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ArribaAbajo- IV -

Religión



ArribaAbajoSentimentalismo católico

En buen hora el ánimo que se aturde en las alegrías del mundo, en buen hora no crea en Dios y en otra vida el que en los hombres cree y en esta vida que le forjan; empero mil veces desdichado sobre toda desdicha quien, no viendo aquí abajo sino caos y mentira, agotó en su corazón la fuente de la esperanza, porque para ése no hay cielo en ninguna parte y hay infierno en cuanto le rodea. No es lícito dudar al desdichado y es preciso no serlo para ser impío.

El rumor compasado y misterioso del cántico que la Religión eleva al Criador en preces por el que fue; el melancólico son del instrumento de cien voces que atruena el templo, llenándole de santo terror; el angustioso y sublime De profundis, agonizante clamor del ser que se refugió al seno de la creación, alma particular que se refunde en el alma universal, el último perdón pedido, la deprecación de la misericordia alzada al Dios de la justicia, son algo al oído del desgraciado, cuando, devueltos los sublimes ecos por las paredes de la casa del Señor, vienen a retumbar en el corazón, como suena el remordimiento en la conciencia, como retumba en el pecho del miedoso la señal del próximo peligro. (III-557.)




ArribaAbajoDios y el diablo

Una incomprensible mezcla de religión y de pasiones, de vicios y virtudes, de saber y de ignorancia, era el carácter distintivo de nuestros siglos medios. Aquel mismo príncipe que perdía demasiado tiempo en devociones minuciosas y que expendía sus tesoros en piadosas fundaciones, se mostraba con frecuencia inconsecuente en su devoción, o descubría de una manera bien perentoria lo frívolo de su piedad, pues en vez de arreglar por ésta su conducta, se le veía no pocas veces salir de los templos del Altísimo para ir a descansar de las fatigas del gobierno en los brazos de una seductora concubina, que usurpaba la mitad del lecho regio de su consorte despreciada. (II-78.)




ArribaAbajoReligión y justicia

La Religión, pues, como dogma de los deberes del hombre para con el Poder superior preexistente a él en el mundo y como fuente de la moral; y la justicia, como dogma de los deberes de los hombres entre sí y como fuente del orden, son la base de todo estado social. Aunarlas y derivar sus consecuencias puras, sin tergiversación y sin mezcla de supersticiones; he aquí lo que ha tratado de hacer el autor de las Palabras de un creyente. Porque las supersticiones políticas han ahogado la justicia, como las supersticiones religiosas han ahogado la Religión. (IV-598.)




ArribaAbajoLiberalismo y catolicismo

Los liberales y los reformadores hubieran triunfado hace mucho tiempo completamente y para siempre si, en vez de envolver en la ruina de los tiranos a la Religión, -necesaria a los pueblos, y de que ellos habían hecho un instrumento, se hubieran asido a esa misma Religión, apoderándose de esta suerte de las armas mismas de sus enemigos para volverlas contra ellos. El protestantismo, separando en los pueblos, donde se introdujo, la Religión de la política, el cielo de la tierra, obró con mejor instinto; se granjeó el respeto y se consolidó, renunciando a miras mundanas de ambición; llegó a ejercer una verdadera influencia, tanto más indestructible cuanto mejor era su fundamento; y aseguró la libertad arraigándola primero en las conciencias, en las costumbres después. Hermanó la Libertad con la Religión. Aunque más tarde, ¿por qué no hemos de hacer lo propio con el catolicismo?

En España, la reacción debía ser más terrible, puesto que habían pesado más sobre ella que sobre nación alguna los excesos del fanatismo. No conteniéndose los partidos nunca en los justos límites, no consintiendo el calor de la lucha la reflexión, el traductor de las Palabras de un creyente, leído con ligereza y sin esta previa explicación, estaba expuesto a un doble riesgo. Podía aparecer a los políticos modernos preocupados en religión, epíteto poco envidiable en el día; y a los religiosos fanáticos, desorganizador en política. Sin embargo, no es ni lo uno ni lo otro. Si este libro puede conquistar a la causa liberal muchos de los fanáticos que creen que la Religión se opone a las instituciones libres; si puede convencerse a la multitud poco instruida de que la Religión cristiana es una religión democrática y popular; si puede cimentar la libertad, destruyendo su mayor enemigo: el fanatismo -el traductor corre con gusto el riesgo de aquella doble inculpación; no, empero, sin declarar que ningún escritor ha escrito nunca para los que no saben leer. (IV-594.)




ArribaAbajoReligión y libertad

Religión pura, fuente de toda moral, y religión, como únicamente puede existir, acompañada de la tolerancia y de la libertad de conciencia; libertad civil, igualdad completa ante la ley e igualdad que abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos, según su idoneidad y sin necesidad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito; y libertad absoluta del pensamiento escrito. He aquí la profesión de fe del traductor de las Palabras de un creyente. Después de esta declaración de principios por los cuales abogó constantemente en sus propios escritos, el traductor cree que puede dormir tranquilo sin temor de la calumnia, si es que ésta alguna vez pudiera atribuirle importancia bastante para asestar contra él sus flechas emponzoñadas. (IV-594.)




ArribaAbajoHumorismo sobre la resignación cristiana

Los filósofos cristianos han llamado unánimemente al mundo un valle de lágrimas; a ningún mundo viene más de molde esa lacrimosa y romántica calificación que a este donde voy a hacer mi entrada, mundo de dolor y de amargura, de fisonomías, de Cortes y de comunicados; no se puede dar un paso en él sin tropezar con la triste verdad. Porque, ¿qué verdad más triste que un periódico de la oposición?

Según ellos, las almas piadosas debemos creer que estamos en el mundo de paso. ¿A quién podrá cuadrar esta sentencia mejor que a los redactores de este periódico? Si a nosotros aludieron los filósofos al sentar aquella proposición, sin duda quisieron decir que estábamos de paso para Canarias7. El padre Almeida asegura que en el mundo no hacemos más que una peregrinación. ¡Oh, padre perspicaz! Peregrinación sin duda a las islas adyacentes por medios verdaderamente peregrinos; ni nos falta el palo para seguir nuestro camino: cada día nos dan alguno nuevo y no esperado; no nos falta la calabaza, ni ¿cómo pudiera faltarnos en país donde cada hombre que sale, y sube, y se da a luz, sale calabaza? Ni las reliquias, en fin, porque ¿qué otra cosa es todo lo que estamos viendo sino reliquias de lo pasado? Y si no tenemos sandalias, hagámonos cargo de que parte de la peregrinación se ha de hacer por mar, y, en cambio, tenemos zapatos, mientras nos queden treinta y siete reales en el bolsillo propio o en el ajeno. Y zapatos que no hay sino decir: Pies, ¿para qué os quiero sino para estos zapatos? Verdadera peregrinación, durante la cual nunca sabemos dónde nos tomará la noche, si bien nos consta que haremos noche, y aun en caso de no tomarnos la noche, todas las demás cosas nos tomarán, inclusas las medidas.

Estamos de acuerdo en todo, y por todo con el padre Almeida, hasta cuando dice que no es en este mundo donde está la felicidad, verdad que no necesita que se la diga el padre Almeida a quien tiene ojos en la cara; a la salida de este mundo está, venerable padre, y el enigma se ha descubierto, porque saliendo de él como saldremos para Canarias, debemos tener presente que los antiguos llamaban a estas islas las Islas Afortunadas; es decir, la mansión de la felicidad; así sea, que pronto lo hemos de ver. (III-542.)






ArribaAbajo- V -

Política



ArribaAbajoIndependencia política

Esta es la razón por la que constantemente he formado en las filas de la oposición; no habiendo habido hasta el día un solo Ministerio que haya acertado con nuestro remedio, me he creído obligado a decírselo así claramente a todos.

...Y lo mismo pienso hacer con cuantos Ministerios vengan detrás, hasta que tengamos uno perfecto que termine la guerra civil y dé al país las instituciones que, en mi sentir, reclama; el acierto es, pues, el único medio de hacer cesar mis críticas, porque en cuanto a alabar, no es mi misión; ni creo que merece alabanzas el que hace su deber. Por ahí se inferirá que tengo oficio para rato.

Independiente siempre en mis opiniones, sin pertenecer a ningún partido de los que miserablemente nos dividen, no ambicionando ni de un ministerio ni de otro ninguna especie de destino, no tratando de figurar por ningún estilo, estoy escribiendo hace años, y no tuve nunca más objeto que el de contribuir en lo poco que pudiese al bien de mi país, tratando de agradar al mayor número posible de lectores; para conseguirlo creí que no debía defender más que la verdad y la razón; creí que debía combatir con las armas que me siento aficionado a manejar cuanto en mi conciencia fuese incompleto, malo, injusto o ridículo. (III-507.)




ArribaAbajoEl salvador

Donde son tan pocos los hombres que hacen siquiera su deber, ¿qué mucho será que el dictado de héroe se aplique a quien se distingue del vulgo haciendo el suyo? Llamamos patriota al que habla y héroe al que se defiende. ¿Qué llamaremos un día al que nos salve, si alguien nos salva? (III-558.)




ArribaAbajoFrancia, país ideal por su régimen político

¡Qué mejor país que aquel en que el rey, hijo del republicano Fulano Igualdad, ha sido elegido por el voto popular, después de una revolución arrolladora del Trono; que aquel en que el rey, a su advenimiento al solio, se iba por las calles con paraguas debajo del brazo, dando esos cinco a todo el mundo y exclamando a voz en grito: Si queréis en mí una Monarquía, ha de ser una Monarquía republicana, un Trono popular rodeado de instituciones republicanas; palabras memorables consignadas en el programa de la municipalidad y anunciadas por el órgano de la libertad, por Lafayette, en Agosto del año 30! (III-589.)




ArribaAbajoEl siglo del cuasi. -pesadilla política

Hay hombres que dan su nombre a su siglo, hombres privilegiados que, calculada la fuerza de cuanto los rodea, y la suya propia, saben hacer a la primera tributaria de la segunda; que se constituyen manivelas de la gran máquina en que los demás no saben ser más que ruedas. Dan el impulso, y su siglo obedece. Hombres fascinadores, como la serpiente, que hacen entrar cuanto miran en la periferia de su atmósfera; hombres reverberos, cuya luz se proyecta toda al exterior sobre los demás objetos y les da vida y color. Son los grandes mojones que el Criador coloca a trechos en la creación para recordarle su origen: por ellos se ha dicho, sin duda, que Dios ha hecho el hombre a su semejanza.

¡Sesostris, Alejandro, Augusto, Atila, Mahoma, Tamurbec, León X, Luis XIV, Napoleón!!! ¡Dioses en la tierra! Sus épocas participaron de su energía y de su grandeza: en derredor suyo y a su ejemplo se produjeron, a modo de emanaciones de ellos, multitud de hombres notables, que recorrieron como satélites su misma carrera. Después de ellos nada. Después del coloso los enanos.

Actualmente empezamos a dejar atrás una época que tendrá nombre; el último hombre reverbero ha desaparecido. Después del hombre grande, todo hombre es chico. Uno solo falta, y se necesitan cien mil para llenar su vacío. ¡Y aún!!! Expirado el reino del hombre entran los hombres. Agotados los hechos nacen las palabras.

¡Si habrá épocas de palabras, como las hay de hombres y de hechos! ¡Si estaremos en la época de las palabras!

Acababa de hacer estas reflexiones, cuando sentí sobre mí, algo más fuerte que yo; oí sin ver, y mudé de sitio sin andar.

-Ven conmigo, dame la mano. ¿Ves esa mancha enorme que se extiende sobre la tierra, y crece y se desparrama como la gota de aceite que ha caído en el papel de estraza? Es la segunda Babel. Estás sobre París. Mira los mortales de todos los países. Cada cual se apresura a traer aquí una piedra para contribuir al loco edificio. ¿No oyes ya la confusión de las lenguas? El inglés, el alemán, el español, el italiano, el... ¡Babel la nueva! Empiezan a no entenderse. Ya en una ocasión se han tirado unos a otros a la cabeza los materiales de la grande obra; el suelo ha salido de madre como un río de su álveo; las casas se han desmoronado... era el amago de la confusión, de la no inteligencia. ¡Una cadena nos pesa! dijeron: y en vez de añadir: ¡Fuera cadena! clamaron: ¡Otra que no pese! Risum teneatis? El lobo los comía, y en lugar de comerse ellos al lobo, se comieron unos a otros. Raro modo de entenderse. Corrió la sangre, y hoy están como estaban.

Sube a lo más alto, y oirás el ruido inmenso, el ruido del siglo y de sus palabras, y oirás sobre todas ellas la gran palabra, la palabra del siglo.

-Lo que veo es los hombres muy pequeños; pero la distancia sin duda...

-¡Bah! de aquí no se ve más que la verdad. ¿Los ves pequeños? Ahora es únicamente cuando los ves como ellos son. De cerca la ilusión óptica (esta es la verdadera física) te los hace parecer mayores. Pero advierte que esas figuras que semejan hombres, y que ves bullir, empujarse, oprimirse, retorcerse, cruzarse y sobreponerse, formando grupos de vida como los gusanos producidos por un queso de Roquefort, no son hombres tales, sino palabras. ¿No oyes el ruido que se exhala de ellos?

-¡Ah!

¿Qué ves en Bélgica? Un estado cuasi naciente y cuasi dependiente de sus vecinos, mandado por otro cuasi rey.

Mira la Italia. Tantos estados cuasi como ciudades: cuasi presa del Austria. La antigua Venecia cuasi olvidada. Un supremo pontífice, en el día cuasi pobre, y del cual cuasi nadie hace caso.

Vuélvete al Norte. Pueblos cuasi bárbaros, regidos por un emperador cuasi déspota en un país cuasi despoblado y desierto. En Alemania los pueblos cuasi más civilizados con un gobierno cuasi temperado por sus dietas, instituciones cuasi representativas. En Holanda, nación cuasi toda mercantil y navegante, un rey cuasi rabioso, y cuyo poder cuasi se desmorona.

En Constantinopla mismo, un imperio cuasi agonizante, una civilización cuasi naciente, y un sultán cuasi ilustrado, con costumbres cuasi europeas.

En Inglaterra, una industria y un comercio, monopolio cuasi del mundo; un orgullo nacional cuasi insufrible; y otro cuasi rey que no decide cuasi nada, una mayoría cuasi whig. Un gobierno cuasi oligárquico, que tiene la audacia de llamarse liberal.

En Portugal, una cuasi nación, con una lengua cuasi castellana, y recuerdos de una grandeza cuasi borrada. Un cuasi ejército, y una cuasi protección a España, de cuasi seis mil hombres, cuasi todos portugueses.

En España, primera de las dos naciones de la Península (es decir, de la cuasi-ínsula), unas cuasi instituciones reconocidas por cuasi toda la nación: una cuasi-Vendée en las provincias con un jefe cuasi imbécil: conmociones aquí y allí cuasi hombres, que cuasi sólo existen ya en España. Cuasi siempre regida por un gobierno de cuasi medidas. Una esperanza cuasi segura de ser cuasi libres algún día. Por desgracia muchos hombres cuasi ineptos. Una cuasi ilustración repartida por todas partes. Una cuasi intervención, resultado de un cuasi tratado, cuasi olvidado, con naciones cuasi aliadas. El cuasi en fin en las cosas más pequeñas. Canales no acabados: teatro empezado: palacio sin concluir: museo incompleto: hospital fragmento; todo a medio hacer... hasta en los edificios el cuasi.

Por último, tiende la vista por doquiera: una lucha cuasi eterna en Europa de dos principios: reyes y pueblos, y el cuasi triunfante de ella y resolviéndola con su justo medio de tener cuasi reyes y cuasi pueblos. Época de transición, y gobiernos de transición y de transacción: representaciones cuasi nacionales, déspotas cuasi populares: por todas partes un justo medio, que no es otra cosa que un gran cuasi mal disfrazado.

-¡Oh! dejadme respirar, por Dios; estoy cuasi mareado.

-Plutarco ha dicho que los pueblos serían felices, cum reges philosopharentur, aut cum philosophi regnarent. Respetando la opinión de Plutarco, yo me atrevería a decir que los pueblos no serán nunca felices, ni más ni menos que los individuos que los componen. Pero pudieran al menos ser hombres y ser pueblos si no fueran en el día cuasi-nada. Luchando entre principios contrarios, sufren el tormento del que descuartizar, cuatro caballos que corren en direcciones opuestas.

Concluido este cuasi sermón, cesé de oír: y a poco cesé de ver: dejado de la mano del ser fantástico que me sostenía sobre Babel la nueva, volví a caer en París, donde me encontré rodando entre la confusión de palabras vestidas de frac y de sombrero, que a pie y en coche corren las calles de la gran capital. Volví a ver los hombres de nuevo, grandes como no son; y abrí los ojos buscando mi cicerone.

No vi nada, sino el gran cuasi por todas partes. (III-452, 453 y 454.)




ArribaAbajoSoberanía popular

La cuestión de la sucesión de la Corona es tanto más inútil cuanto que la humanidad civilizada, al rechazar el dogma sacrílego de la legitimidad, entendida como el acto de reinar sólo por derecho divino, le ha proscrito en nombre del progreso, enemigo de la teocracia, de que aquella emana, le ha proscrito en nombre de la inteligencia que la teocracia esclaviza. El dogma de la soberanía popular no es sólo inalterable como principio abstracto, sino que es también necesario como garantía social, porque él es, y sólo él, quien fija las verdaderas relaciones posibles entre el pueblo y el magistrado supremo, llámese príncipe o no, a quien está cometida la dirección de la cosa pública. Fuera de él no puede haber sino monopolio y violencia.




ArribaAbajoEl régimen representativo

¿Es Gobierno representativo lo que tenemos? Todo es aquí representación. Cada liberal es una pura y viva representación de los trabajos y pasión de Cristo, porque el que no anda azotado, anda crucificado. Luego no hay oficina en que no se encuentren representaciones de algún quejoso; hay, por otra parte, muchos que están representando a cada paso sobre lo mucho que no se hace y lo poco que se deshace; verdad es que no se cuida más de estas representaciones que de las teatrales; pero ¿son o no son representaciones? Cada español, por otra parte, representa un triste papel en el drama general, y toda nuestra Patria misma está a dos dedos de representar el cuadro del hambre... Todo es, pues, pura representación; venimos con la pregunta truhanesca de si estamos o no en un sistema representativo, es burlarse de uno en sus barbas y preguntarle a un borracho si bebe vino. No sólo vivimos bajo un régimen representativo, aunque engañen las apariencias, sino que todo esto no es más que una pura representación, a la cual, para ser de todo punto igual a una del teatro, no le faltan más que los silbidos, los cuales, si se ha de creer en corazonadas y síntomas y señales anteriores, no deben andar muy lejos, ni han de hacerse esperar mucho, según la marca sorda que se empieza ya a sentir. (III-377.)




ArribaAbajoLos trastornos políticos

Dirán que los grandes trastornos políticos no sirven para nada. ¡Mentira! ¡Atroz mentira! Del choque de las cosas y de las opiniones nace la verdad. De dos días de discusión nace un principio nuevo y luminoso. ¿Saben ustedes lo que se ha descubierto en España, en Madrid, ahora, hace poco, hace dos días no más? Se ha descubierto, se ha decidido, se ha determinado que la ley protege y asegura la libertad individual. Cosa recóndita, de nadie sabida, ni nunca sospechada. Han sido precisos todos los sucesos de La Granja, la caída de tres Ministerios, una amnistía, la vuelta de todos los emigrados, la rebelión de un mal aconsejado príncipe, una cuádruple alianza, una guerra en Vizcaya, una jura, una proclamación, un estatuto, unas leyes fundamentales, resucitadas en traje de próceres, una representación nacional, dos estamentos, dos discusiones, una corrección ministerial, un empate y la reserva de un voto importante, que no hacía falta, para sacar del fondo del arca política la gran verdad de que la ley protege y asegura la libertad individual. Pero ahora ya lo sabemos. Girolamo, lo sappiamo, responderá alguno: Sappete un!!! Ahora es, y no antes, cuando verdaderamente lo sabemos, y ya nunca se nos olvidará. (III-354.)




ArribaAbajoChanzas sobre el gobierno

Yo le juro a vuesa merced, por la racional libertad de que gozamos (y es todo un juramento), que quiero que me hagan ministro si me consiento a mí mismo la más leve chanza sobre cosa de gobierno, o que por lo menos lo parezca. No sino ándeme yo en chanzas, y bregue con el censor, y prohíbame el escribir más a mis amigos, que será arrancarme el alma, sólo porque él reciba sueldo del gobierno e instrucciones, y yo del gobierno ni quiera lo uno ni necesite lo otro; y préndanme bonitamente, y quédense con el porqué por allá, y... No, señor; si vuesa merced quiere divertirse con mis cartas, dígame quién es, y le escribiré en sesión secreta; todo lo más que puede suceder es que abran la carta; pero entonces, ya, señor bachiller, que la prohíban. Esta, pues, sobre ser la última, no encerrará reflexión ni broma alguna, tanto por las razones dichas, cuanto porque Dios sabe, y si no, lo sé yo, que no tengo para gracias el humor; en punto sobre todo a gobierno haré la del loco con el podenco. «Quita allá, que es gobierno.» Hechos no más en adelante; y si a los hechos, lisa y llanamente contados, les encuentran malicia, no estará en mí, sino en los hechos, o en el que los leyere; entonces malicia encontrarían hasta en una fusión cordial del Estamento y del Ministerio. (III-350 y 351.)




ArribaAbajoEl ministerial

¿Qué me importa a mí que Locke exprima su exquisito ingenio para defender que no hay ideas innatas, ni que sea la divisa de su escuela: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu? Nada. Locke pudiera muy bien ser un visionario, y en ese caso, ni sería el primero ni el último. En efecto, no debía de andar Locke muy derecho; ¡figúrese el lector que siempre ha sido autor prohibido en nuestra Patria!... Y no se me diga que ha sido mil mirado, como cosa revolucionaria, porque, sea dicho entre nosotros, ni fue nunca Locke emigrado, ni tuvo parte en la constitución del año 12, ni empleo el año 20, ni fue nunca periodista, ni tampoco urbano. Ni menos fue perseguido por liberal, porque en sus tiempos no se sabía aún lo que era haber en España ministros. Sin embargo, por más que él no escribiese libros de ideas para España, en lo cual anduvo acertado, y por más que se le hubiese dado un bledo de que todos los padres censores de la Merced y de la Victoria condenasen al fuego sus peregrinos silogismos, bien empleado le estuvo. Yo quisiera ver al Sr. Locke en Madrid en el día, y entonces veríamos si seguiría sosteniendo que porque un hombre sea ciego y sordo desde que nació no ha de tener por eso ideas de cosa alguna que a esos sentidos ataña y pertenezca. Es cosa probada que el que no ve ni oye claro a cierta edad, ni ha visto nunca, ni verá. Pues bien; hombres conozco yo en Madrid de cierta edad, y no uno ni dos, sino lo menos cinco, que así ven y oyen claro como yo vuelo. Hábleles usted, sin embargo, de ideas: no sólo las tienen, sino que ¡ojalá no las tuvieran! Y de que estas ideas son innatas, así me queda la menor duda como pienso en ser nunca ministerial; porque si no nacen precisamente con el hombre, nacen con el empleo, y sabido se está que el hombre, en tanto es hombre en cuanto tiene empleo.

El ministerial podrá no ser hombre, pero se le parece mucho, por de fuera sobre todo: la misma fachada, el exterior mismo. Por supuesto, no es planta, porque no se cría ni se coge; más bien pertenecería al reino mineral, lo uno porque el ministerialismo tiene algo de mina y lo otro porque se forma y crece por superposición de capas; lo que son las diversas capas superpuestas en el reino mineral son los empleos aglomerados en él: a fuerza de capas medra un mineral; a fuerza de empleos crece un ministerial; pero, en rigor, tampoco pertenece a este reino. Con respecto al reino animal, somos harto urbanos para colocar al ministerial en él. En realidad, el ministerial más tiene de artefacto que de otra cosa. No se cría, sino que se hace, se confecciona. La primera materia, la masa, es un hombre. Coja usted un hombre (si es usted ministro, se entiende, porque si no, no vale nada), sonríasele usted un rato y le verá usted ir tomando forma, como el pintor ve salir del lienzo la figura con una sola pincelada. Dele usted un toque de esperanza derecho al corazón, un ligero barniz de nombramiento y un color pronunciado de empleo, y le ve usted irse doblando en la mano como una hoja de sensitiva, encorvar la espalda, hacer atrás un pie, inclinar la frente, reír a todo lo que diga; y ya tiene usted hecho un ministerial. Por aquí se ve que la confección del ministerial tiene mucho de sublime, como lo entiende Longino. Dios dijo: «Fiat lux et lux facia fuit.» Se sonrió un ministro y quedó hecho un ministerial. Dios hizo al hombre a su semejanza, por más que diga Voltaire que fue al revés; así también un ministro hace un ministerial a imitación suya. Una vez hecho, le sucede lo que al famoso escultor griego que se enamoró de su hechura, o lo que al Supremo Hacedor, de quien dice la Biblia a cada creación concluida: «Et vidit Dens quod erat bonum.» Hizo el ministro su ministerial, y vio lo que era bueno. (III-354 y 355.)




ArribaAbajoLa cuestión transparente

No ha dos días que un señor orador apellidó en el Estamento de Procuradores a la cuestión de los empleos cuestión transparente, porque detrás de ella, por más que se quiera evitar, siempre se ven las personas. Nosotros pensamos lo mismo. Hay expresiones felices que nunca quedarán, en nuestro entender, bastante grabadas en la memoria. Cuanto sea el valor de estas expresiones, dichas en tiempo y lugar, no necesitamos inculcárselo al lector. Felices son por lo bien ocurridas; felices por él a propósito y felices, en fin, porque hacen fortuna. Estas expresiones, de tal suerte dispuestas y colocadas, suelen ser el cachetero de las discusiones, la última mano, la razón, en fin, sin réplica ni respuesta. Después que un orador ha dicho en clara y distinta voz que el pretendiente es un faccioso más, ya quisiera yo saber qué se le contesta. Cuando un orador suelta el mal aconsejado, el importuno, el cimiento y la rama podrida, ya quisiera yo que me dijeran hasta qué punto puede llevarse la cuestión en cuestión; y si hay oradores, si hay epítetos y adjetivos, si hay expresiones felices, hay cuestiones que no lo son menos, se entiende. El fuerte no engaña al débil, por la misma razón: a la simple vista huye el segundo del primero, y este es el orden, el único orden posible. Désele el uso de la palabra; en primer lugar necesitarán una academia para que se atribuya el derecho de decirles que tal o cual vocablo no debe significar lo que ellos quieren, sino cualquiera otra cosa; necesitarán sabios que se ocupen, por consiguiente, toda una larga vida en hablar de cómo se ha de hablar; necesitarán escritores que hagan macitos de papeles encuadernados que llamarán libros para decir sus opiniones a los demás a quienes creen que importa; el león más fuerte subirá a un árbol y convencerá a la más débil alimaña de que no ha sido criada para ir y venir y vivir a su albedrío, sino para obedecerle a él; y no será lo peor que él lo diga, sino que lo crea la alimaña.

Una cuestión, cuando es una simple cuestión, es una cuestión y nada más. Pero hay cuestiones de cuestiones. Las hay espesas y de suyo oscuras y enmarañadas, al trasluz de las cuales nada se ve; puédese escribir encima de ellas non plus ultra; nada hay más allá; entre éstas pudiera muy bien clasificarse la de los derechos sociales. ¿Qué se ve al través de esta cuestión? Nada, ciertamente; algún visto, algún veremos, o por mejor decir, algún no veremos. La de la libertad de imprenta. He aquí otra cuestión, negra como boca de lobo. Encima de ella ya se distinguen algunas prohibiciones, tales cual el destierro; pero al trasluz, ¿qué se ve detrás? Absolutamente nada, como dice Guzmán8en La pata de cabra; sólo se ve que no se ve nada. La de la milicia urbana; he aquí una señora cuestión; ésta es más tupida que una manta. ¿Qué se ve detrás? Es todo lo más, si confusamente se divisa por encima, un reglamento que se las puede apostar en enmiendas y fe de erratas al mismo Diccionario geográfico.

Es todo lo más si en la superficie se distinguen algunos miles de hombres sin fusiles y multitud de fusiles sin hombres. Pero al trasluz... nada. Semejante al retablo de Maese Pedro, las pocas figuras que hay todas están delante. Detrás ni aun Ginesillo de Parapilla y Pasamonte, que las mueve, se distingue.

Estas cuestiones, pues, oscuras y tupidas, no valen nada. Las grandes cuestiones son las transparentes. La de los empleos, por ejemplo, he aquí una cuestión de pura gasa. Aquí es donde se ve claro; detrás de ella no se necesita lente para echar de ver los empleos; y no tamaños como avellanas; el más pequeño, aparece a guisa de un prodigio microscópico, aun más grande que nuestra misma libertad, y en punto a tamaños no hay más que ponderar; pues aún se ve más, porque detrás del empleo se ve a lo lejos (un poco más en pequeño, es verdad) al hombre; pero se ve. ¡Qué no se divisa detrás de ciertos empleos! y no a ojos vistos precisamente, sino aun a cierra ojos. Se ven los empleados, verdad es que apenas se ven los de los tres; pero en fin, se ve; en una palabra, se ve que se ve algo; se ve que se verá más, y se verá, digámoslo de una vez, lo que siempre se ha visto: los compromisos, los amigos, los parientes... es el gran punto de vista; todo se ve. ¡Fatalidad de las cosas humanas! En las otras cuestiones anhelaríamos la transparencia. Y en esta en que se ve nos hallamos precisados a exclamar: ¡Ojalá no se viera!... (III-360 y 361.)




ArribaAbajoIdeología conservadora

¿Y le parece a usted justo, señor Fígaro, que yo y otros como yo, que hemos tenido la gloria y la fortuna de escapar de dos fechas en contra y de dos emigraciones; que hemos vuelto y que, a causa de nuestros antecedentes y de nuestros talentos (perdone usted el galicismo, que me lo traje de Francia), nos hemos encontrado al frente de las cosas con muy buenos destinos, vayamos a incurrir en los mismos tropiezos de antes? No, señor; hemos hecho amen de honorable. El andar de prisa los jóvenes sólo tendrá por resultado atropellar a los viejos; por consiguiente, queremos orden. Bien comprendo que querrán andar de prisa aquellos emigrados que no han encontrado destinos, porque andando, ellos los toparán. Lo mismo digo de los liberales que quedaron por aquí y los de la nueva cría. Estos, al fin, pueden decir: Hos ego versiculos feci, tulit alter honores... Si no tienen otra cosa todavía, por fuerza han de tener prisa. Pero nosotros, señor Fígaro, los que hemos llegado a mesa puesta...

Nosotros no tenemos más norte que lo pasado; nosotros vemos la anarquía, persista o no; nosotros nos hemos enmendado; volvamos de nuestros errores y evitaremos a toda costa la libertad de imprenta y toda clase de libertad; la República nos acecha, el gorro nos amenaza, la guillotina nos amaga y nuestro libro consultor es el año 23, y, sobre todo, el 92.

He dicho todo esto porque, deseando el bien para mi Patria y que evitemos los escollos pasados, creo que debemos ir poco a poco y unirnos cordialmente los que tenemos los destinos y los que no los tienen. Entendámonos, por fin, de esta manera. Ya ve usted que soy hombre que me pongo en todo; me he puesto en mi destino y ahora me pongo en la razón. (III-367.)




ArribaAbajoVentajas de la censura

Un artículo en blanco es susceptible de las interpretaciones más favorables; un artículo en blanco es un artículo en el sentido de todos los partidos, es cera blanda, a la cual puede darse a voluntad la forma más adaptada al gusto de cada uno. Un artículo en blanco es además picante, porque excita la curiosidad hasta un punto difícil de pintar. ¿Qué dirá? ¿Qué no dirá? En un mundo como éste, de ilusión y fantasmagoría, donde no se goza sino en cuanto se espera, es indudable que el hacer esperar es hacer gozar. Las cosas, una vez tocadas y poseídas, pierden su mérito; desvanécese el prestigio, rómpese el velo con que nuestra imaginación las embellecía y exclama el hombre desengañado: ¿Es esto lo que anhelaba?

Este sistema de hacer gozar haciendo esperar, del cual pudiéramos citar en el día algún sectario famoso, es evidente, y por él nunca podrá entrar en competencia con un artículo en blanco un artículo en negro. Éste ya sabemos lo que puede querer decir, aunque no sea más que haciendo deducciones del color. (III-320.)




ArribaAbajoLa ley, sobre todo la ley...

Hay verdades de verdades, y a imitación del diplomático de Scribe, podríamos clasificarlas, con mucha razón, en dos: la verdad que no es verdad y... Dejando a un lado las muchas de esa especie que en todos los ángulos del mundo pasan convencionalmente por lo que no son, vamos a la verdad verdadera, que es indudablemente la contenida en el epígrafe de este capítulo.

Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber: esos hombres naturalmente turbulentos que se alimentan de oposición, a quienes ningún Gobierno les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se ha convenido con ellos en que Calomarde era el peor de todos; esos hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos urbanos... Vaya usted a saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un horror?

Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgar a los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y mezquina criatura pidiendo cuentas a su Criador?

La ley, señor, la ley. Clara está y terminante, impresa y todo; no es decir que se la dan a uno de tapadillo. Ése es mi norte. Cójame Zumalacárregui si se me ve jamás separarme un ápice de la ley.

Quiero hacer un artículo, por ejemplo; no quiero que me lo prohíban, aunque no sea más que por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace usted?, me dirán esos perturbadores que tienen siempre la anarquía entre los dedos para soltársela encima al primer ministro que trasluzcan; ¿qué hace usted para que no se lo prohíban?

¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un escritor independiente en tiempos como estos de independencia. Empiezo por poner al frente de mi artículo para que me sirva de eterno recuerdo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir.» Sentada en el papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento de censura; no me pongo a criticarlo, ¡nada de eso! No me compete. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro los ojos y venero la ley, y la bendigo, que es más. Y continúo:

«Art. 12. No permitirán los censores que se inserten en los periódicos:

Primero. Artículos en que se viertan máximas y doctrinas que conspiren a destruir o alterar la Religión, el respeto a los derechos y prerrogativas del Trono, el Estatuto Real y demás leyes fundamentales de la Monarquía.»

Esto dice la ley. Ahora bien; doy el caso que me ocurra una idea que conspira a destruir la Religión. La callo, no la escribo, me la como. Este es el modo. (III-379.)




ArribaAbajoModos de esquivar la censura oficial

Que no pasan las sátiras e invectivas contra la autoridad; pues no se ponen tales sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se disfracen con alusiones o alegorías; pues no se disfrazan. Así como así, ¡no parece sino que es cosa fácil inventar las tales alusiones ni alegorías!

Los escritos injuriosos están en el mismo caso, aun cuando vayan con anagramas o en otra cualquiera forma, siempre que los censores se convenzan de que se alude a personas determinadas.

En buen hora; voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada; mejor para mí, mejor para él, mejor para el Gobierno; que encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he aquí el sistema. He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: ¡nada más fácil que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas? ¡Miserables que somos!

Los escritos licenciosos, por ejemplo. ¿Y qué son escritos licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discurro, y a mi primera resolución nada escribo; más fácil es no escribir nada que ir a averiguarlo.

Buenas ganas se me pasan de injuriar a algunos Soberanos y Gobiernos extranjeros. Pero ¿no lo prohíbe la ley? Pues chitón.

Hecho mi examen de la ley, voy a ver mi artículo; con el reglamento de censura a la vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo, es verdad. Pero, en cambio, he cumplido con la ley. Este será eternamente mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna y concluiré siempre diciendo:

«Lo que no se puede decir, no se debe decir.» (III-379 y 380.)




ArribaAbajoDiatriba contra la censura

En los países en que se cree que es dañoso que el hombre diga al hombre lo que piensa, lo cual equivale a creer que el hombre no debe saber lo que sabe, y que las piernas no deben andar; en los países donde hay censura, en esos países es donde se escribe para otro, y ese otro es el censor. El escritor que, lleno ya un pliego de papel, lo lleva a casa de un censor, el cual le dice que no se puede escribir lo que él lleva ya escrito, no escribe ni siquiera para sí. No escribe más que para el censor. Este es el único hombre en quien yo disculparía que escribiese un libro de memorias, y hasta que escribiese un memorial. A mayores tonterías puede obligar una prohibición.

Estoy muy lejos de querer decir que yo haya escrito nunca para otro en este sentido, porque, aunque es verdad que he tenido relaciones con varios señores censores, por otra parte muy beneméritos, puedo asegurar que en cuanto he escrito nunca he puesto una sola palabra para ellos, no porque no crea que no son muy capaces de leer cualquier cosa, sino porque siempre acaban por establecerse entre el censor y el escritor etiquetillas fastidiosas y dimes y diretes de poca monta, y, a decir verdad, soy poco amigo de cumplimientos. Los de los censores me hacen el mismo efecto que le hacían al portugués los del casteçao. El cuento es harto sabido para repetirlo. Esto sería no escribir para nadie. (III-404 y 405.)




ArribaAbajoEl ídolo policíaco

Países hay donde se cree que la perfección consiste en que las cosas sean buenas para los más; pero también hay países donde se cree en brujas, y no por eso son las brujas más verdaderas. Dejemos, por consiguiente, este punto, que entra en el número de los muchos que no son oportunos todavía para nosotros, y convengamos únicamente en que hay cosas buenas.

Sabido esto, pocas hay que se puedan comparar con la Policía. Por lo pronto, su origen está en la naturaleza: la Policía se debe al miedo, y el miedo es cosa tan natural, que, poco o mucho, no hay quien no tenga alguno; y esto sin contar con los que tienen demasiado, que son los más. Todos tenemos miedo: los cobardes, a todo; los valientes, a parecer cobardes; en una palabra, el que más hace es el que más lo disimula, y esto no lo digo yo, precisamente; antes que yo lo ha dicho Ercilla en dos versos, por más señas, que, si bien pudieran ser mejores, difícilmente podrían ser más ciertos:


El miedo es natural en el prudente,
y el saberlo vencer es ser valiente.

Preclaro es, pues, el origen de la Policía. No nos remontaremos a las edades remotas para encontrar apoyos en favor de la Policía. Trabajo inútil, pues ya nos lo dan hecho; un orador ha dicho que en todos los países la ha habido, con este o aquel nombre, y es punto sabido y muy sabido que la había en Roma y en el consulado de Cicerón; no se sabe si con este o con aquel nombre, no precisamente con su subdelegado al frente y sus celadores al pie; pero ello es que la había, y si la había en Roma, es cosa buena; si a esto se añade que la hay en Portugal y que el pueblo da a sus individuos el nombre de morcegos9, ya no hay más que saber. Venecia ha sido el Estado que ha llevado a más alto grado de esplendor la Policía; pues, ¿qué otra cos a era el famoso Tribunal Pesquisidor de aquella República? A ella se debía la hermosa libertad que se gozaba en la reina del Adriático, y que con colores tan halagüeños nos ha presentado un literato moderno en la escena y un célebre novelista en El Bravo10. La Inquisición no era tampoco otra cosa que una policía religiosa; y si era buena la Inquisición no hay para qué disputarlo. Aquí se prueba lo que ha dicho el orador citado, de que siempre ha existido en todos los países con este o aquel nombre.

Otra prueba de que es cosa buena la Policía es su existencia, no sólo en Roma y en Portugal, sino también en Austria; y sobre todo, en la parte de Italia sujeta a aquel Imperio, donde es delito a los ojos de la Policía haber a las manos un papel francés. Así son los italianos tan felices, así se hacen lenguas del Emperador de Austria. Óigase otro ejemplo. Ahí está la Polonia, que debe su actual felicidad, ¡vaya si es feliz!, a la Policía rusa. Que la Policía es, pues, una institución liberal, se deduce claramente de su existencia en Austria y en Polonia; y si nos venimos más acá, veremos que en Francia la instaló Bonaparte, uno de los amigos más acérrimos de la libertad, y tanto, que él tomó para sí toda la que pudo coger a los pueblos que sujetó; y a España, por fin, la trajo el célebre conquistador del Trocadero el año 23, y fue lo que nos dio en cambio y permuta de la constitución que se llevó; prueba de que él creía que valía tanto, por lo menos, la Policía como la Constitución. (III-391.)




ArribaAbajoPeriódico nuevo

¿Por qué no he de publicar yo un periódico? En todos los países cultos y despreocupados la literatura entera, con todos sus ramos y sus diferentes géneros, ha venido a clasificarse, a encerrarse modestamente en las columnas de los periódicos. No se publican ya infolios corpulentos de tiempo en tiempo. La moda del día prescribe los libros cortos, si han de ser libros. Y si hemos de hablar en razón; si sólo se ha de escribir la verdad; si no se ha de decir sino lo que de cierto se sabe, convengamos en que todo está dicho en un papel de cigarro. Los adelantos materiales han ahogado de un siglo a esta parte las disertaciones metafísicas, las divagaciones científicas; y la razón, como se clama por todas partes, ha conquistado el terreno de la imaginación, si es que hay razón en el mundo que no sea imaginaria. Los hechos han desterrado las ideas; los periódicos, los libros. La prisa, la rapidez, diré mejor, es el alma de nuestra existencia, y lo que no se hace de prisa en el siglo XIX, no se hace de ninguna manera; razón por la cual es muy de sospechar que no hagamos nunca nada en España. Las diligencias y el vapor han reunido a los hombres de todas las distancias: desde que el espacio ha desaparecido en el tiempo, ha desaparecido también en el terreno. ¿Qué significaría, pues, un autor, formando a pie firme un libro, detenido él solo en medio de la corriente que todo lo arrebata? ¿Quién se detendría a escucharle? En el día es preciso hablar y correr a un tiempo, y de aquí la necesidad de hablar de corrido, que todos, desgraciadamente, no poseen. Un libro es, pues, a un periódico, lo que un carromato a una diligencia. El libro lleva las ideas a las extremidades del cuerpo social con la misma lentitud, tan a pequeñas jornadas como éste lleva la gente a las provincias. Así sólo puede explicarse la armonía, la indispensable relación que existe entre la ilustración del siglo y la escasez de los libros nuevos. De otra suerte, sería preciso inferir que la civilización mata las artes y las letras. Y decimos las artes, porque aquella misma rapidez de existencia ha lanzado sobre el terreno de la pintura la litografía, y ha levantado al lado de las antiguas moles de arquitectura gótica de los tiempos lentos, las modernas construcciones de las ratoneras que por casas habitamos en el día.

Convencidos de que el periódico es una secuela indispensable, si no un síntoma de la vida moderna, esperarían tal vez aquí nuestros lectores una historia de esta invención, una seria disertación sobre los primeros periódicos, y acerca de si debieron o no su primer nombre a una moneda veneciana que limitaba su precio. Nada de eso. Sólo diremos que los primeros periódicos fueron gacetas; no nos admiremos, pues, si, fieles a su origen, si, reconociendo su principio, los periódicos han conservado la afición a mentir, que las distingue de las demás publicaciones desde los tiempos más remotos; en lo cual no han hecho nunca más que administrar una herencia. Es su mayorazgo; respetemos éste como los demás, pues que estamos a esta altura todavía. (III-386.)




ArribaAbajoSecciones de un periódico

Artículos de política. Los habrá. Estos, en no entendiéndolos nadie, estamos al cabo de la calle. Y eso no es difícil: sobre todo, quien no los ha de entender es el censor. Oposición: eso, por supuesto. A mí, cuando escribo, me gusta siempre tener razón.

De Hacienda. -Largamente, pero siempre en broma, para nosotros será un juego esto; no nos faltará a quién imitar. Los asuntos de cuentas sólo son serios para quien paga; pero para quien cobra...

De Guerra. -También daremos artículos, y en abundancia: buscaremos primero quien lo entienda y quien sepa hablar de la materia; por lo demás, saldremos del paso, si no bien, mal; nunca serán los artículos tan pesados como el asunto.

De Interior. -Hasta los codos. Desentrañaremos esto; y tanto queremos hablar de esta materia, que no nos detendremos en enumerar lo que se ha hecho; sólo hablaremos de lo que falta por hacer.

De Estado. -Aquí nos extenderemos sobre el statu quo y sobre el Estatuto, y nos quedaremos extendidos; ni moveremos pies ni pata.

De Marina. -Esto es más delicado. ¿Ha de ser Fígaro el único que hable de eso? No me gusta ahogarme en poca agua.

De Gracia y Justicia. -He dicho muchas veces que no soy ministerial; haré, por lo tanto, justicia seca. ¡Ojalá que me dejen también hacer gracias!

De Literatura. -En cuanto se publique un libro bueno, le analizaremos; por consiguiente, no seremos pesados en esta sección.

De Teatro español. -No diremos nada mientras no haya nada que decir. Felizmente, va para largo.

De actores. -Aquí seremos malos de buena fe.

De música. -Buscaremos un literato que sepa música, o un músico que sepa escribir: entretanto Fígaro se compondrá, como se han compuesto hasta el día, los demás periódicos. Felizmente pillaremos al público acostumbrado, y él y nosotros estamos iguales.

Modas. -En esta sección hablaremos de empréstitos, de intrigas, de favor... en una palabra, lo que corre... a la dernière siempre.

De costumbres. -Por supuesto, malas: lo que hay; escribiremos cómo otros viven sobre el país. Fígaro hablará, bajo este título, de paciencia, de tinieblas, de mala intención, de atraso, de pereza, de apatía, de egoísmo. En una palabra, ¡de nuestras costumbres!

Anuncios. -Queriendo hacer lo más corta posible esta parte del periódico, sólo anunciará las funciones buenas, los libros regulares, las reformas, los adelantos, los descubrimientos. Ni se pondrán las pérdidas, ni menos todo lo que se vende entre nosotros. Esto sería no acabar nunca. (III-387 y 388.)




ArribaAbajoLa revolución pacífica

La revolución que se verifica por medio de la palabra es la mejor y la que con preferencia admitimos; la que se hace por sí sola, porque es la estable, la indestructible. Por eso, a nuestros ojos, el mayor crimen de los tiranos es el de obligar frecuentemente a los pueblos a recurrir a la violencia contra ellos, y en tales casos sólo sobre sus cabezas recae la sangre derramada; ellos sólo son los responsables del trastorno y de las reacciones que siguen a los pronunciamientos prematuros. Sin ellos, la opinión sola derribaría; y cuando la opinión es la que derriba, derriba para siempre; la violencia deja tras sí, al derribar, la probabilidad de la reacción a la fuerza hoy vencida y que puede ser vencedora mañana. El paganismo, cayendo ante el poder de la opinión y a la voz de Cristo, cayó para siempre, al paso que la fuerza colosal del imperio romano no consiguió ahogar la voz de Cristo, en la apariencia más débil, pero, en realidad, más poderosa, porque se apoyaba en la convicción. La inquisición, que nadie ha destruido violentamente en ninguna parte, y que ha muerto por sí sola a manos de la opinión, bien como el tormento, no volverá a aparecer jamás sobre la tierra. Por el contrario, hemos visto un ejemplo de la inutilidad de la fuerza en esa misma religión cristiana, que, derribada por el torrente de los excesos de sus ministros y falsarios en un país vecino, donde provocaron la violencia contra ella, volvió a aparecer casi por sí sola. La opinión no le había abierto la huesa todavía. Tan liberales somos; tan allá llevamos el respeto debido a la mayoría, al voto nacional, a la soberanía del pueblo, que no reconocemos más agente revolucionario que su propia voluntad. (IV-193.)




ArribaAbajoLamentos de un patriota11

Yo estaba en Madrid este Carnaval pasado, esperando la suerte que me correspondiese, puesto que había tomado parte en el movimiento popular ocurrido en Agosto en esta capital. En busca de mi propia seguridad me lancé a Valencia, donde me agregué a los patriotas que, dirigidos por la junta de aquella provincia, se levantaron allí como en otros puntos de España para oponer un dique al Ministerio Toreno, de triste recordación. Caído éste y de vuelta de Valencia, esperaba en Madrid que se me destinase al Ejército para seguir la carrera militar que he abrazado, o que se hiciese de mí lo que en justicia pareciese conveniente, según los servicios que pudiese haber prestado a la causa pública... Una casualidad, no sé si feliz o desgraciada para mí, me puso en relación, en medio de un baile de máscaras, con el actual señor Presidente del Consejo de ministros, quien parecía haber conocido a mi señor padre, y que no se desdeñó en aquella noche de manifestarme un aprecio singular y aun de hacerme concebir esperanzas medianamente lisonjeras acerca de mi suerte futura... Viniendo tales promesas de compatriota tan eminente y del hombre que constituía las esperanzas del país, en una palabra: del señor Presidente del Consejo de ministros, ministro de la Guerra en interinidad, no sólo no tuve inconveniente en darle crédito, sino que hubiera creído injurioso para S. E. abrigar la menor duda acerca de su sinceridad, y dime una y mil enhorabuenas por la buena suerte que me había deparado tan a tiempo la protección de ese extraordinario personaje. Bien caigo ahora en la cuenta de que las promesas arriba indicadas se me hicieron en un baile de máscaras. ¿Debo inferir de aquí que no pudieran pasar nunca de una broma de Carnaval, y que yo he andado ligero en entenderla al pie de la letra como hombre de poco mundo? Puedo asegurar a ustedes, sin embargo, que entonces me pareció que S. E. estaba sin careta, y que no llevaba más disfraz que el de ministro, y que yo vi a S. E. con esa misma cara que sigo usando, que todos mis amigos me conocen y que es pública en Madrid, y aun con mucha más formalidad de la que acostumbro a tener cuando oigo promesas de ministros. (XV-891.)




ArribaAbajoLas ventajas de ser liberal

Verdades, lector, que, si como te había de dar por conspirar en favor de los diez años, te da por conspirar en favor de los tres, hay una diferencia, y es que entonces no necesitas salir al campo ni tirar un tiro para que te prendan, sino que te vienen a prender a tu misma casa, que es gran comodidad; pero, amigo mío, no se cogen truchas a bragas enjutas, y algo le ha de costar a uno ser liberal. Y luego que eso te sucederá si eres tonto, porque nadie te manda ser liberal; tú puedes ser lo que te dé la gana. Añade a eso que libertad completa no la hay en el mundo; que eso es un disparate. Así es que, cuando yo digo que somos libres, no quiero decir por eso que podemos ser liberales a banderas desplegadas y salir diciendo por las calles: «¡Viva la libertad!» u otros despropósitos de esta especie, y que podemos dar en tierra con los empleados de Calomarde que quedan en su destino, lo cual tampoco sería justo, porque yo no creo que porque los haya empleado éste o aquél dejen por eso de necesitar un sueldo... ¡Pobrecillos! Nada de eso: quiero decir que podemos gritar en días solemnes «¡Viva el Estatuto!», y podemos estar cada uno en su casa y callar a todo siempre y cuando nos dé la gana. Si esto no es libertad, venga Dios y véalo. Lo mismo es esto que lo de la libertad de imprenta. ¿Y quién duda que tenemos libertad de imprenta? ¿Que quieres imprimir una esquela de convite; más una esquela de muerto; más, todavía, una tarjeta con todo tu nombre y tu apellido, bien especificado? Nadie te lo estorba. Ahí verás cuán equivocado vives y cuán peligroso es creerse de los informes que da cualquiera. Que eres poeta y que llega un día de Su Majestad y haces una oda; allí puedes alabar todo lo que pasa y puedes decir que todo va bien, en buenos o malos versos, que toda esa libertad te dejan. Y también puedes decirlo en prosa y puedes no decirlo de ninguna manera, si eres hombre de sentido común, y nadie se mete contigo. (III-378.)




ArribaAbajoEl peligro para el pueblo español

Cuando yo veo a los principales pueblos de una nación alzarse tumultuosamente, y a pesar de las guarniciones y de la guardia nacional, y del poder del gobierno, atropellar él orden y propasarse a excesos lamentables en distantes puntos, en épocas diversas, y a despecho de las sentimentales versiones de los periódicos, difícilmente me atrevo a juzgarlos con ligereza; mientras mayores son los excesos, más increíble el olvido de las leyes y más fuerte la insurrección, más me empeño en buscarles una causa; ni en el orden físico ni el moral comprendo que lo poco pueda más que lo mucho: no comprendo que pueda suceder nada que no sea natural, y para mí natural y justo son sinónimos. De donde infiero que una insurrección triunfante es cosa tan natural como la erupción de un volcán, por perjudicial que parezca. Una causa no es una defensa; pero es una disculpa, desde el momento en que se me conceda que una causa dada ha de tener forzosamente un efecto.

Ahora bien. ¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el más inminente? En el poder dejado por una tolerancia mal entendida, y por muy largo espacio, al partido carlista; en la importancia que de resultas de la indulgencia y de un desprecio inoportuno ha tomado la guerra civil. ¿No veía en los conventos otros tantos focos de esa guerra, en cada fraile un enemigo, en cada carlista preso un reo de Estado tolerado? ¿No procedía del poder de esos mismos enemigos, dominantes siglos enteros en España, la larga acumulación de un antiguo rencor jamás desahogado? ¿Qué mucho, pues, que la sociedad acometida en masa se defienda? ¿Qué mucho que no pudiendo ahogar de una vez al enemigo entre sus brazos, se arroje sobre la fracción más débil del que tiene más cerca y a su disposición? Sólo puede ser generoso el que es ya vencedor; si al Gobierno le es dado juzgar y condenar legalmente, es porque está fuera de combate, porque representa a la justicia imparcial. Pero se pretende que de dos atletas, en la fuerza de la pelea, el uno continúe su victoria hasta acabar con su enemigo, y que éste se contente con decirle: «¡Espérate, no me mates, que voy a dar parte a la justicia que es de mi partido, para que ella te ahorque!» (III-406 y 407.)




ArribaAbajoPalabrería en política

Escribiré sobre política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es que de política no entiendo una palabra. Pero, ¿en qué minucias me paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla!... Manos a la obra; junto palabras y digo: conferencias, protocolos, derechos, representación, Monarquía, legitimidad, notas, usurpación, Cámaras, Cortes, centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos, incautos, seducción, tranquilidad, guerras, beligerantes, armisticios, contraproyecto, adhesión, borrascas políticas, fuerzas, unidad, gobernantes, máquinas, sistemas, desquiciadores, revolución, orden, centros, izquierda, modificación, bill, reformas, etc., etc. Ya hice un artículo, pero, ¡oh, cielos!, el editor me llama. -Señor Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en ese artículo... -¿Yo propalo ideas, señor editor? ¡Crea usted que es sin saberlo!... ¿Conque tanta malicia tiene? (III-267.)




ArribaAbajoIronías sobre la república

Ir a los Estados Unidos fue idea que me ocurrió más de una vez; pero también era fuerte cosa irse a un pueblo donde no hay ni ha habido nunca reyes. ¿Cómo diablos se componen y viven y prosperan? Deben ser unos brutos, por lo menos.

Eso sólo prueba que debe de ser gente de suyo demagógica, anarquista y desmoralizada; por lo menos, es gente rara, y aun pensando como piensan ya en el día los hombres que están a la altura del siglo, es fuerza confesar dos cosas: la una, que es gente atrasada; esas ideas de República son ideas viejas e ideas del año 89, y ahora, en el día, me parece que ya es tiempo de que sepamos algo más; y la otra, que yo tengo para mí que los que quieren República, no quieren más que desorden y volvernos al tiempo del despotismo, que es a lo que tiran solapadamente las repúblicas; así es que en España es cosa sabida que los que afectan deseos de república no son más que agentes de Don Carlos; de donde se infiere claramente que en los Estados Unidos son irrecusablemente carlistas, y al tiempo por testigo.

Y buscando ejemplos en la antigüedad, yo probaría que las repúblicas fueron siempre carlistas y perecederas. Las de Grecia, por ejemplo, no duraron más que lo que duró la Grecia; y la de los romanos mismos, ¿qué duró, sino setecientos años? ¿Qué son setecientos años para nosotros? Y eso que ni en Roma ni en Atenas no se publicó jamás ni El Zurriago, ni Eco de Comercio, ni papel ninguno carlista, que eso hubiera sido otro cantar. Los que en contra de los Gobiernos democráticos alzan la voz en el día dan por prueba de su mala condición el no ser duraderos. Está probado que no es bueno más que lo que dura; dos consecuencias sacaré de aquí: 1.ª) que como nada dura, no hay cosa buena en el mundo; 2.ª) que habiendo durado más la inquisición que los Gobiernos populares es mejor la inquisición. (III-588 y 589.)




ArribaAbajoLa felicidad de España

Hay entre nosotros unos pocos hombres que andan jugando a la gallina ciega con nuestra felicidad y que tienen el raro tino de traer siempre las cosas al revés. Estos tales habían leído ya el año 12 los escritos del siglo pasado y se habían hecho ellos solos liberales, que no había más que pedir. Oyeron el grito de independencia nacional, y dijeron para su sayo: ¡Oiga! La España se ha ilustrado; con lo cual no tuvieron duda en que se podía dar una constitución, y diéronse una especie de código, sagrado, respetable siempre, como paladín que fue de nuestra independencia y cuna de nuestra libertad; pero cuya bondad no hubo de ser muy comprendida por los pueblos todos, realmente atrasados para tanta mejora, pues que en cuanto se presentó el amo de casa hubo día de sábado, y quedó el suelo limpio de innovaciones. Los hombres de que voy hablando dijeron: «Esto ha sido una traición, y otra vez sucederá mejor.» Esperaron, y el año 20 helos aquí que tornan a poner la mesa y los mismos manjares sobre ella, porque el apetito -decían- era el mismo. Pero van y vienen días; van y vienen franceses; viene y se va la Constitución. Ya en medio de los tres años entró en reflexión alguno de ellos, y dijo para sí empezando a escarmentar: «Acaso no está la España bastante ilustrada, y no tiene su estómago tanto apetito como yo le había supuesto; no será malo sustituir las Cámaras a la Constitución.» Pero el tercero en discordia decidió la cuestión y mientras que aquéllas y ésta se andaban representando la comedia de: ¿Quién ha de mandar en casa? se adjudicó él a sí mismo la parte del león de la fábula. Nuestros hombres pasaron diez años en el extranjero, y aquellos de quienes voy hablando, en lugar de decir esta vez como dijeron la primera: Esto ha sido traición, que entonces hubieran acertado, dijeron: Está visto, la España no está ilustrada. La cosa es clara; la intentona había sido malograda dos veces; era preciso inferir una de dos cosas: O los gobernantes o los gobernados no sirven para el paso. Alguien que hubiese sido modesto hubiera dicho: ¿Si seremos unos torpes? Pero nuestros hombres dijeron: Ellos son unos sandios. Y pusieron de nuevo la mesa: «Pero esta vez -añadieron- no os hemos de ahitar, porque si el año 12 no teníais apetito, si el año 23 dejasteis hundirse el banquete, ¿cómo podréis digerirlo el 34?» Rara consecuencia: yo hubiera sacado precisamente la contraria; porque algo debíamos haber adelantado del año 12 al 20 y del 23 al 34. De suerte, que ellos, que habían andado demasiado cuando los demás estaban parados, comenzaron a pararse cuando los demás comenzaron a andar. (III-460 y 461.)