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ArribaAbajo Jorge Luis Borges y Adolfo Ruiz Díaz, una evocación

Rodolfo Modern


Los estudiosos e interesados en general pueden disponer ahora de una profusa bibliografía acerca de la obra de Borges. Y no solo en castellano. Junto a Julio Cortázar, aunque en mucho mayor medida, es el autor argentino que merece una atención y lectura universales, aunque acotado al mundo de los creadores, de los profesores y de un no masivo público provisto de un paladar espiritual refinado.

Por supuesto que no siempre fue así. Regresado a la Argentina desde Europa publicó su primer libro, que era de poemas, Fervor de Buenos Aires, en 1923. Contaba entonces veinticuatro años de edad. Luego fue dando a conocer sus obras donde alternaban la poesía y la prosa ensayística. A partir de la década del 40 se fue volcando al cuento, sin descuidar los otros géneros. Esto es sabido, y no resulta ocioso señalar que hasta la década del 50 su obra no fue conocida ni mucho menos difundida entre el gran público lector. Aunque ciertamente gozaba de   —110→   nombradía, con admiradores y detractores incluidos, y ya desde mucho antes participaba en la vida literaria, aquella que coincidía con su naturaleza e intereses más hondos en los marcos de una existencia singularmente polémica en el plano literario.

Sin embargo, hasta 1956, es decir cuando Borges era ya un hombre y autor maduro, nadie o muy pocos se habían animado a realizar una investigación extensa, orgánica, metódica e inteligente acerca de su escritura, esa que lo ubicaba como un escritor aparte y especial, aquí y en cualquier otra latitud. Es que Borges abarcaba un panorama excepcionalmente amplio y original, cosa que todos sus lectores, estuvieran o no de acuerdo con sus páginas, reconocían. Y las revistas literarias, por elevado que fuera su nivel de excelencia, no configuraban el medio más directo e idóneo para dar a conocer un autor a ese tipo de público aficionado a textos no convencionales.

El honor de haber establecido el puente, de haber abierto las compuertas, si se prefiere, corresponde a Adolfo Ruiz Díaz. Y resulta una feliz circunstancia que la Academia Argentina de Letras haya albergado a ambos en su seno. A Borges como miembro de número desde 1955. A Ruiz Díaz en calidad de miembro correspondiente por Mendoza desde 1975.

Por cierto que no pretendemos afirmar que el estudio de Ruiz Díaz, que data de 1955, sustentado esencialmente en el análisis de algunos de sus cuentos más logrados y famosos publicados hasta entonces, contribuyera a crearle a Borges el ambiente y la popularidad que fue adquiriendo y acrecentando en los años sucesivos. Pero sí debe tenerse en cuenta que su aporte, sólido, y admirablemente escrito, se cuenta entre los de carácter precursor. Y quizás pueda considerárselo, en este sentido y contexto, como «el» precursor. Es que Ruiz   —111→   Díaz adelanta en su Borges71 las áreas de estudio y los puntos centrales que luego se repetirán hasta el cansancio. Allí se trata, dentro de una enumeración que no deja de ser borgeana, de laberintos, heresiarcas, tigres, compadritos, bibliotecas, traidores, espejos, talismanes, premoniciones, filología, sueños, etcétera, etcétera.

Pero estos resultados nunca son casuales, no surgen solo mediante un esfuerzo de voluntad. Requieren un previo estado de empatía entre estudioso y estudiado, y este rasgo preexistía en la larga relación amistosa establecida entre ambos. Adolfo Ruiz Díaz había nacido en Buenos Aires en 1920, es decir, que lo separaba algo más de una generación de la persona y obra de Borges. Tras algunos años cursados en Medicina se volcó a su vocación indudable, la carrera de Letras, que siguió en la Facultad de Filosofía y Letras en la entonces Universidad de Buenos Aires, instalada en el ahora legendario edificio de la calle Viamonte. Egresado con el título de doctor, se estableció a partir de 1953 en Mendoza y enseñó durante treinta años «Introducción a la literatura» y «Estética». Allí se desempeñó también como director del Instituto de Literaturas Modernas, de relevante importancia por el papel que ejerció en los medios universitarios. Su cultura fue vasta y profunda, y no solo dentro del campo literario. Distintas camadas de alumnos escucharon y disfrutaron sus clases, plenas de sabiduría y trasmitidas con gracia y una cortesía exquisita, que reiteraba en la relación amistosa con sus alumnos, los cuales aún hoy lo recuerdan con una especie de veneración reservada a los grandes maestros, tan escasos en la realidad actual, donde hasta los mejores   —112→   no suelen pasar de «especialistas». Porque el profesor Ruiz Díaz fue mucho más y porque lo humano nunca le fue ajeno.

Con el tono elegante y ameno que le era propio, Ruiz Díaz lo recuerda en un homenaje dedicado a Borges, en el cual la Universidad Nacional de Cuyo le otorgó durante una ceremonia celebrada en 1956 el título de Doctor honoris causa, el primero que recibió dentro de una larguísima lista posterior. Allí agradeció la distinción, que le parecía generosa y, como señala Ruiz Díaz, «lo alegró que la casa criolla que entonces lo acogía, tuviera un patio al fondo, parecido a los de su niñez». También hizo hincapié «en el esplendor de su cerezo». Al día siguiente se realizaba un acto público en el teatro Independencia de Mendoza, rebosante de público. Borges, a estar a la evocación de Ruiz Díaz, «disertó sobre Yeats y reunió en una imagen tan sobria como emocionante al poeta irlandés con José Hernández». Comunicaba entonces a sus oyentes que la conjunción de dos destinos era una de las convicciones definitivas de su propia vida. Y que comprender a un escritor significaba purificarlo de las contingencias externas tan gratas a los manuales. Las fechas, las distancias, los idiomas, continuaba, son meras apariencias inertes y engañosas si no se las refiere a la misteriosa unidad esencial del hombre. Y le sigue una anécdota graciosa. Borges deploraba en un encuentro con una flamante profesora de inglés, que algunos poetas antes famosos ya no eran leídos, por ejemplo Robert Browning. En palabras de Ruiz Díaz, la interlocutora le contestó con aplomo «que sí lo leía y que se contaba entre sus preferidos. No hacía falta más. Borges se olvidó del gentío que lo rodeaba. Lo único importante en el mundo eran Browning y una mendocina capaz de recordarlo. Ambos frente a frente, en una fervorosa payada se pusieron a alternar versos y versos».

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La amistad entre Borges y Ruiz Díaz se cimentó a través de charlas y reuniones, no solo allí en Mendoza, sino antes y después en Buenos Aires. Ruiz Díaz, que poseía una profunda cultura literaria, filosófica y estética, robustecida por viajes a los principales centros de la civilización europea, halló en Borges, como en algunos autores del Renacimiento, un paradigma digno del análisis más fino. Pero no efectuado con el afán de una disección fríamente descriptiva, aséptica, sino con el ánimo de elucidar la compleja escritura del autor de «La muerte y la brújula». Le pareció que la obra de Borges, por su singular envergadura, se lo merecía, y supuso que con su esfuerzo sería mejor comprendida, interpretada y difundida. Y acertó, aunque su estudio, por razones que no vienen al caso mencionar, no alcanzó probablemente la merecida repercusión al que era acreedor. A través de los ejemplares relatos borgeanos Ruiz Díaz emprendió el examen de su erudición y estilo, de la ambigüedad que los caracteriza, del sentido que atribuye a la biografía, expuso la teoría del destino que el corpus borgeano contiene, analizó los elementos relativos al tiempo y la memoria, estableció los vínculos mantenidos por Borges entre la palabra y la realidad, y se ocupó también de otros aspectos, como la eficacia expresiva, su aplicación de la metáfora, la experiencia poética, y el sentido de patria del creador de «La biblioteca de Babel».

Desde este punto de vista Ruiz Díaz fue de los primeros en desplegar un amplio panorama, descubrió un rico venero para futuros estudios, trazó pautas aptas para su exploración posterior, sembró inquietudes y, en términos generales, abrió un camino ancho para profundas exégesis posteriores.

Y desde otro punto de vista, puede decirse que, mediante la precisión de su lenguaje, «tradujo» en términos   —114→   de una crítica inteligible y accesible la narrativa de Borges a más amplios públicos.

Con el objeto de ilustrar la penetración de este admirable exegeta nos parece oportuno transcribir algunos párrafos del volumen dedicado a Borges.

Dice Ruiz Díaz:

La prosa de Borges funciona de acuerdo con rigurosos postulados que impresionan por su perfección casi autoritaria. Estas vislumbradas calidades no responden a los modos y fines del estilismo trivial, sino que antes de discriminar particulares aciertos de la palabra, el lector se siente ya dentro de un sistema forzoso. Antes que la reflexión descubra las realas, antes que se sospeche la existencia de ellas, ya la prosa ha impuesto un ritmo mental inédito.

A poco que el lector cale, interesado ya, el texto, advertirá que el estilo no radica en prestigios de la voz, sino que esta es movida por intenciones más complejas, más rigurosas. El estilo de Borges no es solo un modo de decir, sino un modo de pensar. Redacción, invención, inquisición, son tres funciones recíprocamente trabadas y de modo tal que la consideración de una de ellas implica las otras dos. La personalidad de Borges se mantiene idéntica tanto cuando aborda notas o ensayos críticos como cuando redacta un relato. Borges lleva a la literatura un afán incesante, riguroso, de clarificación intelectual. Podemos estar seguros de que elementos mínimos de sus cuentos, de su prosa obedecen a una suficiente y castigada razón que los respalda y autoriza. Pero este inquirir constante de procedimientos expresivos, discursivos y constructivos es, a su vez, un modo de invención. Cada relato es la aplicación de un teorema literario cuya formulación   —115→   abstracta Borges posee e indaga metódica y audazmente. Y, por otra parte, la realización de un relato refluye sobre la inquietud vigilante de la inteligencia proponiendo problemas, versiones, variantes. La expresión misma, por último, la filiación en palabras de razonamientos e imaginaciones, elude cualquier acechanza del azar y responde en un todo a las premisas que rigen la labor del espíritu alerta. Más aún, no hay en la obra de Borges hiato alguno entre cuestiones de índole concretamente verbal, gramatical, y especulaciones de escarpada metafísica.



Los párrafos transcriptos son un ejemplo, entre tantos, de la integridad y la lucidez intelectual con que Ruiz Díaz aborda los asuntos y los modos que hacen al proceso creador de Borges. El libro entero se confirma en estas líneas de su pensamiento exegético. Y, aunque más no fuera por esto, ante el cúmulo de interpretaciones farragosas, absurdas o superfluas que se vienen acumulando con el correr de las décadas, creemos que vale la pena, insistimos, leer o releer este valioso y nada caducado ensayo de un precursor que amaba la obra de Borges y sabía por qué.

Adolfo Ruiz Díaz sobrevivió pocos años a Borges. Murió el 6 de junio de 1988.



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ArribaAbajo Las «Magias parciales del Quijote», de Jorge Luis Borges

Carlos Orlando Nállim


Si consideramos que Borges es un gran escritor argentino podríamos pensar que en él influyen las letras neolatinas. En este caso recordamos las numerosas oportunidades en que demuestra conocer a fondo el Quijote y la Divina Comedia, dos libros de fácil y común acceso a cualquier lector culto argentino. Sin embargo, quien profundiza en la lectura de Borges advierte de inmediato la notable presencia de la literatura en inglés a través de los escritores ingleses y norteamericanos de todos los tiempos. Cuando decimos escritores pensemos también en filósofos como Berkeley, Hume, Stuart Mill, Bradley, Russell, sin olvidarnos del alemán Schopenhauer. Ante este panorama del saber borgesiano, podemos concluir que los escritores germánicos o anglosajones pesan más, en sus conocimientos, que los escritores neolatinos: franceses, italianos, ibéricos.

Una prueba evidente de las ricas y variadas influencias presentes en Borges nos la da su «Biblioteca Personal».   —118→   En la introducción o notas introductorias se puede notar su formidable memoria de lector que, octogenario, nos refresca o simplemente nos muestra un panorama a la vez diverso y espléndido de su formación. También nos demuestra que fue un lector de novelas muy medido: Cervantes, Mark Twain, King, Gide, Dostoievski, Hermann Hesse, Flaubert. No olvidamos que Borges no solo no oculta sus fuentes de inspiración sino que por el contrario cita explícitamente a los autores y textos que al momento de escribir surgen de su thesaurus interior sin que por ello ninguna obra ni ningún repertorio bibliográfico nos escondan que estamos leyendo a Borges mismo.

A pesar de su profundo conocimiento de las letras inglesas y norteamericanas, sería un error pensar que cuando se acerca a la literatura española, rusa, italiana o francesa lo hace sin autoridad, porque indudablemente también de estas literaturas es un lector y un crítico sereno, memorioso, que siempre se aproxima a la obra con una especial calidad «poética». No ignora, demás está decirlo, las letras argentinas y sabe evaluar los escritores de su ayer y de su presente, ya elogiosamente, ya con una sonrisa burlesca. Sus contemporáneos argentinos lo respetaron o lo agredieron, pero ya en la vejez y sobre todo post-mortem lo admiran y elevan a la categoría de «poeta» argentino y universal72.

Se suele observar que en el ámbito de la literatura española Borges valora en especial a Cervantes y Quevedo, aunque podemos incluir también al Arcipreste de   —119→   Hita, Fray Luis de León, Pedro Antonio de Alarcón y Ramón Gómez de la Serna. Si bien fue un escritor universalista, en particular europeísta, sus prejuicios antiespañoles -que comparte con muchos otros escritores argentinos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX- quedan totalmente atenuados cuando se tiene en cuenta, por ejemplo, que las páginas que dedica al Quijote de Cervantes, a la obra de Quevedo y al pensamiento y obra de Unamuno resultan siempre necesarias cuando se los quiere estudiar cabalmente.

En el caso de Cervantes, Borges admira el Quijote, y si queremos ir más allá diremos que admira más la segunda parte que la primera. Hoy resultaría injusto olvidar su ensayo «Magias parciales del Quijote»73. Aquí, el escritor argentino plantea -con originalidad y a partir de sus conocidas preocupaciones sobre la realidad, el sueño, las duplicaciones, la creación literaria, etc.- algunas cuestiones insoslayables en el estudio de la novela de Cervantes: su particular realismo y las que llama «ambigüedades» del autor: los juegos realidad/ficción, sueño/vigilia o la obra dentro de la obra. Sin embargo, de inmediato aclara que no se trata de un realismo al estilo de Joseph Conrad (1857-1924) sino que Cervantes supo «contraponer a un mundo imaginario poético, un mundo real prosaico».

Es evidente que Borges adhiere a la tradicional oposición realismo/idealismo y que, por lo tanto, entiende   —120→   el término «realismo» en sentido amplio y no en el sentido restringido del movimiento literario que caracterizó la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX. El escritor realista tiene una aspiración predominante: captar la vida tal como es, aunque deba suprimir sus observaciones subjetivas. Precisamente, es una reacción contra el romanticismo que muchas veces se identifica con el subjetivismo. Generalmente se supone que el realismo, en tanto que movimiento literario, tiene como ideal la objetividad y que predomina en el género novelesco, por ejemplo, Flaubert en Francia y Pérez Galdós o Perea en España. Borges, aunque reconoce explícitamente el realismo del siglo XIX, no teme afirmar el realismo presente en Cervantes. No nos detendremos acá en las características del realismo porque son muy conocidas ni analizaremos las consecuencias de exagerarlo llegando a extremos como la literatura costumbrista y la naturalista. Preferimos pensar más que en un movimiento literario en un método de estilo narrativo o descriptivo. Generalmente el escritor realista no se apoya con exclusividad en observaciones directas: por el contrario, unas veces más, otras menos, no excluye la fantasía. En el caso de las letras españolas casi siempre se insiste en el «realismo» de sus tipos o arquetipos literarios y el ejemplo paradigmático suele ser Sancho. Claro que de inmediato se nos ocurre pensar que el escudero también es un personaje mítico como su amo. Cabe recordar que la idealización también se da en dos direcciones: si la belleza de Dulcinea es «Ideal», no lo es menos el adefesio de Maritornes74. De todos modos, es importante hacer notar que todavía hoy, en la crítica, el término «realismo»   —121→   tiene vigencia, especialmente para calificar la novelística del siglo XIX postromántica75.

Borges insiste en la contraposición entre un mundo imaginario poético y un mundo real prosaico. De inmediato afirma que en Cervantes «son antinomias lo real y lo poético». Para confirmarlo aún más recurre al Amadís, cuyas vastas y vagas geografías se oponen a los polvorientos caminos y a «los sórdidos mesones de Castilla». Cervantes, según Borges, ha creado para nosotros la poesía de la España del siglo XVII, aunque aclara que ni aquel siglo ni aquella España eran poéticas para él. Nunca hubiera entendido las enternecedoras evocaciones de la Mancha de Unamuno, Azorín o Antonio Machado. Recientemente, en el IX Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas76, Francisco Javier Campos Fernández de Sevilla, del Instituto de Estudios Manchegos, llegó a afirmar que el campo o los campos de Montiel con sus características muy bien documentadas -que incluye desde accidentes geográficos, a sus habitantes y ventas- pasaron tal cual eran a su obra. Lector y admirador de Paul Groussac, Borges lo cita cuando, en 1924, afirmaba que «la cosecha literaria de Cervantes provenía sobre todo de las novelas pastoriles y de las novelas de caballerías, fábulas arrulladoras del cautiverio». Tras la evocación de Groussac, concluye que «el Quijote es menos un antídoto de esas ficciones que una secreta despedida nostálgica». El plan del Quijote vedaba a su autor lo maravilloso,   —122→   pero eficazmente «insinuó lo sobrenatural de un modo sutil».

En el Quijote de 1605, el escritor argentino ve un verdadero juego de extrañas ambigüedades. Pareciera que Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro y nos da varios ejemplos para comprobarlo. Para él «ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote». Como antecedentes en el mundo literario nos recuerda Hamlet, el Ramayana y Las Mil y Una Noches.

Tras estos tres ejemplos que ayudan a entender las «extrañas ambigüedades» y su culminación en la segunda parte, Borges concluye que «tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios», a igual que «el barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes», que lo juzga cuando revisando la biblioteca de don Quijote opina críticamente sobre la Galatea.

Cuando Borges habla de la ficción que junto al realismo halla en el Quijote, no se refiere al uso generalizado o vulgar que limita el término a «imaginación» o «suposición» y que más de una vez se usa peyorativamente como antónimo de realidad. En la crítica literaria, la ficción se alza como elemento básico de los géneros miméticos, tal como la narrativa y el teatro, sin que por ello esté ausente en los amiméticos. En otras palabras, la ficción implica que los contenidos reales o ficticios son verdaderos desde el punto de vista de la verdad poética, nunca se relacionan con la realidad comprobable empíricamente. Más claro aún, en una novela o en un drama, «ficticio» es todo lo que en un mundo no real, puede aparecer como real, del mismo modo el adjetivo   —123→   «fingido» significa la simulación de una realidad. Hoy ya se habla de «ficcional» y «no ficcional», términos que hasta no hace mucho resultaban barbarismos o simplemente neologismos. En nuestros tiempos, tanto en la investigación como en la crítica literaria su uso se ha generalizado en todas las lenguas neolatinas y resulta de mucha utilidad.

En cuanto al sueño, cabe decir que Borges en este caso lo usa con el sentido de motivo, subrayando un mundo opuesto a la realidad, que se remonta a la antigüedad sin otra acepción o apunta a lo que solemos llamar sueño alegórico. En el Siglo de Oro tenemos, valga el ejemplo, los sueños de Quevedo que, a nuestro entender, son una crítica filosófico-satírica de la sociedad. Aparecen también en el teatro de Calderón. El Racionalismo le quitó valor para recobrar nueva vida en el pre-romanticismo. En el romanticismo llegó a considerarse como copia de la realidad frente al «naturalismo», y el simbolismo le dio una significación medular. No podemos olvidar que a partir de la Interpretación de los sueños (1900) de S. Freud, el sueño, ya en una nueva dimensión, pasa a ser expresión de un ultramundo del inconsciente, de la fantasía libre de trabas. En la literatura el sueño está omnipresente en autores como Dostoievski, Kafka, Claudel, Valle-Inclán, Antonio Machado, Pirandello, por solo citar algunos nombres. Sus fronteras con otras formas de expresión de lo irreal se van paulatinamente borrando: ficción, surrealismo, utopía, visión, etc.

Cuando nos preguntamos por qué Borges se interesa tanto por el sueño, se nos ocurre pensar que entre algunos de los motivos figura el hecho de que son espontáneos e incontrolados. De allí que el soñador lo vive como si realmente existiese fuera de su imaginación. Así la conciencia de la realidad se oblitera y el sentimiento de   —125→   identidad se enajena o disuelve. Hoy los estudios de la psiquis sostienen que el sueño es necesario, tanto como el dormir, respirar o alimentarse, para el equilibrio biológico y mental. La relajación y tensión del psiquismo hacen que los sueños cumplan una función vital. La falta total de sueños anuncia la demencia o la muerte. El drama onírico puede ofrecer lo que la vida exterior -que a veces llamamos realidad- rehúsa y, además, revelar un estado de satisfacción o insatisfacción del hombre. Pero, a veces, cuando el sueño y la realidad se separan excesivamente, puede caerse en lo patológico y revelar en la propia libido una desmesura que nada puede compensar. Si asimilamos al sueño las construcciones imaginarias efectuadas en estado de vigilia, todo sueño sería una realización irreal, pero que aspira a la realización práctica.

Juan Luis Vives en su Introducción a la sabiduría dice: «No se ha de pensar que lo es de vida aquel tiempo que se gasta en dormir; porque la vida es vigilia»77. Aunque no recuerdo que Borges haya leído a Vives en su Introducción, estoy seguro de que le hubiera agradado esta tajante afirmación de que «la vida es vigilia», cuando usa el término en «Magias parciales del Quijote». Es decir, vigilia entendida como el estado del que está despierto, particularmente durante las horas que por lo común se destinan al sueño; el que sabe guardar, observar, velar. Dicho así la vigilia de la frase de Borges adquiere una amplitud vital digna de tenerse en cuenta.

Ha llamado nuestra atención el hecho de que Borges, al hablar de las ambigüedades de Cervantes en el Quijote, se retrotraiga a Las Mil y Una Noches, más que cuando cita a Hamlet pone de relieve que, Shakespeare haya incluido   —125→   en el escenario de la obra otro escenario, el teatro dentro del teatro, quizás porque la comparación es evidente. En cuanto a su cita del Ramayana nos parece solo una curiosidad, pero menos ejemplificadora que el Hamlet y el tercer libro citado, Las Mil y Una Noches. En este último caso estamos de acuerdo cuando el escritor nos dice que se trata de una «compilación de historias fantásticas [que] duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar sus realidades, y el efecto, que debió ser profundo es superficial, como una alfombra persa». Creemos que Borges olvida que este libro oriental demoró siglos en completarse y que leídos un episodio tras otro puede dar vértigo; pero no es así si se considera que los juglares trashumantes cuando lo repetían, cada uno a su modo, entretenían al público solo con su voz y sus gestos, en ningún caso con una lectura. Por lo tanto la gradación y el efecto del discurso podían ser más o menos profundos o superficiales según el recitador o el episodio o episodios que seleccionara. Por otra parte, los copistas no tenían «la necesidad de completar mil y una secciones» pues para los musulmanes decir ciento y una o mil y una no significa una cantidad determinada, sino más bien gran cantidad, muchos78. No obstante, a través de los años y de los siglos han ido aumentando las «interpolaciones de todas clases», como afirma el escritor. Conste también que el título de la obra se usaba ya en, el siglo IX a pesar de que en el origen el libro contenía un número de noches   —126→   muy inferior al enunciado en su título. Otra advertencia, el esquema de cañamazo de rescate preponderante en la obra salva a la narradora mediante el artilugio de presentar al rey seres más infelices que él.

Borges ha reconocido reiteradamente su admiración por este libro oriental, que como bien sabemos se hizo popular en Occidente a partir de la traducción de Jean Antoine Galland (1646-1715), y que llegó a sus manos cuando era un niño, a través de la traducción de Burton, en inglés, publicada en Londres en dieciséis volúmenes aparecidos entre 1885 y 1888. En aquellos tiempos esta edición era considerada pornográfica por sus ilustraciones y referencias sexuales. Según Borges -que halló el libro en la biblioteca de su padre- lo leía en secreto y se admiraba entre otras cosas por la esplendidez de su narrativa. También le atrajo la estructura «circular», que sostiene tantos episodios en una sola línea argumental básica. Buen ejemplo de su permanente gusto por este libro es el hecho de que no solo lo frecuentó por la traducción de Burton sino que usó varias otras79.

El lector de Borges sabe que el autor observa alborozado en Las Mil y Una Noches la «compilación de historias fantásticas» y, como dijimos, el «cuento central [unido a] cuentos adventicios», sin cuidarse de graduar su realidad. Mientras que en el Quijote nos recuerda que «Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro» y, entre otros ejemplos, nos destaca aquel momento, al que ya aludimos, en que el cura y el barbero, revisando la   —127→   biblioteca de don Quijote, se detienen en la Galatea, y «resulta que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes».

Es así como en el análisis del libro total, estas ambigüedades culminan en la segunda parte, empezando por el hecho de que los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote». Hay evidentemente una permanente relación entre la realidad y la ficción, cuya discusión preocupó a Borges y muestra de lo cual son estas «Magias parciales del Quijote», donde, aunque el tema no sea sencillo, está tratado con sabiduría y sonrisas.



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ArribaAbajo Los temas de Borges

Martín Alberto Noel


Los asuntos que singularizan la prosa de Borges se manifiestan siempre a través de una concepción de poderosa originalidad. Esta resulta algo connatural al autor, que en momento alguno deja traslucir el esfuerzo de una búsqueda laboriosa. Dicho de otro modo, lo innovador e insólito constituyen la identidad del escritor, su ser profundo. Entre Borges y sus expresiones literarias no se descubren espacios intercalados. Más que la cotidianidad de lo real parece impulsarlo la necesidad de comunicar las fases sucesivas de su mundo interior, como si se sintiese urgido por el imperativo de confesar al lector la matizada complejidad de su mente.

Hay una tendencia, en algunos de los comentaristas de Borges, a subrayar en sus páginas un fondo de irracionalidad. Cabe el desacuerdo con tal dictamen de un sector de sus críticos. Por cuanto, detrás de la materia estética, se esconde un deliberado propósito de construcción literaria. El equívoco inherente a la interpretación mencionada aparece cuando se otorga a ciertos pasajes   —130→   de la obra borgiana un valor especulativo o la intención de llegar a una conclusión por medios dialécticos.

Para Borges la existencia no es más que un motivo para ejercitar su pensamiento, un aliciente portentoso para los juegos del raciocinio y la fantasía.

Los escarceos de la imaginación del escritor, siempre gratuitos, no responden a algo preconcebido. Bastará para verificarlo con detenerse en los temas que Borges aborda. Las estructuras cíclicas, la dependencia del azar, de la que no logramos librarnos, la tesis de la irrealidad planteada por el filósofo Berkeley y el rechazo de la noción misma de la identidad, no suponen sino pretextos, puntos de arranque, emancipados de cualquier forma de voluntad demostrativa.

Para Borges, las doctrinas filosóficas, que entreteje en sus libros con otras modalidades de su inventiva, han de considerarse como posibilidades apenas diferenciables de su narrativa, forjada con los elementos de una prodigiosa fantasía.

Nunca desconoció Borges el ascendiente de determinados autores sobre él. Más aún, reconoció explícitamente sus deudas literarias, la gravitación de modelos extranjeros o nacionales sobre su producción. Con sus lecturas de hombre de biblioteca, transfiguradas por el talento creador, abrió caminos a la literatura argentina de su tiempo. He ahí un sobresaliente aporte suyo. Con las influencias asimiladas y a despecho de ellas, remozó y enriqueció el acervo de temas que prolongaba fórmulas y tópicos archisabidos en nuestro ambiente. Elige, primero que nadie, puntos de vista desusados para enfocar el fenómeno artístico. Lo adocenado y remanido agobiaban a nuestra gente de letras. Borges hace prevalecer -cabe la reiteración- la fantasía en un medio argentino que sigue machacando hasta el hartazgo con el tradicional realismo y el costumbrismo de raíz española,   —131→   incansables en el afán de reflejar lo circundante, la rutina de la vida de las diversas clases sociales, en el marco del «conventillo» o los grandes salones. Pero no se limitó a echar en olvido la reproducción fiel de lo exterior, sino que da la espalda al tratamiento psicológico de sus personajes y se concentra en la forja de ejemplares humanos simbólicos o engendrados por imaginación. Esta doble superación de realismo y psicologismo encara al ser humano con las dimensiones de lo absoluto y lo arquetípico. Ya nada se centra en los problemas entre individualidades. La literatura cuestiona las situaciones conflictivas a la luz del tiempo sin término, de los arcanos de una subyacente realidad, cuando no de conjeturales designios de Dios.

Por supuesto, Borges presenta individuos con sus rasgos privativos. «Emma Zunz» se nos viene a la memoria como uno de sus caracteres mejor perfilados. Esto admitido, no puede cuestionarse que lo trascendente, la abstracción, son su materia favorita. Los filósofos ocupan un primer plano en lo tocante a sus preferencias temáticas. Y los interrogantes básicos que sirven de cimiento a la ontología presiden su obra. El desdoblamiento del espacio y el juego con el tiempo lo auxilian en la osadía de sus estructuras argumentales. Lo maravilloso o meramente extraño colaboran en sus tramas, las apoyan. Platón, más que Aristóteles, se amolda a los reclamos de su espíritu. Del sueño platónico de la unidad se nutre su aserto de que «en un hombre alientan todos los hombres». El género, no el individuo, es en él incitación preponderante. De ahí que poco o nada cuenten en Borges el contorno social y las vinculaciones entre personajes.

El ser, como se ha dicho, se erige en su preocupación obsesiva. A ese planteo central nos conduce la irrealidad de nuestra condición humana, trasuntada en los espejos   —132→   que nos duplican. Dédalos laboriosamente elucubrados, galerías ilimitadas y tenebrosas simbolizan el extravío sin remedio del hombre en lo insondable del tiempo y del espacio.

La duda sistemática y la conciencia de lo incognoscible y del misterio dictan una de sus constantes: la pregunta. Resulta difícil desentrañar en sus poesías, cuentos y ensayos convicciones arraigadas o la defensa de tal o cual creencia. La fórmula de un arte desinteresado, tan a menudo punto de controversia, rige para él de un modo irrefutable.

En sus ensayos y en sus glosas sobre temas literarios Borges no cae nunca en la nota informativa, sin vuelo, sino que luce la brillantez de interpretaciones invariablemente más atrayentes que los tópicos que las motivan. Su noción de que los vocablos se deterioran con el uso lo lleva a trascender la lengua, tratando de hallar permanencias, vale decir, lo que trasluce lo sustantivo del ser humano. Esto explica su tendencia a la creación de mitos poéticos. En antinomia manifiesta hace contrastar el desgaste de la temporalidad con la esencia eterna del mito.

En general, Borges explora zonas vírgenes de la literatura y extrae de ellas sus máximas posibilidades estéticas. Lo raro y lo ignoto acicatean su mente. Siempre consubstanciado con el platonismo, busca lo que está en el fondo de las cosas y de las almas, ahonda en ellas con la maestría de su inteligencia. El tiempo, preocupación mayor en Borges como se ha dicho, configura una de sus inquietudes dominantes. Lo evidencian «El reloj de arena», «Ajedrez», «La noche cíclica», «Una llave en Salónica», «El Golem», por citar solo algunos de ellos.

El estilo borgiano se nos antoja, en cierto modo, como un tema en sí mismo. En su juventud, el autor de «El Aleph» muestra afición por los asuntos locales y se regodea   —133→   con el empleo de un léxico genuinamente nuestro. Más adelante su lírica se despoja en parte de ese excluyente sesgo nacional, haciéndose más entrañable y expresiva de su intimidad.

En sus «letras» y, en particular, en sus milongas destinadas a la interpretación con guitarra, los músicos nacionales han encontrado materia prima para sus canciones. Esta es la senda escogida por el escritor para acceder al alma popular, a la vez que para perdurar en el recuerdo comunitario. En las ocasiones en que su yo se transvasa al verso, su acento privativo parece estar equidistante del patetismo y la modestia. Lo que se complementa con la memoria de fracasos y borrosas añoranzas.

El cultivo del «suspenso» no es la menor de sus cualidades como narrador. La multiplicidad de hipótesis que se abren en sus cuentos promueve la sorpresa del lector. Lo imprevisible de sus sabios finales trasunta el virtuosismo de su oficio literario. En «La forma de la espada», por ejemplo, el que culpa de una traición a sus ideales a alguien que no se nombra resulta, en el desenlace, autor él mismo de esa traición. En «El muerto» nos enteramos solo en las últimas líneas de que se le ha concedido el éxito y la fama al protagonista, porque ya ha sido tomada la determinación de darle muerte.

La dispersión de rumbos en los cuentos de Borges no justifica la exagerada insistencia con que se la subraya. El autor rehuye lo que resulta por demás manifiesto, por miedo a caer en el simplismo de la alegoría. A esta la destruye, además, con los matices de un permanente sentido del humor. Luego de una inicial fase ultraísta, Borges se afana por el logro de la austeridad estilística. Artífice de la palabra procura, empero, atenuar su sonoridad, su presencia dominante. La repulsa de los efectos retóricos y decorativos se erige, así, en una regla   —134→   que no admite excepciones.

Para Amado Alonso, eminente profesor español que ocupó la cátedra de Filología Romance en nuestra Facultad de Filosofía y Letras, la prosa de Borges obedece a una regla de «necesidad». Cada vocablo debe ir unido al que le sigue, como si un encadenamiento lógico inexorable imperase sobre la sintaxis de este maestro de la literatura contemporánea. Una sobriedad rayana con el ascetismo verbal pone su sello a la forma de expresión borgiana en cuentos y ensayos. Concisión y precisión, tal como lo han recalcado sus mejores críticos, son sus atributos más valiosos.

Abundan los lugares comunes en las impugnaciones de ciertos comentaristas del autor de Fervor de Buenos Aires. Se ha llegado por ejemplo a un esquematismo candoroso al plantear la antítesis del localismo a su vocación de universalidad. En verdad, la visión sin fronteras de su espíritu no es impedimento para la comprensión de nuestra realidad. Prueba patente de la comunión espiritual de Borges con su medio nativo la dan sus estudios sobre Almafuerte, Leopoldo Lugones, Evaristo Carriego, Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y José Hernández.

Jorge Luis Borges, como ocurrió con Rubén Darío, ha sobrepasado con su obra los límites de su país y de Hispanoamérica. Convertido en modelo prestigioso, los escritores más representativos del Viejo Mundo no han tenido reparo en reconocer la tutoría intelectual de este maestro de las letras argentinas. Así, Borges restituye a su vez, con el toque de su talento, las enseñanzas recibidas de la cultura europea.



  —135→  

ArribaAbajo Jorge Luis Borges o literatura

Adolfo de Obieta


Hijo mental de libros, padre de libros, hermano de libros, abuelo de libros, pariente de libros.

Nacido entre libros, criado entre libros, circula y transcurre entre libros, hablando de libros, componiendo libros, proyectando libros; se oculta entre libros luego de enriquecer con sus propios libros la literatura hispánica y aun la universal.

Pocos habrán leído más literatura de todos los espacios y tiempos, y soñado la venidera. Pues además de escribir ensayos a menudo sobre libros lejanos o antiguos, y vivido literariamente en Islandia o en Troya, pocos habrán habitado y celebrado más la Literatura o Yo mismo.

Hijo de escritor, pariente de escritores, con madre lectora y traductora, hermana artista y lectora, cuñado escritor, con antepasados y allegados vinculados a la literatura. Si no nace escribiendo y leyendo, es lo más parecido a un lector innato y un escritor innato, con algo de innatez prenatal, como si esas vocaciones no pudiera dejar de adivinarse que vienen de algún antes, de haber   —136→   Jorge Luis convivido de algún modo en días de Maimónides o de Milton.

«Leer es vivir». «Leo, luego existo». Pero para Borges leer es una experiencia aun mayor que vivir, y llega a reconocer la suya como una vida «consagrada menos a vivir que a leer».

Su vida como autor dura unos ochenta años; como lector, aun algo más. Su madre confiesa haber sabido, desde el principio, que su hijo «terminaría siendo escritor», modo de decir que empezaría siendo escritor; su padre sabía, por confesión de Georgie niño, su deseo de ser escritor, de modo que cuando más tarde se calificara como «un ser literario» no haría más que dar fe de su compromiso natal con las letras. Si a los seis años componía un relato de cuatro o cinco páginas, y a los nueve traducía páginas de Wilde, y en 1912 da a conocer «El rey de la selva», se ve que aunque acaso nunca concluyó su bachillerato ni cursó oficialmente letras o humanidades o filosofía, es seguro que como fiel poblador de bibliotecas y enciclopedias, para nada haya lamentado -ni nosotros lamentemos- no haber poblado universidades y facultades. Después llegaría el tiempo de ser honrado con doctorados honoris causa y disertar en las universidades más famosas. Tiempo al tiempo y espacio al espacio del autodidacta magistral.

Ochenta o más años desde sus fantasías verbales de niño hasta las últimas páginas que dicta; o sea que la idea hablada o escrita o la inventiva literaria, el juego estético con la palabra, dura esa inmensidad de años, fidelísimo a su infusa consigna vocacional: «ni un día sin una frase leída y una frase escrita», ni un solo día sin hacer o pensar o soñar o hablar literatura. A lo que habría que agregar, en un balance justiciero ya sin su presencia física, todas las lecturas y escrituras y soñaduras literarias inspiradas por su obra.

  —137→  

Pocos -o nadie más- nacidos entre nosotros para la vida literaria; pocos con más memoria para recordar centenares o millares de argumentos, escenas, pasajes de relatos o ensayos, versos, metáforas. Pocos más conocedores de la literatura literaria y de provincias vecinas de la literatura como la filosofía, la teología, la historia, la mística, el ocultismo, en que curioseó infinitamente.

Quién glorificó más noches o más caminatas conversando sobre tramas, temas, asuntos, idiomas, sintaxis, cosmogonías, aporías, metafísicas, escrituras. Quién vivió más en palabra, pensamiento y acción para la Literatura, entre títulos, páginas, mayúsculas, minúsculas, paréntesis, imágenes, gramáticas, puntos suspensivos, diccionarios, atisbando el sonido y, el sentido de las palabras, el Verbo y el Logos, lo dicho, lo sugerido. lo callado, lo ambiguo, lo transparente o lo borroso de las palabras, esos activos átomos constructores o destructores de universos sustitutos.

Aunque quizá no lo formuló, supongo que profesaba «La Literatura Maestra de Vida», más que la Historia o la Filosofía Maestras de Vida; qué puede enseñar más que los libros literarios, que los cosmos verbales, los abismos y los cielos poéticos. Si el Infinito, si la Eternidad, si el Ser, trasuntan un entrañable secreto primero o final, la Literatura puede y debe acecharlo y volverlo inteligible. ¿No se habla del Libro de la Vida, del Libro del Destino? La Vida está escrita en un Libro que hay que aprender a leer; lo mismo el Destino. Inteligencia, inteligir (inter-legimagenre) ¿no significa elegir o leer entre? Y la Biblia, ¿no oculta con su nombre griego el Libro de los Libros? El libro libera, leer libera, la letra libera, la Literatura (excelencia de la Letra) libera. Pensar puede ser demasiado, o presuntuoso, pero imaginar, inventar, escribir, jugar religiosamente a la palabra,   —138→   a las leales y rebeldes letras, o trascender de grafía o signo o sonido a sentido, a ser; ha comenzado la alquimia del Verbo. Tal vez muchos experimentos se pierden, pero de todos modos enseñan, o quedaría el recurso de la corrección; tampoco todos los experimentos de los alquimistas de la Materia triunfaron siempre.

Carisma de la invención genuina, neta, no repetitiva, la que enriquece de novedad y extensión al propio Cosmos. Inventar es, un poco etimológicamente, venir a existencia, incorporarse a la realidad física u onírica, refrescar la vida.

Esas andanzas de Jorge Luis Borges por los barrios dialogando efusivamente, pesando el valor de un frase, la gracia o desgracia de un adjetivo, la creatividad de una errata, el sortilegio de unos puntos suspensivos dejando que digan lo que no se dice por aquello de que nombrar puede aniquilar el prestigio persuasivo del Misterio. Saber empezar un texto, saber terminarlo, pero también saber aquí o allá alargar o retener o cortar, saturar de rasgos o escatimar precisiones...

Íntimo de libros y bibliotecas y librerías, su primer «empleo» con horario y sueldo fue en una biblioteca municipal cualquiera en un barrio cualquiera, al que debió renunciar por circunstancias conocidas, que dan pintoresquismo a su biografía. Pero quién no piensa en las apasionantes memorias que Jorge Luis Borges hubiera podido dejarnos sobre sus andanzas vigilando mercados, sus diálogos con oficinistas, orilleros, mercachifles de la economía y la política, de haber aceptado la permuta de destino burocrático. El emparentado con los Lafinur, los Acevedo, los Suárez, los Laprida, adquiriendo experiencia de feriantes y viandantes, no ceñido a transcurrir solitario por la Avenida Quintana donde a pasos de distancia moran los Borges Acevedo y   —139→   los Bioy Casares, tan cultos. Qué capítulo de memorias vívidas del imaginador de reyertas imaginarias entre cuchilleros y taitas, si Jorge Luis Borges al asumir la transición de bibliotecario a inspector de mercado la hubiera afrontado con el ánimo de sus antepasados y enfrentado eventualmente la persecución autocrática. Claro que Un imaginativo-inventivo como Jorge Luis Borges no necesitaba padecer en carne propia las groserías, pero seguramente, aparte del valor testimonial de la verdad -que poco cuenta para el arte- su crónica de alguna «unidad básica» no hubiera dejado de enriquecer con experiencias de historia y de sociología la experiencia literaria o mitológica. (No dejo de recordarlo en días dictatoriales, en una comida literaria en la zona del Once, aludiendo, con coraje cívico y personal, a la situación pública imperante, no sin riesgo de suscitar reacción de policías expeditivas. Su madre y su hermana supieron lo que pudo resultar de cantar Libertad en la calle Florida.)

En fin, en la relación Borges y Estado, o Borges y Fisco, o Presupuesto, o Burocracia, además del empleo municipal debe computarse un cargo con jerarquía de funcionario: director de la Biblioteca Nacional. También aquí nos hemos quedado sin lo que pudieron ser sus memorias sobre sus andanzas programando actos culturales, preocupándose por la conservación de libros valiosos, firmando planillas de variado carácter, comprobando la asistencia y promociones del personal, respondiendo a las preguntas del ministro o el subsecretario (a menos que en el decreto de nombramiento como director de la máxima biblioteca del país, se lo hubiera dispensado de todas estas mezquindades de la organización burocrática).

Alguna ley sigilosa hizo que Jorge Luis Borges pagara tributo al escalafón administrativo en los niveles pinche y director, en distintos tiempos y campos de ejercicio pero el   —140→   mismo rubro Bibliotecas, Libros; con muy diferente jerarquía entre la bibliotequita de la calle Carlos Calvo (a la que iba, como todos, en tranvía), y el ámbito de la Biblioteca Nacional con aire de templo del Libro o las Ideas en la calle México (a la que iría en auto oficial). Pero qué tentación tantálica para un devoto de la Literatura, transitar entre anaqueles cargados con toda la sabiduría y toda la fantasía del mundo, con inscripciones herméticas, textos en sánscrito o arameo, babilonio, celta; pero a la vez qué pena necesitar ojos y tiempo para leer, rodeado de estantes en que se almacenan millares y millares de papeles encuadernados, la inmensa mayoría quizá huérfanos de lector, a los que el bibliotecario y sus acólitos deberían en conciencia hojear de vez en cuando. ¿Alguna vez, en una siesta en la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges se habrá internado por algún corredor perdido, abriendo al azar un libro por piedad, para que no quedara doscientos años sin ser hojeado?

Quedaría por escudriñar imaginativamente si este hombre hecho por mitades de vida y de libro, alguna vez, secretísimamente, sin decir a nadie ni decírselo, no habrá deseado ser algo más, o algo distinto, de escritor; ser un zoólogo, un explorador, un amante famoso, un anacoreta en el Aconcagua, un químico, un hombre del montón sin genealogía ni biblioteca, feliz mirando las nubes o esperando el aguinaldo. La idea del Cosmos como una innumerable Biblioteca Universal al fin indescifrable, a la que nunca alcanzará a leerle la millonésima página, ¿no lo habrá entristecido alguna noche agnóstica? ¿Nunca lo habrá tentado un capricho exótico, como permanecer una semana sin leer ni escribir, preguntándose si el mundo seguía andando?

Me parece oír que Borges, con su gentileza habitual,   —141→   disipa mis dudas: «Morir leyendo y escribiendo, soñando versos o cuentos, entre libros bien escritos, es una digna muerte».

No se trata de enmendar el secular «Pienso, luego Soy», pero se lo podría explicitar con algo así como «Leer es Ser», «Leo, luego existo», «Ser es Leerse», «Escribo versos, luego soy».

Borges o Literatura. Literatura o Borges. ¿Sinónimos? ¿Alias? ¿A la Literatura no le hubiera desagradado jugar con el alias Borges, o Borgenia? ¿A Borges no le hubiera desagradado llamarse Biblión, o Librotón, o Palabro, o Inquisitio?



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ArribaAbajo La escritura como una forma de la felicidad

Rafael Felipe Oteriño


La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.


«La muralla y los libros» (Otras inquisiciones)                


En 1921, Borges regresa a Buenos Aires imbuido de una estética: «el ultraísmo». Tiene poco más de veinte años, ha realizado su primer viaje a Europa y, al pasar por España, se ha unido a dicho movimiento. Mucho se ha escrito y mucho ha dicho el propio Borges sobre este episodio. El cuadro sería, de acuerdo a ello, el siguiente: Borges profesa el ultraísmo durante esos años -que coinciden con la escritura de sus tres primeros libros de poesía-, para apartarse luego de sus postulados y concluir señalando, una y otra vez, que se trató, simplemente,   —144→   de la «equivocación ultraísta», suerte de pecado de juventud e inexperiencia.

Los hechos pueden haber sido cronológicamente así, pero el pecado -si de pecado puede hablarse en lo que no sería más que la evolución de una obra y la búsqueda de la propia voz- no fue tan grande como Borges lo señala. Si se leen con detenimiento esos libros buscando el imperio de la metáfora sorprendente, puede observarse que ya desde los primeros poemas existe una voluntad -tal vez inconsciente- de apartarse de las preceptivas del movimiento y buscar una modulación más cercana al goce verbal que, años más tarde, habría de postular como el verdadero reino de la poesía. Una voz más próxima al habla corriente, sugestivamente emparentada con el criollismo que vislumbra en las calles de un Buenos Aires de casas bajas y de quintas con verjas.

Los poemas de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, al tiempo de constituir una meditatio mortis que Borges prolongará a lo largo de toda su obra, no pueden ser leídos sino desde el intimismo de quien trasmuta su sentimiento a las cosas y busca a su vez que estas le revelen su misterio. Y esto, al margen de proclamas y manifiestos de fe innovadora, está más próximo a la elegía que al desafío; a la humildad de quien recibe el fruto de la inspiración, que a la arrogancia de quien inventa y expone el objeto de su invención.

¿Qué identificación de escuelas puede vincular esos versos iniciales con las afirmativas y voluntaristas construcciones que realizaban, en ese tiempo, Apollinaire y Huidobro en Francia y España? Ninguna, salvo el haber hecho descender el verso del pedestal en que lo habían colocado el romanticismo, primero, entronizando la figura del poeta, y luego el modernismo, centrando el   —145→   interés en las posibilidades sonoras del lenguaje. Lo que se advierte, en todo caso, es la entonación verbal rioplatense, teñida por la imaginería de los antiguos tangos dichosos»:


Las calles de Buenos Aires
ya son la entraña de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,
sino la dulce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocasos.



O este otro:


En busca de la tarde
fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde toda se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como ademán de hombre enlutado.



Los elementos insólitos, de una agudeza exigida -«entraña de mi alma», «fino bruñimiento de caoba», «grave como ademán de hombre enlutado», o, pocos versos más adelante, el adjetivo «pueril» referido a la estatua-, parecen estar poco menos que injertados en una trama básicamente lírica. Hay, pues, otra fuerza que lo empuja por detrás de la pretendida modernidad del canon ultraísta: una vocación estilística aplicada a los dictados de su sentir más íntimo.

No ha de ser casual que en 1928, un año antes de publicar Cuaderno San Martín, Borges indaga las   —146→   peculiaridades que acechan al escritor local -el impostado lenguaje de los saineteros, el no menos falso de los cultos-, inclinándose por el lenguaje de «nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad» (El idioma de los argentinos). Esto es, la lección de nuestra tradición que es, sin duda, la universal, cuestión que retoma en «La supersticiosa ética del lector» (Discusión, 1932): «Afirmo que la voluntaria omisión de esos dos o tres agrados menores -distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton- suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo».

Esta voluntad de abandonar la estética traída de España y de ahondar en una expresión menos barroca, más llana, directa en el decir aunque lateral en el enfoque del tema -en definitiva, más clásica en el sentido intemporal del término-, es lo que Borges habrá de hacer en los años siguientes.

Cuando en 1960 publica El hacedor, su lenguaje poético ya es otro. A la utilización del verso medido y de la rima -que pueden obedecer a la necesidad nemotécnica de recordar el poema durante su elaboración, ya que está privado de la vista- se suma una sobriedad en el lenguaje que sella la suerte de las imágenes gratuitas y se afirma en las que son verdaderamente necesarias para la intuición. A su vez, lo que antes pudiera ser afectación prosaica, será ahora fluir narrativo cargado de perplejidad metafísica, otorgando al texto la hondura filosófica que solo estaba embrionariamente contenida en los poemas juveniles. La idea de pérdida de la identidad personal que sobre nada el fuerte color local del poema «El truco», por ejemplo, reaparece universalizada, cuarenta años más tarde, en los versos de «Ajedrez».

  —147→  

Abandonada la estética ultraísta, libre de las escuelas literarias que se insinuaron en la época -el neorromanticismo de la primera mitad del siglo, el surrealismo -degradado, según él, a comercio-, la experimentación vanguardista, el vitalismo latinoamericano, el hermetismo ungarettiano de posguerra-, Borges define una voz absolutamente personal, lograda en base a tres componentes: persistencia del elemento narrativo (acompañado a menudo por la práctica de la enumeración); elaboración del poema a partir de factores culturales enmarcados en un cierto distanciamiento (míticos, literarios, históricos, geográficos o fruto del entrecruzamiento de lo autobiográfico y lo ficcional); cuidado de la forma y de la musicalidad del verso (inequívoca asimilación de las enseñanzas de Valéry e, inclusive, de Flaubert, y entre sus contemporáneos, de Banchs y de la relectura de Lugones).

Precisión y tacto podrían ser las palabras que lo definirían: precisión, por la búsqueda de la palabra adecuada, del vocablo nacido para la frase, aquel que sale mejor de los labios, el que no distrae con su sonoridad exacerbada ni con su colorido inoportuno, el que no nos desvía de la dirección a que apunta el poema; tacto, pues habrá de evitar el énfasis y todas aquellas palabras que, teniendo un equivalente más apagado, puedan ser sustituidas sin pérdida para el significado.

«Me jacto de haber llegado a cierta sencillez», responderá a la pregunta sobre si ha cambiado en la forma de escribir. Que las palabras, aunque armoniosas, no se antepongan entre el autor y el lector, que la situación dramática sea más nítida que las palabras que la expresan. Tal es su enseñanza: la poesía hecha no para sorprender por las habilidades retóricas, sino por la intensidad o belleza del pensamiento.

Prueba de esto es la corrección de sus viejos textos   —148→   realizada en ocasión de publicar su obra poética a partir de 1943 y, sobre todo, en la primera edición de su Obra completa de 1974. Con suerte diversa, se observa la voluntad de quitar todo lo que pudiera entenderse como labia, juego verbal, señal de escuela, recurso estilístico. «Tecniquerías», como da en llamarlas, apelando a la expresión de Unamuno. Las correcciones son múltiples, aunque de grado decreciente en cada poema y en cada uno de los libros sujetos a revisión. Donde decía:


Las calles de Buenos Aires
ya son la entraña de mi alma.



quedará reducido al más escueto:


Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.



Su propósito es claro, no su suerte, pues el poema, corregido desde otra temperatura espiritual y lejos de la inspiración que le dio vida, sufre la ruptura de su dicción casi conversada. Mas lo que importa es lo que lleva a Borges a realizar estas correcciones. «Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es», ha dicho citando a Carlyle. Su propósito no es otro que el de lograr una expresión en la que se cumpla con eficacia -eficacia, palabra que repite más de una vez- esa amalgama de música y sentido que el poema es.

¿Qué poemas salva? Si nos atenemos a su propia selección, podemos destacar: «El general Quiroga va en coche al muere», «Fundación mítica de Buenos Aires», «La noche que en el Sur lo velaron», «Poema de los dones», «La noche cíclica», prefigurado, por oposición, en el irrepetible abrazo de Matilde Urbach; también «Poema conjetural», «El otro tigre», «Página   —149→   para recordar al Coronel Suárez», las dos versiones de «Límites», «El Golem», «Una rosa y Milton».

¿Qué observamos en ellos? Más allá de alguna palabra rebuscada en el primero («y la luna atorrando por el frío del alba», que en edición posterior será atenuada por «la luna perdida en el frío del alba») o locuciones coloquiales como «muerte de mala muerte», sustituida luego por «la muerte, que es de todos», se observan en estos poemas -separados algunos de ellos por más de veinte años- dos fuerzas que se complementan: por un lado, la apelación a una forma (el verso medido y musical capaz de sobrevivir al tiempo, el no menos riguroso verso libre portador también de una cifra); por otro, la idea de dispersión, de pérdida, de desaparición de la conciencia, de olvido como promesa última, que amenazan a lo existente (Quiroga: «ya muerto, ya inmortal, ya fantasma»; Buenos Aires: «tan eterna como el agua y el aire»; el tiempo circular como una fatalidad, más que como una recuperación del pasado, en «La noche cíclica»; la disolución final en el monólogo de «Poema conjetural»; esa cadena de infinitos tigres que no permiten dar con el verdadero tigre, en «El otro tigre»; la reducción de la vida a una memoria, una fecha o un lugar, en «Página...»; la levedad de ambos «Límites»; y, por fin, la rosa de Milton que es salvada por virtud del verso que, al nombrarla, la construye: «Deja mágicamente tu pasado / inmemorial y en este verso brilla»).

La síntesis es clara: a las fugas a que nos somete la realidad no hay otra respuesta que el lenguaje del arte que las organiza. Al acoso del tiempo -que mina todo destino personal, difuminándolo en una multiplicidad de seres sujetos a desaparecer en su individualidad-, la asunción de un mundo imaginario y, a la postre, literario como verdadera realidad. Un orden que es asimismo un orbe superior a la instancia humana que le da origen,   —150→   pero que configura esa instancia.

Otros dos poemas vuelven sobre la idea de la justificación de la vida a través de la escritura: «A un poeta menor de la Antología», a quien, de todas las glorias posibles, solo le está reservado haber oído al ruiseñor, una tarde: «la voz del ruiseñor de Teócrito»; el referido a Whitman poco antes de morir («Camden, 1892»): «Casi no soy, pero mis versos riman / la vida y su esplendor». Y muestra de la invocación de la forma como custodio de lo existente es «A John Keats (1795-1821)», llamado a perdurar por haber vislumbrado dos arquetipos: «el alto ruiseñor y la urna griega».

Esto es lo que Borges ha remarcado, a espaldas de escuelas e istmos. Al publicar en 1969 Elogio de la sombra, dice carecer de una estética. Señala que el tiempo le ha enseñado algunas «astucias»: eludir los sinónimos; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; simular pequeñas incertidumbres; narrar los hechos como si no los entendiera del todo; por fin, recordar que las normas anteriores no son obligatorias y que el tiempo se encargará de abolirlas. En los libros siguientes reitera la idea: «Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética particular. Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco...»; «Las teorías pueden ser admirables estímulos [...], pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo».

Habrá que buscar en otro libro, La rosa profunda, para encontrar alguna precisión. Allí deja traslucir que su condición no es otra que la de «vate», en su sentido arcaico: como adivinador, auscultador, descifrador de lo enigmático que nos rodea; el que somete el misterio. «Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de la obra», menciona. «Hay un don, que se recibe o no se recibe».

  —151→  

Una tarea solitaria, pero dichosa en su realización, que se mide por la felicidad que depara más que por los resultados siempre azarosos. Como en Joyce -otra de sus figuras-, de quien confiesa no haber leído el Ulises («como el resto del universo»), pero cuya labor destaca: «Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra / un solo hombre valiente, / qué importa la tristeza si hubo en el tiempo / alguien que se dijo feliz, / qué importa mi perdida generación, / ese vago espejo, / si tus libros la justifican».

Esta, entiendo, ha sido su antiestética -o su multiplicidad de estéticas: tantas como escritores y obras pudieran existir e, inclusive, como lecturas pudieran hacerse de esas obras-: la palabra circunstancialmente justa, puesta a revelar, en su detalle, lo secreto y maravilloso de la existencia.



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ArribaAbajo Recurrencias80

Gerardo H. Pagés


También en el campo de las letras tejen y destejen sus combinaciones los juegos del azar. Pero, según dijera Borges, este es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al mundo infinito de efectos y de causas.

En 1893, Buenos Aires vivía saturada de efluvios horacianos. Magnasco publicaba, adelantándose a Mitre, su versión de las Odas del poeta de Venusa, de cuya muerte se cumplían diecinueve siglos. Lógico era que Rubén Darío, receptor sutil y creativo, alquitarase esos zumos y publicase en La Tribuna (18-12-1893) porteña su «papiro» en prosa titulado «Respecto a Horacio», donde presentaba a un imaginario personaje, Lucio Galo, quien, convencido de que el poeta latino atizaba la pasión «del más odiado de sus rivales», iba a cortar con un hacha el tronco de aquel árbol que estuvo a punto de aplastar al venusino, según este nos relata, con insistencia casi   —154→   obsesiva, en sus piezas lírica (Odas, II, 13, 11 ss.; II, 17, 27 ss.; III, 4, 27).

«Yo, Lucio Galo...», reitera en su confesión el frustrado homicida. Y el mismo Darío, ese año de 1893, en poesía titulada «Metempsicosis», publicada mucho más tarde en El canto errante (1907), insiste: «Yo, Rufo Galo...», alterando el nombre.

A través de los versos de Rubén nos llega la voz de Rufo:


Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. [...]
Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.


Con cierto orgullo de amador favorecido, recuerda:

Y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.

Pero de nada le valdrá la fugaz preferencia de la tornadiza reina:


Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
Eso fue todo.


Cuatro años más tarde, Leopoldo Lugones, en otra composición que lleva el mismo título («Metempsicosis», 1897), aparecida en Las montañas del oro, nos dice:

...sobre el filo más alto de la roca, - ladrando al hosco mar estaba un perro:

  —155→  

Sus colmillos brillaban en la noche - pero sus ojos no, porque era ciego. [...] Vi que mi alma con sus brazos yertos - i en su frente una luz, hipnotizada - subía hacia la boca de aquel perro, i que en la hambrienta boca se perdía.


Y concluirá:

Entonces comprendí (¡Santa Miseria!) - el misterioso amor de los pequeños: [...] i en las prostituciones de tu lecho - vi esparcidas semillas de azucena. - i aprendí a aborrecer como los siervos; - i mis ojos miraron en la sombra [...] ¡I yo era un perro!


Borges, que cita ambos poemas en sus obras y que elogia el de Darío como «tal vez el más hermoso de los suyos» (Siete noches, 1981), nos presenta en su cuento «El inmortal» (El Aleph) la historia de un personaje que transita por los tiempos. Se nos aparece como Marco Flaminio Rufo, tribuno que, en clara reminiscencia horaciana, confiesa haber militado sin gloria (et militavi non sine gloria, Odas, III, 26, 2) en una de las legiones de Roma. Nos dice, además: «Un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme...».

Aquí este Rufo, con su bárbaro acompañante, es preanunciado también por Robert Louis Stevenson, quien en The Silverado squatters (1883), al referirse a la familia Hanson («The hunter's family»), nos habla de Rufe (a contraction for Rufus?) y de su bestial seguidor, the most inmitigated Caliban I ever knew. Y continúa Borges:

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así te puse el nombre de Argos   —156→   y traté de enseñárselo. Argos -le grité- Argos.

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace ya mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol. [...]

Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.


Así concluye esta etapa.

El Rufo de Borges no es devorado por los perros, como en Darío, ni sube hacia la boca del can para asimilarse en él. Ahora quien se metamorfosea es el servidor. el hombre de la tribu que había seguido a Rufo como un perro encontrado «en la boca de la caverna». La narración, que Borges supone hallada en un manuscrito, entre las páginas del último tomo de la traducción de la Ilíada hecha por Pope, al evocar la metempsicosis del pobre troglodita, suscita el recuerdo del poeta Ennio, que en el siglo II a. C. se creyó inspirado por el propio Homero (Anales, I, frag. 5), por lo que no faltó el escoliasta que afirmara que el cantor de la Ilíada había transmigrado en el de los Anales romanos (Schol. ad Pers. Prol. 2-3: Tangit Ennium qui dixit se vidisse per somnium in Parnaso Homerum sibi dicentem quod eius anima in suo esset corpore), tema al que alude Cicerón en el Sueño de Escipión (De re publica, VI).

Ocioso parece hurgar en otras fuentes, pues el tema se pierde en los tiempos. En Occidente, a partir del orfismo, lo hallaremos en la filosofía griega (Pitágoras, Empédocles, Platón y los neoplatónicos), en Luciano y en los poetas. Si nos orientamos, encontraremos en los Upanisad la idea del curso indefinido de existencias   —157→   (samsimagenra) que influiría en el budismo. Como sabemos, estos aspectos atrajeron a Borges, quien con Alicia Jurado publicó un trabajo sobre Qué es el budismo, donde hay un capítulo dedicado a las transmigraciones, y donde se recuerda que el asesino de un brahmán encarna en el cuerpo de un perro.

Alguna vez dirá (Revista Somos, 8-3-1985): «Puede ser [...] que uno después de todo lo que tuvo que pasar, en vez de descansar vuelva a renacer y siga viviendo...». En «Otro poema de los dones» manifiesta, en reminiscencia lingüística paralela a la de Argos:


Gracias quiero dar [...]
por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos,
hablé en Nortumbria.


Los temas se repiten. Las situaciones, también. Por ello, señalará que «una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo y que todos los autores son un solo autor» (Otras inquisiciones). Por momentos parece empeñado en probarlo, aunque las transmigraciones le interesen, por sobre todo, como elemento literario («Los teólogos», «Las ruinas circulares») y no como ese problema vital que inquietó a Darío, a Lugones y a los «arduos alumnos de Pitágoras», aquellos que creían que «los astros y los hombres vuelven cíclicamente» y que «volverá toda noche de insomnio», si bien Borges previene («La noche cíclica», en El otro, el mismo, 1964):


No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica.


  —158→  

Y agrega a continuación, como afirmándose en la tierra, su tierra:


Pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo.
Que es de los arrabales. [...]
Ahí está Buenos Aires.


Con calles que repiten los pretéritos nombres de su sangre y con plazas agravadas por la noche sin dueño.

Limitémonos, pues, a las recurrencias terrenas, pues el mismo Borges, hablando de Nietzsche y del eterno retorno, ha dicho que el filósofo, luego de escribir un libro sobre los presocráticos, donde se ríe de la doctrina de la historia cíclica, con el correr de los años se olvida de todo eso y entonces cree haber descubierto el eterno retorno de sus lecturas juveniles. Y nuestro escritor confiesa:

A mí me pasó algo idéntico. Yo escribí un cuento de un individuo que se encuentra consigo mismo [...] cuando era joven81. Después descubrí que ese argumento yo lo había leído en un libro de Papini, que se llama El piloto ciego. Lo leí cuando tenía diez u once años; lo había olvidado, y después creí inventarlo. La verdad es que lo había inventado en el sentido etimológico de la palabra, ya que inventar quiere decir descubrir


(Reportaje en Pájaro de Fuego, abril-mayo de 1978).                


En 1984 Borges retorna a Horacio, y en su libro Atlas, que contiene sentidos testimonios, nos refiere («Las islas del Tigre»):

  —159→  

Hace muchos años, el Tigre me dio imágenes. [...] Esas imágenes me servirán para erigir un monumento sin duda menos perdurable que el bronce de ciertos infinitos domingos82. He recordado a Horacio, que sigue siendo para mí el más misterioso de los poetas.


Antes, en «The thing I am» (Historia de la noche, 1977), había declarado:


Soy [...]
el tardío escolar de sienes blancas
que en la penumbra escande un temeroso
hexámetro aprendido junto al Ródano, [...]
el que quiere morir enteramente83.


La alusión a sus estudios clásicos del bachillerato ginebrino se asocia a la reminiscencia horaciana. Y como en «El inmortal», en que Rufo milita sin gloria, contradiciendo el texto del venusino, que proclama et militavi non sine gloria, ahora, con un sentido mucho más profundo, quiere morir enteramente, oponiéndose al «Non omnis moriar» (Odas, III, 30, 6). Para que no queden dudas de su oposición a perpetuarse, siquiera sea en la fama de los hombres, conforme a la cumplida esperanza horaciana, repetirá: «Querría ser borrado por la muerte, y luego olvidado» (El Día, La Plata, 15-6-86). Ante esta declaración, recurre al recuerdo de aquel otro poeta que pidió, en su última instancia de un recreo   —160→   del Tigre, que respetaran su deseo de olvido. Borges, que le había dedicado más de una página, confesaría («Dos palabras antes de morir», reportaje en Siete Días, 12-4-79): «¡Qué bueno era poder sentir la gravitación y la presencia de Lugones!».



  —161→  

ArribaAbajo Los «juicios finales» de Borges

Federico Peltzer



I. Introducción

En muchas oportunidades Borges manifestó su predilección por las antiguas sagas, los libros que contenían relatos cuyos héroes llevaban a cabo hazañas o empresas memorables. Quizá por eso cultivó con tanto acierto el cuento, género derivado de la épica y donde es usual, más aún, imprescindible, que la acción no decaiga hasta el desenlace.

Distinta fue su actitud -y no podía ser de otro modo- al abordar la poesía lírica. Si esta supone la efusión más o menos intensa del yo, según sea la materia propia del poema, el temperamento del autor y hasta la escuela o el movimiento predominantes en su tiempo, el yo lírico siempre halla ocasión para manifestar su gozo, sus perplejidades, su dolor o su asombro ante el mundo que lo alberga. Influirá asimismo el momento en que brote el poema, sea por circunstancias del destino personal, la edad o la visión condicionada por múltiples factores.

  —162→  

Borges, conciso y hasta distante en sus narraciones, aparece mucho más cercano en sus poemas; y si es siempre el mismo -con sus obsesiones y su peculiar cosmovisión-, su modo de traducirlas en la obra se desnuda ante el lector y se confiesa, con máscaras o sin ellas, en sus poemas. Podrán aparecer harto visibles en ciertos casos, como en el «Poema conjetural» o en los sonetos de «El ajedrez», y hasta se advertirá cómo ironiza consigo valiéndose de un personero, como en «Baltasar Gracián»; pero también se brinda inerme y nostálgico, lúcido para discernir lo perdido o patético ante su finitud: «espacio y tiempo y Borges ya me dejan» («Límites»). Siempre surge en sus poemas mejores, a medida que el poeta crece y el hombre declina, la sensación de lo irreparable en su ausencia, o la puerta de acceso a un paraíso imaginario cerrada para siempre: «Soy el que ve las proas desde el puerto», escribe en «Yo».

Me propongo abordar lo que podría considerarse un poético repaso de su trayectoria, en tres momentos de su vida: la juventud, la madurez plena, la vejez. En esos poemas traza un balance de lo vivido y aventura una especie de «Juicio final» acerca del propio ser. En el primero habla el joven Borges y enumera lo hecho, lo vivido hasta entonces; en el segundo, ya maduro, cede la palabra a una voz que le recuerda su tránsito por el mundo y algo esencial le reprocha; en el tercero, el poeta se vale de una figura ilustre: esta medita sobre sí, pero a nadie escapa que Borges se está juzgando a sí mismo.




II. El balance juvenil

Luna de enfrente (1925) es el libro que puede esperarse de un joven de regreso en su país. Se ha educado en Suiza, pasado por España y recibido la influencia del   —163→   ultraísmo. No le merecen demasiado respeto las figuras consagradas: decididamente, y como otros, quiere retorcer el cuello a los cultores del cisne de Darío. Supone haber vivido lo bastante, a esa altura, como para permitirse un balance. Quizá por eso titula «Casi juicio final» a su poema. No se anima a proclamarlo definitivo, porque tiene pocos años y quedan vastos horizontes por explorar. Habla de sí con aprobación y entusiasmo. En los tres primeros versos ensaya una introducción para lo que se propone enumerar. Se instala en la noche y vaga por las calles de algún barrio, como hizo tantas veces con sus amigos, según ha referido: «Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la noche». El ocioso está disponible para «soltarse» ante las mil posibilidades de la noche. Ya que ha invocado a esta cree necesario añadir una metáfora, especie de cuota debida al credo ultraísta: «La noche es una fiesta larga y sola». Su ocio no ha sido tal, como se verá; por eso acude a dos verbos: «me justifico» y, más aún: «me ensalzo».

A partir de ese momento comienza la enumeración de sus actos. Ante todo, ha sido testigo. ¿De qué? Del mundo y precisa, «su rareza». Ha cantado una tersura periódica (la luna) y otra que permanece apetecible para el querer cotidianamente casto: las mejillas. El largo verso que sigue se vuelve a otro amor: Buenos Aires (no ya aquella Ginebra del joven disciplinado). Lo prueba la doble referencia contrastante: arrabales y solares, hermanados por su infinitud. Vuelve a las calles en cuyos horizontes ha visto nacer sus salmos, sus alabanzas, al punto de «soltarlos» (no pronunciarlos, no cantarlos) como pájaros celebratorios. Esos salmos traen sabor a lejanía, porque ya sabe de estas el joven.

Los dos versos que siguen marcan una diferencia que suena vagamente a jactancia poética: ha dicho «el asombro de vivir donde otros dicen solamente costumbre». En   —164→   otras palabras, no ha vivido deslizándose, sino descubriendo. El otro verso, también extenso, marca una distancia literaria. Ha enfrentado a los tibios, a los poetas de las cómodas rutinas, para encender en ponientes su voz, movida por las dos fuerzas, o las dos evidencias, que sintetizan el drama del hombre: el «todo amor» y «el horror de la muerte».

Acepta otra dimensión para su quehacer, que pronto identificará: santificar a los antepasados de su sangre (los hombres del coraje, de cuya memoria jamás se apeó) y los hombres del saber (que poblaron su visión de un posible Paraíso). Sigue un verso breve que refirma su conciencia de ser, avalada por su hacer: «He sido y soy». Intenta demostrarlo con el largo verso que sigue y contrasta: su «pensativo sentir» no se ha limitado a ser tal; lo ha trabado, entretejido con «fuertes palabras» para que permanezca. Y advierte: tal sentir pensativo pudo haberse disipado en ternura. Esta no basta, porque es efímera, hay que fijarla a través de la poesía.

Los versos imponen un alto en esta enumeración de satisfacciones: el hombre celebrante, el hacedor, se ve ensombrecido por algo que no lo abandona: «el recuerdo de una antigua vileza». Necesita reiterarlo, reforzado con la comparación: «como el caballo muerto que la marea inflige a la playa». Es harto consciente de aquella vileza cuyo recuerdo pesa tanto a la hora de celebrar.

«Sin embargo», los versos siguientes lo ayudan a disipar esa sombra: las dos compañeras iniciales aún están a su lado: las calles, la luna. Otros consuelos le permiten echar a un lado el recuerdo de la vileza: el agua sigue siendo dulce, las estrofas -la poesía- equivalen a otra agua que no le niega su gracia. Posee, de tal modo, los dones para saciar su doble sed.

El último verso es la confesión de un estado: siente «el pavor de la belleza». Cuando esta, cualquiera sea la   —165→   concepción que de ella nos forjemos, se manifiesta como pavor, cuando aparece con todo lo que de numinoso encierra, el ser es un elegido, no puede renunciar a su papel. Por eso, en el último verso, comienza por apoyarse en esa afirmación: la belleza inspira pavor. Y enseguida: es alguien solo, está solo, como lo está siempre el hombre ante los grandes misterios, el de la belleza entre otros. Su soledad es una gran luna y ella lo perdona. Ha quedado atrás el recuerdo de la antigua vileza. Lo cotidiano que se insinuaba al comienzo del poema se ha elevado a otro plano: aquel donde mora lo absoluto. De ahí la indulgencia y el perdón. El joven Borges está seguro de su lugar en el mundo, ha aprobado el primer juicio final, de la mano -eso sí- de una peligrosa intercesora: la soledad.




III. La verificación del hombre maduro

Varios años después publicó en el suplemento literario de La Nación un poema, «Mateo XXV, 30», fechado en 1953, incluido luego en una antología que abarca desde sus libros juveniles hasta poemas recientes84. Ahora no es el joven Borges quien habla de sí; una «voz infinita» le dice «estas cosas, no estas palabras», en una situación singular. Ha elegido un buen escenario: el primer puente de Constitución, desde el cual se puede contemplar el laberinto de vías por donde circulan trenes que parten para el sur predilecto. No es de extrañar que ante esos trenes y en el intrincado cruce de vías, experimente una sensación de infinito. Frente a ese panorama repasa los sucesos de su vida, a través de un inventario caótico (y   —166→   al par coherente) de sus obsesiones. Concluye con un lapidario balance de los resultados.

El poema se compone de una brevísima introducción, que consta de tres versos, y luego el discurso con que la voz enuncia, como he dicho, las obsesiones del poeta; después de lo cual la voz emite el juicio final, no absolutorio esta vez sino urgente en su reclamo. Hay una conminación contenida en él, y concuerda con el título que remite al Evangelio: «Y a este siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes». ¿A quién podemos llamar «siervo inútil», a quién alude el poeta? Al que no obra de acuerdo con el don que le fue concedido.

Tras la situación en el lugar hallamos una clara metáfora: «fragor de trenes que tejían laberintos de acero». La arraigada obsesión por los laberintos se ve aumentada, en este caso, por su dureza; además, puede imaginárselos en fuga hacia todos los rumbos. La confusión se acentúa con el verso siguiente: «Humo y silbidos escalaban la noche». Teje el poeta, brevemente, un panorama casi infernal, o en todo caso previo a una instancia última. No es de extrañar lo que sigue: «Que de golpe fue el Juicio Universal», el propio, no el de toda la humanidad. Entonces una voz infinita surge del fondo del ser (porque el juicio solo a él atañe) y dice cosas, no palabras, cosas que son la pobre traducción de una sola palabra, ya veremos de qué naturaleza.

A partir de ahí, y hasta la reflexión final, que esta vez no asume el poeta como en la poesía juvenil, sino la voz que le habla, comienza la enumeración.

Su contenido -dije- es caótico, aunque solo aparentemente. Desfilan las obsesiones del hombre Borges, las mismas que se harán temas en su obra literaria. No pueden guardar un orden lógico, porque no es observando aquel como afloran en la conciencia. Examinemos su sentido.

  —167→  

Comienza por lo que supera en altura al hombre y acaso determina su destino: las estrellas. Sigue el alimento cotidiano, emblema de todo sustento terrenal: el pan. Y, acto seguido, el otro alimento, «las bibliotecas orientales y occidentales» que ocuparon sus días ávidos de lecturas interminables. El verso siguiente es más heterogéneo: naipes, asociados al azar grato a Borges, y hasta con cierto matiz orillero; y también «tableros de ajedrez», el juego de las sutilezas intelectuales, evocado en dos poemas y elevado a categoría metafísica como imagen del mundo humano («¿Qué Dios, después de Dios, la trama empieza...?»). Los tres términos que siguen, en plural, recuerdan un contorno urbano: «galerías, claraboyas y sótanos». Aportan una vaga reminiscencia de las casas familiares, frecuentadas tiempo atrás; permiten orientar los pasos, penetrar la luz o preservar claves y misterios (como en el cuento «El Aleph»).

Pasa de inmediato a lo personal: el propio cuerpo que sirve de vehículo «para andar por la tierra». Y en él las uñas, la parte más inquietante de ese cuerpo mortal, porque son lo que crece aun después de la muerte. El siguiente verso parece encerrar, en su relativo hermetismo, una contradicción. Por una parte «sombra que olvida». La sombra es el fantasma del «cuerpo mortal» y es capaz de olvido, un don que aquel no posee («Sólo una cosa no hay: es el olvido»). Por otra, el verso alude a los «espejos que multiplican» y ensanchan peligrosamente los confines del mundo. Tales espejos están calificados con el acierto de costumbre; los personifica con una palabra: atareados. Tarea afanosa la suya por ensanchar el mundo, o por multiplicar lo que es único: los seres, las cosas singulares. Como para atenuar el poder de estas inquietantes presencias, introduce un verso que alude a la música (el arte quizá menos cercano a Borges); habla de sus declives, es decir, pendientes,   —168→   deslizamientos dóciles; la música es «forma del tiempo»; por serlo puede domesticar la rigidez de su transcurso, hacerlo confiable y sin duda placentero para el hombre: en el tiempo de la música aquel olvida el tiempo de la finitud.

La referencia a las «fronteras del Brasil y del Uruguay» a «caballos y mañanas» trae un matiz personal reconocible, a través de las múltiples alusiones de su obra acerca de la juventud y la memoria de los antepasados. Están en sus cuentos, en varias entrevistas, en sus recuerdos: los paseos con Amorim, la frecuentación de los paisanos, el caballo emblemático de la tradición heredada por la parte de sangre criolla que le toca, en cuyo torrente se mezclan por igual la española y la portuguesa originales. Sin interrupción se suceden «una pesa de bronce» (la inminencia de un objeto de uso, tal vez para sosegar papeles) y una obra literaria: «la Saga de Grettir», heroína noruega preferida, junto con otras, entre las antiguas literaturas nórdicas que ocuparon buena parte de sus años de lectura. El álgebra contrasta con lo que evocaba acción; es la ciencia de los árabes, trasmitida a occidente, instrumento y clave de algunos de sus cuentos. Y junto a ella -toda elaboración intelectual, cálculo, símbolos-, el fuego consumidor, violento. Quizá por eso convoca de inmediato a «la carga de Junín en tu sangre». Junín, la batalla donde solo se peleó al arma blanca, fue un duelo de corajes comprometidos a muerte; en ella se batió uno de sus antepasados, por eso vive en la sangre deseosa del valor físico ausente.

Mucho ha vivido, y lo expresa con una metáfora: «días más populosos que Balzac», días apretados entre gentes, sucesos, sin duda pensamientos y obsesiones; populosos como las novelas de Balzac, abigarradas en su papel de espejos de una sociedad tan variada como   —169→   numerosa. Y tras esa convocatoria a multitud de criaturas y sucesos, un verso de sencillez admirable, porque su presencia importa un salto absoluto, desde el tumultuoso panorama, a la paz y el recogimiento: «el olor de la madreselva». Queda de tal modo preparado el clima para una dimensión que parecía demorada: el amor y sus vísperas, evocados sin más comentarios; aunque las vísperas ahí presentes parecen así más valoradas que el amor cuando irrumpe reconocible. Ello quizá explica lo que sigue: «recuerdos intolerables». Sin decirlo, las vísperas rescatadas y el amor convocan inevitablemente recuerdos que duelen hasta lo intolerable.

Otra dimensión falta, aquella en que la conciencia deja de gobernar y da paso al sueño, un «tesoro enterrado» que solo «el dadivoso azar» puede descubrir. Sigue algo que, a esta altura, significa una extraña demora, tratándose de Borges: la memoria, que el hombre «no mira sin vértigo», porque todo él es memoria (y bien lo supo el poeta).

A partir de aquí la voz que ha dicho esas «cosas» intenta recoger los dones enumerados: «Todo eso te fue dado». Algo más añade, como para justificar el final reproche lapidario. Si ha desperdiciado esos dones que le prodigó la vida, no le ha sido ahorrado «el antiguo alimento de los héroes», «la falsía, la derrota, la humillación». Recuerda a «la antigua vileza» sobre la cual insistía en el otro poema. La falsía no ha evitado la derrota, y esta ha significado humillación. Poco hay para gloriarse. La voz, entonces, se hace mensajera de quienes prodigan los dones. Habla en plural, representa a quienes dispensan las mercedes. El comienzo del verso presagia lo que seguirá: «En vano». ¿Qué fue dado, qué se hizo en vano? Enumera: «te hemos prodigado el océano», el mar superlativo, con su connotación de infinito y de regazo de la vida. Reitera: «en vano». Ahora se trata del   —170→   sol, fuente de luz, motor de esa misma vida, reconocido como tal por los poetas vitales, cuyo arquetipo es Walt Whitman, con sus ojos de asombro ante la presencia de tanta maravilla.

Los dos últimos versos importan una sentencia. El primero sintetiza: «Has gastado los años» (la vida que le fue dada con prodigalidad) «y te han gastado» (el propio yo, poseedor de esa vida, también está gastado). Y el remate: «Y todavía no has escrito el poema». El escritor ha malogrado su razón de ser, de vivir: usar el don para escribir el poema que contenga y sintetice lo recibido, sufrido y gozado; la vida entera.

Ya no nos hallamos ante el joven que se perdona tras repasar lo hecho y lo vivido. Ahora habla otra voz, una voz interior innominable pero no imposible de identificar. Es el balance del hombre que se desdobla para mirar su vida y reconocer lo que recibió, lo que hizo con ello y, fundamentalmente, lo que no hizo. «Mateo XXV, 30» es la toma de conciencia de un fracaso. O, tal vez, de la distancia que media entre la ambición del creador y lo que sus fuerzas pueden alcanzar.




IV. Vivir y no vivir

La tercera etapa se relaciona con el hombre que, al borde de la vejez, puede abarcar la vida con perspectiva suficiente y, más que en la creación literaria, hacer el balance de aquella.

El soneto «Emerson», también aparecido en el suplemento literario de La Nación, está incluido en la Nueva antología personal85, comprensiva de verso y prosa (1968).

  —171→  

En él Borges no habla de sí, como en «Casi juicio final», ni repite lo escuchado de una voz interior, como en «Mateo XXV, 30». Convoca a una figura señera dentro del pensamiento americano, la del humanista Ralph Waldo Emerson, admirador de Montaigne (padre del ensayo) y maestro de escritores de su país y de Inglaterra, donde residió temporariamente. El bostoniano Emerson fue un espíritu marcado por la meditación, el estudio y el afán didáctico, presentes desde su juventud. Su obra comprende varios géneros (incluida la poesía), pero quizá fueron los ensayos (transcripción de numerosas conferencias) los que le dieron fama, no solo en el «continente», como recuerda el verso trece, sino en el mundo. Borges, consciente de lo ya realizado, intenta una trasposición, se identifica con el maestro del Norte e imagina lo que este habrá sentido en la vejez, ya realizada la obra y alcanzado renombre, al contemplar su vida.

El soneto comienza por dibujar la silueta del sabio («el alto caballero americano») en una tarde «que ya exalta el llano». Es significativo el gesto del solitario: cambia la lectura de Montaigne por la contemplación de otro goce «que no vale menos». La erudición deja paso a la comunión con la naturaleza.

El segundo cuarteto trae una visión de rico lirismo. El caballero camina «hacia el hondo poniente y su declive, / hacia el confín que ese poniente dora». Los campos que se ofrecen a su andar son emblema de lo vivido, el hondo poniente de la vejez; un poniente dorado, porque en cuanto a su vocación (como se verá muy pronto) ha cumplido. Los dos últimos versos confirman la identificación del poeta con su modelo: Emerson camina por los campos dorados del poniente, su nombre por la memoria de Borges.

El cuarteto que sigue (conforme a la estructura del   —172→   soneto inglés, tantas veces adoptado) contiene una introspección que es un balance. El poeta se atreve a vislumbrar lo que piensa el sabio, la breve enumeración de sus tareas y sus hallazgos. Helos aquí: Emerson -como Borges- leyó «los libros esenciales», casi podría decirse que leyó -y asimiló- todos los libros cuyas palabras honran a la especie. Pero, además, compuso otros dignos de permanecer en la memoria de los hombres. En ese aspecto tiene asegurada la inmortalidad: «...el oscuro olvido / no ha de borrar» los libros por él escritos. Nótese la forma verbal adoptada con un leve matiz de conjetura. Resume en los dos últimos versos el reconocimiento de un don llegado de la mano de un «dios» con minúscula. Así lo designa Borges -varias veces confesado agnóstico- adentrado en la piel del ex pastor Emerson. El don de ese dios es la sabiduría, en cuanto es asequible a los mortales, con sus limitaciones y la parte reservada al misterio.

Los versos finales -pareados, según exige la forma de soneto adoptada- contiene una afirmación, una negación y un anhelo. La primera es la certeza de la fama:

Emerson-Borges es consciente de su conquista y no la niega por falsa modestia: «Por todo el continente anda mi nombre». La obra y la prédica se la han brindado, pero... Sigue una escueta y al par terrible negación: «No he vivido». El hombre que postergó a Montaigne por un momento para contemplar el crepúsculo, acepta el saber, admite la validez de su obra y la fama cosechada. ¿Importan algo? Otra evidencia se le impone: para alcanzar esas metas ha resignado nada menos que la vida, o con mayor propiedad, su calor, su jugo esencial. Equivale a desmentir lo que escribiera en otro poema célebre: «Yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca». El saber libresco, inclusive la creación literaria, ¿valen el precio de una vida? La tácita   —173→   respuesta de Emerson -y la de Borges- es: No. Ese «no» está explicito en las últimas palabras: «Quisiera ser otro hombre».




V. Conclusión

Podrían sin duda citarse otros claros testimonios del drama interior librado entre el intelectual y el hombre: la sensación de «última vez» evocada en «Límites» (El otro, el mismo, 1969)86; la nostalgia por un tiempo feliz que no volverá nunca en «Adrogué» (Nueva antología personal, ya citado); el patético grito de «El remordimiento» (La moneda de hierro, 1976); la resignada obediencia al don de «Aquél» (La cifra, 1981)87. Creo que los poemas elegidos para el análisis traducen claramente tres etapas y tres actitudes ante la vida. Inclusive -insisto en este aspecto- la forma adoptada ayuda a ello. «Casi juicio final», enunciado en primera persona, revela el impulso juvenil, el entusiasmo de quien, en trance de juzgarse, sale airoso de la prueba. «Mateo XXV, 30» relega la voz personal a un ámbito interior: aparecen todas las obsesiones que, entremezcladas caóticamente y sumadas, han gestado la obra, pero no han cuajado en una forma definitiva, consagratoria. «Emerson» se vale de una trasposición. Cierto pudor último obliga a declinar la propia voz y atribuye a otro hombre ilustre lo que es uno: a través de Emerson Borges se vuelve sobre sí. Son suyos el conocimiento, la fama y la gloria que sabe efímeros. Solo una cosa falta, y ya es tarde para   —174→   conquistarla y probar su sabor: la vida, nada menos que la vida.

Las poesías comentadas equivalen a balances de un hombre que reconoce sus obsesiones y las revive en momentos determinados, pero sub specie aeternitatis; solo que esa «eternidad» no se presenta con el mismo aspecto para el joven, el hombre maduro, el anciano. Los tres poemas traen el sello propio de cada etapa, muestran no solo al escritor de genio, sino al hombre de sinceridad ejemplar, bastante lejos del creador de ficciones, a quien (equivocadamente, a mi juicio) se pretende achacar una impasibilidad que no es tal. En estos poemas, como en otros, el lirismo, en cuanto melodía del yo, se percibe a flor de piel en el pudoroso Borges. Por eso nos hallamos ante un gran poeta que, al par, es dueño de la experiencia que depara ilusiones y desengaños propios de todos los hombres. Quizá por eso escribió: «Creo que mis jornadas y mis noches son iguales en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Sin duda así fueron sus jornadas y sus noches, pero solo él supo traducirlas y expresarlas como lo hizo en sus «juicios finales».








ArribaAbajo Borges y Lugones

Antonio Requeni


Es sabido que Borges renegaba de sus versos escritos y publicados en revistas juveniles antes de Fervor de Buenos Aires (1923). Pasados los años, también renegó de sus dos primeros libros en prosa, Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926). El rechazo de aquellos libros no se debió solamente a ciertas pedanterías del estilo, como Borges explicaría después, sino también a una actitud irreverente que en los años maduros derivó hacia una irónica cortesía. En el caso de El tamaño de mi esperanza, uno de los principales motivos de arrepentimiento fue, tal vez, el capítulo titulado «Leopoldo Lugones, Romancero», donde calificaba -o descalificaba- al poeta llamándolo «frangollón» y «ripioso».

Años más tarde, en el ensayo Leopoldo Lugones (1955) escrito en colaboración con Betina Edelberg, las diatribas y sarcasmos respecto del Romancero lugoniano se convirtieron en elogios. Dijo, por ejemplo, que en ese libro, Lugones «ahondó en su propia intimidad» y   —176→   señaló, a propósito del romance «La palmera», que «la adivinación de la muerte se une al amor y es entonces cuando el lirismo de Lugones logra su plenitud». Con todo, su más elocuente acto de contrición aparecería en el prólogo de El hacedor (1967), donde Borges narró un encuentro imaginario lleno de admiración y respeto por el autor de Odas seculares.

En 1974, al cumplirse el centenario del nacimiento de Leopoldo Lugones, entrevisté a Jorge Luis Borges para un programa de Radio Nacional. Cuando le propuse el tema, Borges aceptó inmediatamente. El diálogo se realizó en su departamento de la calle Maipú y el texto que sigue es la fiel reproducción de sus conceptos grabados en una cinta magnetofónica.

-Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o los valores literarios más importantes de Lugones?

-Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina. Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo. Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su «amigo y maestro Rubén Darío». Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta. Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además, escribió cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.

-«Las fuerzas extrañas»...

-Sí, quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese   —177→   libro en el que están esos admirables cuentos que son «La lluvia de fuego» e «Izur». Creo que además de eso, todo lo que se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El payador -que en mi opinión lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el Martín Fierro sea un poema épico-, y luego todo ese movimiento ultraísta, muy justificadamente olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta.

-¿Cree que la poesía de Lugones tiene aún vigencia o podemos considerarlo un poeta del pasado?

-Lugones es un contemporáneo. Estamos aún dentro de la órbita de Lugones. Y además de eso -esto es más importante que esas consideraciones históricas- quiero referirme a la emoción que me causan los versos de Lugones. Esa emoción, desde luego, es de tipo verbal. Usted me dirá que todos los poetas lo son, ya que todos hacen uso del lenguaje. Pero en la obra de Lugones se siente más el lenguaje, se siente tanto que a veces se interpone entre lo que el poeta quiere decir y lo que nos dice. Pero creo que hay estrofas de Lugones que viven más allá de lo que el poeta se ha propuesto. Por ejemplo, cuando compara una puesta de sol con «un violento pavo real verde delirado en oro», esas palabras tienen como una rigidez heráldica, un esplendor, que hacen de ellas no una comparación del poniente sino un objeto verbal que el poeta agrega al mundo.

-¿Usted cree que Lugones es un poeta de importancia exclusivamente local, para la Argentina, o su obra merece una trascendencia más vasta, como la de Darío?

-Sí, creo que sí. Si admiramos a Góngora o a Quevedo,   —178→   que fueron poetas verbales, poetas en los que se siente ante todo la palabra más que las emociones que inspiraron las palabras, creo que no podemos prescindir de Lugones. Y eso está más allá de la mera circunstancia de que Lugones sea argentino, cordobés, y yo también argentino y de cepa cordobesa. Por ejemplo no se ha señalado que La pipa de Kif, que es un libro secundario de Valle-Inclán, procede del Lunario sentimental de Lugones.

-Borges, una vez le oí relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y Reissig. ¿Por qué no la cuenta?

-Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo -no sé si usó la palabra plagiario- de Herrera y Reissig. Se basó en la fecha de Los éxtasis de la montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera y Reissig. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez Petit y Horacio Quiroga, los que declararon -recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista Nosotros, que se publicó cuando   —179→   Lugones se suicidó, en 1938-, ellos aclararon que había una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y Lugones el maestro.

-¿Usted conoció a Lugones?

-A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan instintivamente la palabra «no», que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a su juicio. Yo creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un hombre que, sin duda, se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.

-Borges, usted es autor de hermosos poemas conjeturales. Lo invito a conjeturar. Supongamos que Lugones estuviera vivo y usted se encontrara a su lado. ¿Qué le diría o qué querría decirle?

-Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que él hubiera querido que le gustara lo que yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo, fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.



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ArribaAbajo ¿Quién es Pierre Ménard?88

Oscar Tacca



1. Pierre Ménard, ciudadano del mundo

El conocido cuento de Borges, «Pierre Ménard, autor del Quijote», reducido a su mínima expresión representa la hazaña de un oscuro poeta simbolista, que decide acometer una empresa mayor: la de reescribir Don Quijote -sin copiarlo.

Es sorprendente el eco que este breve relato, de tono deliberadamente gris y prosaico, ha tenido en escritores, pensadores y críticos del mundo entero. Fama y difusión correlativas a la de la obra total de Borges en la literatura universal. La repercusión de este relato se verifica en los ámbitos del cuento, la crítica, el pensamiento, la lingüística, la historia. Esa trascendencia no se ha debido, sin embargo, como en el caso de otros célebres cuentos o relatos universales, a la implicación moral o   —182→   sentimental de un tema, un héroe o una intriga (pensemos, por ejemplo, en la universalidad de otros cuentos famosos) sino a la peculiar sustancia y circunstancia del relato. Peculiaridad difícil de definir, porque parece escapar a las categorías más habituales de ficción, o relato imaginario, o narrativa del conocimiento, o literatura fantástica -a menos que nos contentemos con la de lo fantástico intelectual (pese a la imprecisión, amplitud e insatisfacción que la denominación puede entrañar).

Al hablar de su extensa repercusión, no nos referimos tanto a los estudios particulares de que ha sido objeto en la copiosa bibliografía crítica, como, especialmente, a la alusión, mención o cita en textos o discursos que a él recurren, desde su propio interés y perspectiva. La singular materia del relato, la extravagante fábula tan rica de implicaciones y posibles derivaciones, explica que haya servido de ilustración, sustento, apertura o iluminación de teorías, métodos, hipótesis o conjeturas lingüísticas o literarias.

Sin intención exhaustiva, veamos algunas de esas referencias.

A Gérard Genette, por ejemplo, el relato le sirve para hablar de la práctica hipertextual consistente en una «transformación puramente semántica», que denomina parodia minimalparodie minimale»). Pierre Ménard asiste aquí al espectáculo de la Intertextualidad.

Umberto Eco recurre a Pierre Ménard para ejemplificar las nociones de «uso» e «interpretación» textual, en los análisis de semiología general. Pierre Ménard ingresa en el escenario de la Semiología y en el de la Estética de la recepción.

El relato es para Sábato motivo de interrogación respecto de la vigencia del pasado. ¿No entra así Pierre Ménard en la Filosofía de la Historia?

Jean-Marie Schaeffer invoca el texto para mostrar que   —183→   la diferencia de contexto origina una diferencia genérica, aun dentro de un género determinado. Es decir, Pierre Ménard incursiona en el antiguo y controvertido ámbito de la Teoría de los géneros literarios.

A Robbe-Grillet le sirve, en defensa del nouveau roman, para condenar -por «deshonestos», dice- los argumentos de una crítica que pondera en un autor moderno el estilo clásico o los elogios del tipo «escribe como Stendhal». «Para escribir como Stendhal -sostiene- ante todo habría que escribir en 1830». Afirmación que rubrica con la siguiente reflexión: «El novelista del siglo XX que reprodujese palabra a palabra Don Quijote escribiría de tal modo una obra totalmente diferente de la de Cervantes».

Para Maurice Blanchot, «Pierre Ménard» tiene que ver con el misterio de la traducción. En esta, dice, «tenemos la misma obra en un doble lenguaje; en la ficción de Borges tenemos dos obras en la identidad del mismo lenguaje y, en esa identidad que no lo es, el fascinante espejismo de la duplicidad de los posibles».

Rodríguez Monegal, por su parte, con motivo de Lezama Lima y Paradiso, vincula «Pierre Ménard» con «la vanidad de la crítica»: «Ya Borges había alegorizado esa vanidad en el destino grotesco, y tal vez patético, de Pierre Ménard, autor del Quijote».

Alicia Borinsky cree que Borges en «Pierre Ménard» (como Arenas en El mundo alucinante) crea una máquina que intenta «enmascararse como una lectura vista como reescritura». Y este «efecto de repetición» supone olvidarse del libro: «es la teoría del lenguaje que lo hace posible».

No ha faltado tampoco una referencia explícita de Stanislaw Lem, el autor de ciencia ficción. Lem sostiene en un artículo (de ficción científica llevada a la crítica literaria), y con motivo de novelas que intentan prescindir del narrador y aun del contexto histórico,   —184→   viviendo solo de la autosuficiencia del lenguaje, que «la autonomía total de la lengua es un disparate», que «ni las palabras ni las frases enteras tienen atrincheramientos y fronteras». Al respecto afirma que Borges roza la cuestión con su relato, del que cita literalmente el fragmento referido a la «historia, madre de la verdad», idéntico y distinto en Cervantes y en Ménard, para concluir: «Aquí hay algo más que una broma literaria o una burla, las reflexiones de Borges son estrictamente justas y la verdad en ellas contenida no sufre el menor menoscabo a causa del absurdo del concepto mismo (¡escribir el Quijote de nuevo!). En efecto, el sentido de las frases se lee en función del contexto de la época; lo que significaba una retórica inocente en el siglo XVII adquiere un sentido cínico en el nuestro. Las frases no tienen un sentido in se, y no fue Borges quien lo decidió así para gastar una broma; el momento histórico modela los significados lingüísticos: he aquí una realidad inapelable».

Pierre Ménard, como se ve, es un hombre que se pasea por el mundo. O al menos por el mundo... de la teoría y la crítica literaria.




2. ¿Quién es Pierre Ménard?

Pero dejando de lado ecos y referencias que de manera puntual han tenido y tienen lugar, debido a la particular condición de la fábula contenida en Pierre Ménard, abordemos otra cuestión que ha desvelado a más de un crítico o lector, y que podría formularse, un tanto secamente, así: ¿quién es Pierre Ménard? O mejor dicho, ¿quién está detrás de Pierre Ménard? ¿En qué escritor, o en qué experiencia ajena pudo inspirarse Borges para la creación de su personaje? Cabe pensar que bien pudo no haberse basado en ningún autor o episodio particular,   —185→   que su extraño héroe pudo haber sido simplemente el fruto de una especulación. Pero pudo existir un modelo. Aun en tal caso, resta el imponderable espacio de la libertad creadora. Nadie cree que el novelista copia o traslada directamente sus personajes del mundo real a la ficción. Hay mutilaciones, trasplantes, metamorfosis. Pero a menudo el autor parte de figuras de la realidad -y es por tales casos que los lectores buscan las «correspondencias».

Tal ejercicio (el de la identificación de «claves») es en muchos casos bastante bizantino. La individualización o «clave» del Rastignac de Balzac, por ejemplo, o del barón de Charlus de Proust, basa esencialmente la pesquisa en elementos biográficos o históricos, de escaso provecho crítico o literario. En el caso de Pierre Ménard solo puede fundarse en aproximaciones o deducciones de otro orden, que la hace menos trivial y ociosa, más significativa y fértil.

Y porque abundan los datos, indicios, mimetismos o «guiños», que asoman en el texto como enigma, provocación o desafío, muchos han tenido (otros tal vez sigan teniendo) la impresión de que detrás de Pierre Ménard está la admiración, la caricatura o la extrapolación de un escritor determinado.

La pregunta sobre quién es Pierre Ménard puede inducir a muy distinta respuesta según atienda de preferencia a su obra visible o invisible. Porque podrían ser muy distintos los modelos de una y otra. La primera es tan heterogénea (recuérdense los diecinueve artículos, sonetos, monografías del inventario) que la clave podría apuntar (conjugando cuestiones tan disímiles como asuntos de autoría y traducción, atribuciones y falsías, plagios y coincidencias, vida social y literaria) a autores subyacentes, a los que solo habría que restituir el nombre: ¿el de aquel erudito «a la violeta»? ¿el de tal poeta neoclásico? ¿el de aquel crítico inocente? ¿el del traductor   —186→   falaz? ¿el de uno que es varios? ¿el de varios que hacen uno? Pueden lucubrarse muy distintas «correspondencias»...

Pero la verdadera clave, la que sin distinguirlo expresamente buscan todos, es la del autor de la obra invisible, la del moderno autor del Quijote. Hagamos, pues, un somero repaso de las propuestas que, en textos de categoría, género, tiempo y espacio muy diversos, han creído dar con el germen, probable o preciso, de Pierre Ménard.




3. ¿Es Paul Groussac?

En Respiración artificial, Ricardo Piglia ve detrás de Pierre Ménard a Paul Groussac. En rigor no es Piglia, sino uno de sus personajes: Renzi. Piglia puede compartir o no la idea de Renzi. En un sabroso diálogo de la novela, con motivo de algunos inmigrantes europeos que cumplieron una función en nuestra vida cultural, surge el nombre de Groussac. Se lo evoca con poco miramiento (y bastante humor). Uno de los personajes, que expone el pensamiento de otro, ausente, (el profesor Marcelo Maggi) dice que Groussac era «el intelectual del ochenta por excelencia», quien, en su condición de auténtico europeo, ejercía «el papel de árbitro, de juez y verdadero dictador cultural». En el fondo -opinaba Renzi- Groussac no era más que un «francesito pretensioso» que, si hubiese continuado en Francia, no habría salido del anonimato, o, en el mejor de los casos, no hubiera sido más que un «periodista de quinta categoría».

Pero Groussac, en sus afanes críticos, había publicado también un ensayo en el que creía resolver, con gran aparato argumental, la discutida autoría del Quijote   —187→   apócrifo. Atribuía esta falsa continuación de la primera parte del libro a un tal José Martí (homónimo casual del héroe cubano). La conclusión de Groussac tiene, según Renzi, «como es su estilo, un aire a la vez definitivo y compadre». Pero la solución enunciada, como se demostró después, tropezaba con un grave inconveniente: el autor propuesto había muerto en 1604, antes de que apareciera el Quijote. Renzi infiere: «Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo [...] el germen, el fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de "Pierre Ménard, autor del Quijote?"».

El razonamiento de Renzi es el siguiente: si un escritor muerto antes de la aparición del Quijote era capaz de escribir su continuación, ¿por qué otro escritor, tres siglos después, no iba a poder reescribirlo? Y el corolario: «Ha sido Groussac, entonces, [...] quien, por primera vez, empleó esa técnica de lectura que Ménard no ha hecho más que reproducir». Y agrega: «Ha sido Groussac en realidad quien [...] enriqueció, acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva, el arte detenido y rudimentario de la lectura; la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas».

En otro lugar, y con motivo del estilo de Borges, Piglia dice también: «Borges lleva a la perfección un estilo construido a partir de una relación desplazada con la lengua materna. Tensión entre el idioma a en que se lee y el idioma en que se escribe que Borges condensó en una sola anécdota (sin duda apócrifa). El primer libro que leí en mi vida, dijo, fue el Quijote en inglés. Cuando lo leí en el original pensé que era una mala traducción. (En esa anécdota ya está, por supuesto, el "Pierre Ménard")». Piglia entiende que el dilema consistía en lograr un español que, conservando los ritmos y tonos del habla nacional, tuviese la precisión del inglés. Cuando lo consiguió, «Borges constituyó una de las   —188→   mejores prosas que se han escrito en esta lengua de Quevedo».




4. ¿Es Unamuno?

Emilio Carilla ha consagrado varios artículos al cuento. En el que más directamente aborda la cuestión de la identificación, después de señalar algunas posibles aproximaciones de Ménard con autores de remedos, imitaciones o continuaciones del Quijote -posible incitación de Borges para el cuento- Carilla procura «buscar para él un nombre real que lo respalde». Su tesis será, pues, que detrás de Pierre Ménard está Unamuno. Para ello se basa fundamentalmente en el libro Vida de Don Quijote y Sancho. En él, como se recordará, Unamuno sostiene que, en Don Quijote, Cervantes se mostró «muy por encima de lo que podríamos esperar de él juzgándole por sus obras», es decir, la idea de una creación superior a su autor, la paradoja de un Cervantes hijo de Don Quijote y no al revés.

Carilla funda su tesis en algunas coincidencias entre Unamuno y Pierre Ménard. La primera es un común desmerecimiento: el de Cervantes por parte de Unamuno («mostró en sus demás trabajos la endeblez de su ingenio»), el del Quijote por parte de Ménard («un libro contingente», «innecesario»).

La segunda es la idea de que ambos «mejoran» el Quijote: Unamuno como «explicador y comentador». Pierre Ménard como «reconstructor».

Una tercera radicaría en esa especie de común condena de los cervantistas, imitadores y renovadores, que tanto el autor español como el protagonista del cuento expresan. Pero es del caso observar que -como Carilla lo señala- el mismo Unamuno podría quedar comprendido   —189→   en ese grupo de rehacedores y seudocontinuadores que el propio cuento repudia.

Carilla abre prudentemente el paraguas: al comienzo afirma que la identificación que propone entre Pierre Ménard y Unamuno podría ser un «espejismo», que «Borges no tuvo en su relato ninguna intención de aproximar Unamuno y Ménard». Pero acude luego a un gran acopio de argumentos que, sin el peso o evidencia de los anteriores paralelismos, van desde los que pueden ofrecer alguna posibilidad de persuasión, como el de que ambos «reconstruyen» el Quijote, o el de que para los dos, este había sido una obra «vigente» convertida ahora en «colección de modelos para los tratados de preceptiva» (Unamuno) o «ocasión de brindis patrióticos» (Ménard), pasando por el de signo negativo: «Ni uno ni otro pretenden pasar por "Cervantes" renacidos», hasta otros muy tenues e inconvincentes como el de la pretendida semejanza o «proximidad» entre los nombres «Pierre Ménard-Unamuno» (?).

Esa multiplicación de coincidencias debilita la convicción de la tesis, que apela finalmente a una vaga relación entre Cervantes y Unamuno, o entre Unamuno y Borges. Tal vez sea por esta sensación que el autor de la propuesta aduce: «La identificación resulta de la suma de pruebas parciales».

Los artículos de Carilla dedicados a «Pierre Ménard», que iluminan facetas y descubren sutiles concomitancias, nos merecen (como el resto de su obra) especial respeto y estima. Ello, unido a la amistad que nos brindara, autoriza nuestro disenso. Discrepancia referida solo al aspecto que nos ocupa, el de la identidad «clave» de Pierre Ménard. Al respecto creemos que su propuesta de correspondencia o aproximación entre Unamuno y Ménard resulta poco convincente, por la enorme distancia que separa los atributos de ambos personajes   —191→   (abstracción hecha de su condición real o imaginaria). Pero más especialmente en razón de una decisión teórica que lleva a Carilla a insistir en el carácter ensayístico del texto.

En efecto, se reiteran las afirmaciones en tal sentido: la prosa de Borges «enfila [...] del ensayo al cuento»; «predominio ostensible del primero sobre el segundo»; Pierre Ménard «una ficción con mucho de ensayo»; «confluencia de ensayo y ficción»; «ensayo-cuento»; «relato (entre ensayo y ficción)».

En este orden de cosas, y curiosamente, Carilla consigna en una nota al pie de la página 24: «El nombre genérico de "cuento" aparece en James E. Irby; el de "historia", en Georges Charbonnier». Ambas denominaciones, sin duda, aluden al carácter ficticio de Pierre Ménard.

En nuestra opinión, se trata cabalmente de una ficción. En todo caso, de una ficción cuya sustancia o tema narrativo es el ensayo (más precisamente, la «nota» bibliográfica, el comentario crítico o erudito) o que adopta (paródicamente) la forma del ensayo. Pero el relato es plenamente un cuento, una ficción. No parece conveniente ver en este texto a un Borges en acto de ensayista: la fantasía, el humor, la ironía resultan evidentes. Es un cuento intelectual que juega con los hábitos y remeda los vicios del ensayo, la crítica y la erudición. Esta consideración no es, por lo demás, una especulación intrascendente: sabido es que la diferencia entre el ensayo y el cuento implica la cuestión de la autoría.

Es, probablemente, por haber visto el cuento como un ensayo, o como un híbrido de ensayo y cuento, que se ha disminuido o abolido la distancia -esencial- entre el autor del relato (Borges) y el de la «nota» (el narrador). En otras palabras, no es lícito, sin más, atribuir a Borges las ideas del comentarista y biógrafo de Pierre Ménard.   —191→   De ahí, algunas afirmaciones que confunden los planos: «Borges nos da la sensación de respaldar ese carácter indeciso al llamar a su obra "nota"»; «Borges declara, ahora con notoria rotundidad: "...Pierre Ménard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; etc."».

No se trata de Borges, se trata del imaginario narrador.




5. ¿Paul Mallarmé?

Rafael Gutiérrez Girardot, crítico colombiano radicado en Alemania desde hace años, es autor de un artículo titulado «Pierre Ménard o Paul Mallarmé». En el primer momento uno creería que hay una pintoresca errata. Ya veremos que no.

Girardot desecha la hipótesis «Groussac». Para él, es solo una de esas «conjeturas inexpresas» de Piglia (como el encuentro de Hitler y Kafka) a la manera de Borges. Rechaza también la propuesta «Unamuno» porque, a pesar de algunas afinidades («imperfectas simpatías») entre Borges y el autor español, la disparidad entre ambos es tan grande, que solo podría admitírsela por la vía del absurdo y la contradicción: «Unamuno disfrazado de poeta simbolista y erudito francés, aficionado a la filosofía racionalista, mundano, defensor de una aristócrata, es decir, Unamuno disfrazado de Anti-Unamuno, Unamuno traidor de sí mismo».

El artículo de Girardot es rico e ingenioso. El autor destaca aquella célebre aserción de Mallarmé: «Tout, au monde, existe pour aboutir a un livre». Se trataba, pues, de la obsesión de «el Libro». También Ménard tenía esa obsesión. Pero para él, el Libro debía ser el Quijote. «Pues lo que importa a Borges -dice Girardot- no es la obra que Pierre Ménard pretende reescribir, sino llevar   —192→   a sus últimas consecuencias la obsesión de Mallarmé o, más exactamente, el pathos de esa obsesión». Uno y otro, nueva concomitancia, no concluyeron -como observa Girardot- su obra. «El Libro del uno y el Quijote del otro permanecieron inéditos».

Pero quien compartía verdaderamente aquellas aspiraciones de Mallarmé era Valéry. Girardot señala una «comunidad de intereses, como el lenguaje y la reflexión sobre el arte y la poesía, en la fervorosa devoción del segundo por el primero y en la afición por lo mundano. Valéry y Mallarmé rechazaban, además, la historia, y esto justificaría la empresa ahistórica de Pierre Ménard».

Esta es, por un lado, la convergencia que Girardot señala entre las ideas y ambiciones de Valéry y Mallarmé. Por otro lado, recuerda aquellas primeras obras de Bustos Domecq (seudónimo fraguado con los apellidos de los abuelos, uno de Borges, el otro de Bioy Casares), un escritor para el cual, de acuerdo con Rodríguez Monegal, «la única manera de enfrentar la proliferación era silenciarla». Para Girardot (que se mofa y discrepa) «en vez de proliferación es preciso decir agotamiento». Girardot opina que las parodias y ocultamientos de Bustos Domecq sirvieron a los procedimientos que Borges perfeccionó con «Pierre Ménard autor del Quijote». Y aquí encontramos lo esencial de su propuesta, y la razón del ocurrente título de su artículo:

En esta narración ya no parodia solamente el estilo intelectual y literario de un determinado grupo, sino el de dos escritores concretos [...] que encubre bajo un nombre, Pierre Ménard, imitando el estilo de los títulos y de los temas preferidos y ciertas circunstancias de su vida literaria, a Stephan Mallarmé y Paul Valéry. Y así como construyó los apellidos de Bustos Domecq acudiendo a los apellidos de dos abuelos: uno suyo y otro   —193→   de Bioy Casares, así construyó el nombre de Pierre Ménard con las iniciales del nombre propio de Valéry y del apellido de Mallarmé: Pierré Ménard es una doble parodia de Paul Valéry y Stephan Mallarmé.



Como insistimos particularmente en el carácter de «cuento» del relato (en rigor, también Gutiérrez Girardot, pues habla de «apariencia de ensayo») reiteraremos la inconveniencia de algunas formulaciones que establecen relaciones cuestionables entre opiniones de distinto plano. Así, por ejemplo, cuando leemos: «como dijo Ménard a Borges» [la gloria es una incomprensión, etc.] (en todo caso, se lo dijo al comentarista, autor de la nota). O bien: «Ménard cede la palabra a su amigo Borges» (se la cede al comentarista).

Queda, en fin, clara la propuesta de Gutiérrez Girardot: Paul Mallarmé.




6. ¿Otro Ménard

No podía estar ausente en la producción de Anderson Imbert el tema de Pierre Ménard. Aparece en un artículo publicado con el título de «Borges y Ménard». La opinión de Anderson Imbert no es benévola con Pierre Ménard (un «papanatas»). Cree que para Borges el relato «no es un modelo de crítica "neoplatónica", "neoestructuralista", "ontológica", "deconstructivista", "hermenéutica", "intertextual" sino un curioso caso patológico».

Anderson se asombra de que la bibliografía ponderativa de Pierre Ménard siga creciendo, viendo en él, por ejemplo, a un erudito «extremadamente inteligente», «lejos de ser un personaje ridículo, como me parece a mí». Alude a la crítica que, entre otras direcciones, ha preconizado la primacía del lector. Anderson, contrariamente,   —194→   la posición sostenida en trabajos anteriores, «afirmativa de la autoridad del autor sobre el lector». Cree que el cuento «fue una tomadura de pelo a intelectuales que pierden el tiempo con tareas inútiles, una fingida excusa para el plagio y una reducción al absurdo de la teoría del lector como co-autor».

Como quiera que sea, nos complace leer en Anderson Imbert que Borges simulaba «que Pierre Ménard no era un cuento sino un ensayo necrológico», para abundar luego sobre el error de «figurarse que el "yo" de un cuento designa al escritor de carne y hueso y no al narrador ficticio a quien el escritor ha cedido la responsabilidad de narrar».

De cualquier modo, para Anderson Imbert Pierre Ménard es un sofisma. Su protagonista una especie de «alienado», y no un cultor de «la llamada "Estética de la Recepción", "Teoría del Impacto", "Fenomenología del arte de leer", "Crítica de la Respuesta" o "Retórica de la Lectura"».

No es este el lugar para discutir sus ideas sobre el relato en cuestión. Pero el artículo de Anderson encierra una revelación. Recordemos que si algo nunca fue puesto en duda ha sido el carácter original e insólito de la empresa de Pierre Ménard. «Tarea, en síntesis, -decía Carilla- de paciencia, de denodado estudio y ambiciosa realización. En definitiva, ejemplo casi único en los anales literarios...». Carilla atenúa, con prudencia (y con acierto), su afirmación casi único...

Hasta hace poco (que sepamos) nadie había dudado del carácter singular («casi único») de la hazaña de Pierre Ménard.

Anderson Imbert (que parece haber leído todos los cuentos del mundo) ha encontrado uno, que resulta una perla en el tema que nos ocupa. Se trata de un relato que lleva un título muy extraño, «Corputt», y que pertenece a un escritor muy extraño también (o muy poco conocido:   —195→   Tupper Greenwald. El autor, es un polaco-norteamericano, y el cuento fue publicado dieciséis años antes de «Pierre Ménard»89. Refiere la historia -sintetizamos el resumen que del mismo hace Anderson- de un admirador fervoroso de Shakespeare, en particular de King Lear. Corputt, el protagonista, era catedrático en una universidad norteamericana, mantiene durante toda su vida el sueño de llegar a escribir un drama semejante en perfección al Rey Lear. Ese sueño lo acompaña hasta el lecho final. Muy próximo a morir, ante la presencia de un colega, ex discípulo, le recuerda su antigua ambición y le confiesa que la noche anterior ha dado fin al drama que siempre había querido escribir. Saca de abajo de la almohada un manuscrito, del que lee a su amigo algunos versos que considera los mejores. El texto del manuscrito coincide literalmente con King Lear de Shakespeare.

Es muy improbable que Borges conociera el cuento de Greenwald. Por consiguiente, no se sustenta ni se deduce ninguna hipótesis sobre el interrogante de quién es Pierre Ménard. Pero la sorprendente coincidencia -como se ve- hace el caso digno de mención aquí, con el mérito de Anderson Imbert por su descubrimiento y relevancia en conexión con «Pierre Ménard».

Tal vez podría agregarse que, sin llegar a su concreción, la aventura de Ménard es el pecado original de todo escritor: escribir una obra maestra del pasado. Permítasenos un testimonio entre tantos:

  —196→  

El libro que hubiera querido escribir es una novela: El lobo estepario. Sé que hay libros mejores: pero cuando lo leí, a los dieciséis años, sentí que quería ser escritor, no para escribir un libro como ese, sino, sencillamente, para escribir ese mismo libro. Cualquier día, disimulando un poco, consigo hacerlo.

Abelardo Castillo






7. ¿Valéry?

Llegado aquí, el lector podría preguntarse cuál es la opinión personal del que esto escribe. Desde las primeras lecturas del cuento tuvimos nuestra propia hipótesis. Pero ella nos llevó, entonces, a darle forma de ficción90.

Teniendo en cuenta las afinidades y coincidencias que suele haber entre un par de amigos, especialmente cuando la amistad es preponderantemente intelectual o literaria, imaginamos la de esas dos figuras -Ménard y Valéry- que tenían tales afinidades (en gustos, ideas, conductas, preferencias). La ficción era, por consiguiente, leve. Aproximaciones y analogías no están supuestas o inventadas, sino que surgen expresamente del texto de Pierre Ménard y de la vida y obra de Valéry. Por prurito de exactitud, sin embargo, no quisimos dar a nuestra hipótesis el carácter asertivo de un artículo sino el conjetural del cuento. Un cuento en el que subyace una hipótesis (anterior a las que se enunciaron o conocimos luego).

En efecto, nos sorprendían las semejanzas: meridionales ambos, fueron fieles a ese espíritu. Sintieron inclinación por las lenguas más fraternas de la propia (el   —197→   español, Ménard; el italiano, Valéry). Precoces en el éxito de la poesía, colaboraron tempranamente en publicaciones de Nîmes o de Montpellier, más tarde en la N. R. F. Tuvieron ambos un perfil social y mundano: tertulias y salones, versos en álbumes voraces, amistades de abolengo: los «mardis» de la rue de Rome (Valéry), los «vendredis» de la baronesa de Bacourt (Ménard). Deudores de Poe, los dos recusaron la noción de autor, insuflaron nuevo aire en la forma del soneto y honraron La Conque de Pierre Louys. Tenuemente agnósticos, ambos mantuvieron el respeto por el catolicismo. Profesaron un gusto común por la lógica, por Leibniz y Descartes. Se impusieron largos años de silencio, que Ménard cerró con una trasposición en alejandrinos del Cementerio marino de Valéry y una invectiva contra este (de la que Ménard dice ser el reverso de su verdadera opinión). Modestos y recoletos, coincidieron en el gusto perverso de la corrección indefinida, del trabajo del trabajo, del rechazo del azar. Compartieron el interés de la literatura como ejercicio de transformaciones en que el lenguaje desempeña un papel capital.

Pero desearíamos todavía acudir a una página de Valéry, reveladora de esas concordancias, si no en la identidad de emprendimiento como el de Topper Greenwald, en la de órdenes muy variados y significativos. Se trata del fragmento final de «Au sujet d'Adonis», texto que parecería cuasi premonitorio, si es verdad que cada texto, como «cada escritor, crea a su precursores»:

Cet Adonis de La Fontaine a été écrit il y a environ deux cent soixante ans. Dans cet espace, la langue française n'a pas été sans varier. Puis, le lecteur d'aujourd'hui est bien éloigné du lecteur de 1660. Il a d'autres souvenirs, et une tout autre «sensibilité»; il n'a pas la même culture, en supposant qu'il en ait une (il   —198→   en a quelquefois plusieurs, il arrive qu'il n'en ait point du tout); il a perdu et il a gagné; il n'est presque plus de la même espèce. Mais la considération du lecteur le plus probable est l'ingrédient le plus important de la composition littéraire; l'esprit de l'auteur, qu'il le veuille, qu'il le sache, ou non, est comme accorde sur l'idée qu'il se fait nécessairement de son lecteur; et donc le changement d'époque, qui est un changement de lecteur, est comparable á un changement dans le texte même, changement toujours imprévu, et incalculable.

Réjouissons-nous de pouvoir encore lire Adonis, et presque tout avec délices; mais ne pensons pas que nous lisions celui même des contemporains de l'auteur. Ce qu'ils prisaient le plus, peut-être nous échappe-t-il; ce qu'ils regardaient á peine nous touche quelquefois étrangement. Certaines choses charmantes se sont faites profondes; d'autres, tout insipides. Songez aux attraits et aux dégoûts que ce texte peut exciter chez un homme de nos jours, nourri des poétes modernes; toutes ces lectures prochaines l'ont harmonisé á elles; et son esprit comme son oreille sont devenus sensibles á des impressions que l'auteur n'avait jamais pensé de produire; insensibles á des effets qu'il avait soigneusement étudiés. Jamais Racine, par exemple, quand il a écrit son illustre vers:


Dans l'Orient désert quel devint mon ennui!



ne s'est imaginé de peindre autre chose que le désespoir d'un amant. Mais l'accord magnifique de-ces trois mots, quand le temps le transporte et le fait traverser le XIXe siécle, trouve un renforcement inattendu et une résonance extraordinaire dans la poésie romantique; dans une âme de notre époque, il se mélange merveilleusement à quelques-uns des plus beaux vers de Baudelaire. Il se détache d'Antiochus, il prend une généralité pure et nostalgique. Son élégance finie se   —199→   transforme en beauté infinie: cet «Orient», ce «désert», cet «ennui», combinés sous Louis XIV, acquièrent un sens illimité, et la puissance d'un charme, par le fait d'un autre siècle qui ne peut plus les concevoir que dans sa couleur.

Il en est ainsi d'Adonis.

La Graulet, 1920.



Cabe preguntarse si Borges no tuvo conocimiento, un conocimiento reflexivo, de este texto, aparecido unos veinte años antes de «Pierre Ménard, autor del Quijote»91 De cualquier modo, las correspondencias subterráneas son múltiples. El texto de Valéry surge dos siglos y medio después de Adonis; el de Pierre Ménard, tres siglos después de Don Quijote. Ambos subrayan la variación de la lengua (el francés, el español) así como la distancia que separa a los lectores de hoy de aquellos del siglo XVII. El placer de la lectura actual no debe hacernos creer que leemos lo mismo que leían los contemporáneos de La Fontaine o de Cervantes: algunos aciertos del primero se han vuelto «profundos», otros «insípidos»; algún texto del segundo más «rico (más ambiguo, dirán sus detractores)». Un verso contemporáneo como

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Dans l'Orient désert quel devint mon ennui!



de Racine (o cualquier otro de Adonis) que solo describía el desencanto, obtiene una sobrecarga de sentido al atravesar la poesía romántica y despertar los ecos del Simbolismo. No de otro modo una aserción como «la historia, madre de la verdad», simple elogio retórico en el siglo XVII, adquiere un sentido «descaradamente pragmático» en el siglo XX. Este cambio de lectura ¿qué es, sino un cambio de lector? Lo dice Valéry al hablar de «la considération du lecteur le plus probable»92.

Las experiencias de Valéry y de Ménard son semejantes en el terreno de la especulación, con una diferencia cardinal en el de la estimación de los textos precursores: admiración en el caso de Adonis, «indiferencia» (cuando menos) en el de Don Quijote.

Vidas paralelas, en fin, entre el personaje histórico y el de la ficción. Tan paralelas y semejantes, que nos cuesta creer que en el espíritu de Borges no hubiera estado presente -de manera consciente o subconsciente- el genio y la figura de Paul Valéry, cuando diera nacimiento a Pierre Ménard.




8. ¿El mismo Borges?

Por supuesto, cabe una hipótesis más transparente, y es la de Pierre Ménard como un alter ego de Borges. Es lo que parece desprenderse de numerosos artículos que vinculan directamente el propósito, las ideas o el arte poética de Pierre Ménard con los del autor de la ficción.

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Tal lo que puede deducirse del siguiente párrafo de un artículo en que sus autores, Tamara Holzapfel y Alfred Rodríguez, abordan con sagacidad las probables razones de la elección de los tres capítulos cervantinos en la obra de Ménard:

Pero el porqué del Quijote queda de nuevo ofuscado en la conclusión de la misma carta: «Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal». Pues lo que difícilmente puede ser el Quijote es obra a la vez fortuita e innecesaria y necesaria e inevitable. La paradoja que encierra esta cita de Ménard nos deja perplejos. La explicación original de la criatura borgiana se desvanece ante nuestros ojos y nos conduce, con la interrogación intacta, ante el propio autor-creador, ya desenmascarado. El laberinto de las sucesivas razones, la misma artificiosidad, nos ha conducido hasta el propio Borges.



Otro tanto sucede con un interesante artículo de Julio Rodríguez-Luis sobre los borradores de Ménard. El autor recuerda que Ménard, como Borges en 1939, no había escrito aún nada perdurable, y más adelante afirma:

Ménard, el crítico y poeta de segunda fila cuyo más alto logro, aquel al que dedicó el más continuado e intenso de sus esfuerzos, fue re-escribir el Quijote, se nos aparece así como una imagen de Borges según se ve él a sí mismo en relación con Don Quijote, obra que, como máximo representante de la cultura hispánica, participa de la barbarie que Borges, por ser el país bárbaro donde le tocó nacer a parte de esa cultura, hace consustancial a ella.



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Por supuesto, esta correspondencia queda también implícita en la mayoría de los autores mencionados al comienzo del presente artículo, que atribuyen al emprendimiento de Pierre Ménard postulados que incumben, como se dijo, a la teoría del lenguaje, del conocimiento o de la traducción.

Pero a través del escritor que transparece en la figura de Pierre Ménard no se da la «mismidad» sino la «alteridad». En un original artículo en el que analiza las coincidencias entre Borges y Pessoa, Santiago Kovadloff afirma:

Borges ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto, se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.

En esa distancia entre autor y personaje finca la analogía de ambos escritores. «Borges y Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la mismidad nuestro destino».




9. Epílogo

Máscara transparente o personaje de humo, como se   —203→   ve, las hipótesis sobre quién es Pierre Ménard cubren un amplio abanico que va desde la identificación más o menos precisa con un autor determinado hasta la de la fusión de varios muy distintos entre sí, desde la de una pura entelequia hasta la de una copia fiel, o desde la de un individuo real hasta la de un alter ego del propio Borges, en su dimensión más autocrítica y acerba. Se podría añadir que va desde una exploración detectivesca para descubrir in fraganti al soterrado modelo hasta una indagación genealógica remontándose a las fuentes. A menos que baste con otra, más ortodoxamente borgeana: así como en la Biblioteca de Babel todos los libros son un solo Libro, un Autor puede ser «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás».

Desentrañar las claves no es, por supuesto, el camino sustituto para desentrañar un texto. Pero el caso de Pierre Ménard alcanza una mayor proyección que el de las claves habituales, cuyo interés es primordialmente erudito: la originalidad del mito y el carácter excéntrico del personaje inducen a que las hipótesis alimenten nuevas propuestas de sentido para este «memorable absurdo». Lo importante no es la clave en sí sino la reflexión gnoseológica que cada caso entraña. Sin olvidar, por lo demás, aquella sabia frase de Valéry: Toute oeuvre est l'oeuvre de bien d'autres choses qu'un «auteur».

P. S. Ya en prensa este artículo, leemos un curioso relato ficticio de Luísa Costa Gomes (escritora portuguesa). aparecido en el n.º 522 de La Nouvelle Revue Frainçaise (1996) con el título «Belisa Davies auteur du "Pierre Ménard autor del Quijote"». La Multiplicación de los espejos...





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