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ArribaAbajoDiscurso del doctor Carlos María Prando

Señores:

El Consejo de Enseñanza Secundaria y Preparatoria, me ha confiado el nobilísimo cometido de traer en su nombre y representación a estas honras fúnebres que son a la vez homenaje de apoteosis, su ofrenda de gratitud y su tributo de admiración.

Deber de gratitud para con el maestro que honró sos claustros al prestigiar la cátedra de literatura con su autorizada enseñanza plena de sabiduría, en armoniosas vibraciones estéticas.

Pleitesía de admiración para el supremo artista, que en la prosa de América ascendió a la más alta cumbre del pensamiento universal, para encender en ella, a la manera de las liturgias asiáticas, el fuego de su verbo y de su inspiración, que es antorcha que señala con acierto los derroteros salvadores a los caminantes extraviados en las inquietudes de la duda o en la amarga tristeza, de los desencantos, y que en las noches serenas al proyectarse en el velo de las sombras su luz tranquila, parece el astro anunciador, de una nueva constelación.

Traigo también de esos claustros amigos y fraternales, donde las almas que despiertan a los anhelos de la vida superior, conservan intactas, las ingenuas imágenes de sus deseos juveniles, un mensaje de amor reverente, que llega deformado en mi expresión, pero que se mantiene enérgico y profundo en mi sinceridad.

Profesor de idealismo, predicador de belleza, rapsoda incomparable de las dos verdades eternas, que, indiferentes al tiempo y al espacio, parecen el alma suprema de la vida manteniendo su imperio en los dominios misteriosos de la conciencia humana.

Fuerza inmutable y omnipotente, vieja como Cronos, y joven como la ilusión, la Belleza, paraje azul, inmaterial y quimérico, continúa planeando en el espacio infinito de nuestra fantasía contemporánea, enferma de cientificismo, con la misma gracia cautivante que conquistó para su cópula fecunda el espíritu elemental de los hombres primitivos.

Es aquel espíritu de Dios que en la leyenda bíblica flota sobre las aguas creadoras del mundo, que sigue flotando en las aguas inquietas del deseo, forjadoras de nuestra perfectibilidad.

Soplo de inmortalidad, página siempre en blanco de las ensoñaciones, luz radiante de los desconsuelos, miraje de ignorados horizontes, «sursum corda» de los salmos litúrgicos, la esperanza, fibra encendida de nuestra voluntad y madre generatriz de nuestros heroísmos, sigue siendo y lo será por siempre, inspiradora de nuestra acción y poderoso estímulo de nuestras conquistas.

Belleza y esperanza, términos ideales de nuestra perfección moral, en la que el alma redimida de los toscos movimientos del instinto, gusta, en la realización desinteresada de las nobles empresas, el placer inefable de reposar en el seno de la propia divinidad, tal es la síntesis constructiva del pensamiento filosófico de Rodó.

A la acción, por la belleza ideal, que no hay ningún esfuerzo estéril cuando la voluntad es firme y la dirige un propósito excelso; a la acción, por la noble verdad de nuestros destinos superiores, incorruptible a los halagos sensualistas de las bajas pasiones; a la acción, por el bien con una total generosidad para cualquier iniciativa, que traiga consigo el tono emocional de un sincero entusiasmo, a la acción por la justicia, sin dogmas que nos limiten en nuestra potencia radiante y con la suprema piedad de una absoluta tolerancia que sólo se detiene en «la imposibilidad de comprender a los espíritus estrechos».

Tal dijo su voz armoniosa al conjuro de Ariel; y ese verbo fue vida que despertó en todo un continente a los valores espirituales adormecidos en el marasmo de las energías utilitarias, y fue alondra que anunció en la obscuridad de las conciencias las claridades de una nueva aurora.

En medio del positivismo dominante de la época, que sólo afirmaba las excelencias materialistas, surgió como un iluminado que viniera del fondo de las edades con el testimonio irrecusable de la historia, para proclamar el vano empeño de esos esfuerzos efímeros condenados a muerte.

Y fue, cuando los dioses y la suprema razón enmudecían en los altares abandonados, porque el culto de un torpe sensualismo, inspiraba las más groseras manifestaciones de la naturaleza; cuando el ensueño de los clásicos, de los místicos y de los románticos, se hallaba confinado en los sórdidos dominios de las conveniencias utilitarias, mientras los energéticos buscaban en el cieno materialista el barro propicio para sus realizaciones, y cuando aquel espíritu del Ática, que germinaba en el placer del ocio noble, consumía sus más puros afanes en el estéril «yermo de las codicias púnicas; y hubo en su prédica tanta eficacia y tanta donosura en su decir, que el idealismo sepultado en la vorágine de esa fiebre utilitaria, brotó en sus enseñanzas como en las excavaciones de los arqueólogos los mármoles clásicos en la triunfal soberanía de su hermosura.

No dijo verdades nuevas sino verdades olvidadas, porque en el equilibrio de su inteligencia, no hubo espacio para las osadías verbalistas que sólo expresan una vanidad personal.

En su lucidez mental, cobró certeza, el profundo convencimiento que el aceite que arrojamos en las luminarias de la idea, de antiguo encendidas a lo largo del camino que nos conduce hacia el misterio, por el sentimiento religioso de los pueblos de Oriente y el sentido crítico de la civilización pagana, podrá dilatar su poder lumínico en la masa densa de las sombras, pero siempre nos tendrá aprisionados en su cono de luz.

Comprendió como pocos y en nuestro ambiente como ninguno, cuan inútil es la jactancia de los innovadores, frente a la sonrisa enigmática de la suprema incógnita.

Su entendimiento aguzado en profundas reflexiones, huyó de las especulaciones abstractas que perturban la emoción sensitiva de la vida, y discurrió sobre la superficie amable de las cosas, como discurren los ríos, que sin preocuparse de los cursos de agua que los alimentan, se deslizan hacia su ignorado destino, reflejando en imágenes de cristal sobre la onda líquida la hermosura siempre cambiante de las riberas.

Pasó junto a Isis, sin profanar el secreto de sus velos.

No es dogmático, ni exclusivista; es ecléctico y expansivo. No supo de rigideces geométricas, porque quiso vibrar en múltiples vibraciones y plasmar en variados modos. Su filosofía, no es asunto permanente de su capacidad investigadora, es un motivo para sus prédicas morales y un pretexto escogido para su literatura.

Más que un filósofo, es un artista.

Es un artista, por la armoniosa serenidad y la amable indulgencia de sus ideas, que jamás adoptan el gesto huraño del escéptico ni se aduermen en las vacilaciones de la duda.

Es un artista, por la euritmia elegante de sus movimientos espirituales envueltos siempre en la gasa impalpable de lo vago y lo sutil.

Es un artista, por el don cautivante de su optimismo, que encierra en su urdimbre, cual si fuera la caja de Pandora, la divina esperanza, consolatriz en la fórmula del estoico emperador.

Es un artista, en sus profundas devociones por la belleza, y es su doctrinario, pues sintió su poder comunicativo, que logra por sugestión en las realizaciones de lo bueno y de lo justo, lo que el raciocinio no suele alcanzar por la aridez de sus métodos, y tuvo como pocos, en fina y sagaz penetración, la cualidad inefable de enseñarla con gracia.

Pero ante todo y por encima de todo, es un artista por su clásico sentido de la proporción y de la medida, que ha logrado imprimirle a su estilo un marcado sello helénico en la elegante sobriedad de sus imaginaciones y en la cuidada selección y propiedad de sus vocablos.

En él hay forma y ritmo; es musical y apolíneo; es un estilo estatuario; las grandes líneas y los pequeños detalles, los relieves y los contornos prolijamente cuidados, cobran la placidez armoniosa de los frisos antiguos.

Quien penetre en «Ariel» y en «Motivos de Proteo», se sentirá transportado por arte de encantamiento, a un sereno lago de esmalte; el cobalto de los cielos difundiendo su luz azul en la tersa superficie de las aguas, despertará a las ondinas del ensueño, dormidas en su seno profundo; el rumor de la vida que palpita en las orillas llega en ondas suaves y dulces como el canto melodioso de invisibles sirenas, que excitan en nuestros deseos el noble afán de generosas empresas; y el viento de las pasiones que siembra el mal y el egoísmo entre los hombres, a su contacto es liviana brisa que jamás levanta la curva encrespada de una ola en la libre gallardía de su expansión.

Rodó no dijo ni verdades nuevas ni preceptos definitivos, repitió en momento oportuno lo que otros predicaban en otras latitudes. Pero revistió esas ideas con galas tan suntuosas, que si no tuvo el mérito de haberlas creado, tuvo el mérito excelso de haberlas embellecido.

Si la originalidad de un concepto pertenece en idéntica propiedad aunque en diversa forma, al que la enuncie por vez primera, como al que en su glosa le procure una expresión de nueva belleza, la originalidad de Rodó como pensador y artista debe proclamarse como una verdad.

Así lo entendió la América Latina, que lo escuchó como a un revelador y que en unánime y espontáneo acuerdo lo reverencia como a la figura más representativa del moderno pensamiento continental.

Profesor de idealismos y predicador de belleza, que nos enseñasteis en nuestra educación moral a manejar la voluntad, como un «cincel perseverante» que fuera rectificando los torpes vestigios de la animalidad; que nos mostrasteis en el mito de Proteo encendido con diáfana nitidez, en parábolas transparentes, el escondido secreto de nuestra perfección; recibid la ofrenda de los claustros universitarios, donde iniciasteis vuestras primeras enseñanzas y donde vuestro espíritu, como un genio tutelar, presidirá por siempre la noble gesta del saber.

Sembrador que arrojasteis en las almas en flor la noble semilla de vuestras prédicas, que hace de la voluntad un agente realizador de perfecciones en los anhelos de belleza ideal; de la razón, luz que ilumina los impulsos del instinto en nuestras facultades de pensar y de obrar; del entendimiento, amplio y hospitalario refugio de la curiosidad que observa y de la duda que ahonda; del optimismo, esperanza risueña que descubre en las líneas proféticas de las renovaciones, magníficos mirajes de ensueño y de amor; del sentimiento, bálsamo piadoso para los desencantos; de la inteligencia, molde flexible del deseo en su substancia creadora; y de la ilusión, serena onda de armonía que al vibrar en nuestra alma sabrá comunicarle la juventud inmarcesible de la gracia espiritual; escuchad el clamor admirativo que se eleva en esos claustros amigos, en donde los que recién penetran en los dominios de la idea, enceguecidos por su luz, os extienden los brazos en la actitud suplicante de los náufragos abandonados en las playas sin límites de un mar desconocido.

Maestro de bondad y de sabiduría, de belleza y de amor, que vivís en la inmortalidad de las formas más puras en alas del genio del aire, más allá de las nubes y más allá de los astros, en el vibrante y misterioso azul, recoged esa súplica, y no nos abandonéis, porque aún no ha aparecido entre nosotros el que sea capaz de venceros con honor.

Maestro que sabéis de todas las tolerancias porque en vuestro espíritu hubo la noble hospitalidad del rey de vuestra leyenda, recibid nuestra plegaria en la ofrenda que os traemos, en la que hay la perfumada miel de nuestras ilusiones, la encendida rosa de nuestra pasión, el pálido lirio de nuestro desfallecimiento, que al deshojarse sobre vuestra tumba que es la puerta de la inmortalidad, se sienten animados por un extraño dinamismo creador.