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José Verdes Montenegro, estudio literario sobre Campoamor

José Verdes Montenegro y Montoro





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ArribaAbajoRazón de este opúsculo

Los celos entre las naciones, como entre los individuos, dan lugar a curiosos detalles y a incidentes no menos curiosos, y Campoamor se encuentra en la envidiable situación de ver que cuatro grandes pueblos se le disputan.

Hasta el lugar de su naturaleza, eso que, tratándose de un autor contemporáneo, parece que no debiera ser motivo de duda, ha inspirado a M. Quesnel los siguientes párrafos:

«...Casi no pertenece a su país...; porque Campoamor nació en la vertiente meridional de los mismos Pirineos.

Para un español es un hombre del Norte, y efectivamente, tiene del hombre del Norte el carácter firme y el espíritu reflexivo: cosa rara en España, jamás cambió de opiniones políticas».



Razonamiento es éste que nos llevaría, por análogas consideraciones geográficas, a llamar francés al mismísimo Pelayo; y agradecer por lo mismo a la nación vecina el beneficio, si lo es, de la Reconquista; pero ya que estas dudas no puedan ser tomadas en serio, búscase con extremadas sutilezas su filiación intelectual, y aquí, hablando el espíritu de nacionalidad más que otra cosa, hállanle los franceses hijo de Musset, los alemanes de Heine, y los italianos de Leopardi.

En nuestro país muchas gentes de buen sentido opinan que, en cuanto esto es posible, Campoamor se ha formado a sí propio; pero los que leen más libros extranjeros que españoles, han aceptado como buenas las creencias contrarias, y más desgraciada la musa de Campoamor que el Haroldo de Echegaray, casi se ve obligado a declarar que tres han sido a un tiempo mismo sus progenitores.

No es costumbre en nuestra patria llevar al detalle el estudio de lo que constituye el fondo de una escuela literaria: que únicamente, y en ocasiones excepcionales, se analiza la manera cómo la realidad se presenta a los ojos de tal o cual singularísimo poeta, y la filosofía que de este peculiar modo de ver se desprende.

Como quiera que es esta tendencia en lo que unos a otros autores se asemejan, y dada la pasividad de hombres satisfechos de sí mismos que nos caracteriza, la crítica, de este modo ejercida, resulta un arma poderosa en manos de los extranjeros, que siempre hallan sutilezas y distingos para apropiarse la paternidad de una idea en arte, como en ciencia la prioridad de un descubrimiento.

En marzo de 1885, la Revue du monde latin publicaba un trabajo de M. Boris de Tannenberg, trabajo estimable, aunque incompleto, en el que colmaba a nuestro Campoamor de elogios hasta el punto de decir: «El estilo de Campoamor es la perfección misma, sin duda alguna, y la crítica española no lo ha elogiado bastante».

Pero tanto en este artículo como en otro que cinco o seis meses más tarde daba a Le Correspondant M. A. Treverret; posteriormente en unas consideraciones que hizo sobre las Humoradas G. Diercks para Das Magacin de Alemania; y ya en octubre de 1886, en un estudio de G. A. Cesáreo publicado en el Fanfulla della Domenica de Roma; volviendo siempre sobre la filiación intelectual del poeta, lo que se analiza es lo superficial y de primera intención; y ninguno de estos literatos se ocupa de lo fundamental e importante, de la constitución de la escuela de Campoamor, y de la dirección que, al fundarla, ha impreso nuestro poeta al movimiento de la literatura contemporánea.

M. Quesnel, en fin, se ha mostrado algún tanto agresivo en un artículo publicado en la Revue bleue, y reproducido en nuestra patria por La Opinión. Disculpables son, en último término, sus aseveraciones, porque el concepto de la nueva escuela es muy difícil de recabar para los acostumbrados a esa literatura de pura imaginación, ligera y chispeante, como es en estos últimos tiempos la francesa; pero la indolencia con que nos abandonamos a los juicios de los extranjeros no deja de ser censurable; y aunque nuestro encogimiento de hombros sea muy significativo, no es con extemporáneos desprecios, sino con sólidos razonamientos, cómo en la edad presente las cosas se avaloran y aquilatan.

Cuando estos diferentes trabajos me fueron conocidos, propúseme, al modo y en la medida como mis   —2→   fuerzas lo permitiesen, publicar una serie de artículos tratando de formar concepto de la escuela de nuestro poeta para combatir, comparándolas, algunas de las erróneas apreciaciones de que ha sido objeto: y a este fin he reunido algo de lo mucho que acerca de Campoamor se ha escrito, así en nuestra patria como fuera de ella.

Al decidirme hoy a formar un opúsculo con estos trozos destinados en primera instancia a ver la luz pública separadamente, cúmpleme enviar salutación cariñosa a M. Boris de Tannenberg, joven ilustradísimo, director de la Revista Le Monde Poetique, que tan preferente atención consagra al estudio de nuestras letras; a MM. Treverret y Quesnel, y a M. Bouret, afortunado traductor de las obras de nuestro poeta. Creo igualmente un deber saludar a Fastenrath y Diercks, que popularizan en Alemania los nombres de nuestros literatos, y asegurar al signor Cesáreo la complacencia con que hemos leído en España su estimabilísimo trabajo.

Por lo que hace a lo que de autores españoles he podido consultar, citaré en primer término, por tratarse de dos de nuestros compatriotas avecindados en Francia, a Eusebio Blasco, de quien he leído artículos escritos con su peculiar esprit en varios periódicos de la vecina república; y a Elías Zerolo, que en la Revista parisién Europa y América publicó un notable trabajo, inserto más tarde como prólogo a la tirada que de las obras poéticas de Campoamor se ha hecho en París.

González Serrano, Valera, Revilla, Palacio Valdés, y Alás, son nombres que van unidos a cuanto con la literatura se relaciona, y así, pudiéndose leer entre renglones, casi pudiera creerme dispensado de citarlos.

Como decidido partidario de Campoamor en empeñadas polémicas, no puedo olvidar al señor Fernández Bremón: a los Sres. Fuentes y Betancourt y Langle, por sus conferencias en Sociedades y Liceos; y a D. Ezequiel Ordóñez y D. Manuel Alonso Martínez, por sus ideas sobre El Drama Universal, expuestas por el primero en su prólogo al mencionado poema, y por el segundo, de un modo incidental, en su introducción a las Traducciones de Tibulo, del Sr. Pérez del Camino.

En los periódicos americanos he tenido ocasión de hallar notables estudios sobre nuestro poeta; pero los autores han ocultado modestamente sus nombres bajo un pseudónimo o una letra inicial, y esta circunstancia me priva del placer de citarlos. Rubén Darío ha llenado dos columnas de La Época de Santiago de Chile ocupándose de Campoamor, al que dedicó una décima que han reproducido varios periódicos españoles.

En fin, por lo que a la crítica habitualmente anónima se refiere, he visto dispersos aquí y allá, dados a luz en distintas épocas y en diferentes publicaciones, trabajos consistentes en aislados juicios sobre tal o cual obra: y otros, por último, bien pensados y expresados con mejor o peor fortuna; pero que sin razonar y con el carácter, por lo tanto, de mera apreciación subjetiva, no podían constituir, a mi entender, materia aprovechable.

Cumplido esto, que se me imponía como un deber, y antes de comenzar realmente mi trabajo, quiero hacer valer el carácter de ensayo, y solamente de ensayo, que tiene este opúsculo, para que la crítica disculpe mi audacia: cosa que creo lograr si se reconoce que mi objeto es, ante todo, recabar para nuestro país legítimas glorias que de derecho nos corresponden.

Si la fortuna me fuera favorable, y la crítica no se me mostrase adversa, sería este estudio literario, primero de una serie en que fuese pasando revista a las diferentes escuelas y sometiéndolas todas, en cuanto esto es posible, a un escrupuloso análisis; cuestión es ésta que hoy no puedo decidir, siquier mi afición a este género de trabajos me impulse a hacer por su realización todos los sacrificios posibles.

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ArribaAbajoAntecedentes

A principios de este siglo, girando en su órbita el pensamiento humano, llegó a ese punto de la elipse en que el movimiento cambia bruscamente de dirección: la humanidad corrió en pos de nuevos ideales, y estos ideales, al exigir nuevas tendencias, necesitaban un arte nuevo.

Por desgracia, si en otras ocasiones han sido los poetas alondras que han cantado la aurora de una civilización naciente, renegaron esta vez del siglo en que vivían. Colocados entre un pasado convertido en ruinas y un porvenir incierto, Chateaubriand se aferró a la tradición con la energía de un desesperado, y Byron y Goethe ensordecieron el mundo con sus lamentos.

Ambos bosquejaron esos tipos híbridos, engendro de la duda y el sentimentalismo; y mientras el gran bardo inglés decía en su Manfredo


    Que el saber no es la dicha, y que es la ciencia
un cambio de ignorancia, por aquello
que sólo es otra especie de ignorancia.



Goethe comenzaba el Fausto exclamando:


   Todo lo escudriñé con ansia viva,
y hoy, pobre loco de infeliz mollera,
¿qué es lo que sé? Lo mismo que sabía.



Espronceda respondió en nuestra patria como un eco a los gemidos de Byron, y también, siguiendo el triste ejemplo, increpó alguna vez a la ciencia con sus sarcasmos.

Consideradas las cosas sin apasionamiento, habla algo de razón en esta manera de ser. No se suceden las épocas en la historia de un modo violento, sino que más bien se articulan y ensamblan:   —4→   la época que muere se prolonga en la que nace, y ésta se afianza en aquélla, y así hay un punto que no es de ninguna de las dos y es de ambas, y los poetas que viven entonces tienen, como el Honorio monje de El Drama Universal, dos almas metidas en el cuerpo.

En España, castigada más dura y más largamente que otras naciones por la tradición, este estado se prolongó en demasía. Sin duda es más fácil calumniar a un siglo que tomarse la molestia de estudiarlo; y erigido esto en sistema, multitud de ingenios se esterilizaron en tan deplorable trabajo. Con gran conocimiento del mal, escribía el Sr. Pérez del Camino, ilustre cuanto infortunado literato:


   Aspira, en fin, de sabio a la alta gloria,
Si aspiras de poeta a la alta fama.



Menguado concepto revela tener formado de la personalidad del poeta M. Quesnel, cuando, a propósito de esas dos creencias que acerca de su misión existen, y que se expresan con los vocablos vate y trovador, dice:

«En el principio de las sociedades pudo el poeta ser efectivamente el primer sabio, el primer filósofo de la humanidad; pero después no ha hecho otra cosa, fuera de su dominio eterno, que es el sentimiento y la pasión, que celebrar en verso las ideas corrientes de su época».

Protesto de esta afirmación arbitraria, que reduce al poeta a la condición de esos oradores de banquete que, llegados los postres, manifiestan el agradecimiento de su estómago, calumniando al anfitrión con los más extravagantes epítetos. No: no necesita la ciencia que un individuo la fíe y garantice, que antes ella garantiza y fía a los individuos, y los escuda con su autoridad irrecusable: lo que sucede es que hay en el campo de la ciencia un inmenso caudal de elementos poéticos aprovechable; y el nivel intelectual, elevándose constantemente, impone al poeta la necesidad de acompañarlo en su ascenso, so pena de dejarlo petrificado en las profundidades del océano; aunque sin exigirle por esto una omnisciencia hoy más que nunca imposible, dada la extensión de los humanos conocimientos.

Tan cierto es esto, que creo pueda atribuirse la decadencia de nuestra lírica, de que tanto se preocupan los críticos extranjeros, a esa timidez y prevención con que nuestros poetas acogieron las tendencias de la época; a esa repugnancia que mostraron a asociarse a ella, cuando debieron contribuir con sus intuiciones a encauzarla y dirigirla.

La excesiva confianza en la potencia creadora, resabio quizá, como piensa el Sr. Alonso Martínez, de las doctrinas de Fichte, hízoles olvidar aquella máxima de Bacon: «El genio necesita plomo», y así crearon un mundo aparte de la realidad, marcándose entre ellos y el siglo la separación y el divorcio. Retrasados en el camino, pronto hablaron una lengua muerta para sus contemporáneos, y estos y el poeta se desconocieron mutuamente; la poesía tomó un tinte amanerado y monótono, y el sobrado apego a lo clásico contribuyó a momificarla. El cadáver galvanizado no engañó entonces con las apariencias de la vida, y la comunión de ideas entre los poetas y el siglo quedó rota casi por completo.

Entonces, en la lucha por la existencia, y por esa fatalidad implacable, en virtud de la cual muchas veces un organismo deficiente más trabaja para su ruina cuanto más por su salvación se esfuerza, se marcaron entre los poetas dos tendencias igualmente suicidas. Una, la de los que pusieron sus ideas y sentimientos en contraposición a los del siglo: caracteres de una pieza que murieron de inanición por asco a los guisos de la moderna cocina, y cuya autopsia descubrió un jugo gástrico de primer orden, que había preferido atacar las propias paredes de la cavidad que lo contenía, antes que ejercer sobre ningún alimento extraño su extraordinaria potencia digestiva.   —5→   Otra, la de los que renunciando a hacer resaltar su personalidad, copiaron con más o menos fortuna cuanto impresionaba sus sentidos, dedicándose a esa poesía puramente descriptiva, indicio siempre de decadencia; y así en estos descubrió la autopsia una debilidad pertinaz que devolvía los alimentos a la naturaleza sin cambios ni modificaciones, en el propio modo y forma que de ella los había recibido.

Alejados de las épicas luchas de nuestro tiempo, el siglo se apartó de ellos. Éstos le increparon por sus extravíos; aquél les volvió la espalda por ignorantes. Zorrilla derrochó un tesoro de inspiración en reunir las ruinas de un mundo, y al ir a construir con ellas, los escombros se convirtieron en polvo. Los que cantaron la naturaleza no llegaron a Garcilaso; los que expresaron sus sentimientos no sobrepujaron a Jorge Manrique; y de todos modos, los tiempos habían cambiado, y ya se decía a los primeros que la contemplación era buena cosa para la India, y a los segundos, que no habla motivo para tanto.

Quien más directamente ha sufrido la influencia de estos errores ha sido nuestra juventud, esa juventud que ebria de vida sólo ansía ideales para ejercitarse en su persecución. Encontrándose huérfana, el prematuro hastío ha lanzado a muchas inteligencias sin suficiente lastre en el más desconsolador escepticismo.

La literatura, siguiendo esa marcha fluctuante e indecisa, ocasiona una paralización muy semejante a la muerte. Teniendo enfrente un porvenir preñado de necesidades, todos los jóvenes se preguntan dónde van, y pocos pueden responderse. Se hallan en la situación de unos labradores que habiéndose levantado temprano para dedicarse a sus tareas, encontrasen su heredad inundada por el torrente; el aturdimiento se apodera de todos, y caminando a oscuras, al que acierta se le ensalza, y se vitupera al que yerra, cuando ambos han obrado en la misma inconsciencia; al ver su turbación, el ángel del progreso debe llorar entre los brazos del tiempo. Faltos de la atracción del porvenir, se imponen las pasiones del momento: esas pasiones que aun exacerban algunos escritores con los engendros de una musa torpe, desenvuelta como la cortesana, y, desgreñada y ronca como la meretriz.

Como, según la ingeniosa expresión del doctor Letamendi, cuando las cosas no pueden hallarse peor es cuando están más cerca de mejora, la escuela de Campoamor ha venido a señalar un punto fijo para el porvenir, diciendo a la juventud: «¡Allí!»; ha reconciliado al siglo con los poetas; combatiendo la altisonancia del pretendido lenguaje poético, ha hecho su nombre popular y su poesía a todos asequible; desterrando lo superfluo ha logrado atraer la atención de una época que tiende más a la intensión que a la extensión en toda cosa; y hablando con imágenes ha abierto a la poesía los horizontes de la ciencia, desde el hecho particular a la más alta abstracción metafísica, horizontes antes sólo explorados por la soporífera poesía docente, que si según M. Quesnel era imitación de la francesa del siglo XVIII, esta era a su vez trasunto del modo como los griegos popularizaban sus ciencias y sus leyes.

Así dice M. Quesnel:

«...Ha sido (Campoamor) para nuestros vecinos lo que ellos llaman un asombro, es decir, algo que deja estupefacto, algo formidable y maravilloso. Jamás habían oído nada semejante, ellos, cuyos poetas líricos parece que han escrito las más de las veces letra para música de clarinete, de castañuelas o de guitarra».



Puede elogiarse a un hombre directamente, o de un modo indirecto, desprestigiando a los que le rodean, para que el contraste resulte; y M. Quesnel elige esta vez ese camino, en el que no puedo seguirle. Sin negar que tienen las últimas palabras que transcribo una cierta médula de verdad, inspirada sin duda en Taine que creía muerta a nuestra literatura desde el siglo XVII, no pueden ser aceptadas en toda su integridad. Lo que sucede es que mientras los demás poetas   —6→   cantaban sin norma ni rumbo las impresiones del momento, Campoamor se ha subordinado a una idea constante, atento siempre a que un artista serio no debe perder de vista ese severo día siguiente de que habla M. de Sainte-Beuve.

Por otra parte, hay que convenir en que es de vidrio el tejado de quien nos apedrea: el gran Musset, mal contento con su época, no llegó a afirmar nada; Lamartine fue un poeta completamente incoloro; y no quiero ocuparme de Víctor Hugo, porque cada nación va, por decirlo así, encarrilada en la inercia con que la arrastra su historia, y a este modo de ser especial ha respondido la poesía de Víctor Hugo, que no seguramente a lo que es y debe ser el arte en los actuales momentos.

Habiendo atribuido la decadencia de nuestra lírica a la pereza y repugnancia que los poetas mostraron para seguir a la humanidad en el actual período de su marcha evolutiva, claramente se comprende que creo se debe el relieve con que la personalidad de Campoamor se ofrece, a que no ha habido rincón asequible al pensamiento humano que no haya sido objeto, por su parte, de una mirada escrutadora; y en este particular veo con gusto que mi opinión coincide con la de M. Quesnel, que se expresa de este modo:

«...En el momento en que España comenzaba a iniciarse en este ideal (el ideal moderno), tan nuevo para ella, le era necesario un poeta salido del alambique de las ciencias positivas. Biólogo, fisiólogo, anatómico, y sobre todo químico, por pasión, estaba Campoamor, mejor que otro alguno, en situación de expresar las preocupaciones dominantes del espíritu moderno; su corazón, naturalmente tierno, estaba hecho para darles el acento humano».



Y más adelante:

«...La gloria de Campoamor es grande, por ser la de un representante, la de una encarnación poética: de la fase más grande que ha habido en la evolución de la humanidad. Con este título su nombre quedará indudablemente en la historia, y sus obras en los archivos literarios de España».



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ArribaAbajoIdea de Campoamor

Podemos decir que hay -mirando de lleno el campo de la literatura y sin la pretensión de una clasificación rigorosa- dos géneros de poesía caracterizados por la ausencia o presencia de una acción en cualquier forma que sea: y por lo que hace al segundo, debemos admitir en él dos especies, según que el autor tome el hecho o acción como fin o como medio.

Resulta de esto -y ya se ve bien claro lo artificial de la clasificación- que esta última especie sintetiza en cierto modo los dos primeros grupos admitidos: como el primero, se propone algo, pero el poeta no manifiesta directamente sus ideas o sentimientos: como el segundo, tiene una acción, pero acción que no termina en sí, que no es un fruto caído, sino pendiente del árbol que lo alimenta.

Cuando el poeta desarrolla una acción sin otro fin que la acción misma, la obra es de todo punto insustancial, ha presentado un cuadro aislado de la sociedad, pero no su enlace con los restantes; una rueda de la máquina social, pero no su natural engranaje. Ha hecho lo que el anatómico cuando arranca un órgano del lugar que ocupa en el cadáver, y lo ofrece a la consideración de sus discípulos: éstos apreciarán su forma y su volumen, pero no su modo de funcionar, sus conexiones con los órganos inmediatos, lo que representa en la totalidad de la economía.

Quizá por un género análogo de consideraciones llegaran Grant-Allent y Schopenhaüer a considerar el arte como un juego. Partes discontinuas de un todo, nada puede construirse con ellas, en tanto que no se piense en el adecuado material que las enlace; su reunión no podrá nunca formar un edificio, sino a lo sumo una colección mineralógica.

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El otro género, en el que el autor parece como que educe de sí sus creaciones, es un discurso rimado, que se ha ingerido en la poesía por la puerta falsa de las convencionalidades de la forma. Nacen muchas de las composiciones que en él se incluyen de un exagerado individualismo, de una contraposición absurda del sujeto frente a la realidad; y de tal modo nos hallamos influidos por las tendencias filosóficas contrarias, que todo el talento de Espronceda no ha bastado para que, al leer aquello de:


Para y óyeme ¡oh sol! yo te saludo,



dejemos de acordarnos de las punzantes sátiras de Micromegas: como al escuchar los lamentos de Leopardi, recordamos aquella fábula en que un hombre pide todos sus rayos al cielo para destruir un insecto que le molesta.

Sin duda que aquel género, en la manera de expresar o en el carácter de los personajes, como éste en lo escultural de la frase o lo atrevido del pensamiento, presentarán bellezas estimables; pero, en sí, resultará artificial el uno y sin importancia el otro, y ambos harán pensar más en el poeta que en la obra, como esos lienzos de asunto ingrato, que son pregones de los esfuerzos del artista para dominarlo.

Contra esta poesía, que nada deja tras sí, se ha pronunciado Núñez de Arce, diciendo en el prólogo a sus Gritos del combate, después de otras brillantes consideraciones:

«Lo que censuro es el carácter general de nuestra poesía, o, mejor dicho, el predominio que ejercen en ella, por la fuerza de la rutina, o porque es más fácil dilatar el vuelo por los mundos brillantes de la imaginación, que descender a los oscuros y muchas veces dolorosos abismos de la reflexión, esas inspiraciones indeterminadas, sin pensamiento ni alcance, que nada dicen y a ninguna parte van, llenas de galas y adornos, como esas pobres doncellas muertas a quienes se atavía y corona de flores para conducirlas al campo santo».



En la historia de la literatura, cada uno de estos géneros corresponde, como no podía menos de suceder, al influjo de un determinado sistema filosófico. «En el proceso evolutivo natural, dice Spencer, las acciones adaptadas a un fin aparecen después que aquellas otras que no tienden a fin alguno. «A los niños se los adormece con cuentos: la humanidad ya tiene canas. A mayor abundamiento dice también Núñez de Arce: «Sólo los ancianos y las naciones decaídas se alimentan de recuerdos».

Separándose, pues, de esa escuela en que la acción, terminando en sí, no conduce a parte alguna, era preciso que, de hoy en adelante para que el acoplamiento entre la literatura y el siglo tuviese efecto, la acción se adaptase a un fin, el poeta se propusiese algo, y que la poesía siguiese evolucionando en vez de quedar inmóvil y como petrificada contemplando cómo evoluciona y se transforma todo cuanto la rodea.

La escuela de Campoamor, al elegir un hecho para que constituya asunto de una obra poética, inspirase constantemente en la creencia de que el hecho que canta es una particular expresión de algo más general que queda y subsiste, en medio de la sucesión de los particulares incesantemente mudables; y así, y ajustándose en esto a lo que constituye carácter de la época, no toca a una rueda del mecanismo social sin manifestar al propio tiempo sus relaciones con el total engranaje; no levanta un órgano sin dirigir una rápida ojeada a la organización considerada en conjunto.

En efecto, las tendencias sintéticas de la filosofía moderna que, aspirando a la causa primera, va hallando la íntima relación y enlace que entre los hechos particulares existe, y estima en alto grado todo cuanto a esclarecer esta relación contribuye, exigía que el arte siguiese sus huellas; reclamaba, en cuanto al fondo, que la acción no terminase en sí como un hecho aislado,   —9→   contra lo que la universalidad de la ley se pronuncia; y en cuanto a la forma, que no se presentase una sola idea de un modo individual y escueto, sino por medio de imágenes, lazos que, reuniendo dos particulares, dejan entrever lo general.

Colocadas enfrente de la realidad, la escuela de Campoamor y la tradicional funcionan del modo distinto que lo hacen un ojo humano y una cámara oscura. Este aparato es un ojo imbécil que no sabe qué ve, ni ve más de lo que ve; el órgano de la visión es, pudiera decirse, inteligente. Aquél sólo puede copiar una figura en reposo; éste aprecia los fenómenos de movimiento. Detrás del vidrio deslustrado del primero hay un armazón inerte; detrás de la retina del segundo, hay un cerebro que piensa.

Como se ve, la forma métrica se pone en la escuela de Campoamor al servicio, no sólo del sentimiento, no sólo de las ideas, sino de la idea pura -esto también lo hace notar M. Quesnel- y cuestión es ésta sobre la que me permito llamar la atención, no sólo por su novedad e importancia, sino por lo que tiene de difícil de concretar y diferenciar, dada la delicadeza de la disección para ello necesaria.

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ArribaAbajoRealización de la idea

La escuela de Campoamor deja ver constantemente, con pretexto de un hecho o acción particular cualquiera, toda una idea general que abarca el conjunto indeterminado y complejo de todos los hechos sucedidos y posibles, que presentan con el enunciado la consanguinidad del parentesco.

La frase «nada hay sublime que no sea breve», responde a esa concepción, por decirlo así, cómica de la realidad, concepción en virtud de la cual el universo acabaría en punta, formando en la base del cono el conjunto de hechos particulares; sobre ellos las abstracciones que llamaríamos inmediatas o de primer grado, luego las abstracciones de estas abstracciones, y allá en el vértice esa gran abstracción que se llama principio de causalidad.

Al tratar de realizar esta concepción en el terreno del arte, la base de ese cono nos suministraría únicamente el asunto o drama -los hechos, las reacciones mutuas de las cosas;- y como no hay hecho aislado ni puede darse, una vez en posesión de la idea que informa un hecho, podemos generalizarla; y así, ascendiendo siempre, y siendo cada vez mayor la trascendencia, por ensancharse el campo visual de la generalización, esta alcanzaría su máximum al aproximarnos a ese vértice, en el que colocado Dios, al decir del filósofo santo, lo abarcaría todo con una sola idea.

La forma fundamental, la mónera heckeliana de este sistema, es la dolorosa: correspondería a lo que he llamado abstracción de primer grado.

A la de segundo pertenece el pequeño poema, que así considerado, no es una dolora prolongada como algunos han dicho, desvirtuando una definición de Campoamor, sino un conjunto de doloras enlazadas y comprendidas por una idea más general, que sirve como de clave al elemento arquitectónico.

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La epopeya trascendental, en fin, es la más elevada concepción sintética del universo: casi casi, la mirada que arrojaría Dios sobre la naturaleza, desde el vértice de ese cono en que le colocara el filósofo cristiano; y esta epopeya para la escuela de Campoamor no es, ni puede ser, otra cosa que una colección de doloras enlazadas, como queda dicho, para formar pequeños poemas, y estos a su vez englobados y como informados por una síntesis suprema.

Como se ve, el sistema es completo. Por lo que hace a la dolora y al pequeño poema, salvo ligeras excepciones, la opinión ha llegado a ser unánime; pero no así respecto a El Drama universal, única obra de Campoamor- porque esta síntesis suprema no puede ser más que una, dados los principios expuestos- que responde a la epopeya trascendental.

Todos los críticos -M. Quesnel incluso- han comprendido que es éste el mayor esfuerzo del poeta: pero cada uno lo aprecia de diferente manera.

El Sr. Alonso Martínez, en su introducción a las Elegías de Tibulo, traducidas por Pérez del Camino, dice a este propósito lo siguiente:

«Es inútil buscar en sus producciones (las que motivan el prólogo) el exagerado idealismo el vuelo audaz de la poesía de nuestro tiempo. Campoamor, por ejemplo -y le cito de propósito porque de veras le admiro- es sin duda un gran poeta a quien el porvenir reserva una corona; pero sus fantásticas creaciones, casi me atrevería a decir, sus sublimes extravíos, revelan cuánto abusa de su victoria el libre examen sentado sobre las ruinas de sus rivales, hoy humillados y escarnecidos.

Su Drama universal, donde se presenta en escena en extraño consorcio lo divino y lo humano, lo sobrenatural y terrestre, la magia, el espiritismo, la trasmigración de las almas, el principio cristiano, la superstición árabe, el pensamiento pagano y las creencias brammánicas, parece el himno de triunfo que se entona a sí propio el espíritu del hombre, después de haber escalado el Olimpo. No envuelven mis palabras una censura para mi ilustre amigo: no. La poesía contemporánea no hace en esto más que pagar tributo ineludible, obedecer a la ley natural en su desenvolvimiento, y no sería sitio el reflejo del espíritu filosófico de la época.

Al predominio de la filosofía de Fichte, Schelling y Hegel, corresponde una poesía en que el yo humano, imaginándose rey de lo absoluto, no reconozca freno ni valladar a su energía creadora, y que revindique la libertad de metamorfosear a su antojo el espíritu y la materia, Dios y la naturaleza, la humanidad y la historia, para acomodarlos a sus caprichosos moldes. Nada semejante podía ocurrir a principios del siglo, en que tenía lugar en España una especie, de renacimiento de la antigüedad clásica».



El Sr. D. Ezequiel Ordóñez, prologuista de El Drama universal, cita en apoyo de sus acertadas consideraciones la opinión del señor Acosta, que transcribo:

«Su Drama universal me parece una grande obra. El autor rompe los moldes antiguos y presenta en el suyo uno nuevo. Quiere que la poesía no sólo enseñe, sino que enseñe universalmente y vaya por todas partes a buscar temas. Hace intervenir la teología, la astronomía, la historia, la magia, las creencias vulgares, la superstición, las pasiones, las transformaciones de unos seres en otros; atraviesa los espacios, recorre los siglos; y de aca o allá toma, o ejemplos para el desengaño, u ocasión para la doctrina. Tiene de Calderón las galas, de Quevedo los caprichos, de Ovidio las metamorfosis, de Ariosto el vértigo sublime. No hay un sistema único en el libro, sino varios; y aunque aparece como un caos por la mezcla de las cosas, es el caos de la luz. Es de pensar que el autor, sintiéndose estrechado en las antiguas formas, buscó otras más amplias en que pudiese hallar desahogo para su numen y teatro para su escuela».



Yo, respetando y estimando en lo que valen estas apreciaciones, y aun sirviéndome de ellas en cierto modo, tengo sobre el particular una opinión que aventuro con la doble desconfianza que   —12→   me inspira por ser mía y por hallarse aun en mi mente en estado, pudiera decir, de nebulosa. Si creo con el inimitable Valera que la epopeya trascendental es una mala tentación, es porque tengo convicción profunda de que no hay, de que no puede haber más epopeya trascendental que la TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN, con gran acierto colocada por Spencer como cúpula o coronación del edificio científico.

Comparando con esta epopeya, en su integridad inasequible al arte, los intentos que para lograrla han hecho los poetas de estos últimos tiempos, El Drama universal es la única obra cuyo plan responde a un método acertado y riguroso, y por lo mismo, la que más se aproxima al conseguimiento de su objeto.

Espronceda y Goethe han perseguido el propio fin. No hablaré de El Diablo Mundo, que no quedó de esta obra lo suficiente para formar concepto; pero por lo que hace al Fausto, hemos de convenir en que, abundante en preciosísimos detalles, carece por completo de unidad. Falta en este libro esa síntesis suprema a que anteriormente me refería; y opinión es ésta que, si cualquiera puede comprobar por sí mismo, a mayor abundamiento el mismísimo D. Juan Valera la deja entrever, quizás a pesar suyo, en sus estudios sobre el Fausto.

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ArribaAbajoHumorismo

Merece capítulo aparte el humorismo.

Si tratásemos de razonar los fundamentos filosóficos de la escuela de Campoamor, lo haríamos fijando los puntos de vista o notas de atención siguientes:

  1. La primera mirada que arrojamos sobre la naturaleza -tomando la palabra en su acepción más amplia- no nos da realmente las cosas, sino hechos, esto es, reacciones mutuas de las cosas (asunto, drama); nuestra inteligencia actuará sobre estos hechos como primera materia (trascendencia).
  2. Como no se dan hechos aislados ni pueden darse (Tutle), en vista de uno podemos elevarnos por inducción a la ley que le rige o idea que le informa; y una vez en posesión de esta idea, podemos generalizarla a todos los demás hechos que comprende (Dolora).
  3. Llevando más allá este proceso de inducción, podemos tomar como particulares estos resultados, y reunirlos en un número menor de ideas más generales (Pequeño poema).
  4. Al llegar a este punto, fáltanos relacionar en unidad estas ideas, que llamaríamos madres, para que la inducción alcance así la síntesis suprema, non plus ultra de todo conocimiento. (Epopeya trascendental.)

Nada podría reprochar a este modo de proceder el más rigoroso método científico: que también por este camino «marcha aspirando a la causa primera, convencido de que es esa causa la que se esconde en los más variados y diferentes fenómenos, al modo como un actor se disfraza de mil modos distintos para representar otros tantos personajes. Pero la intuición genial es una inducción rapidísima, y sabido que todo se da en unidad, puede esta intuición genial   —14→   relacionar directamente y como por salto dos hechos o dos ideas por antitéticos que aparezcan. Este proceso sintético de dos fuerzas contrarias (Dumont), ha recibido el nombre de humorismo, porque la posición de las cosas en situación antitética suele hacer reír con tristeza (Campoamor).

En un bellísimo estudio sobre este asunto, publicado en la Revista de España, dice González Serrano:

«Es punto menos que imposible definir el humor, porque es un matiz del talento irreducible a concepto. Germen cuya fertilidad desconoce aun aquel mismo que pretende fecundarlo, semeja en el mundo del arte materia cósmica amorfa, cual aquella de que se supone constituida la nebulosa del mundo natural, sin que sea asequible ni aun presentir la serie de evoluciones que se albergan en su seno. Llamarada genial o fugaz relámpago, que ilumina por breves momentos las tinieblas de lo desconocido, más gusta de ser contemplado con asombro y admiración, que tolera ser discretamente analizado por la razón discursiva. Especie de fiat malogrado, revela el humorismo la audacia general del artista, al par que la condición limitada del hombre. Gigante y pigmeo a la vez, el humorista rompe los moldes de las reglas establecidas, explora el caos, interroga el misterio, diviniza la personalidad, se desvía de la cooperación insustituible que ha de prestarle el espíritu colectivo, y jadeante e impotente declina en la nada del esfuerzo individual; pero señala con su protesta y con su impotencia punto de avance y trinchera atacable para el progreso ulterior del arte y de la ciencia».



No cumple a mi objeto entrar en el estudio del carácter, que es causa o efecto del humorismo; pero remito al amante de tales investigaciones a un artículo que ha publicado sobre el humorismo, o más bien sobre los humoristas, el Sr. Solsona. Rev. de Esp., 10 En. 1887.

Por esta intuición brusca de la unidad superior, a despecho de un método ordenado y rigoroso, es el humorismo terreno escabroso, que da fácilmente en la trivialidad, tanto más ridícula cuanto que el poeta aparece como un Ícaro a quien se le derriten las alas en el momento en que se alzaba a mayor altura: así, la célebre frase de Shakespeare sobre las cenizas de César, aun teniendo esa grandeza del gran dramático inglés, resulta, bien considerada, una monstruosa calumnia a la ley de transformación de la materia, ley que ha expresado Campoamor con ventaja en sus poemas Las Flores vuelan, La Orgía de la inocencia, y en gran número de doloras, humoradas y pensamientos.

Esta nota del humorismo, tan codiciada por todos por creerla, y con razón, peculiar al genio, también se advierte en la poesía de Campoamor.

La distinción que hace Cesáreo entre el humorismo subjetivo -en el que la antítesis a que he referido el humorismo resulta entre el individuo y el mundo exterior- y el objetivo -en el que esta contraposición existe entre los hechos- siquiera sea artificial, cumple a mi objeto tomarla en cuenta. El humorismo de Cervantes y de Shakespeare pertenecería al primer grupo, y el de Campoamor al segundo.

Quizás a este anhelo de pasar por humoristas, responda esa costumbre de interrumpir las escenas más patéticas por chistes y situaciones cómicas, tan frecuente en el teatro antiguo. Pero si esta presunción es cierta, hemos de convenir en que los autores no lograron sus propósitos: y por lo que hace a nuestra patria, desde Cervantes a Campoamor no ha existido verdadero humorismo, como no sea en el célebre verso de Espronceda:


Que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?



De carácter subjetivo, porque no podía ser de otro modo, cuando los hombres salieron de aquella edad media, vasto cementerio iluminado sólo por los fuegos fatuos de la descomposición   —15→   cadavérica, únicamente cuando el progreso científico fue librando al orgullo humano de insensatos errores, pudo fundarse el humorismo objetivo, y a Voltaire cábele la gloria de haber inaugurado esta senda con su Micromegas, tipo de un humorismo influido por las tendencias científicas de la época.

Desde entonces acá han pasado por humoristas muchos escritores simplemente satíricos, y sólo Campoamor lo ha recogido en su verdadera fuente, que es, y no puede ser otra que la antítesis.

Inútil es decir que esta antítesis es sólo aparente; pues de ser real, obedeciendo los hechos contrapuestos a dos principios distintos, no habría tal humorismo; pero informados como están, en último análisis, todos los hechos por un solo principio, al relacionar en unidad cosas en apariencia contradictorias, es como el humorismo nace.

Por eso el humorismo de Campoamor es sereno y moderado: porque percibe el orden supremo a través de la balumba de las particulares contradicciones; y por eso, cuando los terremotos llenaron de desolación y espanto a nuestra hermosa Andalucía, y los poetas del lado de acá de las cosas compusieron altisonantes elegías o plegarias, él, sonriendo tristemente, exclamó:


   Aunque el hombre se aterra
Al ver temblar bajo sus pies el suelo,
¡Quién sabe si en el cielo
Será ordenar el trastornar la tierra!



El conato de clasificación que de la escuela de Campoamor he hecho no puede abarcarla en totalidad: el objeto clasificado se sale siempre y por todas partes del vaso de la clasificación en que pretendemos encerrarle; pero creo que, suprimido el convencional andamiaje, el concepto de la escuela de nuestro ilustre poeta resultará lo suficientemente claro para hacerse comprensible.

Pudiera decirse que no dándose hecho aislado en la naturaleza, toda acción es una dolora, puesto que es un hecho particular informado necesariamente por una idea general. Nada más cierto; pero de las múltiples facetas que un hecho nos presenta, sólo una mira a lo general. La acción es una especie de península por un solo punto unida al continente, y como el poeta no descubra ese punto, él y el lector considerarán a la península como isla. El secreto, pues, de la poesía trascendental sólo consiste en saber mirar, y un mismo asunto, tratado por dos autores, puede no resultar trascendental en el uno y sí en el otro.

No basta, sin embargo, que acción e idea se unan y compenetren para constituir una dolora. En las combinaciones químicas complejas con un mismo número de elementos y en iguales proporciones, pueden formarse diferentes compuestos, según las condiciones en que se opere: lo mismo acontece en la cuestión que me ocupa. Si, dada una relación entre varias ideas, encarnamos cada una de ellas en un individuo, y hacemos que de las mutuas influenciaciones de éstos resulte la trascendencia, lo que obtendremos será una alegoría. Más acertado parece el procedimiento inverso; pero en el caso de que la acción no fuese real, sino ficticia, nos expondríamos a no acertar con lo trascendental: pues así como de un experimento falso no puede inducirse legítima teoría, así al menor descuido, por haber, v. gr., falseado un carácter, resultaría una acción no humana, sin realidad, y por ende incapaz de generalizarse; que sólo los hechos naturales no están aislados: las creaciones arbitrarias de nuestro pensamiento están aisladas y acordonadas en la falta de condiciones para la realidad exterior.

Es, pues, preciso, que primitivamente separadas idea y acción, se aproximen de un modo   —16→   recíproco: como uno hacia otro se inclinan los pilares de un arco para llegar a constituirle. No es, como se ve, la escuela de Campoamor una de esas plantas que viven en el aire y están, por lo mismo, a merced de la dirección de los vientos; sino que tiene hondas raíces, y esto es lo que no han visto algunos de los críticos, preocupados en contar el número de pétalos de las flores.

Tiene esta escuela, como veremos pronto, una filosofía que responde a la realidad, y una moral que se deduce lógicamente de su filosofía; y prueba la seriedad de sus principios el hecho de haberse sancionado por las novísimas investigaciones de lo bello, todos los elementos estéticos que usó Campoamor como anticipaciones de una ciencia aun no constituida por entonces.

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ArribaAbajoNovedad de la escuela

«Un extranjero que sin consultar las obras poéticas de Campoamor -dice M. Quesnel- leyera lo que de ellas dicen los críticos españoles, llegaría a creer que detrás de los Pirineos se ha aparecido un gigante del pensamiento. Nada iguala al entusiasmo, mejor dicho, al embobamiento de sus conciudadanos. Si uno los escuchara, Campoamor habría cambiado la faz de la literatura española; una sola dolora bastarla para inmortalizar a un poeta; no habría palabras para expresar la plenitud de gloria de que disfruta el creador de cientos de doloras.

Ninguna literatura posee nada que se parezca a los pequeños poemas. Las generaciones futuras mirarán a Campoamor como el genio de los tiempos modernos».



Ya ligeramente discutido hasta qué punto ha cambiado Campoamor la faz de la literatura española, y dejando para el final de este opúsculo la investigación de como las generaciones futuras han de apreciar su personalidad poética, los demás conceptos apenas necesitan comentario.

Ahora que mi querido amigo el Sr. Fernández Shaw ha presentado en el prólogo a sus traducciones de François Coppée un admirable bosquejo del carácter y tendencias de la poesía francesa contemporánea, creo un deber citar aquí su apreciabilísimo trabajo, y simplificando de este modo el mío, limitarme a comentar muy a la ligera las aspiraciones de algunos poetas que nos presentan los críticos extranjeros como precursores de Campoamor en la senda por que el autor de las doloras camina.

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M. de Treverret cita como ejemplo de poesías con caracteres de doloras Le Papillon et la rose, de Víctor Hugo, y otras de Beranger y Lamartine, que no deben detenernos: inspiradas en delicados pensamientos, lo que se ve desde luego en ellas es una comparación entre dos términos, nada más que eso. La inducción a lo general falta por completo.

En España nadie ha llamado dolora a este bellísimo pensamiento de Velarde, digno de figurar al lado de los que M. de Treverret transcribe:


   Se asemeja el que va tras la fortuna,
Cuanto más requerida más ingrata,
Al cisne que hunde el cuello en la laguna
Para alcanzar el disco de la luna
Que en el movible espejo se retrata.



Heine, raro ejemplo de alemán afrancesado, ha erigido en género una colección de poesías que tampoco se asemejan a la dolora. Conocido ya en España por haber sido objeto en estos últimos tiempos de numerosas traducciones -Bonalde, Herrero, Clark, Llorente y otros- bien pronto se ha echado de ver que las poesías de Heine podían dividirse en dos grupos: uno que se refiere al orden de las composiciones que acabo de nombrar, por estar basadas en un pensamiento delicado, amoroso, satírico, etc., por ejemplo, esta, cuya traducción se debe al Sr. Pérez Bonalde:



A los divinos ojos de mi amada
   Con musa enamorada
   Canciones entoné;
Y a sus labios de miel, rojos y tersos,
    Los más sonoros versos
   De mi estro dediqué.

Al vivo rosicler de sus mejillas
   Compuse redondillas
   De tierna inspiración,
Y ¡qué soneto al corazón le hiciera
   Si mi dulce hechicera
   Tuviera corazón!



Y un segundo grupo caracterizado por tomar la acción como fin, y separado así igualmente y por completo de la dolora, a cuyo grupo pertenece esta rima traducida por el Sr. Clark:



    Otra vez me arrebata el hado impío
El corazón que con el alma adoro;
Otra vez te abandono, dueño mío,
Y en vano por quedarme gimo y lloro,

   Oigo el coche rodar, rechina el puente,
El río por debajo va sonoro;
Yo de mi dicha parto nuevamente,
Del corazón que con el alma adoro.
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   Los astros en el cielo centellean
Como apiadados de mi inmenso duelo,
¡Adiós! Aunque mis ojos no te vean
Te ama mi corazón con loco anhelo.



En este último grupo pueden incluirse casi todos sus poemas, a excepción de algunos alegóricos o satíricos: esta cuerda de su lira apenas ha repercutido en España.

Byron, Musset y Coppée han escrito notabilísimos poemas. Por lo que hace al primero, el pesimismo sentimental que profesaba le ha llevado a pintar tipos, poco naturales en general, pero encadenados en acciones interesantes: he aquí todo. Laura, Parisina, El Corsario, son obras cuyo indisputable mérito estriba en lo hermoso del detalle, en lo brillante de la inspiración, y en el interés que despiertan; el poeta no ha visto la faceta del asunto que mira a la idea que lo alimenta con su savia. El mismo Manfredo es un tipo nebuloso y huraño, caso clínico que debió ser muy frecuente a principios de este siglo, dada la predilección que por describirlo muestran los autores de aquella época, pero que en rigor no es sino una monografía de la referida epidemia.

Musset, que llega y aun supera a Víctor Hugo en la vivisección del corazón humano, ha pasado a la posteridad por la Confessión d'un enfant du siècle, y ha escrito multitud de cuentos y poemas.

Entre los primeros, Frederic et Bernerette, Les Deux maitresses y Le Merle blanc son los más notables, y Rolla, D. Páez, Portia y Les Marrons du feu entre los segundos. El Mirlo blanco es un cuento alegórico, especie de fábula en prosa, saturada de una ironía delicadísima y las obras restantes, tesoros de inspiración y de talento, son cuadros hermosos en que la acción constituye el fin de la obra. No son colecciones de doloras enlazadas y comprendidas en un pensamiento más general, y por lo mismo, no pueden ser considerados como pequeños poemas.

G. A. Cesáreo compara, en un artículo publicado en El Fanfulla (de Roma), el estilo del poema Cómo rezan las solteras, con el de algunas escenas de la comedia de Musset: A quoi revent les jeunes filles, comparación que acredita mucho su penetración y perspicacia. No he podido hallar semejante parentesco, como tampoco el que indica entre Un Caprice, del malogrado escritor francés, y la dolora: ¡Quién supiera escribir!

François Coppée, por último, ha escrito poemas pequeños, ya que no pequeños poemas, en que nos ofrece fotografías muy bien tomadas de la sociedad en que vive, o desarrolla interesantes asuntos con un estilo agradable por lo ameno, y un talento poético que nada deja que desear: esto es todo; y, como se ve, tampoco corresponde al concepto que de la escuela de Campoamor tenemos formado.

Quizá más que todos los escritores señalados se aproxime a la escuela de Campoamor un ilustre poeta italiano que se oculta bajo el pseudónimo de Stecchetti: algunas de sus composiciones casi pueden considerarse como doloras; y sin pretender que Campoamor haya influído en su labor poética, pues no poseo datos suficientes acerca del insigne catedrático de la Universidad de Bolonia para asegurarlo, es esta analogía indicio de que la escuela es tan racional y de tal modo se impone que, sin necesidad de una influenciación inmediata, se camina hacia ella de un modo irreflexivo y como por resbaladiza pendiente.

Después de esta breve excursión por el campo de la literatura extranjera, seguro estoy de que no podrá oírse sin asombro esta afirmación de M. Quesnel: «Campoamor ha llegado en el momento preciso en que los manantiales del arte, ya renovados en Alemania y en Francia, tenían hasta cierto punto necesidad de ser renovados también en España».

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Del lado de acá de los Pirineos hace mucho tiempo que no se escriben ni rimas a lo Heine, ni cantos a lo Sturm, ni poemas a lo Coppée -última palabra de este género de poesía en Francia; -y si alguna vez una obra de tal clase se presenta, el público y la crítica la reciben con frialdad, y poco tarda en ser olvidada por todos, no añadiendo nada a la reputación de su autor si ya la posee, y no proporcionándosela si carece de ella.

Parece, pues, que si en alguna parte los manantiales del arte se han renovado para ponerse en relación con el carácter y tendencia de la época, es ciertamente en España donde esta transformación ha tenido lugar.

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ArribaAbajoFilosofía

Un conocimiento superficial de las cosas puede hacernos caer en los errores del optimismo o del pesimismo; pero la verdadera ciencia sigue un camino igualmente separado de ambos extremos. Resulta el primero de una síntesis prematura, y el segundo de un análisis incompleto, y ambos son hijos de una contraposición absurda del sujeto frente a la realidad. No pudiendo esta ser abarcada en totalidad cualquiera que sea el punto en que el sujeto se coloque, optimismo y pesimismo son producto de una generalización anticipada e ilógica: aspectos parciales de la realidad, susceptibles de una composición armónica. Radica, así, el secreto del primero en mirar de lleno, que diría Espronceda, y es génesis del segundo una escudriñación aislada: semejante la vida, como en general toda otra cosa, a una de esas Batallas de Fortuny que de cerca nos revelan el más grotesco y confuso amontonamiento de colores, y que contempladas desde conveniente distancia, llegan a producirnos la ilusión óptica más arrebatadora y completa.

Dada esta actitud falsa del sujeto, colocado como en radical oposición al mundo que le rodea: dado éste que llamaría error antropocéntrico de un determinado grupo de escuelas filosóficas; con gran razón dice Campoamor que «es raro el artista cuyo conjunto de composiciones forma un todo completo de ideas, pues cada una de ellas, o casi todas, son contradictorias entre sí».

No hay un solo punto en las afueras de una gran ciudad desde el cual podamos abarcarla por entero: si para formarnos idea de ella la contemplamos desde una eminencia cercana que la domine, el croquis que desde este sitio saquemos será distinto del que obtendríamos desde una segunda altura suficientemente alejada de la primera para conseguirlo; y sólo tendremos de la ciudad una idea aproximada, cuando   —22→   siguiendo su perímetro, y siempre contemplándola, hayamos dado una vuelta entera en su derredor.

Consideradas así, algunas composiciones de Campoamor son vistas tomadas de la realidad desde puntos diferentes, y pueden tener, por lo mismo, ideas contradictorias y aparecer el poeta en el conjunto de sus obras verdadero ecléctico: que es, en último resultado, el eclecticismo la filosofía más racional dentro de ese grupo de escuelas que abarcan sólo aspectos de la realidad, por lo mismo que es, en cierto modo, composición de todos ellos.

Pero esta filosofía no puede informar las tendencias de nuestro siglo. Desde el momento en que el sujeto se constituye en término uno y primario, la ciencia dejará de ser ciencia de la realidad para serlo de tal o cual individuo: el campo visual quedará limitado, y trascendiendo al arte esta pequeñez de miras, Virgilio, mimado por la corte de Roma, hará amar la vida en las Geórgicas; Byron, impotente para luchar contra una sociedad que no piensa como él, se hará escéptico; y Leopardi, deforme y humillado, se lanzará al pesimismo.

No: era preciso seguir un camino por completo diferente. La fuerte corriente centrífuga iniciada por el positivismo y alimentada por el continuo desenvolvimiento de las ciencias naturales, declarando guerra a las elucubraciones del orgullo humano, ha marcado a la humanidad una senda lejos de ese abismo que ha devorado tantas inteligencias débiles. «La ciencia moderna -dice el inspirado poeta gallego señor Curros Enríquez- no es una ciencia criminal y asesina: vivifica, no mata; no produce enfermedades, las cura».

Con verdad dice Campoamor que sólo hay dos clases de poesía: la del lado de acá y la del lado de allá de las cosas. Es decir, una de los miopes que, considerando todo con relación a sí mismos, todo lo hallarán óptimo o despreciable, motivo de loa o de blasfemia: otra de los que ven en los hechos un cristal donde la ley general se transparenta, todo lo hallan natural por ser expresión de esta ley, y


   Están con la glacial indiferencia
Del que ve más allá de lo que mira.



A este último género pertenece indudablemente la poesía de Campoamor. Ningún poeta, dice con gracia singularísima Clarín, ha sufrido tantas vivisecciones; todos han torturado sus obras para ver de encontrar la médula de la escuela filosófica que defiende. Casi todos le han apellidado escéptico.

Si efectivamente lo fuese, no tendrían razón Revilla y Quesnel en asombrarse de que su escepticismo fuese más sosegado que el de Espronceda: ambos debieron tener en cuenta que éste resultaba de generalizar ilógicamente un análisis incompleto de los hechos; en tanto que el de Campoamor sería dependiente de la dificultad de vivir en una especie de abstracción sintética continua, cosa tanto más difícil cuanto más violentamente la realidad nos atrae al estudio del hecho particular y de singularísimo fenómeno.

Pero la escuela de Campoamor no puede seguir ese rumbo. El escepticismo científico de que habla M. Quesnel es una aberración lamentable. Aparte de que la ciencia no admite calificativo alguno que indique tendencia -pues esto significaría anticipación, y la anticipación no es ciencia- el de escéptica es el que menos le cuadra. Ciencia y escepticismo son palabras que expresan ideas antagónicas. El pesimismo se ha apoderado siempre de la inteligencia por sorpresa: tomando por asalto, que diría Letourneau, un punto mal guarnecido. Henle y James Sully así igualmente lo creen y expresan en sus ligeros pero interesantes estudios.

Cabalmente en el poema Los buenos y los sabios, que le ha dado injusta reputación de pesimista, Campoamor ha hecho una sátira de la escuela: como Cervantes, escribiendo un libro de   —23→   caballería, destruyó los entonces tan en boga: como Voltaire, al decir de Musset, destruyó los libros santos, sometiéndolos a satírica parodia.

Con ese humorismo que le es peculiar, dice en el poema citado, describiendo una travesía por mar que hicieron dos grandes criminales:


   ¡Lo que hace aquí más grande el desconsuelo
Es que hasta el mismo Altea
De Roseta y de Nelo
El viaje iluminó con luz febea
El Dios que con el rayo alumbra el cielo!



Y ¿por qué no había de suceder así? Ya decía Salomón: «un mismo suceso acaecerá al justo que al impío»; si alguna vez el orgullo del hombre resulta ridículo, es cuando piensa que las miserables contingencias de su vida pueden afectar al orden natural de lo creado sereno e inmutable.

Y no es que yo crea que no hay belleza en este modo de ver, existe indudablemente: lo que afirmo es que ha pasado ya esta manera de considerar las cosas que no se amolda a las tendencias filosóficas modernas. Es, sin duda, condición humana reflejar al exterior nuestros estados internos: y en este sentido es bella la siguiente estrofa del joven poeta Pedro Barrantes:


   Todo a mi alrededor es alegría:
Muestra sus galas el fecundo suelo:
Las aves cantan en la selva umbría.
   Sólo yo entre las sombras de mi duelo
Sin encontrar alivio a mi agonía
Veo un sarcasmo en el azul del cielo
Y arrastrando del paria
La mísera existencia,
Me llego a imaginar en mi demencia
Que el sol es una antorcha funeraria.



A la vida del arte, en cuanto arte, importaría poco tal o cual tendencia; pero sí importa, cuando se considera que el arte, como manifestación de la actividad humana, ha de estar en perfecto acoplamiento con las restantes manifestaciones de estas mismas actividades del hombre.

Analizado con detenimiento el poema Los buenos y los sabios, no puede verse en el otra cosa que una historia de tal modo naturalísima, que desde que el mundo es mundo se repite, y se repetirá hasta la consumación de los siglos.

La explotación del débil por el fuerte es un hecho que se realiza siempre y en todas partes, y lo mismo en el hombre que en el infusorio. Toda superioridad es un arma de combate: esto que hoy ha proclamado científicamente la escuela del transformismo, palpitaba ya, siquier de un modo empírico, en la Política de Aristóteles. Así Pedro, esgrimiendo contra Juan su inteligencia, resulta un tipo tan natural como lo hubiera sido en otros tiempos imponiéndose por la fuerza muscular. Antes los pueblos vencidos eran esclavos: hoy lo son los que se retrasan en el camino de la civilización; y a la esclavitud de la argolla ha sucedido lo que llama Campoamor


La eterna esclavitud de la ignorancia.



La naturaleza es una madre que se avergüenza de los defectos de sus hijos, y la vida de Juan obedece a esa ley en virtud de la cual toda imperfección es la sentencia de postergación y de muerte para el señalado con ella. Gracias al prematuro fin de los tuberculosos, no ha desaparecido la raza humana de la tierra, víctima de la cruel dolencia. La naturaleza, en este caso, salva   —24→   a la humanidad matando al hombre, y del mismo modo procede la sociedad cuando sentencia a Juan, pues sólo así podemos esperar que se extinga esa raza de tontos que de propagarse nos volvería al estado salvaje.

«La tristeza fatídica de la dolora, -dice M. Quesnel-, no es todavía, como todos los estados de conciencia de la humanidad, más que un estado transitorio.

Vendrá un día en que el hombre, mirando nuevamente más allá de las leyes de la materia, entonará por la milésima vez su canto de triunfo.

Ya es un indicio la tranquila resignación que Campoamor ha traído al escepticismo»...



Sucederá efectivamente lo que M. Quesnel anuncia. Whitman, oponiéndose a Hartman, ya lo deja ver, satisfaciendo así a esa gran ley histórica de Vico, en virtud de la cual pudiera decirse que en la interminable serie de acciones y reacciones, la humanidad, como un péndulo, pasa por el punto de equilibrio con sobrada velocidad para detenerse en él; y así avanza hacia el otro lado, y su propia inercia le empuja para que siga adelante, cada vez que se acerca a esa posición de indiferencia igualmente separada de los extremos de la trayectoria.

Por fortuna, la amplitud de las oscilaciones decrece y el cabeceo de la nave parece menos violento.

El hombre entonará una vez más su canto de triunfo y otra vez responderá a esta carcajada un grito de dolor... y sin embargo una y otro son igualmente absurdos, porque


    ¿Y qué son bien ni mal, placer ni duelo,
Más que cosas fugaces cual la vida?...



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ArribaAbajoEstética de Campoamor

Confieso que el pulso me tiembla al entrar en una cuestión cuyas bases son aún objeto de opiniones contradictorias, hasta el punto de que con razón se pide por muchos el más completo olvido de cuanto hasta ahora sobre estética se ha escrito, para formar un nuevo concepto de lo bello sobre los sólidos principios de las ciencias experimentales.

Caminando por esta nueva senda, Dumont ha escrito sobre las causas fisiológicas que despiertan en nosotros el sentimiento de lo bello, un libro en que hay, es cierto, esa confusión y embrollamiento con que se ofrecen las cosas en el primer momento, que llamaría Krause de unidad, pero que sin duda, ulteriormente comentado y desenvuelto, ha de arrojar mucha luz sobre estos intrincados asuntos.

Por desgracia, la obra de Mr. Dumont, Teorie scientifique de la sensibilité, podrá ser a lo sumo, y dado que tales opiniones se aquilaten y confirmen, fundamento de la estética, mas no la estética misma; así que encontrándonos hoy por hoy sin un criterio fijo a que referir nuestras apreciaciones, me he de contentar con atraer la atención sobre unos cuantos elementos estéticos que, sea cualquiera la marcha ulterior de la ciencia, no han de ser nunca desmentidos.

Muévese la sensibilidad entre los límites placer y dolor, como un émbolo entre las paredes opuestas del cuerpo de bomba, y no en vano han llamado los mecánicos puntos muertos a estos extremos. Es preciso que exista una distancia para que el cristal de aumento de la imaginación pueda cumplir sus funciones, y así dice Mr. Dumont que hay más placer en dejar adivinar las cosas que en mostrarlas, y Campoamor escribe:


    Ten siempre con un manto
Velados tus encantos pudorosos;
Porque en cosas de encantos misteriosos,
Perdido ya el misterio, ¡adiós, encanto!



El amplio desarrollo que se ha dado en la escuela de Campoamor a este elemento estético no tiene precedente. Esa rápida ojeada a lo general que, según hemos visto, caracteriza a la dolora,   —26→   no va nunca explícita en ésta, sino que queda y se ofrece como resultado de un trabajo de generalización que el lector ejecuta. Convencido el poeta de la importancia de este elemento, lo ha hecho entrar en todas sus composiciones como primordial carácter, y no hay un solo verso que no responda a esta tendencia.

Con razón escribía Bécquer que


Mientras haya un misterio para el hombre,
    Habrá poesía;



que en último término siempre lo incontestable hastía, y siempre lo desconocido impulsa. De una palabra se duda, y un razonamiento convence; y sin embargo, una mujer que nos demostrase su amor por deducciones matemáticas sería insoportable e imbécil; y el amor, por lo que tiene, o más bien, por lo que no tiene de conocimiento perfecto, es tema eterno de la poesía, y, siempre interesante.

Define Campoamor la poesía diciendo que consiste en hablar por medio de imágenes, y Dumont prueba que esta especie de traducción que se ve obligada a hacer la inteligencia es nueva causa de placer. Cuando describiendo el seno de una mujer dice Camoens:


As lacteas tetas que al andar tremian,



resulta un artista muy inferior a nuestro poeta, que se expresa así:


Las misteriosas fuentes de la vida;



y es que el primero aplasta con la realidad del objeto, y no hay más allá; en tanto que la observación del segundo no termina en sí sino que deja todo un mundo de bellezas por explorar, y es éste entrerrenglonado trascendentalismo perpetuo incentivo a ulteriores descubrimientos.

Gracias a una imagen salva Campoamor el más espinoso detalle, o la escena más imposible de eludir, aceptándola y saliendo airoso de su empeño. En Las Tres Rosas, hallamos, por ejemplo,


    Que ya llega el instante de la hora
En que se hunde ese puente que separa
A Eva inocente de Eva pecadora;



y en Los Amoríos de Juana.


    Creyó sacar, cuando saltó del lecho,
Su ropa de inocencia hecha jirones;



y en Dichas sin nombre.


   Y además llenos de heno los cabellos,
Aunque no, como Ofelia, por ser loca;



o en Los Buenos y los sabios.


   Fue el que a Roseta administró el primero
El bautismo de fuego de la vida.



Gracias a la imagen describe una fisonomía en dos versos, en este mismo poema:


    ...una faz que parecía
Conservada en espíritu de vino;



o un carácter moral, cuando dice en Los Buenos y los sabios:


   Un cura, que llamaba con tristeza
Su camisa de fuerza a la sotana.



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Sería interminable la cita. Por medio de la imagen, Campoamor ha hecho asunto poético las más áridas abstracciones de la metafísica; y es que la literatura, al atraer hacia sí las corrientes científicas y alimentarse de sus verdades incontrovertibles, sin adoptar de la ciencia el método severo que preside a sus investigaciones, ha encontrado en ella medios de amplificar todavía más el elemento estético de que me ocupo.

Dejando a los sabios concretar el resultado de sus estudios en tres o cuatro afirmaciones o negaciones, el artista alcanzará su objeto por camino distinto: que al fin, ciencia y arte, como las dos mitades de una curva cerrada, sólo tienen en contacto sus extremos: aquélla hablará a la sensibilidad por intermedio de la inteligencia, y éste se dirigirá a la inteligencia por el intermedio de la sensibilidad. No seca la ciencia el corazón como piensan los tímidos; sino que abre al sentimiento nuevas esferas hasta entonces desconocidas. Allí donde la lógica del sabio se estrella, allí la intuición del artista se precipita; desdeña el paso de tortuga de la investigación racional, y deja que la imaginación recorra los anchos panoramas que el progreso científico desarrolla. Así, Campoamor juzga una escuela en Los Amoríos de Juana:


    Lo que tiene de bueno el platonismo
Es que alcanza en Platón lo que desea;



o esboza con cuatro rasgos un sistema en la misma obra:


   Como algún día Condillac, opina
Que el tacto es la razón de los humanos,
Y que el mundo termina
Donde acaba el alcance de las manos;



o, en fin, ilumina con su luz las profundidades del alma, al decir:


   Y por raro que sea,
El corazón humano
Es como el yoFichtiano,
Que cuanto piensa en su interior lo crea.



Así también, toma de las ciencias naturales pensamientos delicadísimos, como en Las Tres Rosas:


   Te vi una sola vez, sólo un momento;
Mas lo que hace la brisa con las palmas,
Lo hizo en nosotros dos el pensamiento,
Y así son, aunque ausentes nuestras almas,
Dos palmeras casadas por el viento;



o rasgos ingeniosos, como en Buenas cosas mal dispuestas.


   A cuánto exceso arrastra, a cuánto exceso,
Ese tropel de imágenes que crea
La propiedad fosfórica del seso;



y en Los Caminos de la dicha:


    ...un inglés muy grosero que bebía
Lo mismo que si fuese una ambrosía
Un fermento de lúpulo y cebada;



o, por último, se abisma en deducciones grandiosas, como en El Origen del mal:


    Y resultó pecado la belleza:
el poder, tiranía;
un horror a la especie la pureza;
y el grande amor a Dios idolatría.



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Claramente se ve que la frase -que define el Diccionario «locución enérgica con que se significa más de lo que se expresa»- ha de tener en la poesía campoamoriana una grandísima importancia. A pesar de haberse pronunciado en contra de la frase un insigne poeta, que tiene la modestia de ocultarnos que él las hace -lo cual, sépalo para su satisfacción, no es cierto- es indudable, no sólo que constituye un elemento estético importante, sino que sólo los hombres de gran imaginación son capaces de hacerlas: porque la frase es, por punto general, un salto gigante del primero al último término de una concatenación, y cuanto más apartados estén estos términos y mejor presentada la relación, tanto más talento revela en el que la establece, y mayor es el placer del lector al descubrirla.

A veces de un poeta no se inmortaliza más que una sola frase, como no ha quedado de Quintana más que aquello de


Inglés, te aborrecí; si héroe te admiro.



Calderón, el más grande de nuestros poetas dramáticos, usa y aun abusa de la frase; y en cuanto a Campoamor, tiene tantas, que renuncio a citar ninguna, por no atreverme a elegir entre un número tan considerable, iguales todas en hermosura y grandeza.

Se ha culpado a Campoamor de descuidado en la forma, por esos contrabandistas inversos que inflan las composiciones y almidonan después su flácida epidermis, para hacer creer en las aduanas literarias que llevan género de consumo; cuando la propia redondez de la mercancía indica bien a las claras que es aire y no otra cosa lo que contiene.

No eludiré el ataque: en los versos de Campoamor, macizos de ideas, nótanse algunas veces a través de la envoltura las angulosidades del contenido. Pero circunscribir una esfera al poliedro, sería aumentar inútiles segmentos, y la escuela de Campoamor hace la guerra a lo superfluo; inscribir la esfera, esto es, limar las aristas, sería desvirtuar el pensamiento, y, la idea debe resaltar en toda su pureza.

Las pocas veces, pues, que los versos de Campoamor resultan duros o premiosos, es porque no puede ser de otro modo. Cuando un pensamiento no encaja por completo en el molde de la rima, es menester resignarse y sacrificar la tersura de ésta a la realidad de la idea; que sucede con ella lo que con esos sólidos geométricos, en los que, modificada una arista, todas las demás se modifican, o mejor todavía, lo que con esas lágrimas batávicas que hacen los fabricantes de vidrio, y que se desmoronan y reducen a polvo por el más pequeño encuentro o el choque más insignificante.

Creo que la verdad de esta proposición por sí misma se impone; mas si por provenir de mis labios desautorizados pudiera ponerse en tela de juicio, hable por mí el celebrado vate castellano Sr. Núñez de Arce, y dirá en su prólogo a los Gritos del combate:

«Cuando, desconociendo su potencia intelectual y creadora, se cuida más de la forma que de fondo, y pretende competir con sus hermanas en belleza plástica y armónica, la poesía desfallece y decae...; la materia se le escapa de entre las manos, quiere sujetarla y abraza el vacío. La poesía, para ser grande y apreciada, debe pensar, sentir...».



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ArribaAbajoMoral

Como quiera que forzosamente ha de resultar una moral de la acción que el poeta desenvuelva, se ha concedido gran importancia a este elemento de la obra artística, y ha sido esta cuestión objeto de amplios debates.

Sin tener la menor idea de lo que es virtud ni vicio, en las escuelas se enseña todavía el clásico precepto de que la virtud triunfe y el vicio sea anatematizado; precepto que ha caído en desprestigio a los golpes de la realidad, donde por una fatalidad deplorable parece que sucede lo contrario. Además se ha dicho que esta especie de fatalismo inverso acostumbraba al hombre a fiar sobradamente en la Providencia, y que era preferible que, siempre mirando arriba, no descuidásemos por completo nuestros personales esfuerzos.

Los que siguieron el opuesto camino, fundaron una moral desconsoladora: sin duda más humana, aunque igualmente arbitraria, pero tan amarga, que si aquella arrancaba una sonrisa de incredulidad, esta sería capaz de hacer llorar a las piedras.

En esto Pedro A. de Alarcón tuvo la suerte de descubrir que todos los poetas, menos Ovidio, habían sido moralistas de primer orden, y la no menos grande de demostrar con la metafísica, y con los hechos, que existía entre la bondad, la verdad y la belleza una unión hipostática allá... no sé dónde; con lo cual, y a la vuelta de muy ingeniosas consideraciones, nos quedamos sin saber qué moral podía esperarse del arte.

Y no quiero hablar de esa otra congregación de hombres buenos, sublimes filántropos preocupados con dar solución a imaginarios problemas sociales, como si en la sociedad hubiese un solo problema no resuelto de antemano por la ley natural. No hablaré de ellos; creo con el Dr. San Martín, que el papel del médico termina en el diagnóstico de la enfermedad, y que en el descubrimiento del remedio hay algo de puramente casual que, por serlo, no puede ser exigido en un momento dado al hombre de ciencia.

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Sucede algunas veces en el mundo que la policía aprisiona a un asesino, o que un marido burlado se venga, en la mujer, de su afrenta. Pero esto, que en el mundo es un hecho, y nada más que un hecho, en arte no es nada, y de ello no puede inducirse moral ninguna; porque la sanción de un hecho debe ir, por decirlo así, pegada al hecho mismo, formar parte de él y ser su consecuencia inevitable, y desprovista de esta condición, resulta una venganza estéril y arbitraria. Así, todos los que pretendan fundar moral sobre los convencionalismos sociales perderán el tiempo; que no es posible desarraigar esa mala hierba que, dice Víctor Hugo, crece, o más bien hace crecer la naturaleza entre las junturas de las leyes de la sociedad.

Vean los que queriendo calumniar elogian a la escuela de Campoamor, apellidándola metafísica, con qué estériles tanteos se agota todo el que carece de un sistema. Ha de pensar alto, es decir, ha de inspirarse en lo eterno y no en lo transitorio, el poeta que aspire a vivir siempre como Horacio, Calderón y Cervantes; y en el pacto social variable y arbitrario no puede fundamentarse nada duradero. Es preciso llegar a esa inmutable naturaleza, siempre idéntica a sí misma; y la escuela de Campoamor ha llevado al arte la moral eterna, fruto de una sola mirada arrojada a lo infinito desde las alturas del orden supremo de las cosas.

Se cuenta que interpelado por el Sr. Pidal el P. Ceferino sobre la parte moral de los versos de Campoamor, después de una lectura dada por el poeta, hubo de responder: «¿Qué parte moral?...». La contestación es digna del clarísimo entendimiento del P. Ceferino.

Campoamor había dicho en El Drama Universal que


    Todo es un accidente pasajero
De ese fondo invariable de las cosas;



Y en Los Caminos de la dicha,


    Que nunca causan a los astros duelo
el que aflijan al suelo
ni el dolor, ni la peste, ni la guerra;
así como no importan a la tierra
las luces que se apagan en el cielo.



y había dejado morir a un pájaro de frío mientras su dueña gozaba las delicias del amor, para exclamar luego:


    ¿Qué hará Dios cuando mira desde el cielo
Los injustos dolores de la vida?...



y terminaba, en fin, la historia del desgraciado Ginesillo en el poema La Lira rota, diciendo:


   ¿Me dices que para esto no hay consuelo?
Y yo ¿qué le he de hacer, Ana querida?
Así es la tierra y ¡ay! así es el cielo.



Sin duda que al oír todas estas cosas los topos, que pegados a la tierra no la sienten sino en la extensión de sus mezquinos miembros, correrían a atrincherarse en sus guaridas subterráneas; pero las águilas, avezadas a mirar al sol, tendieron más alto su vuelo: aquí estaba otra vez proclamada esa moral, que inspira los Proverbios de Salomón, resultado de la selección implacable que origina la lucha por la existencia.

Toda la moral, la única moral posible, se halla expresada en este pensamiento de Hegel: «Toda existencia finita esta condenada a destruirse ella misma por sus contradicciones».

Los que no entienden o no quieren entender de estas cosas, verán un pesimismo aterrador en la historia de Ginesillo, pobre víctima que sucumbe en el combate por la vida. De nuevo tropezamos con los obstáculos creados por el subjetivismo. Desprendámonos de él, y veremos   —31→   que las cosas no podían suceder de otro modo: una vez rota la guitarra, arma con que Ginés se defendía, quedaba impotente para seguir luchando; pero quedaba siempre el ideal que uno u otro había de conseguir, siendo indiferente que aquél o éste lo alcanzase, y por eso, y


    ...a pesar de su guitarra rota,
No se cuarteó la bóveda del cielo.



Echegaray dice más tarde en el Conflicto entre dos deberes:


   Ni se ha hundido el firmamento,
Ni han temblado las esferas;



y Jurado de Parra, discípulo de Campoamor, termina su poema Diego exclamando ante un conflicto entre la ley natural y la eclesiástica:


    Impasible sus preces sigue el coro,
      Y el órgano sonoro,
¡Y sin crujir la bóveda del cielo!



¡Cómo ha de crujir, si no hay motivo para que cruja; si hay un fondo de verdad, aunque mal expresado, en aquello de que de los males particulares resulta el bien general!...

El ejemplo de Codro pereciendo por dar el triunfo a su pueblo, por todas partes y constantemente se repite: y en la concepción sintética del universo, el orden y la armonía resultan por cima de las particulares contradicciones. Así la naturaleza se muestra impasible lo mismo ante nuestros placeres que ante nuestros sufrimientos, y sólo a la inocencia de Eloísa puede ocurrírsele preguntar, en el poema de Emilio Ferrari:


    Muertos nuestros amores,
¿será verdad que como siempre bellas,
seguirá habiendo flores
por mayo en los alcores
y brillando en el cielo las estrellas?



La naturaleza no tiene entrañas: ¡medrados andaríamos si las tuviese! En la lucha por la existencia, toda perfección es triunfo, y todo defecto ruina, y ella permanece indiferente al vencedor o al vencido, pues como dueña de todo, imposibilitada así para el lucro como para la bancarrota, allá se la da del empleo de sus riquezas.

Gracias a la perfección relativa que sobre los animales tenemos, los utilizamos y nos alimentamos de su carne: si sucediera lo contrario, seríamos sus víctimas; cualquiera de ambas cosas es para la naturaleza lo mismo: nada pierde ni gana con ello, como dijo Lavoisier.

Eacute;sta es la moral de la dolora El Viaje redondo, en que a la ida la tempestad es impotente contra un buque fuerte, y los hombres ven descuidados luchar a las aves, hasta que


Sobre el buque los pájaros cayeron
       Cansados de sufrir
Los hombres sin piedad se los comieron;
      Salid el sol, y ¡a vivir!



Y a la vuelta, el barco, ya gastado, se rompe, y


De pedazos del buque haciendo naves,
      Y ansiando otro festín,
En cómoda actitud vieron las aves
      El naufragio hasta el fin.
Y haciendo ellas después lo que antes vieron
       Con un hambre voraz,
Las aves a los hombres se comieron,
       Y ¡todo quedó en paz!



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En la naturaleza nada hay moral ni inmoral, como nada bueno ni malo, sino una sucesión fatal, o por mejor decir, necesaria, de causas y efectos que obran inconscientemente.

Citaré una fábula de Campoamor:


   Pasando por un pueblo un maragato,
Llevaba sobre un mulo atado un gato,
Al que un chico, mostrando disimulo,
Le asió la cola por detrás del mulo.
   Herido el gato, al parecer sensible,
Pególe al macho un arañazo horrible;
Y herido entonces el sensible macho,
Pegó una coz y derribó al muchacho.
    Es el mundo, a mi ver, una cadena
      Do rodando la bola,
El mal que hacemos en cabeza ajena
Redunda en nuestro mal por carambola.



Ahora pregunto: ¿será un delito jugar con el rabo de un animal? No seguramente; pero es forzoso, dadas estas condiciones, que el muchacho reciba una coz.

La muerte, que es transformación, no puede ser castigo sino en cuanto privación de goces: encomendar a ella, la solución de los problemas, es dejarlos sin solución, y no se desprende moral ninguna de todos los asesinatos de la escuela romántica; mientras que la encierra, y muy grande, cuando es consecuencia de una vida sin objeto, como la de Ginés en La Lira rola, y la de Rosa en Las Tres Rosas; porque rotos los lazos que los anudaban a la vida, si continuarán viviendo serían un sueño y no una realidad; quedarían flotando sin punto de apoyo, porque no hay fin que los atraiga, y, desligados de todo, son un cuerpo extraño que el organismo social elimina, pudiendo decir de ellos, como Campoamor de Honorio, que


...su triste vida
No tiene más objeto que la muerte.



Véase cómo la moral fundada en la naturaleza resulta siempre, y nunca la que se apoya en los convencionalismos sociales; así, si no significa nada que un marido tome venganza de lo que él llama su deshonra, encierra una moral grandísima que un libertino se encuentre castigado con la prematura impotencia y aniquilamiento de su organismo, como el protagonista de Vida alegre y muerte triste, o el Don Juan de Campoamor: que aquél es, en rigor, este propio tipo, llevado por el señor Echegaray al teatro.

He aquí la única moral. El universo entero, y lo mismo la sociedad, pequeño mundo dentro de aquel otro comprendido, regido por los mismos principios y subordinado a las propias leyes, no es otra cosa que un inmenso matraz donde, sin que nada desaparezca, la acción y la reacción son constantes. Cada uno de los individuos se halla en la situación de esas esferas de marfil del aparato de física que trasmiten a la esfera de la derecha la energía que por la izquierda reciben y ora es acometido, ora acometedor, y nada en él termina ni de él procede, porque aquello significaría muerte y esto nacimiento, palabras sin sentido en el orden absoluto de las cosas, en que nada perece ni se crea.

Tal es la única moral: la moral en que todo hecho lleva en sí su sanción, sin que ésta venga de fuera a erigirse en juez arbitrario, ni se apele a los lugares comunes sobrenaturales, cómodo subterfugio para eludir la explicación de un hecho cuya razón se ignora; moral universal y eterna producida por una simple ordenación de causas que pudiéramos llamar de FÍSICA-SOCIOLÓGICA, ciencia futura que ha de nacer de la biología y la mecánica.

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ArribaAbajoPoética

No es la escuela de Campoamor, como muchos quieren dar a entender, una especie de secta intransigente dada a la personalización y al endiosamiento; si la he dado el nombre de escuela ha sido por entendernos de algún modo; pero en todo aquello que es racional y se impone por serlo, no deben admitirse escuelas. Al afiliarse a ella la juventud, es a la poesía del siglo a lo que se afilia, y no debe creer que es preciso pasar por las horcas caudinas de la imitación: es más, sepárese de ese camino, de ese modo de ser, característico de la primera fase de evolución de todo, fase, por decirlo así, de indiferenciación o de nebulosa. Vivimos en plena época de armonía, cuyo distintivo es lo vario en lo uno, y la escuela objeto de nuestro estudio ofrece amplio porvenir a la división de trabajo.

Así lo ha comprendido José de Roure, joven poeta que, dentro de la escuela de Campoamor, muévese con independencia y siguiendo sus propios impulsos; citaré una estrofa de su poesía La Causa de la vida:


    En hosca soledad no interrumpida,
Abísmanse los sabios
Para estudiar la causa de la vida,
La causa de la vida... ¡pobre gente!
Al reunir tus labios con mis labios
La aprendemos los dos frecuentemente.



La crítica severa de que son objeto los que siguen las huellas de Campoamor depende de que han tratado de imitarle en su especial estilo, es decir, en lo que es puramente personal   —34→   y suyo, y, por lo mismo, inimitable. Feliz yo, si consigo abrirles los ojos: lo que deben procurar es tener en cuenta al hacer el planeamiento y distribución de la idea, los principios expuestos; pero una vez esto logrado, el desarrollo y desenvolvimiento del asunto, la realización de la obra artística, han de hacerlo conforme su temperamento, su modo de ser especialísimo lo indique. No ha mucho tiempo que indicaba esto mismo desde las columnas de La Opinión al señor Martínez Medina, a propósito de su libro Góticos, que recientemente ha visto la luz pública.

Eminentemente sintética esta escuela, hay en ella gran número de elementos heterogéneos, pero relacionados en unidad: ésta es la única condición que se impone de un modo absoluto; y se impone porque la evolución de la poesía ha quedado retrasada, esta todavía en la fase de variedad, y es necesario que alcance la última fase para que exista un acoplamiento perfecto entre la literatura y el siglo.

Por lo que hace al fondo, se requiere, y no ya por la autoridad de Campoamor, sino por la fuerza de las cosas, elevación de ideas: es decir, que el poeta se inspire siempre en algo universal y permanente: practicar lo contrario es ir contra las leyes de la historia. En general cada poeta encaja en su época; pero aquel que no sabe mostrar lo que hay de eterno en la evolución a que asiste, a lo sumo responderá a su tiempo y morirá con él. La razón, al ir destilando todo para extraer las esencias, ve con desprecio que esa poesía no deja residuo de la destilación.

Ya verán -o más bien, no verán por fortuna suya- los que olvidan esta máxima cuán poco queda de sus obras, y como se llevan al sepulcro la efímera gloria que han conquistado por sorpresa. ¡Cómo han muerto del lodo poetas que algunos de sus contemporáneos creyeron eternos! Su nombre apenas es conocido sino por los eruditos que, en fuerza de saberlo todo, tienen obligación de saber hasta lo fósil. ¿Qué mas? Véase cómo en bien pocos años, el siglo ha enterrado vivos a otros poetas de imaginación fecunda y poderosa.

Sucede a los improvisadores de salón, que no pueden leer sus composiciones sino a los parientes y amigos a quienes van dedicadas, y esto una sola vez, a raíz del suceso que los inspirara: y es que refiérense en ellas a cosas que sólo pueden ser comprendidas por los que están en el secreto, y que aun para estos no son sino impresiones momentáneas. Así, todo lo que tienda a la particularización es contraproducente para la gloria del artista, que reduce de este modo el campo en que puede moverse.

La independencia absoluta de un solo hecho es incompatible con la idea del todo, dice Diderot, y sin la idea del todo no hay filosofía posible.

Pues esa idea del todo es lo que hay que tener continuamente a la vista, y lo que olvidan con deplorable frecuencia la inmensa mayoría de los escritores, originando así una literatura incoherente y anárquica; conjunto de cosas sin enlace; fuerzas contrarias que, destruyéndose mutuamente, ocasionan la paralización, o todo lo más una oscilación estéril, sin señalar definitiva tendencia ni resultante.

Por lo que hace a la forma, tampoco hay más que un solo precepto: que la idea resalte en toda su pureza. El pensamiento, que es lo que queda de una obra, ha de estar expresado en toda su verdad y realidad para que el lector, no ya se apodere de él, sino que no tenga mas remedio que apoderarse.

La palabra, como pura forma, no se concibe: es un traje con que la idea se viste para penetrar por los sentidos, y ha de estar hecho a la medida. Si muy estrecho, la deforma: si muy amplío, borra sus contornos. Repugna en el primer caso: apaga toda concupiscencia de posesión en el segundo; que es sobrado trabajo devorar tanto hojaldre para saborear poca crema, y ya Tirso de Molina decía:

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   Dad al diablo la mujer
Que gaste galas sin suma:
Porque ave de mucha pluma
Poco tiene que comer.



El estilo, en cuanto entonación poética, no puede reglamentarse: se ha abusado mucho de la palabra estilo, y a pesar de la frase de Buffon, el estilo tanto pertenece al hombre como al pensamiento que en un instante determinado se expresa. Salvo el caso en que el humorismo lo trastorna todo para gozarse en la antítesis, cada idea debe vestir el traje que le es propio, y por lo mismo el poeta, atento siempre a esculpir sus ideas en el cerebro del lector, debe tener todos los estilos.

Eacute;sta es exigencia así de la naturalidad como de la estética: de la primera, porque sería una arbitrariedad insoportable cantar con plectro igual así un asunto trágico como un idilio, y el estilo debe amoldarse a cada una de las facetas del pensamiento humano. Así Campoamor, ante las maravillas de la industria exclama con acento épico en El Tren expreso:


    ¡Oh mil veces bendita
La inmensa fuerza de la mente humana
Que así el ramblizo como el monte allana,
Y al mundo echando su nivel, lo mismo
Los picos de las rocas decapita,
Que levanta la tierra,
Formando un terraplén sobre un abismo
Que llena con pedazos de una sierra!



y poco hace escribir a una mujer enamorada y moribunda la siguiente estrofa, en que el estilo es por completo distinto:


   Me rebelo a morir, pero es preciso...
¡El triste vive, y el dichoso muere!...
¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;
Hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!



Es exigencia de la estética, porque una serie de impresiones distintas puede ser motivo de placer; pero una sucesión de sensaciones idénticas fatiga nuestra sensibilidad, y nos hastía por lo mismo. La imperturbable monotonía del clasicismo produce sueño por cansancio de nuestra excitabilidad nerviosa, y sólo el desconocimiento de los principios de lo bello o lo que es igual el desconocimiento de la fisiología de los centros nerviosos pudo inspirar aquellas obras inmensurables, escritas con una entonación poética uniforme.

Esto es prueba otra vez de la necesidad de algo fundamental, hilo de Ariadna que dirija y encauce: podrán sacrificarse impunemente todos los preceptos autoritarios en holocausto a la ley de la propia realidad; pero esta ley sólo puede ser violada a la manera que lo hace el suicida con la de conservación: siendo él el único perjudicado, y entregando a la sociedad su cadáver para que lo cubra a paletadas de burla o de desprecio.

El anhelo de la originalidad ha lanzado muchas veces a los poetas en los más deplorables extravíos. Como no hay, en cierto modo, en el mundo natural generación espontánea, tampoco   —36→   esta generación existe en el mundo de la idea, y no hay pensamiento que de un modo más o menos próximo o lejano, no tenga su antecesor del que directamente se derive.

La originalidad de todos modos tiene sus límites: y como es preciso que entre el poeta y el público existan muchos puntos comunes para que la osmosis de las ideas se verifique regularmente, aquel que arrastrado por la fiebre de la originalidad disminuye la superficie de contacto, no será fácilmente aceptado y comprendido.

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ArribaLa reacción clásica

Es propio de los que ven un porvenir incierto dirigir la vista al pasado, para fortalecerse con su recuerdo; y en esa anarquía y falta de ideales que, en fuerza de haber tantos, aqueja a la literatura en nuestra época, han acariciado algunos la idea de seguir, sin separarse de ellas, las trazas de los maestros de la antigüedad.

Yo, que creo que las cosas suceden como no pueden menos de suceder y suceden bien, pienso que sólo en la borrachera del apasionamiento han podido dirigirse al clasicismo inconsiderados ataques. En virtud de esa mutua correlación y dependencia en que todo se manifiesta -salvo aquellos que han cantado lo inmutable y de siempre- cada autor ha encajado en su época, y Homero responde a los sentimientos de Grecia, como nuestro Ercilla a los entusiasmos de los españoles de su tiempo; así, no ha dado la humanidad paso alguno que no haya sido adivinado por el genio, o repercutido por el trovador.

Es un axioma con ribetes de perogrullada eso de afirmar que el carácter de una época se refleja en su literatura. En rigor, no teniendo nada existencia autónoma, sino relativamente, de toda cosa puede decirse que es signo de otra. El universo entero, en medio de su complexidad, es susceptible de ser expresado por una simple fórmula, en la que el valor de cada incógnita depende del que demos a las demás. Cada época ha determinado sus poetas al modo como cada clima influye sobre los seres que en él viven, marcándolos con sello especialísimo, y como a cada período geológico han correspondido y corresponden su fauna y su flora separadas por apreciables diferencias.

El hombre es un alambique que destila en ideas y en pasiones lo que come, lo que respira y las sensaciones que experimenta; sería, pues, arbitrario exigir responsabilidad a un poeta clásico porque no escribió a nuestro gusto; mucho más si, desconociendo la ley de evolución del pensamiento humano, no pudo prever la fase actual de la vida de la humanidad. Ellos, que no experimentaban muchas de nuestras sensaciones, se hallaban incapacitados para expresarlas.

No olvida ciertamente lo que hace el marco al cuadro, ningún poeta que sabe lo que trae   —38→   entre manos; y al crear un tipo, antes que dar a conocer su carácter y tendencias, lo retrata, describe el sitio en que la acción se desarrolla, expresa la época, o presenta un bosquejo de ésta, si no es suficientemente conocida; y sólo así consigue dar vida y base de realidad a lo que de otro modo sería una creación abstracta. Nada más absurdo que un Hércules linfático, ni más irracional que el Alberto del Werther, si fuera español -como hace notar nuestro inapreciable Velarde-; y, por el contrario, nada más hermoso que el Fausto, ni más escultural que Don Quijote.

Mientras la ciencia no eleva a las regiones de la idea pura la imaginación del poeta, la literatura es a su siglo lo que la sombra al cuerpo; dibuja sus contornos, esto es, sus ideas generales, y girando en derredor de él, pocas veces le adelanta, casi siempre le sigue. Cuando el cuerpo crece, su sombra se agranda; cuando muere, allí está bajo él, extendida como un lecho entre el cadáver y la tierra. Lo tradicional ha muerto: descubrámonos con respeto y adelante. La humanidad, según la hermosa alegoría de la Biblia, es un pueblo que, caminando por el desierto, va sembrando de cadáveres su camino.

Lejos de ni ánimo la idea de escupir sobre su tumba; creo que la escuela tradicional ha cumplido con su misión, porque, como dijo Gounod a propósito de los músicos clásicos, «sin los padres, no hubiéramos nacido los hijos». -No hubieran nacido, diré yo, que no hay para que me cuente en tan honroso número.- Pero por la misma consideración que me inspiran, creo que no debemos exponerlos al ridículo pretendiendo hacerlos vivir en nuestro tiempo.

Sacad de su tumba a Carlos V, hacedle pasear por la Puerta del Sol metido en su brillante armadura, y creed que después de apedreado por los transeúntes dormirá en la prevención; pues sacar de su marco a esas figuras de la historia literaria me parece a propósito para producir el mismo efecto. No, ilustres arqueófilos; pensar que los clásicos alientan entre nosotros, es hacer como los niños que en el museo de Historia natural se asustan de las fieras colocadas en los estantes.

Dice Saint-Hilaire que cuando aumentó la proporción de oxígeno en el aire, los saurios se fueron transformando en aves; al elevarse el nivel intelectual, nuestra atmósfera se ha oxigenado, y esos saurios literarios sólo pueden ser objeto de curioso estudio en los museos del pensamiento, como los fósiles en el gabinete zoológico. Una crítica rigorosa sólo puede exceptuar a Calderón y Cervantes, Rioja y Jorge Manrique, que se salen del fondo de sus épocas como esos gigantes que a veces la naturaleza eleva un metro por cima de la talla media de sus conciudadanos.

La escuela tradicional, que ignoraba muchas cosas que hoy se saben, ha falseado los tipos de tal modo que, en vez de asistir a la representación de una comedia humana, nos hace presenciar pantomimas de polichinelas, creaciones artificiales o absurdas.

Como, según Hegel, para que una ecuación de mecánica no se altere, es preciso que lo que se pierde en fuerza se gane en masa; aquellas gentes, poco profundas, escribieron esas obras de legua y media, sin plan ni asunto, estroma nauseabundo, sin jugo y sin aroma. Cierto que en ello ganó el lenguaje algunas nuevas construcciones y giros especialísimos; pero dice Campoamor en El Ideísmo que no puede haber más ley histórica que la presencia o ausencia de las ideas; y, aceptando por el momento tal hipótesis, aquellos hombres, tan abandonados debían estar de las ideas, que para hallar el oasis de una buena frase o un giro poético aceptable, es una


   Áspera selva, inculta, engendradora.
De monstruos ponzoñosos,



lo que hay que atravesar abriéndose paso entre vulgaridades y cosas sin sustancia.

No, no es posible seguir sus huellas; nada resucita con sus propios caracteres individuales. Javier Santero, que ha hecho su nombre ilustre, así en la literatura como en la medicina, dice que el círculo es la figura geométrica de la creación; cierto y el círculo vicioso su figura lógica, me atreveré a añadir.

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Si los planetas ruedan, como algunos creen, en órbitas no inmutables, sino espirales de vueltas apretadísimas, el pensamiento humano traza una órbita semejante; en virtud de lo cual pasa al cabo de cada vuelta por puntos que están, sí, en una misma proyección, pero que son diferentes; y así, camina al fin en un sentido determinado, como sucederla a una esférula que se elevase por la merca de Arquímedes, estando ésta en reposo, a favor de un impulso de cualquier género.

Esto se desprende de la filosofía de la historia, en que vemos a dos o tres escuelas turnar, por decirlo así, en el dominio del mundo, y, sin embargo, no aparece igual el materialismo, por ejemplo, en Grecia, en Roma y en la moderna Alemania -en cuyo caso se hubiera movido en una curva cerrada volviendo siempre al punto de partida- sino que al mismo tiempo ha avanzado en otra dirección trazando un ciclo, como el que los botánicos admiten en la inserción de las hojas de los vegetales.

No; comprendo que nos inspire respeto lo pasado, pero no una irracional idolatría. Conversemos con la historia, para deducir de la dirección del camino recorrido cuál sera la dirección probable en el porvenir; pero no rindamos culto a esa Celestina de las debilidades humanas. El hombre vivió en el pasado caminando hacia el presente de paso para el porvenir. Lo que importa de un proyectil es el efecto útil, más que la trayectoria, siquiera sea esta de aquí obligado precedente; esto es reconocido por todos, desde los que piensan que la humanidad tiene su fin en sí misma, hasta los que creen que es esta vida prólogo de otra ulterior. Véase si esto disminuye la importancia de la historia.

No caminemos de espaldas; al ver sucederse los absurdos en las ideas y la barbarie en los hechos: al ver que cada siglo encierra en un manicomio al precedente, y es encerrado a su vez por el que le sigue: al ver a la humanidad correr muchas veces sin rumbo como los habitantes de una ciudad sorprendidos por el terremoto; sentimos desaliento y mareos, y a no alzar la vista al orden absoluto de las cosas, caeríamos en un desconsolador escepticismo.

Pero es también necesario que la actual anarquía termine; fuerzas que se restan, sólo producen un residuo utilizable. Espronceda no dijo en serio que pudiera cantarse lo primero que salta en la mollera, y es lamentable que distinguidos escritores lo hayan seguido al pie de la letra. Es preciso que exista unidad de miras -en medio a la variedad, a lo complejo de la vida consiguiente- para que resulte la armonía. No hay que temer rozamientos, que es la literatura vía más ancha que aquella por la que podían pasar doce máquinas de guerra sin estorbarse.

Dejo, para terminar, la palabra al distinguido catedrático de literatura de la Universidad de Madrid señor Sánchez Moguel, que en un breve párrafo ha sintetizado cuanto sobre la actual fase literaria pudiera decirse, de la manera siguiente:

«La musa nacional, emancipada por Campoamor de los despotismos pasados de la antigua secta, se inspirará ya siempre en el movimiento real de la vida, en los sentimientos humanos, en la lucha magnífica de las aspiraciones encontradas, de los sistemas opuestos, de los contrastes sublimes de la existencia. Ésta ha sido la obra de Campoamor, y esta obra será ya eterna».



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