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ArribaAbajo- VI -

Crítica de teatros



ArribaAbajoEl derecho de propiedad

No comprendemos, en realidad, por qué ha de ser un autor dueño de su comedia; verdad es que en la sociedad parece a primera vista que cada cual deba ser dueño de lo suyo; pero esto no se entiende de ninguna manera con los poetas. Éste es un animal que ha nacido como la mona para divertir gratuitamente a los demás, y sus cosas no son suyas, sino del primero que topa con ellas y se las adjudica. ¡Buena razones que el hombre haya hecho su comedia para que sea suya! ¡Lindo donaire! Dios crió él poeta para el librero, como el ratón para el gato, y caminando sobre este supuesto, que nadie no podrá negar, es cosa clara que el impresor que se apodera del libro ajeno cumple con su instinto, hace una obra meritoria y si no gana el cielo, gana el dinero, que para ciertas conciencias todo es ganar.

Así que asombrados estamos de la bondad y largueza de aquellos impresores honrados (que también los hay) que se dignan favorecer al autor con pedirle su permiso y su comedia, pagarle el precio convenido y darla después lícitamente al público; éstos deben de entender poco o nada de achaques de conciencias, porque ¡cuánto más sencillo y natural es salirse a caza de comedias (como quien sale a caza de calandrias, tirar a la bandada y caiga la que caiga!) y redimir con ellas la imprenta y redimir al autor.

Nosotros, a fe de poetas, si es que se deja a los poetas tener siquiera fe, ya que tan poca esperanza tienen, les juramos no acudir a ponerles pleito, porque nunca hemos gustado de cuestiones de nombre, y tanto se nos da de que sea la divina Astrea la que saque el fruto de nuestras comedias, como de que sea el librero; con la ventaja para éste de que siquiera nos da gloria, al paso que la otra sólo nos podría dar cuidados y las conchas vacías de la ostra que se hubiese engullido. Hágales, pues, muy buen provecho a los señores tratantes en libros que esto hacen, nuestro ingenio, que mientras estemos nosotros aquí no les ha de faltar modo de vivir, y aun quizás nos demos por muy honrados y contentos. (I-23 y 24.)




ArribaAbajoDesaliento de los autores

Cuando los poetas ven que falta en el auditorio ese orgullo nacional, capaz de hacer milagros dondequiera que exista; cuando oye aplaudir indistintamente las mezquinas traducciones extrañas a nuestras costumbres, y preferirlas acaso a las obras originales; cuando las ve pagar con tan poca diferencia, ¿qué mucho que no se canse en correr en pos de la perfección?... ¡Cuánto más fácil es traducir en una semana una comedia que hacerla original en medio año! ¿Por qué ha de emplear tanto tiempo, tantos afanes, por conseguir aquel mismo premio que en menos tiempo y con menos trabajo puede alcanzar? De aquí las miserables traducciones; de aquí la expulsión del buen género para hacer lugar al género charlatán que deslumbra con fáciles y sorprendentes golpes de teatro. De aquí la ausencia de caracteres, de pasiones y de virtudes, para sustituirlas esos traidores falsos y eternos que hacen el mal para buscar el efecto, esos crímenes no justificados y esos vicios asquerosos pintados de una manera todavía más asquerosa. No se crea, sin embargo, porque hemos expuestos aquí estos descargos de los poetas que los consideramos tan inocentes como los demás; nada de eso. Dentro de poco probaremos que, si bien éstas son disculpas, no son razones para seguir en el torpe camino en que se han encerrado; probaremos que si alguno debe obrar heroicamente, es el poeta. (I-42.)




ArribaAbajoDesprecio a la propiedad intelectual

Los teatros de provincias se creen autorizados, una vez representada una comedia en Madrid, a sustraer copias fraudulentas y a representarla en todas partes, muy persuadidos de que los autores no tienen derecho alguno a impedírselo y clamando con la fábula: ¡Para mí los crió la Providencia! En el reglamento que tenemos a la vista se establecía que los tales teatros pagasen al autor con arreglo a sus facultades, ni más ni menos que los de Madrid. Pero claman los actores: ¡La costumbre es ley! Bien haya la costumbre; podrá ser así, en cuyo caso no sospecho por qué han de ahorcar a los ladrones, siendo una costumbre tan antigua la de robar. (I-44.)




ArribaAbajoPor florecimiento del teatro

Fórmese el público, y si otras causas no concurren, como es de desear, a su instrucción general, tan necesaria, tomen sobre sí los que escriben para él tan ardua empresa; más generosos que hasta ahora, no doblen la cerviz al mal gusto; den la ley y no la reciban. Reconózcase la propiedad y séalo el talento; descárguense los teatros de las numerosas cargas que los abruman; mejórense los actores y prémiense generosamente. Vigile una censura juiciosa para que nuestra religión y nuestras leyes sean respetadas de los escritores; pero sin oponer obstáculos jamás a la representación de las obras inocentes. Entonces tendremos teatro español; entonces el suelo de los Lopes y Calderones, de los Tarsos y los Moretos, volverá a retoñar ingenios; entonces citaremos con orgullo una literatura nuestra y una diversión racional que tienen todos los países cultos y que nosotros hasta ahora hemos dejado perecer al poderoso influjo de una infinidad de concausas ominosas. (I-45.)




ArribaAbajoYo quiero ser cómico

No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que malas lenguas me atribuyen, si no sacara a luz pública cierta visita que no ha muchos días tuve en mi propia casa.

Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vueltas sobre su eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo a muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo que me correspondía ingerir aquel día en la Revista. Quería yo que fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buen humor, o de buen talante para comunicar el suyo a los demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con las obligaciones de fiel coronista de los usos y costumbres de mi siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendencias por una sátira más o menos.

Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al anunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.

Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecer sus gustos e inclinaciones, o su humor del momento para conformarse prudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia, me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:

-¿Es usted el redactor llamado Fígaro?

-¿Qué tiene usted que mandarme?

-Vengo a pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!

-Es claro... Si usted me necesita...

-Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo de usted!

-Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...

-Yo soy un joven...

-Lo presumo.

-Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro...

-¿Al teatro?

-Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...

-Es la mejor ocasión.

-Como estamos en Cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima temporada cómica, desearía que usted me recomendase...

-¡Bravo, empeño! ¿A quién?

-Al Ayuntamiento.

-¡Hola! ¿Ajusta el Ayuntamiento?

-Es decir, a la empresa.

-¡Ah! ¿Ajusta la empresa?

-Le diré a usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para cuando se sepa.

-En ese caso, no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...

-Sin embargo, como yo quiero ser cómico...

-Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?

-¿Cómo? ¿Se necesita saber algo?

-No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...

-Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con pie en una corporación.

-Ya le entiendo a usted; usted quisiera ser cómico aquí, y así será preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted el castellano?

-Lo que usted ve... para hablar, las gentes me entienden...

-Pero la Gramática, y la propiedad, y...

-No, señor, no.

-Bien; ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted, desgraciadamente, el latín, y habrá estudiado humanidades, bellas letras...

-Perdone usted.

-Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá verter sus ideas en las tablas.

-Perdone usted, señor. Nada, nada. ¡Tan poco favor me hace usted! Que me caiga muerto aquí sí he leído una sola línea de eso, ni he oído hablar tampoco... mire usted...

-No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras de una palabra y decir unas voces por otras: actitud por aptitud, y aptitud por actitud, diferiencia por diferencia, háyamos por hayamos, dracmático por dramático, y otras semejantes?

-Sí, señor, sí, todo eso digo yo.

-Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió usted Historia?

-No, señor; no sé lo que es.

-Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni caracteres históricos...

-Nada, nada, no, señor.

-Perfectamente.

-Le diré a usted... en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguo, siempre a la romana.

-Esto es: aunque sea griego el asunto.

-Sí, señor; si no es tan antiguo, a la antigua francesa o a la antigua española; según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es más moderno o del día, levita a lo Utrilla en los calaveras, y polvos, casacón y media en los padres.

-¡Ah! ¡Ah! Muy bien.

-Además, eso, en el ensayo general, se le pregunta al galán o a la dama, según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme a lo que ellos tienen en sus arcas, así...

-¡Bravo!

-Porque ellos suelen saberlo.

-¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?

-Mire usted; el papel lo dirá, y luego, como el muerto no se ha de tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle a uno... Además, que gran parte del público suele estar tan enterado como nosotros...

-¡Ah! ya... usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...

-No es gran cosa; pero eso no es esencial.

-Y de educación, de modales y usos de sociedad, ¿a qué altura se halla usted?

-Mal; porque si va a decir verdad, yo soy pobrecillo: yo era escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me quiero meter a cómico; porque se me figura a mí que es oficio en que no hay nada que hacer...

-Y tiene usted razón.

-Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente no conozco esos señores usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté ninguno de ellos.

-Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.

-Escasamente.

-¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?

-Le diré a usted: si hago de rey, de príncipe o de magnate, ahuecaré la voz, miraré por encima del hombro a mis compañeros, mandaré con mucho imperio...

-Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, a ser obedecidos a la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...

-Sí, pero ¡ya ve usted! en el teatro es otra cosa.

-Ya me hago cargo.

-Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras o en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el tablado con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los jueces no tuviesen entrañas...

-No se puede hacer más.

-Si hago de delincuente me haré el perseguido, porque en el teatro todos los reos son inocentes...

-Muy bien.

-Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas, cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes melodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas, carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago un barba, andaré a compás, como un juego de escarpias, me temblarán siempre las manos como perlático descoyuntado; y aunque el papel no apunte más de cincuenta años, haré del tarato y decrépito, y apoyaré mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice a los espectadores: «allá va esto para ustedes.»

-¿Tiene usted grandes calvas para los barbas?

-¡Oh! disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el colodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades. Pero aun para diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con ellas.

-¿Y los graciosos?

-Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces, haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas contorsiones que alcance, y saldré vestido de arlequín...

-Usted hará furor.

-¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa a aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de intención o lucimiento que en mi parte se presenten.

-¿Y memoria?

-No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gusta el estudio. Además, que eso es cuenta del apuntador. Si se descuida, se le lanza de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre!

-Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una carreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oír a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.

-Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación, se dice cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! ¡si usted viera!

-Ya sé ¡ya!

-Vez hay que en una comedia en verso se añade un párrafo en prosa: pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común que añadir...

-¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno. ¿Usted ha representado anteriormente?

-¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado.

-No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted, ¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es, o por el verso más que no entienda siquiera lo que es prosa?

-¿Pues no tengo de saber, señor? eso lo hace cualquiera,

-¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para...?

-Vaya si sabré; precisamente ese es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa.

Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado: «Venga usted acá, mancebo generoso -exclamé todo alborozado-; venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio.»

Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndole las más eficaces recomendaciones. (III-263, 264, 265 y 266.)




ArribaAbajoAmplio horizonte que abarca el teatro

No necesitamos remontarnos al origen del teatro para combatir la vana preocupación de los preceptistas que han querido reducir a la tragedia, propiamente llamada así, y a la comedia de costumbres o de carácter, el arte dramático. La razón natural puede guiarnos mejor. Con respecto a la comedia, sea en buen hora el espejo de la vida, la fiel representación de los extravíos, de los vicios ridículos del hombre. Pero con respecto a todo lo que no es comedia, examinemos un momento cuál puede ser el objeto del teatro.

En todos los pueblos conocidos debe éste su origen al orgullo nacional, que podríamos llamar el amor propio de los pueblos. La vida de sus antiguos héroes y el recuerdo de sus hazañas, fue en Grecia el primer objeto del teatro. En un pueblo constituido como el griego, que se suponía hijo de dioses y semidioses, los primeros dramas debieron participar de esta grandeza y sublimidad a que debían su origen. No eran los hombres, ni sus pasiones, ni los sucesos hijos de ellas los representados: eran acciones sobrenaturales las que formaban el argumento, y el cielo y la fatalidad eran su máquina principal. ¿Qué mucho, pues, que los preceptistas, que de aquellos modelos deducían las reglas, fijasen para este género, no pudiendo concebir otro, la precisa condición de que no hablasen en la tragedia sino héroes y príncipes casi divinos, y de que hablasen en aquel lenguaje que sólo a ellos podía convenir? Entiéndese esto fácilmente. Pero cuando destruidas las antiguas creencias no se pudo ver en los reyes sino hombres entronizados y no dioses caídos, no se comprende cómo pudo subsistir la tragedia heroica aristotélica. Para los pueblos modernos no concebimos esa tragedia, verdadera adulación literaria del poder. Por otra parte, ¿son por ventura los reyes y los príncipes los únicos capaces de pasiones? No sólo es este un error, sino que, limitando a tan corto círculo el dominio de la representación teatral, frústrase su objeto principal. Los hombres no se afectan generalmente sino por simpatías: mal puede, pues, aprovechar el ejemplo y el escarmiento de la representación el espectador que no puede suponerse nunca en las mismas circunstancias que el héroe de una tragedia. Estas verdades generalmente sentidas, si no confesadas, debieron dar lugar a un género nuevo para los preceptistas rutineros: pero que es, en realidad, el único género que está en la naturaleza. La Historia debió ser la mina beneficiable para los poetas, y debió nacer forzosamente el drama histórico.

Nuestros poetas, que no sufrieron más inspiraciones que las de su ingenio independiente, no hicieron más que dos clases de dramas: o comedias de costumbres y carácter, como El embustero, de Alarcón, y El desdén con el desdén, de Moreto, o dramas históricos, como El rico hombre y el García del Castañar. A este género, fiel representación de la vida en que se hallan mezclados como en el mundo reyes y vasallos, grandes y pequeños, intereses públicos y privados, pertenece La Conjuración de Venecia. Todo lo más a que está obligado el poeta es a hacer hablar a cada uno, según su esfera, el lenguaje que le es propio y resultará indudablemente doble efecto de esta natural variedad: tanto más cuanto que el lenguaje del corazón es el mismo en las clases todas, y que las pasiones igualan a los hombres que su posición aparta y diversifica. (III-338.)




ArribaAbajoFalta de comedias

Era tiempo de peste en Cádiz, y daba su parte a la autoridad un sargento que estaba de facción en Puerta de Tierra, diciendo en los términos siguientes: «Sin novedad: hoy han salido por esta puerta veinte muertos con sus respectivos cadáveres. Sargento, Fulano.» Eso mismo decimos hoy nosotros al público al darle parte de las dos funciones nuevas que acabamos de ver desaprobadas con tanta razón por el auditorio. «Sin novedad: se han representado en este teatro dos comedias con sus respectivas silbas»: que silbas y comedias son cosas ya tan inseparables como cadáver y muerto...

Casose un labrador, y proponíase tener muchos hijos, tantos, que le pareció venir allí de molde un libro de memorias, donde pudiera ir apuntando sus nombres y no confundirse él ni confundirlos jamás. Encuadernó, pues, su libro en blanco, e iba apuntando así: «Hijos del labrador Antón Antúnez: el primer hijo no fue hijo, sino hija.»

Lo mismo decimos nosotros: comedia del 24: la primer comedia, no fue comedia, sino farsa. (III-293.)




ArribaAbajoImposibilidad de la critica teatral sincera

¡Señor Fígaro! -me piden: ¡Un artículo de teatros!... ¿De teatros? Voy allá... Yo escribo para el público y el público, digo para mí, merece la verdad; el teatro, pues, no es teatro; la comedia es ridícula, el actor A es malo y la actriz H es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado a renglón seguido en mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la comedia dice que es excelente y el articulista un acéfalo; se conjuran los actores, cierran las puertas del teatro a mis comedias, para lo sucesivo, y ponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica? ¡Pícaro traductor, ladrón y pedante. (III-267.)




ArribaAbajoAtrasos del teatro

Pocos países de los que se hallan a la altura del nuestro en la escala de la civilización pueden citarse donde se encuentre el teatro más atrasado que en España. Falto siempre de protección, considerado la mayor parte del tiempo como un mal inevitable por el mismo gobierno que lo toleraba, no es mucho que no se hayan dado en ese ramo pasos agigantados. No creemos nosotros, como repetidas veces se ha pretendido hacer creer, que el teatro corrija las costumbres ni destierre vicios; llevamos más adelante nuestra opinión; nos inclinamos a pensar que del teatro sale el hombre poco más o menos tal como entra. El hombre es animal de poco escarmiento; y si lo fuera, seguramente que el colorido de sublimidad y pasión que en el teatro suelen revestir los vicios y los crímenes no sería el mejor medio de hacerle escarmentar. Los celos que en el Otelo del mundo no son sino reprensibles, están, por lo menos, disculpados en el del teatro con el exceso de la pasión. El teatro, pues, rara vez corrige, así como rara vez pervierte. Ni es tan bueno como sus amigos le han pintado, ni tan perjudicial como sus enemigos le han supuesto. Por lo menos es desde luego una diversión pública, y en esta sola calidad encierra ya una no mediana recomendación; es, además, de todas las diversiones públicas, la más culta, y si no corrige las costumbres, puede, al menos, suavizarlas; puede ser una escuela de buenos modales, y debe serlo constantemente de buen lenguaje y de estilo.

A estas circunstancias, que recomiendan positivamente el teatro, ha podido agregarse en muchas épocas la idea, generalmente admitida, de que todo espectáculo público es favorable al legislador y gobernante, porque, distrayendo al pueblo de los intereses políticos, le aparta de la rebelión... El despotismo, por lo tanto, ha solido ser favorable al teatro; y, dueño de la hacienda pública, ha destinado en todas partes fondos supletorios a la prosperidad de una diversión, de que tanto se prometía. Pero en España, ni aun eso ha sabido hacer; en España, donde sin duda consideraba la función de los toros como más popular, no le ha sido deudor el teatro de protección alguna; por el contrario, en él persiguió las luces, en él trató de ahogar una manera de expresión de la opinión pública; y si lo consintió, podemos atribuirlo a que toda la represión del Gobierno más despótico no basta a contrarrestar la fuerza de la opinión; el espíritu de cada época se hace respetar hasta de sus enemigos; pero ya que no podía derribarlo, hízole todo el daño que podía hacerle; lo consintió, sí, pero como una mera indemnización; lo consintió cargándole con la obligación de resarcir con sus productos los males que le achacaba. Maquiavélica idea, por cierto, pues si el teatro era perjudicial en sentir del legislador, no podía haber resultado bueno que lo abonase. El teatro es malo, decía el Gobierno; pero haga daño en buena hora, siempre que me sufrague de las obligaciones que, como administrador de la sociedad, tengo contraídas con los establecimientos de beneficencia; es decir: consiento al ladrón con tal que me rinda por tributo parte de sus robos. Esta ha sido la lógica, y, lo que es peor, la moral del Gobierno nuestro con respecto al teatro. Y su torpeza es tal, que una vez admitido tan escandaloso principio, no supo siquiera volverlo completamente en provecho suyo, facilitando su prosperidad. Falto de ingenio por la persecución, agobiado por las cargas civiles, el teatro había vivido entre nosotros, manteniendo obligaciones del Estado, y es lo peor, que habiendo entrado en una era de progreso y de luces, no se trasluce aún la aurora del día en que deba mejorarse su suerte. (III-485 y 486.)




ArribaAbajoLa vida teatral

Antaño en el teatro se escuchaban pocas silbas, y el ilustrado público, menos descontentadizo, era a la par más indulgente. Lo que entonces podía ser una primera representación, lo ignoramos completamente; y como no nos proponemos pintar las costumbres de nuestros padres, sino las nuestras, no nos aflige en verdad demasiado esta ignorancia...

En el día, una primera representación es una cosa importantísima para el autor de... ¿de qué diremos? Es tal la confusión de los títulos y de las obras que no sabemos cómo generalizar la proposición. En primer lugar hay lo que se llama comedia antigua, bajo cuyo rótulo general se comprenden todas las obras dramáticas anteriores a Comella: de capa y espada, de intriga, de gracioso, de figurón, etc., etc.; hay en segundo, el drama, dicho melodrama, que fecha de nuestro interregno literario, traducción de la Porte Saint-Martín, como El Valle del torrente, El Mudo de Arenas, etc., etc.; hay el drama sentimental y terrorífico, hermano mayor del anterior, igualmente traducción, como La huérfana de Bruselas; hay después la comedia dicha clásica de Molière y Moratín, cor su versito asonantado o su prosa casera; hay la tragedia clásica, ora traducción, ora original, con sus versos pomposos y su correspondiente hojarasca de metáforas y pensamientos sublimes de sangre real; hay la piececita de costumbres, sin costumbres, traducción de Scribe: insulsa a veces, graciosita a ratos, ingeniosa por aquí y por allí; hay el drama histórico, crónica puesta en verso, o prosa poética, con sus trajes de la época y sus decoraciones ad hoc, y al uso de todos los tiempos; hay, por fin, si no me dejo nada olvidado, el drama romántico, nuevo, original, cosa nunca hecha ni oída, cometa que aparece por primera vez en el sistema literario con su cola y sus colas de sangre y de mortandad; el único verdadero descubrimiento escondido a todos los siglos y reservado sólo a los Colones del siglo XIX. En una palabra: la naturaleza en las tablas, la luz, la verdad, la libertad en literatura, el derecho del hombre reconocido, la ley sin ley.

He aquí que el autor ha dado la última mano a lo que sea: ya lo ha cercenado la censura decentemente; ya la empresa se ha convencido de que se puede representar, y de que acaso es cosa buena.

Entonces los periodistas, amigos del autor, saben por casualidad la próxima representación, y en todos los periódicos se lee, entre las noticias de facciosos derrotados completamente, la cláusula que sigue:

«Se nos ha asegurado o sabemos (el sabemos no se aventura todos los días), que se va a poner en escena un drama nuevo en el teatro de... (por lo regular del Príncipe). Se nos ha dicho que es de un autor conocido ya ventajosamente por obras literarias de un mérito incontestable. Deben desempeñar los principales papeles nuestra célebre señora Rodríguez y el señor Latorre. La empresa no ha perdonado medio alguno para ponerlo en escena con toda aquella brillantez que requiere su argumento, y tenemos fundados motivos (la amistad nadie ha dicho que no sea un motivo, ni menos que no sea fundado) para asegurar que el éxito corresponderá a las esperanzas, y que, por fin, el teatro español, etcétera, etc.» Y así sucesivamente.

Luego que el público ha leído esto, es preciso ir al Café del Príncipe; allí se da razón de quién es el autor, de cómo se ha hecho la comedia, de por qué la ha hecho, de que tiene varias alusiones sumamente picantes, lo cual se dice al oído: el Café del Príncipe, en fin, es el memorialista, el valenciano del teatro. (III-410 y 411.)




ArribaAbajoNovela y teatro

La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su origen en la Península española. En ella podemos citar escritores excelentes, sí contados. El ingenioso hidalgo, último esfuerzo del ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían sacado unos pocos, sólo, al parecer, para dar una muestra al mundo literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y al ingenio español.

Poco después la literatura se refugió al teatro, y no fue, por cierto, para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer. (III-474 y 475.)




ArribaAbajoEl baile nacional y la Cuaresma

La ilustración de nuestro Gobierno parece haber dejado en pie las tragedias en Cuaresma por este año y algunas otras representaciones; sólo han quedado excluidos del ensanche dado al arte los bailes nacionales. Efectivamente, la autoridad ha conocido que se puede muy bien ver comedias y salvarse; lo que parece estar todavía en duda es que se pueda uno salvar viendo bailes nacionales. Yo estoy, con el Gobierno, por la negativa. Los bailes suizos, como los de la ópera El Guillermo, que se siguen representando, tienen otro ver; los nacionales son los especialmente desagradables a los ojos de Dios, con la circunstancia de que Su Divina Majestad parece llevarlos más en paciencia el resto del año que en ciertos cuarenta días, llamados Cuaresma. Esto parece querer decir que hay circunstancias para todo, y que lo que es bueno en tal mes es malo en tal otro aun a los ojos del cielo.

Lo mismo se dice de las ostras, las cuales son buenas en los meses de erre.

Un historiador podría inferir de aquí que las danzas que bailaban los israelitas alrededor del arca del Testamento no eran bailes nacionales, sino bailes del Guillermo, bailes suizos. Es probable que fuese así. (XV-887.)




ArribaAbajoLas comedias y los cómicos

Además de la diferencia de costumbres, que suele ser causa de que las comedias modernas francesas no tengan el menor éxito en Madrid, además de las malas traducciones, que no pocas veces tienen la culpa de ese mismo resultado, hay otra razón de tanto o más peso. Hasta que una comedia es entregada al teatro, el poeta es todo. Una vez en manos de la dirección, el poeta no es nadie; los actores son todo. La comedia mejor, mal represcritada, no puede resistir un solo día, y en nuestro país el teatro está, en fin, abandonado; para dar idea del cual es forzoso haber salido de España. No es este ni aquel actor quien tiene la culpa, sino el arte en general. (XV-890.)




ArribaAbajoDe las traducciones en el teatro

Varias cosa se necesitan para traducir del francés al castellano una comedia. Primera, saber lo que son comedias; segunda, conocer el teatro y el público francés; tercera, conocer el teatro y el público español; cuarta, saber leer el francés; y quinta, saber escribir el castellano. Todo eso se necesita, y algo más, para traducir una comedia, se entiende, bien, porque para traducirla mal, no se necesita más que atrevimiento y diccionario: por lo regular, el que tiene que servirse del segundo, no anda escaso del primero.

Sabiendo todas estas cosas, no se ignora que el gusto en el teatro es variable; que en tanto hay efectos teatrales, en cuanto se establece entre el autor y el espectador una comunidad de afectos y de sensaciones; que de diversidad de costumbres nace la diferente expresión de las ideas; que lo que en un país y en una lengua es una chanza llena de sal ática, puede llegar a ser en otros una necedad vacía de sentido; que un carácter nuevo en Francia puede ser viejo en España; no se ignora, en fin, que el traducir en materias de teatro casi nunca es interpretar: es buscar el equivalente, no de las palabras, sino de las situaciones. Traducir bien una comedia es adoptar una idea y un plan ajenos, que estén en relación con las costumbres del país a que se traduce, y expresarlos y dialogarlos como si se escribiera originalmente: de donde se infiere que, por lo regular, no puede traducir bien comedias quien no es capaz de escribirlas originales. Lo demás es ser un truchimán, sentarse en el agujero del apuntador y decirle al público español: Dice M. Scribe, etcétera, etc.

Esto, con respecto a la comedia; por lo que hace al drama histórico, a la tragedia o a cualquiera otra composición dramática, cuya base sea un hecho heroico, o una pasión, o un carácter célebre conocido; éstos ya son cuadros igualmente presentables en todos los países. La historia es del dominio de todas las lenguas; en este caso basta tener un alma bien templada y gusto literario ejercitado para comprender las bellezas del original; no se necesita ser Víctor Hugo para comprender a Víctor Hugo, pero es preciso ser poeta para traducir bien a un poeta.

La tarea, pues, del traductor no es tan fácil como a todos les parece, y por eso es tan difícil hallar buenos traductores; porque cuando un hombre se halla con los elementos para serlo bueno, es raro que quiera invertir tanto trabajo sólo en hacer resaltar la gloria de otro. Entonces es preciso que sea muy perezoso para no inventar, o que su país tenga establecida muy poca diferencia entre el premio de una obra original y el de una traducción, que es precisamente lo que entre nosotros sucede.

Nuestro teatro moderno no carece de buenos traductores. Entre todos se distingue Moratín: nótese cómo en El médico a palos españoliza una comedia, producción no sólo de otro país, pero hasta de una época muy anterior: hace con ella el mismo trabajo que Molière había hecho con Terencio y Plauco, y que Plauto y Terencio habían hecho con Menandro. No era Marchena tan superior en este trabajo, porque no era Marchena poeta cómico, pero merece un lugar distinguido entre los traductores. Gorostiza fue menos delicado, si tan buen traductor, porque alcanzó un tiempo en que era más fácil revestirse de galas ajenas; y así, sin que queramos decir que siempre fue plagiario, muchas veces no vaciló en titular originales sus piraterías.

Posteriormente, la traducción fue entre nosotros una necesidad: careciendo de suficiente número de composiciones originales, hubo de abrirse la puerta al mercado extranjero, y multitud de truchimanes, con el Taboada en la mano y valor en el corazón, se lanzaron a la escena española. (III-497 y 498.)




ArribaAbajoEl «vaudeville»

El vaudeville, género de composición dramática puramente francés, fue una mina inagotable: género complejo, verdadero melodrama en miniatura, así participa de la ópera como de la comedia; hijo de las costumbres francesas; bástale su diálogo diestramente manejado y erizado de puntas epigramáticas; esto, y algunos casos monótonos que giran casi siempre sobre temas semejantes, bastan a adornar una idea estéril que pocas veces produce más de una o dos escenas medianamente cómicas. El pueblo francés, tan cantor como mal músico, se paga de eso, y tiene razón porque no le da más importancia que la que tiene, y porque rico el teatro de cómicos excelentes, el juego mímico y la perfección del arte prestan interés del otro lado de los Pirineos a la composición más desnuda de mérito y originalidad.

Pero aquí, donde el vaudeville empieza por perder la mitad de su ser, es decir, la parte música; aquí, donde no es la expresión de las costumbres; aquí, donde el público ha menester de composiciones más llenas, de más ingenio y enredo, su introducción debía de ser muy arriesgada, y sólo se lo podía admitir en cuanto a comedia y a cuenta de comedias. Son sólo admisibles, pues, en la escena española aquellos vaudevilles que giran sobre un argumento y un enredo cómico de algún bulto, y aquellos en que queda material para llenar una pieza en un acto aun después de suprimida la música, y eso sin darles gran importancia, sin tratar de llenar con ellos una función entera. La Empresa que todavía tiene los teatros comprendió esto, y trató de sustituirles a nuestros sainetes, piezas verdaderamente cómicas nacionales y populares, pero cuya muerte era próxima desde que los ingenios se desdeñaban de componerlas, y que, por lo repetidas y sabidas que están ya del público, apenas podían ser ya de utilidad. Otra mira se llevó en esto; los sainetes tienen el inconveniente de halagar casi siempre las costumbres de nuestro pueblo bajo, por los términos en que están escritos, en vez de tender a corregirlas y suavizarlas poniéndolas en ridículo: todo lo que fuese proponerse ese fin sustituyendo a los palos, a las alcaldadas y a las sandeces de los payos, rasgos agudos y delicados de ingenio, era laudable.

Pero esto no podía conseguirse sin revestir los vaudevilles de la misma nacionalidad y popularidad de que aquellos gozaban; sólo así se podía introducir un género nuevo, y eso fue lo que se descuidó. De aquí que todo el triunfo que han podido conseguir los vaudevilles ha sido pasajero y efímero, y son muy pocos los que han quedado en el caudal y no han pasado rápidamente después de unas cuantas noches de representación.

¿Y cuáles son los que han quedado? Aquellos que tenían más analogía con nuestras costumbres o aquellos en que una idea verdaderamente cómica y original se hallaba bien adoptada y desarrollada por un traductor hábil.

Ocasión es ésta de hacer justicia a quien la merece: uno de los que mejor han traducido vaudevilles, uno de los que hubieran podido españolizar el género nuevo, es don Manuel Bretón de los Herreros. Seguramente si todos los vaudevilles que se han adaptado hubiesen sido y se hubiesen traducido como La familia del boticario, como No más muchachos, y otro del mismo traductor, verdaderos modelos de esa clase de trabajo, sólo elogios tendrían que salir de nuestra pluma. Son sólo comparables con las traducciones del señor Bretón algunas de otro joven bien conocido: ya nuestros lectores habrán adivinado que hablamos del señor Vega12 y decimos algunas, porque no las ha cuidado todas igualmente; pero siempre le harán honor El gastrónomo sin dinero, El cambio de diligencias, Quiero ser cómico y otras, en alguna de las cuales, sobre todo, está tan bien hecha la traducción, que puede llamarlas casi originales. (III-496 y 497.)




ArribaAbajoLos «horrores» del teatro moderno

Oponerse a los crímenes, a los horrores que han sucedido en el teatro moderno a la fría combinación de las comedias del siglo XVIII, es oponerse a la diferencia de las épocas y de las circunstancias, con las cuales varía el gusto Al teatro vamos a divertirnos -dicen algunos candorosamente-. No; al teatro vamos a ver reproducidas las sensaciones que más nos afectan en la vida; y en la vida actual, ni el poeta, ni el actor, ni el espectador tienen ganas de reírse; los cuadros que llenan nuestra época nos afectan seriamente, y los acontecimientos en que somos parte tan interesada no pueden predisponernos para otra clase de teatro; de aquí que no se darán comedias de Molière y Moratín, intérpretes de épocas más tranquilas y sensaciones más dulces, y si fuera posible que se hicieran, no nos divertirían; y en eso nuestra época se parece al borracho, a quien de resultas del vino atormenta la sed, y que no puede apagarla sino con vino, porque el agua le parece insípida cuando el deseo engañador le conduce a gustarla.

Fuerza es confesar, sin embargo, que en España la transición es un poco fuerte y rápida. La Francia puede contar medio siglo de revolución, cuando nuestras revueltas no tienen siquiera la mitad de esa fecha, y aun nuestros sacudimientos pueden apenas compararse con los de la vecina nación. Ella, sin embargo, ha tardado medio siglo en hacer su revolución literaria y la ha hecho gradualmente; las licencias poéticas han tenido que ganar el terreno a palmos, empezando por los teatros de boulevard y por el melodrama de la Porte-Saint-Martin, hasta conquistar el teatro francés; y entre nosotros en un solo año hemos pasado en política de Fernando VII a las próximas constituyentes; y en literatura, de Moratín a Alejandro Dumas; y es de tener en consideración que el clasicismo aristotélico y horaciano había tenido tiempo de cansar al público francés desde el siglo de Luis XIV hasta Napoleón, y que nosotros no hemos apurado el género clásico, puesto que desde Comella hasta nosotros ni han transcurrido más que veintitantos años, ni en esos hemos disfrutado más que tres comedias y media de Moratín, otras tantas de Gorostiza, alguna de algún otro y varias traducciones, no todas buenas, de Racine, de Molière y de autores franceses de segundo orden; en una palabra: que estamos tomando el café después de la sopa.

He aquí una de las causas de la oposición que así en política como en literatura hallamos en nuestro pueblo a las innovaciones. Que en vez de andar y de caminar por grados, procedemos por brincos, dejando lagunas y repitiendo sólo la última palabra del vecino. Queremos el fin sin el medio y esta es la razón de la poca solidez de las innovaciones. (III-503.)




ArribaAbajoLa moderna dramaturgia francesa

El drama moderno -ha dicho un autor- el de Dumas, Hugo, Ducange y aun de Casimiro Delavigne, es el corazón humano, etc., etc. Forzoso es confesar que es disonante la reunión de los nombres de Dumas, Hugo, Ducange y Casimiro Delavigne en una misma línea. El que esos renglones escribió manifiesta en el resto de su artículo demasiado talento y suficientes conocimientos para que se pueda creer que ignora la distancia que separa a aquellos escritores. No insistiremos, por lo tanto, en una acusación de esta especie; sólo enunciaremos algunas ideas generales que nos parecen indispensables. Víctor Hugo, más osado, más colosal que Dumas, impone a sus dramas el sello del genio innovador y de una imaginación ardiente, a veces extraviada por la grandiosidad de su concepción.

Dumas tiene menos imaginación, en nuestro entender, pero más corazón; y cuando Víctor Hugo asombra, él conmueve: menos brillantez, por tanto, y estilo menos poético y florido; pero, en cambio, menos redundancia, menos episodios, menos extravagancia; las pasiones hondamente desentrañadas, magistralmente conocidas y hábilmente manejadas, forman siempre la armazón de sus dramas; más conocedor del corazón humano que poeta, tiene situaciones más dramáticas, porque son generalmente más justificadas, más motivadas, más naturales, menos ahogadas por el pampanoso lujo del estilo. En una palabra: hay más verdad y más pasión en Dumas, más drama; más novedad y más imaginación en Víctor Hugo, más poesía. Víctor Hugo explota casi siempre una situación verosímil o posible: Dumas, una pasión verdadera.

Casimiro Delavigne no puede ponerse en parangón con los dos anteriores, porque éstos, al fin, pueden presentarse como cabezas de un partido y sostén de la innovación; enlazados por efecto y principios con la revolución de las ideas y nuevo gusto del siglo, sus escritos tienden a un fin moral, por más que echen mano de recursos no siempre morales; pero a un fin moral, osado, nuevo, desorganizador de lo pasado, si se quiere, y fundador del porvenir; destructor de preocupaciones y trabas políticas, religiosas y sociales. Pero Casimiro Delavigne no es más que un sectario, un discípulo de las antiguas creencias literarias, y lo más que se le concederá es haber cedido algunas veces al torrente de la innovación: una prueba de esta verdad es su drama Los hijos de Eduardo, y aun más su última producción: Don Juan de Austria. Queriendo escribir en la primera una tragedia clásica ha echado mano de resortes dramáticos, acaso demasiado atrevidos para los aristotélicos puros; y en la segunda, no ha hecho sino una comedia heroica, en gran manera parecida a las de nuestro teatro antiguo como El rico hombre y el García del Castañar, mas sin haber podido igualarlas en mérito. Pero Casimiro Delavigne nunca podrá citarse como fundador. Molierista puro en La Escuela de los Viejos y en sus Cómicos, y volteriano en sus tragedias de El Paria y Las Vísperas Sicilianas, es comedido en sus resortes dramáticos, parco y hasta parsimonioso; poco original, poco nuevo; templada su imaginación por la influencia de las reglas y su amor al orden, no es brillante ni arrebatado; en cambio, es puro, correcto y moral, como sus antecesores, cuanto el teatro permite serlo. Es un río manso y cristalino que, corriendo por un antiguo cauce, beneficia el terreno a fuerza de regarle; Víctor Hugo y Dumas pudieran compararse mejor con el torrente que suele destruir al paso que riega o con la inundación periódica del Nilo, que fecunda el Egipto, anegándole y trastornando su superficie; y algunas veces no son sino la catarata del Niágara, que sólo sirve de mostrar en toda su pompa el poder de la naturaleza y de asombrar y atronar al curioso viajero.

En cuanto a Ducange, por mucho mérito que se le quiera suponer, concediéndole el de conocer el teatro y el corazón humano, colocarle al lado de Víctor Hugo es poner al lado de Calderón a D. Ramón de la Cruz. Víctor Ducange es un dramaturgo de boulevard; pero no es un escritor de primer orden, ni por la esencia de sus obras ni por su estilo. Víctor Ducange es a Víctor Hugo lo que un pintor de alcobas y de coches a Salvador Rosa y a Ribera. Su pluma no es pincel, es brocha. Su color es almazarrón. No es el poeta del siglo, es el abastecedor de las provisiones dramáticas del populacho. En una palabra: Víctor Hugo, Dumas, Casimiro Delavigne y Ducange sólo se parecen en ser franceses. Cualquiera nos confesará que es la más pequeña semejanza que puede existir entre cuatro hombres, y que no son esos títulos suficientes a la comparación. (III-480 y 481.)




ArribaAbajoEl teatro caduca...

El teatro envejece diariamente y caduca, no en España sólo, la existencia, parásita que arrastra hace años le hace infinitamente subalterno, sino en la Europa entera, a cuya civilización moderna ha debido una vida brillante por largos siglos. Verdad es que esta diversión se remonta en la antigüedad a los tiempos oscuros de la tradición; verdad es que su existencia, más o menos perfeccionada en diversos países y en distintos tiempos, parece probar que es inherente a la naturaleza humana. Vestigios de representaciones informes se han encontrado en regiones que no podían haber recibido influencia ninguna de la Europa; sabido es que en la China, en ese trozo aislado del mundo, cuya civilización ha seguido un rumbo enteramente diverso, las tradiciones religiosas y los hechos heroicos llenan tres y cuatro días, semanas enteras a veces, con una representación dramática de solemnidad sin igual, puesto que conserva allí constantemente el carácter de una fiesta nacional y dispensada al pueblo por el legislador. Esto, no obstante, insistimos en la idea de que el teatro caduca, y acaso no será necesario que pasen siglos para verle desaparecer completamente del mundo. Esa larga lucha de principios que se debate hace años en Europa, escogiendo hoy un palenque para la pelea, mañana otro, puede ser considerado por los políticos como una cuestión de forma de gobierno pasajera, y como efecto de esa rotación periódica a que los sucesos del mundo están sujetos. Pero a los ojos del filósofo observador es más honda la explicación de los fenómenos políticos; no son meras cuestiones de derecho natural y de gentes; son las convulsiones de la agonía de una civilización usada y expirante que debe desaparecer como las que la han precedido. Es la resistencia de los intereses y las costumbres de un gran período, defendiendo el terreno que poseyeron contra la grande innovación, contra la invasión de un progreso inmenso, de un trastorno radical. La Europa es representante y defensora de esa civilización vieja y destinada a perecer con ella y a ceder la primacía en un plazo acaso no muy remoto a un mundo nuevo, sacado de las aguas por una mano atrevida hace tres siglos, y cuya misión es reemplazar un gran principio con otro gran principio; a un nuevo mundo, que aparece agitado también por convulsiones, pero en el cual no están los síntomas del anonadamiento, sino los peligros y la inquietud de la infancia; la Europa se presenta en la lucha como un guerrero cansado guardando la defensiva contra el principio invasor, vestida de harapos de distintas épocas, guarnecida de armas melladas, coronada con las antiguas y medio derruidas almenas feudales, protegiendo despojos y tesoros adquiridos, ante un adversario desnudo, pero ambicioso, sir tradición, sin pasado, pero con porvenir, que no cuenta glorias, sino que tiene que adquirirlas; y en esta lucha, la ley de la naturaleza tiene dispuesto que el viejo ceda antes. (III-482.)




ArribaAbajoPersonajes de teatro

¿Qué es Don Juan Tenorio ¡sino un disipado, seductor de mujeres, como mil se han presentado en el teatro antes y después de El convidado de piedra? Sin embargo, ¿por qué han quedado todos enterrados en la oscuridad con sus autores, y sólo El convidado de piedra se ha hecho europeo y universal?

¿Qué es un celoso sino un ser común de que hay una muestra en cada intriga amorosa, y que cien poetas han pintado? ¿Por qué Otelo solo, por qué sólo el celoso de Shakeaspeare ha traspasado su época y su teatro? ¿Que es el Fausto, de Goethe, sino una idea al alcance de todo el mundo, desenvuelta por un ingenio superior? ¿Qué es un loco y una manía para asombrar el mundo? Llenos están de ellos los hospitales y las novelas. ¿Por qué Cervantes hace llegar el suyo a la posteridad?

¿Qué dice Molière cuando el Bourgeois gentilhome (el Burgués aristócrata) cae en la cuenta de que toda su vida ha hablado prosa sin saberlo, más que una simpleza, que parece estar al alcance de todo el que la oye y que nadie, sin embargo, ha dicho sino él?

¿Quién ignora que los goces acaban la vida y que cada deseo realizado se lleva una porción de nuestra existencia? ¿Ha sido, sin embargo, lo sabido de la idea un obstáculo para que Balzac se haya coronado de gloria con La Peau de chagrín? El huevo de Colón es la parábola más significativa de lo que hace el talento. Las verdades todas son triviales y sabidas: es fuerza saberlas decir y presentar.

No hemos querido establecer comparaciones: no son los coetáneos de una obra ni los críticos de periódicos los que pueden fijar imparcialmente el puesto que ha de ocupar en la biblioteca de la humanidad; la posteridad sólo decide, y la sucesión de los tiempos, si la obra de un ingenio está escrita en la lengua universal y si ha de abarcar el mundo. Sólo hemos querido probar que la trivialidad del asunto no es obstáculo, sino que al paso que es aumento de dificultad, es el primer síntoma de verdadero talento. (XV-15.)




ArribaAbajoDefensa de los caracteres del romanticismo

Clásicos y románticos han convenido igualmente en que el ser más odioso que puede presentarse en la escena ha menester de alguna virtud para interesar, alguna afección tierna que sirva de contraste a sus errores. El Nerón de Racine aparece dominado del amor; la Lucrecia Borja de Víctor Hugo halla disculpa ante el espectador por el amor a su hijo, la despreciable Marión de Lorme se purifica en las tablas por medio de una pasión verdadera; el bufón Triboulet desaparece delante del padre tierno. No hay corazón en la naturaleza, por pervertido que sea, que no abrigue algún sentimiento humano. (III-479.)




ArribaAbajoLa sociedad española ante las nuevas ideas

Antony, como la mayor parte de las obras de la literatura moderna francesa, es el grito que lanza la humanidad, que nos lleva delantera, grito de desesperación al encontrar el caos y la nada al fin del viaje. La escuela francesa tiene un plan. Ella dice: «Destruyamos todo y veamos lo que vale; ya sabemos lo pasado, hasta el presente es pasado ya para nosotros: lancémonos en el porvenir a ojos cerrados; si todo es viejo aquí, abajo todo y reorganicémoslo.»

Pero ¿y nosotros hemos tenido pasado? ¿Tenemos presente? ¿Qué nos importa el porvenir? ¿Qué nos importa mañana, si tratamos de existir hoy? Libertad en política, sí, libertad en literatura, libertad por todas partes; si el destino de la humanidad es llegar a la nada por entre ríos de sangre, si está escrito que ha de caminar con la antorcha en la mano quemándolo todo para verlo todo, no seamos nosotros los únicos privados del triste privilegio de la humanidad; libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte; pero consista esa libertad en tener los pies destrabados y en poder andar cuanto nuestras fuerzas nos permitan. Porque asirnos de los cabellos y arrojarnos violentamente en el término del viaje, es quitamos también la libertad, y así es esclavo el que pasear no puede como aquel a quien fuerzan a caminar cien leguas en un día. (III-518.)




ArribaLas tres Españas y el influjo pernicioso del romanticismo

Mil veces lo hemos dicho: hace mucho tiempo que la España no es una nación compacta, impulsada de un mismo movimiento; hay en ella tres pueblos distintos: 1.º, una multitud indiferente a todo, embrutecida y muerta por mucho tiempo para la patria, porque no teniendo necesidades, carece de estímulos; porque, acostumbrada a sucumbir siglos enteros a influencias superiores, no se mueve por sí, sino que en todo caso se deja mover. Ésta es cero cuando no es perjudicial, porque las únicas influencias capaces de animarla no están siempre en nuestro sentido. 2.º, una clase media que se ilustra lentamente, que empieza a tener necesidades, que desde este momento comienza a conocer que ha estado y que está mal, y que quiere reformas, porque cambiando sólo puede ganar. Clase que ve la luz, que gusta ya de ella, pero que, como un niño, no calcula la distancia a que la ve; cree más cerca los objetos porque los desea; alarga la mano para cogerla; pero ni sabe los medios de hacerse dueña de la luz, ni en qué consiste el fenómeno de la luz, ni que la luz quema cogida a puñados. 3.º, y una clase, en fin, privilegiada, poco numerosa, criada o deslumbrada en el extranjero, víctima o hija de las emigraciones, que se cree ella sola en España, y que se asombra a cada paso de verse sola cien varas delante de las demás; hermoso caballo normando, que cree tirar de un tílburi y que, encontrándose con un carromato pesado que arrastrar, se alza, rompe los tiros y parte solo.

Ahora bien; pretender gustar escribiendo a un público de tal manera compuesto, es empresa en que quisiéramos ver enredados por algunos años a esos fanales del saber extranjero, así como quisiéramos ver a los más célebres estadistas ensayar sus fuerzas en este escollo de reputaciones de todos géneros. Darnos una literatura hermana del antiguo régimen y fuera ya del círculo de la revolución social en que empezamos a interesarnos es tiempo perdido, pues sólo podría satisfacer ya a la última clase y esa no es la que se alimenta de literatura. Darnos la literatura de una sociedad caduca que ha corrido los escalones todos de la civilización humana, que en cada estación ha ido dejando una creencia, una ilusión, un engaño feliz de una sociedad que, perdida la fe antigua, necesita crearse una fe nueva; y darnos la literatura expresión de esa situación a nosotros, que no somos aún una sociedad siquiera, sino un campo de batalla donde se chocan los elementos opuestos que han de constituir una Sociedad, es escribir para cien jóvenes ingleses y franceses, que han llegado a figurarse que son españoles porque han nacido en España; no es escribir para el público. (XV-518.)