportaba aceite408. Del mismo modo, y gracias a las ventajas del suelo chileno para este género de cultivos, se propagaron en poco tiempo y sin grandes ni esmerados trabajos, el cáñamo, el lino, y muchas otras plantas útiles al hombre.

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El Cabildo tomó también a empeño el regularizar la corta de bosques. En esa época, la mayor parte del territorio chileno estaba cubierta de hermosas selvas que la imprevisión de los hombres, más que las necesidades de la industria agrícola, ha destruido considerablemente. El 1 de julio de 1549 el Cabildo ordenaba «que ninguna persona de ninguna condición que sea, mande cortar ni corte en el monte y términos de esta ciudad de Santiago ningún árbol, sin que deje y mande dejar horca y pendón409, so pena de pagar por cada pie dos pesos de oro». Poco tiempo después, habiendo concedido Valdivia a la ciudad de Santiago la propiedad de los bosques que había en toda la extensión de las riberas del río Maipo, desde la sierra hasta el mar, se dispuso, según la voluntad del Gobernador, que los vecinos que quisieren cortar madera para la construcción de sus casas, estuvieran obligados a solicitar permiso del Cabildo. Ese permiso era gratuito; pero a cada peticionario se le fijaba expresamente el número de árboles que podía cortar410. Desgraciadamente, este régimen que supone en los conquistadores una inteligencia industrial que no hallamos en otros ramos, no fue largo tiempo respetado, y los bosques del Cabildo desaparecieron por completo antes de muchos años411.

Como fomento a la agricultura, y para servir también a los intereses militares de la colonia, el Cabildo cuidó de la conservación de los caminos. Eran éstos simples veredas traficables sólo a pie y a caballo, pero que convenía tener expeditas. En los títulos de donaciones de tierras solía exigirse a los agraciados que cuidaran del mantenimiento de esos caminos. Se mandó, además, en varias ocasiones que no los dejaran empantanarse con las aguas de riego. Obedeciendo al mismo principio, el Cabildo hizo puentes en los ríos Maipo y Cachapoal412. Eran simples puentes suspendidos de cuerda y mimbres, como los que usaban   —270→   los indios peruanos, que prestaban un servicio efectivo; pero, construidos a la ligera, eran de poca duración y exigían constantes reparaciones.




ArribaAbajo3. Industrias manuales; aranceles fijados por el Cabildo

Desde los primeros días de la colonia, comenzaron a implantarse las industrias manuales, ejercidas por los soldados conquistadores. Santiago tuvo: herreros, zapateros, sastres y carpinteros que podían no ser muy diestros en estos oficios, pero que prestaron servicios de indisputable utilidad. Los herreros, sobre todo, eran indispensables en un campamento militar en que los soldados estaban revestidos de cascos y de armaduras, en que cada día era necesario reparar una lanza o una espada, y en que, al mismo tiempo, era preciso herrar los caballos y construir los instrumentos para la agricultura y para el beneficio de los lavaderos de oro.

Estas industrias debían rendir muy mezquinos productos a los que las ejercían en una población tan reducida y, además de esto, tan pobre y de tan pocas necesidades. Pero esos industriales tuvieron también que soportar otro orden de contrariedades. Según las ideas económicas de los conquistadores, los trabajos manuales de los artesanos fueron sometidos a tarifa. El Cabildo formó aranceles minuciosos y detallados en que establecía el precio de cada uno, especificando prolijamente todas las condiciones y circunstancias del trabajo. Más aún, esos aranceles no eran invariables. Sus precios fueron altos en el principio; pero desde que llegó a Chile un número mayor de artesanos, y desde que los materiales de fabricación fueron más abundantes, el Cabildo revisó las tarifas consultando especialmente el interés del consumidor413.

A pesar de estas reducciones, los precios fueron siempre bastante elevados. Así, por ejemplo, el aderezar una espada, esto es, ponerle empuñadura y vaina, costaba cinco pesos de oro. Aparte de esto, los artesanos no se sometían fácilmente a las tarifas. A requisición del procurador de ciudad, el Cabildo decretó lo que sigue: «Por cuanto en esta ciudad residen muchos oficiales de sastres, carpinteros y otros, y llevan muy desaforados precios, más de lo que está proveído y mandado, de hoy en adelante ningún oficial que en esta ciudad residiere, así sastre como carpintero, herrero o zapatero use el dicho oficio sin que tenga   —271→   para ello un arancel en la parte y lugar donde lo usaren, públicamente para que cada uno vea el precio que ha de llevar, y que dicho arancel esté firmado por el escribano de Cabildo»414.

Todavía pesaban otras obligaciones sobre aquellos industriales. En octubre de 1549, cuando se disponía Valdivia para partir a la conquista de las provincias del sur, y cuando sus soldados esperaban enriquecerse en esa empresa, el Cabildo, a requisición del procurador de ciudad, exigió que no se llevase consigo a todos los herreros, por cuanto los pobladores de Santiago necesitaban de esta clase de artesanos. El Gobernador accedió a este pedido, mandando que quedasen tres herreros, dos en la ciudad y otro en los lavaderos de oro de Malgamalgaz415. En 1553 no existía en Santiago más que uno de ellos; y aun éste, creyéndose hombre libre, se preparaba para irse a buscar mejor fortuna a otra parte. El Cabildo «mandó que se notifique a Zamora, herrero, que por cuanto se tiene noticia que se quiere ir de esta ciudad, y si él se fuese quedaría esta ciudad sin herrero, y no habría quien aderezase las herramientas para sacar oro y otras cosas en esta ciudad, en lo cual los quintos y derechos reales recibirían disminución, y S. M. sería deservido, y los vecinos, estantes y habitantes en esta ciudad recibirían muy gran daño, que no se vaya de esta ciudad sin licencia de este Cabildo, so pena de quinientos pesos de oro»416. Por causa de su habilidad industrial, ese herrero no podía gozar de las franquicias acordadas a los demás colonos.




ArribaAbajo4. El comercio: creación de un mercado público

El comercio estuvo sometido desde el principio a reglamentos análogos con que el Cabildo legislador pretendía remediar la situación económica de la colonia. Al paso que el precio de los alimentos bajaba un poco en Chile después de las primeras cosechas y de la abundante propagación de los cerdos y de las gallinas, el de los vestuarios y de los otros artículos importados del exterior, era enorme, inabordable para el mayor número de los consumidores.   —272→   El Cabildo los estimaba en cuatro veces el valor que los mismos artículos tenían en el Perú417. Sus reglamentos tenían por objetivo el regularizar en cuanto fuera posible aquel estado de cosas, que era el resultado natural de las circunstancias excepcionales por que pasaban estas nuevas agrupaciones de gente, y de las trabas que por todas partes, así en la metrópoli como en las colonias, se ponían a la facultad de comerciar libremente. Aquella situación habría cambiado más rápidamente, y habría sido mucho más productiva para el tesoro real, si el monarca español hubiera permitido, no diremos a los extranjeros, porque eso era inconciliable con las ideas económicas de la época, pero sí a todos sus súbditos, negociar con las nuevas colonias sin sujeción a las restrictivas ordenanzas que desde los primeros días de la conquista hicieron del comercio de las Indias un odioso monopolio, como tendremos ocasión de exponerlo más adelante.

El comercio de Chile era reducidísimo en esos años. Algunos comerciantes del Perú se aventuraban a traer o a enviar las mercaderías más indispensables que querían vender al más alto precio posible para usufructar el monopolio que les creaban las circunstancias. Esos comerciantes vendían sus artículos a los mercaderes de Chile, que se encargaban de revenderlos con el mejor provecho. El cabildo de Santiago, deseando reducir esos precios, dictó en agosto de 1548 la ordenanza siguiente: «Cualquier persona, de cualquier calidad o condición que sea, vecino o mercader, estante o habitante, que compre para tornar a vender cualquier cosa de mercancía, si luego ese día siguiente no viniere a lo manifestar en este Cabildo, ante la justicia y regimiento de esta dicha ciudad, con la memoria por escrito del costo por que así lo tomare y comprare, para que dentro de nueve días primeros siguientes de la tal compra y venta, pueda cualquier vecino o poblador de esta ciudad de Santiago, y de sus términos y jurisdicción haberlo y tomarlo por el tanto que quisiere y hubiere menester, con tal que la tal persona no lo tome para tornar a revender; y si el tal comprador no viniere a lo manifestar, y con juramento que le sea tomado al tal vendedor y comprador, por que en la tal compra y costo no haya fraude ni engaños, que por el mismo caso haya perdido y pierda toda la dicha mercadería que así hubiere y comprare y se averiguare»418. Esta curiosa ordenanza, que no hacía más que confirmar por la ley una práctica del antiguo comercio español, pero que en realidad debió ser respetada muy corto tiempo, apartó, sin duda, de esa profesión a algunos individuos en los momentos en que sólo la libre concurrencia habría conseguido hacer bajar los precios de las mercaderías.

Fijó, además, el Cabildo los padrones de pesos y medidas, y creó los cargos de fieles ejecutores y de almotacenes encargados de hacer cumplir estas ordenanzas, y con facultad de visitar las casas de cualquier comerciante. Pensó también en el establecimiento de un mercado público, o tiánguez419; pero sólo en julio de 1552 se consiguió hacer práctica esta   —273→   idea, fijándolo en la plaza pública. Como los indígenas se resistieran a concurrir al tal mercado, el Cabildo acordó que cada vecino de Santiago mandase dos piezas, es decir, dos indios de su servicio, «hasta tanto que los naturales perdiesen el temor y lo hiciesen» voluntariamente. El Cabildo esperaba grandes beneficios «en servicio de Dios y de S. M». de aquella institución.

Valdivia se hallaba en esos momentos en el sur, empeñado en ensanchar sus conquistas. Cuando estuvo de vuelta en Santiago, el procurador de ciudad Francisco Míñez trató de explicarle el objetivo y ventajas del nuevo establecimiento, con el fin de obtener la aprobación gubernativa. «Estando, como está la santa iglesia en la plaza, decía con este motivo el procurador de ciudad, los naturales que están en el tiánguez, ven administrar los divinos oficios, y es parte para que ellos y todos los demás indios vengan más prestos en el conocimiento de nuestra santa fe. Lo principal que las ciudades honran, son las ferias y mercados que hay en ellas. Sírvase Dios y S. M. que los naturales tengan libertad para que contraten unos con otros y excúsase que vayan a las tiendas de los mercaderes, donde les llevan doblado de lo que vale. Es público y notorio que la cuarta parte del oro que se saca en las minas, hurtan los indios, y como está en poder de ellos, es mejor que torne al poder de los españoles; y S. M. en ello recibe provecho, porque se le acrecientan cada un año veinte mil pesos de quintos. Como vimos por experiencia en el tiánguez, había todas las cosas de mantenimientos necesarios, a lo que se seguía muy gran provecho a los estantes de esta ciudad y pobres soldados, porque con un diamante420, o con otra cualquiera cosa les traían del tiánguez lo que habían menester para comer. Es gran grandeza para la ciudad y provecho para los pobres que todas las veces que un pobre soldado ha menester diez o veinte pesos, con enviar (a vender a los indios) cualquiera cosa se lo traen; y como tengo dicho mejor es que el oro esté en poder de los españoles que no en el de los naturales. Cualquier hurto que en la ciudad se hace, en el tiánguez se descubre. Cualquier secreto que en la tierra hay, así de alzamiento de naturales como de minas de plata y oro, se descubre a causa de la comunicación que los españoles tienen con los naturales». Éstos eran los principios a que obedecían los conquistadores cuando crearon el primer mercado público. Veían en él un establecimiento útil para el comercio, para la administración pública y para afianzar su dominio.

Todas aquellas razones debieron parecer poderosas al Gobernador. En la misma sesión del Cabildo en que se le leyó aquel memorial, Valdivia, «visto que es en servicio de Dios y en aumento de los reales quintos», aprobó el establecimiento del mercado público, pero puso a las operaciones comerciales que en él se hiciesen una restricción que sólo puede explicarse por el propósito de favorecer los intereses de los mercaderes españoles. «Que los naturales, dijo, no puedan rescatar cosa de España, sino de lo que se da en la tierra, y que no se pueda rescatar ropa de Castilla sin licencia de su señoría, y que su teniente (gobernador) no pueda dar licencia ni otra ninguna justicia»421. Un mes más tarde el Cabildo hacía publicar un bando en que se fijaban las penas para los infractores de esta disposición422.

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Todas estas providencias fueron más o menos ineficaces e inútiles. El mercado público no produjo sino en muy limitada escala el resultado que buscaban sus iniciadores. Los indios, recelosos y desconfiados por naturaleza, se mantenían lo más alejados que les era posible de sus dominadores, y se resistían tenazmente a concurrir al tiánguez de la plaza de Santiago. Por otra parte, ellos no estaban preparados para comprender las ventajas de aquella institución. Sus necesidades eran tan reducidas que podían vivir sin esos cambios que se les ofrecían, y su escaso desarrollo intelectual no les permitía percibir las ventajas del comercio, aun, en esa forma rudimentaria. El Cabildo, invocando siempre «el servicio de Dios y de S. M», renovó sus ordenanzas para que cada vecino enviase al mercado dos de sus indios de servicio, a fin de «que los naturales pierdan el temor» y, aun, dio permisos especiales para vender en él «cosas de Castilla»423; pero la resistencia de los indígenas, nacida de causas que las leyes no alcanzaban a remediar, no podía desaparecer con simples ordenanzas.




ArribaAbajo5. Moneda usada por los conquistadores: la fundición de oro

En estas transacciones, los conquistadores no usaban de moneda en el sentido literal que nosotros damos a esta palabra. Se comprende que los que venían a Chile «a buscar qué comer», no habían de traer plata u oro acuñados. En sus tratos con los indios, cuando no les arrebataban audazmente sus víveres o el poco oro en polvo que esos infelices había recogido, les daban en cambio por esos objetos algunas prendas de vestuario usadas o algunas chaquiras, palabra peruana con que los españoles designaban las cuentas de vidrio y otras bagatelas codiciadas por los indígenas para sus adornos. En las estipulaciones comerciales entre los mismos españoles, las ventas se hacían por el simple cambio de especies o por medio de oro en polvo medido al peso424.

Este oro era el que se sacaba de los lavaderos. El Rey había gravado desde tiempo atrás la producción de metales preciosos en sus colonias de América con un impuesto de veinte por ciento sobre el producto en bruto. Era esto lo que se llamaba los quintos reales425. Para hacer efectiva esta contribución, no se permitía circular ni exportar sino el oro fundido y marcado. Para ello se establecieron en las colonias las fundiciones reales, que corrían a cargo de un ensayador, y bajo la inspección del tesorero, del contador y del veedor de la real hacienda, funcionarios estos tres señalados con el nombre de oficiales reales. Parece que en el principio no existió fundición en Santiago, lo que no impedía que aquellos funcionarios percibiesen por otros medios el impuesto426. En 1549, cuando Valdivia volvió del Perú, trajo   —275→   un ensayador427. Instalose inmediatamente la fundición real en tan pobres condiciones «que ahora más parece herrería», decía tres años después el procurador de ciudad428. La fundición no era lo que podría llamarse una casa de moneda. Los particulares acudían allí a hacer fundir el oro en polvo que habían sacado de los lavaderos, y a pagar el quinto real que correspondía a la Corona. El oro era reducido a tejos más grandes o más pequeños, según la cantidad de metal que hubiere llevado cada individuo, y marcado con un sello otro que, que era ceremoniosamente guardado por los oficiales reales. Esas piezas tenían, como debe suponerse, un valor muy desigual o, más propiamente, cada una valía lo que pesaba. En esa forma eran usadas en las transacciones comerciales.

Para evitar las defraudaciones del tesoro real, esto es, para obligar a todo poseedor de oro a hacerlo marcar y a pagar el quinto del rey, el Cabildo mandó «que ninguna persona sea osada de tratar y contratar con oro en polvo, así en esta ciudad de Santiago como en todos sus términos, sino es con oro marcado, so pena que lo pierda el tal oro y más cincuenta pesos de oro de pena»429. Esta disposición fue poco respetada desde el principio, y se hizo necesario repetir la ordenanza pocos meses después430. Por otra parte, representando esos tejos un valor de algunos pesos de oro, faltaba el numerario para las pequeñas transacciones, de tal suerte que el Cabildo tuvo que consentir en que el oro en polvo siguiese usándose en las ventas de menos de diez pesos; pero habiéndose creído que este permiso disminuía las entradas de la Corona, fue derogado poco más adelante431.

La real fundición de Santiago no fue la única que existió en Chile en aquellos años. Valdivia la estableció también en las ciudades del sur luego que se comenzó a sacar oro de los lavaderos. En octubre de 1552 autorizó, además, a Francisco de Aguirre para fundar otra en La Serena. El fundidor de Santiago hizo con este motivo un segundo ejemplar de la marca que usaba, y el Cabildo, en presencia de los oficiales reales, la entregó a Aguirre solemnemente «en un cofre chiquito bien cerrado y sellado» con testimonio de escribano432. Todas estas medidas, que tenían por finalidad el aumentar los quintos o derechos del Rey, y las aparatosas ceremonias con que se revestían, no produjeron, sin embargo, el resultado, no diremos de engrosar las rentas de la Corona, pero ni siquiera de modificar la triste convicción que se iba apoderando de los españoles acerca de la escasa producción del oro en el suelo chileno.



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ArribaAbajo6. Inútiles esfuerzos de los conquistadores para descubrir minas de plata

En efecto, si los lavaderos produjeron algún oro en los primeros años de la Conquista, el beneficio consistía casi exclusivamente en que los indios trabajaban sin remuneración alguna. El codiciado metal se hallaba, es verdad, en muchas partes, pero en proporciones tan pequeñas que no correspondía a las ilusiones que se habían forjado los españoles. Creíase generalmente, que en las partes del territorio que estaban todavía ocupadas por los indios se le hallaría en mucha mayor abundancia; y estas esperanzas llevaban los que partían a la conquista de la región del sur, para sufrir en breve un desengaño semejante. Pero en Santiago y su jurisdicción comenzó a comprenderse que los lavaderos modestamente productivos, no enriquecían a nadie, y que Chile no era el país del oro de que hablaban los que querían enganchar gente para su conquista433.

Mientras tanto, se hablaba entre los conquistadores de las sorprendentes riquezas que comenzaban a extraerse de las minas de plata descubiertas en el Alto Perú, en la provincia de Charcas. Hubo un momento de fiebre por buscar y explotar en Chile minas análogas y, aun, se hicieron pedimentos y se iniciaron trabajos. No habiendo en el país leyes por donde resolver las cuestiones a que podía dar lugar esta explotación, el Cabildo encargó a uno de los vecinos de Santiago, que pasaba por práctico en el trabajo de las minas de plata, que formase «en Dios y en conciencia» las ordenanzas del caso. Ese código de minería, redactado en 21 artículos, y encerrando a la vez la legislación civil y penal, no resolvía más que un reducido número de dificultades, pero mereció la aprobación del Cabildo, y fue promulgado con fuerza de ley434. Sin embargo, tuvo muy escasa aplicación.

Los españoles del siglo de la conquista, muy inclinados a ver en todas las cosas algo de prodigioso, tenían sobre las minas de excavación las ideas más singulares. Creían que frecuentemente salían de las cavernas abiertas por el hombre, monstruos, fantasmas y demonios que estaban allí para tentar su codicia y para castigarlo con horribles tormentos435. A pesar de todo, buscaron minas de plata con afán incansable; pero sus esfuerzos mal dirigidos no dieron, por entonces, el resultado que se buscaba. Tres años después, habiéndose presentado en Santiago un español que se decía experimentado en la explotación de este   —277→   género de minas, el Cabildo acordó dar a él, o a cualquiera otra persona que descubriese vetas de plata en la extensa jurisdicción de la ciudad, un premio de cinco mil pesos de oro436. Todo esto fue trabajo y tiempo perdidos. La riqueza de las minas de plata de Chile, mucho más efectiva que la de los lavaderos de oro, y objeto más tarde de una valiosa explotación, quedó desconocida de los conquistadores.




ArribaAbajo7. Impuestos y multas

Esta desilusión no hacía más que confirmar la idea de que los conquistadores comenzaban a formarse de la pobreza del país. Halagados con la esperanza de enriquecerse en pocos años con la cosecha de metales preciosos, ellos miraban en menos los trabajos de la agricultura que exigía muchos brazos y que por la falta de comercio y de mercados en el exterior, no podían ser productivos por entonces. Los documentos de esa época han dejado la constancia del estado de escasa fortuna por que pasaban. Pedro de Villagrán, cumpliendo con un encargo del cabildo de Santiago, hacía en 1548 la siguiente petición a La Gasca, el gobernador del Perú: «Porque todos los vecinos conquistadores y pobladores de aquellas partes (Chile) están pobres y gastados en tal manera que no pueden rehacerse de sus necesidades tan presto, sea vuestra señoría servido de mandar que por ninguna deuda, como no sea delito ni descienda de él, no se les pueda hacer ejecución en sus personas, armas, caballos, ropas de su vestir, esclavos de su servicio, casas, estancias ni chacras, sino que paguen de los demás bienes que tuvieren, guardándoles los susodichos y no llegándoles a ellos»437. Por las mismas razones, el procurador del cabildo de Santiago pedía que se redujera a la mitad el impuesto que pagaba el oro que se extraía de los lavaderos.

Ese impuesto daba una escasa renta a la Corona, a causa de la limitada producción de metales preciosos. Las otras contribuciones no rendían beneficios más considerables. La ganadería y la agricultura, gravadas con el pago del diezmo, daban una renta exigua desde que esas industrias eran cultivadas en limitadísima escalas438. Por otra parte, aunque esa contribución estaba revestida de un carácter eclesiástico, lo que le daba mayor prestigio entre los colonos y, aunque el Cabildo había reglamentado la manera de percibirla mandando que en los casos en que los animales no alcanzasen a diez, «de cada crianza de yeguas, no llegando hasta nueve, se paguen cinco pesos, y de cada casa un gallo y una gallina», los propietarios hallaron medio de eludir la ley. Repartían sus animales en cabeza de sus hijos   —278→   menores y, de esta manera, no había ninguno de éstos que los tuviere en número suficiente para pagar el diezmo. A requisición de los oficiales reales, el Cabildo tuvo que dictar una nueva ordenanza para que «se pague el diezmo a Dios, como buenos cristianos». Según ella, sólo podían reputarse poseedores de ganado los hijos mayores que fuesen casados y velados. La ley no reconocía la validez de esas donaciones simuladas hechas a los hijos menores para no pagar el diezmo439.

Los primeros colonos estuvieron, además, sometidos a pagar otro género de impuestos. Con el nombre de derramas se conocían ciertos repartimientos de contribuciones directas para atender a tales o cuales necesidades públicas. Esos repartimientos que, sin duda, daban lugar a injusticias y quejas por la designación de las cuotas, servían para pagar ciertos servicios, como los del alarife o juez de agua, y se hacían para subvenir al costo de algunas obras públicas, iglesias, caminos o puentes. Los documentos antiguos, sin embargo, han dejado pocos datos para apreciar la importancia de estos impuestos extraordinarios440.

A1 leer las ordenanzas dictadas por el cabildo de Santiago, se encuentra casi invariablemente establecida la penalidad que debía recaer sobre los infractores. Esas penas eran multas considerables para los españoles y centenares de azotes para los negros y los indios.

Es seguro que estas últimas se aplicaban puntualmente y con todo rigor; pero se engañaría quien creyese que las multas enriquecían el tesoro que estaba bajo el cuidado de los oficiales reales. Un acuerdo del Cabildo revela la verdad sobre la aplicación de tales penas. «Por cuanto, dice, los años pasados de la fundación de esta ciudad hasta hoy fue necesario que la justicia pusiese, como se pusieron, penas en las ordenanzas y pregones a los soldados conquistadores, vecinos y moradores de estos reinos, y algunas de ellas fueron excesivas y desaforadas, porque como en tierra nueva los soldados, era menester apremiarlos con temores, para que fuesen obedientes a la justicia; y por ser como fueron excesivas, no se han podido cobrar ningunas porque los saldados no las han podido pagar, y que la voluntad del señor Gobernador y justicia no fue de ejecutar, sino que pasen por penas conminatorias, para moderarse al tiempo que se hubiesen de cobrar»; el Cabildo acordaba moderar esas penas. Según su acuerdo, se pagarían íntegras las que provenían de sentencia por caso de crimen y de blasfemia; pero las otras podían saldarse con maíz441. Esta declaración explica por qué el Cabildo estaba obligado a repetir dos y más veces una ordenanza sobre uso de las aguas, de bosques, conservación del ganado, etc.; repitiendo, al mismo tiempo, las penas de multas que no se hacían efectivas o que estaban sometidas a una notable rebaja.



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ArribaAbajo8. Administración de justicia

A pesar del reducido número de individuos que entonces componían la población de la colonia, y de la escasez de sus bienes de fortuna, no faltaban los litigios, y desde los primeros días había sido necesario organizar la administración de justicia. Después de la creación del Cabildo, estaba ésta a cargo de los alcaldes municipales, que se renovaban cada año. Las causas de mayor importancia y las apelaciones de las sentencias pronunciadas por los alcaldes, debían ser resueltas por el Gobernador. Valdivia delegó estas facultades, según era práctica en las colonias españolas, en el teniente gobernador. Los capitanes Alonso de Monroy y Francisco de Villagrán, como se recordará, ejercieron este cargo, según su leal saber y entender o, más propiamente, como soldados extraños a toda noción de jurisprudencia. La justicia era, sin duda, expedita, pero seguramente no era muy arreglada a derecho por más que esos funcionarios estuvieran asesorados por escribanos que tenían alguna práctica en la tramitación.

A su vuelta del Perú, en 1549, Valdivia quiso reformar aquel estado de cosas. Trajo consigo al licenciado Antonio de las Peñas, en cuya ciencia manifestaba gran confianza, y le dio el título de juez superior de la colonia. «Para que nuestro Dios sea más servido, dice ese nombramiento, y yo pueda descargar en esta parte la conciencia real y mía, acatando vuestros méritos y habilidad, e por concurrir en vos las demás calidades que son necesarias para usar y ejercer la justicia de parte de S. M. y mía, os encargo por la presente, en nombre de S. M. y mío, y por el tiempo que mi voluntad fuere, os nombro, elijo y proveo por mi justicia mayor en esta ciudad de Santiago del Nuevo Extremo y en los límites y términos de ella, para que como tal mi justicia mayor podáis conocer y conozcáis de todas las causas, pleitos y negocios, así civiles como criminales, así en primera instancia como en grado de apelación, y los tales pleitos y causas definir y sentenciar definitivamente, y ejecutando las dichas sentencias u otorgando las apelaciones que de vos se interpusieren en los casos y cosas que de derecho haya lugar para ante S. M. o ante los señores presidente y oidores de su real audiencia del Perú»442. El justicia mayor tenía la facultad de presidir las sesiones del Cabildo, y debía entender en la apelación no sólo de las sentencias que pronunciaren los alcaldes de Santiago sino de las que se hubiesen dado en La Serena. Por un acuerdo posterior del Cabildo, se resolvió que en los casos en que se concediese apelación ante la audiencia de Lima de las sentencias del justicia mayor, «en los pleitos de cantidad de quinientos pesos de oro y desde abajo, se hagan pago las partes no embargante cualquiera apelación que interpongan, dando fianzas la parte en cuyo favor se dio la dicha sentencia que si fuere revocada, volverá lo que les es hecho pago»443.

Este orden de cosas no subsistió largo tiempo. El licenciado De las Peñas, infatuado con su nombramiento, comenzó a suscitar dificultades444, y más tarde pretendió resistir   —280→   alguna orden del Gobernador. Pero Valdivia, cuyo carácter impetuoso no soportaba contradicción, no quiso tolerar las primeras resistencias que su voluntad había hallado de parte de ese juez. Encontrándose en Concepción ocupado en los negocios de la guerra, revocó con fecha de 7 de abril de 1550 el nombramiento del licenciado De las Peñas, y dispuso que en lugar de éste pasase a Santiago con el título de juez de comisión el general Jerónimo de Alderete. Esta modificación dio lugar a un largo debate en el seno del cabildo de Santiago; pero habiéndose pronunciado el mayor número de sus miembros por que debía respetarse la provisión del Gobernador, «el señor Jerónimo de Alderete se levantó del lugar donde estaba, en presencia de los sobredichos señores justicia y regidores, y tomó la vara que tenía en la mano el señor licenciado De las Peñas, justicia mayor, con asistencia y consentimiento de los dichos señores justicia y regidores, y la recibió en su mano para hacer de ella lo que el señor gobernador don Pedro de Valdivia manda por su provisión y mandamiento en nombre de S. M.»445. Alderete, sin embargo, no asumió aquel cargo para administrar justicia. El mismo día, y en virtud de otra provisión de Valdivia, hizo reconocer por teniente de gobernador a Rodrigo de Quiroga, y éste quedó con el carácter de juez superior, con las mismas atribuciones que habían tenido sus predecesores antes del nombramiento del licenciado De las Peñas. La justicia volvió a ser administrada como en los primeros días de la colonia, esto es, de la manera que podían hacerlo los soldados extraños a toda noción de derecho.

Respecto de los indios, la justicia era administrada con menos miramientos todavía. Habiendo nombrado Valdivia un alcalde para administrar justicia en los lavaderos de oro de Malgamalga, lo facultó para fallar las causas civiles; pero respecto de los procesos criminales, le encomendó que se limitara a apresar a los reos, levantando la información del caso, y a enviarlos a Santiago para que fuesen juzgados por la justicia ordinaria. «Y asimismo, agrega en sus instrucciones, porque conocéis los indios naturales, cuán mentirosos son y huidores, no por el mal tratamiento que ahí se les hace, ni trabajos excesivos que se les dan en el sacar del oro, ni por falta de mantenimientos que tengan, sino por ser bellacos y en todo mal inclinados, e por esto ser necesario castigarlos conforme ajusticia, vos doy poder para que los podáis castigar dándoles de azotes, y otros castigos en que no intervenga cortar   —281→   miembros»446. En este último caso, el indio debía ser remitido a Santiago. Poco más tarde, el Cabildo resolvió que el regidor que residiese de turno en aquel asiento, administrase justicia en todos los casos, «como más convenga al servicio de S. M.»447.




ArribaAbajo9. La vida de ciudad

Aquel cabildo legislador, a quien las circunstancias habían revestido de una gran suma de poderes, era la imagen fiel de la pobreza de la colonia. A pesar de que el terreno no costaba nada y de que las construcciones valían muy poca cosa, por mucho tiempo no tuvo siquiera una casa en que funcionar. Celebraba sus sesiones en las casas del gobernador Valdivia, en la iglesia principal de la ciudad o en la casa de alguno de los alcaldes. En la distribución de solares, Valdivia había reservado para sí el costado norte de la plaza con una cuadra de fondo, y allí había hecho modestas construcciones techadas con paja. En 1552, empeñado Valdivia en la conquista de la región del sur, y necesitando fondos para esta empresa, que, como se sabe, debía hacerse a su costa448, vendió, ignoramos en qué suma, las casas de su propiedad para que fueran pagadas con el producto de las multas, o a defecto de ellas, con los fondos de la caja real. En esas casas se instaló el Cabildo, y la fundición real con las oficinas de los tesoreros, y se estableció la primera cárcel pública449. Parece que hasta esa época, los reos procesados eran guardados con cadenas en la casa del alcalde, que hacía de juez de la causa, o en la del alguacil mayor. En sesión de 4 de marzo de ese año, el Cabildo reconocía que la casa que ocupaba, por estar cubierta de paja, corría riesgo de fuego; pero que cuando tuviese fondos disponibles proveería lo que fuere conveniente para evitar ese peligro. Esos modestos edificios fueron llamados desde entonces «las casas del rey».

En frente de ellos, y en el centro de la plaza, se levantaba el rollo. Era ésta una columna de piedra, que en las ciudades españolas era el signo de jurisdicción, y con este objetivo, los conquistadores erigían una en cada pueblo que levantaban. Esas columnas, que subsistieron en las ciudades hasta nuestro siglo, prestaban, además, otro servicio. Allí se fijaba en escarpia, la cabeza de los criminales ejecutados por la justicia, y allí también se aplicaba la pena de azotes a los reos de delitos menores. A juzgar por las ordenanzas del Cabildo, y por la existencia de un verdugo desde los primeros días de la colonia, el rollo de Santiago debía ser testigo casi cada día de este género de castigos aplicado a los negros y a los indios.

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Durante los primeros años, el aspecto de aquella ciudad de adobones y de paja que, sin embargo, se llamaba la capital del reino de la Nueva Extremadura, debió ser el de las más miserables aldeas. Sus calles no estaban formadas en su mayor parte más que por tapias y palizadas. El Cabildo, por su parte, ya que no podía mejorar los edificios, quiso al menos asegurar la tranquilidad de sus moradores y mantener el aseo. Así, en 1550 mandó «que todas las personas, vecinos y habitantes limpien y les hagan limpiar a sus indios o esclavos las calles, cada uno lo que le cabe de su pertenencia, so pena de cuatro pesos»450. Al paso que prohibía bajo severas penas las reuniones y borracheras de los indios, el Cabildo tomaba otras medidas para la seguridad de los vecinos. Temiendo que los españoles que salían de la ciudad pudieran ser víctimas de una sorpresa en los momentos en que quedaba menos guarnecida por la marcha de Valdivia para el sur, mandó que «ninguna persona de ninguna condición sea osado de salir de esta ciudad para dormir fuera de ella, con sus pies o ajenos, so pena de la vida»451. Algún tiempo después, tomaba esta otra determinación: «Por cuanto en esta ciudad de noche andan muchas personas, así cristianos como negros e indios, haciendo muchos males y daños, y robando, y haciendo muchos otros desaguisados, proveyendo remedio en justicia, se manda que de hoy en adelante ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, así cristiano, negro, ni indio, ni negra, ni india, sea osado de andar de noche después de la queda, que para ello mandaban tañer la campana, so pena que al español que tomaren, con perdimento de sus armas, aplicadas para el juez que así le tomare, y más que será preso para el mismo caso; y al negro o negra que tomaren, sea llevado a la cárcel pública y de allí al rollo de la plaza pública y sea atado y le sean dados cien azotes públicamente; y a los indios y a las indias la misma pena de los dichos negros»452. Esta costumbre, que demuestra la deficiencia de la policía de seguridad, indica también cuál debía ser la tristeza y la monotonía de la vida de ciudad en aquellos tiempos. Estas prácticas, sin embargo, se prolongaron con corta alteración hasta nuestro siglo.

Por lo demás, los conquistadores carecían de casi todas las distracciones de la vida de sociedad, fuera de los juegos de naipes a que eran muy aficionados, y por los cuales tenía una marcada pasión el mismo gobernador Valdivia. Obligados, por otra parte, a vivir constantemente con las armas en la mano, faltos de otros animales que los que les servían para el combate o para el alimento, no pudieron tener entonces aquellos pasatiempos a que eran   —283→   más aficionados los españoles. Así, sólo veinte años después, tuvieron combates de toros; pero, como lo veremos más adelante, poco más tarde celebraban en ciertas ocasiones juegos de sortijas y de cañas en que los jinetes lucían su destreza.

La colonia, en cambio, tenía desde esos años otros elementos de la vida social de los españoles. No hablamos aquí de las iglesias ni de las prácticas religiosas de que trataremos más adelante. En 1552, el Cabildo admitió al ejercicio de su profesión a un licenciado en medicina453, y poco después prohibió que curaran los que no tenían título para ello454. Entonces existía ya una botica que el Cabildo había sometido al régimen de las tarifas y que hacia visitar para reconocer «las medicinas que en ella hay, y si algunas hubiere dañadas, se mande que no se gasten por excusar mayor daño». Ya hemos referido que en esa época existía en Santiago un hospital fundado por Valdivia para curar a los enfermos pobres.

A1 paso que Santiago no tuvo en sus primeros años más que un solo médico, contó luego con algunos abogados. En 1556 había tres en Santiago, y residían otros dos en otras ciudades. Prestaban sus servicios en las defensas de los pleitos entre los particulares y eran, además, como habremos de verlo más adelante, los consejeros legales de los gobernadores y de los cabildos en todos los casos difíciles en que se creía necesario pedirles su informe profesional. Para permitirles el ejercicio de su profesión, el Cabildo les exigía la presentación de sus títulos, pretendiendo resguardar así a los litigantes contra las especulaciones de los charlatanes y enredistas455.




ArribaAbajo10. Condición de los indígenas

Hemos referido456, que desde 1546 quedó sancionado y regularizado a lo menos ante la ley el sistema de repartimientos. Pero aquel régimen que satisfacía la codicia de los conquistadores, e implantado contra la voluntad de los indios a quienes se condenaba sin razón ni justicia a trabajos a que no estaban acostumbrados, no podía cimentarse con la misma facilidad con que había sido decretado. En efecto, comenzaron a notarse las dificultades en que tal vez no se había pensado. Los indios se fugaban de sus hogares o abandonaban el lugar en que se les hacía trabajar más, para asilarse en los repartimientos en que se les trataba menos mal. Los encomenderos, por su parte, a pretexto de que nadie tenía una cuenta cabal de sus indios, recibían a los que llegaban fugados de las otras encomiendas. Nacían de aquí pleitos repetidos sobre la propiedad de los indios, que la justicia ordinaria no podía resolver equitativamente.

El cabildo de Santiago creyó remediar este estado de cosas comisionando un juez especial que visitase los repartimientos, que oyese las quejas y que fallase todas las cuestiones   —284→   definitivamente y sin apelación. Confiose este encargo al capitán Juan Jufré457, que cumplió su cometido con toda actividad. Como debía esperarse, las resoluciones del capitán Jufré dejaron satisfechos a algunos, pero descontentos a otros. Después de su visita, se renovaron las fugas de indios y nacieron nuevos litigios. Fue inútil que un año más tarde el procurador de ciudad pidiese una nueva visita de los repartimientos: el Cabildo, creyendo ineficaz esta medida, dio por anulados los poderes conferidos al capitán Jufré, y dejó que estas cuestiones fuesen resueltas por ¡ajusticia ordinaria458.

Las mismas dificultades se repitieron en las provincias del sur cuando Valdivia fundó las nuevas ciudades y repartió los indios. «Comienzan a se mover, decía el mismo Gobernador, muchos pleitos y disensiones sobre los indios naturales que los vecinos tienen encomendados, de que Dios nuestro Señor, y S. M. en su nombre, se tienen por muy deservidos, y entre sus vasallos se podrían recrecer escándalos y perturbaciones»459. Deseando evitar dificultades y gastos, mandó que estos juicios se resolviesen por tres árbitros nombrados por las partes y por la justicia ordinaria; pero en realidad, esta medida no surtió los efectos que se esperaban de ella. No era extraño que a los españoles se les ocurriera en tales circunstancias, la idea de marcar a los indios para distinguir los que pertenecían a cada repartimiento. Su condición de infieles autorizaba, según la moral de esos tiempos, este bárbaro tratamiento.

Estas fugas frecuentes de indios, la resistencia obstinada que oponían al trabajo, la falsedad con que faltaban a toda palabra que hubieran empeñado, el ningún caso que hacían de la enseñanza religiosa que se les quería dar, su apego a vivir según sus usos y costumbres y sin tratarse con los españoles, eran los accidentes necesarios del estado de barbarie en que se hallaban. Los conquistadores, por su parte, no estaban preparados para comprender un fenómeno natural que la experiencia ha demostrado en todas partes, esto es, que las civilizaciones inferiores no pueden modificarse sino con una extrema lentitud; y cuando vieron la fuerza de inercia que los indios oponían a toda innovación de su estado social, acabaron por concebir por ellos la misma idea de odio y de desprecio que los indígenas habían inspirado en los otros países de América. Se les creía apenas superiores a las bestias por su inteligencia, y además malos e incapaces de corrección. Ya hemos dicho lo que pensaba Valdivia acerca de los indios460. Las ordenanzas de su gobierno reflejan constantemente ese mismo espíritu. Los indios debían sufrir penas terribles, un centenar de azotes, a lo menos, por las más leves faltas. El apedrear un caballo era castigado con la pérdida de una mano. Se les prohibieron los juegos en los asientos de minas. Una ordenanza de 1551 disponía lo siguiente: «Ningún indio ni india sea osado de hacer taqui461, ni su amo no consienta que hagan sus piezas taqui en su casa ni fuera de ella, so pena que a la india e indio que le   —285→   tomaren haciendo taquis, se le den cien azotes en el rollo de esta ciudad, y más les sean quebrados los cántaros que tienen la chicha»462. Los regidores creían equivocadamente que estos bárbaros castigos habían de modificar inmediatamente las costumbres más arraigadas de los indios y poner término a sus fiestas y borracheras.

Las pocas medidas dictadas en favor de los indios, más que inspiradas por un sentimiento de caridad, eran aconsejadas por el deseo de conservarlos sanos y útiles para el servicio. Valdivia había dispuesto que en los caminos hubiera posadas para el descanso de los viajeros, a las cuales los conquistadores daban el nombre peruano de tambos. Eran pobres chozas de indígenas, o más propiamente postas de indios, donde los españoles en el principio tomaban servidores que les cargasen sus bagajes. Valdivia mandó que a ningún indio se le pudiera cargar con más de dos arrobas, y que sólo se les hiciera caminar de un tambo a otro, «porque es muy gran daño y menoscabo de los naturales, decía el procurador de ciudad recordando estas disposiciones, que vayan cargados treinta o cuarenta leguas, y en ello se desirve mucho a Dios, y a S. M. y al señor Gobernador, y será causa que los naturales se alcen y rebelen, siendo tan trabajados como son». En esa misma ocasión, el procurador de ciudad pedía con instancia que se aplicaran las penas del caso a los que en violación de las ordenanzas de Valdivia, continuaban empleando a las pobres indias como bestias de carga, y a las cuales, en consideración a su sexo, el Gobernador había exceptuado de esta obligación463.

A pesar de estas precauciones, el trabajo forzado y los rigores que lo acompañaban, principiaron a producir sus funestos efectos en la población indígena. A1 abatimiento y a la desesperación de los indios, se siguieron en breve las enfermedades y la muerte. Chile principiaba a despoblarse como se despoblaban las otras provincias de América. Cuando los españoles notaron la disminución de los repartimientos, trataron de inquirir la causa de la boca misma de los indios. Creían éstos, como hemos dicho en otra parte464, que toda muerte por enfermedad era el resultado de un hechizo preparado por un enemigo encubierto. Los españoles, no menos supersticiosos que los mismos indios, creyeron esta explicación. En enero de 1552, pedía el procurador de ciudad «que cada seis meses del año vaya un juez de comisión para visitar la tierra sobre los hechiceros que llaman ambicamayos465, dándole poder para castigarlos con todo el rigor del derecho, pues es público y notorio los muchos indios e indias que se hallan muertos mediante esto». El Cabildo ofreció tomar una resolución sobre el particular, pero parece que por entonces no hizo nada.

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A fines de ese año, Valdivia se hallaba en Santiago y presidía las sesiones del Cabildo. El procurador de ciudad volvió a insistir en la cuestión de los hechiceros que daban muerte a los indios. «Los naturales, dijo, se matan unos a otros y se van consumiendo con ambi y hechizos que les dan, y en esto las justicias tienen algún descuido en no se castigar. Vuesa señoría mande que cada dos meses dos vecinos se vayan de Maipo hasta Maule a visitar la tierra, y otros dos vayan hasta Choapa; y vuestra señoría les dé poder como capitanes para que con sumaria información tengan especial cuidado de castigar estos hechiceros y ambicamayos, porque demás del daño que reciben los naturales, se desirve Dios en los hechizos que hacen invocando el demonio. Y asimismo mande vuesa señoría que los que fueren a visitar tengan cuidado de hacer volver los naturales que se huyen de unos pueblos a otros». Valdivia declaró que la justicia de la ciudad tenía poder cumplido para castigar esos delitos466; pero luego se creó el cargo de juez pesquisidor de hechiceros indígenas467. No tenemos noticias de la manera cómo desempeñaban sus funciones estos magistrados; pero pueden presumirse las injusticias que cometían recordando que los españoles creían firmemente en estos hechizos, que veían en ellos la intervención del demonio, y que pensaban que era un deber religioso y sagrado el castigar a los infelices a quienes se atribuía un poder diabólico.

Pero si los conquistadores en su desprecio por la raza indígena no tomaron nunca medidas serias para impedir los malos tratamientos de que eran víctimas los indios de parte de los españoles, quisieron castigar con mano de fierro los desmanes cometidos por los negros esclavos. «En esta ciudad, decía el Cabildo en noviembre de 1551, hay cantidad de negros y de cada día vienen a esta tierra; y por ser la tierra aparejada para sus bellaquerías, se atreven algunos de huir de sus amos y andar alzados, haciendo muchos daños en los naturales de esta tierra y forzando mujeres contra su voluntad; y si se diese lugar a esto, y no hubiese castigo en ello conforme a justicia, de cada día vendrían a alzarse y andarían alzados, haciendo muchas muertes, robos y fuerzas». Para procurar un castigo contra estos atentados, el Cabildo recogió información acerca de las penas que en casos semejantes imponía la audiencia de Lima, y en vista de ella, mandó que esas mismas penas se aplicaran en Chile. «A cualquier negro o negros que se alzaren del servicio de su amo, dice la ordenanza, y no volviere dentro de ocho días, y si forzare alguna india de cualquier manera que sea contra su voluntad, que cualquier justicia de S. M., recibiendo información bastante, pueda el tal juez por su sentencia en que le corten el miembro genital, y las demás penas que al juez le pareciere conveniente a la ejecución de la justicia, por cuanto así conviene al servicio de Dios nuestro Señor y de S. M.»468.



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ArribaAbajo11. Estado religioso de la colonia

La repetición de esta última cláusula en todas las ordenanzas de ese tiempo, aun, en las que se sancionaban las más duras crueldades contra los indios y contra los negros, explican el orden de ideas de los españoles de la conquista. Se comprenderá así que los hombres que habían identificado los intereses de su codicia con el servicio de Dios y del Rey, debían ser una amalgama del más rudo y supersticioso fanatismo y de las más violentas y desenfrenadas pasiones.

En efecto, los conquistadores que no retrocedían ante ninguna violación de los principios de justicia y de humanidad en su lucha contra los indígenas, ni en el avasallamiento de esta raza para obligarla a los más abrumadores trabajos, y que además en sus relaciones entre los mismos españoles demostraban de ordinario los peores instintos, se sentían poseídos de la más ardiente devoción religiosa. A1 hacer el primer trazado de la ciudad, Valdivia había señalado sitio para la iglesia en el costado occidental de la plaza mayor, y dio principio a su construcción. En esos primeros años, a lo menos hasta principios de 1545, decíase misa en una portada de la casa del Gobernador469; pero poco más tarde pudo habilitarse para el culto una parte de la nueva iglesia. Aunque todo hace creer que aquél fue un templo modesto y pobre como todos los edificios de la ciudad, se emplearon en ese trabajo más de diez años. Esta tardanza se explica fácilmente por las atenciones de la guerra que ocupaban a todas horas a los conquistadores, por la carencia de operarios hábiles y por la escasez de fondos. A esta construcción se destinaron, fuera de las erogaciones del tesoro real, una parte de las multas penales y algunas de las derramas o contribuciones que imponía el Gobernador.

Aun antes que esta iglesia estuviera terminada, comenzó, como ya dijimos, a servir para el culto. Pero había en Santiago, además, desde los primeros años de la Conquista, otros tres pequeños templos o ermitas, construidas, dos de ellas a lo menos, por la piedad de algunos vecinos470. En la ciudad de La Serena, como en las otras ciudades que se fundaron en el sur, la construcción de iglesias fue uno de los primeros afanes de los conquistadores. En 1548, cuando Valdivia se defendía en Lima de las numerosas acusaciones que se le habían hecho ante el presidente La Gasca, pasó en revista los servicios prestados por él a la causa de la conquista, y agregaba en su justificación estas palabras: «He fundado, gracias a nuestro Señor, cinco o seis templos donde se alaba su santísimo nombre»471. Estas piadosas fundaciones, debían, según las ideas de la época, hacerle perdonar en el cielo y en la tierra las violencias y exacciones de que se le acusaba.

Los conquistadores podían hacerse perdonar el olvido de los deberes de humanidad, pero no les era permitido desentenderse de la obligación de levantar iglesias. «Lo principal que S. M. encarga por sus instrucciones, decía el procurador de ciudad en 1552, es que se   —288→   tenga especial cuidado en hacer las iglesias y proveer de todo lo necesario para el culto divino»472. Valdivia, en cumplimiento de este encargo, había dictado el año anterior una ordenanza en que se encuentran estas palabras: «Por cuanto las iglesias de estos reinos son pobres y cada día son importunados los oficiales reales de la real hacienda que les provean de vino, cera, aceite para las lámparas, y porque la real hacienda no pague ninguna cosa de éstas, y las iglesias que se edifican y edificaren de aquí adelante sean servidas, que por falta de muchas veces los oficiales reales no lo quieren proveer, o por no lo haber se dejan de celebrar los divinos oficios y el culto divino no está adornado como es razón y S. M. manda, mandó su señoría en su real nombre, que las primicias sean de las iglesias, y que el mayordomo de ellas pueda arrendarlas»473.

El clero de Chile, que en los primeros días de la Conquista había constado de tres individuos, se incrementó considerablemente en pocos años en relación de la escasa población de la colonia. La vida sacerdotal, que atraía mucha gente, era también muy productiva. Aparte de las entradas que los eclesiásticos podían procurarse en los repartimientos, en los lavaderos de oro y en la crianza de ganado, que eran las industrias de todos los colonos, percibían los beneficios particulares de su profesión, es decir, los honorarios de misas, entierros, novenas y exequias, que no podían dejar de ser considerables en un pueblo de españoles del siglo XVI. Sea que los eclesiásticos pidiesen por todo esto precios muy subidos, sea que el Cabildo quisiera sólo respetar las prácticas de la metrópoli, sometió a los eclesiásticos a tarifa, así como lo hizo con los sastres, zapateros y herreros, poniendo precio a las misas según fueran rezadas o cantadas, y a todas las funciones especiales de los eclesiásticos474. Sin embargo, estas tarifas, como lo hemos visto con un gran número de ordenanzas del Cabildo, fueron muy poco respetadas en la práctica, y siguieron cobrándose precios mayores que los fijados que, sin embargo, eran bastante subidos. Los colonos, por su parte, y a pesar de su ferviente devoción, dejaban frecuentemente morir a sus indios sin hacerlos cristianos, esto es, sin bautizarlos, para no pagar el entierro475. Este hecho, observado a la luz de las creencias religiosas de la época, da la medida de los sentimientos de esos hombres, tanto de los encomenderos como de los eclesiásticos476.

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Después de la vuelta de Valdivia del Perú, llegaron también a Chile algunos religiosos regulares. Traían, sin duda, el propósito de fundar conventos de sus órdenes respectivas, para lo cual el terreno estaba perfectamente preparado por la devoción de los colonos. Faltan los documentos fehacientes para darnos cuenta de sus trabajos en este sentido; y las noticias consignadas por los cronistas, no son dignas de gran confianza. Consta sí que en octubre de 1553 los franciscanos obtuvieron por donación un espacioso terreno para tener iglesia y convento477. Los frutos alcanzados por esos religiosos en la conversión de los indios, de que hablan vagamente y en términos generales algunas de esas crónicas, son invenciones que la historia y la razón no pueden aceptar. Los indios solían recibir el bautismo por curiosidad, o como un acto de sumisión aparente a los conquistadores; pero su conversión al cristianismo   —290→   quedaba reducida a este solo aparato. Sin comprender una palabra de la religión que quería imponérseles, sin aceptar los usos y costumbres de los invasores, los indígenas conservaban sus supersticiones, y una resistencia obstinada a cambiar de vida y de manera de ser.




ArribaAbajo12. Falta absoluta de escuelas en estos primeros tiempos

Al estudiar este primer período de nuestra historia, llama la atención un hecho que explica la lentitud con que la civilización y la cultura se abrían camino en las colonias españolas del Nuevo Mundo. Aunque, como lo hemos visto al comenzar este capítulo, no faltaban niños, hijos de españoles en la colonia, no hallamos en los documentos de esta primera época el menor vestigio de haber existido la intención de crear una escuela de primeras letras, ni referencia alguna de haberse dado instrucción privada a los hijos de los conquistadores478. Así se comprende que en aquellas primeras generaciones, fueran muy escasos los hombres que sabían leer, aun entre las familias acomodadas, y que los obispos tuvieran poco más tarde que dar las órdenes sacerdotales a individuos que no habían recibido la menor instrucción479.

Esta ignorancia de los primeros tiempos, aunque ligeramente combatida en los años subsiguientes, legó a la colonia abundantes gérmenes de atraso y exigió después, de la república, una acción vigorosa y constante para poner término a la era del oscurantismo.





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ArribaAbajoCapítulo décimo

Valdivia: primera campaña de Arauco; fundación de nuevas ciudades (1550-1552)


1. Aprestos de Valdivia para su campaña al sur: trabajos para la defensa de Santiago. 2. Noticia acerca de las armas usadas por los españoles en la conquista. 3. Campaña de Valdivia en las márgenes del Biobío: batalla nocturna de Andalién. 4. Fundación de Concepción: defensa de la nueva ciudad contra los ataques de los indios. 5. Valdivia despacha un nuevo emisario a España a dar cuenta de sus conquistas y a pedir las gracias a que se creía merecedor. 6. Campaña de Valdivia hasta las márgenes del Cautín y fundación de la Imperial. 7. Reciben los españoles nuevos auxilios. Viajes y aventuras de Francisco de Villagrán: incorpora la ciudad del Barco a la gobernación de Valdivia y llega a Chile con doscientos soldados. 8. Campaña de los conquistadores a la región del sur: fundación de las ciudades de Valdivia y Villarrica.


ArribaAbajo1. Aprestos de Valdivia para su campaña al sur: trabajos para la defensa de Santiago

Desde su regreso del Perú, Valdivia no había cesado de hacer los aprestos para emprender la conquista de los territorios del sur. Una serie de contrariedades parecía retardar la realización de sus planes. La insurrección de los indios del norte y la destrucción de La Serena, al paso que le costaba la pérdida de cuarenta soldados y de algunos caballos, lo había obligado a desprenderse de una parte de sus tropas para organizar la columna con que marchó Francisco de Aguirre a repoblar aquella ciudad. Los españoles auxiliares que habían venido del Perú con el capitán Jufré por el camino de tierra, habían perdido en la travesía del desierto más de cien caballos, lo que era un contratiempo enorme en aquella situación. Sin embargo, Valdivia no se desalentó un solo instante, y sólo esperaba la vuelta de la primavera para abrir la campaña.

El 8 de septiembre de 1549, el Gobernador pasaba revista a sus tropas en los campos vecinos a Santiago. En uno de los ejercicios militares, su caballo dio una caída aplastando al jinete la pierna derecha y fracturándole los dedos del pie. Valdivia fue transportado a su casa, y se vio obligado a permanecer tres meses en cama. Desde su lecho siguió ocupándose en los preparativos de la expedición y venciendo las dificultades y resistencias que encontraba la empresa. Los habitantes de Santiago, que no debían salir a campaña, temían que la ciudad quedase desguarnecida y, por lo tanto, expuesta a los peligros de nuevas sublevaciones de los indígenas, y, además, que con motivo de las necesidades de la guerra, llevase en calidad de auxiliares, o como simples bestias de carga, a los indios que les habían sido encomendados. Estos temores habían producido una gran alarma en la ciudad. Los encomenderos de Santiago defendían a sus indios, no por un sentimiento de filantropía y de justicia sino por el mismo   —292→   interés con que habrían defendido sus ganados. El 13 de octubre, Valdivia reunía al Cabildo en su propia casa; y el procurador de ciudad, Pedro de Miranda, le leía a nombre de los vecinos un extenso requerimiento. Pedía en él que el Gobernador dejase en Santiago las fuerzas necesarias para atender a la defensa de la ciudad, y que mandase que todos sus habitantes, incluso los mercaderes, se proveyesen de armas y de caballos «para la sustentación de ella, pues lo pueden tener y hacer mejor que ninguno de los vecinos». Por lo que respecta a los indios, el procurador de ciudad pedía que siendo esta región del país «tan pobre de indios», no permitiese que se sacasen para emplearlos en la guerra, «que los que llevasen para cargas no pasasen el río Itata, pues la tierra de adelante tiene mucha cantidad de indios», y, por último, que no tolerase que a los que acompañasen al ejército, se les encadenase de noche, «por cuanto estoy informado, decía, que algunas personas llevan cadenas para aprisionarlos». El procurador pedía, además, que Valdivia dejase un herrero en la ciudad. El Cabildo apoyó estas peticiones con las fórmulas ordinarias, esto es, porque «así conviene al servicio de Dios nuestro Señor y de S. M. y al bien y sustentación de sus vasallos».

Sin pérdida de tiempo, contestó Valdivia a estas peticiones. Anunció que dejaría en la ciudad más gente que la que tuvo en sus primeros años, y que a cargo del Cabildo quedaba el velar por su defensa, para lo cual debía compeler a todos los habitantes para que se armasen en su defensa. Después de acceder en todos los otros puntos a la petición del procurador de ciudad, Valdivia mandó que la gente de guerra que viniera del Perú en unos buques que esperaba, fuera despachada inmediatamente al sur, sin permitirle llegar a Santiago, y dio otras órdenes para aporratar caballos con que abrir la campaña.

Fueron aquellos días de trabajo incesante para preparar las tropas expedicionarias y para atender a la defensa de la ciudad. Con el objetivo de satisfacer a los encomenderos, que temían que pudieran quitarles sus indios, así como para impedir la fuga de criminales, Valdivia mandó que no se dejara salir de Valparaíso un solo buque sin ser previamente registrado por el alguacil mayor. El Cabildo, por su parte, mandó que antes de mediados de enero del año siguiente, todos los habitantes de Santiago estuviesen listos para la defensa de la ciudad, que tuviesen en sus casas armas y caballos, y a falta de éstos yeguas que podían comprar a un a crédito, o tomarlas prestadas sin que nadie que tuviera más de uno de esos animales pudiese excusarse de vender los otros por un precio equitativo; que todos cargaran siempre sus espadas; que nadie durmiese fuera de la ciudad, bajo pena de la vida480; y que se tomasen muchas otras precauciones para estar prevenidos contra cualquier amago de insurrección de los indígenas.

Cuando Valdivia hubo terminado sus aprestos militares, escribió su testamento. Según las facultades inherentes al cargo de gobernador, disponía en él el orden de sucesión en el gobierno de la colonia «si Dios fuere servido de le llevar de esta presente vida». Habiendo reunido al Cabildo en su propia habitación, le entregó allí, el 23 de diciembre, el referido testamento, en pliego cerrado, y con la firma de siete testigos. Mandó el Gobernador que se le guardara en el arca de tres llaves del tesoro real, de donde no podría sacarse sino después de su muerte; y exigió de los cabildantes la promesa de respetar y cumplir esta última voluntad, bajo la multa de cinco mil pesos de oro y las demás penas legales para aquéllos   —293→   que no la obedeciesen puntualmente. «Y luego, dice el acta de aquella sesión, todos los señores justicia y regidores dijeron que viendo, como ven, que el dicho señor Gobernador va en servicio de S. M. a las provincias de Arauco a las conquistar y poblar, y lo que así les manda es tan justo y conviene tanto al servicio de Dios nuestro Señor y de S. M. y al bien común, que ellos dicen y prometen a su señoría que así lo guardarán y cumplirán como por su señoría les es mandado; imponiendo sobre sí y sobre sus personas y bienes las tales penas que su señoría les tiene impuestas, las cuales desde ahora dan poder a las justicias para que en sus personas y bienes las ejecuten siendo inobedientes a lo que aquí se les ha mandado; lo cual prometen por sí y por todos los demás señores justicia y regidores de este Cabildo como sucesores en él, y lo firmaron de sus nombres». Valdivia debió creer que esta explícita y terminante declaración, sería una garantía del fiel cumplimiento de su última voluntad. Y, sin embargo, él habría debido recordar que entre los conquistadores de América eran las promesas más solemnes y aparatosas las que menos se cumplían481.

Por decisión de Valdivia, el gobierno de la ciudad quedó confiado al Cabildo bajo la presidencia del licenciado Antonio de las Peñas con el título de justicia mayor. Este régimen no subsistió largo tiempo. Como referimos en el capítulo anterior, este funcionario fue destituido violentamente por el Gobernador. El 2 de mayo de 1550 fue reconocido con el carácter de teniente gobernador el capitán Rodrigo de Quiroga que gozaba en la colonia del prestigio de hombre honrado y de valiente militar.




ArribaAbajo2. Noticia acerca de las armas usadas por los españoles en la conquista

A1 entrar a referir las verdaderas campañas de la conquista, debemos detenernos un momento para dar a conocer las condiciones del poder militar de los conquistadores. A1 verlos sostener con tan reducido número de soldados una lucha formidable contra ejércitos numerosos de indios tan valientes como astutos, nos exageramos inconscientemente la importancia de sus recursos militares, y creemos que las armas de fuego, que consideramos tan eficaces como los cañones y los fusiles de nuestros días, decidían la victoria en aquellos reñidísimos combates.

Sin embargo, las armas de fuego tenían en el ejército de Valdivia una importancia mucho menor de la que pudiera atribuirseles. Los conquistadores de Chile no tuvieron cañones en los primeros días de la guerra, y cuando los usaron en 1554, eran piezas de pequeño calibre, con las imperfecciones de la artillería de esos tiempos; y las perdieron en el primer combate. Los arcabuces que llevaba la infantería, aunque ya bastante perfeccionados, eran armas pesadas que fatigaban al soldado durante la marcha, y que casi no podían usarse sino apoyando el cañón en una horquilla o vara de madera que el soldado cargaba consigo y que   —294→   clavaba en el suelo, lo que en cierta manera inmovilizaba a la tropa o le impedía, a lo menos, la rapidez en los movimientos. Esas armas, además, sólo podían hacer un limitado número de disparos. Exigían tanta pérdida de tiempo para la carga, que el fuego se hacía con notables intervalos. No se conocían los cartuchos de pólvora y bala que más tarde aligeraron la carga de las armas de fuego. Los soldados llevaban un cinturón en que tenían una sarta de cañutos pequeños de madera u hojalata, cada uno de los cuales tenía la pólvora para un tiro; y, aunque esta distribución había simplificado en cierta manera la operación de cargar, ni el soldado podía llevar muchos de esos cañutos, ni la carga podía hacerse con la conveniente rapidez. El fuego, por otra parte, se daba con una mecha o cuerda encendida, que era preciso manejar a mano y con mucha precaución para que por un descuido cualquiera no incendiara la pólvora que el soldado llevaba en su cinturón. Esta circunstancia era un grave inconveniente en ciertos momentos. Los arcabuces no podían servir en los casos en que la tropa era atacada de sorpresa, cuando las mechas estaban apagadas.

Las armas de fuego, imperfectas como eran, daban, sin duda alguna, una inmensa superioridad a los españoles; pero nosotros nos exageramos su importancia, atribuyéndoles un poder comparable al de los armamentos modernos. La verdadera fuerza de las tropas conquistadoras existía en los caballos y en las armas blancas, que en esa época conservaban todavía casi intacto su prestigio en los ejércitos mejor organizados de los pueblos europeos.

No debe suponerse que los soldados de Valdivia cargasen esas fuertes y primorosas armaduras de acero bruñido que nos dan una idea tan elevada del arte de trabajar los metales en el siglo XVI. Las corazas y los yelmos de esa clase tenían un valor muy subido, y sólo eran usadas por los príncipes y los grandes señores. El vulgo de los conquistadores de América, cargaba armas defensivas mucho más modestas, pero sólidas y eficaces contra los golpes de los indios. Los infantes llevaban una simple coraza que les defendía sólo el pecho y la espalda, que les dejaba al descubierto el resto del cuerpo, permitiéndoles la libertad en todos sus movimientos y que por esto no los entorpecía en la marcha. Los jinetes, por el contrario, usaban ordinariamente armaduras completas de acero, que los cubrían de pies a cabeza, y que resguardaban todo su cuerpo de los golpes de los salvajes. Pero en muchas ocasiones también, el alto precio de esas armaduras, y la estrechez de recursos con que se preparaban algunas de estas expediciones, eran causa de que los soldados no poseyesen todas las piezas, y de que supliesen algunas de ellas con pedazos de cuero más o menos bien adaptados a la necesidad que se trataba de satisfacer. De cuero eran también las adargas o escudos que llevaban los soldados en el brazo izquierdo para parar los golpes del enemigo. En cambio, todos usaban casco o celadas de metal para defender la cabeza en los combates; pero, sin duda, por considerarlas embarazosas, habían suprimido las viseras que en las antiguas armaduras servían para cubrir el rostro. Las celadas de los soldados estaban provistas de carrilleras que al paso que las afianzaban sólidamente en la cabeza, resguardaban las mejillas en la pelea. Aunque esos cascos ofrecían una resistencia considerable, estaban revestidos, además, por el interior de un cojincillo o acolchado de algodón que neutralizaba grandemente el efecto de los golpes.

La pica o lanza era el arma blanca más poderosa de esos guerreros. Aunque había compañías de infantes piqueros y aunque la empleaban igualmente los arcabuceros cuando no convenía usar las armas de fuego, así como los soldados de nuestros días usan la bayoneta, esa arma iba quedando destinada casi exclusivamente para la caballería. Consistía en una vara sólida, comúnmente de madera de fresno, de poco menos de tres metros de largo, y   —295→   provista en su extremidad de una punta de acero de tres o cuatro filos. La pica era un arma terrible en los combates contra los pelotones compactos de indios; y los conquistadores españoles de estas regiones habían introducido en su manejo ciertas innovaciones que redoblaban su poder. Un clérigo que peleaba en el bando de Almagro en las guerras civiles del Perú, había inventado el amarrarlas con unas correas a la silla y al pecho del caballo, de manera que una carga de lanza en esas condiciones, llevaba una pujanza irresistible y debía arrollar cuanto encontraba por delante482.

Todos los soldados, así infantes como jinetes, cargaban espada. En manos de aquellos hombres vigorosos y adiestrados en la pelea, esas armas, aunque toscas y pesadas, pero casi siempre de buen temple y de una solidez incontrastable, hacían prodigios en los momentos de mayor aprieto, y más de una vez decidieron ellas solas la suerte de una batalla que parecía perdida. Los jinetes usaban, además, hachas de combate, y las clavas o mazas de fierro, cuya cabeza era una especie de bola pesada y cubierta de púas, o de barritas sólidas y afiladas, cuyos golpes bastaban para anonadar a un hombre.

Si estas armas aseguraban la superioridad militar de los españoles sobre los salvajes, valientes, pero mal armados, que iban a hallar en los campos del sur483, el número considerable de éstos, hacía de ellos un enemigo siempre formidable. Pero los conquistadores tenían en los caballos y en su organización mucho más inteligente y más regularizada, una fuerza que casi centuplicaba su poder. En las páginas siguientes vamos a verlos en acción.




ArribaAbajo3. Campaña de Valdivia en las márgenes del Biobío: batalla nocturna de Andalién

En los primeros días de enero de 1550 partía de Santiago la columna expedicionaria compuesta de poco más de doscientos hombres484. Valdivia, convaleciente todavía de la fractura de su pie, era llevado en una litera que cargaban algunos indios auxiliares. A su lado iban   —296→   Jerónimo de Alderete, en el rango de teniente general de las armas, y Pedro de Villagrán como maestre de campo o jefe de estado mayor. La marcha se hacía por el valle central del territorio chileno, sin otros inconvenientes que las dificultades que ofrecía el paso de los ríos que en esa estación debían estar bastante crecidos por el deshielo de las cordilleras.

Hasta las orillas del Itata, los expedicionarios no hallaron la menor resistencia. Pasado este río, Valdivia, repuesto ya de su enfermedad, pudo montar a caballo y dirigir personalmente las precauciones que era preciso tomar en territorio enemigo. Según las instrucciones reales, no podía atacar a los indios antes de hacerles un requerimiento de paz. Era éste aquel famoso memorial escrito por el doctor Palacios Rubios, de que hemos hablado en otra parte485, según el cual se intimaba a los bárbaros que se sometieran a los representantes del rey de España por cuanto el Papa había dado a este soberano el dominio absoluto de América y de sus habitantes. Valdivia no explica la manera cómo hizo llegar este requerimiento a noticia de los indios de guerra, pero deja entender que, como debía preverse, no produjo ningún resultado en el ánimo de aquellos bárbaros. Se veía por esto reducido a llevar sus tropas en orden de batalla, colocando sus bagajes en el centro para libertarlos de cualquier asalto, adelantando partidas exploradoras y manteniendo una gran vigilancia en los campamentos en que pasaba la noche. Los españoles, además, daban frecuentes guazavaras486 a los indios que les salían al camino, a los cuales hacían retroceder, pero sin conseguir aterrorizarlos.

En este orden llegaron los conquistadores a las orillas del río Nivequetén, que nosotros llamamos de la Laja. Como en ese sitio487 ofreciera el río un vado fácil, aunque largo, en que el agua llegaba a los estribos de los caballos, entraron resueltamente en él. Un cuerpo de indios que Valdivia hace subir a dos mil hombres, trató de impedirles el paso; pero Villagrán, adelantándose con la vanguardia, los desbarató mediante una de esas cargas irresistibles que sabían dar los jinetes castellanos, y les tomó algún ganado y varios prisioneros.

Aquel desastre no amedrentó, sin embargo, a los indios. El 24 de enero llegaron los españoles a las orillas del Biobío, y no siéndoles posible pasarlo a vado, por lo profundo y cenagoso que estaba en ese lugar, comenzaron a construir balsas para atravesarlo. Los indios, en número más considerable todavía, salieron a la defensa del paso, cruzaron a nado sus aguas y fueron a atacar valientemente el campamento enemigo. Valdivia, sin embargo, logró desbaratarlos, obligándolos a repasar el río; pero no se atrevió a seguir su marcha por ese lugar. Queriendo buscar un paso menos peligroso, se puso en marcha hacia el oriente. Apenas había andado dos leguas, sus tropas fueron asaltadas de nuevo por aquellos infatigables guerreros, que las obligaron a sostener otra batalla. Esta vez cupo el honor de la jornada a Jerónimo de Alderete. Después de reñida pelea, en que, sin embargo, no perdió más que un solo hombre arrastrado por la corriente del río, puso una vez más en derrota a los indios, y les quitó una cantidad considerable de guanacos o carneros de la tierra, como los llamaban los españoles.

Esos combates de cada día, y, casi podría decirse, de cada hora, debieron hacer comprender a Valdivia que aquellos salvajes eran los enemigos más terribles que hasta entonces   —297→   hubieran hallado los españoles en el Nuevo Mundo. Mal armados, casi desnudos, los indios atravesaban a nado ríos correntosos, caían sobre el campamento de Valdivia de noche y de día, trababan combate cuerpo a cuerpo contra hombres cubiertos de fierro y contra caballos impetuosos, despreciaban el fuego de los arcabuces y el filo de las espadas y, aunque siempre vencidos por una táctica más inteligente y por armas más poderosas que las suyas, volvían de nuevo a la pelea con mayor audacia y con incontrastable tenacidad. Durante más de ocho días que los españoles anduvieron en el territorio que nosotros llamamos isla de la Laja, tuvieron que sostener constantes combates y que mantener la más estricta vigilancia de cada hora para estar prevenidos contra los repetidos ataques. Valdivia se atrevió a pasar el Biobío con cincuenta jinetes y a caminar por las orillas durante dos días con dirección al mar; pero encontró tanta gente enemiga que no se atrevió a pasar adelante, y al fin dio la vuelta a su campamento. Buscaba el sitio apropiado para fundar una población española; pero temiendo, sin duda, no poder sostenerse en aquellos lugares, repasó el río de la Laja, y siguiendo por sus orillas, se dirigió a la costa en busca de la bahía que había visto en 1546. Allí debía recibir los socorros que esperaba por mar.

En su marcha, los españoles se detuvieron dos días en el valle de Andalién, y acamparon en un terreno llano y bajo, entre el río de este nombre y el caudaloso Biobío, cerca de unas pequeñas lagunas de agua dulce. Valdivia no había olvidado ninguna de las precauciones militares para estar prevenido contra cualquier ataque de los indios. La mitad de sus tropas velaba de noche mientras dormía la otra mitad, alternándose cada seis horas en la guarda del campo. En la noche del 22 de febrero488, cuando acababa de mudarse la primera vela, los castellanos se encontraron repentinamente asaltados por un ejército de indios que Valdivia hace subir, exageradamente sin duda, a veinte mil hombres y que algunos cronistas elevan, más exageradamente aún, a cinco y seis veces ese número. Aunque los indios estaban divididos en tres grandes cuerpos, no pudieron atacar más que por un lado a causa de las lagunas en que se apoyaba la hueste de Valdivia489.

El asalto, sin embargo, fue terrible, «con tan grande ímpetu y alarido, dice el caudillo conquistador, que parecían hundir la tierra». En el primer momento, los bárbaros arrollaron las avanzadas de los españoles; pero en el mismo instante, todos éstos estuvieron de pie para empeñar el combate con aquel valor sobrehumano con que solían hacer la guerra. «Prometo mi fe, dice Valdivia, que ha treinta años que sirvo a V. M. y he peleado contra muchas naciones, y nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear como estos indios tuvieron contra nosotros; que en espacio de tres horas no podía entrar con ciento de a caballo el un escuadrón». Las masas compactas de salvajes envolvían de cerca y por todas partes a los españoles; y las pesadas macanas, manejadas con vigor y destreza, hacían encabritarse a los caballos, impidiéndoles romper los pelotones enemigos y obligándolos a retroceder. La derrota de los españoles parecía inevitable, y debía ser tanto más desastrosa cuanto que   —298→   la proximidad de los indios que luchaban cuerpo a cuerpo, y la oscuridad de la noche, no permitían la retirada. En esa hora de suprema angustia, Valdivia, con la valentía que infunde la desesperación, mandó que su tropa dejara los caballos que habían llegado a ser inútiles, y que defendiéndose con sus adargas de las flechas y picas de los bárbaros, los acometiesen de frente con las lanzas y las espadas. Esta resolución decidió la victoria en su favor. Acuchillados por armas contra cuyos filos no tenían defensa alguna, agotados de cansancio y de fatiga, los salvajes comenzaron a vacilar y acabaron por pronunciarse en completa derrota, abandonando el campo cubierto de cadáveres. Los indios auxiliares o de carga que acompañaban a Valdivia, fueron muy útiles en la persecución de los fugitivos.

Aquella dura jornada costaba a los españoles dolorosos quebrantos. No tuvieron más que un solo muerto, y éste fue un soldado herido por un tiro de arcabuz imprudentemente dirigido por uno de sus camaradas; pero si las armaduras habían salvado a los castellanos de la muerte, no los salvaron de las heridas. «Hiriéronme sesenta caballos y otros tantos cristianos de flechazos y botes de lanza, dice Valdivia, aunque unos y otros no podían estar mejor armados». «De todos los españoles, de los capitanes y soldados, refiere Góngora Marmolejo, no quedó ninguno que no saliese herido; de condición que si otra batalla les dieran los desbarataran, según quedaron temerosos y maltratados ellos y los caballos». El resto de la noche y todo el día siguiente, fueron empleados por los castellanos en curar los heridos. Por fortuna de ellos, los indios no volvieron a atacarlos490.




ArribaAbajo4. Fundación de Concepción: defensa de la nueva ciudad contra los ataques de los indios

Valdivia no quiso exponerse a nuevos combates en aquellos lugares. El día 23 de febrero trasladó su campo a la orilla del mar, en la espaciosa bahía de Talcahuano, para buscar el poyo de los buques que esperaba de Valparaíso. Estos buques no habían llegado todavía; ero los españoles encontraron en aquella bahía un sitio donde podían defenderse de los repetidos y formidables ataques de los indios. Este lugar, llamado Pegnco o Penco por los indígenas, y reconocido ya por Valdivia en su campaña de 1546, estaba situado a orillas del mar, y rodeado de abundantes y tupidos bosques que la imprevisión de los hombres ha destruido casi en su totalidad. Para verse libres de asaltos y de sorpresas, cuyo peligro no les dejaba un momento de descanso, los españoles acometieron con la mayor actividad el trabajo de fortificaciones. Abrieron una ancha y profunda zanja trazada en semicírculo que rodeaba todo su campamento. Cortaron árboles en los bosques vecinos, y en veinte días de incesante tarea, construyeron un cercado fuerte de maderos gruesos y entretejidos, que según dice Valdivia, «fue tal y tan bueno que se puede defender de franceses, el cual se hizo a   —299→   fuerza de brazos. Hízose por dar algún descanso a los conquistadores en la vela, y por guardar nuestros bagajes, heridos y enfermos, y para poder salir a peleas cuando quisiésemos y no cuando los indios nos incitasen a ello».

La belleza del lugar, la suavidad de su clima, la abundancia de peces y mariscos, que los ponía fuera de todo peligro de hambre, y las condiciones particulares de la bahía, que Valdivia consideraba «la mejor que hay en estas Indias», lo determinaron a fundar allí una ciudad. En efecto, el 3 de marzo de 1550, trazó su planta, repartió los solares entre los conquistadores, y dio principio a la construcción de galpones o casas provisorias para pasar el invierno. La nueva ciudad recibió el nombre de Concepción. Aun en medio de estos afanes, el caudillo conquistador no olvidó los cuidados militares que le imponía la proximidad de los indios enemigos. «A todos ordené las velas y guardias, dice él mismo, de tal manera que podíamos descansar algunas noches, cayéndonos las velas de tres en tres días».

Estas precauciones eran muy fundadas. Los indios de aquella región, que conservaban el recuerdo de las luchas contra los ejércitos de los incas del Perú, no tenían la menor idea de que hubiese en el mundo enemigos más formidables que los que ellos habían derrotado en años anteriores491. Para ellos, los españoles eran soldados del Inca y, aunque los veían montados en animales vigorosos que podían arrollar un pelotón de indios, cubiertos con armaduras relucientes y casi impenetrables a sus picas y a sus flechas, y provistos de espadas y arcabuces que jamás manejaron los peruanos, siguieron llamándolos «incas, dice Valdivia, y a los caballos hueque inca», que quiere decir ovejas de incas. Este mismo error, hijo de la grosera ignorancia de esos bárbaros, alentaba su confianza en alcanzar la victoria, persuadidos de que los nuevos enemigos no valían más que los que ya en otra ocasión habían ahuyentado de sus fronteras. Después de la derrota que sufrieron en el valle de Andalién, pasaron muchos días haciendo sus aprestos para dar una nueva embestida a los invasores. Celebraron juntas, convocaron un mayor número de guerreros y luego se encontraron en situación de renovar los combates492.

Valdivia estaba advertido de estos aprestos, sin duda, por medio de los indios de servicio, y se mantenía sobre las armas. El 12 de marzo, poco después de mediodía, se presentó delante de los españoles un ejército de indígenas que cubría las lomas vecinas, y que Valdivia, con la exageración habitual de los conquistadores al computar el número de los enemigos, hace subir a cuarenta mil guerreros, fuera de otros tantos que quedaban atrás. «Venían, agrega, muy desvergonzados, en cuatro escuadrones de la gente más lucida y bien dispuesta   —300→   que se ha visto en estas partes, y más bien armada de pescuezos de carneros y cueros de lobos marinos, crudos, de infinitas colores, y grandes penachos, todos con celadas de aquellos cueros, a manera de bonetes de clérigos, que no hay hacha de armas, por acerada que sea, que haga daño al que las trajere, con mucha flechería y lanzas y mazas y garrotes». La batalla que se siguió fue, sin embargo, la menos reñida de aquella campaña. Los indios parecían querer dirigir su ataque contra cuatro puntos a la vez, y sus divisiones estaban tan apartadas unas de otras que no se podían socorrer oportunamente. Aprovechando hábilmente esta situación, mandó Valdivia que saliera al campo Jerónimo de Alderete con cincuenta caballeros, y que rompiese la división que se dirigía a la puerta del fuerte, y que era la que más se había acercado a los españoles. Aquella carga fue decisiva: los jinetes y los caballos, repuestos de sus anteriores fatigas con algunos días de descanso, cayeron como un rayo sobre los apiñados pelotones de indios, rompiéndolos y sembrando por todas partes la consternación y el espanto. Aquella división tuvo que volver caras. La sorpresa se apoderó también de las otras, que a su turno emprendieron la retirada. La persecución fue encarnizada y sangrienta: casi dos mil indios quedaron muertos en el campo.

Los españoles tomaron cerca de cuatrocientos prisioneros. Llevados a la presencia del General, éste mandó que se les cortaran las narices y la mano derecha, y aquella orden inhumana fue ejecutada sin compasión493. Valdivia, que llama justicia esta atrocidad, hizo explicar a aquellos infelices el móvil de su conducta. Esa mutilación, según él, era simplemente un justo castigo aplicado a los indios que no se sometían a la dominación de los invasores cuando se les hacía saber por el requerimiento acostumbrado que el Papa los había hecho vasallos del rey de España. Después de este discurso, que la razón casi se resiste a creer, y de la amenaza de tratar en adelante de la misma manera a todos los indios que se rebelaran contra sus pretendidos señores, Valdivia mandó que esos salvajes, estropeados y chorreando sangre, fuesen puestos en libertad para que volviesen a sus hogares.

Aquellos desalmados aventureros, que castigaban con tan bárbara crueldad la heroica defensa que esos salvajes hacían de su independencia y de su suelo, estaban convencidos de que eran los instrumentos de Dios, que habían venido a Chile a pelear contra el demonio y que los santos del cielo bajaban a la tierra a combatir a su lado. Valdivia mismo, que era el más sagaz si no el más ilustrado de todos ellos, estaba tan persuadido de esto como el último soldado. «Dios parece servirse de nosotros, escribe al referir la batalla de Penco; pues dicen los indios naturales que el día que llegaron a la vista de este fuerte cayó entre ellos un hombre viejo vestido de blanco en un caballo blanco (el apóstol Santiago), que les dijo: 'Huid todos que os matarán estos cristianos'; y así huyeron; y tres días antes, al pasar el río grande (Biobío) para acá, dijeron haber caído del cielo una señora muy hermosa en medio de ellos, también vestida de blanco (la Virgen María) y que les dijo: 'No vayáis a pelear con esos cristianos que son valientes e os matarán'. E ida allí tan buena aparición vino el Diablo, su patrón, y les dijo que se juntasen muchos y viniesen a nosotros, que en viendo tantos   —301→   nos caeríamos de miedo, y que también él venía; y con esto llegaron a vista de nuestro fuerte»494. Los soldados de Valdivia, por su parte, creían firmemente que en aquella batalla habían sido auxiliados por el apóstol Santiago, que peleaba como un guerrero en su caballo blanco, y por la Virgen María, que lanzaba a la cara de los indios puñados de polvo para cegarlos y ponerlos en desastrosa fuga.

Ocho días después de la victoria de los castellanos, esto es, el 20 de marzo, fondeaban en el puerto dos embarcaciones. Habían salido de Valparaíso bajo las órdenes del capitán Juan Bautista Pastene, y llevaban a su bordo algunos auxilios de gente y de forrajes para Valdivia. Iba también allí el cura de Santiago, González Marmolejo, que quería robustecer la fe de sus compatriotas para continuar en la empresa en que estaban empeñados. Desde ese día, los invasores cobraron un gran prestigio ante los ojos de los indios. Creyeron éstos que esos   —302→   vigorosos extranjeros, que engrosaban sus filas con nuevos refuerzos, tenían a su disposición elementos de poder a que era casi imposible resistir.

El invierno se pasó en la mayor tranquilidad. Cuando los españoles hubieron consumido la carne y el maíz que habían recogido en las inmediaciones, resolvió Valdivia enviar una expedición al otro lado del Biobío. Pastene partió con sus buques, mientras Alderete seguía con sesenta hombres a caballo por el camino de la costa. En esta ocasión llegaron sólo hasta la bahía de Arauco, y tanto en tierra como en la isla de Talca, que los españoles llamaron de Santa María, obtuvieron abundantes provisiones. Los buques volvieron dos veces más a aquellos lugares y alcanzaron hasta la isla de la Mocha. Casi sin más dificultades que las del viaje, recogieron nuevos acopios de víveres. Pastene llevaba además el encargo de demostrar a los indígenas que debían someterse al vasallaje del rey de España.

Un antiguo cronista ha contado con honrada indignación los desmanes de los conquistadores en estas expediciones. Refiere que en una de ellas, cuando se acercaron los españoles a tierra, los isleños, «así hombres como mujeres llegaban cargados de comidas sin quedar niño que trajere otra cosa que regalos hasta ponerlo todo en los bateles. A este servicio no dejaron los españoles de dar el retorno que en semejantes ocasiones acostumbraban, y fue que al tiempo de embarcar y recoger las cargas que los indios les traían, los recogieron también a ellos echando mano de los más hombres y mujeres que pudieron, llevándolos forzados sin otra utilidad que no perder la costumbre de dar mal por bien, no dejar de hacer de las suyas ni pasar por lugar donde no dejasen rastros de sus mañas. Verdaderamente, todas las veces que me vienen a las manos semejantes hazañas que escribir, añade, me parece que esta gente que conquistó a Chile por la mayor parte de ella tenía tomado el estanco de las maldades, desafueros, ingratitudes, bajezas y exorbitancias. ¿Qué habían de hacer los pobres indios que veían tal remuneración de los servicios de sus manos sino emplearlas en las armas, dando sobre los españoles como toros agarrochados, braveando con tal furia que parecía los querían desmenuzar entre los dientes como a hombres aleves y fementidos que les llevaban sus mujeres, hijos y parientes? Lo que resultó de esta bonica hazaña de los españoles fue el quedar los indios tan escandalizados que hasta hoy están de guerra, y el haber salido muchos de ellos en balsas grandes de madera a correr la costa de la tierra firme dando aviso de las mañas de los españoles para que se guardasen de ellos como de hombres facinerosos y embaucadores»495.

Los indios, sin embargo, se mantuvieron en paz. Los más vecinos a la nueva ciudad, habían visto sus cosechas perdidas ese verano y sus provisiones y ganados arrebatados por los conquistadores. Sea por el desaliento momentáneo nacido de la convicción de no poder resistir, sea obedeciendo a un plan de disimulo mientras llegaba el momento de preparar una insurrección más formidable, se mostraron tan sumisos que Valdivia llegó a creer pacificada aquella región. El 5 de octubre creó cabildo para la nueva ciudad de Concepción y repartió las tierras y los indios entre los principales de sus compañeros, prohibiendo, sin embargo, a éstos la explotación de los lavaderos hasta que la paz estuviese definitivamente asegurada496. Dos días después reunía a los caciques que acababa de dar en encomienda, y   —303→   celebró con ellos un parlamento en presencia de los vecinos y soldados. Por medio de los intérpretes, les hizo decir que había venido a este país por mandato del poderoso rey de España, que su misión no era para quitarles sus casas y sus bienes, sino para impedir que se matasen unos a otros en sus constantes guerras, para reducirlos a una vida mejor bajo un régimen de justicia, y para enseñarles quién fue su creador. Con el fin de conseguir tan grandes bienes, los indios debían renunciar a su libertad y someterse al vasallaje que les imponían los conquistadores. Sin duda alguna, si los indios comprendieron algo de aquel discurso, debieron recibir estas proposiciones con la mayor desconfianza, como un simple disfraz de la esclavitud a que se les quería reducir. El documento que consigna estas noticias, añade, sin embargo, que «ellos dijeron que así lo harían y que darían sus hijos para que les fuesen mostrados a sus amos a quienes estaban encomendados en nombre de S. M.»497. Los españoles, incapaces de conocer que la sinceridad en las promesas es el fruto de un desarrollo moral que no puede hallarse en las civilizaciones inferiores, parecieron quedar satisfechos con el resultado de aquel parlamento.




ArribaAbajo5. Valdivia despacha un nuevo emisario a España a dar cuenta de sus conquistas y a pedir las gracias a que se creía merecedor

En medio de la satisfacción que estos triunfos y los progresos de la conquista habían de producir en el ánimo de Valdivia, éste debía experimentar cierta inquietud por la inestabilidad de su poder. Hasta entonces no tenía otro título para el gobierno de la colonia que el que le había dado La Gasca en 1548. Aunque había escrito cinco veces al Rey para darle cuenta de sus campañas y de sus servicios a la Corona, no había recibido contestación alguna ni la confirmación de su título de gobernador498. Con el deseo de salir de esta situación incierta y de ensanchar y consolidar su poder, resolvió entonces enviar a la Corte nuevos emisarios, provistos de amplios poderes para que tuviesen la representación de sus negocios.

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Para el desempeño de esta comisión, el Gobernador eligió a dos hombres de toda su confianza. Eran éstos Rodrigo González Marmolejo, bachiller en teología y primer cura vicario de Chile, y Alonso de Aguilera, soldado extremeño y pariente de Valdivia. El Gobernador escribió con este motivo una extensa carta en que hacía la relación detallada de sus servicios, particularmente en la pacificación del Perú y en la continuación de la conquista de Chile. Aunque esa larga carta terminaba con la petición de las gracias que pretendía alcanzar de la Corona, Valdivia preparó unas instrucciones para sus apoderados que constan de más de veinte grandes páginas de letra menuda, y que contienen una reseña prolija de todos sus servicios, más propiamente una especie de autobiografía del caudillo conquistador, terminada con los artículos que contienen las gracias y mercedes que pedía al soberano499. Estos documentos del más alto valor histórico, revelan que Valdivia tenía plena conciencia de la importancia de sus servicios; que su espíritu arrogante no sabía encubrirlos con los artificios de una falsa modestia, y que estaba convencido de que era merecedor de los premios que solicitaba.

Las mercedes que Valdivia pedía en recompensa de sus servicios eran las siguientes: confirmación real de su título de gobernador de la Nueva Extremadura con ampliación de sus límites hasta el estrecho de Magallanes, por toda su vida y la de dos de sus herederos sucesivamente o a falta de éstos de las dos personas que él designare para sucederle después de sus días; confirmación para él y sus herederos a perpetuidad del título de alguacil mayor de la gobernación; concesión a perpetuidad para él y sus herederos de la octava parte de las tierras que había descubierto o que descubriere y conquistare, con la facultad de poder tomar esa octava parte donde mejor le pareciere; facultad para proveer todas las escribanías públicas y tres puestos de regidores perpetuos en cada ciudad que fundare y donde instituyese cabildo; permiso para introducir en Chile dos mil esclavos negros sin estar obligado al pago de derechos; condonación de la deuda de ciento diez y ocho mil pesos de oro que había tomado de las arcas reales en el Perú y en Chile para atender a los gastos que le había impuesto la conquista; concesión de otros cien mil pesos de oro para consumar esta empresa; facultad para fundar en la costa tres o cuatro fortalezas, quedando él y sus herederos por gobernadores de ellas con el sueldo anual de un millón de maravedís por cada una y, por último, asignación de un sueldo personal de diez mil pesos al año500.

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Por exorbitantes que parezcan estas peticiones, conviene recordar que Valdivia, como los demás conquistadores de América, se había sometido a las condiciones más onerosas que es posible concebir al acometer aquella empresa. Su título de conquistador, o más propiamente su capitulación para descubrir, como entonces se decía, era una sociedad con el Rey en que éste no arriesgaba nada, y se llevaba la mejor parte, por no decir el todo de los productos. El conquistador ponía en la campaña su vida y sus bienes, toda su actividad y todos los capitales que la empresa requería: el Rey no contribuía con otra cosa que con el permiso para conquistar en su nombre, es decir, con un pliego de papel y una firma. Pero las utilidades, esto es, los países conquistados, pasaban a ser propiedad del soberano; y cuando concedía algo a sus socios, tenía cuidado de declarar que lo hacía en virtud de su real munificencia. Por extrañas que fuesen las ideas españolas de ese siglo sobre las prerrogativas de la dignidad real, no faltaban entre los conquistadores quienes conociesen lo absurdo de aquel sistema de repartición de las utilidades de la conquista. Si Valdivia era de este número, el resultado de sus gestiones debió contrariarlo sobremanera, porque murió sin haber conseguido más que una porción muy pequeña de lo que reclamaba.

El gobernador de Chile pedía también al Rey que se instituyese un obispado en este país; y recomendaba para desempeñar este cargo al bachiller González Marmolejo. Al efecto, tanto él como el cabildo de Concepción hacían de este eclesiástico los más ardorosos elogios. Recomendábale sobre todo Valdivia por el cuidado que prestaba a «ciertas cabezas de yeguas que metió en la tierra con grandes trabajos, multiplicándoselas Dios en cantidad por sus buenas obras, que es la hacienda que más ha aprovechado y aprovecha para el descubrimiento», y por la buena voluntad con que prestaba sus capitales para el servicio público. González Marmolejo, sin embargo, a causa de su edad avanzada, y también por petición de los conquistadores, renunció al proyecto de ir a España. El otro emisario de Valdivia, Alonso de Aguilera, emprendió solo el viaje resuelto a cumplir su encargo con todo celo y con toda lealtad (15 de octubre de 1550). En el mismo buque partió para el Perú el capitán Esteban de Sosa, enviado por Valdivia para llevar a La Gasca el oro que correspondía al Rey por derecho de quinto de las minas, y para traer nuevos auxiliares con que adelantar la conquista501.




ArribaAbajo6. Campaña de Valdivia hasta las márgenes del Cautín y fundación de la Imperial

Sólo la escasez de tropas detenía a Valdivia en Concepción. Su ambición de conquistador lo arrastraba a dilatar sus dominios mucho más allá del territorio que realmente podía defender contra aquellos indios que habían mostrado un espíritu tan varonil y tan resuelto. No pensaba más que en la fundación de nuevas ciudades, en grandes repartimientos de indios y de tierras para sus soldados, y en extender su gobernación hasta el estrecho de Magallanes. Los triunfos alcanzados ofuscaban su razón y, a pesar de sus grandes dotes de soldado, se   —306→   iba a precipitar en una empresa que, con menos arrogancia de carácter, debió considerar irrealizable.

Aun sin aguardar otros refuerzos, se dispuso para una nueva campaña. Comenzó por construir en Concepción un fuerte de adobones de vara y media de espesor y de dos estados de alto, para resguardo de los defensores de la ciudad contra cualquier ataque de los indígenas. Después de cuatro meses de incesante trabajo, este fuerte quedó concluido a mediados de febrero de 1551. Valdivia dejó allí cincuenta soldados, veinte de ellos de caballería, y con el resto de sus tropas, esto es, con ciento setenta hombres, emprendió su marcha al sur. Aquella expedición duró sólo mes y medio. Valdivia atravesó el Biobío no lejos de su embocadura. Recorriendo enseguida los campos vecinos a la costa, se adelantó cerca de cuarenta leguas, hasta las orillas del caudaloso río Cautín. En su marcha, llamaba de paz a los naturales, y en efecto parece que éstos no opusieron en ninguna parte la menor resistencia a los invasores. La amenidad de aquellos lugares, y más que todo la abundancia de población, que le permitía hacer buenos repartimientos de indios a sus soldados, lo decidieron a fundar allí una nueva ciudad. Había buscado en aquella costa un puerto seguro; pero no hallándolo, eligió a poca distancia del mar un sitio que creía de fácil defensa, en la unión de dos ríos, el Cautín y el de las Damas. Mandó construir un fuerte de palizadas, y repartió los indios de las inmediaciones para el servicio de los vecinos de la nueva población. La ciudad recibió el nombre de Imperial502.

Esta fácil campaña aumentó las ilusiones de Valdivia. En un parlamento que tuvo con los indios principales, se mostraron éstos sumisos y resignados a aceptar la nueva dominación. El jefe conquistador, creyendo en la sinceridad de estas promesas, y pensando que esta actitud de los indígenas era la consecuencia de los terribles castigos aplicados a los prisioneros después de la batalla de Penco, llegó a persuadirse de que la región que acababa de recorrer, quedaba definitivamente pacificada. En esa confianza, repartió minuciosamente entre ciento veinticinco conquistadores a todos los indios de la costa comprendida entre los ríos Biobío y Cautín, distribuyéndolos por lebus o tribus. Los nuevos encomenderos, sin embargo, no debían entrar por entonces en el goce de sus repartimientos. Valdivia dejó en la Imperial a su maestre de campo Pedro de Villagrán con sólo cuarenta soldados para la defensa de la plaza, y el 4 de abril dio la vuelta a Concepción con el grueso de sus fuerzas503.

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ArribaAbajo7. Reciben los españoles nuevos auxilios. Viajes y aventuras de Francisco de Villagrán: incorpora la ciudad del Barco a la gobernación de Valdivia y llega a Chile con doscientos soldados

Durante el invierno, recibió Valdivia una parte de los auxilios de gente que esperaba. Dos buques llegados del Perú, le trajeron cien soldados de refuerzo. Supo, además, que su teniente Francisco de Villagrán estaba próximo a llegar con doscientos hombres y cuatrocientos caballos después de una expedición llena de aventuras y peripecias, que estamos obligados a referir sumariamente.

Enviado por Valdivia para buscar auxiliares, Villagrán llegó a Lima el 20 de agosto de 1549504. Llevaba el temor de que el proceso y ejecución de Pedro Sancho de Hoz pudiera procurarle algunos embarazos. Sin embargo, nadie lo incomodó por estos sucesos505. Por el contrario, el presidente La Gasca, deseando alejar del Perú a muchos soldados sin ocupación y que eran un peligro para la paz pública, le dio licencia para levantar la bandera de enganche y para traer a Chile los auxiliares que necesitaba. Villagrán llevaba algún dinero con que atender a los gastos más urgentes. Varios comerciantes españoles que tenían capitales disponibles, se aventuraron a venir con él a Chile en la confianza de hacer una rápida fortuna, indemnizándose de los desembolsos que hicieran en la expedición. Algunos capitanes, cuyos servicios no había podido recompensar La Gasca en el Perú, se ofrecieron gustosos a tentar fortuna al lado de Villagrán. Así, pues, al cabo de algunos meses de trabajo y diligencias, y eficazmente ayudado por el capitán Diego de Maldonado, que lo acompañaba desde Chile, completó en la provincia de Charcas más de doscientos hombres y un número doble de caballos.

En esta provincia se organizaba entonces otra expedición. Por encargo de La Gasca, el capitán Juan Núñez del Prado reunía gente para marchar a la conquista del Tucumán y de los países circunvecinos. Uno de sus tenientes tenía listos algunos soldados; pero muchos de ellos desertaron de sus banderas, y se juntaron en el camino con las fuerzas de Villagrán. Estos accidentes, repetidos muchas veces en aquellas expediciones y entre esas gentes, fueron el origen de algunas de las peripecias más singulares del viaje de Villagrán.

Este viaje, según los antiguos cronistas, fue marcado por todos los horrores y crueldades que solían ejercerse contra los indios, y por los motines y revueltas que eran frecuentes entre los mismos españoles. Los expedicionarios quemaban las aldeas de los indígenas, encadenaban a éstos y los obligaban a servir de bestias de carga. Un oficial español de cierta reputación, llamado Rodrigo Tinoco, fue ejecutado de orden de Villagrán por cierta desobediencia506. Durante la primera parte de su marcha, los castellanos habían seguido el mismo camino que trajo Almagro en su famosa campaña de 1535; pero una vez llegados al territorio   —309→   que hoy forma la provincia argentina de Salta, se apartaron de ese rumbo. En vez de dirigirse al occidente para trasmontar por esos lugares la gran cordillera de los Andes, continuaron su viaje al sur por el oriente de la sierra de Aconquija, y atravesaron todo el territorio de Tucumán, que creían comprendido dentro de los límites de la gobernación de Valdivia.

Núñez del Prado, con sólo ochenta españoles y numerosos indios peruanos como auxiliares, los había precedido en estas regiones. Batiendo a las numerosas tribus de indígenas, había penetrado en Tucumán, arrollando a sus pobladores, y cerca de la falda del sur de la cadena de Aconquija, había fundado un pueblo que llamó Barco de la Sierra507, en honor de una aldea de Castilla nombrada Barco de Ávila, que era el lugar del nacimiento del presidente La Gasca. Cuando Núñez del Prado supo que andaban en esta región tropas españolas y que éstas obedecían a Francisco de Villagrán, resolvió atacarlas de sorpresa para equilibrar la desigualdad de sus fuerzas. Uno de sus tenientes, llamado Juan de Guevara, hombre tan resuelto como esforzado, tomó a su cargo el ejecutar la parte más difícil de aquel golpe de mano y, en efecto, se adelantó a sus compañeros y se introdujo disimuladamente en el campo de Villagrán.

El ataque se efectuó una noche, de improviso y en medio de una gritería que en el primer momento produjo una gran perturbación en la columna que marchaba a Chile. Guevara se arrojó sobre Villagrán intimándole la orden de rendirse como preso. Pero este valiente capitán, aunque desarmado y desprevenido, no perdió un solo instante la entereza de su ánimo. Arrebató a Guevara la espada que éste llevaba y trabó con él una lucha cuerpo a cuerpo que dio tiempo a que sus soldados se repusieran de la sorpresa. Al poco rato, las tropas de Villagrán habían recobrado su superioridad, y sin pérdida de un solo hombre, pusieron a los asaltantes en la más desordenada fuga. Sin hallar resistencia alguna, ocuparon la ciudad del Barco. Villagrán se proponía aplicar allí un tremendo castigo a Núñez del Prado y a sus parciales, a quienes mandaba perseguir en todas las inmediaciones.

Todo hacía creer que aquel territorio iba a regarse con sangre española en una de esas encarnizadas contiendas civiles tan frecuentes entre los conquistadores. Sin embargo, la intervención de un clérigo llamado Hernando Díaz y de otros religiosos, tranquilizó los ánimos e indujo a los capitanes rivales a celebrar un avenimiento. Núñez del Prado fue obligado a reconocer la autoridad de Valdivia y a someter a su dependencia la ciudad del Barco. Villagrán, por su parte, satisfecho con este resultado, convino en dejar allí a su rival al mando de esta provincia, pero con el carácter de dependiente y de subalterno de Valdivia. Sancionado solemnemente este pacto, Villagrán y los suyos continuaron su marcha a Chile508.

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Los expedicionarios, guiados sin duda por indios conocedores de las localidades, siguieron un camino que hasta entonces no había sido traficado por los españoles. Su objetivo era trasmontar las cordilleras, no por donde las había pasado Almagro sino mucho más al sur, casi al frente del sitio en que está fundado Santiago. En efecto, atravesaron una extensa porción de territorio poblado por tribus salvajes que los españoles llamaban comechingones; y a mediados de mayo de 1551, llegaban a la región de Cuyo, en las faldas orientales de la cordillera. La estación estaba demasiado avanzada para pretender penetrar a Chile con toda la división. La nieve había comenzado a caer en las montañas y el tránsito por los desfiladeros habría sido sumamente peligroso. El capitán Diego de Maldonado, sin embargo, se aventuró a adelantarse para comunicar a Valdivia la noticia del próximo arribo a Chile de la división.

Obligado a detenerse durante el invierno de 1551 al otro lado de las cordilleras, Villagrán mandó hacer en esos meses una expedición a los territorios del sur. Contábase entre los conquistadores que en aquellos lugares existía una nación más civilizada, populosa y hospitalaria, que poseía grandes riquezas en plata y oro. Estas fábulas, primer origen de la creencia en la misteriosa ciudad de los Césares, que tanto preocupó la atención de los españoles durante tres siglos, eran fácilmente acogidas por la inclinación de esas gentes por todo lo maravilloso, y estimularon a Villagrán a disponer aquella campaña. Sus tropas, sin embargo, después de soportar no pocas penalidades y de perder muchos caballos, volvieron a Cuyo sin haber hallado la rica región de que se les hablaba509. Todavía sufrieron allí otro   —311→   contratiempo: un incendio de su campamento destruyó muchos de los objetos que traían del Perú. Sólo cuando los calores de la primavera hubieron derretido en parte las nieves de la montaña, les fue posible penetrar en Chile510.




ArribaAbajo8. Campaña de los conquistadores a la región del sur: fundación de las ciudades de Valdivia y Villarrica

Valdivia ardía entonces en deseos de emprender una campaña más importante y decisiva. En ese mismo invierno de 1551 había recibido una carta del soberano que lo había llenado de contento, excitando su celo de conquistador. No venían con ella los títulos que tanto codiciaba; pero los príncipes, en nombre de Carlos V, se mostraban satisfechos de sus servicios, y le decían que se había mandado tomar nota de esos servicios y de su persona, y que se le recomendaba especialmente al licenciado La Gasca, gobernador del Perú. Estas expresiones banales, que los reyes dirigían a cada paso a servidores mucho menos meritorios que Valdivia, hicieron comprender a éste que se acercaba la hora de las recompensas, y retemplaron su ardor por llevar adelante la empresa en que estaba empeñado.

Sin aguardar los refuerzos que le traía Villagrán, el Gobernador salió de Concepción el 5 de octubre a la cabeza de doscientos soldados perfectamente armados. Les había prometido hacerles los repartimientos de indios antes que llegasen los nuevos auxiliares a pretender encomiendas; y esta promesa los llevaba a todos llenos de esperanzas y de contento. En la Imperial fueron ostentosamente recibidos por las tropas que la guarnecían; pero sin detenerse allí más que el tiempo necesario para tomar algunas medidas gubernativas, Valdivia continuó su viaje al sur. Al acercarse al río Toltén, los españoles construyeron balsas de carrizo, y lo atravesaron sin gran dificultad, llevando los caballos a nado y tirados por la brida. Aunque toda esta región era bastante poblada, no hallaron en ninguna parte resistencia formal, de suerte que los conquistadores pudieron persuadirse de que la conquista de esta porción del territorio no ofrecía grandes dificultades.

Pasado el río Toltén, los expedicionarios se apartaron de los senderos de la costa, sin duda, a causa de las montañas que en esa región ofrecían un tránsito difícil. Se internaron en el valle central y siguieron con rumbo al sur, a poca distancia de las faldas de la gran cordillera. La belleza natural de esos lugares, la abundancia de bosques hermosísimos, la afluencia de arroyos de aguas cristalinas y la suavidad del clima, sin grandes calores aun en el corazón del estío, tenían maravillados a Valdivia y a sus compañeros. La confianza que le infundía el vigor de sus tropas, lo indujo a fraccionarlas y a despachar una parte de ellas con Jerónimo   —312→   de Alderete a hacer otros reconocimientos, mientras él mismo permanecía en el valle de Mariquina, cerca del río que llamamos de Cruces. Los indios que creyeron que era el momento de caer sobre las pocas fuerzas que habían quedado con Valdivia, fueron severamente escarmentados. Los jinetes que los perseguían los obligaron a precipitarse en la barranca de un río, donde perecieron en gran número.

Hallábase todavía en el valle de Mariquina, cuando llegó a su campo Francisco de Villagrán con los auxiliares que traía del Perú. Desde entonces el poder de Valdivia parecía irresistible en aquellos lugares. Marchando siempre hacia el sur, los españoles se hallaron detenidos por el Calle-Calle, el río más caudaloso que hasta entonces hubieran encontrado en Chile. Con el deseo de fundar una nueva ciudad, Valdivia comenzó a bajar hacia la costa en busca de un sitio apropiado para establecer un puerto seguro sobre el mismo río. Las lluvias torrenciales que allí caen en toda estación, lo asaltaron en los últimos días de diciembre y retardaron su marcha; pero, mejorado el tiempo, sus soldados construyeron balsas de carrizo, y favorecidos por la tranquilidad del río en aquellos lugares, lo atravesaron sin la menor dificultad. Ese río era el mismo que en 1544 había reconocido por mar el capitán Juan Bautista Pastene, y al cual había dado el nombre del gobernador de Chile. A poca distancia de su desembocadura, había sobre el río un puerto tan seguro como hermoso, rodeado de magníficos bosques, y capaz de ser convertido en una plaza fuerte. En los primeros días de febrero de 1552, el Gobernador fundó allí una ciudad con su propio nombre. Según sus propósitos, la ciudad de Valdivia debía ser el centro de la colonización de toda aquella parte del país. Colocó en ella unos setenta vecinos, creó cabildo y la puso bajo el mando del licenciado Julián Gutiérrez de Altamirano con el título de alcalde y de justicia mayor.

En los primeros días de marzo, cuando el verano comenzaba a declinar, Valdivia despachó a Alderete con una parte de sus tropas a buscar en el valle central un sitio donde se pudiese fundar otra ciudad vecina a la cordillera, y como escala para continuar las conquistas al otro lado de las montañas. El mismo Gobernador, con el deseo de acercarse al estrecho de Magallanes, partió para el sur ala cabeza de cien jinetes. No se hizo esperar mucho el resultado de estas dos expediciones. Alderete llegó a las orillas de un hermoso lago de donde nace el río Toltén. Allí cerca había un camino fácil y expedito para trasmontar las cordilleras. Los naturales habían contado que las arenas de los arroyos vecinos eran abundantes en oro; y los españoles, que creyeron ver confirmadas estas noticias, supusieron que los cerros inmediatos ocultaban ricas vetas de plata. Alderete fundó allí a principios de abril una nueva ciudad a la cual dio el nombre de Villarrica, dotándola de cabildo y de cuarenta vecinos, y enseguida volvió a Valdivia a reunirse al Gobernador.

Valdivia, entre tanto, había vuelto también de su expedición al sur. Llegó sólo hasta las orillas del grande y pintoresco lago de Ranco, del cual se desprende un río caudaloso que no podía pasarse sin serias dificultades. La estación estaba muy avanzada para continuar en esta empresa. El invierno, que comienza allí en abril, ponía intransitables los campos y engrosaba considerablemente el caudal de los ríos y de los arroyos. El Gobernador se vio forzado a dar la vuelta a Valdivia, donde tenía que atender a muchos asuntos administrativos antes de regresar a Concepción. Entre estos asuntos, el más urgente era satisfacer las aspiraciones de sus compañeros de armas, señalándoles sus repartimientos. Valdivia atendió a estos afanes del mejor modo que se lo permitía el imperfecto conocimiento de la topografía del país y del número de sus habitantes, que hasta entonces tenían los conquistadores. Los antiguos cronistas refieren que, como era de razón, los más favorecidos en estos   —313→   repartimientos fueron Francisco de Villagrán y Jerónimo de Alderete. La encomienda del primero comprendía toda la región de la costa desde el río Cautín o de la Imperial hasta el Toltén. La del segundo principiaba en este río y terminaba en el de Valdivia, en frente de la ciudad de este nombre. Los indios que poblaban esta región, que los cronistas cuentan por cifras increíbles, fueron declarados vasallos, o más propiamente esclavos de esos dos esforzados capitanes.

Un mes más tarde, Valdivia estaba de regreso en Concepción para pasar el invierno de 1552 en las casas que había hecho construir en esta ciudad. Estaba persuadido de que dejaba conquistada la mayor parte de los territorios del sur, cuando en realidad no había hecho más que diseminar imprudentemente sus tropas en una vasta extensión del país, que no podría defender el día de un alzamiento general de los indígenas. Hasta entonces sólo habían combatido contra los invasores algunas tribus aisladas. La falta de cohesión de esas tribus, la carencia absoluta de un sentimiento de nacionalidad, había dado el triunfo a los invasores. El día en que esos bárbaros comprendiesen que el peligro era común para todos y que la esclavitud con que los amenazaba la conquista no se limitaba a tales o cuales puntos del territorio, la sublevación sería formidable. Entonces, los españoles, divididos y fraccionados en ésas y otras ciudades, debían ser impotentes para contener a los enemigos por quienes ostentaban tan altanero desprecio511.





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ArribaAbajoCapítulo undécimo

Valdivia: sus últimas campañas y su muerte (1552-1554)


1. Misión de Jerónimo de Alderete cerca del rey de España. 2. Arrogancia de Valdivia en la gestión de los negocios públicos y en la concepción de sus proyectos. 3. Envía dos expediciones para explorar por tierra y por mar hasta el estrecho de Magallanes. 4. Establece el Gobernador el fuerte de Arauco y manda fundar otra ciudad al sur de Valdivia. 5. Fundación de dos fuertes y de una nueva ciudad en el corazón del territorio araucano. 6. Preparativos de los indios para un levantamiento: atacan y destruyen el fuerte de Tucapel. 7. Marcha Valdivia a sofocar la rebelión. 8. Junta general de los indios: Lautaro propone un plan de batalla y toma el mando del ejército araucano. 9. Memorable batalla de Tucapel. 10. Muerte de Pedro de Valdivia. 11. Su persona y familia. Historiadores de Valdivia (nota).


ArribaAbajo1. Misión de Jerónimo de Alderete cerca del rey de España

Más de un año había transcurrido desde que Valdivia recibiera la carta en que los príncipes le anunciaban que el Rey había tomado nota de sus servicios. Sin embargo, no llegaban de la Corte las gracias y mercedes a que el ambicioso capitán se creía merecedor. Este retardo, frecuente en la corte de España para con aquellos caudillos de la conquista de América que no tenían protectores de valimiento cerca del Rey, hacía pensar a Valdivia que los altos personajes a quienes había dirigido algunas de sus cartas, y aun sus mismos apoderados, no ponían bastante calor en la gestión de sus pretensiones. En esa época, sin embargo, el Rey había confirmado a Valdivia el título de gobernador de Chile, no con el ensanche de territorio ni con las prerrogativas que éste había pedido en 1550, sino en la misma forma que en años atrás se lo había conferido La Gasca. La cédula de Carlos V tenía la fecha de 31 de mayo de 1552512; pero eran tan difíciles y tardías las comunicaciones con la metrópoli que un año más tarde no se tenía en Chile la menor noticia de esta concesión. Para salir de esta incertidumbre, a mediados de 1552, había resuelto Valdivia enviar a España al capitán Jerónimo de Alderete, el más leal y el más caracterizado de sus compañeros. Dispuso, al efecto, que los cabildos de las cuatro ciudades del sur, Concepción, Imperial, Valdivia y Villarrica,   —316→   escribiesen al Rey para darle cuenta de los progresos de la conquista y para recomendar sus servicios y sus peticiones. Los dos primeros, además, extendieron poderes en regla para que Alderete los representase cerca del Rey.

Cuando la vuelta de la primavera hubo permitido traficar por los caminos del sur, Valdivia se trasladó a Santiago. El Cabildo de esta ciudad, aprobando la determinación del Gobernador, acordó dar a Alderete la representación de sus intereses en la corte de España, entregándole al efecto trece mil pesos de oro en tejuelos fundidos y marcados, para atender, sin duda, a los gastos que habían de originar los encargos que se le hicieron513. Valdivia mismo entregó a Alderete una carta en que daba al Rey cuenta sumaria de sus últimas campañas, y en que le pedía que diera crédito a los informes que transmitiese su emisario. Éste debía solicitar en la Corte todas las gracias y mercedes que había debido pedir Alonso de Aguilera, y, además, un título de Conde o de Marqués para Valdivia junto con el hábito de caballero de la orden de Santiago. Alderete partió de Valparaíso a fines de octubre de 1552, llevando consigo un grueso paquete de informes y de peticiones.

El emisario de Valdivia llevaba, además, al Rey una recomendación que en la Corte de Carlos V había de tener más influencia que todas las cartas de los cabildos. Los oficiales reales de Santiago le entregaron todo el oro que tenían reunido por derechos de quinto del Rey. No hemos encontrado en los documentos la cifra exacta del valor de esos derechos, pero sí sabemos que Alderete hacía registrar pocos meses más tarde en la flota real que partía de Nombre de Dios, setenta y tantos mil pesos de oro que había sacado de Chile514. Era la primera remesa de oro que se enviaba a España de este país que, sin embargo, se pintaba como cuajado de ricos metales.

Valdivia tuvo que hacer en esa ocasión los mayores sacrificios personales para despachar a Alderete. El Gobernador quería enviar algunos recursos a su esposa, que vivía pobremente en una aldea de Extremadura, para que viniese a establecerse a Chile, y deseaba, además, que su emisario activase en las secretarías de Estado el pronto despacho de sus negocios. Para una y otra cosa se necesitaba dinero; y el altivo conquistador, dueño de dilatadas porciones de territorio y de millares de indios que valían poco menos que los esclavos, no poseía, sin embargo, oro para enviar a España. En esos apuros, vendió los indios que tenía en su nombre en la jurisdicción de Santiago «a quien más dinero le dio por ellos»515. Del mismo modo, enajenó las casas que había construido en la plaza central de Santiago, a los oficiales reales de la colonia. Esos modestos edificios, como ya dijimos,   —317→   pasaron a ser las casas del Rey516, esto es, las oficinas de la administración pública, el Cabildo, la cárcel, la fundición real y la tesorería del Estado. Valdivia pudo proveerse así del dinero más indispensable para atender a las necesidades de su familia, y para seguir haciendo los gastos que exigía la continuación de la Conquista.

Sólo el oro podía neutralizar en la Corte los informes que por otros conductos marchaban en esa época en contra de los conquistadores de Chile. El buque en que Alderete partió del Perú, llevaba al Consejo de Indias algunas comunicaciones del peor carácter. El licenciado Juan Fernández, fiscal de la audiencia de Lima, decía en su carta: «Va un memorial que se me dio contra Valdivia, gobernador de Chile, del cual ha parecido no tratarlo aquí sino enviarlo a V. S.»517. Un religioso dominicano llamado fray Francisco de Victoria, portugués de nacimiento, que gozaba de mucho prestigio entre los frailes de su orden, era todavía más explícito en sus acusaciones. Recomendaba al Consejo de Indias que no creyese los informes de los que iban de Chile con dinero y mucho menos las cartas que llevaban, porque todas eran escritas a sabor de Valdivia. «Por dos personas recién llegadas de Chile y que se han hecho frailes, y por otros que se han confesado, consta, añadía, que allí no hay cristiandad ni caridad, y suben al cielo las abominaciones. Cada encomendero echa a las minas a sus indios, hombres y mujeres, grandes y chicos, sin darles ningún descanso, ni más comida en ocho meses del año que trabajan, que un cuartillo de maíz por día; y el que no trae la cantidad de oro a que está obligado, recibe palos y azotes; y si alguno esconde algún grano, es castigado con cortarle las narices y orejas, poniéndolas clavadas en un palo»518. La corte de España debía recibir en ese tiempo muchas acusaciones de esta naturaleza, que más de una vez la estimularon a repetir sus recomendaciones para que se diera mejor trato a los indios.

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En esta ocasión, sin embargo, como habremos de verlo más adelante, pudo más el oro que llevaba Alderete que las lamentaciones del fraile portugués.




ArribaAbajo2. Arrogancia de Valdivia en la gestión de los negocios públicos y en la concepción de sus proyectos

Después de la partida de su emisario, Valdivia quedó algún tiempo en Santiago ocupado en la gestión de los negocios administrativos. Aquellos años de prosperidad en su empresa, los repetidos triunfos sobre los indios y la confianza que había adquirido en la solidez de la conquista, dando vuelo a las tendencias naturales de su carácter, habían acabado por ensoberbecerlo sobremanera. Lo enfurecían las más ligeras resistencias que hallaba en su camino, y había acabado por tratar a sus subalternos con una ultrajante altanería.

Los registros del cabildo de Santiago han dejado constancia de algunos hechos que dan a conocer la arrogancia del Gobernador y el espíritu que había impreso a la administración. En diciembre de 1551, hallándose Valdivia empeñado en la campaña que hemos referido al terminar el capítulo anterior, dio el título de alguacil mayor de la gobernación a don Miguel de Velasco y Avendaño, con voz y voto en todos los cabildos de Chile y con facultad de nombrar alguaciles para cada ciudad. Era éste un hidalgo castellano de cierta distinción, cuñado del mariscal Alonso de Alvarado, amigo de Valdivia. Velasco y Avendaño había servido con lucimiento en la pacificación del Perú, y había venido a Chile entre los auxiliares que trajo ese año Francisco de Villagrán. El cabildo de Santiago se limitó a tomar nota de este nombramiento, pero no resolvió nada sobre la forma en que se le tomaría el voto en sus acuerdos519.

Meses más tarde, en acuerdo de 9 de noviembre de 1552, Velasco y Avendaño se presentó al Cabildo con una declaración firmada por el gobernador en que mandaba que se le tomara el voto antes que a los regidores de la corporación. Este mandato dio lugar a réplicas; pero Valdivia, que se hallaba presente, no pudo contener su cólera, y entre otras palabras destempladas, profirió las siguientes amenazas: «Por vida de S. M. que lo habéis de recibir, y si no que antes que salgáis de aquí paguéis la pena de los dos mil pesos del mandamiento». Fue inútil después de esto el pretender discutir aquella orden. Valdivia repitió sus amenazas en términos más imperiosos todavía; y los capitulares tuvieron que someterse. El mismo día, sin embargo, trataron de reunirse en casa de uno de los alcaldes para extender una protesta; pero el Gobernador se hallaba en Santiago, y su presencia infundía los más serios recelos. Sólo cuando Valdivia hubo partido para el sur, fue posible al cabildo hacer esta declaración, y aun entonces se tuvo cuidado de expresar que no se viese en ella «cosa ninguna contra el dicho señor Gobernador», sino un acto «en guarda del derecho del Cabildo»520. Según esta protesta, el voto del alguacil mayor sería «el postrer voto en el dicho Cabildo para ahora y para siempre jamás». Fácil es descubrir en estos hechos el descontento   —319→   que había despertado la altanera actitud de Valdivia aun entre aquellos hombres que siempre se habían mostrado tan dóciles y sumisos a su voluntad.

Aprovechando la permanencia del Gobernador en Santiago, el procurador de ciudad le propuso un número considerable de cuestiones que requerían su resolución. Valdivia proveyó a todas ellas de una manera decisiva y perentoria521, o desechó algunas de las peticiones con desdén y dureza. Por una de ellas, se le representaba la conveniencia de que en las inmediaciones de Valparaíso hubiese algún español que se hallase en situación de proveer de víveres a los buques que llegaran al puerto, y se le pedía que en las tierras que el mismo Gobernador se había dado en repartimiento, concediese a ese individuo por el término de siete u ocho años una estancia en que hiciera sus siembras. Esta petición no tenía nada de exorbitante, no sólo porque las propiedades territoriales de Valdivia eran dilatadísimas sino, porque el suelo tanto en las ciudades como en los campos, no tenía en esa época casi ningún valor. El Gobernador, sin embargo, contestó «que en el puerto de Valparaíso hay aguas y tierras donde solía estar poblado un pueblo de indios y ahora está despoblado; que allí puede sembrar el cristiano que estuviere en aquel puerto; y que en la estancia de su señoría no ha lugar, porque él la abrió y desmontó y quiere gozar de ella»522.

Los trabajos administrativos no hacían olvidar a Valdivia sus planes de conquista. A pesar de hallarse empeñado en reducir la región del sur del territorio, lo que debía ocupar a toda la gente de que podía disponer, meditaba entonces poblar los territorios que correspondían a su gobernación en el lado oriental de las cordilleras. Habiéndosele informado que Juan Núñez del Prado había desconocido su autoridad en la región de Tucumán, y despoblado la ciudad del Barco, mandó que Francisco de Aguirre partiese de La Serena con algunas tropas a someter a su dominio aquel país. Se disponía igualmente a enviar otra expedición por la cordillera vecina a Santiago; pero la falta de gente le impidió llevarla a cabo. Más adelante tendremos que referir la historia de la expedición de Aguirre al Tucumán.

Es verdad que en este tiempo las comunicaciones con el Perú eran mucho más frecuentes. Cada buque que llegaba traía algunos nuevos pobladores para la colonia, de tal suerte que se ha calculado que a fines de 1552 había en Chile poco más de mil habitantes españoles; pero este número no bastaba para llevar a cabo las diversas empresas en que estaba empeñado Valdivia. Muchos de los recién venidos eran soldados que, creyendo mal remunerados sus servicios en el Perú, salían a buscar fortuna en Chile. Durante la residencia de Valdivia de cerca de tres meses en Santiago, llegó un destacamento de estos auxiliares capitaneado por don Martín de Velasco y Avendaño. Valdivia recibió a éste con las mayores distinciones y lo empeñó para marchar pocos días más tarde a continuar la conquista de los territorios del sur523. El Gobernador pensaba ante todo en dar cima a aquella empresa, dilatando sus dominios hasta el estrecho de Magallanes.



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ArribaAbajo3. Envía dos expediciones para explorar por tierra y por mar hasta el estrecho de Magallanes

En efecto, a fines de diciembre de 1552 partía nuevamente para Concepción con los refuerzos de tropas que había recibido del Perú. A poco de haber llegado a esta ciudad, dispuso el Gobernador dos expediciones para la exploración de los territorios australes. Francisco de Villagrán, al mando de un cuerpo de tropas, debía pasar la gran cordillera y marchar por las regiones orientales hasta el confín del continente. Otro de sus capitanes, Francisco de Ulloa, recibió el encargo de reconocer por mar la costa del sur hasta el mismo estrecho de Magallanes con el fin de facilitar su navegación para los buques que vinieran de España.

Ambas expediciones nos son muy imperfectamente conocidas. Villagrán, partiendo de la ciudad de Valdivia, trasmontó las cordilleras sin gran dificultad, probablemente por el boquete de Villarrica. Avanzó enseguida hacia el sur; pero luego se halló detenido por un río ancho y profundo que no ofrecía paso alguno. Este río, que seguramente es el que llamamos Negro, fue el término de su exploración. Durante muchas jornadas, recorrió en vano sus riberas buscando un lugar por donde poder atravesarlo. En aquellos lugares halló numerosas tribus de indios a las cuales invitó a la paz con los requerimientos acostumbrados. Los bárbaros que, sin duda, no entendían siquiera lo que se les anunciaba, no hicieron caso de los ofrecimientos de los invasores. Villagrán resolvió atacarlos aprovechando la superioridad de sus armas, y aun logró vencerlos; pero los indios se defendieron valientemente y dieron muerte a algunos de los españoles. Después de estos combates, y convencido de que no podía pasar adelante, Villagrán volvió a repasar la cordillera por otro camino, quizá el boquete de Riñihue, y entró por fin a Valdivia sin haber conseguido otro resultado de esta expedición524.

La exploración marítima se extendió a territorios mucho más apartados. Desde tiempo atrás Valdivia meditaba esta empresa; pero la falta de buques lo había obligado a aplazarla525. En la primavera de 1553, consiguió alistar dos naves que puso bajo las órdenes del capitán Francisco de Ulloa526, y del piloto Francisco Cortés Ojea. No ha llegado hasta nosotros   —321→   una relación circunstanciada de este viaje; y las escasas noticias que nos quedan, apenas bastan para apreciar en conjunto su importancia. Ulloa, según parece, zarpó de Valdivia a fines de octubre, y emprendió el reconocimiento de las costas del sur. Daba a los lugares nuevamente explorados, el nombre del santo que la Iglesia celebraba el día del descubrimiento. Esta práctica, seguida casi invariablemente en estas exploraciones por los españoles y portugueses, nos permite en cierto modo seguir su itinerario. Así, el 8 de noviembre, Ulloa se hallaba a entradas del golfo en que comienza el archipiélago de Chiloé, y lo denominó golfo de los Coronados, en honor de los cuatro santos mártires que la Iglesia recuerda ese día. Tres días después se halló en frente de la isla del Huafo, que por un motivo análogo llamó de San Martín. Continuando la exploración por las costas occidentales de aquel intrincado laberinto de islas, Ulloa y sus compañeros tuvieron que sufrir las hostilidades de los indios, hambres y penalidades de todo género que, sin embargo, no los arredraron de seguir adelante. A principios de enero de 1554 penetraron en el estrecho, y recorrieron una vasta extensión de él, treinta leguas según un documento contemporáneo. La escasez de víveres, el temor de verse detenidos allí durante el invierno que, como era fácil conocer, debía ser muy riguroso, y tal vez las malas condiciones de los buques, determinaron a Ulloa a dar la vuelta a Chile sin haber alcanzado a descubrir el otro mar. El objetivo de su expedición no se había logrado más que en parte.

Los exploradores regresaron a los puertos de Chile en febrero de 1554, en momentos terribles para la colonia. Habiendo desembarcado algunos marineros en un lugar de la costa,   —322→   se vieron atacados por los bárbaros, y les fue forzoso recogerse a sus buques apresuradamente. En esas circunstancias, nadie pensaba en Chile en los reconocimientos geográficos ni en las expediciones lejanas. Los indios estaban sublevados, habían obtenido grandes victorias y amenazaban destruir para siempre el poder español. Como es fácil comprender, nadie hizo caso de los descubrimientos que acababa de hacer el capitán Francisco de Ulloa, descubrimientos, sin embargo, de un valor real por cuanto revelaban la configuración de aquellas costas, y demostraban la posibilidad de la navegación del estrecho en un sentido opuesto al que había seguido Magallanes527.




ArribaAbajo4. Establece el Gobernador el fuerte de Arauco y manda fundar otra ciudad al sur de Valdivia

La primavera de 1553, época en que Ulloa emprendió esta exploración, fue el tiempo de mayor prosperidad y de más lisonjeras ilusiones del gobernador Valdivia. La quietud de los indios en los alrededores de las ciudades pobladas en el sur, le hizo creer que esa región podía considerarse como definitivamente pacificada. Al principio, Valdivia no había querido consentir en que los conquistadores hicieran trabajar a los indígenas, para evitar así rebeliones y levantamientos. Desde 1553 los españoles comenzaron la explotación de los lavaderos de oro; y según los antiguos cronistas, los primeros frutos de estas labores fueron altamente satisfactorios. Cuentan a este respecto que a poca distancia de Concepción, en un terreno singularmente rico, los indios de Valdivia extrajeron una gran cantidad de oro, y que cuando se la presentaron, el Gobernador exclamó lleno de satisfacción: «Desde ahora comienzo a ser señor!»528. Refieren también que esta era de riqueza desarrolló entre los conquistadores la pasión del juego a que eran muy inclinados. «A esto se aplicaba entonces el Gobernador, dice uno de esos cronistas, no tanto por codicia como por vía de regocijo, porque cuanto ganaba lo daba a los que estaban a la mira, y vestía también mucha gente pobre sin guardar para sí cosa alguna; porque de su condición era muy magnífico y no menos largo en el juego, que aun cuando no estaba en su prosperidad, ni había la riqueza que en esta sazón, le sucedió una vez estando en el Perú el jugar con el capitán Machicao a la dobladilla de poner catorce mil pesos en sola una mano»529.

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Queriendo tener expedito el camino de la costa que conducía de Concepción a la Imperial, y sujetos a los bárbaros que poblaban esos campos, Valdivia mandó construir un fuerte. Eligió para ello un sitio vecino al mar, en un lugar donde los indios habían atacado a los marinos españoles cuando tres años antes reconocían esa costa bajo las órdenes del capitán Juan Bautista Pastene. El fuerte fue llamado Arauco, nombre con que los conquistadores designaron más tarde todo el territorio que se extendía al sur del Biobío. Este nombre, tan famoso en la historia, era, sin embargo, desconocido de los indígenas, y tuvo su origen, como hemos dicho en otra parte, en la palabra peruana aucca, usada por los españoles para designar a los indios de guerra.

En ese mismo tiempo Francisco de Villagrán desempeñaba otra comisión de Valdivia en los campos del sur. Sea que el Gobernador desconfiando de su lealtad, como cuentan los antiguos cronistas530, quisiera tenerlo siempre ocupado en empresas lejanas, sea que obedeciese sólo a su plan de dilatar la ocupación efectiva de los territorios que deseaba hacer entrar en su gobernación, había encargado a Villagrán que pasando adelante de la región explorada hasta entonces, esto es, de las orillas del lago Ranco, buscase un lugar a propósito para fundar otra ciudad. En cumplimiento de estas órdenes, ese capitán se hallaba a fines de 1553 preparando en el sitio en que más tarde se levantó la ciudad de Osorno, el establecimiento de un nuevo pueblo que debía llevar, según se cuenta, el nombre de Santa Marina de Gaete, en honor de la esposa de Valdivia. Los graves acontecimientos que en esa época tuvieron lugar en las inmediaciones del Biobío, vinieron a distraer a Villagrán de la ejecución de esa empresa.




ArribaAbajo5. Fundación de dos fuertes y de una nueva ciudad en el corazón del territorio araucano

En sus primeras campañas, Valdivia no había penetrado propiamente en el corazón del territorio a que se ha dado después el nombre de Araucanía. Había recorrido los campos vecinos de la costa, y los que se extienden al sur del río Toltén; pero quedaba una especie de cuadrilátero encerrado al norte por el Biobío y sus afluentes, al sur por el Toltén, al oriente por la cordillera de los Andes, y al poniente por la cordillera de la Costa, a donde los españoles no habían penetrado. Esta región que mide sólo una extensión aproximada de mil leguas cuadradas, cubierta en gran parte de bosques impenetrables, cortada por numerosos ríos de difícil paso y por vastas ciénagas que favorecían su defensa, y rodeada de ásperas serranías que con sus tupidas selvas facilitaban la guerra de emboscadas y de sorpresas, era también la porción más poblada del territorio chileno, y sus habitantes eran los más vigorosos y resueltos guerreros de todo el país. Esos bárbaros se habían mantenido hasta entonces inertes y tranquilos, o quizá sólo algunos de ellos habían tomado una pequeña parte en la defensa que en 1550 hicieron de su suelo los indios comarcanos del Nivequetén o Laja. La falta de cohesión de aquellas tribus, la carencia absoluta del sentimiento de nacionalidad,   —324→   las había hecho mirar con indiferencia los progresos de los españoles en las comarcas vecinas. La conquista española no se había hecho sentir en esa porción del territorio; y sus habitantes seguían gozando en perfecta paz de la libertad a que estaban acostumbrados.

Esta región, hemos dicho, era la más poblada del territorio chileno antes de la Conquista. La población estaba agrupada principalmente en las faldas de la cordillera de la Costa donde gozaba de un suelo fértil, de un clima templado y de la proximidad del mar que le suministraba un alimento abundante. Valdivia no podía medir el vigor y los recursos de esas tribus ni los peligros que envolvía el pensamiento de dominarlas con el puñado de hombres que formaban su ejército. Los triunfos constantes de los españoles, la fortuna con que hasta entonces habían vencido todas las resistencias, casi sin experimentar pérdidas, exaltaron de tal suerte la confianza de Valdivia, que llegó a persuadirse de que nada podía complicar sus proyectos de conquista. El arrogante caudillo se creía próximo a llegar a la cima de su engrandecimiento, cuando en realidad marchaba inconscientemente a una ruina desastrosa.

El desprecio que le inspiraban los indígenas lo movió a penetrar en aquel territorio que todavía no habían pisado sus caballos. Como si quisiera avasallarlos en el centro mismo de su poder y de su fuerza, mandó fundar dos fuertes, uno en la falda occidental de la cordillera de la Costa, con el nombre de Tucapel, y otro un poco más al sur, y en la falda oriental de la misma cordillera, con el nombre de Purén. En los llanos vecinos a este último, que los indios llamaban Angol, y en las márgenes de uno de los afluentes del Biobío, y por tanto en medio del valle central, ordenó levantar una ciudad que llamó de los Confines. Debían poblarla algunos vecinos de Concepción y de la Imperial a quienes asignó repartimientos en aquellos lugares. Aunque esos fuertes no estaban defendidos más que por un número muy reducido de soldados, los indios no opusieron en el primer momento una resistencia seria a esta invasión. Los conquistadores comenzaron a creer que no tenían nada que temer, dieron principio a la construcción de sus casas en la nueva ciudad y, aun, iniciaron la explotación de los lavaderos de oro531.




ArribaAbajo6. Preparativos de los indios para un levantamiento: atacan y destruyen el fuerte de Tucapel

Aquella tranquilidad no podía ser duradera. Pasada la primera sorpresa que había producido la vista de las armas y de los caballos de los conquistadores, los indios, privados de su libertad y obligados a trabajos que detestaban, comenzaron a mostrarse inquietos, y parecían aguardar una circunstancia propicia para levantarse contra sus opresores532. Los primeros   —325→   síntomas de rebelión se hicieron sentir en las cercanías del fuerte de Tucapel en los primeros días de diciembre de 1553. Los indios atacaron y desbarataron al capitán Diego de Maldonado, que marchaba con cinco castellanos del fuerte de Arauco al de Tucapel. Tres de éstos sucumbieron en la pelea, y Maldonado y uno de sus compañeros sólo pudieron hallar su salvación en la fuga. El levantamiento de los indios de esa comarca se acentuaba más y más cada día. Los pocos españoles que defendían Tucapel, estaban mandados por un capitán vizcaíno llamado Martín de Ariza, hombre experimentado en las guerras contra los indios, y acostumbrado a vencerlos. Esta vez, sin embargo, se alarmó a la vista de la insurrección que asomaba, y procedió inmediatamente a apresar a algunos de los caciques de los alrededores. Todas las medidas de rigor que Ariza tomó para hacerles declarar sus aprestos bélicos fueron infructuosas. Pero, aunque los indios guardaron perfectamente su secreto, el capitán español se creyó en el caso de dar cuenta de todo a Valdivia, y de pedir que se le enviasen auxilios a la mayor brevedad533.

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La muerte de aquellos tres españoles había arrebatado a los conquistadores el prestigio de invencibles de que gozaban ante los indígenas. Los indios que poblaban los campos vecinos a Tucapel, se atrevieron a acometer una empresa mucho más arriesgada para deshacerse de sus opresores, inventando para ello una ingeniosa estratagema. Como obligación impuesta por sus amos, esos indios debían llevar al fuerte cada mañana la provisión de leña para combustible y de pasto para los caballos. Un día, después de depositar su carga con la sumisión acostumbrada, sacaron de improviso las armas que llevaban ocultas entre las yerbas y cargaron resueltamente contra los castellanos. Ariza y sus soldados, que no esperaban este ataque, sufrieron un momento de perturbación; pero repuestos pronto de la sorpresa, cogieron sus adargas, o escudos de cuero, empuñaron sus espadas y embistieron con tal furor a sus agresores, que a pesar de la superioridad numérica de éstos, los pusieron al fin en desordenada dispersión. Ariza quiso aprovechar esta ventaja persiguiendo al enemigo y, aun, embistiendo a otro cuerpo que venía en auxilio de los indios, pero se vio forzado a encerrarse en el fuerte para resistir a la muchedumbre que lo asaltaba.

Esta desesperada defensa de los castellanos podía estimarse como una victoria; pero era una victoria demasiado costosa. Habían perdido algunos de sus soldados, y casi todos los que escaparon con vida estaban heridos y estropeados534. Por otra parte, todos los indios de las inmediaciones se hallaban sobre las armas y amenazaban el fuerte. Aunque Ariza estaba comprometido a esperar allí los auxilios que había pedido, comprendió que no podía permanecer en ese lugar, expuesto no sólo a nuevos ataques sino a los rigores de un sitio en que él y los suyos tendrían que morir de hambre. De acuerdo con los seis compañeros que le quedaban, determinó abandonar el fuerte. Los españoles mataron inhumanamente, con una barreta, a los caciques que tenían prisioneros y, enseguida, emprendieron la fuga favorecidos por la oscuridad de la noche y por la rapidez de sus caballos. En la mañana siguiente penetraban extenuados de cansancio y de fatiga en el fuerte de Purén, a donde llevaban la noticia del levantamiento de los bárbaros y de sus primeros triunfos.   —327→  

El orgullo de los indios no conoció límites desde entonces. Apoderados de la desierta fortaleza de Tucapel, pusieron fuego a las palizadas construidas por los españoles, y enviaron emisarios por todas partes a anunciar aquellos triunfos. La noticia produjo una gran conmoción en la comarca. Los indios, sedientos de venganza contra sus opresores, llenos de confianza en el éxito de la guerra que comenzaba, acudían presurosos al sitio de su reciente victoria y preparaban sus armas para nuevos y más formidables combates.




ArribaAbajo7. Marcha Valdivia a sofocar la rebelión

Valdivia se hallaba, entre tanto, en Concepción ocupado en dar impulso al trabajo de los lavaderos de oro y haciendo los aprestos para la expedición que en ese verano pensaba hacer a las regiones australes en busca del mar del Norte o, más propiamente, del estrecho de Magallanes. Creía confiadamente que su dominación en los territorios conquistados estaba asegurada para siempre, cuando supo primero la agitación y luego el levantamiento de los indios de la comarca de Tucapel y la muerte de los tres soldados españoles que se dirigían a esa plaza. Aquella sublevación, que en su principio no parecía envolver un carácter de alarmante gravedad, debió molestar al orgulloso conquistador. Los indios rebeldes eran considerados vasallos personales de Valdivia y formaban parte del extenso repartimiento que él mismo se había dado, y que comenzaba en la margen austral del Biobío. El teatro de los primeros actos del levantamiento no estaba lejos de los lavaderos de oro que el mismo Gobernador había planteado como propiedad suya, y donde tenía ocupados algunos centenares de indios. Si la insurrección cundía hasta estos lugares, esas faenas tendrían que ser temporalmente abandonadas, y las expectativas de recoger grandes riquezas en poco tiempo más se verían frustradas.

No era posible demorar la represión de los bárbaros. En vez de enviar a alguno de sus capitanes a castigar a los insurrectos, Valdivia se decidió a salir personalmente a campaña. Después de haber cenado y de recibir la bendición del comisario general de los frailes franciscanos fray Martín de Robleda, el Gobernador partió de Concepción en la tarde del 20 de diciembre535. Para no dejar desguarnecida la ciudad, Valdivia no sacó consigo más que quince soldados de caballería. La oscuridad de la noche les hizo perder el camino, de manera que sólo al amanecer llegó al lugar de los lavaderos, donde se hallaba un destacamento de españoles para la sujeción de los indígenas ocupados en los trabajos. Allí no se tenía noticia alguna de la insurrección de los indios de Tucapel; ni se había hecho sentir el menor síntoma de levantamiento. Valdivia, sin embargo, mandó construir un fuerte provisional para la defensa de los soldados que inspeccionaban las faenas de las minas536.

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Estos trabajos en que debe verse un rasgo de prudencia de Valdivia para aislar la insurrección, y no un error cometido por la codicia más vulgar, como se lo han reprochado algunos escritores537, le hicieron, sin embargo, perder un tiempo precioso en aquellas circunstancias en que convenía acudir con la mayor presteza posible a socorrer el fuerte de Tucapel. Cuando el estado de esas obras le hizo creer que los lavaderos podían ser defendidos con una escasa guarnición, confió el mando de ellos a un capitán andaluz llamado Diego Díaz, y emprendió de nuevo su marcha llevándose consigo el mayor número de los soldados que allí había. A su paso por el fuerte de Arauco, sacó también a algunos de los soldados de su guarnición. Su columna llegó a contar cincuenta españoles bien montados538, y un número considerable de indios auxiliares. Este número era, sin duda, insuficiente para la empresa en que iba a empeñarse; pero Valdivia, además de que no daba todavía gran importancia a la insurrección de los indios, contaba también con dos contingentes que debían doblar el poder de sus fuerzas. Esperaba hallar en pie el fuerte de Tucapel, cuya guarnición y cuyos parapetos no podían de dejar de servirle para reprimir a los indios sublevados; y aguardaba, además, un destacamento de veinte soldados escogidos que había pedido a la Imperial designándolos por sus nombres. Según las órdenes de Valdivia, éstos debían hallarse en Tucapel el mismo día que él llegase a la vista del fuerte.




ArribaAbajo8. Junta general de los indios: Lautaro propone un plan de batalla y toma el mando del ejército araucano

Los indios rebelados estaban mientras tanto al cabo de todos los movimientos del Gobernador. Sus espías, perfectamente conocedores del terreno, dotados además del perfeccionamiento de los sentidos corporales tan útiles en las exploraciones, y de aquella perspicacia que convierte a los salvajes en enemigos tan terribles en las guerras de emboscadas, comunicaban a los vencedores de Tucapel que se había puesto en marcha contra ellos una división española más numerosa, y que les esperaba una prueba más dura y decisiva.

Parece que ni por un instante se les ocurrió a los indios la idea de evitar el combate y de diseminarse en fuga por los bosques y montes vecinos. Sus recientes triunfos los habían llenado de soberbia y habían atraído a su campo a un gran número de guerreros ansiosos de castigar a los invasores y de repartirse sus despojos. Según su costumbre, celebraron una junta para acordar el plan de guerra que debían seguir. En medio de aquella aparatosa asamblea, se levantó un mancebo de arrogante figura, de estatura marcial, de voz clara y prestigiosa,   —329→   y pidió que se le dejara hablar. Era un indio de unos dieciocho años de edad, tomado por Valdivia en una de sus anteriores correrías en ese territorio, y destinado por el Gobernador al humilde oficio de cuidador de sus caballos. Los españoles lo llamaban Alonso; entre sus compatriotas fue conocido con el nombre de Lautaro539. La noticia del levantamiento de los indios lo indujo a fugarse del lado de los opresores de su raza, y había volado a ofrecer a los suyos el auxilio de su brazo y de su consejo.

La arenga de Lautaro se redujo a demostrar a sus compatriotas que los españoles no eran invencibles, y que si éstos poseían armas mucho más destructoras que las de los indios, y caballos briosos que centuplicaban sus fuerzas, los hombres y los caballos eran mortales, sufrían el cansancio y la fatiga después de una batalla, y su número era, además, tan reducido que todos sus soldados tenían que entrar en la pelea sin dejar una reserva que pudiera servirles para reorganizarse en el caso de un desastre. Para vencer a los españoles, según Lautaro, no se necesitaba tanto un ataque impetuoso de todo el ejército de indios que pudiese decidir la victoria en corto tiempo, sino una serie de ataques sostenidos con vigoroso tesón, y renovados por otros cuerpos de combatientes. Era necesario fatigar al enemigo, extenuar sus fuerzas y reducirlo a la impotencia después de largas horas de combate. Los innumerables guerreros que los indios podían reunir, debían servirles para formar esas divisiones que habían de entrar sucesivamente en pelea, y para cerrar a la retaguardia de los españoles los caminos por donde pudieran retirarse los restos salvados de su derrota.

Aquel indio, que sin duda alguna estaba dotado de una gran penetración, debió conquistarse desde el primer día el prestigio que le aseguraba el conocimiento inmediato de los españoles, de sus armas y de su manera de pelear. Con todo, el ardoroso entusiasmo de la juventud procedió a elegir el terreno para empeñar la batalla. En las últimas graderías de la falda oriental de la cordillera de la Costa, se extiende una loma o meseta desde cuyas alturas se dominan los valles inmediatos. El río Tucapel, que baja de la montaña vecina arrastrando un limitado caudal de aguas cristalinas, rodea serpenteando una buena parte de los pies de esa meseta, y forma, o formaba en otro tiempo, tupidos pajonales en varios puntos de sus riberas540. En las laderas accidentadas y a veces escabrosas de aquella meseta, se había levantado el destruido fuerte de Tucapel, cuyo recinto, cercado por un foso y por una espesa palizada, había sido el teatro del combate que sostuvo el capitán Ariza contra los indios rebelados. Lautaro eligió aquella meseta para teatro de la batalla, colocando de antemano   —330→   los cuerpos más numerosos de sus guerreros detrás de sus pajonales y bosques vecinos para no dejarse ver de los españoles sino en el momento en que éstos estuvieran muy cerca. El suave declive que la loma presentaba por su frente, no pondría ningún impedimento a la marcha de los castellanos, a quienes se quería dejar fácil acceso hasta las alturas. Los indios atacarían entonces por divisiones y sucesivamente, de manera que la segunda no entrase a la pelea sino cuando la primera hubiese sido dispersada después de reñida resistencia. Los restos salvados de cada uno de estos choques se arrojarían por las laderas más ásperas de la meseta para que los caballos no pudieran perseguirlos, mientras se presentaba un nuevo cuerpo de indios a ocupar el lugar de los que habían sido obligados a retirarse. Lautaro, por su parte, tomó el mando de un cuerpo de indios situado cerca del río, y al flanco del sitio del combate, para dar la señal de una carga general y definitiva en el momento que él creyera que los españoles, agobiados de cansancio, pensaban en tomar la retirada. El caudillo araucano no olvidó ninguna de las precauciones necesarias para alcanzar un triunfo definitivo. En el camino que debían recorrer los castellanos para llegar a Tucapel, colocó numerosas partidas de observación ocultas en los bosques, con encargo de hostilizar a los batidores del enemigo, y de cortar la retirada a los que salvasen de la refriega541.

Cuando se estudian en las antiguas crónicas estas disposiciones estratégicas del caudillo araucano, el historiador está tentado a creer que la imaginación las ha engalanado, porque se hace difícil creer que aquellos salvajes hubiesen ideado un plan de batalla tan razonable y discreto. Sin embargo, en las páginas siguientes hemos de ver que Lautaro tenía las dotes de un gran soldado, y que sus guerreros poseían, junto con la más extraordinaria audacia, una rara habilidad para engañar y para sorprender al enemigo. Los araucanos, como lo han probado en tres siglos de lucha, demostraban en la guerra cualidades de penetración y de astucia que parecerían inconciliables con su estado de barbarie, a todo el que no conozca la singular habilidad que algunos pueblos, más salvajes todavía, han solido desplegar en sus campañas militares.




ArribaAbajo9. Memorable batalla de Tucapel

Valdivia salió del fuerte de Arauco el 30 de diciembre. El primer día de marcha no encontró en su camino otro indicio del levantamiento de los indígenas que la soledad de los campos que atravesaba. Su columna pasó la noche en perfecta tranquilidad a orillas del río Lebu, en un lugar llamado Labalebu542. El día siguiente, que era domingo, 31 de diciembre, los españoles   —331→   oyeron misa en ese mismo sitio, y enseguida continuaron su marcha en la mayor confianza, persuadidos quizá de que los indios sublevados, impotentes para sostener la lucha, habían ido a ocultarse en los bosques lejanos. Valdivia, con todo, deseando impedir cualquier sorpresa, despachó adelante cuatro o seis exploradores bajo las órdenes de un caballerizo suyo apellidado Bobadilla. Llevaban el encargo de reconocer el camino, de comunicarle cualquier novedad y de volver a reunírsele antes de la noche.

La noche llegó, sin embargo, y los corredores no volvían. Éste fue un primer motivo de inquietud; pero los castellanos acamparon sin que nada les dejara percibir la proximidad del enemigo. En la mañana del 1 de enero de 1554, cuando apenas habían avanzado un poco, encontraron en el sendero por donde caminaban, un brazo cortado hacía poco. La manga del jubón y de la camisa dejaba ver que ese brazo ensangrentado era de español. No podía caber duda sobre lo ocurrido. Bobadilla y sus compañeros habían sido sorprendidos en una emboscada, se les había dado muerte, y sus miembros descuartizados y sangrientos habían sido esparcidos en el campo que debían atravesar los castellanos. Aquel horrible espectáculo, lejos de infundir pavor a los expedicionarios, retempló su coraje y avivó su sed de venganza.

Pero Valdivia comenzaba a ver las cosas con más claridad que sus impetuosos compañeros. Se encontraba a corta distancia del fuerte de Tucapel, cerca de los enemigos que iba a combatir, y no tenía la menor noticia del refuerzo que había pedido a la ciudad de la Imperial. No podía ocultarse al Gobernador que había temeridad en seguir avanzando hacia el enemigo con los pocos soldados que formaban su división. En un momento de prudente desconfianza quiso oír el parecer de sus capitanes. Muchos de éstos eran jóvenes ardorosos, recién llegados a Chile, y que por esto mismo no conocían a los temibles araucanos o pensaban que eran salvajes débiles y miedosos que abandonarían el campo a la primera carga que se les diera. Todos ellos contestaron que no era digno de valientes el retroceder ante aquellos bárbaros, y que era preciso marchar sin demora a castigarlos ejemplarmente.

Sólo una voz se hizo oír en favor de una oportuna retirada. Un indio yanacona llamado Agustinillo por los españoles, sirviente personal de Valdivia, se acercó a éste en actitud humilde y suplicante, y le dijo: «Volveos, señor, vuestros soldados son muy pocos y los enemigos son numerosos y valientes. Acordaos de la noche de Andalién». La impresión que las palabras del leal yanacona hicieron en el ánimo del Gobernador, fue desvanecida por el entusiasmo bélico de sus compañeros. Valdivia no volvió a vacilar. Animando a los suyos para entrar en combate, dio resueltamente la orden de continuar la marcha. En aquella determinación debió influir, sin duda, la convicción de que no era posible dejar abandonados a los defensores de Tucapel que, según creían los españoles, se hallaban sitiados por los rebeldes.

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Antes de mucho tiempo se encontró Valdivia a la vista de los lugares que los indios habían elegido para su defensa. A lo lejos se divisaban los escombros del fuerte de Tucapel, humeantes todavía; pero no se veía un solo hombre ni se sentía el menor ruido. Todo hacía creer que los rebeldes habían abandonado aquellos lugares huyendo de la saña implacable de los castellanos. Habían llegado éstos a las alturas de la loma cuando se vieron amenazados por su frente por una turba compacta de guerreros araucanos que atronaban el aire con gritos terribles y descompasados con que los provocaban a la pelea. Sin vacilar, Valdivia dio sus órdenes para el combate, dividió su tropa en tres cuadrillas, y mandó que la primera saliese en el acto contra el enemigo.

Aquella primera carga fue tremenda. Los jinetes españoles embistieron en orden y con aquel furor que solían usar en los combates. Los pechos de los caballos arrollaban los pelotones de indios, que quedaban pisoteados y tendidos por el suelo, al mismo tiempo que las formidables espadas hacían destrozos entre los que podían mantenerse de pie. Los salvajes, por su parte, resistían con tesón heroico, luchaban y morían como bravos, pero vendían caras sus vidas, de suerte que después de este primer choque, casi todos los españoles que los atacaban estaban heridos o estropeados, y lo que era peor aún, agobiados de cansancio. Cuando los españoles habían dispersado ese primer cuerpo, y cuando los indios salvados de la refriega se precipitaban de las alturas por las laderas más ásperas para no ser perseguidos por los caballos, un nuevo cuerpo de guerreros araucanos se presentaba de frente para renovar la batalla.

La segunda división araucana llegaba en el mismo orden que la primera; pero los españoles no se atemorizaron un solo instante. Valdivia hizo salir contra ella otra cuadrilla de jinetes, y ésta recomenzó la refriega con todo ardor. Los indios, por su parte, opusieron esta vez una resistencia mucho más tenaz y encarnizada. Mientras tanto, la fatiga natural después de algunas horas de pelea, el calor de uno de los días más ardientes del verano y el deseo de resolver cuanto antes una lucha que se prolongaba demasiado, avivaban la impaciencia de los castellanos. Valdivia, creyendo poner pronto término al combate, dejó unos pocos hombres al cuidado de sus bagajes, y a la cabeza de los soldados que le quedaban, embistió furiosamente al enemigo. Todo su arrojo no sirvió más que para desbaratar la segunda división de los araucanos. Destrozados éstos en la pelea, corrían desordenados a precipitarse por las laderas vecinas.

Pero entonces se presentaron nuevos cuerpos de guerreros indios que llegaban de refresco. El combate fue entonces más duro y dificultoso para los castellanos, cansados ya de tanto pelear. Valdivia, sin embargo, reunió a todos sus soldados, y arremetió valientemente sobre el enemigo. Sus esfuerzos fueron impotentes para dispersar las nuevas divisiones araucanas: aquella lucha tenaz y encarnizada los tenía casi extenuados de fatiga y, aunque peleaban con audacia y sembraban el suelo de cadáveres de indios, los mismos españoles comenzaban a sufrir dolorosas pérdidas en sus filas y adquirían la triste convicción de que no podían romper las espesas columnas de los contrarios. Valdivia quiso suspender un instante la pelea para darse algún descanso y para tomar consejo de los suyos. Sus trompetas los llamaron a replegarse «Caballeros ¿qué hacemos?», preguntó el Gobernador. «¡Qué quiere vuestra señoría que hagamos sino que peleemos y muramos!», contestó el capitán Altamirano, oficial extremeño, tan valiente como arrebatado. Valdivia debió comprender que una nueva carga no había de mejorar su situación; pero viendo a sus soldados tan animosos y resueltos, embistió otra vez con todas sus fuerzas, y seguramente con los indios auxiliares que llevaba   —333→   consigo. Este acto de desesperación, con todo, no hizo más que precipitar su descalabro. Los españoles fueron impotentes para arrollar los apretados cuerpos de enemigos, y las trompetas volvieron a llamar a replegarse.

Parecía indispensable el pensar en la retirada para volver con mayores tropas a castigar a aquellos salvajes. Valdivia, que conocía la rapacidad y la codicia de los indios, creyó que si les abandonaba sus bagajes se entretendrían éstos en la turbulenta repartición del botín, y podría él retirarse sin serias dificultades. Comenzaba a ejecutar este movimiento cuando los quebrantados restos de sus tropas se encontraron asaltados de flanco por nuevos cuerpos de indios que acudían de carrera lanzando gritos aterradores y feroces de victoria y de venganza. Era la reserva de Lautaro, que acudía presurosa a consumar el triunfo de los araucanos. Siguiose todavía una confusa refriega: los castellanos, aunque jadeantes de fatiga, hallaron todavía en sus corazones y en sus brazos fuerzas bastantes para seguir luchando; pero cuando muchos de ellos rodaban por el suelo y cuando se convencieron de que les era imposible romper los espesos pelotones de indios, buscaron la salvación en la fuga.

La fuga, sin embargo, era imposible. Los caballos, heridos en la refriega y rendidos por el cansancio, apenas podían andar. Por otra parte, todos los caminos estaban tomados por los indios, cuyos ánimos habían cobrado mayor ardimiento a la vista del triunfo. Numerosas partidas de ágiles guerreros se habían diseminado en los campos vecinos; asaltaban a los fugitivos, los derribaban a lanzadas y los ultimaban despiadadamente o los arrastraban prisioneros para sacrificarlos en la celebración de la victoria. Ni un solo español logró sustraerse a aquella obstinada e implacable persecución. El mayor número de los indios auxiliares pereció también bajo los golpes de lanza y de macana de los sanguinarios vencedores. Los pocos que lograron sustraerse a la matanza ocultándose en los bosques o confundiéndose artificiosamente entre sus perseguidores, pudieron llevar a los establecimientos españoles la noticia de aquel espantoso desastre.




ArribaAbajo10. Muerte de Pedro de Valdivia

Valdivia, que montaba un excelente caballo, había alcanzado a alejarse algo más del teatro del combate, seguido por un clérigo apellidado Pozo, que le servía de capellán. Aunque acechados y perseguidos por todas partes por los indios, creían quizá salir con vida de aquella desastrosa jornada. Pero sus caballos se atollaron en una ciénaga, y se vieron forzados a detenerse en su carrera. Los enemigos, que defendían ese paso, cayeron presurosos sobre los fugitivos, los derribaron a golpes de lanza y de macana y los tomaron prisioneros. Valdivia fue despojado de sus ropas y armaduras, sin poder, sin embargo, arrancarle la celada que le cubría la cabeza. Desnudo, con las manos atadas con unos bejucos, que a los indios sirven de sogas, colmado de insultos y de improperios que seguramente no comprendía, el desventurado cautivo fue obligado a andar más de media legua para volver al campamento de los vencedores. Como no pudiera seguir en su carrera a sus ágiles aprehensores, Valdivia era a trechos arrastrado despiadadamente por el suelo y conducido en el más lastimoso estado ante la junta de los señores o caciques enemigos.

La fatiga del combate, la enormidad del desastre que acababa de experimentar y aquellos crueles sufrimientos habían abatido el espíritu del altivo y valiente capitán. El yanacona Agustinillo, el mismo que le había aconsejado en la mañana que se retirara sin presentar la   —334→   batalla, prisionero también como su amo, le quitó la celada que sus aprehensores no habían podido desatarle543. «Devolvedme la libertad, dijo entonces Valdivia, y sacaré los españoles de vuestras tierras, despoblaré las ciudades que he fundado y os daré, además, dos mil ovejas». Por única respuesta los indios vociferaron las más feroces amenazas. Queriendo poner término a aquella conferencia, descuartizaron en el acto al yanacona Agustinillo que sin duda había sido el intérprete que tradujo las proposiciones de Valdivia. Allí mismo, a su propia vista, los indios se repartían las piezas de su vestuario y de su armadura, dejando a Lautaro la facultad de elegir las mejores.

No quedaba ninguna esperanza de salvación a los infelices prisioneros. Aquellos salvajes no tenían la costumbre de perdonar la vida a sus enemigos. Ahora, además, el recuerdo de las atrocidades cometidas por los españoles después de sus anteriores victorias, y del mal trato que acostumbraban dar a los indios, habían provocado la cólera de éstos y excitado su natural crueldad con los vencidos. El clérigo Pozo, viendo cercano el fin de todos ellos, hizo una cruz con unas pajas, y comenzó a persuadir al Gobernador a morir como cristiano. Una muerte rápida habría sido para ellos un beneficio; pero esos bárbaros acostumbraban gozarse en los sufrimientos de sus víctimas, y en esta ocasión no descuidaron de satisfacer sus instintos más feroces.

Valdivia fue martirizado de una manera cruel. Aunque los indios tenían las espadas y dagas que habían quitado a los vencidos, prefirieron usar las conchas marinas que usaban como cuchillos. Con ellas le cortaron los brazos, y después de asarlos ligeramente, los devoraron en su presencia. Un antiguo documento refiere que el conquistador de Chile vivió tres días en medio de estas torturas, y que al fin expiró de extenuación y de fatiga544.

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Una muerte análoga tuvieron los otros prisioneros, de tal suerte que no escapó con vida ni uno solo de los españoles que asistieron a aquella memorable y desastrosa jornada. Sus cabezas fueron colocadas en picas por los indios, y paseadas en sus tierras como trofeos de victoria para excitar a la rebelión a todos su habitantes.



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Arriba11. Su persona y familia. Historiadores de Valdivia (nota)

«Este fue el fin que tuvo Pedro de Valdivia, hombre valeroso y afortunado hasta aquel punto», dice el cronista que nos ha servido de guía principal en la relación de estos últimos sucesos. Y más adelante agrega: «Era Valdivia, cuando murió, de edad de cincuenta y seis años, hombre de buena estatura, de rostro alegre, la cabeza grande conforme al cuerpo, que se había hecho gordo, espaldudo, ancho de pecho, hombre de buen entendimiento aunque de palabras no bien limadas, liberal y hacía mercedes graciosamente. Después que fue señor recibía gran contento en dar lo que tenía: era generoso en todas sus cosas, amigo de andar bien vestido y lustroso, y de los hombres que lo andaban, y de comer y beber bien, afable y humano con todos; mas tenía dos cosas con que oscurecía todas estas virtudes, que aborrecía a los hombres nobles, y de ordinario estaba amancebado con una mujer española, a lo cual fue dado»545. Este corto e imperfecto retrato del conquistador de Chile no basta para darlo a conocer, pero servirá a lo menos para completar el cuadro de su fisonomía moral que resulta de los hechos que hemos narrado con tanta prolijidad en los capítulos anteriores. Creemos que el vasto caudal de noticias que en ellos hemos agrupado, pone al lector en situación de formarse un juicio exacto acerca de este hombre singular, en que se aunaban las grandes dotes de colonizador y de general, con los defectos inherentes a su condición de soldado, a la soberbia que creó en su ánimo su rápida elevación, y más que todo, al medio social en que vivió entre los capitanes de la Conquista, tan audaces en los combates como poco escrupulosos en la ejecución de sus planes; tan astutos y sagaces en el gobierno y en la guerra como groseros en su codicia y en su ambición. Juzgado a la luz de los progresos de la moral, el historiador no puede dejar de ser severo con Valdivia. Considerado comparativamente con el mayor número de sus contemporáneos, Valdivia debe ser estimado como uno de los más hábiles, de los más audaces y de los más grandes entre los conquistadores de América.

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Valdivia murió sin dejar herederos de su nombre y de su gloria. Casado desde más de veinte años antes con una señora de Salamanca, llamada doña Marina Ortiz de Gaete, vivía alejado de ella desde 1535, año en que pasó a América a buscar fortuna. Aun, en medio de sus escaseces, Valdivia había cuidado de enviar a su esposa algunos socorros pecuniarios; pero más de una vez habían sufrido extravío. Al fin, cuando Alderete llegó a España y supo por él doña Marina que su marido había consumado la conquista de Chile, resolvió venir a establecerse en este país donde debía ocupar una alta posición. Sus esperanzas se desvanecieron bien pronto. Al desembarcar en Nombre de Dios, a mediados de 1554, para trasladarse a Panamá y seguir su camino a Chile, supo que Valdivia había muerto desastrosamente a manos de los indios.

Entonces comenzó para la desventurada viuda una vida de estrecheces y de reclamaciones ante la Corte, que formaban un triste contraste con las ilusiones que había concebido. Los bienes de su esposo fueron embargados y vendidos por los oficiales reales con el objetivo de reintegrar al tesoro los capitales que aquél había tomado para adelantar la conquista. El Rey, por tres cédulas consecutivas, mandó que se asignase a aquella señora un repartimiento que correspondiese a su rango y a los servicios de Valdivia. Aunque se satisfizo en parte esta obligación, doña Marina no recibió de los gobernantes de Chile las consideraciones a que era merecedora la viuda del conquistador546.