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Historia general de la República del Ecuador

Tomo sexto

Libro quinto: La colonia o el Ecuador durante el gobierno de los reyes de España (1534-1809)

Desde la Fundación de la ciudad de Quito en 1534 hasta el año de 1809: sucesos que en ese transcurso de tiempo acaecieron en las provincias trasandinas


Federico González Suárez


Imprenta del Clero (imp.)



Portada



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ArribaAbajoAdvertencia

En los libros anteriores de esta nuestra Historia general de la República del Ecuador hemos narrado los acontecimientos, que se verificaron durante la época del gobierno colonial; mas, para que el cuadro de la sociedad ecuatoriana en aquella época quede completo, faltan todavía algunos rasgos muy importantes, pues hasta ahora no hemos referido nada de lo que sucedió en la región oriental, en las comarcas situadas al otro lado de la cordillera real de los Andes. Esa región tiene su historia propia, la   -VI-   cual debía ser contada por separado, porque los sucesos que acontecieron en aquella región no tuvieron influencia ninguna en la vida de la sociedad ecuatoriana durante la colonia, ni contribuyeron en nada para la prosperidad de ella, ni para su decadencia. Fueron, al principio, una esperanza halagüeña y, por lo mismo, fascinadora así para los conquistadores españoles, como para los misioneros de las diversas órdenes religiosas; mas, al fin, tanto para conquistadores como para misioneros se convirtieron en una realidad desconsoladora.

Hablaremos del descubrimiento de esas provincias, de las continuadas expediciones que a ellas se hicieron desde la fundación de la ciudad de Quito hasta fines del siglo decimosexto, de la entrada de los misioneros, de la fundación de ciudades en aquellas comarcas apartadas y salvajes, del levantamiento de las tribus bárbaras contra los primeros pobladores, de la organización de   -VII-   las misiones de Mainas, de la decadencia, abandono y ruina de ellas, de las comisiones, que, para arreglar los límites con Portugal en la hoya amazónica, envió el gobierno español, y, en fin, de la erección del obispado y de la gobernación de Mainas, con los límites que a entrambos les fueron señalados. He ahí el asunto del Libro quinto de la Historia general de la República del Ecuador.

Para escribir este libro, así como para componer los anteriores, hemos estudiado detenidamente un número muy considerable de obras impresas y de documentos inéditos, y narramos la verdad sin pasión ninguna: la hemos buscado con perseverancia, y la decimos con serena imparcialidad, porque aborrecemos los elogios convencionales y las censuras apasionadas. Como estamos convencidos de que la historia debe tener un fin moral nobilísimo, cual es el mejoramiento de la sociedad, no podemos menos de expresar sin reticencias, ambages ni rodeos, nuestro juicio acerca del porvenir   -VIII-   de la región trasandina y de los medios que hubiera convenido adoptar para la evangelización de las tribus indígenas desparramarlas en aquellas vastas comarcas. Nuestro juicio disgustará, sin duda, a no pocas personas, pero no lo retractaremos; pues huimos de la lisonja y evitamos el panegírico rutinario, rindiendo culto únicamente a la verdad, la cual, aunque desagradable para algunos, es provechosa para muchos, y necesaria para todos.

Con la narración de los sucesos acaecidos en la región oriental quedará casi acabado el cuadro de la sociedad ecuatoriana durante los tres siglos del gobierno colonial, y se conocerá cómo puede esa gran porción del territorio ecuatoriano ser incorporada en la marcha de la civilización, formando parte moral y no meramente geográfica de la Nación. Si hemos de decir con franqueza toda la verdad, las comarcas orientales o trasandinas difícilmente podrán formar parte moral integrante de nuestra   -IX-   actual República ecuatoriana: las razones en que fundamos esta nuestra aseveración se encontrarán leyendo las páginas de este libro, las cuales han sido escritas después de un estudio concienzudo de los hechos que van a ser objeto de nuestra narración, y de una meditación detenida, de las causas que los han producido. Nuestro lenguaje es el lenguaje de quien ama sinceramente la verdad.

Quito: enero de 1894.

Federico González Suárez





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ArribaAbajoCapítulo primero

Descubrimientos y conquistas. Primeros descubrimientos (1534-1550)


La región oriental ecuatoriana.- Noticias acerca de las relaciones, que con las tribus indígenas orientales tuvieron los Incas.- El famoso Dorado.- La provincia de la Canela.- Primera expedición de los españoles a esa provincia.- Gonzalo Díaz de Pineda.- Descubrimiento del río Cozanga.- Pineda descubre el volcán de Sumaco.- Segunda expedición al país de la Canela.- Esta fue la célebre de Gonzalo Pizarro.- Descubrimiento del río Coca.- Francisco de Orellana.- Descubrimiento del río Napo.- Orellana se separa de Gonzalo Pizarro.- Llega al Marañón.- Su viaje de descubrimiento.- El Amazonas.- Capitulaciones de Orellana con el Rey de España.- Proyecto de colonización.- Regreso de Orellana.- Su fallecimiento.



I

El día quince de agosto del año de mil quinientos treinta y cuatro, fundaban, como de improviso, los conquistadores la primera ciudad española en el todavía no sojuzgado reino de Quito, eligiendo para esa fundación la llanura de Cicalpa y Cajabamba: vencidos los ejércitos   -2-   de indígenas que acaudillaba el valiente Rumiñahui, se verificó, casi cuatro meses después, el cuatro de diciembre, la fundación no de la ciudad, sino simplemente de la villa de San Francisco, en el punto donde ahora se levanta la capital de la República.

Cuatro años recién después de fundada la villa de San Francisco de Quito, ya comenzaron las expediciones formales a la región oriental, tras la gran cordillera de los Andes. Las riquezas encontradas en el derribado imperio de los Incas eran estímulo constante para la emprendedora codicia de los españoles, que, sin entender la lengua de los indios, interpretaban las noticias que de éstos recibían, según los deseos de su exaltada fantasía, y, con la esperanza de enriquecerse rápidamente, se lanzaban a empresas aventuradas. Los vecinos de la apenas naciente ciudad de Quito se ponían a contemplar despacio el muro gigantesco de la cordillera, que se levantaba hacia el oriente, y se entretenían en fantasear a sus anchas con los ricos imperios, que suponían había de haber en aquellas regiones, tanto más misteriosas, cuanto más desconocidas. Los indígenas hablaban de ellas como de comarcas inmensas y muy pobladas, y referían cosas singulares acerca de sus moradores: allí crecían los árboles de la aromática canela, allí era donde estaba la corte del famoso rey Dorado, que solía cubrirse todo el cuerpo con oro en polvo, y allí, finalmente, vivían las célebres hembras guerreras. A todas estas noticias de los indios las abultaban los conquistadores, prestándoles con su acalorada imaginación proporciones fabulosas: era aquella la época   -3-   en que la imaginación de los castellanos se apacentaba con las ficciones maravillosas de los libros de caballería, cuyas escenas inverosímiles parecía haberlas hecho posibles el descubrimiento del Nuevo Mundo. Descubrir, pues, lo desconocido, luchar con dificultades extraordinarias, vencer obstáculos superiores a las fuerzas humanas, y enriquecerse, haciendo a la vez su nombre famoso, he ahí los estímulos, que no cesaban de estar espoleando el ánimo emprendedor de los conquistadores castellanos.

El primero que acometió la empresa de ir a explorar la región oriental ecuatoriana con una expedición organizada formalmente con aquel propósito, fue Gonzalo Díaz de Pineda, uno de los conquistadores y primeros pobladores de Quito.

En septiembre de 1538, apenas cuatro años escasos después de fundada Quito, fue cuando salió de aquí la primera expedición exploradora de las comarcas orientales trasandinas: su jefe era Gonzalo Díaz de Pineda; la emprendía por orden de Francisco Pizarro, descubridor, conquistador y gobernador de los reinos de Quito y del Perú. Componíase esta primera expedición en demanda, de la tierra de la Canela de unos ciento treinta españoles, entre los cuales había cuarenta y cinco de a caballo, treinta ballesteros y diez arcabuceros: de maese de campo iba Ángelo de Armendaña, y por alférez fue nombrado Gonzalo Herrera de Zalamea, ambos vecinos de Quito. En equipar la expedición gastó Gonzalo Díaz de Pineda más de ocho mil pesos, y para esta expedición se fabricó la primera pólvora que se hizo en Quito.

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Tomaron los expedicionarios el camino por Cumbayá y Tumbaco, trasmontaron la cordillera por Guamaní y descendieron a Papallacta: cuando comenzaron a internarse en los bosques de Atunquijos, les salieron al encuentro algunos indios de guerra y les disputaron el paso. Peleaban con denuedo los bárbaros, ya acometiendo a los expedicionarios por entre los árboles del bosque, ya haciendo rodar sobre ellos galgas enormes desde las breñas o peñoles en que se habían fortificado, para defender la entrada de los extranjeros desconocidos a las montañas nativas de ellos. El camino era fragoso y estaba lleno de laderas y precipicios: la tupida vegetación estorbaba la marcha y las continuas lluvias la hacían molesta. Sin embargo, Díaz de Pineda siguió hasta dar en el valle de Cozanga, después de vencer y desbaratar las tropas de los bárbaros, casi del todo desnudos, que le hicieron guerra1.

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De los nevados y de las lagunas de la gran cordillera oriental descienden arroyos y riachuelos innumerables, de cuya congregación se forman torrentes y ríos caudalosos, que se dirigen a derramar sus aguas en la inmensa hoya del Amazonas. Gonzalo Díaz de Pineda se había alejado como unas cuarenta leguas de distancia de Quito, y en su viaje de exploración a la región oriental había tocado en el valle de Cozanga, después de haber atravesado el río de Maspa. El río de Maspa tiene su más remoto origen en las cordilleras de Pambamarca; pasa por Oyacachi, recibe los pequeños tributarios que manan de Guamaní, y, haciendo una ligera curva, se dirige hacia el Este. El río Cozanga nace tras del Antisana, y, tomando un camino casi paralelo al Maspa, y formando también una curva prolongada, se encamina a encontrarse con el Maspa, para constituir juntos el caudaloso Coca. Los expedicionarios de Pineda establecieron su campamento en el valle estrecho, que limitan por un lado el Maspa y por otro el Cozanga: allí dejó   -6-   los caballos y, caminando a pie, siguió con algunos de sus compañeros la exploración en busca del país de la Canela hasta llegar a las faldas del volcán de Sumaco, que se levanta casi aislado de la cordillera principal, como un promontorio, que avanzara hacia adentro en el océano de la enmarañada vegetación de la banda oriental. Pineda encontró una no escasa población de indios salvajes en el valle que forma la base del cerro de Sumaco, y gastados veintisiete días en recorrer la comarca, buscando camino para seguir adelante, regresó, desalentado, al real, donde había dejado esperando a sus compañeros. El resultado de la expedición había sido un desengaño la realidad estaba muy lejos de corresponder a las ilusiones de la fantasía. El descubrimiento del río Cozanga y del volcán de Sumaco fue el cínico resultado positivo de la primera expedición de los conquistadores españoles a la región oriental ecuatoriana2.

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Pineda dio la vuelta a Quito, sin que sepamos con seguridad el tiempo preciso que gastó en su primera expedición: seis meses después se preparaba para hacer una segunda, pero variando de dirección en su ruta, pues determinó entrar al oriente por Tusa, es decir, como unas veinte leguas más al norte del punto por donde había entrado la primera vez: frustrose esta nueva expedición con la noticia de que venía a Quito Gonzalo Pizarro, con el nombramiento de gobernador y con el propósito de acometer la hazaña de descubrir y conquistar la provincia de la Canela.

Conservábase en Quito la tradición de la entrada que a la región oriental había hecho el inca   -8-   Huayna Capac, por el pueblo de Chapi, situado en la cordillera de Pimampiro, y se pensaba que por ese punto sería más fácil llegar a la comarca de Hatun Ique, célebre por sus ricos lavaderos de oro; no obstante, Gonzalo Pizarro resolvió verificar su entrada a la provincia de la Canela por el mismo cerro de Guamaní, por donde había hecho la suya el capitán Díaz de Pineda, a quien lo llevó en su compañía, para aprovecharse de su conocimiento de aquellas regiones.

De la expedición de Gonzalo Pizarro a las provincias orientales hemos hablado ya en otro lugar de nuestra Historia, al referir los principales sucesos del descubrimiento y la conquista de   -9-   las comarcas que forman actualmente el territorio de la República del Ecuador; nos bastará, pues, ahora recordar, que en aquella tan aparatosa como desgraciada expedición, Gonzalo Pizarro, siguiendo el mismo rumbo que había tomado Díaz de Pineda, llegó al río Cozanga, por cuya margen izquierda bajó, hasta dar con el punto donde el Cozanga entra en el Coca.

En este río fue donde se fabricó el bergantín, en que se embarcó Francisco de Orellana: surcando las aguas de este mismo río, descendió Orellana hasta descubrir el caudaloso Napo, y en las riberas del Coca dejó abandonado a su caudillo, yendo adelante con parte de la expedición en busca   -10-   de comida. Los grandes ríos de la región oriental estaban, pues, descubiertos y explorados poco tiempo después de fundada la ciudad de Quito; y, antes de que se cumpliera todavía ni el segundo lustro de su fundación, ya Orellana había descubierto el Amazonas y realizado un importantísimo viaje desde las orillas del Pacífico hasta las aguas del Atlántico.

Orellana salió de Guayaquil y vino a Quito de esta ciudad partió al oriente, se embarcó en el Coca, siguió hasta la confluencia del Coca con el Napo, descendió aguas abajo por este río y descubrió el Marañón: navegando él primero por las aguas de este río llegó al Atlántico, dando   -11-   cima de este modo, en pocos meses, a uno de los más atrevidos viajes de exploración de que haya memoria en la historia del descubrimiento de América. Esa historia, llena de hechos memorables, no presenta uno de consecuencias tan trascendentales para la geografía y para la navegación, como la expedición de Gonzalo Pizarro a la Canela y el viaje de Orellana por el Napo al Amazonas y del Amazonas al Atlántico3.

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Gonzalo Pizarro fue el descubridor del Coca y de una parte considerable de la provincia oriental; pues, en busca de camino menos fragoso para sus compañeros y menos desprovisto de comida, recorrió en varias direcciones los valles trasandinos, tanto a la ida de Quito a esas partes, como a su regreso a esta ciudad. Conocido es el fin desgraciado de Gonzalo Pizarro y el éxito de su malhadada expedición al país de la Canela, por lo cual no es necesario repetir aquí lo que ya en otra parte de esta historia queda referido; y así, hablaremos solamente del viaje de Orellana, principiando a narrar lo sucedido desde que el teniente de Gonzalo Pizarro se apartó de su capitán   -13-   en las aguas del Coca, hasta que arribó a la isla de Cubagua en el océano Atlántico.




II

Francisco de Orellana estaba en la recién fundada ciudad de Guayaquil, cuando Gonzalo Pizarro llegó a Quito y se hizo reconocer por el Cabildo de esta última población como Gobernador de todas estas provincias, nombrado por su hermano el conquistador del Perú; pues, aunque Francisco Pizarro no tenía autorización del Emperador para erigir gobernaciones aparte, con todo constituyó de las provincias de Quito, Guayaquil y Portoviejo una gobernación separada en beneficio del menor y más querido de sus   -14-   hermanos. Orellana vino a Quito para tributar personalmente el homenaje de su obediencia a Gonzalo Pizarro, y aquí se le ofreció por compañero para la expedición al país de la Canela, que era la empresa, en cuya realización estaba trabajando con entusiasmo el nuevo Gobernador desde que llegó a Quito: puesto de acuerdo con Gonzalo Pizarro, tornose Orellana a Guayaquil, donde contaba con abundantes recursos para su viaje de exploración en compañía de Pizarro. En efecto, en Guayaquil reunió hasta treinta españoles, a todos los cuales armó a su costa y les acudió con lo necesario para el viaje, gastando en esto la no despreciable suma de cuarenta mil pesos.

Cuando Orellana estuvo de vuelta en Quito,   -15-   ya Pizarro había salido de esta ciudad; púsose, pues, en camino sin tardanza y diole alcance en la provincia de Sumaco, donde Pizarro había hecho alto para reforzar a su cansada hueste. Orellana necesitaba también de descanso: llegaba hambriento y desfallecido, sin más aperos de viaje que su espada y su rodela: de las provisiones de boca sacadas de Quito ya no les quedaba nada a él y sus compañeros; y, si Pizarro no les hubiera enviado al encuentro guías expertos y comida, habrían estado en peligro de perecer aún antes de llegar a juntarse con el campamento del Gobernador en Sumaco4.

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Después de descansar algunos días en este mismo punto, continuaron la jornada, yendo tras Gonzalo Pizarro, que con setenta españoles se había adelantado para reconocer el terreno y abrir camino: después de varios días de marcha penosa, llegaron todos a las orillas del Coca, donde acamparon el tiempo necesario para construir un bergantín. Construido éste y aparejado el viaje, se embarcó Orellana y partió aguas abajo: iba con el encargo especial de buscar comida y de regresar trayéndola, sin tardanza. Pizarro con todos los demás debía continuar bajando por las orillas del río, hasta el punto donde éste se encontraba   -17-   con otro más caudaloso; pues, los indios, que Pizarro tenía presos, daban noticia de que a pocos días de viaje se encontrarían grandes poblaciones y comida en abundancia, a las orillas de otro río mayor que aquel, por cuya margen izquierda andaban vagando. Los indios decían verdad; pero el desengaño de Pizarro iba a ser cruel, cuando llegando por fin, cansado, maltratado y hambriento a las anheladas juntas de los ríos, no encontrara allí ni la esperada comida ni el salvador bergantín: las playas estaban solitarias, Orellana había tocado en ellas, y, burlando la confianza de su jefe, había seguido adelante. Pizarro llegaba a las orillas del vistoso Napo, por cuyas aguas había bajado como de fuga el poco escrupuloso Orellana.

Pizarro dio la vuelta a Quito, mientras su teniente ponía por obra el descubrimiento del río más grande del mundo, el sin rival Amazonas5.

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Era el día veintiséis de diciembre de 1542: Orellana se ponía en camino aquel día para ir a cumplir la comisión, que de buscar y traer comida, Pizarro le había dado; embarcose en el bergantín, a bordo del cual entraron cincuenta y siete individuos, los dos religiosos que iban en la expedición y los soldados que se encontraban enfermos y en condiciones de no poder continuar el viaje a pie. Llevaron también algunas canoas quitadas a los indios. Los dos religiosos eran el padre fray Gaspar de Carvajal, dominicano, y fray Gonzalo de Vera, mercenario.

El segundo día de viaje el bergantín estuvo a punto de naufragar, porque tropezó con un madero clavado en el río: del golpe se sumió una tabla y comenzó a hacer agua; pero, por fortuna, estaban cerca de tierra, y así pudieron sacar el barco a la playa y reparar el daño. Compuesto el bergantín, continuaron el viaje: surcaban aguas   -19-   abajo, y la rapidez de las corrientes cooperaba a facilitar la marcha. Las orillas del río estaban desiertas, y en seis días de viaje las provisiones se acabaron y el hambre comenzó a atormentar a los expedicionarios. El primero de enero se les figuró, que, a lo lejos, oían el ruido de tambores, con lo cual se reanimaron tomándolo como indicio segura de la proximidad de algunas poblaciones de indígenas; mas su alegría se les trocó en desengaño, porque los pueblos imaginados no parecieron: el dos de enero; un lunes por la noche, estaban con el barco anclado, matando el hambre   -20-   con las raíces y hierbas que recogían en la orilla; cuando percibieron de nuevo sonido de tambores pararon la atención, escucharon un rato en silencio, y, conociendo que no era ilusión sino realidad lo que oían, se alegraron grandemente. Orellana, como jefe previsivo, dispuso que aquella noche se mantuviesen en vela y nombró centinelas, para que estuviesen vigilando, no sucediera que, habiéndolos descubierto los indios, cayeran sobre ellos de sorpresa en altas horas de la noche, esperando cogerlos desprevenidos. Al día siguiente, muy por la mañana, a poco de haber comenzado   -21-   la navegación, divisaron unas cuantas canoas de indios que subían río arriba; mas, así que vieron el bergantín, voltearon proas y precipitadamente regresaron a sus poblaciones, dando gritos de alarma: por su parte, los expedicionarios apuraron el barco y, a todo remar, siguieron tras las canoas, a fin de dar en el primer pueblo de indios, antes que éstos tuviesen tiempo de prevenirse y estorbarles con las armas el desembarque. Logrose su intento: a las dos de la tarde, Orellana con sus compañeros, tomaba tierra en una población, cuyos moradores los recibían de paz, entre admirados y recelosos.

  -22-  

¿Dónde habían llegado los expedicionarios? ¿A qué playa habían arribado? Descendiendo por el Coca aguas abajo, habían entrado en el Napo, y, llevados por la corriente de éste, habían llegado al punto donde el Aguarico desemboca en el Napo. Nuestro hermoso río, que señorea las regiones orientales ecuatorianas, fue, pues, descubierto en los últimos días de diciembre del año de 1542, y los primeros europeos que navegaron por sus aguas, fueron Francisco de Orellana y sus compañeros6.

Una vez desembarcados en el pueblo de los irimaraes, trataron de poner por obra su comisión;   -23-   pero los ánimos estaban ya tan quebrantados que, ponderando las dificultades del regreso, se acobardaran, y resolvieron esperar allí unas pocas semanas, para continuar luego más bien aguas abajo, que tornar, remando contra corriente, al punto donde habían dejado a Pizarro. Estaban tan flacos y desfallecidos los compañeros de Orellana, que muchos de ellos, al saltar en tierra, no podían tenerse en pie; y unos, apoyándose en bastones; y otros, arrastrándose a gatas, recorrían las montañas en busca de raíces, de hojas tiernas y de frutas de los árboles, con qué entretener el hambre para no perecer. Las provisiones de boca se acabaron pronto: se habían comido las correas y las suelas de los zapatos, remojándolas en agua para ablandarlas y poderlas mascar: algunos habían enloquecido, comiendo raíces venenosas, que les hicieron perder el seso. Según el cálculo de algunos de ellos, que se preciaban de entendidos en cosas de navegación, habían recorrido veinticinco leguas diarias, remando de sol a sol, y se horrorizaban de sólo pensar en la vuelta. Orellana, simulando repugnancia, convino al fin en descansar allí, y accedió al requerimiento, que de seguir aguas abajo le hicieron sus compañeros. Como los caciques venían de paz, practicó la ceremonia de tomar posesión de los pueblos de ellos, a nombre del Rey de España; y, para emplear útilmente el tiempo del descanso, se ocuparon en forjar clavos, para construir otro bergantín en el lugar que para ello ofreciera menos dificultad. Unos edificaron hornos; otros fueron por leña al bosque; varios hacían sus tareas diarias de carbón; los más débiles   -24-   soplaban aire con los fuelles, formados de un par de borceguíes, y Juan de Alcántara trabajaba, en la fragua, poniendo en prueba su habilidad y haciendo un primer ensayo en el improvisado arte de la herrería. En estos quehaceres gastaron todo el mes de enero, y el 2 de febrero se hicieron de nuevo a la vela, para continuar a la ventura su arriesgada expedición: el número de los aventureros, que entraban de nuevo a bordo, estaba disminuido, porque siete habían muerto de extenuación en el viaje.

La flotilla continuó surcando la corriente del Napo, cuyo caudal se presentaba considerablemente aumentado con los varios afluentes que entraban en su cauce, entre los cuales no pudieron menos de notar los expedicionarios el Curaray, por el empuje de su corriente y por la gran palizada que traía, la cual los puso en inminente peligro de zozobrar: el once de febrero advirtieron que el río, por donde iban navegando, se derramaba en otro muchísimo más caudaloso, en cuyas aguas no tardaron en verse engolfados, pareciéndoles que navegaban en un anchísimo mar. Estaban en el Maratón: había transcurrido un año completo desde su salida de Quito.

Ocho meses largos gastaron en navegar por el Amazonas, pasando trabajos increíbles y venciendo obstáculos insuperables, con una constancia a toda prueba, con un valor inquebrantable y con una audacia rayana de la más consumada temeridad. Construyeron de nuevo otro bergantín, con el cual no temieron lanzarse a la ventura, sin rumbo conocido ni norte fijo, a las aguas de un río para ellos enteramente desconocido: lo   -25-   único que sabían era que las aguas de ese río salían al Océano Atlántico, y a esas aguas se entregaron, confiando en que, siguiendo la corriente de ellas, habían de ir a alguna playa habitada por cristianos; y en sus dos maltrabados barquichuelos, sin brújula ni carta de marear, se entraron al Atlántico y fueron a parar en la Isla de Cubagua, en los primeros días del mes de septiembre del año de 1542.

Habían navegado mil y ochocientas leguas, y dejaban explorado el curso del mayor río de América: en sus orillas habían descubierto extensas poblaciones de indígenas; unos hospitalarios, que los habían recibido de paz; y otros guerreros y belicosos, que los habían perseguido y hostilizado días y noches seguidos, sin darles ni un momento de tregua ni un instante de reposo. Todas las tardes, cuando se acercaba la puesta del sol, arrimaban los bergantines a alguna playa que les ofreciera cómodo surgidero, para pasar la noche en tierra; y su primera ocupación todos los días, así que amanecía, era buscar en las poblaciones de indios, que divisaban en las orillas, el punto más adecuado para desembarcar y proveerse de comida: saltaban en tierra, apercibidos para el combate, y con sus armas a punto para rechazar las embestidas de los indios. Ocasiones hubo, en que, después de horas enteras de guazabaras reñidísimas con los salvajes, se veían precisados a reembarcarse precipitadamente con las manos vacías, dándose por contentos con unos cuantos granos de maíz, para acallar su hambre.

A los heridos los envolvían en mantas y los metían con disimulo en los bergantines, para que   -26-   los indios no advirtieran el daño que con sus flechas les habían causado: cuando se veían acometidos por salvajes, que usaban flechas envenenadas, el terror de los aventureros era espantoso entonces procuraban huir, y no empeñaban combate ninguno, sino empleando cuantas precauciones podían contra el daño de las flechas emponzoñadas. Los efectos mortíferos del veneno eran, en verdad, muy temibles, así por la rapidez como por la seguridad con que causaba la muerte: una herida casi superficial, hecha en la pierna por una flecha envenenada, le causó la muerte a un soldado, sin que hubiera remedio para salvarle la vida.

En los primeros días de agosto, al tiempo de arrimarse a la playa para descansar en tierra durante la noche, según tenían de costumbre, el bergantín menor chocó contra un trozo de árbol y se rompió una tabla: la situación de aquella tarde memorable no pudo ser más apurada: el buque roto comenzaba a hundirse; los indios acometían en todas direcciones y el bergantín grande, bajando la marea, principiaba a quedar encallado en la arena. Dividiéronse en tres cuerpos los expedicionarios: unos peleaban con los indios y les hacían frente; otros reparaban a toda prisa la avería del bergantín pequeño, y los terceros se esforzaban por empujar el grande hacia la corriente y echarlo a flote. La serenidad y el valor les dieron el triunfo en tan angustiosa situación, y, con ambos barcos salvados de manos de los indios, se pusieron inmediatamente en camino.

Lejos de enemigos, en una playa desierta   -27-   pero segura, se detuvieron más de quince días, reparando el bergantín averiado: el hambre los atormentaba, y, para no perecer, así que se retiraba la marea, recogían algunos mariscos y ciertos cangrejos pequeños, que en muy escaso número se dejaban ver en la playa. Un día su alegría fue grande, porque cogieron una danta muerta, que las olas venían arrastrando: con los tasajos de la danta, que la casualidad les había proporcionado, banquetearon algunos días los mal parados expedicionarios. En uno de los días más apurados habían entretenido su hambre repartiéndose un puñadillo de la harina que llevaban para hacer hostias: sentados por la tarde a la sombra de los árboles que hermosean las orillas del Napo, habían consumido esa harina para ellos tan sagrada: ¿no había de ser para ellos un festín la mortecina que el Amazonas les echaba de repente a la playa?

Hacía días a que, observando las aguas del río, habían advertido el flujo y reflujo de la marea, y se consolaban considerándose próximos ya al mar: las riberas del río no se divisaban ya, y en su navegación iban atravesando por muchas islas extensas y pobladas: el aspecto de la naturaleza había cambiado, la proximidad del mar del Norte era indudable, y el viaje estaba, por fin, a punto de terminar. Adobaron, pues, sus improvisados bergantines: de las mantas, que desde Quito habían llevado, hicieron velas; de hierbas fabricaron jarcias, pusiéronles mástiles y unas piedras destinaron al importante papel de áncoras; con algodón y resinas de árboles se dieron modo para calafatearlos; y, hecha la provisión   -28-   que de maíz y agua dulce fue posible, se lanzaron a las olas temibles del Atlántico. El bergantín pequeño recibió el nombre de El San Pedro, y al grande lo condecoraron con el de Victoria.

Buscaron con diligencia la ribera, procurando no perder de vista la tierra; pero luego las corrientes arremolinadas del golfo de Paria los arrastraron: el San Pedro se separó del Victoria, y éste se metió en las bocas del Drago, donde estuvo bregando con los remolinos siete días enteros; al fin, el once de septiembre arribó a la ciudad de nueva Cádiz en la Isla de Cubagua, y la sorpresa de los tripulantes fue grande, encontrando ahí el bergantín pequeño, que dos días antes había aportado allí con felicidad. Viéndose otra vez todos reunidos y salvos, no cabían en sí de contento: unos a otros se habían tenido por muertos, y, sin esperarlo, se encontraban vivos y en tierra amiga, donde eran recibidos con señaladas muestras de generosa hospitalidad.

Lo atrevido de la navegación realizada, lo nuevo del espectáculo que por primera vez habían contemplado, surcando las aguas del mayor río del mundo, y la innata propensión que tiene el hombre a exagerar la magnitud de los peligros de que se ha salvado con felicidad, explican cómo describían los expedicionarios su arriesgado viaje, haciendo cuenta de muchos centenares de leguas y divulgando noticias increíbles y sucesos maravillosos. La corriente del Coca les parecía de doscientas leguas: en las márgenes del Marañón habían tenido noticias circunstanciadas acerca de las mujeres guerreras y de los estados señoreados por ellas, y una avecilla misteriosa les había   -29-   acompañado durante todo el curso de la expedición, dándoles, muy a tiempo, la voz de alerta, en un canto, que los cuitados aventureros interpretaban a su modo7.

Orellana y sus soldados eran hombres profundamente religiosos, y sus procedimientos no   -30-   desdijeron nunca del carácter español: sin que ni por un momento se les ocurriera dudar siquiera de la moralidad de su empresa, se encomendaban con vivo fervor a los santos, guardaban las prácticas devotas de la Cuaresma y se confesaban; pero prendían fuego, sin escrúpulo ninguno,   -31-   a una casa en que se habían recogido los indios de uno de los pueblos del bajo Marañón, y los mataban haciendo perecer abrasados en las llamas mujeres indefensas y niños inocentes: mezclaban siempre la conversión al Cristianismo con la sumisión al Rey de España, hablándoles a los infieles a la vez de los profundos misterios de la Religión católica y del reconocimiento de la autoridad del monarca de Castilla, como cosas íntimamente enlazadas una con otra.




III

De Cubagua se dispersaron los expedicionarios, tomando rumbos diversos: el padre Carvajal y algunos otros regresaron al Perú, viniendo por Nombre de Dios y Panamá: varios vecinos de Quito se restituyeron a esta ciudad y tomaron parte en la guerra civil del virrey Blasco Núñez Vela con Gonzalo Pizarro; el capitán Francisco de Orellana, acompañado de unos cuantos de sus soldados, emprendió viaje a España, para solicitar en la corte la gobernación de las extensas comarcas que había descubierto. Pero ¿no era un traidor? ¿No había cometido, acaso, el crimen de deslealtad contra su jefe? ¿Cómo se atrevía, pues, a solicitar mercedes?

Pesadas severamente en la balanza de una justicia imparcial todas las circunstancias del viaje de Orellana, no podemos menos de reconocer que era sumamente difícil el regreso con bastimentos aguas arriba del Coca y del Napo, para cumplir la orden de Pizarro: tornar remando contra corriente no era, en verdad, de todo punto   -32-   imposible; pero sí era arriesgado y sobremanera difícil. Los compañeros repugnaron la vuelta, se resistieron a ella y la contradijeron resueltamente: Orellana trató de halagar con promesas y remuneraciones a los que se prestaran a volver al real de Pizarro, llevándole comida, y hubo solamente dos individuos que se ofrecieran a tan peligroso viaje. Orellana renunció la autoridad que ejercía como teniente de Pizarro y aceptó la que, en nombre del Rey, le confirieron sus camaradas de expedición: para regresar había sumas dificultades, ¿cómo no se podía cohonestar el desconocimiento de la autoridad de Gonzalo Pizarro, cuyo teniente era Orellana?...

La existencia del gran río Marañón, llamado Mar dulce, no era desconocida ni para Pizarro ni para Orellana, quienes sabían muy bien que ese río desaguaba en el mar del Norte.

Si en las provincias de la Canela no encontraba las riquezas apetecidas y las poblaciones imaginadas del Dorado, se proponía Gonzalo Pizarro continuar su camino de exploración hasta salir al océano Atlántico. Si en la conducta de Orellana no hubo, pues, ni deslealtad ni traición, hubo, por lo menos, falta de pundonor y de caballerosidad. Orellana, hacía tiempo, que estaba acariciando el proyecto de alcanzar para sí una gobernación por separado: al salir de Guayaquil, cuidó de proveerse de un informe en su favor, lo solicitó del cabildo de aquella ciudad y los cabildantes se lo dieron muy cumplido, ¿podía esperar mal informe del ayuntamiento de la ciudad que él había fundado? En el viaje de expedición a la región oriental se le presentó la ocasión de   -33-   merecer lo que anhelaba, y en el ánimo del capitán extremeño pudo más la ambición que el pundonor.

Orellana llegó a la corte, alegó sus merecimientos, hizo presentes sus servicios, no dejó de ponderar las ventajas de su descubrimiento, y obtuvo que, de las provincias orientales bañadas por el Amazonas se constituyera, con el nombre de Nueva Andalucía, una gobernación, cuyo mando se le concedió a él, con el título de Adelantado. Pactáronse con la Corona las condiciones y se fijó plazo para la partida del Adelantado a su gobernación; pero el triste de Orellana comenzó desde el mismo día en que recibió las reales mercedes a ser víctima de multiplicados contratiempos: su escasez de dinero era absoluta, había contraído muchas deudas y, para aparejar su nueva expedición, carecía de recursos: los comerciantes genoveses de Sevilla se los ofrecían, pero con condiciones demasiado usurarias; el Rey no le acudió ni con la más pequeña suma, ni le favoreció con las piezas de artillería necesarias, aunque Orellana las pidió una y otra vez, ni consintió que fuera en la expedición ningún piloto portugués, a pesar de que se le representó que entre los españoles no se encontraría ni uno solo que conociera aquellas costas y fuera práctico en esa navegación. Al fin, a los dos años de trabajos y de contradicciones, logró zarpar Orellana, como de fuga, con su mal armada escuadrilla, compuesta de cuatro naves de distinto porte.

Su marcha fue lenta y llena de contratiempos: se detuvo tres meses en las Canarias y dos en las Islas de Cabo Verde, le sorprendieron las   -34-   calmas y la tripulación sufrió los tormentos de la sed: de sus cuatro buques, uno se perdió en el rumbo al Brasil; al otro fue necesario echarlo a pique, para reparar con sus mástiles y velas y otros aparejos las averías de los otros dos, los únicos con que logró, por fin, penetrar en las aguas del Marañón, tomando puerto en una de las muchas islas que forma el río en su desembocadura.

Con él un buque subió algunas leguas hacia arriba, buscando uno de los brazos del río: construyó un bergantín con los materiales, que, para aquel objeto, había traído desde España, y estuvo tan desgraciado que una corriente rompió el único cable que sostenía al buque y lo arrojó en una playa anegadiza. De sus compañeros, unos habían muerto en las Canarias y en Cabo Verde, otros se habían quedado enfermos en esta última isla, donde murieron también varios: no pocos habían naufragado; de los restantes, parte se quedó en una isla del río, parte andaba con su capitán; de estos últimos, diez y siete perecieron flechados por los indios, y Orellana, andando en busca de los otros, fue acometido de la fiebre y pereció a bordo del bergantín, mientras vagaba a tientas por entre las islas del Amazonas. ¡Tal fue el fin del descubridor del más caudaloso río del Nuevo Mundo! Esto sucedía a fines del año de 1547. Orellana estaba entonces en todo el vigor de la edad, pues aún no llegaba ni a los cincuenta años: había nacido en Trujillo, y era deudo y compatriota de los Pizarros: vino, casi todavía niño, a América y se distinguió entre sus compañeros de armas en las guerras con las tribus belicosas   -35-   del litoral ecuatoriano, cuya reducción y pacificación le fue encomendada por el marqués don Francisco Pizarro: estableciose primero en Portoviejo; y, así que puso por obra la fundación de Guayaquil de un modo definitivo, en el lugar en que está ahora aquella ciudad, desempeñó, por nombramiento del mismo Pizarro, el cargo de teniente de Gobernador de las provincias de Guayaquil y Manabí. El fundador de Guayaquil fue, pues, el descubridor del Amazonas.

Era Orellana de carácter benigno, más inclinado a la clemencia que al rigor: de ingenio vivo y de ánimo esforzado; muy hábil para aprender los idiomas naturales de los indígenas, y curioso en formar diccionarios de ellos para entenderlos mejor. Su rostro estaba desmejorado, porque mucho antes de la fundación de Guayaquil había perdido un ojo, sin duda en alguna de las guazabaras con los indios de la costa. Casose en Sevilla con doña Ana de Ayala, poco antes de salir a su desgraciada expedición al Amazonas: su esposa lo acompañó, dando muestras de ánimo varonil en los peligros; estuvo al lado de Orellana, cuando éste falleció, y cuidó de dar sepultura a su cadáver. Después, con el puñado de camaradas que habían sobrado de la expedición, se embarcó en el bergantín y, arrostrando las borrascas del Atlántico, aportó a la isla de la Margarita, de donde pasó a Panamá, y de ahí vino a Guayaquil para recoger los bienes de su fallecido esposo. Doña Ana de Ayala, viuda del Adelantado Orellana, era entonces todavía muy joven. No sé qué destino funesto o expiación providencial perseguía, como, ya lo hemos hecho notar   -36-   otras veces, a los descubridores y conquistadores de Quito y del Perú: Gonzalo Pizarro pereció degollado en un cadalso; Díaz de Pineda encontró una muerte triste, falleciendo fugitivo, en abril de 1545; comió unas frutillas desconocidas y se envenenó con ellas, y echó el ánima rabiando, como dice su enemigo, el cronista Cieza de León. Gonzalo Díaz de Pineda, el descubridor del Cozanga y del Sumaco, era asturiano, estaba casado con una hija natural de Pedro de Puelles y tomó parte muy activa en la guerra contra el virrey Blasco Núñez Vela, peleando bajo las banderas de Gonzalo Pizarro; en los términos australes de la provincia de Loja fue sorprendido por una avanzada del Virrey y logró huir, y en su fuga murió, inconscientemente atosigado. Después de la ejecución de Pizarro, se condenó la memoria de Pineda, calificándolo de traidor y de infame8.

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Orellana tuvo una muerte prematura, y encontró su sepulcro en una de las playas desconocidas del gran río por él descubierto, y con cuya gobernación tanto se había halagado. El río, por cuyas aguas navegó con tantos peligros, recibió del apellido de su descubridor el nombre de Orellana; se le llamó de las Amazonas, por las noticias con que el Adelantado solía ponderar lo raro de su descubrimiento, y se le dio también el nombre de Marañón, con que era ya conocido mucho antes que Orellana, bajando por sus aguas, saliera desde la base de los Andes a las olas del Atlántico9.

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El nombre de Francisco de Orellana ha pasado a la posteridad infamado con la fea nota de traidor, de la cual acaba de limpiarlo una crítica histórica, concienzuda y desapasionada, la que, mediante el estudio serio de documentos coetáneos, ha puesto de manifiesto el procedimiento del descubridor del Amazonas y los verdaderos motivos que le impulsaron a no cumplir la palabra, que de regresar al real de Gonzalo Pizarro empeñó en el momento de su partida.





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ArribaAbajoCapítulo segundo

Nuevos descubrimientos y conquistas (1550-1600)


Observaciones necesarias.- Épocas en que conviene considerar dividida la historia de la región oriental.- Las tres gobernaciones de Yaguarsongo, de Macas y de Quijos, que se establecieron en ella.- Excursión del capitán Hernando de Benavente.- Gil Ramírez Dávalos funda la ciudad de Baeza en Quijos.- Fundación de las ciudades de Ávila, de Archidona y de Alcalá del río en la misma gobernación.- Usos y costumbres de los indios de Quijos.- Sus levantamientos.- Causas de ellos.- Destrucción de las ciudades de Ávila y de Archidona.- Cómo se salvó la de Baeza.- Gobernación de Juan de Salinas.- Fundación de otras ciudades.- Viaje de Salinas por el Marañón.- Noticia acerca de Salinas.- Las ciudad es de Logroño y de Sevilla del oro.- Decadencia y ruina de las ciudades fundadas en la región oriental.- Causas de esta ruina.



I

En la historia de los sucesos acaecidos en la región oriental ecuatoriana seguiremos, en cuanto nos fuere posible, un orden cronológico, procurando dar a nuestra relación cierta unidad moral, sin la cual aparecería, talvez, confusa y desordenada. La historia de toda la vasta región oriental ecuatoriana puede considerarse dividida en cuatro épocas, claramente distintas: la primera, desde la fundación de la ciudad de   -40-   Quito hasta la batalla de Jaquijaguana: la segunda, desde la completa pacificación del Perú por La Gasca hasta el establecimiento y organización definitiva de las misiones de Mainas y el Marañón: la tercera, desde el establecimiento de las misiones de Mainas hasta la erección del obispado del mismo nombre; y la cuarta, desde la erección del obispado de Mainas hasta la fundación de la República del Ecuador el año de 1830.

En la primera época, apenas fundada la ciudad de Quito, emprendieron los españoles nuevas expediciones de descubrimientos y de conquistas en las comarcas orientales. Esta época termina con la pacificación, que del Perú, alterado por la rebelión de Gonzalo Pizarro, hizo el Presidente La Gasca.

En la segunda, se llevaron a cabo expediciones más bien de exploración que de conquista en el territorio oriental, se puso por obra la fundación de unas cuantas ciudades en aquellas provincias y comenzó a establecerse allí la vida social; mas, para continuarla, hubo tantas dificultades que, al fin, los colonos salieron de las comenzadas ciudades, dejando la región oriental casi por completo entregada de nuevo al señorío de los indios salvajes, sus primitivos pobladores.

Siguió un tiempo de abandono de la región situada tras la cordillera de los Andes, hasta que con motivo de la expedición del capitán Tejeira, aguas arriba del Marañón y del Napo, se dio principio a la reducción pacífica de los salvajes por medio de misioneros, y se establecieron y organizaron varios centros de misiones, siendo la más importante de todas ellas la de Mainas, confiada   -41-   a los padres de la Compañía de Jesús. La tercera época comprende, pues, el establecimiento, organización, progreso y vicisitudes de las misiones, y dura más de ciento cincuenta años.

Con la expulsión de los padres de la Compañía de Jesús las misiones de Mainas sufrieron un golpe destructor: las poblaciones de indígenas establecidas a orillas del Marañón y de sus principales afluentes vinieron muy a menos, y, para evitar la completa desaparición de ellas, discurrió el Gobierno español el arbitrio de erigir un obispado y establecer un gobierno, con unos y los mismos límites: con la erección del obispado de Mainas comienza, pues, la cuarta época de la historia de nuestra región oriental, época de corta duración, porque antes de que el nuevo obispado y gobierno de Mainas hubiese logrado establecerse de un modo satisfactorio, comenzó la guerra de nuestra emancipación política de España; alterose el orden público y otra vez las provincias trasandinas volvieron a quedar abandonadas. Tales son los sucesos principales acaecidos en la región oriental ecuatoriana, durante todo el tiempo de la colonia o de la dominación de España en la América Meridional.

Hemos narrado ya las primeras expediciones, que los españoles emprendieron para descubrir y conquistar las regiones situadas tras la gran cordillera oriental de los Andes. Como no conocían esas regiones, se las imaginaban semejantes a las provincias de este lado de la cordillera, y las suponían habitadas por naciones indígenas más ricas y más poderosas que los incas, a quienes tan fácilmente habían vencido y sojuzgado. Con estas   -42-   ilusiones se empeñaban en explorar las comarcas orientales; y, cuando la experiencia castigaba su temeridad con tristes desengaños, no se desalentaban ni perdían sus bríos extraordinarios; antes, halagados con la esperanza de que en un más allá (que se iba alejando delante de ellos a medida que avanzaban), habían de descubrir por fin los imperios y las riquezas imaginadas, continuaban su marcha exploradora, sin que nada fuera capaz de arredrarlos: la naturaleza les oponía obstáculos invencibles, con lluvias incesantes, calor sofocante, hondos precipicios, y ríos invadeables; el hambre los atormentaba cruelmente; el cansancio los postraba, las fatigas los dejaban desfallecidos no había caminos; era necesario abrirlos, y los abrían descuajando con sus machetes la tupida y enmarañada selva: faltaban puentes, y los improvisaban derribando árboles y tendiéndolos de orilla a orilla, con esfuerzos extraordinarios y una constancia que pasma: los salvajes les salían al encuentro y les disputaban el paso; había que pelear con ellos, y peleaban y los vencían; el cansancio, la fatiga, las enfermedades, el hambre, las flechas enarboladas causaban todos los días numerosas bajas en la hueste expedicionaria, pero no por eso decaía el ánimo de los aventureros, y los que sobraban seguían adelante en la empresa, sostenidos por la esperanza de ese más allá, que ninguno de ellos sabia dónde estaba más allá, más allá, ¿pero dónde? Se habían caminado leguas y leguas, se había atravesado el desierto; los bosques seculares se hallaban solitarios, la naturaleza entera estaba, muda; el silencio reinaba en todas partes, la muerte había   -43-   casi exterminado a los expedicionarios, y los que todavía sobraban, seguían adelante, tentados por lo desconocido, que los fascinaba. Así, en pocos años el vasto continente meridional americano fue descubierto y explorado en todas direcciones.

En cuanto al Reino de Quito, no fue solamente la expedición de Gonzalo Díaz de Pineda la que entró a la región oriental, ni la de Gonzalo Pizarro la única que exploró aquellas selvas además de éstas que fueron las más notables hubo otras expediciones, y entre ellas la del capitán Pedro de Vergara, el año de 1541. La expedición o, mejor dicho, correría de Pedro de Vergara no tuvo resultado alguno, porque Vergara, saliendo de las montañas, acudió en servicio del Rey y se alistó entre los que se disponían a debelar la facción de don Diego de Almagro, el joven. Los compañeros de Vergara estaban tan necesitados, que imploraron de Vaca de Castro un socorro, que les fue concedido, con prontitud y largueza. En esta excursión fue reconocida la región oriental, que actualmente corresponde a las provincias de Loja y del Azuay, designada en aquel tiempo con el nombre vago de los Bracamoros10.

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Terminada prósperamente la pacificación del Perú en la jornada de Jaquijaguana, que tan desgraciada fue para Gonzalo Pizarro y sus partidarios, resolvió el discreto y sagaz don Pedro de La Gasca desahogar la tierra, como él decía, dando entretenimiento lucrativo a los soldados, que habían peleado en defensa de la causa del Rey, y repartió comisiones para entrar a las provincias trasandinas y hacer en ellas descubrimientos y conquistas. Con más conocimiento ya por entonces de la configuración del suelo americano, se distribuyó toda la región oriental en secciones o departamentos, que recibieron nombres especiales: tomose por base la gran cordillera de los Andes, que atraviesa de norte a sur todo el continente meridional americano, y se trazaron de occidente a oriente líneas horizontales imaginarias, paralelas, dejando hacia el lado del Atlántico abierto el campo a la actividad y fortuna de los expedicionarios. Como no hace   -45-   a nuestro propósito ocuparnos en los descubrimientos que se hicieron en provincias, que hoy forman parte de nuestras Repúblicas vecinas, hablaremos solamente de los que se llevaron a cabo en nuestros actuales territorios11.

Toda la región oriental se consideró dividida en cuatro provincias o gobernaciones, como se decía entonces: la de Yaguarsongo y Bracamoros, al extremo meridional: la de Macas, en el centro; y la de Quijos, al norte: con esta última partía límites por el lado del sur la de Mocoa y Sucumbíos, que ahora es territorio colombiano. La primera comprendía propiamente dos secciones: la de Yaguarsongo al sur, y la de Bracamoros al norte: la llamada de Macas, desde las selvas de Gualaquiza a las espaldas de Cuenca, hasta las orillas del Pastaza, designado en aquellos remotos tiempos con el nombre de Río de Tunguragua: la de Quijos se apellidaba también de Sumaco y la Canela. En tan inmenso territorio hicieron los primeros descubridores y conquistadores la fundación de unos cuantos villorios, a los cuales condecoraron con el título de ciudades, apellidándolos con los nombres de algunas de las más famosas de Castilla y de Andalucía: en el territorio de Yaguarsongo   -46-   hubo primero una ciudad de Jerez, y después una de Jaén; en los Bracamoros fundó el capitán Juan de Salinas cuatro ciudades a las que honró con los nombres de Valladolid, Loyola, Neiva y Santiago: en los mismos Bracamoros los capitanes Mercadillo y Benavente fundaron a Zamora, la más antigua fundación que en la región oriental ecuatoriana verificaron los españoles; en la dilatada gobernación de Macas se fundaron Logroño y Sevilla del Oro; en la de los Quijos estuvieron Baeza, Ávila, Archidona y Alcalá; más al norte, existió Écija de Sucumbíos. En la segunda mitad del siglo decimosexto estaban fundadas en la región oriental todas esas ciudades; mas, aún no había concluido todavía el siglo, cuando ya todas ellas habían desaparecido casi completamente: tenían los privilegios municipales de ciudad, pero ninguna de las condiciones para prosperar. Las casas de ellas no eran sino cabañas pequeñas, construidas de cañas y techadas de paja, con paredes delgadas, a las que una ligera capa de barro servía para darles consistencia. En la región oriental suele ser prolongada la estación de las lluvias: el terreno de ordinario es húmedo, y la temperatura más bien abrigada que fresca. En ninguna de estas tristes aldeas, condecoradas con el nombre de ciudades, había edificio alguno sólido: las calles estaban tiradas a cordel, y las manzanas bien distribuidas; pero los edificios eran chozas de aspecto desapacible y de frágil construcción. No obstante; diremos algo acerca de la fundación de ellas: la historia conviene que recoja circunstancias, que, bajo ciertos respectos, parecen insignificantes.



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II

De los tres departamentos, en que a los principios de la época colonial estaba dividido el inmenso territorio trasandino, el que primero recibió pobladores y colonos españoles fue el de Yaguarsongo y Bracamoros: después el de Quijos y, por último, el de Macas.

Casi inmediatamente después de la batalla de Jaquijaguana, en que fue vencido Gonzalo Pizarro, concedió La Gasca al capitán Diego Palomino, vecino de Piura, la conquista de los Bracamoros; y el 31 de diciembre de 1548, al capitán Hernando de Benavente, la de Macas. En el mes de abril de 1549, Palomino llegó a las orillas del Chinchipe; de ahí pasó a una provincia llamada Perico; visitó la de Cherinos y, por fin, en la de Chuquinga fundó la ciudad de Jaén, la cual ha mudado de asiento cuatro veces, hasta venir a las cercanías de Tomependa, donde se halla actualmente12.

Benavente entró por Zuña y bajó hasta Gualaquiza, siendo el primero que hubo de habérselas con los jíbaros, gente, cuya altivez sorprendió al Capitán español: en el territorio habitado por las tribus de estos bárbaros indomables no se hizo por entonces fundación ninguna.

La fundación de Baeza en la gobernación de Quijos se verificó como nueve años después, y el   -48-   que la puso por obra fue Gil Ramírez Dávalos, por comisión expresa que para ello trajo de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, virrey del Perú. Como los indios de Quijos andaban alzados y se manifestaban resueltos a no consentir establecimiento ninguno de blancos en las tierras de ellos, Ramírez Dávalos procedió discretamente, procurando ganarse primero la confianza de los jefes, para lo cual se valió de los buenos oficios del cacique de Latacunga, indio muy ladino, afecto a los españoles y unido por relaciones de parentesco político con uno de los más influyentes curacas de Quijos; y tan buena maña se dio el advertido Ramírez Dávalos, que logró que los mismos indios principales salieran a Quito y le rogaran que fundara en su provincia una ciudad de españoles. No obstante, Ramírez Dávalos todavía se hizo esperar, y lo único que les prometió fue que los iría a visitar personalmente en su tierra. Fijose el día de la visita: los indios le salieron al encuentro haciéndole fiestas y ostentosas demostraciones de regocijo, a su modo. Casas en que se hospedara le tenían preparadas al término de cada jornada: en estas casas había cruces puestas ahí adrede por los indios; los caminos estaban aderezados y los objetos de comida no se hacían aguardar; los indios le obsequiaban lo mejor que tenían en su tierra, frutas de sus bosques, papas, camotes y papagayos; reunidos los caciques de muchos lugares comarcanos le instaban que allí en esos valles fundara un pueblo de cristianos, porque ellos deseaban abrazar la religión cristiana y ponerse bajo la obediencia de los blancos, a quienes prometían servir. Los indios   -49-   se presentaban llevando una cruz en la mano, como para agasajar con esa demostración religiosa a sus huéspedes: Ramírez Dávalos confió en la sinceridad de los indios; y, un domingo, 14 de mayo de 1559, después de mediodía, elegido de antemano el sitio conveniente, hizo la fundación de una ciudad, a la cual, en recuerdo de la patria en que había nacido, le puso el nombre de Baeza: delineó el plano de ella, trazó su plaza principal y sus calles, señaló sitio para iglesia, cementerio y casa de cabildo, y distribuyó solares a los setenta vecinos, que se inscribieron aquel día como primeros pobladores de la nueva ciudad: hincose un madero en medio de la plaza, desenvainó el fundador su espada y dio en él tres golpes, en señal de que en la reciente población se administraría justicia en nombre de Dios y del Rey. La ciudad de Baeza fue fundada cerca del río Cozanga, en la provincia que se llamaba de Atunquijos, como a veinte leguas de distancia de Quito. El valle era ameno, sano: el clima abrigado, el suelo húmedo y feraz; en verano soplaban vientos recios; en invierno las lluvias eran incesantes.

Felipe segundo concedió escudo de armas a la nueva ciudad, con los títulos de muy noble y muy leal, y señaláronsele veinte leguas de jurisdicción, con repartimientos de indios y encomiendas para sus primeros pobladores.

Poco tiempo después de fundada la ciudad de Baeza, fue Gil Ramírez Dávalos separado de la gobernación de Quito: por la de Quijos sostuvo un pleito con Rodrigo Núñez de Bonilla, que se la disputaba; y, como la Audiencia de Lima falló en contra de él, se vio obligado a entregarla a su   -50-   rival, aceptando una compensación en dinero, por los gastos hechos en la fundación de Baeza. Don Rodrigo Núñez de Bonilla, segundo gobernador de la provincia de Quijos, era uno de los personajes más notables que había entonces en la colonia: compañero de Benalcázar en la conquista de estas provincias y uno de los primeros pobladores de Quito, gozaba de la consideración debida a su riqueza, a su jerarquía social y a sus merecimientos; pero, como era anciano y achacoso, falleció pronto dejando vacante la gobernación, la cual, por el mismo Marqués de Cañete, le fue concedida a Melchor Vázquez de Ávila, quien vino a ser, por esto, el tercer gobernador de Quijos, Sumaco y la Canela.

Bonilla trasladó la ciudad de Baeza del sitio en que la había fundado Gil Ramírez a otro más sano, porque el primero era húmedo y pantanoso; pero los alzamientos de los indios comenzaron casi al mismo tiempo en que se hizo la traslación de la ciudad; y Alonso Bastidas, teniente de Bonilla, se vio en tanto apuro, para defenderse que, no teniendo plomo de qué hacer balas, fundió su vajilla de plata, y con tan rico pertrecho hizo disparos a los sitiadores. Baeza tuvo así la suerte de ser defendida con balas de plata por sus primeros pobladores: ¡balas de plata contra las flechas de los indios!... ¿No era una expiación providencial para la codicia de los conquistadores?

Gil Ramírez Dávalos era humano, y con sus acciones no contradecía la nobleza de su linaje: trataba con blandura a los indios y se hacía amar de ellos. En nuestra historia colonial es uno de los personajes más prominentes, y merece pasar   -51-   a la posteridad con un nombre merecidamente honorable13.

Para no cortar el hilo de nuestra narración, continuaremos refiriendo lo que sucedió en la gobernación de los Quijos, hasta la completa decadencia de ella; después contaremos lo que acaeció en la de Macas y en la de Yaguarsongo y Bracamoros.

Melchor Vázquez de Ávila, tercer gobernador de Quijos, residía en el Cuzco, y obtuvo la gracia de nombrar como su teniente al capitán Andrés Contero, muy conocido ya por sus expediciones a la provincia de Esmeraldas. Contero fue quien fundó la ciudad de Ávila, a la orilla del Suno: corre el río en aquella parte hundido en   -52-   un cauce profundo y estrecho entre dos peñas negras tajadas a plomo14.

La ciudad de Archidona fue fundada por el capitán Bartolomé Marín: el asiento de la ciudad se puso en un punto llamado los Algodonales, por las muchas plantaciones de algodón que había allí, y diósele el nombre de Archidona en recuerdo de la patria del fundador, nacido en Archidona de Andalucía.

Algunos años más tarde el mismo Marín hizo la fundación de otra ciudad, a la cual llamó San Pedro de Alcalá del río, porque se asentó cerca del Coca, en la provincia de los cofanes. Tales   -53-   fueron las cuatro poblaciones principales de gente blanca o española que hubo en la gobernación de los Quijos: las llamaron ciudades, nombre pomposo, que hacía contraste con el aspecto miserable de ellas. Las poblaciones de los indios eran bastantes, pero desparramadas en una extensión inmensa de terreno y alejadas a no poca distancia unas de otras.

El capitán Bartolomé Marín descubrió en el distrito de la ciudad de Archidona unas ricas minas de oro; mas la noticia de este descubrimiento le fue perjudicial, porque, despertando la codicia de algunos vecinos de Quito, lo acusaron de que era casado en España y de que vivía en Indias   -54-   dejando abandonada a su mujer. Acogió la denuncia el Presidente don Hernando de Santillana, hizo venir a Quito a Marín y lo metió en la cárcel, donde lo tuvo encerrado algún tiempo. Esto pasaba el año de 1565.

En tiempo de Melchor Vázquez de Ávila sucedieron los más espantosos levantamientos y rebeliones de los indios de Quijos. Melchor Vázquez era muy anciano y murió en el Cuzco, sin haber venido a residir en su gobernación ni un solo día: los indios, tiranizados por los encomenderos, se alzaron y cometieron robos, incendios y asesinatos. Con este motivo fue depuesto y residenciado Melchor Vázquez, y en su lugar el   -55-   virrey del Perú don Francisco de Toledo dio la gobernación de los Quijos a don Agustín Ahumada, hermano de don Lorenzo de Cepeda y, por consiguiente, también de la célebre reformadora del Carmelo, Santa Teresa de Jesús.

Parece que don Agustín Ahumada vino al Perú en compañía de La Gasca, o talvez antes: militó siempre bajo la bandera de los leales y granjeó merecimientos, sirviendo en Chile a órdenes de don García Hurtado de Mendoza. El once de agosto de 1580, en la ciudad de Baeza tomó posesión de su destino, el cual se le había concedido para cuatro años: hizo un viaje de exploración hasta los Omaguas, y, al concluir su gobierno, fue acusado de exacciones cometidas contra los indios y estuvo encarcelado, hasta que logró vindicar su conducta y salir absuelto. En 1584, emprendió viaje de regreso a España y falleció en la Península antes de poder volver a América, donde se le había hecho merced del corregimiento de Tucumán. Entretanto, la gobernación de los Quijos cada día iba arruinándose más y más y caminando rápidamente a su completa destrucción: ¿qué causas había para ello? Esas causas eran varias, y conviene que las demos a conocer.




III

Todas las comarcas orientales, que se extienden tras la gran cordillera de los Andes, estaban pobladas por tribus numerosas de indígenas, acostumbrados desde que nacían a llevar una vida de separación y de aislamiento, morando cada   -56-   familia en rancherías aparte, levantadas de ordinario en medio de la espesura de aquellos bosques seculares. Los varones eran altos, delgados y casi amarillentos: vestían una especie de túnica ligera, formada de un par de tiras de lienzo de algodón, sujetadas con nudos sobre los hombros esto en los días de fiesta, en que se ponían de gala; en los otros andaban por lo común desnudos, y los más pulcros ataban el miembro suyo con un hilillo, que se lo envolvían alrededor de la cintura. Las mujeres se cubrían de la cinta abajo con un paño de lienzo de algodón, que les daba vueltas sobre el cuerpo. El cabello lo acostumbraban siempre crecido, lacio y desgreñado, así los varones como las mujeres.

La poligamia era usada entre ellos; y de la fidelidad conyugal de sus mujeres no hacían mucha cuenta, pues el huésped que llegaba a sus cabañas no llevaban a mal que holgara con una de sus esposas, con tal que pagara puntualmente el precio acostumbrado por la cohabitación; porque, es de saber que corría entre ellos una cierta especie de moneda, la cual consistía en unas cuentezuelas de hueso ensartadas en un hilo: un número contado de esas cuentezuelas era una moneda, que llamaban carato; tantas sartas iguales de esas cuentas, otras tantas monedas.

Eran débiles de fuerzas, enervados por el calor del clima, ociosos, taciturnos y muy disimulados: avezados a traiciones, sospechaban lazos donde quiera, y se recelaban de todos. Estos indios de Quijos, antes de la dominación de los incas y después en tiempo de estos soberanos, tenían trato frecuente y comercio establecido con   -57-   las tribus de la planicie interandina, a donde acudían para sus tratos y granjerías: compraban indios e indias de otras partes, para servirse de ellos como esclavos, ocupándolos de preferencia en la labranza del campo y cuidado de sus sementeras. Cultivaban el maíz, la yuca, la papa y el camote: comían carne de la que cazaban dantas, saínos o puercos de monte y aves. Muy dados a la embriaguez, en sus reuniones y fiestas hacían borracheras estrepitosas: una vez perdido el uso claro de la razón, se entregaban a ciegas a los placeres de la carne, y entonces no respetaban ni los vínculos más estrechos de parentesco, riéndose después de sus más feos incestos: tan estragado estaba en ellos el sentimiento del pudor, y tan torcido el criterio moral.

En sus banquetes solían tomar a manera de postre un bocado de coca, y luego mordían un bollo duro, formado de una masa sólida de cal y ciertas hierbas molidas: asimismo, un bocado de coca mascada les servía para adivinar, poniéndola en la planta de la mano, cuando estaba todavía humedecida con saliva: ahí miraban en los trozos de ella, y en los colores de las bombillas formadas por la saliva.

No edificaban templos, y adoraban árboles, pájaros y otros objetos: eran agoreros, y entre ellos había ciertos indios que ejercían la profesión de adivinos, por lo cual eran muy reverenciados y obedecidos.

Cuando querían contraer matrimonio, se presentaba el novio ante los padres de su pretendida y arreglaba con ellos el precio en que la había de comprar, pagándolo en aquellas cuentezuelas de   -58-   que hemos hablado ya: satisfecho el precio, iba, callado, al otro día, y dejaba en la puerta de la casa un haz de leña, un atado de paja y algo de comida: salía el padre de la novia y la entregaba al pretendiente, con lo cual el matrimonio estaba celebrado.

Con los muertos hacían pocas ceremonias si eran caciques, les abrían el vientre, les sacaban las vísceras interiores, les untaban todo el cuerpo con un cierto betún y luego los colgaban para momificarlos, al aire, al viento y con el humo del hogar: si era un muerto común, lo enterraban debajo de sus fogones, en la propia casa de su habitación.

No formaban un gran estado ni una nación organizada: cada parcialidad se gobernaba por sí; y, cuando iban a la guerra, elegían por jefe al más valiente y esforzado de entre los caciques, y el mando le duraba lo que duraba la guerra, nada más: sus armas eran lanzas, picas de madera, rodelas; la macana y dardos. Cortaban las cabezas de los enemigos y las colocaban en maderos clavados en el suelo, alrededor de sus casas: eran antropófagos, y en los banquetes con que celebraban sus triunfos servían como plato regalado una pierna o un brazo asado de los prisioneros de guerra.

Como arbitrio contra sus enemigos, empleaban enormes piedras, que, atándolas con bejucos, las suspendían en las laderas de los cerros sobre los caminos estrechos y fragosos: al pasar descuidados sus contrarios, cortaban las ataduras y aquellos pedrones se desgalgaban con ímpetu, dando botes y arrastrando en su caída cuanto   -59-   encontraban al paso; manera de guerrear terrible y desastrosa, de la cual fueron víctimas algunos soldados de Gonzalo Díaz de Pineda. Lo frondoso de la vegetación contribuía para hacer más grave el peligro, ocultando a la vista aquella máquina de guerra, tan original.

En todo eran raros estos indígenas: cuando una mujer sentía los dolores del parto, se ponía junto a un río, y allí daba a luz; luego se bañaba ella, y lavaba también a la criatura recién nacida; después volvía a sus faenas domésticas, mientras el marido, acostado en cama, ayunaba, observando una dieta rigurosa. Tan estricta era esta dieta, y tan prolongado el ayuno, que algunos morían a consecuencia de esto.

Tenían también la costumbre de deformar el cráneo, atando dos tablillas, una a la frente y otra a la nuca de los niños, desde que nacían. Los indios de Baeza, en tiempo de su gentilidad, sabían hacer con pasta de coca algunas figurillas de animales, y las sacaban a vender a otros pueblos: estas figurillas eran idolillos o amuletos caseros.

No por andar casi completamente desnudos, estos indios eran menos aficionados a adornos y joyas; antes, por el contrario, se esmeraban en engalanarse con patenas de oro, que se las colgaban al pecho; con narigueras del mismo metal precioso y con unos clavos de cierta sustancia parecida al ámbar blanco, que se los metían en el labio superior. Eran muy diestros en trabajar el oro, y en todas las casas de ellos tenían sus fundiciones.

Usaban también el pan de yuca; y del zumo   -60-   de esta raíz asada sacaban un licor, con el cual se embriagaban, haciéndolo fermentar: su ocupación era de ordinario la caza, y, cuando no andaban en la guerra, se pasaban los días enteros en la más completa inacción, porque nada odiaban tanto, como trabajar y someterse a voluntad ajena15.

Nunca se resignaron a obedecer a los españoles, ni menos a servirlos; siempre aborrecieron a los blancos y buscaron el modo de sustraerse a la servidumbre de ellos. La instrucción religiosa la recibían de mala gana, y su conversión al cristianismo no fue nunca sincera, porque en secreto conservaban la adhesión a sus antiguas prácticas supersticiosas. Como los españoles los constreñían al trabajo, en la labranza del campo, en la plantación de algodón y en el tejido de mantas, la vida se les hacía insoportable: de suyo holgazanes y voluntariosos, débiles de fuerzas y acostumbrados antes a gozar de absoluta independencia, gemían viéndose esclavas de los colonos: ni era la labor del campo y el tejido la única ocupación de los indios; muchos andaban de una parte a otra, llevando a cuestas cargas pesadas; no pocos eran echados a los lavaderos de oro, faena ruda y penosa; otros servían en todos los   -62-   quehaceres domésticos, como pajes de los cristianos. Los castigos eran frecuentes, a menudo crueles, y casi siempre impuestos según el humor de los patrones, causas suficientes para que los indios ansiaran sacudir de sobre ellos el yugo de la servidumbre, que los tenía tan oprimidos. Este yugo en vez de aligerarse se hizo todavía más pesado con la medida, que la autoridad empleó para suavizarlo.

Fue el caso que, por disposición de Felipe segundo, debía salir uno de los oidores a recorrer la tierra, visitándola para hacer justicia y reparar los agravios que los indios estuviesen padeciendo: el designado para practicar la visita en la gobernación de Quijos fue el licenciado Diego Ortegón, a quien ya conocen los lectores de esta historia. Ortegón se puso en camino para Quijos: no iba solo; antes viajaba con aparato, acompañado de notarios, alguaciles y escribano; le seguían sus domésticos y hasta una negra, su cocinera. El oidor fue visitando los pueblecillos del tránsito, y en Baeza, Ávila y Archidona se detuvo de propósito, inquiriendo el proceder de los encomenderos y administrando justicia.

Ahí, a vista suya, hizo matar los perros que los españoles tenían para rastrear a los indios y cogerlos: estos perros eran un auxiliar poderoso para los encomenderos, olfateaban a los indios y daban con ellos por escondidos que estuviesen; cuando el conquistador o el encomendero los azuzaba, hacían presa en el indio y lo despedazaban a dentelladas. El verbo aperrear, inventado por los conquistadores de América, ha perpetuado en la lengua castellana el recuerdo de uno de los   -62-   más feroces arbitrios, que contra los desnudos indios se pusieron entonces en práctica, para aterrarlos, vencerlos y conservarlos sumisos.

La visita del oidor Ortegón fue onerosa para los colonos y sumamente perjudicial para los indios: el recibimiento al visitador fue costosísimo, porque los banquetes en esas montañas exigieron gastos muy superiores a las proporciones de los visitados; los salarios de los empleados de visita fueron exorbitantes, los penados casi todos, y las multas y condenaciones demasiado excesivas. ¿Qué había de suceder? Lo que sucedió: los indios cayeron en una opresión más dura y más insoportable, que aquella bajo la cual habían estado gimiendo antes de la visita: si antes habían trabajado, después se les obligó a trabajar sin descanso, porque con el trabajo de sus indios y con los tributos de sus encomiendas hubieron de pagar los vecinos de Quijos las multas y los demás gastos de la visita. Abrumados de trabajo, los indios se rebelaron.

Nada hacían sin consultar primero sus oráculos: los hechiceros, llamados Pendes, ayunaron el riguroso ayuno ritual que solía preceder a toda empresa importante, y para ellos ninguna lo era tanto como la de libertarse de sus opresores concluido el ayuno, aseguraron que el mismo Dios de los cristianos les había hablado y les había mandado que los mataran a todos, sin perdonar la vida a ninguno. Principió, pues, la conjuración: los indios son muy fieles en guardar secreto, y los de Quijos se distinguían entre todos por esa cualidad. No hubo ni un solo cacique que se negara a tomar parte en el alzamiento: todo   -63-   preparado, señalaron el día y se distribuyeron el trabajo de la acometida. En un mismo día y a la misma hora habían de caer sobre todas tres ciudades, procurando sorprender a los españoles, cuando todos estuvieran reunidos y descuidados. El caudillo de la conjuración era el cacique Jumandi.

Ahora es tiempo de acabar con nuestros opresores, decían los indios: después, ellos se han de aumentar más, y a nosotros nos han de oprimir a medida de su aumento, ¡y ya nos será difícil librarnos de los blancos! Tan grande era el odio de los indios contra los blancos, que las mujeres, apenas parían, mataban a las criaturas, y, poniéndolas en una olla, las enterraban, diciendo que, para qué habían de vivir en tiempo tan miserable, y que era mejor consumirse todos, antes que padecer, como estaban padeciendo16.

Parece que el recelo de que el plan se descubriera obligó a los indios a anticipar el día del   -64-   ataque, y el 29 de noviembre de 1575 fueron acometidas las ciudades de Ávila y de Archidona: en la primera los vecinos estaban no sólo desprevenidos, sino hasta descuidados; y, a mediodía, cuando los bárbaros se derramaron por la ciudad, matando a cuantos encontraban, entonces cayeron en la cuenta del peligro, y perecieron todos, sin que ninguno lograra escapar: los indios, ciegos de furor, no perdonaron a nadie, y, después de dar muerte a todos los moradores de la ciudad, prendieron fuego a las casas y las redujeron a cenizas; dejaron solamente dos de las más grandes, para alojarse ellos ahí aquella noche, y, a la mañana siguiente, las quemaron también; arrancaron hasta los árboles frutales que los vecinos tenían plantados en sus huertas. Satisfecha así de un modo tan sangriento su venganza, se dispersaron.

Los de Archidona pudieron defenderse tres días: advirtiendo el peligro, formaron apresuradamente una especie de palenque o fuerte con los materiales de construcción que encontraron a mano; pero, como no tenían pólvora ni provisiones de boca, sucumbieron, y los indios los mataron a todos, y quemaron la ciudad. En el sitio de ambas ciudades muchos vecinos murieron a pedradas, porque los indios, con sus hondas, lanzaban de todas partes a la redonda una granizada incesante de piedras.

En esta ocasión se puso de manifiesto cuán implacable era el aborrecimiento de los indios contra los blancos: en Ávila echaron de ver que el cura se había escondido en la iglesia, y le prendieron fuego: resistió el cura cuanto pudo en   -65-   medio del incendio; al fin, saltando por entre las llamas, huyó; lo persiguieron los indios y lo mataron a lanzazos; el sacerdote, hincado de rodillas y puestas las manos, imploraba compasión de sus asesinos; ¡pero, en vano!

Una india, en quien un español tenía cinco hijos y con la cual había vivido en el mismo hogar, salió a la plaza y a grandes gritos llamó ella misma a los indios, les advirtió que el español estaba desarmado, y lo hizo matar no sólo a él, sino hasta a sus propios hijos. Un indiecillo, que servía de paje a otro español, lo asesinó de la manera más alevosa: huía el patrón montado a caballo; hizo el paje demostración de mucho sentimiento, porque lo dejaba abandonado; tomolo a la grupa, y el traidor le dio por la espalda, a mansalva, una cuchillada. De Baeza escapó con vida solamente una niña, a quien la encontró escondida en el monte un cacique: la amparó entre los suyos y la destinó a su servicio, en la humilde condición de esclava. Tan triste fin tuvieron Ávila y Archidona, a los pocos años de fundadas.

Baeza se conservó, merced al aviso que los de Archidona alcanzaron a enviarle muy a tiempo: de Baeza, vino la noticia a Quito, y de esta ciudad partió con grande diligencia un auxilio de más de trescientos individuos armados, bajo el mando de Rodrigo Núñez de Bonilla, hijo del conquistador: llevaban arcabuces, balas y pólvora, único pertrecho con que era posible hacer frente a los bárbaros, cuyas muchedumbres eran innumerables. En menos de cuatro días estuvo Bonilla en Baeza: vinieron los indios, cercaron   -66-   la ciudad y comenzaron el ataque con furia desesperada; pero las balas no tardaron en derrotarlos: temblaban de los arcabuces; y, cuando advirtieron que los soldados estaban armados de ellos, se desconcertaron y huyeron. Bonilla los persiguió, sin darles tiempo para que pudieran reponerse del susto, y entre los prisioneros cayó Jumandi, el tan atrevido caudillo.

Después de vencidos los indios, comenzaron los españoles a ejercer castigos en los prisioneros, para poner escarmiento en los demás: unos fueron ahorcados, allá mismo en Quijos; otros, traídos a Quito, fueron ajusticiados con grande aparato en esta ciudad, y entre ellos Jumandi, cuya cabeza se puso en una picota en el camino público que conduce al Oriente. En esta ocasión fue cuando el régulo de Cayambi auxilió a Bonilla, dándole muchísimos indios de servicio y yendo él mismo en persona con los españoles a la defensa de Baeza: sin la cooperación oficiosa de unos indios contra otros, la completa sumisión de los bárbaros de Quijos habría sido imposible. Por otra parte, los indios son impetuosos para acometer, pero luego ceden, y su primer arrojo se trueca en desaliento, con lo cual no es difícil desbaratarlos.

Según las costumbres de aquella época, a la ejecución de Jumandi y los hechiceros o pendes se le dio en Quito un aparato exterior de crueldad, muy repugnante: los infelices indios fueron paseados por las calles de la ciudad en un carro, y con tenazas, caldeadas al fuego, les iba el verdugo atenaceando el cuerpo: cuando llegaron al lugar del suplicio, ya los pendes estaban casi   -67-   muertos: Jumandi conservó hasta el fin su fortaleza y murió dando señales de arrepentimiento, pues este indio era cristiano. A otros muchos indios principales de los pueblos de Quito se los desterró a la costa, como precaución necesaria para evitar alzamientos contra la ciudad: ninguno de estos indios regresó a su hogar; todos perecieron en poco tiempo, ¡víctimas del clima de la costa! Mucho se temía entonces un levantamiento general de las tribus indígenas, mal avenidas con la raza conquistadora: de ahí, esos castigos, de ahí, esos escarmientos. La dominación de los españoles sobre los indios no llegó a establecerse de un modo seguro, sino mediante el terror17.

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Desde aquella época la provincia de los Quijos quedó casi despoblada, y las ciudades incendiadas no volvieron a levantarse de entre sus ruinas. Como unos diez años después, entró a esa gobernación como cura de los pueblos de ella el célebre don Pedro Ordóñez de Zevallos, conocido ordinariamente por el sobrenombre de el clérigo agradecido, que él mismo se puso, cuando dio a luz la relación de sus viajes. Don Pedro Ordóñez era un hombre raro: activo, infatigable, amigo de aventuras y por todo extremo curioso; comenzó por ser estudiante en Sevilla, abrazó la profesión de marino, viajó por casi todo el mundo y, desengañado de una vida tan inquieta, se ordenó de sacerdote en Bogotá; pero las órdenes sagradas no le mudaron el carácter, y anduvo de una parte a otra, sufriendo naufragios, visitando comarcas remotas y conociendo las costumbres de casi todos los países del mundo. En Quijos se dio maña para reunir a unos cuantos pendes, los tomó desprevenidos y los remitió presos a Quito, como medida segura para conservar sumisos y tranquilos a los demás indios: los presos fueron distribuidos como sirvientes en los conventos de Quito. Ordóñez de Zevallos recorrió la provincia en varias direcciones y visitó dos veces las tribus de los cofanes: al fin, cansado y enfermo,   -69-   salió de Quijos y sirvió como párroco en el pueblo de Pimampiro, hasta que regresó a España y falleció en la ciudad de Jaén, de donde era nativo.

El libro de viajes que escribió el clérigo agradecido tiene algo de novelesco, y no acierta uno a discernir con seguridad los hechos reales, de las circunstancias con que el narrador los ha exornado, para dar mayor atractivo a su relación18.




IV

Hemos referido todos los sucesos acaecidos en la gobernación de los Quijos: contaremos ahora lo que sucedió en la de Macas y en la de Yaguarsongo y Bracamoros, conocidas y designadas más tarde en la historia con el nombre de gobernación de Juan de Salinas.

El año de 1557 formose en Loja una expedición considerable para entrar a la región oriental y conquistar aquellas comarcas: era caudillo de esta expedición un caballero español, llamado Juan de Salinas, a quien, en remuneración de sus servicios al Rey, se le había concedido la gobernación de Yaguarsongo y la de Macas, dándole además el corregimiento de las ciudades de San Miguel de Piura, Loja y Zamora, para que así   -70-   pudiera con más facilidad realizar la empresa de explorar la región oriental y verificar en ella la fundación de nuevas poblaciones españolas. Organizada la expedición, púsose en camino desde Loja, tomando la derrota hacia el oriente: tras la cordillera oriental estaba ya fundada hacía algunos años la ciudad de Zamora, apellidada de los alcaides; Salinas franqueó el paso de la cordillera, trasmontándola un poco más hacia el sur, y en el primer valle que le pareció adecuado para establecer su primera población de españoles, allí fundó a Valladolid. Siguió adelante, y en el valle de Cumbinamá fundó una segunda población, a la cual le dio el nombre de Loyola, para perpetuar el segundo apellido de familia del fundador, emparentado con la casa solariega de Loyola, que tan célebre llegó a ser poco después por San Ignacio y la Compañía de Jesús.

Avanzando todavía más en la misma dirección de occidente a oriente, fundó una tercera ciudad, a la cual la llamó Santiago de las montañas; y todavía fundó una cuarta, que recibió el nombre de Santa María de Nieva. De estas cuatro ciudades fundadas por Salinas en la región oriental, la más importante fue la de Santiago, cuyo asiento definitivo se fijó a la orilla del río del mismo nombre, uno de los brazos o principios más caudalosos del Amazonas. El capitán Juan de Salinas era infatigable: embarcose en el río Santiago, y, siguiendo aguas abajo, llegó cerca del famoso Pongo de Manseriche, y, atravesándolo, salió a las tierras de los mainas: continuó navegando por el Marañón, reconoció el Ucayali y avanzó hasta ponerse en la parte oriental que   -71-   cae a espaldas del Cuzco: visitó también la gran laguna de Rimachuma, y, regresando por el mismo camino que había llevado a la ida, tornó a Santiago a los diez y ocho meses después de haber salido de aquella ciudad y cuando ya los primeros pobladores de ella, creyéndolo perdido y muerto, habían comenzado a abandonarla. Este viaje de Salinas es uno de los más notables entre los muchos viajes de exploración que hicieron los españoles en la región oriental americana, poco tiempo después de descubierto y conquistado el Perú.

Salinas gastó dos años en estas fundaciones y en su arriesgado viaje al Marañón: salió de Loja el 8 de julio de 1557, y regresó el 28 de agosto de 1559. En su expedición llevó 250 hombres, con los cuales puso por obra la fundación de las cuatro ciudades, cuyos primeros pobladores y vecinos encomenderos fueron ellos19.

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Otra vez se había llegado al Marañón: Orellana lo había descubierto, bajando por el Napo: Juan de Salinas navegó por el Marañón, entrando en sus aguas por el Santiago y por el Guallaga Orellana había salido de Guayaquil; Salinas partió de Loja, y llegó al Marañón, a los diez y siete años después que lo descubriera Orellana. En la relación de su viaje advierte Salinas, que entraban por la orilla izquierda del Marañón dos grandes ríos, de los cuales, dice, el uno tiene sus orígenes en la provincia de Cuenca, y el otro en la de Quito; esos dos grandes ríos eran el Morona y el Pastasa, y Salinas se equivocó al indicar dónde estaban los orígenes de esos dos ríos, cuyos nombres ignoraba; Salinas los llamó, de un modo vago, el río de Cuenca y el río de Quito.

Salinas recibió su nombramiento de gobernador de Yaguarsongo el 10 de noviembre de 1556, y se le señalaron doscientas leguas de extensión,   -73-   para que en ellas hiciera las conquistas y fundaciones que pretendía: en esta expedición gastó Salinas más de cincuenta mil ducados.

La fundación de la ciudad de Logroño de los caballeros, en la provincia de Gualaquiza, habitada por la más guerrera tribu de los jíbaros, al oriente de Cuenca, la hizo el capitán Bernardo de Loyola y Guinea, sobrino de Juan de Salinas, por comisión de éste; pues, ejercía el cargo de justicia mayor en la gobernación de su tío.

La ciudad de Sevilla del Oro la fundó el capitán José Villanueva Maldonado. Acerca de la fundación de esta ciudad hubo disputa entre Juan de Salinas y Rodrigo Núñez de Bonilla; pues, el uno sostenía que el asiento de la ciudad estaba en la provincia de Macas, y el otro pretendía que se hallaba dentro de los términos de la gobernación   -74-   de Quijos. Entonces con el nombre de provincia de Macas se designaba todo el distrito oriental, desde Loja hasta Riobamba: ocho ciudades había, pues, en la gobernación de Salinas, y eran Jaén, Zamora, Valladolid, Loyola, Nieva, Santiago, Logroño y Sevilla del Oro.

En el año de 1569 hizo Salinas un viaje a España, para solicitar mercedes del Rey y ratificación de las concesiones que le había otorgado el virrey del Perú, don Antonio Hurtado de Mendoza; permaneció como cuatro años en la corte y regresó a América. Los últimos años de su vida fueron penosos para Salinas: viose reducido a prisión en Quito, y envuelto en un juicio criminal, que le seguía la Audiencia, ante la cual se habían presentado quejas y acusaciones gravísimas: obtuvo, al fin, su excarcelación, mediante ciertos obsequios cuantiosos, con que se desembarazó de la hipócrita severidad de sus jueces, y, restituido a sus antiguos empleos, estableció su residencia en Loja, donde, el año de 1582, acabó sus días, achacoso y enfermo del cuerpo, pero muy entero todavía en los devaneos de su juventud. Salinas era el último de los conquistadores del Reino de Quito, que habían sobrevivido hasta aquella época: no se puede fijar ni el año ni el lugar de su nacimiento; parece haber sido nativo de Córdoba. Hombre de gran carácter y de una entereza de ánimo inquebrantable: meditaba empresas grandiosas, y las acometía con perseverancia: fue acusado de crueldad para con los indios, en quienes se aseguraba que había ejecutado actos feroces de una maldad que horroriza; su temperamento lo inclinaba más a la dureza que a la   -75-   blandura; ¿pero será cierto que fue tan calculadamente sanguinario, como se colige de las informaciones que contra él se recibieron en la Audiencia de Quito? El historiador no tiene documentos suficientes ni para condenarlo ni para absolverlo20.

Juan de Salinas fue el primer europeo que atravesó el tan temido estrecho del Marañón, llamado el Pongo de Manseriche: Salinas fue no sólo el primer europeo que navegó por ahí, sino el descubridor de esa asombrosa maravilla natural; y, lo que es todavía más digno de ponderación, Salinas surcó el Pongo aguas abajo, y, tornando desde el Ucayali, volvió a navegarlo contra corriente, subiendo a Santiago, de donde había   -76-   partido. Conviene que la historia saque del olvido, en que hasta ahora se ha conservado el nombre de Salinas, y lo haga aparecer ante la posteridad con la merecida gloria, que, como a descubridor del Pongo de Manseriche, le pertenece21.

Las ciudades fundadas por Juan de Salinas tuvieron una duración muy precaria y azarosa asentadas en lugares sanos, pero muy alejados del centro de civilización establecido en la colonia, con caminos fragosos y despoblados, rodeadas de tribus bárbaras tenaces, aguerridas e indomables, desaparecieron a poco tiempo de fundadas. Los alzamientos de los indios eran frecuentes: la raza indómita y orgullosa de los jíbaros no dejó tranquilos ni un solo día a los vecinos de Logroño; así   -77-   es que, esta ciudad fue la primera que desapareció completamente, dejando burlada la esperanza de riqueza, que sus pobladores habían concebido con la muestra de las riquísimas minas y lavaderos de oro, que se encontraron cerca de ella.

En estas sublevaciones incesantes de los indios tomaban parte algunos mestizos díscolos, que, aunados con los bárbaros, acometían a los blancos y los asesinaban; así murieron muchos, y la conservación de esas ciudades en la región trasandina llegó a ser imposible. La acción de la justicia no alcanzaba hasta allá; y, cuando allá se hacía sentir, era para irritar los ánimos con multas y exacciones odiosas; por otra parte; esos lugares remotos y casi inaccesibles eran el refugio de todos los hombres perversos, que, huyendo de la justicia se escondían en la montaña, para vivir ahí impunemente.

Los indios se acabaron en breve tiempo: el trabajo a que no estaban acostumbrados fue causa de que murieran muchísimos. Y ¿cómo no habían de morir, si, echados a las minas, permanecían de sol a sol sin un instante de descanso, hundidos casi siempre en el agua y en el lodo, en tierras, de suyo malsanas y enfermizas, con poco alimento y excesivo trabajo? ¿Cómo no habían de morir, si en los trapiches se los ocupaba en moler la caña, haciendo ellos mismos las veces de los bueyes, que faltaban en aquellas provincias? ¿Cómo no habían de morir, si, en vez de acémilas, se los hacía trasportar cargas a sus espaldas, aunque muchos de ellos estaban llagados y hasta agusanados de aquel trabajo?... El tributo lo pagaban en oro, y ese oro se les recibía sin peso   -78-   ni medida: se exigía tributo hasta por los que habían muerto, fingiéndolos huidos; y los caciques eran metidos en el cepo y castigados, cuando por estas injusticias hacían algún reclamo. La peste de la viruela, llevada por los blancos, prendió en los tristes indios y casi los exterminó.

En lo eclesiástico tampoco pudieron ser bien atendidas esas regiones: hubo falta de sacerdotes, y algunos de los que entraron a la gobernación de Salinas eran frailes fugitivos de los conventos de Quito, y hasta excomulgados dos de ellos. No era fácil que los buenos clérigos, que iban de Curas a esas doctrinas, aprendieran los idiomas de los bárbaros, y la catequización se hacía por intérpretes rústicos, con lo cual, de la religión cristiana aquellas pobres gentes no alcanzaban nada, y las practicas del culto externo les eran aborrecibles, porque con castigos los constreñían a ellas los doctrineros. En Baeza fundó el Licenciado Ortegón un convento de dominicanos, que subsistió por muy poco tiempo: en Jaén hubo otro de mercenarios, asimismo de no muy larga duración22.

Aún no había terminado, pues, el siglo decimoquinto, cuando ya todo ese aparato de gobernaciones   -79-   y de ciudades y de doctrinas en la región oriental, se había reducido a nada: Zamora duró todavía con el nombre de ciudad; pero no merecía llamarse ni aldea, y asimismo las demás. De los sitios de Valladolid y de Loyola se recogieron en un solo punto los pocos vecinos que habían sobrado, y con ellos se formó un pueblecillo miserable; de otras ciudades se perdió hasta la memoria del lugar donde habían estado. La historia de la región oriental en aquella primera época concluyó, pues, con un triste desengaño23.   -80-   En el capítulo siguiente comenzaremos a narrar la historia de las misiones, cuyo éxito fue casi idéntico al de la conquista de la banda oriental y la fundación de ciudades en la región trasandina como historiadores, nuestro criterio es desapasionado y deseamos que la experiencia de lo pasado sirva de lección para lo futuro. Las comarcas orientales estarán perdidas para la civilización, mientras no haya fáciles y cómodas vías de comunicación, que sirvan para unir y enlazar con el vínculo de la vida civil a los que la palabra del Evangelio hubiere iluminado.





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ArribaAbajoCapítulo tercero

Las misiones en la región oriental


Época en que principiaron las misiones.- El padre Rafael Ferrer de la Compañía de Jesús.- Sus entradas a la provincia de los cofanes.- Su muerte.- Misiones de los franciscanos en el Putamayo.- Los encabellados.- Se funda entre ellos una misión.- Éxito desgraciado de ella.- Viaje aventurado al Pará.- Expedición del capitán Pedro de Texeira aguas arriba del Marañón.- Texeira llega a Quito.- Su regreso por el Napo.- Le acompaña el padre Cristóbal de Acuña, jesuita.- Resultados de la expedición de Texeira.- Los franciscanos fundan una misión entre los omaguas.- Fray Laureano de la Cruz emprende un viaje a España y se abandona la misión.- Nuevas misiones de los franciscanos en el Putamayo.- Estado en que se hallaban estas misiones a mediados del siglo decimoctavo.- Erección de un colegio de misiones en Quito.- Se traslada a Popayán.- Observaciones.



I

En el capítulo anterior narramos la historia de las varias expediciones que se acometieron para explorar, conquistar y reducir a la obediencia del Rey de España las provincias situadas al otro lado de la gran cordillera de los Andes, en la región oriental; ahora, vamos a referir el establecimiento y el progreso de las misiones en esas mismas provincias. El establecimiento formal de las misiones y la organización de ellas comenzó casi a mediados del siglo decimoséptimo,   -82-   más de cien años después de la fundación de Quito.

Dos sucesos de índole semejante ocurrieron, a consecuencia de los cuales se despertó en los padres de la Compañía de Jesús el celo por la conversión de los infieles y el fervor por reducirlos al gremio de la Iglesia católica: esos sucesos fueron el viaje de exploración, que, desde la ciudad del Pará en el Brasil hasta Quito, realizó en 1638 el capitán Pedro de Texeira, subiendo aguas arriba por el Marañón y por el Napo: el otro fue la fundación de la ciudad de San Francisco de Borja en el territorio de los mainas, a la salida del famoso estrecho o Pongo de Manseriche en el año de 1616.

Los jesuitas habían comenzado años antes sus misiones entre los infieles; pues, a fines del siglo decimosexto, en tiempo del obispo don fray Luis López de Solís, el año de 1599, había entrado a la provincia de los cofanes el padre Rafael Ferrer; pero esas misiones no tuvieron estabilidad.

Era el padre Rafael Ferrer un jesuita valenciano, lleno de fervor, y que en las misiones entre infieles tenía puesto el blanco de su celo; entró cuatro veces a la provincia de los cofanes: la primera solo y sin ningún compañero; en la segunda le acompañó un religioso lego, el hermano Antón Martín, francés de nación; cuando entró por tercera vez fue acompañado del padre Fernando Arnolfini, italiano, natural de Luca; en la última llevaba un sacerdote secular, a quien deseaba constituirlo como párroco en la pequeña reducción que había fundado.

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Al principio los indios lo recibieron de paz, y aún se mostraron bien dispuestos para aceptar las enseñanzas religiosas del Padre; pero, como observaron que después de las salidas de éste, entraban a sus tierras algunos españoles que los reducían a servidumbre, los forzaban al trabajo y los trataban duramente, sospecharon que el misionero estaba de acuerdo con los blancos, y que la reducción al cristianismo no era sino un medio para oprimirlos y hacerlos esclavos: el amor, pues, se convirtió en odio, y la veneración se trocó en rencor. La muerte del Padre fue resuelta por los principales jefes de la tribu, y se la dieron a traición, de la manera más alevosa. Estaba el Padre de camino con dirección a la ciudad de Pasto, a donde había resuelto salir para reconciliarse: le acompañaban algunos indios, y, al pasar un río caudaloso por un puente formado de un solo madero, voltearon adrede el madero para que el Padre cayera al agua y pereciera; el Padre, en efecto, cayó, y se habría salvado, si su muerte no hubiera estado resuelta de antemano, pues logró asirse del madero, y colgado de él pidió auxilio a los indios; uno de éstos fingió que se lo daba y le alargó la mano; mas, apenas el Padre se hubo cogido de ella, cuando el traicionero la abrió, y, soltándolo de improviso, lo dejó caer al río, cuyas aguas envolvieron el cadáver y lo arrebataron sin que fuera posible encontrarlo, por más diligencias que para ello se practicaron. Así pereció a traición, a manos de sus mismos neófitos, el primer jesuita, que, deseoso de evangelizar a las tribus infieles, penetró en los bosques orientales; los salvajes, siempre cavilosos y desconfiados,   -84-   le dieron muerte ahogándolo en uno de esos innumerables ríos sin nombre, que llevan el tributo de sus aguas al Amazonas.

El padre Rafael Ferrer era un sacerdote verdaderamente evangélico: desasido de lo terreno, buscaba sólo el bien sobrenatural de las almas; para entrar a evangelizar a los cofanes, caminaba a pie, soportando con grande paciencia las incomodidades del viaje penoso desde Quito hasta las márgenes del Aguarico, sin posada segura ni más alimento que el grosero de las tribus salvajes, yuca desabrida, casabe insípido. La Compañía de Jesús cuenta con razón al padre Rafael Ferrer en el número de sus más ilustres misioneros de las tribus salvajes de la América meridional24.

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Después de la muerte del padre Ferrer, las comenzadas misiones de los jesuitas quedaron interrumpidas por más de veinte años, hasta que en 1638 las continuaron con un plan vasto, proponiéndose como teatro para sus trabajos apostólicos la extensa hoya del Marañón y de sus principales afluentes. Suscitose por aquel entonces una cierta rivalidad entre los jesuitas y los franciscanos, a causa de las misiones del Marañón; y por parte de ambas órdenes religiosas se elevaron al Real Consejo de Indias representaciones y memoriales, en cuyo lenguaje la acrimonia y el resentimiento se encuentran mal disimulados con los elogios rutinarios que unos a otros se tributaban.   -86-   La historia no puede menos de decidir esta original contienda en favor de los jesuitas. En efecto, los franciscanos no principiaron sus misiones entre infieles sino el año de 1633. En las ciudades fundadas en la región oriental había varios encomenderos, quienes, buscando a los indios bautizados de sus encomiendas, descubrieron muchas tribus salvajes, entre las cuales acudían a ocultarse los indios cristianos, fastidiados de servir a los blancos. Así se descubrieron las tribus de los ceños y de los becabas en el alto Putumayo, y las de los abijiras y las de los icaguates, pobladores de las orillas del Aguarico y del Napo.

Los franciscanos comenzaron sus misiones en el Putumayo, y los primeros a quienes intentaron convertir al cristianismo fueron los ceños; empero esta tentativa de evangelización fue abandonada, al tropezar con las primeras contradicciones que encontraron los misioneros. La empresa de reducir a los becabas tuvo un éxito todavía más desgraciado, pues los salvajes se alborotaron y, cayendo de sorpresa sobre los religiosos y los españoles que los acompañaban, hirieron a algunos y dieron muerte a otros: así la misión se dispersó y los misioneros regresaron a su convento de Quito25.

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La tercera entrada se hizo con mejores auspicios. Don Gabriel Machacón, rico encomendero de la provincia de los quijos, se comprometió a favorecer a los misioneros y les propuso la empresa de convertir a los abijiras, abandonando a los sublevados becabas: aceptada por los franciscanos la propuesta, tratose de fundar un pueblo, para lo cual la Real Audiencia de Quito concedió el permiso necesario al capitán Juan de Palacios, subordinado de Machacón y muy conocedor de la hoya del Napo y de las tribus salvajes   -88-   que moraban en ella. Palacios prefirió fundar el nuevo pueblo en las tierras de los icaguates o encabellados, que parecían todavía mejor dispuestos que los abijiras para entrar en comunicación con los blancos. Formalizose la empresa, eligiose sitio conveniente y fundose el nuevo pueblo, al cual los franciscanos le pusieron el nombre de San Diego de Alcalá de los encabellados; pero ni el pueblo subsistió ni la comenzada misión tuvo buen éxito26.

Palacios estaba autorizado para llevar treinta soldados, a fin de hacerse respetar de los salvajes; mas, apenas verificada la fundación, la mayor parte de los soldados y de los indios amigos se tornó a Quito, y con ellos salieron también algunos de los misioneros. La conducta del capitán Juan de Palacios para con los salvajes no fue atinada: enfurecidos éstos, acometieron a los colonos y dieron muerte al capitán. Confiando Palacios en su valor, les salió al encuentro, y, armado solamente de su espada y defendido por su rodela, logró contener el ímpetu de los salvajes; pero, abrumado por el gran número de ellos, pereció al fin y fue despedazado. Las descargas que con sus arcabuces hicieron los soldados pusieron   -89-   temor a los indios, y los obligaron a retroceder, dando campo a los misioneros para ponerse en salvo.

Temiendo una nueva acometida de los salvajes, tanto los soldados como los religiosos procuraron guarecerse en un lugar más seguro; y, mientras les llegaban los auxilios que de las otras poblaciones de cristianos habían solicitado, se trasladaron a una isla del Napo. El Superior de los misioneros era el padre fray Laureano de la Cruz: los otros eran tres hermanos legos, llamados fray Domingo Brieva, fray Andrés de Toledo y fray Francisco Piña, y un donado, cuyo nombre no ha conservado la historia. Tal fue el triste fin de la misión de los encabellados, que los franciscanos se vieron obligados a abandonar, cuando apenas la habían comenzado.

Los encabellados eran orgullosos y valientes, muy vengativos y resueltos: no soportaron con paciencia el desdén con que los trató el capitán Palacios, acostumbrado a la abyección y envilecimiento de los demás indígenas; su nombre propio era el de icaguates, pues el de encabellados se lo dieron los españoles a causa del cabello, que tanto las hembras como los varones hacían crecer con esmero, preciándose de tenerlo lacio, crecido y abundante. Las entradas de los franciscanos a la región oriental por el viaje aventurado de seis soldados españoles y dos frailes legos tuvieron, cuando menos se esperaba, una trascendencia de mucha consideración en la colonia.

Entre los diez y ocho soldados que acompañaban al capitán Palacios estaba un cierto Hernández,   -90-   de nación portugués, el cual solía referir a sus camaradas que había estado en la ciudad del Pará en el Brasil, y que allá había oído decir que el Dorado se encontraba en un lugar no muy distante de aquel en que ellos estaban: este río (añadía el portugués hablando del Napo), va a salir al gran Pará, y el Dorado y la Casa del Sol han de estar indudablemente a la mitad del camino que hay de aquí al Pará; estas noticias enardecieron el ánimo de unos cinco soldados, y se propusieron navegar aguas abajo para descubrir lo que por aquellas partes se encontrara, y por más que fray Laureano procuró disuadirles de su proyecto, no lo consiguió; para estorbárselo, hizo que a hurtadillas se echara a la corriente del río la mayor de las canoas que tenían. Un soldado obedeció al misionero, y, en altas horas de la noche, mientras todos estaban durmiendo, desató la canoa y la abandonó a la corriente; al otro día, los aventureros no se desalentaron, y, embarcándose en una canoa pequeña, se arrojaron aguas abajo, resueltos a sucumbir en la empresa o a descubrir los secretos de las orillas del Marañón, que ellos creían inexploradas. A los seis soldados se asociaron dos hermanos legos franciscanos, fray Domingo Brieva y fray Andrés de Toledo, cuyo viaje llegó a ser después una de las glorias con que en la América meridional se ha tenido por muy honrada la Orden seráfica.

Viéndose solo el padre fray Laureano de la Cruz, dejó el trabajo de las misiones entre infieles para mejor ocasión y se tornó a su convento de la recolección de San Diego de Quito. Entretanto, los seis soldados y los dos legos verificaron   -91-   con éxito feliz uno de los viajes más atrevidos y hasta temerarios aguas abajo del Napo y del Amazonas.

Con solos dos indios remeros y un puñado de maíz tostado por matalotaje para cada viajero, en una canoa pequeña, se echaron a la agua el día 9 de octubre de 1636: al segundo día de viaje encontraron la canoa grande encallada en la arena de la playa, y mejoraron de embarcación, teniendo el hallazgo de la canoa como presagio de que el remate de su aventurada exploración sería feliz. En efecto, el 5 de febrero de 1637, casi a los cuatro meses de viaje, llegaron sanos y salvos a la fortaleza de Curupá, que era el último punto avanzado que ocupaban los portugueses en las orillas del Marañón. Sorpresa causó la inesperada aparición de los viajeros en aquel punto: el capitán de la fortaleza los recibió con mucho agrado, los agasajó del mejor modo posible y los despachó sin pérdida de tiempo al Pará, y del Pará fueron a San Luis del Marañón, para dar cuenta de todo lo ocurrido al Gobernador27.

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La llegada de los viajeros no podía ser más oportuna: Portugal estaba entonces incorporado a la monarquía española, y las posesiones que tenía en el Brasil hacían parte del inmenso imperio del Rey de España en América; Felipe cuarto había dado, no hacía mucho tiempo, órdenes precisas y terminantes a los gobernadores del Pará y Marañón para que exploraran aguas arriba el río de las Amazonas, y las órdenes reales no se habían cumplido todavía, cuando asomaron en las puertas de la fortaleza del Curupá los dos frailes franciscanos, realizando precisamente, aunque en sentido contrario, el viaje mandado por Su Majestad. Sorprendiose con tan inesperado suceso el Gobernador, que lo era Jácome Raimundo de Noroña, y alegrose considerando cuánto se le facilitaba el cumplimiento de las reales disposiciones: despachó inmediatamente a Europa a   -93-   fray Andrés de Toledo para que comunicara al Consejo de Indias una noticia tan halagüeña, y detuvo a fray Domingo Brieva para que sirviera de guía en la expedición que proyectaba. Tan difícil y arriesgada se creía entonces la navegación del Amazonas, que el viaje de los seis soldados castellanos y los dos legos franciscanos se tuvo como una hazaña extraordinaria, a cuya realización había contribuido la Providencia divina con auxilios sobrenaturales; contaban los felices aventureros ciertos acaecimientos sucedidos en el viaje, a los cuales no podía menos de dárseles, según ellos, una explicación milagrosa. Una vez vencidos los obstáculos y llegados con salvamento al término del viaje, natural era que se ponderaran los peligros sufridos, exagerando la magnitud de ellos para hacer más extraordinaria la hazaña y más meritoria la empresa. El viaje de   -94-   los seis soldados españoles y los dos frailes franciscanos fue el segundo, que desde Quito se verificó al Atlántico, bajando por el Napo al Amazonas; un siglo antes había hecho Orellana ese mismo viaje, descubriendo entonces por la primera vez ambos famosos ríos.

La exploración del Amazonas, navegando por él aguas abajo, estaba, pues, realizada: faltaba solamente explorar aquel gran río subiendo contra su corriente, desde su desembocadura en el Brasil hasta su origen en las vertientes o manantiales de la gran cordillera oriental de los Andes ecuatorianos.




II

Hechos los preparativos necesarios para el viaje de exploración y nombrado por jefe el capitán Pedro de Texeira, salieron del Curupá los expedicionarios el 28 de agosto de 1637: era más bien un pueblo entero y no un ejército lo que se ponía en marcha para subir aguas arriba el Marañón: cuarenta y siete canoas grandes de a veinte remeros cada una, setenta soldados portugueses con tres jefes experimentados, mil y doscientos indios domésticos para bogas, mujeres y muchachos de servicio, en número no pequeño, componían un cuerpo que pasaba de dos mil individuos. Venía por capellán un religioso franciscano llamado fray Agustín de las Llagas, y traían por guía un piloto diestro y además un conocedor práctico del río, que lo era el Hermano Domingo Brieva. Volvían también cuatro de los seis soldados que realizaron la expedición anterior.   -95-   Esta muchedumbre tan considerable navegaba despacio y se movía lentamente; así fue que tardaron diez largos meses en el viaje.

Como los indios se fatigaban y aburridos de un viaje tan lento y dilatado, comenzaban a desertar fugándose del ejército y tornando a ocultas a sus hogares, y como hasta los mismos soldados portugueses principiaban a dar manifiestas señales de cansancio y de desaliento, el prudente capitán Pedro de Texeira discurrió el arbitrio de dividir en tres grupos todo el cuerpo de la expedición, haciendo que Benito Rodríguez de Oliveira adelantara con ocho canoas y algunos soldados como para preparar alojamiento para, el grueso del ejército que seguía detrás comandado por el capitán Pedro de Acosta Favela, mientras Texeira, puesto en medio, atendía a ambas divisiones, dando órdenes oportunas para continuar la marcha. Así llegaron hasta la confluencia del Aguarico con el Napo, donde se acordó que Acosta hiciera alto, esperando con su gente el regreso del Capitán mayor: entretanto, Rodríguez de Oliveira avanzaba y, entrándose por el Payamino, tomaba puerto cerca de Archidona, el 24 de junio de 1638. Pronto le dio alcance el jefe principal Pedro de Texeira; y de Archidona a Quito ya el viaje no fue tan penoso ni la marcha tan fatigosa: el buen lego Brieva se vino adelante, llegó a Quito antes que todos y comunicó la noticia de la gran expedición de los portugueses aguas arriba del Marañón al Presidente y a los Ministros de la Real Audiencia.

Conmoviose la ciudad entera con una nueva tan extraordinaria: enviáronse recursos y víveres   -96-   al encuentro de los expedicionarios y acudióseles generosamente con cuanto necesitaban. Poco a poco y por partidas fueron llegando los viajeros a la ciudad: el último que entró en ella fue el capitán Pedro de Texeira, a quien se le hizo un ostentoso recibimiento. Diose cuenta inmediatamente al Virrey del Perú así de la llegada de los portugueses a Quito como de los principales acaecimientos del viaje, y aún marchó en persona, a Lima el piloto de la expedición, llevando el mapa que de todo el curso del río de las Amazonas había trazado, notando todas las circunstancias que le parecían dignas de ser conocidas.

Un hecho tan notable como la navegación aguas arriba del Napo y del Amazonas, embarcándose a orillas del Atlántico para venir a tomar puerto al pie de la cordillera de los Andes en la provincia de los quijos, a las espaldas de la ciudad de Quito, y a no muchas leguas de distancia de ella, era, en verdad, un acaecimiento sorprendente. Sucedía esto cabalmente en el segundo tercio del siglo decimoséptimo, cuando las incursiones piráticas a las colonias americanas eran tan frecuentes y tan temidas; cuando los holandeses habían entrado al Brasil por el Marañón, y cuando a los gobernantes españoles del Perú no se les ocultaba que muy pronto, rota la unión con Portugal, el reino lusitano se emanciparía de España, volviendo a recobrar su perdida independencia28.

  -97-  

Era a la sazón Virrey de Lima don Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, Conde de Chinchón, el cual consultó el asunto con la Audiencia de los Reyes, y, después de bien mirado y ponderado todo, resolvió que el capitán mayor Pedro de Texeira con todos los suyos regresara inmediatamente desde Quito a la ciudad del gran Pará, tomando para su regreso el mismo camino por donde había subido hasta Quito; para cohonestar lo duro de semejante resolución, encarecía el Virrey la mucha falta que un capitán como Texeira hacía en el Brasil, expuesto a las invasiones hostiles de los enemigos de la Corona de Castilla. Recomendó también el Virrey a la Audiencia de Quito, que con los portugueses mandaran dos personas instruidas y competentes, encargándoles que fueran observando y anotando   -98-   todas las cosas dignas de consideración, para que, terminado el viaje, pasaran inmediatamente a España con el objeto de informar acerca de todo lo sucedido a Su Majestad Católica. En la elección de estas dos personas estaban fincadas las esperanzas de enriquecerse, que algunos españoles de los más pudientes de la colonia habían concebido, proyectando emprender conquistas y reducciones en los territorios recientemente descubiertos; pero el influjo poderoso de los jesuitas y la amistad de muchos de ellos con el Presidente, a quien se esmeraban en agasajar, fue parte para que la elección recayera en dos padres de la Compañía, que fueron el padre Cristóbal de Acuña y el padre Andrés Artieda, ambos españoles y hombres de letras. El Padre Artieda era profesor de Teología en el colegio de Quito; el padre Acuña estaba en Cuenca desempeñando el cargo de primer Rector de esa casa, que acababa de fundarse. Este padre gozaba de mucha autoridad en la colonia por ser hermano de don Juan de Acuña, caballero de Calatrava y Corregidor de Quito, pues en ese tiempo el personaje más autorizado después del Presidente de la Audiencia era el Corregidor de Quito.

Más de siete meses se detuvo Texeira en Quito y, al fin, se puso en camino para regresar al Pará a mediados de febrero del año de 1639, cuando ya comienza el buen tiempo en la región oriental; terminada la estación de las lluvias. Diez meses tardaron los expedicionarios en su viaje de vuelta, pues llegaron a la ciudad del gran Pará a principios de diciembre de 1639. Los dos jesuitas desempeñaron con esmero su comisión:   -99-   pasaron a Madrid, y allí el padre Acuña presentó un informe al Real Consejo de Indias y escribió y dio a luz por la imprenta una narración circunstanciada del viaje, con una descripción interesante del Amazonas, de sus principales afluentes, de los pueblos salvajes que habitaban en sus orillas y de las ricas producciones naturales en que abundan las extensas comarcas regadas y fecundizadas por aquel famoso río. Mas, poco después de la llegada de los dos jesuitas a España y cuando todavía en el Consejo no se había resuelto nada acerca de los arbitrios insinuados por la Audiencia de Quito para la conquista y pacificación de las provincias de la región amazónica, sucedió el levantamiento de Portugal y su emancipación de la Corona de Castilla; por lo cual se mandó recoger el libro del padre Acuña y se le prohibió escribir y publicar noticia alguna acerca del nuevo descubrimiento del río de las Amazonas, para que no se sirvieran de ellas los émulos y enemigos de España. No obstante, el viaje de Texeira y de los dos jesuitas españoles tuvo un resultado trascendental para el establecimiento y la organización de las misiones, que los jesuitas de Quito emprendieron en la región de los mainas y el Marañón.

Pedro de Texeira era un Capitán prudente y pundonoroso: fuerte para el trabajo, paciente y atinado. Falleció no mucho después de su viaje de doble exploración del Amazonas, y su nombre no puede menos de ser célebre en la historia de los estudios geográficos llevados a cabo para conocer y demarcar el curso del río más grande del Nuevo Mundo.

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El padre Andrés de Artieda tornose de España a América: residió como de paso en Bogotá y de ahí vino a Quito el año de 1643. El padre Acuña regresó después, pero no a Quito, sino a Lima, donde falleció en breve.

El gran río de las Amazonas, ese mediterráneo de agua dulce, que la naturaleza ha congregado bajo la línea equinoccial en el continente meridional americano, estaba, pues, bien explorado: se conocía su curso y hasta podemos asegurar que se comenzaban a disipar las fábulas del Dorado, que la acalorada fantasía de españoles y americanos había puesto en esas comarcas desconocidas; la realidad principiaba, aunque lentamente, a abrirse paso al través de las ficciones. Cosa es digna de especial recuerdo en esta historia, que todas las exploraciones llevadas a cabo en el Amazonas lo fueron por individuos que salieron de la ciudad de Quito y de la de Loja, viniendo a ser por esto el descubrimiento de aquel gran río y su navegación, ya de subida, ya de bajada, uno de los hechos más notables, curiosos e importantes de nuestra época colonial.




III

Con el capitán Pedro de Texeira dijimos que había venido a Quito el hermano fray Domingo Brieva, y con él mismo se tornó al gran Pará, haciendo un tercer viaje por el Amazonas. Las autoridades civiles de Quito resolvieron impedir el viaje del diligente lego, y, al efecto, dieron disposiciones, que el Gobernador de Quijos no quiso cumplir: el lego bajó, pues, con la armada portuguesa   -101-   hasta el gran Pará, desde donde se trasladó a España, y en Madrid informó a sus superiores acerca de todo lo ocurrido. Era entonces Comisario General de Indias el padre fray José Maldonado, quien, como quiteño, tomó a pechos el asunto y elevó al Real Consejo de Indias una representación, en la que se quejaba amargamente contra los jesuitas por la injuria que éstos hacían a la orden seráfica ocultando los servicios que los religiosos franciscanos habían hecho al Rey, cooperando al descubrimiento y a la exploración del gran río de las Amazonas. A consecuencia de esta representación y de las instancias de los prelados franciscanos en la corte, se expidieron dos cédulas reales dirigidas ambas a la Audiencia de Quito: la una, fechada el 18 de septiembre de 1631, y la otra el 31 de diciembre de 1642; por la primera se resolvía que la conquista de las tribus del Marañón se hiciera por los particulares que quisieran emprenderla a su costa, mediante los premios acostumbrados para remunerar esas empresas; por la segunda se disponía que la evangelización de los infieles se encargara a los franciscanos y a los jesuitas, señalando territorio determinado para las misiones de entrambas órdenes, a fin de que los unos no inquietasen a los otros. Con estas disposiciones emanadas del Soberano se dejaba abierto el camino de las comarcas orientales, tanto a la actividad de los conquistadores como al celo de los misioneros.

El hermano fray Domingo Brieva pasó los últimos años de su vida retirado en el convento Máximo de esta ciudad, donde murió con fama de santo. Era, en verdad, un religioso de austeras   -102-   costumbres, amigo del recogimiento y muy deseoso de la reducción de los indios infieles al gremio de la Iglesia católica: en la misión de los Becabas fue estropeado gravemente, y de un golpe de macana le quebraron una pierna; cuando su tercer viaje por el Marañón le cayó un árbol, de lo cual quedó muy maltratado. Anciano, achacoso e inutilizado para el trabajo no pudo permanecer en las montañas para tomar parte, como lo deseaba, en la obra de la conversión de los infieles al cristianismo29.

En aquella época había en la provincia de los quijos algunos pobladores blancos avecindados en Archidona, en Ávila y en Alcalá del Aguarico, y éstos conocían bien aquellos territorios y aún mantenían su cierta comunicación con las tribus infieles, a cuyos territorios entraban de cuando en   -103-   cuando. Los gobernadores de los quijos habían intentado conquistar algunas de esas provincias habitadas por los salvajes, pero la Audiencia no les había dado favor: Alonso de Miranda, uno de estos gobernadores, había exigido condiciones demasiado pesadas para el Gobierno, por lo cual sus propuestas de conquista y de colonización fueron desatendidas. Para la reducción de las innumerables tribus salvajes que poblaban las selvas amazónicas no quedaba, pues, otro arbitrio sino el establecimiento y la organización de misiones por medio de sacerdotes, adecuados para llevar a cabo una obra tan trabajosa y difícil. De entre las diversas órdenes religiosas existentes en la colonia, el Gobierno español eligió dos, la de los franciscanos y la de los jesuitas, para confiarles la pacífica conquista de las tribus infieles mediante la predicación evangélica. En el territorio inmenso de la antigua Audiencia de Quito dos corporaciones de religiosos se repartieron, pues, la labor de las misiones entre infieles, los jesuitas y los franciscanos: más tarde, tomaron parte en ese ministerio también los dominicanos, fundando la misión que llamaron de Canelos.

Para dar a nuestra narración la mayor claridad posible y para que haya orden en la relación de los hechos, hablaremos primero de las misiones de los franciscanos y de todo lo relativo a la conservación y adelantamiento de ellas durante la época colonial; después nos ocuparemos en referir la fundación, organización y progreso de las misiones de los jesuitas, desde mediados del siglo decimoséptimo hasta fines del siglo decimoctavo, cuando la expulsión de los misioneros interrumpió   -104-   bruscamente la obra de la civilización de los salvajes y dio un terrible golpe de muerte a las reducciones; finalmente, narraremos los comienzos, la duración y los resultados de las misiones de Canelos confiadas a los dominicanos en el valle del Pastaza.

Triste cosa es tener que principiar la narración histórica haciendo repetidas protestas de que, lo único que debe buscar el historiador es la verdad: el historiador ha de ser magnánimo, y la magnanimidad la ha de manifestar en dos cosas, según Cicerón: en no callar la verdad y en no decir jamás lo falso. Apenas habrá asunto en que se haya desfigurado más la verdad que el relativo a las misiones de infieles en la región oriental ecuatoriana; digamos la verdad, no la ocultemos ni la desfiguremos, narrando sucesos que no acontecieron.

Las misiones de los franciscanos se establecieron de preferencia en las comarcas del Putumayo y del Caquetá, en la parte setentrional del distrito judicial de la Audiencia de Quito. En lo civil y político ese territorio dependía de la gobernación de Popayán. La entrada a las misiones se hacía por la ciudad de Écija en la provincia de Sucumbíos, situada al oriente de Pasto; la primera dificultad con que tropezaban los misioneros era, pues, la del viaje dilatadísimo de Quito a Pasto y de Pasto al Putumayo, trasmontando, ordinariamente a pie, la cordillera oriental.

Los franciscanos de Quito comenzaron sus misiones de infieles el año de 1632, un siglo cabal después de la conquista y cuando ya tenían fundados muchos conventos en las principales ciudades   -105-   habitadas por gente civilizada: en la primera entrada no estuvieron más que un mes, tiempo demasiado corto para una obra tan ardua y difícil como la conversión de los salvajes; esta primera entrada se hizo a la tribu de los ceños.

La segunda fue a la tribu de los becabas, en medio de los cuales permanecieron solamente tres meses y medio, y la abandonaron saliendo de fuga por el alzamiento de los indios. Luego cambiaron de teatro y dieron principio a la misión de los encabellados en las orillas del Napo, la cual acabó también desastradamente, a los cuatro meses apenas después de principiada. Esto era en octubre de 1636.

Nueve años después, en 1645, intentaron la reducción de los jíbaros, y fracasó la empresa sin resultado alguno. Dos años más tarde, en mayo de 1647, resolvieron establecer una misión entre los omaguas pobladores de las islas del Marañón, y, en efecto, la establecieron yendo allá dos sacerdotes y dos hermanos legos. Esta misión se conservó durante tres años, al cabo de los cuales los frailes la abandonaron, desalentados por las dificultades inherentes a la vida entre salvajes. Los dos sacerdotes se dieron maña para construir una canoa grande, nueva, y en ella, disimuladamente, se echaron aguas abajo, y navegando un mes seguido aportaron con felicidad a la ciudad del Gran Pará, desde donde, un año después, pasaron a España. Los dos Hermanos legos habían salido antes.

Superior de esta misión de los omaguas, fundada por los franciscanos de Quito en las islas del Marañón, fue el padre fray Laureano Montesdoca,   -106-   quien nos ha dejado escrita con notable ingenuidad la relación del modo cómo se fundó la misión y la manera cómo se deshizo. Los indios omaguas, dice, con grande candor el padre Laureano, no eran como nosotros nos los habíamos figurado, sino más rústicos y salvajes; ni sus poblaciones eran como nos las habían descrito además la espantosa epidemia de viruelas que invadió las islas, las inundaciones periódicas, la tosquedad de los alimentos y la plaga insoportable de los mosquitos dieron al traste con la constancia de los misioneros, y la misión dejó de existir.

Por el largo espacio de más de treinta y cuatro años quedaron abandonadas las misiones de infieles, hasta que en 1686 volvieron los franciscanos a entrar a las provincias orientales, para continuar en ellas sus interrumpidas faenas apostólicas. En efecto, desde el año de 1686 perseveraron con varia fortuna hasta el de 1721 en la ocupación de reducir a los salvajes, los cuales el día 22 de mayo de aquel año se alzaron contra los religiosos y quemaron los pueblos que estaban fundados. Dos misioneros perecieron asesinados a manos de los indios furiosos. Esta misión estaba en las orillas del Putumayo; volvieron a ella nuevamente los franciscanos de Quito, y a mediados del siglo decimoséptimo había siete pueblos grandes y algunos pequeños.

Los religiosos misioneros pasaban una vida penosísima, llena de privaciones y de trabajos cultivaban ellos mismos en persona la tierra para tener seguro algún alimento; un sacerdote murió perdido en las selvas, y otros dos se dieron al comercio a consecuencia de la escasez de recursos   -107-   para vivir. La pensión que el Rey tenía señalada como congrua para los misioneros no se pagaba con puntualidad, sino de tarde en tarde y no íntegramente cuanto estaba mandado: así las misiones no podían prosperar, y languidecían en un estado antes de postración que de progreso.

Otra circunstancia había aún más digna de consideración para que las misiones no adelantaran, y era la falta absoluta de un buen régimen y de una organización adecuada: para reparar este inconveniente se fundó en el convento de Pomasqui un colegio de misioneros, en el cual los religiosos destinados a la conversión de los infieles formaran su espíritu y se fueran preparando metódicamente para desempeñar después con acierto el arduo ministerio de evangelizar a los salvajes. El colegio de misiones fundado en Pomasqui se trasladó después al convento de la recolección de San Diego; y, cuando las misiones se organizaron mejor años después, la erección de una comunidad de misioneros con todas las condiciones de un colegio de Propaganda fide se verificó, por orden expresa del Gobierno español, en el convento de Popayán, al cual se le confiaron las misiones del Chocó y las de los Andaquíes, juntamente con las del Caquetá y Putumayo30.

  -108-  

En 1739 el Real Consejo de Indias pidió informes circunstanciados acerca de las misiones que estaban a cargo de los franciscanos, y con esta ocasión el padre Alácano presentó una relación extensa respecto del principio, adelantos y estado presente de las misiones. Era presidente de la Audiencia de Quito don José de Araujo y Río, quien, al enviar al Consejo el escrito del Provincial de los franciscanos, hizo oportunas y muy discretas reflexiones: no hay quien pueda dar un informe imparcial sobre el estado en que se encuentran esas misiones, decía el advertido Presidente; pues, como no hay comercio ni trato ninguno de los indios convertidos con la gente blanca, no se encuentra una sola persona que pudiera informar con imparcialidad; la relación del padre Alácano le inspiraba una cierta no mal fundada desconfianza al Presidente, el cual añadía, que no era necesario que de España se mandaran unos cuarenta religiosos para las misiones, como pedía el Provincial, pues en Quito los franciscanos poseían cuarenta y dos curatos, en los   -109-   cuales había ocupados más de noventa frailes sacerdotes; hay muchos clérigos beneméritos, observaba Araujo, los cuales carecen de beneficio eclesiástico: «conviene, pues, que los franciscanos dejen los curatos y no habrá falta de misioneros». Nosotros preguntaremos a nuestra vez: ¿los que no eran curas buenos podrían ser, acaso, buenos misioneros? Las misiones de los franciscanos en el Putumayo, en el Caquetá y en el Coca, al tiempo de la expulsión de los jesuitas se encontraban en un estado más bien de decadencia que de prosperidad; y de ese estado de postración no lograron reponerse; antes cayeron todavía en mayor ruina, a la cual contribuyeron muchas causas de diversa naturaleza. La falta de cooperación de la autoridad civil fue una de esas causas; pues el Gobernador de Popayán dio amplia licencia a un favorecido suyo para que sacara cuantos indios pudiera de los pueblos de las misiones y los llevara a Barbacoas, para ocuparlos allí en el laboreo de las minas de oro. Los indios huían de los pueblos, a fin de no ser arrancados de sus bosques nativos y trasladados por la fuerza a las costas enfermizas del Pacífico.

Introdújose también otra costumbre no menos inmoral y funesta para el adelantamiento de las misiones, y fue la de comprar muchachos para sacarlos afuera, a las poblaciones de la sierra, y emplearlos como esclavos en el servicio doméstico: una hacha, un machete, unos cuantos abalorios se daban por un muchacho, y de esa manera se hacía odiosa la predicación de la religión cristiana, la cual a los ojos de los indios, siempre desconfiados del blanco, aparecía como un arbitrio   -110-   para establecer y fomentar entre las tribus salvajes recién convertidas la odiosa granjería de la compra y venta de niños. Los frailes misioneros no tenían medio alguno para impedir semejantes extorsiones; y, desamparados por la autoridad civil, se consumían en medio de los bosques, viendo la ruina de los pueblos y sin poder evitarla. Tal era el estado en que se encontraban las misiones servidas por los franciscanos de Quito el año de 1767 cuando fueron expulsados los jesuitas, cuyo extrañamiento constituye una época trascendental en la historia de las misiones americanas.





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