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Julio Herrera y Reissig y la no-integrable modernidad de «La Torre de las Esfinges»

Eduardo Espina





Al morir, en 1910, dejando una obra lírica desafiante e incompleta («Carlos, me muero sin haber hecho nada», diría a su hermano en sus últimas palabras), Julio Herrera y Reissig dejaba terminado el que sería su más importante poema, «La Torre de las Esfinges», en donde se presenta la primera ruptura con la estética modernista y la primera travesía verbal hacia los límites del sinsentido y de la dificultad, que caracterizarían posteriormente a la poesía de vanguardia. Concluido en 1908, este poema fascina tanto por el riesgo lingüístico que se corre como por la heterogeneidad de imágenes que conforman la escenografía metafórica del texto en su sucesión de pluralidades semánticas. Mientras que, en 1905, Rubén Darío anunciaba en Cantos de vida y esperanza el despunte de una nueva ideología, una ideología cuestionante propia de la época moderna e indicadora de un trasfondo desesperanzador («verdugos de ideales afligieron la Tierra / en un pozo de sombras la humanidad se encierra»), Herrera y Reissig privilegia la presencia de una flamante escritura para traducir la transición del mundo («¡Oh musical y suicida / tarántula abracadabra»)1. En tanto que Darío, como lo haría después el Lugones nacionalista, asume la práctica de un discurso donde se extiende una contienda ideológica en forma de texto explícito y ordenado, que puede ser leído como «clamor continental», Herrera expresa el cariz iconoclasta de su ideología bajo la especificidad de un discurso poético ilogicista y desmantelador de todo canon racional. La palabra persigue una melodía («Un pitagorizador / horoscopa de ultra-noche», p. 28), una significancia (un signo producido sensualmente), más que un significado o sentido, haciendo con su cadencia tonal una herida no en la amplitud de las reverberaciones (lo que sería el trayecto de las imágenes), sino en la exactitud de las referencialidades. Éstas, si bien no se eliminan, desaparecen, pierden su estabilidad. La prestidigitación verbal impone su magia: su resultante se inclina más hacia la opacidad que hacia la transparencia. La escritura que emerge de «La Torre de las Esfinges» no se dirige al entendimiento del logos tradicional; establece el suyo propio, marcando una desviación epistémica con respecto a la uniformidad de las cosas. Se impone sobre la insuficiencia empírica de éstas. Precisamente esta insuficiencia del mundo objetivo coloca a la palabra poética ante el desafío de reinventarlo, ya por sustitución como por superposición de elementos disímiles que funcionan a la manera de conflictivo «bricolage». La superposición introduce la pluralidad y logra un trasvase de la esfera objetiva a la esfera imaginaria: el acto poético deja de representar a los objetos para situar al lenguaje mismo como único objeto.

En «La Torre de las Esfinges», la única voz que se identifica es la de la escritura, puesto que la comunicación es llevada a tal extremo tensivo que se atomiza la organicidad referencial. Aunque hay diversas trazas que posibilitan rastrear las coincidencias y relaciones del poema con el discurso religioso, las mismas no conducen al hallazgo de una verdad explícita que resuma el sentido final del texto. Escritura logosférica: su centro es el lenguaje. El poema es un objeto lingüístico, por cuanto la palabra no tiene un propósito especular donde la contingencia mundanal es vista miméticamente. Por el contrario, es una traza caleidoscópica, por cuanto devuelve múltiples imágenes, distorsionadas y fragmentadas. Práctica de disonancia, pues la escritura asume el contorno de ficción indicadora de la disimetría que puede alcanzar la realidad contingente una vez expresada en el poema; escritura deformativa y paródica al modo del discurso barroco: mientras más se aleje del objeto, más íntimo vendrá a representarlo. No sorprende, así, que, en el transcurso del tiempo, «La Torre» haya mantenido una propiedad conflictiva, que, en última instancia, la ha llevado -como texto- a su marginalidad, cuando no a su desconocimiento. Los comentarios críticos, posiblemente fundados en el apresuramiento, han oscilado entre la subestimación y la incomprensión. Unos lo han considerado consecuencia de una experiencia tóxica producida por el uso de fármacos (Rubén Darío y además Pino Saavedra y Zum Felde); otros han tratado de imponerle una lógica a su cadena expresiva (Roberto Ibáñez, Antonio Seluja), contra la cual en verdad la escritura se rebela. En carta a Edmundo Montagne, Herrera decía: «Un adjetivo me cuesta quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes». Mucho más tiempo del que puede durar el efecto de una intoxicación alucinógena. En otra carta señalaba: «Yo no podría, aunque quisiera, hacer poesía sencilla». Ni la imprecisión en el proceso productivo que sospechaba el nicaragüense, ni la supuesta simplicidad que quiso imponerle parte de la crítica posterior. «La Torre de las Esfinges» continúa la trayectoria (señalada por Rimbaud) que busca satisfacer el maravilloso desorden de los sentidos; mediante el riguroso ordenamiento de las palabras. En su implícita teleología, el poema propone un abandono de la linealidad anecdótica que de una u otra forma había estado presente en la poesía anterior y que proveía la inteligibilidad del sentido. Aquí el sentido, como unidad, es pulverizado. «La Torre» es un desafío a la interpretación que se verifica desde el epígrafe escrito en latín (Jam sol recedit igneus...), que poco dice sobre la posterior dirección textual, consagrada como una suma de series dispersivas donde el sentido ausente (y en su vacío se origina la dificultad) impulsa la continuidad de posibles lecturas. La «semiosis» encuentra otro aliado en el título elegido, pues la relación entre éste y el texto también es distante y poco explícita. El título, aunque presenta un indicio («torre», altura; «esfinge», impenetrabilidad), no sugiere ninguna señal temática; apenas advierte de la oscuridad del espacio a recorrer. Tampoco aclaran mucho los subtítulos «tertulia lunática» y «psicologación morbo-panteísta», que aluden más al proceso de producción que al producto en sí. Las denominaciones de las siete subdivisiones del poema -la quinta es la única que no tiene-, en vez de iluminar las rastreables huellas del significado, las ocultan. Estos títulos o acápites, escritos en latín; «Vesperas» (parte del oficio nocturno que se reza en la hora canónica del anochecer); «Ad completorium» (oficio de tinieblas); «Numen» (divinidad, inspiración), aunque se vinculan con la impostura trágica del texto, no pautan el desarrollo a seguir en la lectura o búsqueda de pistas. El poema en sí, como el epígrafe, el título y los subtítulos (que en un discurso tradicional deberían aportar señas referenciales), se instala en el mismo discontinuo laberinto; más allá de su construcción en décimas no presenta ulterior homogeneidad. Incluso la décima agrega un aspecto de rareza, dado por la sospechosa presencia de un orden que en verdad encubre un «riguroso desorden». Sobre la construcción versal utilizada, Darío comentó: «para mayor sorpresa, el autor ha elegido como metro la décima, en cuyas diez cuerdas jamás se tocó más peregrina sonata». La décima, forma menos rígida que el soneto, permitió a Herrera una mayor eficacia y soltura en la producción del intercambio de significados. El resultado es una «décima moderna imposible» (así la llamó el propio Herrera), la cual facilita la travesía hacia lo abstruso. A la décima tradicional, formada por diez versos octosílabos, con cuatro rimas distribuidas; la primera, en los versos uno, cuatro y cinco; la segunda, en los versos dos y tres; la tercera, en los versos seis, siete y diez, y la cuarta, en los versos ocho y nueve, se le introduce una variante: los versos uno y cuatro finalizan con la misma palabra:


Tal en un rapto de nieve
se aguza la ermita gótica,
y arriba la aguja hipnótica
enhebra estrellas de nieve...
El bosque en la sombra mueve,
fantásticos descalabros,
y en los enebros macabros
blande su caña un pastor,
como un lego apagador
de tétricos candelabros.


(p. 29)                


Esta variante promueve un ritmo obsesivo en la aguda armonía estrófica y con ello reafirma la virtud enigmática del texto, pues le otorga una apariencia de circularidad interna. Al reiterarse la misma palabra, la sucesión expresiva tiene una limitada cadena elocuencial para favorecer el despuntar del sentido; la palabra repetida se asemeja a un paréntesis: encierra en su interior al segmento comprendido, y al aislarlo promueve su resolución hermética. El poema, siendo una serie de 43 de estos «segmentos aislados» -porque 43 son las estrofas-, surge como una sucesión de «hermiticidades». La disposición tipográfica, dada por el uso de la décima, al diseñar una visualidad comprimida, un espacio de contención, distribuye la dificultad del discurso a todos los niveles: fónico («fantásticos descalabros», «tétricos candelabros», son aliteraciones); semántico («y arriba la aguja hipnótica», lleva a la pregunta, ¿qué aguja?, no respondida por el texto); sintáctico («El bosque en la sombra mueve» muestra un trabajo reconstructivo, pues el complemento está antes que el verbo); y grafémico (dada por la síntesis del verso y por la sucesión estrófica). El uso de una métrica, de esta manera, en lugar de centrar y favorecer el sentido del texto mediante una integración de los niveles discursivos, lo ramifica, atomizando las probabilidades de inteligibilidad; cada verso -aisladamente- proyecta una diversidad de opciones significantes («laberinto del proscenio»), que no desaparece al integrarse al paradigma («laberinto del proscenio / con el fósforo del genio / lóbrego de lo Absoluto», p. 28).

«La Torre de las Esfinges» encuentra otra variante dispersiva en si uso displicente de focalizadores. La simultaneidad de variadas referencias a nivel paradigmático («tempestad blanca en Satzuma, / en Semirami carmona», p. 38), como sintagmático («Fedra, Molocha, Caína», p. 37), en lugar de articular una concurrencia de proximidad entre los términos, tiene un rol desintegrador. Esta síntesis de instancias referenciales -verdadera estrategia de problematicidad- dificulta la descodificación, sobre todo teniendo en cuenta la variedad y heteronomía de procedencias («Gwynplaine», «Doré», «Danaida», etc.). El tejido verbal absorbe estas referencias y las recontextualiza, por lo que las mismas reciben nuevas valencias, que trastornan su actuación en el proceso de la significancia. En su desplazamiento recontextualizante, la escritura se repliega sobre sí misma al sustituir el exterior inmediato por una discursividad irreferencial, por una polinominación incongruente. Las referencias son mediatizadas («Orión»), transformadas («Olaluma»), o son inventadas («Hada Parí-Banú»). «Orión» no alude explícitamente al gigante cazador griego muerto por Artemisa; «Olaluma» plantea una duda sobre su origen -¿refiere en verdad a la Ulalume de Poe?-, y el «Hada Parí-Banú», al ser una invención, establece un señalamiento de traza inconclusiva. En su tarea dilatoria, al prescindir de un cuerpo de referencias convencionales y al privilegiar lo presentativo sobre lo descriptivo, el poema inhibe el sentido explícito y se establece como sistema -por su sincronía formal- de elusiones y exclusiones. La suma de las rupturas actualizadas por el texto, a la vez que tiene una acción encubridora, impone una sacralización del signo, la cual deja al poema al borde del aislamiento social. El «Verbo», además de ser todo, como creía Herrera, es el único elemento alrededor del cual se teje la escritura. El poema no se hace con «historias» ni con «ideas», sino con palabras. Esto, que además de identificar la poética herreriana define la práctica lírica contemporánea, debe leerse, trascendiendo la propia posibilidad de solipsismo del texto y de su autor, como una provocación a la receptividad por la misma ausencia de un orden exterior. El poema instaura sus propias reglas; el orden del mundo será ahora absolutamente poético. El cuadro final muestra un juego de interrogantes. Los intentos tendientes a figurar una posible anécdota en «La Torre de las Esfinges», resultan, por la misma resistencia discursiva, inconvincentes. Se ha pretendido construir el mapa de un territorio imaginario («y turbia linterna mágica»), donde la realidad está desfigurada. El mundo de lo real está disuelto en las palabras; ha pasado a ser un conglomerado imaginario. En su aventura de libertad, el lenguaje destruye la posibilidad de construir una historia, por más que en el poema puedan advertise distintos momentos homológicos internamente dados por la gradación dialéctica subjetivo/objetivo (noche interior/noche exterior) y se distinga una simetría a partir del uso sostenido de la décima. La consigna del lector no deberá estar encaminada a crear falsas alternativas de interpretación -como tratar de imponer una anécdota que no existe-, sino descubrir la variedad de disidentes recurrencias semánticas, el riguroso armado lingüístico y la vasta serie de violaciones sintácticas. En síntesis, descubrir el esplendor fascinante del texto como práctica de dificultad.

El poema forma parte del libro Los peregrinos de piedra (el único que preparó Herrera), el cual tiene un epígrafe de Edipo rey correspondiente al momento posterior en que Edipo se ha arrancado los ojos: «¡Ay, ay, ay, ay! ¡Ay, ay! Infeliz de mí, ¿a qué lugar de la tierra soy llevado? ¿Adónde mis voces son conducidas velozmente?» Como el mismo epígrafe, el poema es un discurso interrogante, donde las palabras conducen las «voces» por un paisaje hecho con preguntas y no con respuestas. En su ensayo «Psicología literaria», Herrera había escrito que «ser poeta es interrogar agudamente y ser respondido a medias», es «comunicarse en raros vocabularios con lo desconocido que nos circunda, ser susceptible a lo anormal». Como práctica de «anormalidad», «La Torre de las Esfinges» prueba la fidelidad del poema a la poética, y resulta, por su propia compleja constitución, una debacle de la razón. Diría después Bretón a Valéry: «El poema debe ser una debacle del intelecto. No puede ser otra cosa»2. Esta debacle hace del texto un espacio difícilmente integrable, y le otorga, ante los ojos del lector, su intransferible desafío del afán de cohesividad perseguido por la crítica literaria, para la cual, según Todorov: «todo está junto en un trabajo, todo contribuye a formar la misma "figura en la alfombra", y la mejor interpretación es aquella que permite la integración del mayor número de elementos textuales. Desde un principio estamos muy mal preparados para leer lo discontinuo, lo incoherente, lo no-integrable»3. «La Torre de las Esfinges», como ejemplo de plenitud de la poética herreriana, al establecer la discontinuidad, la segmentación no-integrable y la incoherencia (también legible como "multicoherencia") en el tejido verbal, en medio de una contextualidad histórica exigente de la claridad y del orden en la escritura -sea lírica o no-, debe ser considerado, en su propia diferencia, como un acto de encantamiento lingüístico que promueve una apertura a nuevas voces discursivas. Resume, por su misma dificultad, una práctica radicalmente exótica.





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