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ArribaAbajoRodó

Hugo Antuña


Abarcar, en el espacio de una conferencia, la universal personalidad de Rodó, es tarea imposible. Fueron tantos, y tan diversos los rasgos del pensador que acaba de morir, que se requerirían muy largas disertaciones para reflejar, en la palabra fugaz, la amplitud y la multiplicidad de contornos de esa insigne figura intelectual. Por escasamente difundida que esté, hoy por hoy, la obra de Rodó, en lo que tiene de mejor y más hondo -si por difusión se entiende la lectura atenta de sus libros- es indudable, por lo demás, que los principales aspectos de su talento y de su espíritu han trascendido en general, de tal manera, que quien hoy se limite a señalar fases determinadas de la obra de Rodó, puede abrigar la certeza de que quienes lo lean o le escuchen, perfeccionan e integran, en su pensamiento, la obra incompletamente trazada o esbozada, lo que importa una tranquilidad apreciable para el conferenciante o el escritor.

Dicho está, pues, que yo no voy a encerrar, dentro del plan rápido -y que procuraré exento de toda aridez- de esta conferencia, la producción multiforme y genial de Rodó. Rodó continuará desbordando la ancha eficacia de su espíritu sobre los límites, forzosamente estrechos, de una disertación, después de ir dejando, prendido en la frase, en algunas etapas de esta amable conversación que quiero sostener con vosotros, algún rasgo de su pensamiento, alguna culminación de su estilo, alguna de aquellas su imágenes -llenas de sustancia y de luz- que solían brotar de su pluma, y semejan el vaso pleno de un elixir tibio y confortador.

Voy a hablaros un instante del primer libro de Rodó, y empiezo por él no tan sólo por sujetarme a un vano orden cronológico -que sería, al fin y al cabo, un discutible método- sino porque quiero detenerme unos minutos en ese libro pequeño, ya lejano, que de la obra del escritor es probablemente el menos conocido, o el menos leído en el día. Y es, sin embargo, esa obrita, de hace veinte años, un conjunto de páginas admirables, raramente armoniosas, que ya hablan del Rodó futuro, dominador supremo de la forma, privilegiado intérprete de «Ariel», y filósofo sutil y profundo de «Proteo». Y quiero aquí señalar una característica, para mí indisentible, en Rodó, y que bien merece señalarse en un estudio sintético de su personalidad, siquiera para contribuir a reforzar el concepto de la excepcionalidad singular y altísima de ese maestro del pensamiento y del estilo. Y es que en Rodó no había ensayos. El primitivismo de la expresión, el manejo difícil de la frase, la limitación de la idea sobre las tierras trilladas, no fueron inconvenientes o defectos que sea dado anotar, ni siquiera en la iniciación literaria de Rodó. Por mucho que el Rodó en su primer libro no ostente la riqueza interior, oriental y magnífica, de «Ariel» o de «Motivos de Proteo», presenta ya el sello, que fue esencial e insuperable en él, de la amplitud preciosa de la forma, de la firmeza armoniosa del período, de la alta selección del concepto, de la teoría o de la aspiración. Y si hay algo que tal vez lo distingue en ese primer libro, es el romanticismo de la concepción, en que se traduce el reflejo que el ambiente intelectual de la hora provocaba en un espíritu de veinticinco años, ya rebosante de los dones más altos. «La vida nueva» fue el título genérico que el joven pensador dio a su primer opúsculo, título que debía comprender aún realizaciones ulteriores de Rodó, y que de hecho comprendió luego el juicio crítico sobre «Prosas profanas» y el insuperable «Ariel».

«La vida nueva»... -Recuerda invenciblemente el título, aquella poética obra del Dante, en que fuera expresado su amor inmortal, y en que surgieran, para el conocimiento de los siglos, el encanto y la gracia de Beatriz Portinari. Por un instante, pues, ante el libro cerrado, puede el espíritu divagar, pensando en aquel amor del poeta florentino, que hoy vive todavía en su poesía doliente y perdurable. Pero, demás está decirlo, no es el libro que vamos a abrir un libro de amor, ni siquiera de amor a la manera del Dante, mezcla de sentimiento intenso y de idea pura, ni encontraremos en sus páginas aquellos sonetos hechizados con que Dante hablaba a la ciudad entera de su amor, y provocaba la respuesta simpática de Guido Cavalcanti y demás poetas de la época. No obstante, siempre podrá definirse, en favor del libro nuevo -tan lleno de sustancia noble- el prestigio histórico del libro antiguo. Y así como el poeta de Florencia, ante la visión luminosa de Beatriz, no encontró fórmula más expresiva que aquella de: «empieza la vida nueva», el joven pensador que era Rodó en 1899 no hubiera podido obtener, para su intento de reflejar las impresiones de su espíritu, ante la compleja inquietud del final del siglo XIX y de los años que siguieron, fórmula más sugerente que aquélla, análoga, que abarcó las producciones primeras de su ingenio. Y sus libros, si no son de amor, si no se dirigen a poetizar sentimientos recónditos de su espíritu inspirados por el eterno femenino, son al menos de amor al espectáculo universal de la idea, a la lucha ambiente de la inteligencia, al porvenir espiritual iluminado por la esperanza.

«El que vendrá» -primero de los artículos de «La vida nueva»- y que ya había aparecido en una revista nacional, es una invocación al nuevo dominador de la poesía y del arte que iría a ocupar la cumbre desierta. Rodó, a los veinticinco años, estudiaba el aspecto de la época literaria, y encontraba vacío el sitio superior del maestro. Todas las escuelas y todos los cenáculos le parecían sumergidos en el crepúsculo, y su numen clamaba por el innovador futuro, por el sembrador del nuevo ideal, por el artífice de la tendencia nueva. Y sus páginas parecen tocadas por una inspiración profética. El acento es a la vez de himno y de elegía -de elegía por la tristeza de la hora contemporánea, y de himno, cuando dirige su llamado, entre inquieto y solemne, al revelador de los nuevos rumbos... Y no creáis que el escritor suspira simplemente por el creador de la nueva escuela literaria, entendiendo por tal el innovador de procedimientos o de técnicas. Para él, quien señalara la nueva orientación habría de poner en ella nuevas y altas energías de espíritu. Por eso, su frase transfigura al esperado dominador en el campo del arte, y los períodos lapidarios lo señalan por adelantado al amor de los hombres. Escuchad:

«¡Revelador! ¡Profeta a quien temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan! ¿Cuándo llegará a nosotros el eco de tu voz, dominando el murmullo de los que se esfuerzan por engañar la soledad de sus ansias con el monólogo de su corazón dolorido?... ¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre? O bien, ¿cuál es la idea entre las que iluminan nuestro horizonte como estrellas temblorosas y pálidas, la que ha de transfigurarse en el credo que caliente y alumbre como el astro del día; -de cuál cerebro entre los de los hacedores de obras buenas ha de surgir la obra genial?» Y luego: «Pero sólo contesta el eco triste a nuestra voz... Nuestra actitud es como la del viajero abandonado que pone a cada instante el oído en el suelo del desierto por si el rumor de los que han de venir le trae un rayo de esperanza. Nuestro corazón y nuestro pensamiento están llenos de ansiosa incertidumbre... ¡Revelador!, ¡revelador!, ¡la hora ha llegado!... El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucear de un mismo anhelo infinito, y ésta es la hora en que "la caravana de la decadencia" se detiene, angustiosa y fatigada...»

Estas páginas, estas líneas, mejor dicho, tienen para mí un especial encanto. Y acaso esta incursión por la obra de Rodó ha hecho bien en iniciar su jornada transportándonos un instante a aquella hora del pensamiento de Rodó en que éste, apenas otra cosa todavía que un espectador aunque iluminado, en medio del tráfago intelectual, señalaba la muerte de distintas escuelas literarias y evocaba la dominación del que vendría. Acaso haya algo de afectuosa curiosidad en el espíritu de todos nosotros cuando peregrinamos un momento por las primeras páginas, delicadas y sobrias, de Rodó, para reconocer en ellas el destello prístino de su talento, el vigor inicial e insuperable de su pluma, la prosa impecable, acariciadora y ágil que debiera contener luego, en su estructura luminosa y flexible, el hondo pensamiento filosófico del maestro.

De un salto podríamos pasar, de «El que vendrá», al prodigioso estudio que Rodó realizara sobre Rubén Darío. No voy a detenerme un solo instante en el aspecto puramente crítico de la obra, pero nuestro rápido paso por aquel su segundo libro de «La vida nueva» nos brinda oportunidad para señalar alguna otra de las características esenciales de Rodó. Y es que la tendencia filosófica del maestro armonizaba ampliamente con la imagen coloreada, con el símil sugestivo y exacto, con la metáfora luciente y hermosa. Algunas de las páginas del estudio sobre Rubén Darío enseñan cuál era el poder descriptivo del escritor, cuál la riqueza inusitada de su imaginación, cuál la matización varia y apropiada de su estilo. Rodó no fue, en la vida, hombre de salón ni espíritu a quien llevaran mucho tiempo las exigencias de la sociabilidad mundana. Pero, aplicado al análisis de un libro como «Prosas profanas», en que el poeta conduce a escenarios refinados y galantes, su pensamiento rimó admirablemente con los versos del poeta. Muy conocida es la poesía inicial de «Prosas profanas», en que Rubén Darío trajo, en el final del siglo XIX, el eco arrullador de una fiesta del siglo XVIII. Y ved cómo amplifica Rodó el escenario de esa fiesta:

«Una noche de fiesta. Un menudo castillo de Le Notre, en el que lo exquisito de la decoración resalta sobre una Arcadia de parques. Los jardines, celados por estatuas de dioses humanizados y mundanos, no son sino salones. Los salones, traspasados por los dardos de oro de los candelabros, arden como pastillas de quemar que se consumen. Un mismo tono, delicado y altivo, femenil y alegre, de la Grecia, triunfa por todas partes, en el gusto de ornamentación, en los tintes claros de las telas, en las alegorías pastorales de los tapices, en las curvas femeninas de las molduras... Las Horas danzan festivas. Se está en el siglo del ingenio y la conversación ha desatado en leves bandadas sus trasgos y sus gnomos. Declaraciones, risas, suspiros. Pueblan el aire los pastores acicalados de Watteau, repartidos, en grupos que se eclipsan y reaparecen, en los planos de seda de los abanicos, que conversan en el lenguaje de las señas. Se oyen las sinfonías de las telas lujosas. Tañe la seda su pífano insectil, el gro rezonga su voluptuosidad, los encajes tiemblan azorados... Cruzan la sala las mujeres de Marivaux. Por allá pasa Sylvia, por allá Araminta, por allá Angélica y Hortensia. Los rostros que semejan de estampas, y que parecen pedir, sobre las mejillas consteladas de lunares, la firma de Boucher, llevan, ellos también, esa nota de amaneramiento querido que surge de todas partes en el siglo de la artificialidad. El baile luego. Una orquesta de Italia deslíe en el aire la música de un repertorio voluptuoso. Los tacones de púrpura dibujan sobre la alfombra florida la Z del minué o se abandonan a la fugacidad de la gavota, o hacen la rueda en la pavana. Oro, rosa, celeste, sobre los paniers de las danzantes y en los trajes de sus caballeros. Todo el ambiente es una caricia y todo lo que pasa parece salir de la aljaba de la voluptuosidad».



Y no hay sólo en Rodó, la compatibilidad armónica de la expresión y el pensamiento filosófico, y el lenguaje lleno de animación y de color. Aun es imperiosamente necesario señalar en él una armonía más substancial todavía. Y es que Rodó brillaba, a la vez en el arte de la realización objetiva, estatuaria y nítida, que campea en sus descripciones impecables, y en el arte de la expresión de sentimientos, aún los más confusos, y los más difícilmente precisables, expresión que aparecía sutilmente impregnada del alma del prosador, de manera de quitar toda fría impasibilidad a la forma. Y la tendencia a subjetivizar su obra es, por lo demás, habitual y frecuente en Rodó. Rara vez transcurren decenas de páginas, aún en libros como «Motivos de Proteo», sin que la concepción filosófica aparezca traducida bajo la forma subjetiva de una impresión personalísima. Tales, por ejemplo, las páginas de este último libro en que el recuerdo de las vocaciones perdidas, trae a la imaginación del escritor el de aquellas estatuas olvidadas para siempre en el fondo del mar o en las entrañas de la tierra y que provoca una sentida y melancólica lamentación.

¿Y qué decir de «Ariel», tercer libro de «La vida nueva», cuya fama llegó rápidamente a países lejanos, palabra llena de fe y de unción, y que señala a estos países nuevos, el peligro de no ver en la vida sino las exigencias tiránicas del utilitarismo, y de olvidar el aspecto ideal de las cosas y el fin ideal de los esfuerzos y las aspiraciones? ¿Cómo podría yo pretender hincar el fino acero del análisis en obra tan breve en páginas pero de tan indudable vastedad en su espíritu dentro de los pocos minutos de que puedo disponer para su examen? Rápido es nuestro viaje al través de la obra espiritual de Rodó, y, por momentos, es tan extenso el paisaje que nuestros ojos descubren, que debemos renunciar a otra cosa que a fijar sus contornos amplios, luminosos y magníficos. Para que la hermosura de sus particulares aspectos pudiera quedar en nuestras inquietas pupilas de viajeros, sería necesario que nuestro coche detuviera su marcha, la hiciera más lenta al menos, permitiéndonos recoger, para lo íntimo de nuestra memoria, la varia impresión de la zona inmensa que pasa, y nos muestra su belleza insólita, bajo una claridad solar, propicia y generosa. «Ariel» es la enseñanza de un maestro que concibió la vida ajena a toda unilateralidad injusta, y que quiso reivindicar, para la causa del espíritu, el más alto prestigio y el más alto esfuerzo de la humanidad. Es una enseñanza, de sublime idealidad, que procura mostrar, a los pueblos jóvenes, y que todavía no han plasmado en líneas firmes su fisonomía moral, el valor de las cosas superiores, que un mercantilismo vulgar podría llevar a la inexistencia o al desprecio. Y es una enseñanza sólida, vasta, impregnada de filosofías sabias. No creáis, sin embargo, que hay alguna aridez en sus páginas. Rodó era artista cuando pensaba, y pensador al hacer obra de artista. Figura el libro, como sabéis, la lección de un viejo y venerado maestro, Próspero, que enseñaba junto al bronce de Ariel, símbolo de la parte noble y alada del espíritu y cuya voz tenía, como recuerda la primera página del libro, bien la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe, incisivo del cincel en el mármol, bien el toque impregnante del pincel en la tela o de la onda en la arena. Ello puede suministrar la idea de cómo desarrolla, Rodó, el pensamiento idealista y generoso que hace un instante indiqué como la esencia misma de la obra. Si la idea tiene los atributos de nobleza que habéis podido apreciar, el desenvolvimiento de la misma se os ofrece en una peregrinación amable al través de páginas perfectas. La selección de estas páginas es, en sí misma, una protesta contra toda nivelación vulgar. Señalaba Rodó que, en las democracias, no por serlo, se debería llegar a una vulgaridad igual en los dominios de la inteligencia, del espíritu, de las costumbres. Y abominaba de esa posible vulgaridad. Y, simultáneamente, ponderaba la excelencia y la virtud de los espíritus armónicos, en los individuos y en las colectividades, de tal manera, que es dable afirmar que, tanto como un libro contra las concepciones puramente utilitarias, es «Ariel» un libro contra los espíritus que sólo saben de un aspecto de la inteligencia o de la vida. Y él establece una relación íntima contra las facultades superiores del espíritu, procurando demostrar su armonía profunda y la justicia consiguiente de que todas ellas sean cultivadas, sin perjuicio de que algunas predominen sobre las otras.

Habla Rodó, en «Ariel», de la gran democracia del Norte, en la cual, según él, encarna una fuerte y perturbadora concepción utilitaria, pero a la cual consagra, no obstante, admirativas páginas, antes de entrar a la crítica de lo que ella tiene a su juicio de negativo. Y el estudio de los Estados Unidos de Norte América forma una parte principalísima del libro.

Pone Rodó su confianza en la juventud, precisamente porque la juventud es la esperanza, y la esperanza bastaría, según él, para mantener la animación y el contento de la vida, aunque nunca hubiera de encarnarse en la realidad. Y no le preocupa la lentitud con que su ideal irá haciendo camino entre los espíritus, conquistando hoy uno, otro mañana, en un lento pero continuado adelanto, porque sabe que toda conquista moral empieza así, por aisladas victorias, por individuales convencimientos, hasta que el grupo va ensanchando sus límites y se convierte, un día, en mayoría y en multitud. Y aquella confianza en la juventud, y aquel alentarla a mirar varonilmente hacia las cumbres, y aquella su expresión de optimismo definitivo, provocan en «Ariel» páginas sonoras, en que se respira un encanto de primavera, y en que se creyera escuchar, a ratos, el sonido argentino de un clarín de victoria, o la voz fuerte y gozosa de quienes vieran ya, desde la comarca cercana, la cima dorada a donde dirigen sus pasos y en que reposarán del largo caminar

Alguna página de «Ariel» quisiera yo leeros, ya que he leído algunas líneas de los libros a que me he referido anteriormente. No existe la página representativa, si por tal entendemos aquella que concentra, por excelencia, el pensamiento esencial del escritor, porque ese pensamiento está en todas ellas, difundido a lo largo de las cien hojas del libro, agitando su inquietud simpática bajo la imagen y la frase. Voy, pues, a leeros solamente la última página de «Ariel», aquella que sigue a la enseñanza luminosa de Próspero.

«Así habló Próspero. Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración con que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo Sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero. Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacía estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula, en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono obscuro en que parece expresarse una serenidad pecadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de mi nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos, se tienden sobre el suelo de América, como para defender una última esperanza...

Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban "Enjolras" por su ensimismamiento reflexivo, dijo, señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche:

-Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y obscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador».

«Motivos de Proteo» es, como sabéis, un estudio de las vocaciones humanas, de la aptitud intelectual, de las mudanzas de esta aptitud, de la eficacia precisa de aquellas vocaciones. Rara vez la inteligencia del realizador, ha fijado para su labor tan ancho campo, y aún, por momentos, campo tan abstruso y difícil. Rodó no ha detenido su observación en tal o cual inclinación de las aptitudes mentales, ni se ha limitado a estudiar génesis de las vocaciones que pertenecen a una categoría determinada. Su espíritu ha paseado por todas las orientaciones, y ha querido desbrozar la marcha interior y progresiva de las aptitudes más distintas, en su realidad intrínseca y en el tiempo. Desde cierto punto de vista, podríamos ver, en «Motivos de Proteo», la obra continuadora de «Ariel», desde que se aplica a infundir la esperanza y la fe en la eficacia, de las aptitudes, a veces ocultas, del espíritu, y aspira acaso a colaborar, como un mentor ilustre y ponderado, en la acertada elección de las vías que se abren al esfuerzo y a la energía de las inteligencias. Yo podría decir, de «Ariel», que es lienzo armonioso en que el pensador artista ha trazado las grandes líneas de su cuadro inspirado y puesto los colores fundamentales, ricos en sugestividad y en vida. Está en él la imagen céntrica de su espíritu, y quienes se detienen un instante ante su armonía de luces y colores esenciales, reciben el encanto de la inspiración fundamental y altísima, del maestro.

Proteo, en cambio, es el cuadro en que aquel pintor se ha complacido en intensificar el estudio de cada parte armónica del mismo, en que el dibujo de cada pequeña zona del lienzo ha reclamado consideración atenta y especial, y en que los grandes rasgos sintéticos se han visto sustituidos por un trazado sutil y cuidadoso, producto de una inspiración ordenada y perseverante. Y, permitidme insistir una vez más en ello, -y en este instante a propósito de «Motivos de Proteo», nada hay en sus páginas que produzca el cansancio, o que incite a abandonar el libro en algún estante inaccesible de las bibliotecas. Si no bastara el interés fundamental del tema, la magia del estilo bastaría para mantener nuestros ojos inclinados sobre las líneas en que la imagen brilla, y el pensamiento encuentra la metáfora justa y la frase desenvuelve su estructura feliz como un acorde musical, y la parábola vierte la sugestión de cosa vivida para sostener la atención alejándola un momento de las cosas puramente abstractas. La unidad de Rodó escritor, que pudiera encontrarse, genéricamente expresada, en su predilección por las direcciones nobles del alma y la prodigiosa superioridad de su estilo, se muestra ahí, en «Motivos de Proteo», encerrada en páginas hermosas y penetrantes. A cada instante, en el transcurso de su «divagar» como él lo llama-, siente el espíritu poético de Rodó la tentación irresistible de la descripción armoniosa, de la enseñanza parabólica y no directa y simple, de la narración serena y viva, de la animada figuración de épocas, de ambientes, de escenarios históricos. ¿Queréis una más amable concepción, y una realización más amable de una obra que es, en su fondo, toda pensamiento, toda enseñanza, toda estudio filosófico, sutil y profundo?

Y Rodó no está todo -lo sabéis acaso mejor que yo- en «La vida nueva», ni en «Ariel», mi en «Motivos de Proteo». Hay fuera de ello, aquellas páginas de «Liberalismo y Jacobinismo»; hay, fuera de ellas, la profusión de artículos y estudios -muchos coleccionados en el «Mirador de Próspero», sobre todos los temas, históricos, sociales, políticos, cuyo examen, aun a vuelo de pájaro, sólo cabría dentro de disertaciones más prolijas que una conferencia de unos cuartos de hora. Y bien sabéis que Rodó ponía pensamiento y creaba belleza en cada uno de sus artículos. Y escuchad, para convenceros de su ininterrumpida labor de artista, este final de página, que hoy nos resulta un poco melancólica, y que inspirara a Rodó la contemplación de las estatuas, ya que la serenidad de su espíritu, aun dentro de un continente conmovido por la guerra, encontró una hora para meditar, en la «Sala de la Níobe», en la forma armoniosa que solía.

«¡Formas divinas, arquetipos de mármol! Si la gota de agua que se desploma confundida en la curva del Niágara mira, al pasar, las inmutables rocas de la orilla, no las verá con otro sentimiento que el que yo, gota de agua que se desploma confundida en la curva del os consagro a vosotras, inmutables en vuestra ideal serenidad. Devorará el tiempo su periódica ración de cosas nobles. Se apagará el color en las telas donde fijó el Renacimiento sus visiones radiantes, y ya sólo vivirán en la copia y el recuerdo. Dejarán de hablarse los idiomas en que hoy se expresan los hombres; y así, de la palabra del poeta no restará sino la idea mutilada en sus connaturales alas de armonía. Pero para vuestra juventud no habrá desmedro, para vuestra gloria no habrá ocaso. Hombres nuevos, cuya concepción de la vida y de las cosas nos produciría, si alcanzáramos a vislumbrarla, el vértigo de lo incomprensible, se detendrán ante vuestra hermosura, que es la hermosura humana en su más genérica y simple idealidad, y la sentirán cabalmente, como sentirán la belleza de la puesta del sol, y la del mar, y la de la montaña».

Saludemos, pues, en Rodó, al pensador luminoso y noble, sereno en la idea y en la frase; a quien supo expresar, manejando la palabra con insuperable maestría, y haciendo de ella la arcilla maleable y dócil en que encerrar la inspiración, tendencias superiores del espíritu, destacando su belleza pura sobre la vulgaridad de las cosas ambientes; a quien se aplicó a señalar derroteros concretos a la juventud de América, preocupado siempre del cultivo necesario de las cosas de la inteligencia; a quien supo interpretar, en prosa a un tiempo palpitante y marmórea, la inclinación alada de «Ariel», genio del aire; a quien desbrozó el estudio de aspectos innúmeros de la aptitud intelectual, en el deseo de llevar a todos la simiente de la esperanza invencible, pródiga y generosa; a quien supo arrancar sus más ricos dones al ancho filón del idioma, belleza inexhausta que no espera sino al espíritu que la extraiga y la modele armoniosamente; a quien encantó el alma del continente nuevo con la magia nueva de su palabra y aspectos nobilísimos de su prédica; a quien supo, a la vez, ser vigoroso y delicado, profundo y amable, filósofo y poeta; saludémoslo como a una gloriosa insignia del florecimiento intelectual de estas tierras, insignia que acaba de abatirse de pronto, en el país de los paisajes serenos y de los mármoles antiguos, que guardaban con su espíritu una concordancia rítmica e inviolable.

Y ha muerto Rodó. Ha muerto el obrero de todas esas cosas bellas, nobles, superiores, de que hemos conversado unos cuartos de hora y cuya gentil espiritualidad ha engarzado, por momentos, en la prosa de esta conferencia. Acaso él guardara, cierto escepticismo cuando, hace apenas unos meses, se detenía ante los apolos inmóviles, en la hora recordada, y comparaba la impresión de su espíritu ante la eternidad de la estatua, al sentimiento que pudiera experimentar, ante la roca inmóvil de la orilla, la gota de agua que cae en el torbellino del Niágara y marcha hacia la descomposición y el olvido. Pero el olvido no cabe sobre José Enrique Rodó, mientras la geografía universal mantenga las lindes del continente nuevo y el habla castellano se oiga, sonora y triunfal, en la inmensidad de sus dominios. Ha muerto Rodó en el país radioso, en que el sol pudo descubrir y avivar optimismos inagotables en su espíritu, y en que la serena visión de las grandezas de la arquitectura, y de aquellos sus mármoles tranquilos y graves, pudo llevar frescura y alivio a su espíritu, que fue también el de un esforzado luchador. Acaso terminó su existencia, en el declinar de la tarde, mientras un rayo de sol llegaba, a su frente, como en sus páginas a la frente de Ariel. Acaso ha muerto en la calma de una hora nocturna, mientras, afuera, el movimiento de las estrellas continuaba esparciendo, sobre la tierra, la simiente ideal e invisible.

El orgullo de América mantenía, como un enhiesto mástil, en lo alto, el pensamiento y la labor de Rodó, bandera por los cuatro vientos, y cuyos colores emblemáticos, respetados dentro y fuera del continente simbolizaban una culminación radiante de la inteligencia. La bandera ha caído, a lo largo del mástil desnudo. Y sobre la heráldica prestigiosa de sus signos, el país entero vierte hoy su dolorida meditación.

Y es forzoso terminar estas reminiscencias tan rápidas sobre la obra y el espíritu de Rodó. Hemos llamado a la puerta de un palacio encantado, y, desde el umbral, armonioso y sereno, hemos recibido la sensación de la nobleza y de la hermosura de las cosas que en él se guardan. A lo largo de las suntuosas salas, hemos advertido el brillar de las piedras preciosas, y lo sugestivo de la tela que habla desde los muros sólidos, y la impresión artística de las estatuas multiplicadas hasta en los rincones menos visibles, y la magnificencia de un tesoro pródigo e insuperable, y la disposición armoniosa y genial de una luz maravillosa y pura. Pero ha debido ser forzosamente tan breve nuestro paso por el palacio luminoso, que apenas si hemos podido detenernos ante cada una de las realizaciones maestras allí puestas, y no hemos podido permanecer, un instante siquiera, ante el objeto de arte semiperdido en una extremidad cualquiera de la sala. No obstante, al sentir, tras de nosotros, el golpe de las puertas que se cierran, podemos afirmar que había, en este palacio tan incompletamente visitado, suprema plenitud de belleza, y que las telas simulaban -por prodigio del arte- la vida real y activa, y que los bronces estaban modelados por manos hábiles, y que eran auténticos los tapices y las perlas. Y si os parece impropio el símil del palacio, del recinto cerrado, para la obra de Rodó, hecha para extenderse y difundirse, permitidme que vuelva al símil que ya me ha servido alguna vez. Hemos viajado, vertiginosamente -es cierto- a través de un paisaje admirable, en que se multiplicaban los panoramas diferentes, y las suaves colinas, y la plata de los arroyos y los ríos, y el misterio elocuente de las selvas, en una extensión amplia y hermosa. Y el movimiento incesante de nuestro coche no ha querido que nos detuviéramos, más de un momento, en cada uno de los encantadores aspectos del paisaje, y apenas si, a veces, en una fugaz detención, no ha permitido refrescarnos en el agua clara de las venas generosas que surcan la extensión inmensa. Pero al final del viaje, recordamos que era graciosa la colina, y llena de rumores sugestivos la selva, y grata el agua del arroyo y del río, y el panorama espléndido, y grandiosa la amplitud del paisaje.

Y sea, esta impresión, la impresión final y única de nuestro viaje espiritual.