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Juristas y sociólogos

Manuel Elicio Flor Torres (ed. lit.)





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ArribaAbajoPrimera parte. Juristas

Estudio y selecciones del Dr. Manuel Elicio Flor V.


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ArribaAbajoIntroducción

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Presentamos las producciones profesionales de un grupo de eminentes jurisconsultos de nuestra patria. Todas ellas, como alegaciones que son ante los jueces y tribunales ecuatorianos, pertenecen al campo de la exégesis jurídica. Ésta actúa en el general movimiento intelectual del mundo, ya condicionado políticamente por la Revolución Francesa, que, aunque discutida y condenada en algunos de sus programas y manifestaciones, no hay duda que enfatizó los principios de libertad, igualdad y fraternidad, con trascendencia a las legislaciones, si bien no fue la creadora de esos postulados, ya que estas vivencias en su genuino y verdadero sentido tuvieron su origen en la manifestación divina al mundo, y se consagraron fundamentalmente con el sacrificio del Calvario.

La libertad prevaleció en las constituciones y en las leyes, pero aliada al vaivén y acometimiento de las pasiones humanas (la soberbia de la vida), produjo económicamente la instauración de la economía capitalista. Estas alegaciones jurídicas pertenecen a ese ambiente cultural, cuando el capitalismo separa el trabajo y el capital de los medios de producción, cuando se está en pleno auge de un sistema jurídico   —20→   legal de propiedad libre y autónoma, cuando según escribe Antonio Labriola en sus Ensayos sobre la concepción materialista de la historia, «el Código Civil es el libro de oro de la sociedad que produce y vende mercancías». En efecto, extinguida la vieja economía feudal con la elaboración y promulgación del Código Civil Francés, se colocaron los fuertes cimientos del combatido capitalismo.

En las más grandes épocas de cultura jurídica hay de ellas una forma y una esencia; unos principios de honda filosofía genética y una materia en que ellos actúan; por eso, cabe tratar con sobrada razón de las condiciones históricas de las normas jurídicas; y las condiciones históricas de la jurisprudencia, en el tiempo de nuestros excelsos abogados, estaban caracterizadas por la forma capitalista de producción de los bienes económicos; era el modo burgués que exigía naturalmente una especial forma jurídica. Ella se contiene en el Código Civil.

Se creía que el simple ejercicio de la libertad en general, aplicado especialmente a las libertades personales sin más límite que la que a cada cual corresponde, había de producir la armonía social y eliminar de suyo la pugna entre las varias clases diferenciales. Sobre esta base se creó una técnica jurídica, y así nació el Código Civil, obra que se pensaba perfecta y la creación máxima.

Los pueblos no pueden vivir sin leyes, ya emanadas de la ficción de la voluntad general contenida en el contrato social de Rousseau; ya impuestas por personajes de resonancia histórica que han prevalecido por el sufragio de la opinión, o por los delirios de la fuerza. Monarcas, dictadores, parlamentos, caudillos asesorados por los expertos en el Derecho componen o imponen los códigos y, al andar de los tiempos, la opresión, la indiferencia de los acomodaticios, la costumbre, el inasible optimismo acaban por identificar el Derecho con la Ley.

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Surgen las codificaciones, y la exégesis jurídica no se comprendería si se prescindiera de los códigos. Con razón aludía Bonnecase al dogma de la presencia real del legislador en la universalidad de la vida social.

Todas las alegaciones presentadas en este libro son labor de intérpretes ecuatorianos del derecho escrito. Sus célebres autores emprendieron la ardua tarea de descubrir la verdad legal en los múltiples asuntos del derecho que sistematizan los códigos. Convertidos en sacerdotes de la justicia, su tarea fue encontrar la verdadera interpretación de las normas jurídicas. Creyeron todos ellos sinceramente en la verdad y la trascendencia de la norma, y así esos intérpretes trabajaron como inspirados artífices en materia ajena, las codificaciones autorizadas por el Estado; mas, su ardua, su principal, diríase su única tarea, fue buscar la interpretación justa y legítima de las leyes.

Como nota común a los trabajos de nuestros jurisconsultos en general, expresándonos en forma filosófica diríamos que jamás usan de la interpretación del derecho positivo abandonada a sí misma, porque ello los hubiera conducido a un simple intelectualismo apartado de lo real, de lo objetivo, los hubiera llevado a la arbitrariedad del razonamiento que confina en el sofisma. Las argumentaciones en general se mueven en la órbita donde concurren los imperativos de la ley y las necesidades de la vida, en las realidades legales exteriores al intérprete, las que se desprenden no sólo de la ley, sino de los procesos y de las condiciones y posición judicial de los litigantes, ajenos al ámbito personal de la existencia del abogado comentarista.

Las alegaciones publicadas se mueven en la esfera de tres principios que han modelado y siguen modelando la vida civil: la propiedad privada, la libertad de los contratos y la sucesión por causa de muerte, a   —22→   la que podría agregarse, como quería el profesor francés Geny, el equilibrio de los intereses opuestos como exigencia del orden público económico.

Está de moda en la jurisprudencia nueva partir, más bien que de la afirmación, de la negación del derecho natural. Se parte del supuesto de que el derecho lo crea exclusivamente el hombre, la sociedad, sin que haya nada a que referirse en la naturaleza misma del sujeto con razón llamado en la escala de los seres del Universo, el Rey de la Creación, y esta teoría nunca se la demuestra por los aficionados a ella; se la da como incontrovertible postulado de la razón pura.

Se olvida de propósito la causa de la razón humana, Dios, y se admite que el efecto prescinda de la causa; no se quiere tomar en consideración que es Él el único ordenador del Universo para hacer del hombre el único legislador del mundo y del derecho. Se lo convierte a Dios en indiferente espectador de lo creado, como si careciera de voluntad y no pudiera querer lo que entiende y, por tanto, como si su voluntad no imperara para nada en la naturaleza humana que Él y sólo Él la sacó de la nada.

El derecho natural no es otra cosa que la voluntad divina interveniente no sólo en el origen y destino del hombre, sino en todas las facultades y exigencias de su ser para cumplir el destino que le impuso temporal y eterno. El derecho humano está constituido por un conjunto de exigencias y facultades, y todas parten de su naturaleza libre y racional; libre, pero no para el mal; racional para que todas sus estructuras racionales, la misma juridicidad grabada sobre el dato material de la ley escrita, de la costumbre, del contrato, de la decisión judicial; sea lo que debe ser, una juridicidad que no se aparte de la ley ingerida por Dios en la naturaleza del hombre.

El profesor Carlos Cossío afirmaba que la realidad o experiencia jurídica es un sector de vida humana viviente y no de vida humana objetiva; la lógica   —23→   puede en veces organizar la vida jurídica, pero no sustraerla, sacarla del principio superior que la informa y sostiene y que se conoce con el nombre de naturaleza del hombre.

No hay duda respecto a que la juridicidad no actúa siempre sobre una realidad objetiva permanente. Sin apartarse de lo que se llama derecho natural, es lo cierto que la legislación de los diferentes Estados sólo representa un aspecto de las realidades sociales, un número limitado de categorías lógicas, concepciones idealistas provisionales y en gran parte subjetivas, al influjo de razonamientos personales.

Mas también es verdad, como lo escribía Kelsen, que el derecho no es sino la forma de todos sus posibles contenidos, que el derecho como poder racional inviolable de hacer o de exigir alguna cosa, es la base del orden jurídico y que el orden jurídico sería inconcebible sin determinadas estructuras apriorísticas invariables y formales, sin categorías lógicas predeterminadas según la pauta de la naturaleza humana, aunque susceptibles de adecuarse a las cambiantes exigencias de la vida.

Si se ahonda un poco en las ideas directrices de la juridicidad ecuatoriana, se halla que están enraizadas en la entraña viviente del cristianismo; pues, somos país con grandes menguas y desfallecimientos, es cierto, pero su legislación básica y fundamental, quitados los temporarios aportes postizos del laicismo agnóstico o neutralista o de un comunismo materialista en ciernes, hasta ahora y desde los comienzos no ha estado reñido jamás con una realidad social repleta de savia religiosa. Tanto es esto verdadero, que negarlo no tendría fundamento, y, si el derecho en el Ecuador se basara en postulados de mera filosofía o de moral anticristianas las libertades constitucionales y contractuales no tendrían valor; se volverían unas libertades tasadas y calculadas arbitrariamente para dejar que se muevan en la superficie   —24→   de nuestro territorio, no hombres dignos ni altivos, ni conscientes de su fin, sino como lo expresaba José Félix de Lequerica, «espectros anacrónicos sin contacto con la vida circundante». No en vano somos un pueblo de los iberoamericanos, formados como decía el profesor Laín Entralgo por el «empeño español de poner a los hombres en el mismo nivel de la historia universal dentro de la fe católica y a través del habla castellana».

Nuestros más ilustres jurisconsultos han trabajado, como es lógico que suceda en las contiendas judiciales, partiendo de los hechos en que se sustente la producción gradual del orden jurídico: tales hechos son la Constitución, la Ley, la sentencia, el decreto, la resolución administrativa, el negocio jurídico en general que crea, modifica o extingue derechos y la ejecución de ese negocio.

Éste es el campo en que han trabajado esos célebres ingenios, atentos siempre a los imperativos de la ley, a la voz del deber, a la tutela del derecho correlativo de la obligación, celosos del orden, cuidadosos de dar a cada cual lo que es suyo, de no dañar a nadie y de actuar en forma que el decoro y la honradez sean los timbres de su vida. De aquí ha nacido la cultura del Foro Ecuatoriano y sólo puede ser comprendido como una tarea de hombres entregados al afán, a la angustia y al pesar de las creaciones espirituales.

En este volumen podremos apreciar alguna muestra del soberano ingenio de Luis Felipe Borja, autor de la formidable vertebración conceptual llamada Comentarios del Código Civil Chileno, obra benedictina de legislación comparada, extendida a lo largo de siete libros de sapientísima doctrina.

Luce también una alegación de aquel otro insigne varón, excelso luminar de la jurisprudencia ecuatoriana, el doctor Víctor Manuel Peñaherrera, maestro de maestros, el abogado cuya cátedra se alza sobre   —25→   una constelación de generaciones como un foco de luz indeficiente. Él sistematizó con su poderosa inteligencia el derecho adjetivo civil y penal, elevándolos a la categoría de verdadera ciencia, o sea al conocimiento de los procedimientos procesales por sus principios y causas unidos en categorías lógicas de trabazón inquebrantable. Los tres tomos de sus lecciones de cátedra aún gobiernan las producciones en este ramo del Foro Ecuatoriano.

Inolvidable también el sabio comentarista del Código Penal, doctor Francisco Pérez Borja, de quien, aunque no publiquemos alguna de sus intervenciones en defensa de sus clientes, por la difícil búsqueda, no podemos menos que mencionarlo en sus inmortales comentarios de aquel Código que han visto la luz de la publicidad, y que le presentan como una grande inteligencia colmada de erudición y de admirables enseñanzas.

Señalar los caracteres distintivos de la labor intelectual de cada uno de los abogados cuyos nombres figuran en este volumen, excedería sobremodo a la tarea que se nos ha encomendado. Varios libros serían necesarios si hubiéramos de analizar con la debida ponderación, la brillantísima labor docente del doctor Carlos Casares, oráculo de sabiduría civil, al modo del grande Emilio Papiniano en la jurisprudencia romana; el acopio de doctrina expuesta en síntesis maravillosas propias del claro talento de un Nicolás Clemente Ponce; la sutileza analítica de un Manuel Balarezo; la dialéctica jurídica incontrastable de un Alejandro Ponce Borja; los pulidos párrafos de Alejandro Cárdenas que semeja al señor de la Torre de Juan Abad trasladado al campo de la jurídica literatura.

A modo de rara muestra de la competencia abogadil de uno de nuestros excelsos historiadores, luego de intensa búsqueda, damos a la publicidad una alegación ante los jueces, del doctor Pedro Fermín Cevallos, escritor meritísimo, amante de la pulcritud del   —26→   idioma castellano, el primero de nuestros tratadistas de Derecho Práctico, y que con los varios tomos de su insigne obra Historia del Ecuador dio singular ejemplo de intensa dedicación al trabajo intelectual en la tarde de la vida, y supo presentarse en el teatro de los ingenios como uno de los mayores, por su don de observación, por la imparcialidad de sus juicios y por la sencillez, amenidad y copiosa erudición de sus relatos.

El doctor José Fernández Salvador, ilustre y antiguo abogado que inició las glorias de nuestro Foro y cuyo sabio y sano influjo se dejó sentir en aquellos tiempos en que el Congreso ecuatoriano y el Gobierno, preocupados por la abolición siquiera gradual del indigesto fárrago de leyes de todas procedencias y calidades, quisieron pasar, por fin, sobre los oráculos del tiempo, Las Siete Partidas, la Recopilación de las Leyes de Castilla, las Leyes del Toro, Los Autos Acordados, Las Leyes de Indias, fue el alma de la tarea preparatoria más empeñosa y grande, la composición y codificación de un Código Civil decretadas desde los primeros años de la fundación de la República y cuando la Convención de Ambato renovó el propósito.

El informe del señor doctor Fernández Salvador antes y ahora es digno de atención y estudio; discutido por el Congreso de 1837, influyó sin duda como el que más, junto con los códigos de Bolivia y de Francia, para la labor de la formación del Código Civil encomendada a la Corte Suprema por el Congreso de 1855. Fueron los trabajos previos a la adopción del Código Civil inspirado por el gran venezolano don Andrés Bello y luego incorporado al acervo de la legislación ecuatoriana. En esta edición publicamos una intervención siquiera de aquel admirable jurisconsulto ecuatoriano.

Imposible era formar un libro de esta índole sin mencionar al pie de un alegato, el nombre del doctor   —27→   Pedro José de Arteta, el primer rector de la Universidad Central de Quito en la época republicana, de quien escribe el señor doctor don Julio Tobar Donoso, autoridad irrecusable en sus juicios de crítica y de historia: «En el año de 1823 entra de lleno a la vida profesional y pública el doctor Arteta con títulos honrosos, y las esperanzas que en él se habían fincado comienzan a realizarse. Noble, en todos los sentidos de este vocablo, puso al servicio de la patria sus energías y talentos, dejando en cuantos cargos se le confiaron nombre limpio y merecida fama».

Todos nuestros artífices del Derecho ostentan dones sobresalientes de abstracción y generalización mental, pero, actuando en un sector de vida humana que se incrusta en el orden jurídico, en una conjunción de la vida y la cultura que no pueden separarse ni oponerse; porque si se separan, se produce un tropel de categorías algebraicas y muertas.

Las alegaciones escritas por abogados eminentes que descansan en la paz del sepulcro, aunque relativas necesariamente al contenido de la litis, o trabazón entre la demanda y las excepciones, supuesto necesario de tomarse en cuenta en cada caso de pleito, están exentas de la paz de los olvidos, porque son producciones llenas de sentido jurídico doctrinario; y es precisamente el sentido o interpretación contenidos en un precepto jurídico, como la interpretación o sentido de un poema, de una plegaria, los que viven en plenitud en los campos del conocimiento y aun del sentimiento admirativo, porque se vitalizan con la adopción de las opiniones por grupos o escuelas del Derecho, y porque dan y forman el sentido verdadero de la cultura jurídica de un pueblo. No puede pensarse en un orden jurídico sin normas generales que no son sino las notas lógicas del Derecho; pero tampoco ha de pensarse que bastan a la jurisprudencia las normas generales, sino que es preciso que ellas animen   —28→   una vida jurídica individual o individualizada. En ello radica, tratándose del campo procesal, el dramatismo atrayente de una defensa o de una acusación, de un peligro que desaparece, de un honor que lucha por existir, de un patrimonio que sobrevive a los embates de la codicia; de una vida que se ampara, porque se ve a las normas jurídicas actuando por la pluma y la palabra de los grandes hombres del foro en orden a resultados tangibles de una sabiduría excepcional, fecunda en realizaciones de justicia que enaltecen lo que llamaríamos la vida humana viviente: las alegaciones son la valorización continuada de la justicia inmanente de las normas, pero al propio tiempo, el proceso gradual de producción y mantenimiento del orden jurídico, base de la sociedad y corona de la justicia.

Mayor es el número de los excelsos cultores de la ciencia del derecho en la República del Ecuador, que, con sobra de merecimientos, eran dignos de figurar en este volumen; mas, no permitía hacerlo ni el tiempo de que dispusimos para el trabajo, ni el apremio de reducirlo a páginas contadas.

La labor de búsqueda en los Archivos de la Corte Suprema, la encomendamos al señor Ángel Vela, meritísimo empleado de esta alta Corporación, a quien presentamos nuestro agradecimiento, y a los modestos empleados, sus dignos colaboradores. Tomamos a nuestro cargo la labor de selección y esperamos haber presentado demostraciones fehacientes del saber jurídico, por lo menos de un corto número de nuestros ilustres abogados.

Quien merece especial congratulación por su iniciativa es Su Excelencia el Embajador, señor doctor don Luis Ponce Enríquez, magnífico director de las labores encaminadas a la celebración de la Undécima Conferencia Interamericana en Quito. Fue él quien, anheloso de difundir por el mundo civilizado los grandes valores jurídicos de su patria, se dignó confiarme   —29→   la honrosa comisión de formar este libro, ofrenda que llevo devotamente al trono de la República, asilo de la ecuatorianidad y entidad superior a los hombres y a los siglos.



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ArribaAbajoSelecciones

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ArribaAbajoDoctor José Fernández Salvador


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre los señores Ramón Lazo y su hermano Juan José, sobre división de bienes
1843


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Señor Ministro:

Cosme Salazar, Procurador del ciudadano Juan José Lazo de Sandoval, último poseedor de la vinculación familiar en autos con el señor Ramón Lazo, contestando al escrito con que se quiere fundar el recurso de tercera instancia provocado para ante la Corte Suprema del fallo pronunciado en la segunda, digo: que éste se encuentra también motivado, que parecen excusadas otras razones para evidenciar su justicia. Tres son los puntos que abraza la sentencia: el primero, si han de entrar en partición los enseres de la hacienda de Pisingalli; el segundo, si se ha de reputar vinculado al potrero de San Javier anexo desde la más remota antigüedad al fundo de Gualilagua; y el tercero si cabe división en el valor de dos casitas reedificadas en los referidos predios. En mi escrito fs. 110 discurrí largamente acerca del descuido hereditario de la familia Lazo de la Vega en cuanto a la conservación del fondo vinculado, pues no se encuentra ningún inventario del estado de los bienes al tiempo de su trasmisión de un primogénito al siguiente; descuido de que ha dimanado la mengua del capital, y el perjuicio   —36→   del último poseedor, que lo ha recibido, no cual lo instituyeron los fundadores, sino en el estado de ruina que manifiestan las casas de esta ciudad, y las demás heredades que componen la primogenitura. Si se atiende a la forma del papelito inserto a fs. 95, de que es copia el que obra a fs. 69, se viene en claro conocimiento de la ninguna formalidad con que se ha manejado la vinculación; pues se reduce a un apunte escrito en un octavo de papel y firmado por don Joaquín Lazo y su mayordomo; pero no basta, era necesario que el primero hubiese notado las faltas respecto del inventario con que recibió su padre la hacienda, y hubiese empleado la diligencia necesaria para que se le reintegrasen, a fin de trasladar a su hijo el capital vincular en su debida integridad. No lo hizo; y es por tanto responsable a su sucesor; ¿pero qué dice la sentencia? Que lo demás es divisible entre los dos hermanos, ¿puede darse decisión más justa? Tratándose a don Joaquín Lazo y Borja con suma benignidad, se le hace cargo, no de todo lo que debió recibir, sino solamente de lo que recibió, y esas existencias se fijan por punto de comparación para deducir la cantidad partible; ¿y cuál será ésta?, la que resultase hecha el cotejo; pues como el citado don Joaquín sobrevivió algún tiempo a su posesión, no es increíble que hubiese dejado extraer o consumir algo, y este algo debe resarcirse al mayorazgo, que tiene derecho a suceder no sólo en lo que recibió su inmediato antecesor, sino en todo lo que compone la fundación.

La sentencia de la Corte Superior, por lo que mira al potrero de San Javier, se apoya en dos instrumentos públicos de fuerza incontrastable; el de fs. 16, que en la 18 vta. contiene estas cláusulas: «Y ahora teniendo noticia (el D. D. Sancho de Segura y Zárate) de la fundación de este vínculo se lo ha dado (el potrero de San Javier) para que lo agregue, incorporándolo en esta acción con los demás potreros suso referidos, considerando no deberse incluir en el tercero y quinto de sus bienes por su liberal data dicho doctor don Sancho, y en esta conformidad se funda el vínculo sólo en los tres potreros,   —37→   porque en ellos solamente caben el tercio y quinto de sus bienes con los de dicha su mujer». Prosigue la escritura, donde a fs. 21 se leen estas palabras sublineadas: Y no se menciona el potrero de San Javier por ser exento de los bienes de los fundadores, y agregado al vínculo como arriba queda dicho. El otro instrumento es el testamento que otorgó el mismo doctor Segura en calidad de Comisario de doña Francisca de Peñaloza, donde al reverso de la foja 59 se lee: «Con más habrá (hablando de los tres potreros) otro potrero nombrado San Javier, de cinco caballerías que se compró a S. M.; y porque dicha compra fue confidencial, declaró en dicho instrumento de fundación el dicho Maestre de Campo su marido, no fue más de persona supuesta, porque quien dio el dinero para pagar su precio fue el señor otorgante quien se lo tenía cedido al dicho don José Tomás para que incorporara en dicho vínculo. Estas pruebas hacen patentes dos verdades: la una que don Joaquín Lazo de la Vega y su esposa doña Francisca Guerrero no comprendieron el potrero de San Javier, porque agregado su precio, excedía el monto de los fundos de la tasa fijada por la ley a las mejoras del tercio y quinto; y la segunda, que no obstante se componía el vínculo de este potrero más, por haberlo incorporado a su costa y graciosamente el doctor don Sancho de Segura estrecho amigo de la familia. No viene, pues, a propósito recalcar sobre la primera fundación; pues ciñéndose ella a los términos de la ley, dice que el potrero de San Javier no cabía en el tercio y quinto de los bienes de los dos fundadores, sin dejar de expresar que no obstante abrazaba el vínculo el dicho potrero por haberlo incorporado a su propia costa el doctor Segura; y después, porque el testamento fs. 56 repite, que el tal potrero forma parte del vínculo a causa de su agregación por el mismo Comisario otorgante. No cabe mayor evidencia; y todas las argucias desaparecen a la luz de una verdad tan clara.

Repitiendo la vocería de la moderna filosofía política contra los mayorazgos, se declama contra esta vinculación para deducir que el valor de las dos casuchas de Pisingalli y Gualigua deben entrar en partición. ¿Qué   —38→   diferencia entre la Europa y esta parte del Nuevo Mundo en el punto de amortización de bienes raíces? En Francia por ejemplo y en España estaban las dos tercias partes del suelo en manos de las clases privilegiadas; mas aquí ¿cuántas vinculaciones hay? Son muy pocas, y hallándose bajo el imperio de la nueva ley, ya debía cesar el clamor. Pero si son perniciosos los mayorazgos, porque sacan las tierras de la circulación, y sólo aprovechan a uno de la familia, la culpa está en la ley que permitió mejorar a uno de los hijos en el tercio y quinto de los bienes. En efecto, dado este permiso, convenía más que esta parte se perpetuase en la familia del fundador, que el que se dilapidase por el mejorado sin pasar siquiera a sus hijos como tan a menudo sucede. El voto de cualquier hombre que se ha consumido en el trabajo es, que su fortuna penosamente adquirida, se perpetúe en su familia para conservar su nombre; y nada aprovecha a su posteridad que esa fortuna desaparezca en la primera generación; ni el provecho del primogénito, que goza los frutos del tercio y quinto daña a sus parientes, puesto que concedida la licencia de aquella mejora, no resultaba perjuicio de tercero de que se nombrasen sustitutos para que, si no todos los individuos del linaje pudieran ser socorridos, viviese siquiera el primogénito con algún desahogo. Mas al fin ya se han extinguido los mayorazgos dejando en pie las leyes que los arreglaban, mientras llega el día de su total olvido ¿qué dice la ley en cuanto a los edificios y reparaciones de los predios vinculados? Muy expresa es la 6.ª, título 7.º, libro 5.º, Recopilación Castellana, que dice así: «Todas las fortalezas que de aquí adelante se hicieren en las ciudades y villas, y lugares, y heredamientos de mayorazgos, y todas las cercas de las dichas ciudades y villas de mayorazgo, así las que de aquí adelante se hicieren de nuevo, como lo que se reparare o mejorare en ellas, y así mismo los edificios que de aquí adelante se hicieren en las casas de mayorazgo, labrando, o reparando, o reedificando en ellas, sean ansí de mayorazgos como lo son o fueren las ciudades y villas y fortalezas y heredamientos y casas donde se labrare». Aquí se habla de heredamiento. ¿Y qué   —39→   quiere decir esta palabra? Hacienda de campo dice el Diccionario de la Academia. Luego existiendo las dos casas de la disputa en dos haciendas vinculadas, no cabe duda que estos tugurios se hallan comprendidos en la vinculación, sin que haya necesidad de ocurrir a interpretaciones contra el texto de la ley que es terminante. Muy natural parece que los dos fundos tuviesen casas iguales siquiera para habitación de los mayordomos y para guardar las herramientas; pero si no se pueden manifestar los inventarios, la responsabilidad es propia de los antecesores que jamás cuidaron de recibir por inventario el vínculo. En la estancia de Pisingalli se encuentran efigies antiguas de santos, que no es probable estuviesen a campo raso, y si en los últimos años se levantaron cuatro paredes, fue por remediar el descuido de los poseedores que sólo atentos a sacar fruto no pensaron en conservar el fondo de la vinculación. ¿Cuál sería esta negligencia a vista de las casas de esta ciudad casi reducidas a solares desnudos? Si se hubieran repuesto los edificios ¿se le podían disputar al último poseedor? Claro es, pues, que como los antiguos dejaron arruinar las casas de esta ciudad sin pensar en el decoro de su familia, así abandonaron las del campo; y que reponiendo algunas mezquinas habitaciones no hicieron más que restituir una parte de lo que eran obligados, restitución que no se ha verificado en otros artículos del todo perdidos.

Por tanto a vuestra Exc. suplico se sirva confirmar con costas el fallo de segunda instancia como es de justicia que imploro &.

Dr. José Fernández Salvador.

Cosme Salazar.





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ArribaAbajoDoctor Ramón Miño


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre Miguel Narváez y Miguel Jaramillo, por dinero
1839


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Excmo. Señor:

Un honrado y sencillo padre de familia que por más de once años ha sido el juguete de un deudor astuto y versadísimo en los enredos de los pleitos, hoy recurre a la fuente pura de justicia, al Tribunal Supremo que con el más cumplido acierto la administra para contento de los ciudadanos, para bien de la nación. Los tribunales inferiores modelando sus fallos por los de V. E. manifiestan que quieren de la integridad hacer su norma; pero muchas ocasiones no concuerdan en los ánimos mejor intencionados los modos de ver, de apreciar y de juzgar las diferencias, que de buena o mala fe se han suscitado las partes. Esta variedad de juicio da lugar a pedir a la alta comprensión de V. E., la rectificación de las resoluciones inferiores, solicitándola por medio de los recursos de la ley.

Contra mi defendido se han pronunciado los jueces en ambas instancias, sobre una cuestión que procuraré exponer a V. E. con la brevedad y claridad que pueda.

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Un arbitramiento sentenciado nulo porque el compromiso no se celebró en escritura pública: y destituido del vigor ejecutivo por suponerse que pecó contra algunas formalidades de derecho, son los dos capítulos principales en que consiste la materia del litigio. Al amplificarlos no omitiré defecto alguno de los menos importantes que se atribuyen al laudo, a fin de insinuar a V. E. los fundamentos que convencen la justicia del recurrente a un propio tiempo que la buena fe de su defensor en esta instancia.

El primero y principal de no haberse celebrado escritura pública de compromiso, estriba en la ley 23, título 4, partida 3.ª. No es posible discurrir con exactitud acerca de su disposición sin copiar sus mismas palabras... Es de todas estas cosas que las partes pusieren entre sí cuando el pleito meten en manos de avenidores debe ende ser fecha carta por mano de escribano público, o otra que sea sellada de sus sellos porque non pueda y nascer después ninguna dubda. No la ofrecen en verdad los términos muy claros de esta ley: carta por mano de escribano público, o otra que sea sellada con sus sellos. Aquí se presenta una disyuntiva, cuyos dos extremos es menester que sean bien conocidos para que reciba el texto su perfecta y cabal inteligencia: carta por mano de escribano público, o otra carta sellada de sus sellos. Palabra otra por sí sola excita la idea de que no requiere la ley escritura por mano de escribano público como el único, el solo medio de celebrar el compromiso. ¿Y cuál es entonces la otra carta con sellos de que aquí se habla? Es, y V. E. lo sabe, la escritura privada formada por los contrayentes. Pero en ella, ¿qué sellos entran ahora? Permítame V. E. para satisfacción del contendor ilustrar este extremo de la ley con alguna luz histórica de los mismos tiempos de su sanción. El Código de las Siete Partidas se formó en el siglo XIII: se duda algún tanto de su primer autor, del tiempo de su promulgación, pero nadie que yo sepa ha dudado hasta aquí de la época de terminada en que se compuso. En el siglo XIII justamente los reyes tanto como los particulares, usaban ya de sellos en sus actos escritos, exactamente para todo lo que   —45→   ahora acostumbramos suscribir o firmar. Tenían sello los reyes, los concilios, las corporaciones, la nobleza, las señoras, las villas, cada magistrado, y en fin todos los particulares en general. En 1223 prohibió Luis VIII de Francia que los judíos mantuviesen sellos peculiares para sus contratos de préstamos: refiérelo Eusebio Lauriere ilustrado anticuario y sabio abogado francés en su colección de ordenanzas tomo 1.º, pág. 48. Felipe Augusto ordenó que en Francia y Normandía, cada ciudad eligiera dos jurados que custodiasen el sello de los judíos con que se habían de sellar sus contratos de empréstito con los cristianos; hecho citado por Edmundo Martene en su amplísima colección de escritores antiguos, tomo 1.º, pág. 1.181. Este uso introducido desde siglos atrás en los demás reinos de Europa, comenzó muy tarde en España, pues no tenemos monumento alguno de esta especie anterior al siglo XII, dice el benedictino Baines en su Diccionario diplomático palabra sellos. Los usos que empiezan por los soberanos se difunden con rapidez. Mediando el siglo XIII, principiadas y no publicadas las partidas, salieron las Leyes del fuero real, y una de ellas contrae su mandato al depósito de los sellos de un Común. A fines del siglo XIII, cuenta Duncagé en su glosario que no había persona por débil condición que fuera que no acostumbrase su sello; y era una costumbre apoyada en la razón que consignan estos mismos escritores; pues siendo poquísimos individuos los que supieran leer, la autenticidad y crédito de sus actas dependía de la posición del sello. El mismo título 20, y las leyes 2.ª, 44, 114, título 18 de la Partida 3.ª atestiguan completamente tanto el uso de los sellos por particulares, como su empleo en lugar de firmas y la destinación que llevaban en los instrumentos. En la misma época servían estos sellos en vez de las suscripciones, signaturas o firmas; y de igual manera que al presente firma el que sabe por el que no sabe, así prestaba el testigo que tenía sello al que no lo tenía; según averiguaron Mabillon, Muratori, y otros anticuarios de primera nota. Lo que recordamos para que no se presuma que el sello se añadiera separadamente en esa sazón a la suscripción o a la firma del individuo que   —46→   lo usara. Ca, palabras notabilísimas del prólogo del título 20, según el uso de este tiempo, mucho ayuda para ser cumplida la prueba e creída la carta, cuando es sellada. Sello es señal que el Rey o otro ome cualquier manda facer, dice enseguida la ley primera, para firmar sus cartas con él.

¿Qué se deduce de estos hechos? Que la ley citada 23 no exigió exclusivamente escritura pública a fin de que obtuviese validez el compromiso; que no ordenó una forma singular en que debiera intervenir escribano so pena de nulidad del contrato; y que estableció una alternativa expresa, cuyo extremo se llena hoy, según nuestros usos, empleando un documento, una escritura privada firmada por los compromitentes. Tampoco puede decirse que aquellos sellos que la ley menciona fueran los del escribano, porque acabando la ley de nombrarle, faculta inmediatamente a las partes para otra carta sellada con sus sellos; sus sellos no pueden ser los del escribano, porque a éste le coloca la ley en esta cláusula en singular, y el relativo sus habla de más personas; habla de las partes de quienes viene la ley disponiendo en plural, y nada más que en este número las expresa tres líneas arriba. Bastantes veces da cuenta el legislador de este Código, de la razón de sus disposiciones; de donde procede que aquí termina la ley 23 enunciando su objeto al prevenir la carta, pública o privada, que era: porque non pueda y nascer después ninguna dubda; porque no sobrevengan altercados acerca de las personas elegidas, los puntos de decisión, los principios de sus diferencias, y las calidades por fin con que ellas prescriben a los avenidores la línea cierta de su jurisdicción y autoridad. ¿Y quién duda que se excluye toda ambigüedad y las disputas acerca de los pormenores, siempre que los compromitentes los consignen, (antes bajo sus sellos) hoy bajo sus firmas, y les den la estabilidad y firmeza que no se consigue sino en lo escrito? No continuándose pues el uso de los sellos en la actualidad, y sustituidas las suscripciones; es claro que se ha cumplido con el requisito legal firmando simple y privadamente las partes su compromiso.

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Gregorio López comentó estas leyes en el siglo XVI, fecha en que, según los autores referidos, abandonado el uso de los sellos por los particulares, se suscribían sus actos de muy diversos modos, ya con una sentencia de la Sagrada Escritura, ya por un apotegma escrito en círculo, y más comúnmente por una cruz, y en otras formas que sería impertinente el enumerar. En el siglo XVI se había generalizado en gran manera el arte de la escritura, y no obstante, los que entonces gobernaban esta ciudad, firmaban en las actas municipales con su cruz, por no saber escribir, como ellos mismos lo confesaron. Gregorio López, pues, en su nota a esta cláusula de la ley, decide la cuestión de si sea necesaria escritura pública para el compromiso, resolviendo que sin ella, aun por testigos se puede probar el nombramiento de los jueces árbitros, y sentando la doctrina de que la ley no pide aquí escritura para los arbitradores como sustancia del acto, sino puramente para precaver incertidumbres, ne dubium oriatur.

Pero aparte de la autoridad y tiempo de este comentador, ministran reflexiones poderosas y conducentes a la imparcial decisión de este punto las mismas Leyes de Partida; porque en caso de alguna ambigüedad, es regla inconcusa que debe buscarse el entendimiento de unas por palabras de las otras. ¿Se ha querido que se encuentre ambigüedad en la ley 23 del título 4.º, porque ha desaparecido el uso de los sellos? En cuanto a exigir esta ley el medio público o privado de celebrar el compromiso, está a la vista que no hay ambigüedad. Pues si el medio de la carta sellada ofrecía alguna duda, quedaba desvanecida con la ley 114, ya citada, que para el efecto de probar no pone distinción alguna cuando dice: que si alguno face carta con su mano, o la mandó facer a otro, que sea contra sí mismo, o pone en ella su sello, que puedan probar contra él por aquella carta. Esta ley iguala el valor de la carta escrita con su mano a la en que puso su sello. Aun cuando la carta escrita por su mano se tomara por la suscripción y firma que ahora estampamos en documentos semejantes, bien se ve que estas Leyes de Partida aprecian en grado perfectamente   —48→   igual de fuerza probatoria la carta escrita con su mano, o la sellada. Si las cartas escritas de su mano de aquel tiempo no importan los papeles que hoy inscribimos y firmamos, ¿quién negará que hoy tienen más fuerza, añadida la suscripción del nombre y la firma? Con absoluta exclusión de distinciones entre estas dos especies, sin establecer diferencia ninguna de una carta a otra de las privadas, aparece la ley 119 del propio título que de un modo inequívoco salva la necesidad que se ha supuesto de escritura pública con palabras demasiado terminantes; habla primero de las escrituras públicas, y en contraposición a ellas continúa: E por ende decimos que si alguna de las partes adujese alguna carta en juicio, que fuese hecha por mano de aquel contra quien face la demanda, o de otro que la oviese fecho por su mandado... (nada hay aquí de sellos)... Si la parte contra quien aducen tal carta como ésta, la otorgare (reconociere) debe valer bien así como si fuese fecha por mano de escribano público. He aquí la ley que haciéndose cargo de la fuerza del reconocimiento equipara cualquier carta, toda carta, escrita, sellada que sea, a una escritura pública; y si existiera algún instrumento de último vigor y credibilidad, también a él le habría comparado. Pues si la parte interesada reconoce y confiesa la verdad del contenido, ¿tal carta, escritura pública, y qué instrumento por fin no se vuelven enteramente inútiles? Todos éstos son medios más o menos eficaces de prueba que conducen a un fin propuesto; conseguido éste, es decir, allanada y convenida la parte en la verdad del hecho, ¿qué importan los instrumentos, su forma esencial o accidental, que sean públicos o privados, sellados, o sin sello de mucha o enteramente de ninguna eficacia? Dispuso por tanto con toda sabiduría y justicia esta ley que el reconocimiento hiciera igual cualquiera carta a la escritura por mano de escribano público. De aquí es que posteriormente la ley recopilada ordenó también que los conocimientos reconocidos por las partes, y las confesiones hechas en juicio aparejas en ejecución, de la misma manera que los otros contratos otorgados ante nuestros escribanos.

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¿Pensó quizá el inferior por contratos revestidos en su concepto de forma particular como el compromiso no estuvieran incluidos en la general disposición que contienen las leyes que llevo citadas? Parece, Excmo. Señor, que para establecer una calidad legal como indispensable, como forma precisa de un acto, debe estar muy pronunciada la voluntad del legislador; por el principio de que toda ley, y principalmente las que arreglan los contratos, son otras tantas restricciones o trabas a la libertad de los contrayentes, que es la misma que las leyes se proponen menos restringir. El precaver las dudas que fue el objeto que declaró la ley 23, en vez de constituir de la escritura pública, forma indispensable para el compromiso, está expresando obviamente que el medio de llegar a este fin no es el indispensable, pues la misma ley señaló dos, sino que el fin era el indispensable; a saber, la subsistencia del compromiso, no habiendo dudas en los términos con que las partes se comprometieron. La duda es tanto como el error contraria a la voluntad; porque quien duda, no expresa lo que quiere; y si se duda de la voluntad de alguno en cualquier contrato, es claro que no le hay. Tales principios han guiado constantemente a los legisladores. ¿Y por qué fatalidad no guiaron al asesor que aconsejó la sentencia? ¿Por qué los menospreció la Corte de Apelaciones?

La sentencia de los jueces inferiores ha desechado el un extremo de esta ley, y ha declarado la nulidad del compromiso, apoyándose únicamente en ella respecto de este punto, y citándola expresamente. Pero de sus palabras se colige según se ha visto que bastaba el que Jaramillo y Narváez hubiesen puesto sus firmas en el nombramiento de arbitradores, para que el compromiso se creyera revestido de todo el valor legal en cuanto a su subsistencia. ¿Qué diremos Excmo. Señor, cuando no solamente está el nombramiento firmado, cuando las partes interesadas, el mismo Narváez lejos de negar su firma, la ha reconocido, ha confesado ser suya en presencia de los jueces? ¿Cuando antes de pronunciarse el   —50→   laudo se han multiplicado centenares de escritos ante los Juzgados sobre la base del compromiso, por el mismo Narváez estando presente, y por sus hacedores mientras se ha hallado ausente de Otavalo? El derecho concede mayor autorización a un juez que preside los juicios, que decide de los pleitos, que a un escribano que testifica con señalado carácter las actuaciones; y así aun cuando se estimase de gran necesidad la carta por mano de escribano todavía la intervención del juez mismo prestaba mucha mayor solemnidad a la certeza del nombramiento, y a las reiteradas ratificaciones que con sus escritos han hecho Jaramillo y Narváez demandando siempre el efecto del compromiso, instando por el pronunciamiento del laudo, solicitando incesantemente el anhelado objeto, del acreedor de no verse burlado tanto tiempo por las perennes sugestiones y ardides de un deudor renitente y doloso. Pide la ley la intervención de escribano en el compromiso, porque la escritura había de obrar, no ante los jueces ordinarios, sino ante los árbitros. ¿Pues cuánta mayor fe debe prestarse al compromiso, autoridad diré así, por el mismo juez común sin intermisión desde el nombramiento hasta la reunión de los arbitradores para el pronunciamiento del laudo? Pero es tiempo ya de que distingamos el arbitramiento o fallo de los jueces compromisarios, del compromiso mismo. Para pasar a las observaciones correspondientes al juicio de avenencia, me he esforzado primero en demostrar la validez del compromiso.

El tribunal de apelaciones se sirvió confirmar en todas sus partes la sentencia de primera instancia, la cual no sólo declaró sin fuerza ejecutiva, sino absolutamente nulo compromiso y arbitramento.

Pero antes, Excmo. Señor, donde las leyes son inentendibles, que es lo mismo que no haberlas, gobiernan los principios de justicia universal, y es preciso examinar aun por este aspecto la determinación de la Corte Superior.

Nuestras leyes, Señor, como lo está tocando prácticamente V. E., y acaso en las decisiones de todas las causas,   —51→   son oscuras, inexactas, multiplicadas, y por consiguiente necesario, dudosísimas y contradictorias; como que se resienten de su antigüedad, de los diversos elementos de su compilación, sus diversos autores, y últimamente de las diversas formas o sistemas de gobierno en que ellas se dieron, y están aun hoy rigiendo. Los jueces nunca podrían con razón ser vituperados de arbitrariedad en sus sentencias; pues sin separarse de las leyes tienen un campo vasto de variar sus resoluciones con toda la intención de acertar y proceder arreglados en su ministerio. Y así aun cuando la ley no me prohibiese acusar sus decisiones de injusticia, jamás admitiría en mi conciencia que la hubiesen cometido. Mis expresiones pues, en lo que dijere, recaerán sobre los defectos de nuestras leyes en aquellos casos mismos en que más quisieran ceñirse los jueces a los preceptos que ellas encierran. Por cierto que su oscuridad, su confusión vuelven indispensablemente precisa la interpretación de sus disposiciones, desde que llega el caso de aplicarlas. De donde proviene que para buscar la rectitud en los juicios con nuestra actual legislación viciosa, más obran los principios de esa primera ley de justicia impresa en los hombres, que las sanciones de un derecho expreso pero embrollado, escrito, pero confuso. En resumen, más tiene que hacer V. E. que las leyes; más esperan los contendores del entendimiento justo que a ellas da V. E., que de los nauseabundos volúmenes que componen sus códigos y comentarios. Se puede decir que no sabemos lo que como republicanos pedimos con el literal cumplimiento de semejantes leyes. Tanto, o mejor dicho, peor importa una arbitrariedad que provenga de la multiplicidad de ellas, que la que se atribuyera a sólo el capricho de los juzgadores. En tal estado mejores garantías ofrecen los principios de razón universal que la letra de cuarenta mil leyes más o menos, a que ascienden las que la Nación tiene vigentes. Indaguemos ya si fue conforme con esos principios eternos de justicia anular el compromiso de la cuestión.

Queriendo establecer por forma de un convenio una disposición de cualquiera ley, es irrefragable que deben   —52→   pesarse mucho sus palabras, y desentrañarse prolijamente el sentido que quiso embeber en ellas el legislador. La ley 23 del título 4.º, atendiendo a sus palabras, establece dos formas para el compromiso; y una razón sana enseñaba entonces que de dos formas reducir a una, era pecar directamente contra la intención de la misma ley. La forma más pronunciada es cierto número de testigos en los testamentos; pero si por ejemplo, cuando la ley recopilada requiere tres testigos, vecinos a lo menos con escribano público, o cinco testigos vecinos sin escribano; que el juez admitiese por forma solamente los tres testigos y escribano, excluyendo el otro y otros modos de testar detallados en la misma ley; irrogaría el agravio más clamoroso restringiendo la declarada voluntad del legislador. En los testamentos se trata de evitar fraudes, se exige mayor constancia porque los muertos no hablan; en el compromiso los compromitentes están presentes, y no se intenta más que alejar las dudas que nacieran de su convenio; pues con todo, el juez inferior juzgó que sin la escritura pública aunque en el misma Juzgado hubiese declarado juratoriamente su convenio, Narváez, más fe debía merecer el escribano que lo que los jueces del Municipio habían recibido en sus propios oídos.

¿Dimanó la restricción de que la otra forma de la carta sellada se presentaba oscura o sin uso? El modo de aclararla, de darle efecto en lo posible, no era la omnímoda exclusión, era penetrar primero el objeto que la ley se hubiese propuesto con ella: que no pueda después venir alguna duda. ¿Y toda duda no se previene con escribir y firmar las calidades del convenio? ¿Este convenio no fue reconocido por el deudor, y el deudor no ha gestionado infinitas veces sobre el propio asunto del compromiso, obrando y hablando siempre en consecuencia a presencia del mismo juez? ¿Qué aconsejaba entonces la razón desprevenida? Que si no era dable la aplicación de la ley por su oscuridad, o falta de sujeto, tuviese ser el convenio, quedase con valor para terminar, en bien de los interesados, y para descanso de los mismos   —53→   jueces, un reñido y dilatado litigio que se agitó todo él en el Juzgado, no ante los jueces avenidores. La deuda era cierta, las excusas del deudor frustráneas y conocidas; no la justicia, la humanidad si acaso ésta puede separarse de aquélla, aconsejaban que se protegiera la buena fe contra la falacia, al acreedor contra el deudor, en cuyo beneficio las mismas leyes han estatuido la secuela ejecutiva como una forma de perseguir, de estrechar y castigar su mora y tenacidad. Obedeciendo las leyes, obedeciendo los preceptos de la razón, el juez estaba constituido en el urgente deber de declararse por la subsistencia del compromiso; de un compromiso que no constaba únicamente en el documento privado que por sí era bastante, sino además de las multiplicadas confesiones del deudor reconociendo aquél, y nombrando uno tras otros jueces de avenencia en sus escritos ante el mismo juez común.

Circunstancia esta última que ha sido olvidada por el contendor para argüir también de nulo el compromiso por otro principio, a saber: porque el nombramiento de avenidores no se celebró en papel sellado. Diré ante todo que los Juzgados no hicieron mérito de esta pretendida falta. Se tendría quizá presente que con tal de consignar mi defendido ahora mismo su importe con el aumento que la ley previene, y la práctica ha observado sin interrupción; quedaba enteramente subsanada la omisión, si la hubiera del papel sellado. Mas no es éste el remedio que hace válido el nombramiento. Él lo ha sido constantemente porque se ha repetido sobradas veces en papel sellado la designación nueva e individual de los jueces arbitradores. Los escritos en que las partes han ido sucesivamente sustituyendo unos jueces a otros, como se registra en todo el proceso, se han presentado con el orden regular y debido en papel sellado; aquel mismo escrito en que ambos interesados solicitaron que se juramentara a los avenidores elegidos, es en papel sellado, y los nombran en él con todas las formalidades que pudiera apetecerse aun en una escritura pública. El tesoro nacional perdería el importe de un sello de a dos reales   —54→   en el primer nombramiento de fs. 6, y ha ganado con más de diez escritos que se han producido ratificando, reiterando, renovando el nombramiento. ¿Los vales o pagarés no se otorgan hasta ahora en papel común, y se pide su reconocimiento en el sellado? Pues en papel sellado además se pidió el reconocimiento del compromiso celebrado por el deudor Narváez. Ha escogido el colitigante lo que pensaba que le aprovecharía, cerrando los ojos sobre los nombramientos practicados en escritos ante el juez, escritos casi todos innecesarios, y que por lo mismo quedan sólo con valor en cuanto a la clase de papel que ha echado menos en el primer compromiso. Fuera de que para conceptuar el nombramiento nulo era de rigurosa precisión que la ordenanza de una ley dijera que aunque se repita el nombramiento en las peticiones de papel sellado ante los jueces ordinarios, si el primer nombramiento no tuvo esta calidad que fuese nulo, él y todo lo obrado a su virtud. Entonces no sería tal vez sin fundamento la nulidad alegada del contrario; pero de otro modo es incuestionable que tal nombramiento se halla revestido de esta formalidad, y que la repetición del mismo hecho no destruye su validez, porque a lo sumo podrá reputarse inútil, mas no perjudicial; pues que lo superfluo no vicia lo necesario; y las leyes que arreglan las clases de sellos para producto del ramo nacional no son las que prescriben las formas singulares de los contratos entre partes. Luego si por un nombramiento en papel blanco se hicieron después diez o más en sellado se cumplió excesivamente con la disposición legal para el efecto de quedar vigente la avenencia.

A fin que no se presuma que omito intencionalmente recordar las leyes 106 y 107 del título 18 que se aducen en el auto del primer juez por ser un fundamento incontestable, diré que ellas ponen nada más que el modelo de las escrituras de compromiso y del laudo; no contienen disposición preceptiva que alcanzara a perjudicar ni a la esencia del convenio, ni al modo de expresarla por escrito. El modelo que se propone nunca es la forma sustancial del acto que esté preceptuado. Todo el título 18 casi se compone de estas escrituras o modelos,   —55→   que ya en la totalidad los ha variado el uso; y no por eso se declaran nulos los contratos de toda clase, porque no se ajustaron a las frases contadas en estas leyes. En el mismo título hay escrituras de la propia especie para el préstamo de un caballo, ley 71; para la venta de una bestia ley 65; para la reconciliación de los retados o desafiados leyes 82, 83; para celebrarse los casamientos ley 85; y para una multitud de actos que ahora en vez de ser legal sería extravagante o ridículo escriturarlos. Sin escritura surten todo su efecto, sin escrituras se resuelve todos los días su validez por los Juzgados. Cuanto he expuesto a V. E. es tocante al compromiso. Demostrado que carece de las figuradas nulidades vendré al mismo arbitramento, o más bien a los defectos que le halló el juicio del inferior.

Consisten, 1.º en que se dio la sentencia pasados los tres años excediendo el término señalado por la ley 27 del mismo título 4.º, P. 3.ª; y 2.º en que cuando un auto asesorado de esa causa previno que los arbitradores se reuniesen y terminasen su función dentro de tercero día, los jueces de avenencia la defirieron más allá contra el deseo del juez ordinario.

¿Y es cierto que el laudo se ha emitido pasado los tres años? Excmo. Señor, demasiado presto lo va a saber V. E. En la expresión de agravios ante la Corte de Apelaciones ha falsificado victoriosamente mi parte esta aserción. Y nada podía replicarse, porque consiste en un hecho constante de los mismos autos. La ley, que fija este término, y la propia ley 23 que establece el juicio por árbitros determinan el tiempo desde cuando se han de contar los tres años, a saber: desde que se admitiere el cargo por los jueces. Véanse ahora las fs. 38, 42 y 52. El cargo se admite desde que así lo expresan los jueces con la aceptación y juramento; estas diligencias de juramento y aceptación consta en el caso actual, que precedieron al laudo con mucho tiempo menos que tres años. Y si el contrario insistiere en que el primer nombramiento fue de más años anterior, puede observar en los mismos autos que tal nombramiento se ha ido repitiendo   —56→   en escritos sucesivos con subrogación, separación, &, de jueces avenidores en todo el curso de la causa hasta el pronunciamiento. ¿Los jueces que aún no eran, ni sabían que habían de serlo, habían de aceptar y jurar? O se quiere confundir la duración del nombramiento, de todo el tiempo del compromiso con la duración de las funciones de los arbitradores. Sería lo mismo que exigir de los jueces ordinarios que terminen dentro de veinte días cualquiera pleito desde la demanda porque la ley les señala veinte días para la sentencia sola. Las Leyes de Partida circunscriben a tres años la duración de los jueces arbitradores en su función, pero el total curso o negocio de un compromiso, las gestiones de los interesados encaminadas a conseguir un pronunciamiento, no tienen término asignado ni limitado por la ley. Las disposiciones que se han recordado jamás han enunciado el intento de coartar la voluntad de los compromitentes; si éstos no señalan plazo, claro es que en cada nuevo nombramiento de juez o jueces empiezan por concederles desde entonces los tres años de la ley 27; y si fijaron plazo, también debe entenderse que le renuevan desde que nombraron nuevo juez arbitrador. Compárese la aceptación fs. 52 del último juez nombrado por el deudor su compadre con la fecha sentada en el pronunciamiento fs. 82. Son Excmo. Señor del mismo día. Aceptando las partes y de consiguiente los jueces el trabajo de un juez precedente que acuso por complacer con el deudor, o en realidad dio verdaderas causas para separarse del conocimiento, se ha verificado que el laudo se pronunció siempre dentro del legítimo término; y que en este particular descuidó la sentencia inferior examinar las fechas según resultaban constantes de los autos.

Consta por ellos ciertamente, hablo del segundo defecto; que se previno a los arbitradores se reuniesen dentro de tercero día. No repetiré lo que se ha alegado por mi defendido en la anterior instancia. Yo dudo que este desobedecimiento sea efectivo, pues hemos visto que el mismo día que aceptó el encargo el último juez han ejercido todas sus funciones, aviniendo a las partes en algunos   —57→   puntos, resolviendo en otros, &, según demuestra el propio tenor del laudo; dudo que sea atribución de los jueces municipales prefijar término a los árbitros, ni menos a los arbitradores. Compelerlos cuando rehúsen juntarse o juzgar parece que no es lo mismo que poder señalarles término, y término de tres días para consumar sus funciones; menos siendo el asunto de su decisión cuentas de bastantes años y con un deudor trabajoso y difícil.

Más detención merece otro reparo de alguna entidad que ha encadenado con este el fallo materia del recurso.

Dice que está contradicha la asistencia de uno de los jueces arbitradores, del compadre de Narváez, porque aparecen dos notas suscritas por él que obran a fs. 87 y 106. Esto requiere explicación, pero felizmente la ministran los mismos autos. De lo que sí convence su lectura es que el juez José Espinosa concurría al pronunciamiento probablemente sugerido por Narváez más que como juez avenidor. Y sucede esto, o la nota puesta por él a fs. 87 contiene la aseveración de una falsedad. Voy a demostrarlo. ¿Qué no asistió al descargo de Narváez? Léanse las partidas notadas de fs. 82, vta., 83, 84 que son de ese descargo. Véase expresado en cada una de éstas que Espinosa no se conformaba con la resolución de los otros. ¿Por qué se particularizaba esta advertencia en unas partidas y no en todas? Es evidente que en las que no llevan esta nota de inconformidad, resolvía Espinosa de acuerdo con los demás jueces; y cómo en unas se conformaba, y en otras no, si no asistía personalmente al descargo. La mala fe tiende sus redes, pero son para su propio autor. Por frustrar el resultado del compromiso ha añadido aquella nota el ciudadano Espinosa compadre de Narváez y nombrado por él. Por hacer a todo trance a su favor se separó de los otros en esas partidas, sin acatar a que la contradicción que proviene de estas dos circunstancias manifestaba inexcusablemente o parcialidad o falsedad. Pero que este juez asistió al descargo, se deja inferir de solo el papel que representó en el juicio de arbitramento. ¿Permitiera a Narváez jamás que   —58→   los otros se hubiesen reunido a resolver en su presencia sin hallarse allí el suyo, su compadre? Y que fue a presencia de Narváez la avenencia, lo dice cada partida del descargo sentada en el laudo; porque unas eran resueltas, y en las demás se convenían los mismos interesados. Sólo que se aventure decir que también el convenio de las partes era sin hallarse ellas presentes. Las partidas del descargo, entiéndese que el descargo lo hacía el deudor, son numéricamente treinta y siete, y en la 32.ª se dice que no se conformó con la resolución de los Conjueces el Juez de Narváez. ¿Luego a qué conclusión de descargo es que él no ha asistido? ¿Las cinco partidas que siguen son descargos dados por Narváez, y los daría sin estar su juez presente? Narváez que a sólo su juez presentó escritos, documentos, alegatos, como se ve por las fs. 62, 64, 76, ¿hubiera producido sus descargos, sus excepciones a otros que a su juez y su compadre? Los mismos escritos que obran desde fs. 55 hasta 87 testifican no sólo que los jueces y las partes concurrieron a la avenencia, sino lo que es más, que se habían conformado con sus resoluciones; pues los puntos en que pidieron los avenidores comprobantes tasaciones, u otras diligencias a Narváez, son los mismos a que aluden estos escritos de fecha posterior al laudo, nombrando Narváez al tasador Orbe, y refiriendo los alegatos que ante los jueces habían hecho mutuamente los interesados. Lo que demuestra concluyentemente que asistió al descargo de Narváez el juez nombrado por Narváez; que sin duda por colusión con éste quiso firmar el pronunciamiento con esa nota para eludir los efectos del pago del alcance que resultaba contra él. Con tal designio ha llamado conclusión del descargo dos aclaraciones, o si se quiere, parecerá del otro juez, quien separándose del juicio de los compañeros ha salvado por decirlo así su voto concluyendo y firmando el laudo con estas notas. Pero la contradicción del Juez de Narváez no existe en el sentido que expresó el asesor, mas sí en lo desmentido que está su nota con el patente tenor del laudo.

Se ha reparado igualmente por el inferior que había dos jueces de parte de Jaramillo, y uno solo de Narváez.   —59→   El mismo Narváez, aun se convino al principio por la misma escritura de compromiso en que conocieran no más que los dos jueces de los Jaramillos. ¿Qué novedad había pues interviniendo enseguida dos por ellos, y uno solo por el deudor? La integridad de las personas, no su número igual o desigual hacía que Narváez se conformara con los elegidos por Jaramillo; así como el ansia de concluir por fin esta causa obligó a Jaramillo a no contradecir el nombramiento en un compadre, relación tan íntima que ha comprendido la ley del procedimiento entre las causales de exclusión. ¿Quién prohibió a Narváez si temía lo desfavorable del fallo por la superioridad del número que nombrase también de su parte dos o más jueces cuando se creyó facultado para nombrar su mismo compadre? Luego o quería usar de mala fe en todos sus procedimientos, o se conformaba con la rectitud de los nombrados por su contrario. El resultado es que esta circunstancia no afecta de vicio alguno el compromiso; ni debía nivelarse el nombramiento hasta en el número por la ley de los modelos de escrituras como parece pretenderlo el fundamento de la sentencia. Al firmar el conjuez Espinosa la preindicada nota de fs. 87 es de observarse que él mismo puso en claro contra su voluntad dos particulares importantes: 1.º que las partidas que he recordado en que no se conformó mientras consultarlas según dijo, quedan aquí allanadas, pues que aquí ya no excluye sino la tasación de Galárraga, siendo la única advertencia con que presta su firma: la ha firmado, expresa, en esta fecha, en inteligencia que no me conformo con la tasación de Galárraga; y 2.º que la conclusión que él llama del descargo, la limita al salvamento que hizo el otro conjuez doctor Valverde, único lugar en que se habla de esta tasación de Galárraga para imputarle a Narváez. Y aun esta separación de Espinosa no fue absolutamente sino con la calidad de hasta no ver que Narváez se hubiese convenido con el nombramiento de tal tasador; sobre lo que después se produjo también prueba ante el juez ordinario.

He molestado la suprema atención de V. E. por demostrar cuán débiles son las consideraciones con que   —60→   anuló el juez inferior tanto el compromiso como el laudo, insinuando a V. E. la fuerza de los fundamentos que solicitan la validez y subsistencia de uno y otro. Notaré otra equivocación del inferior que creyó que las partes innovaron el compromiso después de dada la sentencia arbitral, cuando en lo que se convinieron se ve a fs. 115 fue puramente en que se consultara a un asesor; y entraré por último en el segundo capítulo principal que propuse, a saber la eficacia de la ejecución negada al laudo, por decirse que faltaron otras formalidades. No cansaré a V. E. como con el precedente, porque ya los defectos atribuidos que ofrecí no omitir, están contestados en lo posible.

Las formalidades que se piden se han sacado de la ley 4.ª título 21, libro 4 R., y se reduce a una sola. Aquí es forzoso que reclame todas las eminentes virtudes del Tribunal Supremo para la aplicación justa de esta ley. Aquí debo implorar la estricta, estrictísima observancia no de sus palabras sino de su espíritu, pues para penetrar en él es que la nación colocó tales jueces en el más alto asiento de la justicia. Si acaso me separo de la inteligencia de esta disposición recopilada del sentido en que la hubiesen quizá tomado los tribunales, la naturaleza de la causa presente, once años y más; ver ha luchado una incauta víctima con un atleta desmedido para estos embrollos, ha sido el principio de contraer todas mis reflexiones a esta ley, y llegar a convencerme de que no es una forma indispensable en todo caso la que ella establece ordenando que el laudo lleve la firma del escribano para demandar con él ejecución; de suerte que en cualquiera circunstancia haya de anular la causa la falta de este requisito. Y aunque ésta fuese formalidad prescrita en general, la ley no parece expresada de modo que según algunas circunstancias se deba indefectiblemente exigir este trámite so pena de invalidarse el proceso. Cuando las partes por bien de paz y de concordia, por evitar costas, por evitar pleitos y contiendas comprometen sus negocios en árbitros, éstos dan sentencia y si no se ejecuta comienza el pleito de nuevo, y se alarga y dilata más que si prosiguiera por tela de juicio, y a las   —61→   partes se han recrescido y recrescen muchos daños y costas y fatigas. A fin de precaver todos estos males que la misma ley relata, mandamos, dice, que la sentencia arbitral se ejecute libremente pareciendo y presentándose el compromiso, y sentencia signada del escribano público, y pareciendo que fue dada dentro del término, &. ¿Hay en alguna ley voluntad mejor expresada de parte del legislador? ¿Se puede decir que a la luz de sus palabras se presenta apariencia siquiera de duda acerca de su objeto? Cortar los pleitos, ahorrar costas, fatigas, contiendas a los compromitentes, mandar que se ejecuten los fallos de los avenidores, y para saber que lo son que se presente el compromiso, y la sentencia signada del escribano. Razón era exigir que el escribano signara la sentencia. El juez ordinario no ha tenido por qué saber que Fernández y López hubiesen sido elegidos arbitradores y hubiesen sentenciado; el compromiso no basta para tal conocimiento, porque suponiéndole cierto, todavía cabría falsedad, subrogando dos firmas, o dos personas que el juez a quien se pide ejecución no tiene obligación de conocer. Sin duda para obviar este rarísimo caso de fraude, pues no se puede descubrir otro objeto, previno la ley la signatura de la sentencia de los árbitros por el escribano. Pero, Excmo. Señor, donde precedieron seis años de litigar ante los jueces ordinarios para que llegara a pronunciarse el laudo, donde los nombramientos de los arbitradores empezaron y se repitieron en presencia de los jueces y escribano, donde su laudo se remitió directamente al juez municipal por los arbitradores, fs. 88; ¿cabrá incertidumbre acerca de la legitimidad de su sentencia y funciones? ¿Dónde, diré de una vez, el mismo juez ordinario ha seguido en cierto modo todo el curso del arbitramento, mezclando diligencias y providencias suyas hasta haberse formado con ellas la causa voluminosa que V. E. tiene a su vista? ¿Pudo ningún juez en otro juicio estar más cerciorado de la verdad del pronunciamiento? Y qué suceso tan desconsolante sería, Excmo. Señor, que a más de los once años de fatigas poco comunes, de duplicadas costas, pues es una mezcla de juicio ordinario y arbitral el seguido, de inmensos trabajos   —62→   para compeler en todas las diligencias el deudor, que ahora que se ha obtenido su sentencia se le quiera dejar sin ejecución, fundándose en la misma ley que mandó que ejecutándola se precavieran nuevas costas, nuevas contiendas y molestias a las partes. ¿Conceptuó el juez inferior que era una forma imprescindible, una forma la de firmar el escribano ordenada en términos más expresos que lo está en la ley? Pues entonces olvidó otra ley posterior y más clara el mismo juez. ¿Por qué se pretende una literal aplicación desentendiéndose de su sentido en unas leyes, y se han de proponer bien decididas determinaciones y mandatos de otras? Olvidó el Juez el art. 49 de la ley de 1837 adicional a la de Procedimiento. Cuando se le consultó la causa, y no a consecuencia de instancia precedente, sino de convenio de las partes, le prevenía el artículo 119 que supliera las omisiones de los interesados que pertenecieren al derecho, aun cuando los interesados no lo hubiesen pedido por ignorancia o inadvertencia. No se opondría a la imparcialidad de los jueces en pidiéndose una ejecución con vale simple, proveer que será librada siempre que se reconozca. No se oponía que el asesor consultado previniera que signara el laudo el escribano dado que estimaba por formalidad tan necesaria para su ejecución. Lo sustancial del pronunciamiento no consistía en el signo del escribano; y si el asesor previniera esta diligencia tampoco había contradicción con la ley 4 recopilada que no comprende disposición que la prohibiese. ¿No era bastante la autorización del juez a quien se remitió el laudo? Pues menos inconveniente, ¿qué digo inconveniente?, mayor conformidad con el artículo adicional se guardaba previniendo la diligencia, supliendo la omisión de las partes que ignoraron o no lo advirtieron. ¿Se dirá que es omisión de hecho que no correspondía al juez, sino a los mismos interesados? No estaba en facultad de los interesados mandar al escribano que signara la sentencia; los jueces arbitradores dirigieron su laudo al juez ordinario, quien mandó poner en noticia de las partes, y este decreto, como era de orden, se autorizó por el escribano; si tal autorización no era suficiente, tocaba al   —63→   juez común hacer signar el laudo mismo, y al asesor con quien se consultó, si aquél no lo había hecho; pues la ley no señala plazo para la práctica de esta diligencia, no manda continuidad de acto entre el laudo y el signo de escribano público. ¿Por qué ceñir todavía más las formas que se intenta sacar de las leyes, más que lo que expresan sus palabras, y revistiendo contra el tenor manifiesto de su objeto e intención? Revistiendo no solamente contra esta ley 4.ª, más aún tiempo contra la décima del título 17, libro 4.º, revestida de un sumo carácter de justicia. Lejos de restringirse su contenido a los puros traslados y contestaciones y réplicas, faculta a los jueces en bien de las partes (el mismo idioma de la ley 4.ª), para que por sustancial que se repute la formalidad a que se ha faltado, si aparece la verdad de lo contendido, no se anulen los procesos, como anuló el inferior este laudo. Todo el sistema de estas leyes tanto antiguas como nuevas, tanto en un gobierno como en otro, no se encamina a otro blanco que cortar los pleitos, y no dar a ciertas fórmulas tanta importancia que refluyera por fin en perjuicio de los litigantes. Constando la verdad, las partes se obligan; ley 2.ª título 16, libro 5, R., constando la verdad, las fórmulas, las solemnidades no son la sustancia de los pleitos, son los medios probatorios y sabida la verdad sería el contraste más particular sacrificarla a la falta de algún medio cuando ya ella está encontrada. Este principio incontrastable ha dictado la ley 1.ª del título 17. Con la Corte de apelaciones hablaba también eficazmente el art. 23 de la citada ley adicional, que para decir nula la causa, requiere que se haya infringido la ley expresa y terminante; séalo la 4.ª recopilada; ¿pero habrá quien aventure que lo sea en materia grave y sustancial, como conjuntamente dispone el art. 23? ¡Sustancial para la firmeza del compromiso y dar ejecución al laudo la firma del escribano! El último Congreso, para quitar los inconvenientes de perjudicar a las partes con motivo de que se cumplieran formalidades superfluas o de capricho, designó las que sirviesen en garantía contra la arbitrariedad de los juzgadores, y desechó las restantes. He aquí el propio objeto   —64→   de las leyes precedentes: terminar los pleitos, sentenciarlos desde que esté descubierta la verdad. Pero la ejecución es odiosa, y parece que por esto el juez debe ser escrupuloso en el cumplimiento de los requisitos para ir por esta vía. En pleito de ejecución u ordinario, hay dos contrarios interesados: lo odioso que se quiere evitar para con el uno, recae forzosamente sobre el otro, y que entonces conformándose con la intención de la ley, el camino cierto de lo justo es decidirse por la verdad; pues que ella es el punto señalado por las propias leyes y la regla que han establecido con prevenciones constantemente pronunciadas.

Acaso por seguir esta regla se advierte un desvío de esta misma ley 4.ª recopilada. ¿Cuál se tendría por verdaderamente grave y sustancial entre signar el escribano el laudo, o que primero sea homologada para pedir su ejecución? De mayor importancia parece sin duda la homologación que la firma del escribano. Pues Excmo. Señor, a despecho de ser circunstancia de mucho mayor peso, se ha introducido y se observa contra el mandato de esta ley 4.ª que antes se conformen las partes hasta diez días con él. La ley ordena que el laudo se ejecute, aunque se reclame, pida reducción, se diga de nulidad, o se emplee otro cualquier remedio. Pero por ventura ha parecido más justa la práctica, y ella ha tenido lugar contra la ley. ¿Por qué otra práctica no menos justa, al paso que más conforme con el intento manifestado y recomendado por la ley misma, como es dar ejecución al laudo, faltando la firma del escribano, no ha tenido cabida en la sentencia de esta causa? No dársela, contraviniendo a la voluntad de tantas leyes por decir que se atiende a sus palabras, sería lo mismo que derrocar un edificio entero por quitar una pequeña mancha que unos ojos vieran en él, y otros no. Sería convertir el bien en mal, la triaca en veneno, lo que las leyes han establecido en beneficio de los acreedores, tornarlo a su daño; y lo que es peor alentar el fraude, y como proteger los arbitrios de los deudores que ya hicieron su oficio del embrollo, de la estafa y los embustes. ¡Qué penosa había de ser, Excmo. Señor, nuestra situación, si los autores de   —65→   los crímenes hubieran de hallar inexorables a sus jueces cuando se les juzga criminalmente, y en las causas civiles han de ver arrancada una protección a sus procedimientos inicuos escudándose con aquellas leyes que se sancionaron precisamente contra su dolosidad y mala fe! No Excmo. Señor, no es una idea tan triste la que ahora ocupa a mi cliente. No espera que sobrándole tanta justicia, V. E. confirme los fallos que le han condenado a perder una gruesa suma de su caudal, pues que anular el laudo conseguido después de tantos afanes y tiempo, no fue otra cosa que condenarle al deudor irrevocablemente esta acreencia. Si con el medio pronto del arbitramento se halla a los once años sin poder ejecutarlo, ¿en cuántos siglos podría terminar y con Narváez un juicio ordinario de cuentas? Que se le condenara sólo a otros once años, ¿no era menester que hubiese cometido algún delito para tan formal pena? No es posible Excmo. Señor que en el ánimo ilustrado y altamente justificado de V. E. valga tan fatales resultados la falta, no diré la falta, el lugar en que se ha deseado la firma de un escribano; pues entre el laudo y ésta no promedia más que el decreto del juez ordenando ponerlo en noticia de los compromitentes.

Para complemento de tener el recurrente su suerte contra sí, aun pensó el inferior atribuirle la mala fe de su contendor Narváez, y castigó en Jaramillo con la condenación de costas, los obstáculos que aquél ha opuesto por once años a fin de que nunca se le declarase deudor. Todo el grueso volumen de esos autos está pregonando en cada página de cuya parte ha obrado el reclamo legítimo, y quién es el deudor que ha empleado toda su buena fe sin otro objeto que eludir la satisfacción. Cada página hablará a V. E. con más persuasión, con la que a mí me hablaron, que lo que no es dable obtener a mis cansadas razones y apenas indicados fundamentos. Felizmente no tiene por qué atormentarse la conciencia de V. E. entre la justicia del recurrente y leyes que estuvieran contra él. Todas proclaman la misma justicia, y la verdad, dando a la ritualidad y formalidades el valor   —66→   secundario a que no debe sacrificarse el objeto principal de la administración de justicia, y la existencia misma de los ministros de la ley, cuyas elevadas funciones son distribuir a cada uno lo suyo, aplicándolas según su entendimiento, y sin contratriarlas por dificultades aparentes que prestaran sus palabras. Y si no son aparentes sino ciertas, nueva ocasión de que halla mayor bien la suprema integridad de V. E. que las leyes mismas; nueva ocasión de que confirmen sus esperanzas los litigantes a quienes condena a los pleitos su conciencia, no alguna sutileza injusta que sirva para intentos manifiestamente depravados; nueva ocasión de que resplandezca la inteligencia abundante de equidad con que de V. E. reciben su sentido y cumplimiento los casos equívocos o sobremanera complicados y difíciles de nuestro actual laberinto de legislación.





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ArribaAbajoDoctor Pedro José de Arteta


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre doña María Josefa Carrión, madre de la señora Ana Villagómez, y el Cabildo de Cuenca, sobre donación de un pectoral y anillo hecha por el Excmo. señor obispo doctor Francisco Javier de la Fita y Carrión
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Excmo. Señor:

Juan Garcés, apoderado del doctor Pedro Manuel Quiñónez marido de la señora Ana Villagómez, en autos con el Cabildo Eclesiástico de Cuenca sobre el cumplimiento de la donación que hizo a favor de ella el Iltsmo. señor doctor Francisco Javier de la Fita de un pectoral anillo y estrella de diamantes, contestando al traslado que se me ha corrido del escrito en que se formaliza la nulidad interpuesta y admitida para el Supremo Tribunal de la República, de la sentencia pronunciada en segunda instancia, digo: que el auto reclamado no es a la verdad conforme a la intención del Cabildo Eclesiástico, pero sí a la de la ley y de la justicia. En vano se inventan sofisterías para invalidarlo. Estos mismos esfuerzos hacen resplandecer mejor su mérito y la rectitud con que se pronunció. Todos los hechos y circunstancias se tuvieron a la vista. No se salió un ápice del punto de la cuestión, y los mismos autores y doctrinas que se refieren de contrario, dan a este fallo más solidez e irrevocabilidad. Demostrémoslo.

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La cuestión ha estado circunscrita a si la donación hecha a la señora Villagómez podía ser o no obligatoria. No se ha discutido sobre la calidad de jocosa o burlesca que ahora se le procura dar. El derecho no conoce tales modificaciones, y lo que nace de una voluntad seria y deliberada como la que resulta de la prueba de testigos, y de la categoría del donante, jamás puede estimarse un acto de burla o de mero pasatiempo. El Cabildo Eclesiástico no ha aducido cosa alguna en contra de tan solemnes atestaciones, de consiguiente debemos estar al exacto tenor de ellas. No importa que al presente se quiera desfigurarlo y aun variar de medio porque ya todo es inútil. Sin embargo manifestaré que aunque la promesa en general no sea la misma donación, pero siempre tiene la misma eficacia. Los doctores que escriben ceñidos rigurosamente a las sutilezas del antiguo Derecho Romano, convienen aún en que las policitaciones, o promesas que no tienen otro origen que la mera liberalidad producen una verdadera obligación, porque tal es el reato que se quiso imponer su autor; que no necesitan para su validez y subsistencia de la cooperación del donatario; que si se prometió por una espontánea voluntad, después de prometido ya adquirió una fuerza obligatoria. Así lo resuelve el mismo emperador Justiniano en el Código, ley siquis argentum 35, sed siquiden 5.º de este título. Su decisión concluye en estos términos: Resque donatas in omnibus, non solum eos, dum superfunt; sed etiam corum sucsesores reddere compelli: non tantum his in quos donatio facta est, sed etiam corum heredibus. Por donde se ve que lo que se prometió donar debe entregarse aún a los herederos del donatario; pues una vez emitida y deliberada la promesa ya no puede revocarse. Si se pudiese no sería una causal para obligar a la entrega de la cosa a que sujeta Justiniano por la simple oferta del donante, y de aquí nace la acción condictio exlege. Pichardo en el libro 2.º, inst., tít. 7.º, haciéndose cargo de aquella disposición, concluye en estos términos: Que sententia jure, quo utimuta Hispano proculdubio adminenda erit, cum iam ex quacumque promissione, etiam nuda et simplici, efficaz ad agendum   —71→   obligatio nassatur. Tal es el contexto genuino de la ley 2.ª, título 16, libro 5.º, regla que habla expresamente de las promisiones extinguiendo en el particular todo motivo de duda.

¿Pero quién ha dicho que haya sido mera promesa la de su Señoría Ilustrísima? Todos los testigos afirman que había expuesto reiteradas veces que las alhajas eran de la señora Villagómez para quien las había destinado des de que vinieron de Lima, y que él sólo se constituía un precario poseedor. Esto es lo que llamamos cláusula de constituto, que tiene tanta eficacia como la misma tradición de la cosa. Pero aun cuando hubiese sido promesa y de futuro no habiéndose hecho constatar que el donante la revocó, no hay por qué vacilar sobre su carácter obligatorio. Se fundó exactamente el Tribunal de Apelaciones en el silencio que guardó en su testamento el señor Fita sobre estas alhajas, pues si hubiese querido no subsista una donación tantas veces explicada, habría muy bien dispuesto de ellas. Si, porque ellas habían formado parte de su propio capital. Así es que aún en su mismo testamento ordena que no se practiquen inventarios porque no había adquirido más bienes que los constantes en el capital poco antes hecho. Cuando testó Su Ilustrísima, se halló en el firme concepto que la señora Josefa Carrión madre de la niña Villagómez había tomado y custodiado ya las alhajas donadas, respecto a que ésta fue la prevención que le hizo desde el instante en que se le agravó su enfermedad. Si la señora no lo verificó, fue por un exceso de delicadeza, por no manifestarse ansiosa y porque no podía temer la menor contienda sobre un punto en que estaban plenamente impuestos el Doctoral de Cuenca, tantas personas respetables, y aun el mismo presunto albacea. ¿Pero por eso habrá perdido su hija el dominio y propiedad que le fue transmitido por su Ilustrísima? Claro está que no.

Se insiste en fascinar que claudica la donación por no haber sido aceptada: mas no se nos puntualiza la ley que lo prevenga. Tan lejos de esto los mismos autores que se recomiendan están en contra de su designio, Murillo   —72→   Velarde de quien se han tomado truncamente algunas palabras enseña en el título que cita el Cabildo Eclesiástico que no es absolutamente necesaria. Por derecho canónico, todo pacto toda promesa o policitación es estrictamente obligatoria; y no sé cómo se nos diga que los escritores canonistas son de sentir diverso. No se nombra a ninguno, no hay pues sobre quién recaiga nuestra refutación. Sin extenderme en persuadir al procurador adverso que la donación no es como la supone un contrato o convención bilateral. La expondré solamente que ella nace de la mera liberalidad y munificencia de aquel que la practica, sin atender al mérito o cooperación del donatario; que no requiere el consentimiento recíproco, y que pende exclusivamente del ánimo, voluntad, o hecho del donante. El mismo Apiano en la Ley Aristo 18, de este título, manifiesta que en la donación se puede mezclar o celebrar algún contrato, como por ejemplo te dono para que hagas esto o para que me alimentes, &.; luego independientemente considerada y sin que intervengan semejantes condiciones, no es con propiedad contrato. Mas no es el caso de dilucidar esta materia.

Sienta Ribadeneira que no hay doctrina sobre que la donación hecha a un infante, venga a ser valedera aunque no haya sido aceptada. En mi escrito a fs. 33 le indiqué algunas, y siento que no las haya registrado para que no descubra tanta inocencia. Mas es preciso transcribirle las palabras literales de Molina a quien en este punto se remite la ejecutoria, y a quien se trata de hacerle variar de opinión. Dice en el libro 1.º, capítulo 2.º, N.º 75, de hisp. prim.: quamois emancipatio absque consensu et voluntate emancipati fieri non possit, hoc tamen fallit in infante, qui etiam sine consensu et acceptatione sui juris efficitur; itaque facta infanti donatio non exigit acceptationes, et perfecta et irrevocabilis efficiatur. Heinecio en sus lecciones sobre Grocio de jure belli et pacis libro 2.º, capítulo 11, hablando de la fuerza que tienen las policitaciones hechas a favor de la República aún sin aceptación, enseña ser el principal motivo   —73→   el que la República se supone aceptar a nombre de los pupilos y de los amentes que por su incapacidad no están sujetos a aquel requisito. Si se quieren más autoridades pueden verse a Molina de ritu municipal libro 3.º, cuestión 8.ª, N.º 29, a Marta de sucesión legal, p. 1. cuestión 11, a Antonio de Amat, var. resol. tom. 1, cap. 3.º, N.º 15, a Fontanela, Ciriaco, Merlin, Narvona, &.

Pasa el recurrente a hablar sobre la falta de insinuación (no porque la donación es inmensa, sino porque excede de los quinientos escudos de oro), y después de convenir que la misma ley de partida exime de este requisito a la que se hace por razón de dote, no le concede esta calidad a la que se hizo a la señora Villagómez. Su dicho no es el que ha de prevalecer, sino el de los testigos que según su propia confesión se hallan contestes y son dignos de todo crédito. Ellos declaran no sólo que el ilustre donante, poniéndole las alhajas al cuello expresaba que adornarían muy bien a la niña Villagómez el día de novia, sino que constantemente repetía que desde que las compró se las condonó para que le sirviesen de dote, añadiendo que desde entonces no las contó en el número de sus bienes, y que únicamente se reservó el uso precario de ellas. Tan esclarecidos testimonios no sufren tergiversación, ni dan margen a chocarrerías. A su mérito es forzoso estar en el principio de que la donación fue por razón de dote; y que por consiguiente no necesitaba insinuarse conforme a la Ley referida. Lo que admite es que se nos traiga la disposición de la 86, tít. 18, parte 3.ª, como si mi poderdante solicitase que su consorte le cumpla con el tenor de la carta dotal. ¡Qué simpleza! Aquí no tratamos de una dote constituida, sino de una donación hecha con este objeto.

Se vuelve a hablar sobre la aceptación asegurando que a pesar de la Ley Recopilada que menciona la sentencia, es siempre necesaria para que valga la donación. Para ello se desprecia arrogantemente la doctrina de Fernández Retel, que es el jurisconsulto que quizá ha tratado mejor sobre esta cuestión, y se da importancia a la de Antonio Gómez, Gregorio López, Matienzo, Acevedo   —74→   y Molina ¡Qué sencillez! Estos mismos autores apoyan la acción de mi parte y justifican la sentencia últimamente pronunciada. Sírvase V. E. observarlo. Lo que se ha transcrito de Gregorio López nos corrobora que la Ley Recopilada quiso quitar toda la forma antigua de las estipulaciones, y que de cualquier modo que uno haya querido obligarse, quede obligado, solum volluit illa lex (dice) tollere forman antiquam stipulationis, et dare vinculum obligationi qualitercumque aliquis se vollet alteri obligare. Y donde se explica mejor a nuestro intento es en la glos. 3.ª a la ley 1.ª, tít. 11 de la misma partida por estos términos. Hodie tamen de jure regni, modici videtur ef fectus ista verborum obligatio seu stipu latio fer legem tertiam; incipit paresciendo tít. 8, lib. 3, ordin, que necdune voluit pactum nodum producere obligationem efficacem ad agendum: sed etiam pollicitationem hoc inducere... quia dicta lex ordinamenti clare inunit et vult ex nuda pollicitatione, sen premissione alicuiius non aceptata peralterum; sed inter absentes facta, obligationem oriri. Antonio Gómez en la ley 45, N.º 21 se contrae al caso que para adquirir posesión por un acto ficto se requiera causa y título para poseer. No sé cómo no se tenga vergüenza de tan notoria inconducencia. Mas en el tomo 2.º de sus varias resoluciones, cap. 4.º, N.º 2.º y 3.º, hiere de muerte al contendor; tales son sus palabras: Hodie in nostro regno valeret donado inter absentes, etiam non interveniente nuncio vel epistola. Undesiquis coram testibus, vel tubellione promisserit ex causa donationis, rem vel pumiam obsenti, statim remanet efficaciter obligatus; et quando venent in notitiam absentes, poterit ab eo conveniri, et condenari per nostram Legem Regni. Ex quibus verbis patet quod sola voluntas et intentio volentis se obligari attenditur, et consideratur, et non alia perfectior forma vel solemnitas a jure communi requisita in contractu, et per consequens oritur actio et obligatio ex pacto, et pallicitatione. Matienzo en sus glosa a la Ley 2.ª, tít. 16, lib. 5.º, aplaudiendo altamente su contexto tan conforme al derecho natural y divino, enseña que según ella de cualquier promesa o nudo pacto nace la misma acción que   —75→   por el derecho común nacía de la estipulación; pero en la glosa 2.ª a la Ley 7, título 1.º declara terminantemente que la donación aunque sea hecha a un ausente y no intervenga carta ni mensajero, no puede revocarse antes de que sea aceptada. Obligatur quis efficaciter jure regio, ita aut ante aceptationem revocari non possit promissio. Acevedo en el sumario de su glosa a la ley 2.ª se explica así: Qualitercumque constituit aliquem se velle obligare remanet obligatus nulla ad-missa exceptione absentei vel defectus interpocite stipulationis, vel tabellionis, vel quod obligatio fuit contrata private personae nomines aliorum absentium. Et hoc in effectu disponit lex hoc, que singularis est et inscholis et imbiciis quotidie versata, et plarium iuiurium, et ambahuim inre optimo correctoria. Cúbrase de oprobio el procurador Ribadeneira al ver que las mismas autoridades que invoca son las que lo destruyen. Dejo de acopiar más doctrinas sobre un punto que es demasiado inconcuso. Si he padecido alguna difusión, ha sido por evidenciar a V. E. que al Cabildo Eclesiástico de Cuenca no le asiste razón ni fundamento alguno. Una mala dirección lo ha comprometido en tan temerario litigio.

Quiero pues desengañarlo de una vez, ¿cuál es la ley que exige la aceptación para que las promesas o donaciones sean obligatorias? Hasta aquí hemos procedido bajo este falso supuesto. Mas yo no encuentro semejante disposición. Es verdad que algunos autores, pretendiendo informar el derecho de Castilla con el de los Romanos, procuran deducirla de la ley 4.ª, título 4.º part. 5.ª. De donde han resultado varias controversias, y aun el que esta causa resienta sus perniciosos efectos; pero examinemos la ley, y se conocerá que prescribe todo lo contrario. Establece cuatro especies de donaciones. La primera pura y simple; la segunda condicional; la tercera, cuando principia con la entrega de la cosa, y la cuarta cuando se hace a un ausente. Hablando de esta última clase añade: «la entonce non la puede hacer, sinon por carta o por mensajero cierto en que le envíe a decir señaladamente la que le da». Por aquí no hallo que se pueda inferir la necesidad de la aceptación, pues no hay   —76→   palabra que la denote. Después vuelve a la primera especie de donación y resuelve así: «En cuando la donación es 'fecha simplemente o por palabra, mas no es aun entregado' aquel a quien la hacen, renudo es de cumplirla aquel que la hace a sus herederos». Tampoco aquí decide ni enuncia nada sobre la aceptación, y sin embargo prescribe que la promesa sea eficaz. ¿Entonces de qué parte de ella podemos tomar aquel precepto? ¿En qué estribarnos para tomar su verdadero sentido? Lo cierto es que los expositores o intérpretes han viciado de tal modo la jurisprudencia, que en muchos casos ya no viene a ser ella la emanación de los Códigos, sino de los inmensos volúmenes que ellos han escrito. No es el tiempo de sujetarnos a sus caprichos o dictámenes erróneos y arbitrarios. El tenor expreso y literal de la ley es el que nos debe regir. Y como la de partida que hemos citado sin requerir la aceptación prevenga que la donación se cumpla indispensablemente por aquel que la hizo, no hay en qué detenernos para su puntual observancia; mucho más cuando la recopilación de que hace mérito la sentencia ha quitado toda duda en el particular.

Los fundamentos de la vista fiscal no se tocan ni se combaten, y con todo se pretende quede sin vigor ni fuerza. Es verdad que en ella por superabundancia se ha hablado de puntos bastante inconducentes, pero esto no le hace perder su mérito en todo lo que sea oportuno. Para evitar cualquiera confusión que de ella resulte, representa a V. E. que el Cabildo Eclesiástico por cuenta de espolios tomó del señor Fita tres pectorales magníficos y valiosos, no obstante que S. I. los había hecho con sólo sus bienes patrimoniales; y todavía pretende apropiarse del que contiene la donación, cuando se ha probado que se destinó para la niña Villagómez desde que se compraron las piedras en Lima, es decir mucho antes de que S. I. se recibiese de la mitra. Tan siniestras aspiraciones sin ningún apoyo legal, y en perjuicio de una sobrina pobre y predilecta del benefactor, han sido justamente despreciadas por la ejecutoria. No era posible que incurra este Tribunal en las mismas faltas y dislates   —77→   del juez de primera instancia. Las leyes, la razón y la equidad son los oráculos que fielmente ha escuchado, y no los empeños y prepotencia del Cabildo Eclesiástico. ¿De dónde puede deducir y fundar el agravio? ¿Cuál es la infracción de la ley expresa que se le puede imputar para que se califique su resolución de notoriamente injusta? ¿Cuál es la ley que el Cabildo ha citado a su favor para informar una donación que tácita y no expresamente fue aceptada? ¿Cuál en que a pesar de ser por razón de dote y para remedio de una niña demande para su firmeza la insinuación? Ya hemos visto, ya hemos confundido las miserables supercherías que se han excogitado contra una sentencia a todas luces justa y arreglada; ya hemos demostrado que ella es jurídicamente impermutable. Por tanto no nos resta qué hacer, sino suplicar:

A la Suprema Corte de Justicia se sirva ordenar su puntual y exacto cumplimiento, condenando al Cabildo recurrente en todas las costas del juicio ocasionadas a mi parte con tanta temeridad. Así es de justicia que imploro jurando lo nuestro en derecho, &.





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ArribaAbajoDoctor Pedro Fermín Cevallos


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre el doctor José Rafael Monzón y la señora Antonia Ortiz por dinero
1862


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Excmo. Señor:

Si no corrieran estampadas las firmas de los magistrados que han pronunciado el auto, objeto del actual recurso sería difícil creer que unos jurisconsultos tan sobresalientes hubiesen despreciado las fórmulas que rigen en la República por atenerse a otras extranjeras que, buenas o malas, no pueden obrar sino en los pueblos para los cuales se han prescrito. Las fórmulas constituyen una de las seguridades públicas de más bulto y hay que respetarlas, por mucho que contra ellas se declame, mientras subsistan la ley o leyes que exigen tal o cual ritualidad para la validez de ciertos y ciertos actos judiciales.

No se trata de saber, Excmo. Señor, de si la escritura con que se ha preparado la demanda puede producir a no prueba suficiente en juicio ordinario, sino de si trae o no aparejada ejecución, a pesar de carecer de las fórmulas que, según las leyes de la República, son necesarias para este objeto.

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Según la Legislación granadina, la escritura pública otorgada por un notario que no hace uso de signo alguno, y tenga o no la forma de testimonio o la de traslado, trae aparejada ejecución. No me compete entrar en la manifestación de sus inconvenientes porque todo pueblo independiente es dueño de darse las leyes y formas que quiera; pero no puedo prescindir de implorar de V. E. la aplicación de una de nuestras doctrinas, por la cual, en los casos de exhibirse un documento otorgado por un «escribano que no es conocido en el tribunal o juzgado en que se presenta, no hace fe ni puede ser creído, si no viene legalizado por dos o tres escribanos que certifiquen de la firma, signo o legitimidad de dicho escribano, diciendo que éste es tal cual se titula, y que la firma y signo son efectivamente suyos» (Cur. Fil., Part. 1.ª, So. 17.º N.º 32, cit. por Escriche, v. Init. Púb. So. 5.º, edición de 1858, y sobre todo la práctica). Y a falta de esta legalización «se deberá justificar a lo menos por la fama pública entre los vecinos de su pueblo que como tal escribano público había sido tenido y usado de su oficio» (Id. id., apoyándose en la ley 115, título 18, parte 3.ª).

La doctrina y práctica muy común es también que los documentos otorgados en países extranjeros deben venir comprobados con la certificación del Ministro, Agente Público o siquiera Cónsul que representa a la Nación en que van a obrar, de que los empleados superiores que sucesivamente certifican sobre la legitimidad de otros inferiores hasta dar con el escribano que los autorizó, son realmente tales; y V. E. observará que los exhibidos en esta causa, aunque recargados de certificaciones granadinas, carecen de la que les habría dado legalidad. Nada importa efectivamente que un juez de circuito de Nueva Granada certifique que N. es notario, que el Gobernador y un agente también granadinos, certifiquen sucesivamente que aquél es juez y el otro Gobernador, si el representante del pueblo, en cuyo territorio han de obrar esos documentos, no certifica a su vez que la última de las autoridades es realmente tal. No quiero decir por esto que dudo de la legitimidad de cuantos figuran en los documentos, porque pueden ser tales como suenan;   —83→   mas, como V. E. no está en el caso de apreciar un hecho particular sino en el de sujetarse a las doctrinas y prácticas comunes, y en el de conservar ilesos los fueros de la nación, claro es que, desestimando esas certificaciones como inconducentes por falta de la autorización de un representante del Ecuador, está en el de mirar los dichos documentos como puramente privados, y de esos que en juicio no hacen fe.

No trato, como antes he dicho, de negar los efectos que ellos pueden producir en juicio ordinario, aun cuando en rigor pudiera también sostener esto airosamente; pero, en tratándose del modo de preparar una demanda ejecutiva, en que los jueces tienen que observar las fórmulas con el mismo cuidado y nimia delicadeza que lo principal, hay que manifestar la falta de un hecho, sin cuya constancia previa no pudo ni puede absolutamente librarse del decreto de solvendo. Por el art. 16 del Código Civil: «la forma de los instrumentos públicos se determina por la ley del país en que hayan sido otorgados; pero la autenticidad se probará según las reglas establecidas en el Código de enjuiciamiento». El inciso único del mismo artículo dice: «La forma se refiere a las solemnidades externas, y la autenticidad al hecho de haber sido realmente otorgados y autorizados por las personas, y de la manera que en los tales instrumentos se exprese». Ahora bien, careciendo como todavía carecemos, de un Código de enjuiciamiento, tenemos que sujetarnos a lo que enseña el derecho práctico, y este derecho como he manifestado arriba, dispone que los instrumentos otorgados en países extranjeros han de traer la certificación del representante del pueblo en que van a obrar.

Además, cuando se intenta comprobar la autenticidad de un instrumento celebrado en tierra extranjera, no basta decirse que N. es escribano o notario. Febrero, contrayéndose a este punto en el N.º 30, So. 1.º, cap. 2.º, lib. 3.º de su libro de Escrib. edición de 1790, dice: «Y para extirpar la duda de si el que lo autorizó (el instrumento) es o no escribano, conviene que se compruebe   —84→   o legalice por dos o tres que den fe, no sólo de que es legal y fidedigno, sino de que la firma (prescindamos del signo) puesta en él es suya propia y la que acostumbra hacer... sin que baste decir que es escribano fiel y legal; porque puede serlo, y el instrumento, signo y firma suplantados». El documento de fojas primera, comprobante de la adjudicación hecha en el demandador, aunque contiene que la certificación de que Rodríguez es notario, no comprende la otra esencial relativa a la firma. La escritura de cesión, fs. 12, carece de toda formalidad, y el documento de fs. 15 tampoco dice nada del notario y menos de la firma que acostumbra; por manera que estas piezas, encaminadas todas a aparejar la ejecución, porque es claro que sin ellas no habría bastado la de fs. 6, valen tanto como si no se hubiesen presentado; y si nada valen para la ejecución, es también claro que no ha podido revocarse el auto del inferior.

Fijemos ahora otros antecedentes para otra conclusión relacionada también con las doctrinas citadas. Sabe V. E., que un instrumento que encierra alguna condición, por revestido que esté de todas las formas ejecutivas, no trae sin embargo aparejada ejecución, si el demandante al presentarlo no presenta igualmente la prueba de estar cumplida la condición; sabe también que tampoco la trae un instrumento público o privado que se remite a otro, si previamente no se hace constar que éste es asimismo de carácter ejecutivo, lo cual ha de demostrarse, bien insertándose en aquél o por separado; y sabe, en fin, que en todos los casos de ejemplos semejantes y que abundan en la práctica, debe el ejecutante acompañar al instrumento con que quiere ejecutar otro u otros que acrediten la pureza de su procedencia, el cumplimiento de algunas formalidades o la existencia real de un hecho, en cuyo supuesto únicamente se haría ejecutable aquel instrumento. Pues bien: se nos asegura que en Nueva Granada son ejecutables los instrumentos públicos aunque carezcan de signo y aunque las copias se den en traslado o por concuerda; pero como no le toca al juez ni toca al demandado conocer la legislación   —85→   de todos los pueblos de la tierra ni la de un solo extraño en particular, porque esto no comprende sino a los que quieran escribir sobre esta materia, cumple al ejecutante, al que asegura tal modo de proceder en tierra extranjera, acreditar que en la nación vecina basta celebrarse un documento ante un notario que no usa de símbolo ninguno ni fijarse en el sentido legal de las palabras, registro original y traslado, para que este documento preste un mérito ejecutivo que no lo tendría entre nosotros. El día menos pensado puede presentarse en el Ecuador un egipcio con un documento celebrado en El Cairo por un ecuatoriano u otro residente en nuestra nación, y pedir que, siendo ejecutable según las formas establecidas y acostumbradas allá, se ejecute también aquí, como un documento privado y no reconocido, por ejemplo; y estoy cierto que el señor Bustamante, amparador de la doctrina contraria, no se expondría a librar la ejecución, si ese egipcio no hubiera acompañado al documento la prueba cabal de que las formas externas con que debió investirlo están limitadas en El Cairo a la simple letra o pagaré del obligado para tenerlo por ejecutable. De que la controversia rueda al presente con un ciudadano de la nación vecina, y de que las relaciones y constante comunicación del Ecuador y Nueva Granada nos han puesto en la potencia de conocer las leyes de ésta, no podemos establecer el principio, por demás arriesgado, de que le basta al juez el conocimiento privado de las leyes extranjeras, para obrar con arreglo a ellas, cuando no consta en autos que realmente obran del modo que se asegura por el interesado.

Las leyes, los principios, las doctrinas no han de aplicarse para tal o cual caso particular, y si imperan tienen que imperar para todos los casos comunes del comercio de la vida. Si esta verdad es incontrovertible, no hallo cómo se descartaría la Excma. Corte Superior de los embarazos en que entraría al examinar si ese documento otorgado en El Cairo está o no, en cuanto a las formas externas arreglado a las leyes de tal país para librar una ejecución, si no constase por medio de otra   —86→   prueba, que realmente está celebrado conforme a dichas formas.

No quiero importunar a V. E. discurriendo acerca de los principios establecidos por el derecho público, sobre si un documento otorgado en nación extranjera y que en ésta tiene el carácter de público, ha de tenerla también en otra donde no sería tal, ni quiero importunar con esa trillada erudición de que gustan hacer alarde los jóvenes. Pero llamo la atención de V. E. hacia el parecer de uno de los miembros de que se compone la Excma. Corte Suprema, manifestado como escritor público en la obra La ilustración del derecho civil español de don Juan Sala, obra aceptada en la República y que sirve de texto para la enseñanza de la jurisprudencia. Tan respetable opinión corre en el N.º 8.º del título 14, libro 3.º del tomo 2.º, y como la obra es también de consulta para V. E. y la tiene en el Tribunal, sólo insertaré traducida la nota de Wherever, uno de los autores en que se ha apoyado nuestro compatriota. Dice así: «Cuando de la naturaleza del mismo contrato, o de las leyes del lugar en que se ha celebrado o de la expresa intención de las partes constase que ha de ejecutarse en otra nación, todo lo que concierne a su ejecución debe determinarse por las leyes de ésta. Así pues, los escritores que afirman deben entenderse esta excepción a cuanto mira a la naturaleza, validez e interpretación del contrato, han errado al suponer que los autores no están de acuerdo con esta materia; porque ellos (si se examina con prolijidad) establecen la distinción entre lo que se refiere a la validez e interpretación, y lo que se refiere a la ejecución del contrato. Según el uso de las naciones, lo primero debe determinarse por la lex loci contractus, y lo último por las leyes del lugar en que ha de ejecutarse. Como cada uno de los soberanos tiene el derecho de arreglar los procedimientos de sus Cortes de Justicia, la lex loci contractus de otra nación no puede aplicarse a los casos en que debe determinarse por la lex fori de aquella en que se quiera llevar a cabo el contrato. Así, cuando se pretende dar fuerza a un contrato celebrado en una nación, o se presenta como incidente   —87→   en un pleito que se agita entre los Tribunales de Justicia de otra, todo lo que se refiere a las formas del procedimiento, pruebas, imitación o prescripción debe determinarse por las leyes del Estado en que se ventila dicho pleito, y no por las del Estado donde fue celebrado el contrato».

Puede ser que Ferrater, el publicista citado por la Corte Superior, tenga una gran autoridad entre los sabios, pero la doctrina de Wherever está conforme con la de cuantos autores acreditados conocemos, y conforme también con la de todos los prácticos, y hasta con la del Código Civil.

Tiempo es ya de que toque un punto de los más espinosos que ha consignado la Corte Superior, y que si queda establecido con la confirmación de V. E. lo que no debo ni puedo esperar, quedará en tierra nuestra legislación y en el suelo las fórmulas que aseguran los actos más importantes del hombre. Quieren, Excmo. Señor, que tratándose de materias legales, prevalezca el lenguaje usual y común sobre el lenguaje legal; que lo que en el foro ha significado siempre una cosa determinada signifique otra; y que el sentido filosófico se aplique a lo que la ley exige por forma, como si también ésta no estuviera apoyada en otro sentido filosófico. Quiérese que la voz traslado, que en el lenguaje común significa la copia sacada fielmente de un original, equivalga a lo que en lenguaje de las leyes es la copia sacada, no del original o primera copia, sino del protocolo o matriz. Todos saben que lo que en el lenguaje común se llama original, en el legal es matriz, protocolo o registro; lo que en el primero traslado, en el segundo original; y lo que en el primero segunda copia o copia de copia, en el segundo traslado. ¡Cuántas diferencia! ¡Qué significaciones tan diversas y tal vez hasta contrarias! Pero se dice que las palabras no pueden desnaturalizar la esencia de las cosas, y que habiéndose dado la copia del mismo protocolo, no puede considerarse como traslado sino como original, en cuyo concepto el notario granadino, con cambiar puramente las voces, no ha cambiado   —88→   por ello los frenos. Todo esto puede ser muy racional, muy gramatical, muy filosófico, y sin embargo no es legal y cuanto se diga en tales sentidos, por ameno y seductor que sea, tiene que rendirse a la ceguedad de las leyes y a la fría gravedad de las doctrinas. Así, el seco y grave Febrero en el N.º 28, So, capítulo y libro citado, hablando de los documentos que traen o no aparejada ejecución dice: «Y lo segundo que sin embargo de que todas las copias dadas por el Escribano que autorizó el protocolo, son originales, y hacen plena fe y prueba para la vía ordinaria, y de las que de por sí mismo sin decreto judicial y citación de parte (éste es el caso de la escritura fs. 6, con que se ha aparejado la ejecución), no debe dar más que una, ésta sola es la original y la que trae aparejada ejecución: no obstante si se haya dado por concuerda con el protocolo o con otra palabra equivalente (véase que no hay equivalencias en esta materia), aunque sea en el mismo día del otorgamiento... (siguen otros requisitos que no son del caso, y la transcripción de la ley de partida en que se funda), no se tendrá en estos reinos de Castilla en que rige la ley inserta, ni estimará por la original y primera, que es la que tiene el vigor ejecutivo». En el mismo sentido se explican más o menos, Bolaños, Salas y Escriche, y con decir que estos autores lo afirman así, dicho se está que cuantos prácticos se han contraído a esta materia opinan del propio modo. No es, pues, solamente a la esencia de las cosas a que debe atenderse, cuando la ley ha impuesto ciertas fórmulas, sino a una y otra juntamente. ¿Por qué? Porque la primera se encamina tan sólo al principio universal de dar a cada uno lo que es suyo, y las segundas al modo de darlo, al tiempo en que debe darlo, a las modificaciones con que puede o debe darlo.

Si pesa sobre mí desde hace doce años una escritura pública de obligación, por la cual soy deudor de una cantidad de pesos, la esencia de la cuestión para el juez ante quien se agita, consiste en mandar que yo pague, y sin embargo no podría condenarme ejecutiva sino ordinariamente. Si a un documento simple le hubieren   —89→   dado los otorgantes, la denominación de escritura pública, poniendo cuantas cláusulas se estilan, no porque se llame tal ni porque su esencia consista en el cumplimiento de lo pactado, había de valer lo mismo que un instrumento público. Si yo denuncio un delito, pero no lo acuso, aunque la esencia consista en castigar al culpado, los efectos respecto del denunciante serían diversos en cuanto al acusador; y todo esto prueba que las palabras, el modo, la forma, tienen un valor propio en el sentido legal, y que no le es dado al juez apartarse de su significación; porque, en ciertos casos, aun vendría a comprometer esa misma esencia de las cosas. La primera regla de interpretación que ha establecido el Código Civil en su art. 18 es que cuando el sentido de la ley es claro, no se desatienda su sentido literal, a pretexto de consultar su espíritu, como si dijéramos; en nuestro caso, a pretexto de que, aun cuando el Notario llamó a la escritura traslado, no es sino original, porque siempre fue sacada de la matriz. La segunda regla de interpretación es que las palabras de la ley han de entenderse en su sentido natural y obvio; pero que cuando el mismo legislador las ha definido expresamente para ciertas materias, ha de darse en estas su significado legal. La jurisprudencia, como todas las ciencias, tiene también su tecnicismo particular, y nunca se ha llamado, en esa materia traslado a la copia original, y nunca, nunca se ha aparejado tampoco una ejecución con las escrituras presentadas por concuerda, fuera o no equivocación del que las dio, fueran o no copias de la matriz. El uso común y la gramática no pueden explicar ni la mente de las leyes ni cambiar el sentido de las palabras, en materias legales, y arbitrarios han sido los señores Ministros del Tribunal, para exponerse a interpretarlos desentendiéndose de las reglas que dejo citadas.

No sólo se controvierte un punto de interés particular sino otro muy conexionado con el público y con la honra de la nación, otros fueros vendrían a menoscabarse, cediendo a extrañas formas que ni guardan consonancia con la razón ni con la práctica de otros pueblos civilizados. La Nueva Granada, en su prurito de sepultar   —90→   todo lo que llama vetusto, y en mover y remover todo lo viejo para aparecer como reformadora o fundadora de doctrinas nuevas, no es ciertamente la que puede señalarnos la senda por donde debamos caminar en materias de jurisprudencia. Aun en política, en que se considera más adelantada que otras de sus hermanas, ha dado pasos tan avanzados, que, si no la tiene arrepentida, tiene escandalizados a otros pueblos con los tristes ejemplos que está dando. ¿Cómo, pues, aceptarían los tribunales del Ecuador una cartilla de jurisprudencia extraña con agravio de los principios del derecho público, y de los principios del derecho práctico, sostenido y seguido desde que Roma dictó sus leyes al mundo, y sostenido y seguido por el Derecho español, cuya sabiduría en este ramo ha sido confesada aun por las naciones sus rivales? ¿Cómo aceptamos acá, donde procedemos con más tiento y pulso una novación que sin duda peca de la misma ligereza con que han obrado en otras materias? ¿Cómo tendremos fe en el empleado que ni tiene símbolo con qué autorizar sus actos públicos, ni reglas para dar una copia ni fijeza en el sentido legal de las palabras? Las fórmulas constituyen, diremos así, la librea de la jurisprudencia, le dan imagen y revisten a sus actos de ese respeto con el cual se rinde el hombre a la obediencia.

Toca, pues, a V. E. desechar una doctrina que, si llega a seguirse y propagarse, vendría a comprometer después nuestros procedimientos judiciales, apreciados hasta hoy como los mejores de las Repúblicas Americanas; y toca a V. E. como a representante del poder contra el cual pesaría más directamente esta materia, atajar en tiempo los pasos extraviados, de los tribunales inferiores, revocando al efecto el auto del cual he recurrido.





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ArribaAbajoDoctor Pablo Herrera


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre los herederos y albaceas de Juan Aguilera, por dinero
1863


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Excmo. Señor:

Pablo Herrera, apoderado de la señora Josefa Ordóñez, en autos con el señor José Mariano Valdivieso que litiga en nombre de los menores Miguel y Emilia Rodríguez, Juana Maldonado y Rosa Ramírez, sobre cantidad de pesos, formalizando el recurso de nulidad y tercera instancia, digo: que son tan claras las violaciones de la ley cometidas en esta causa que poco se necesita para conocer la nulidad del proceso y la injusticia de la sentencia recurrida.

En efecto, se demanda la solución de un legado, pero no a la persona que debe hacer el pago sino al cabezalero, y lo que es aún más notable ese legado lo exigen los que jamás pudieron ser legatarios, y lo exigen en una cantidad mayor de la que puede cubrir el haber liquido de la herencia. Pretensiones de tal naturaleza no solamente son temerarias sino absurdas y escandalosas.

El señor Juan Aguilera dispuso en una cláusula de su testamento que sus albaceas, liquidando la cuenta   —94→   que tenía con los señores Martínez y Molestina, completaran con lo más bien parado de sus bienes, la suma de trece mil pesos a fin de que sólo un albacea, el doctor Vicente León, la entregara en vía de legado, a los individuos que constaban en la lista o papel privado que aparece a fs. 11 del primer cuaderno. En ese mismo testamento se dejan otras mandas, se previenen restituciones, se declaran deudas y se instituye un heredero universal. Sin embargo, la acción se entabla no contra ese heredero, sino contra ambos albaceas, apartándose aun de la voluntad del testador que encargó sólo a uno de ellos la ejecución del legado, y sobreponiéndose a las disposiciones de la ley, y a la práctica constantemente observada.

Es verdad que el testador dijo que los legatarios podían ejecutar al albacea judicial o extrajudicialmente en el caso de no cumplir lo dispuesto en el testamento; pero esa especie de autorización es ilegal, porque altera las disposiciones del derecho, invierte una de las bases fundamentales de los procedimientos jurídicos y ataca una de las más importantes prerrogativas del heredero, cual es la de pagar o no el legado. La voluntad del testador es inviolable; pero esta inviolabilidad tiene sus límites en los preceptos de la ley, y no puede hacer honesto lo que es torpe, ni dar valor a lo que es ipso jure nulo; no puede apartarse de las formas especiales que las mismas leyes establecen, ni modificar o reformar las disposiciones de la ley, porque el testador no tiene potestad legislativa y porque de otra suerte la sociedad fuera un caos, sin principios, sin reglas fijas y sin derechos reales.

En todo legado hay una deuda, y las deudas jamás paga el albacea sino el heredero.

Todo legado produce deberes y derechos, correlativos entre el heredero y legatario, y si éste puede entablar la acción que le corresponda, también aquel puede oponer excepciones legítimas, y gozar en ciertos casos de beneficios inapreciables. Los prácticos, por ejemplo, enseñan que la disposición de la ley 18, título 9 parte 6,   —95→   ofrece una prueba de que en los casos de duda la presunción está siempre a favor del heredero.

Para pagar un legado es menester tomar los bienes de la testamentaría, o demandarla judicialmente; y ni uno ni otro puede hacer el albacea, porque no está autorizado para lo primero y para lo segundo lo prohíbe expresamente la ley 4, título 10, parte 6.ª, excepto en los cuatro casos que ella misma señala, y de los cuales ninguno conviene a la presente cuestión.

Éstas son, pues razones poderosas por las cuales siempre se ha demandado al heredero y no al testamentario para el cumplimiento de los legados, y ésta es la doctrina constantemente admitida por los escritores de jurisprudencia. Antonio Gómez (Variar, tomo I, capítulo 12), enseña que el heredero está obligado a pagar el legado, como lo está a pagar las deudas contraídas por el difunto, y luego hablando de la prohibición que tienen los ejecutores testamentarios de tomar los bienes de las testamentarías, darlos en pago o venderlos, dice: «tales ejecutores non possunt propia autoritate capere bona hereditaria & illa vendere vel solvere».

Sobre todo, la ley 5, título 9, parte 6.ª, impone al heredero el deber de cumplir las mandas o legados por estas terminantes palabras: «Todo heredero es tenido de cumplir las mandas de aquel cuyos bienes hereda». La ley 38 del mismo título y partida previene que el juez de la causa puede conceder un plazo al heredero para que entregue la cosa legada, a no ser que éste opusiere alguna excepción legítima; lo que patentiza que la demanda debe entablarse contra este heredero y no contra el albacea.

Esto supuesto, la actual demanda ha debido proponerse, no contra el doctor Vicente León y la señora Josefa Ordóñez, que son los albaceas de Juan Aguilera, sino contra José María Aguilera, heredero universal instituido en la cláusula del testamento. No dejaron de conocer esto los actores y por esto pidieron que se le notificara con una de las providencias judiciales; pero no   —96→   fue citado con el escrito de demanda, con el nombramiento de asesor, ni para la publicación de probanzas, sino solamente con el auto que recibe la causa a prueba y con la sentencia definitiva. Hay pues nulidad en el proceso y una nulidad sustancial e improrrogable.

El doctor Vicente León ha creído, es verdad, que él es heredero fiduciario; pero éste es un error demostrado por el mismo testamento; no es más que albacea y por consiguiente no pudo él sino el heredero responder la demanda de los legatarios. También la causa es nula porque José Mariana Valdivieso ha gestionado en calidad de curador ad-litem de los menores Miguel y Emilia Rodríguez, Juana Maldonado y Rosa Ramírez, sin que en los autos conste el discernimiento por el que recibe del juez el poder legal para representar a los huérfanos. La falta de este título es como la de poder en el apoderado o procurador, y produce por consiguiente la falta de personería legítima.

Por otra parte, la sentencia recurrida no está apoyada en fundamentos legales; pues el legado mismo es insostenible y además los considerandos carecen de justicia y verdad.

Las declaraciones de testigos y la del doctor Vicente León, que debió saberlo por cuanto mereció la particular confianza del testador, manifiestan la procedencia de esos legatarios. Ellos no han sido hábiles para recibir alimentos, y mucho menos para recibir una manda tan cuantiosa como aquella de que se trata. Es un principio de derecho que no puede ser legatario el que no puede ser instituido heredero; ahora bien el hijo de punible y dañado ayuntamiento no puede ser instituido heredero, luego los menores por quienes litiga José Mariana Valdivieso, no han podido recibir la manda que solicitan.

La prohibición de dejar legados a personas que no pueden heredar o que no han sido agraciadas sino por las torpes relaciones que tenían con el testador, no solamente ha existido en la antigua legislación española, sino en todos los pueblos civilizados de la tierra; pues la justicia   —97→   tiene por base la moral, o como se expresa el célebre jurisconsulto francés, M. Cochin: «La justicia que ha sido establecida no solamente para defender los intereses individuales, sino para mantener la honestidad, se ha pronunciado siempre contra disposiciones de esta naturaleza y que no son más que el fruto de disipaciones vergonzosas». Así es que en Francia se han declarado nulos los legados de esta especie a los que se han dejado a personas con quienes el testador tenía ilícitas relaciones. Tal es, por ejemplo el que dejó el Marqués de Beon, siendo casado, a la señora Gardel.

Dirase que esta excepción compete al heredero; más aún en esta hipótesis, la demanda debió proponerse contra éste, a fin de que haga uso de las excepciones que puedan favorecerle y al hacer lo contrario se ha pretendido tal vez maliciosamente frustrar las disposiciones de la ley; y en todo caso hay nulidad por no ser parte el demandado.

Se ha alegado que no puede darse a los legatarios el calificativo arriba enunciado, porque el testador no los ha reconocido como tales; mas éste es un sofisma tan ridículo que no merece contestación. Sólo puede reconocerse a los hijos naturales, y no a los espurios; de otra suerte la ley y los juzgados consagrarían en cierto modo lo que por su naturaleza es torpe.

La hijuela divisoria patentiza que para el pago del legado sólo quedan 7.927 pesos; y no obstante se piden 13.000. Esta exigencia es injusta porque el heredero no puede dar más de lo que importa el haber líquido que dejó el testador. Don Joaquín Romero y Ginzo (Sala novis, libro 2, título 6.º y 3.º) enseña que son de ningún valor los legados cuando el testador deja más de lo que cabe en la parte de bienes de que podía disponer. «En este caso dicen comúnmente los autores, añade, que los legatarios deben sufrir rebaja a proporción en sus legados, sin que los nombrados primero sean preferidos por suponerse, y con mucho fundamento que el testador, una vez que legó a todos, lo hizo con afecto igual y con igual deseo de que llevasen sus legados». Cevallos (question   —98→   pract., c. 103) sostiene la misma doctrina y dice, hablando de este caso: «Legataria prorata consequuntur legata si hereditas non sit solvendo».

Se dice que la falta de bienes proviene de haberse hecho otros pagos, de haberse adjudicado a la viuda algunos fundos por su precio ínfimo, y de haberse omitido la venta de ellos. Pero estos fundamentos carecen hasta de razón aparente. El legado no pudo dejar el testador sino de sus propios bienes y no son suyos la mitad de los gananciales ni las sumas a que ascienden las deudas. Los 12.000 pesos destinados para el nuevo reconocimiento de los censos redimidos no podían aplicarse a otro objeto que el de la restitución por ser éste un deber de conciencia. Esta inversión debió pues, hacerse de una manera inviolable. El legado de una huerta es específico, pues el valor que se le señala es en vía de demostración, como dicen los escritores de derecho, y el legado específico es de mejor derecho que el de cantidad.

Los instrumentos de adquisición que en el término se han presentado por la viuda, demuestran que no era ínfimo el valor de los fundos que se le adjudicaron sino el que realmente tenían. Sobre todo, el heredero y no el legatario era el único que podía haber objetado la tasación de esos fondos, pues este legatario lo más que puede hacer es reclamar los bienes ocultados, pero no es parte en los inventarios y tasación ni en la hijuela divisoria. En estos actos sólo intervienen los herederos y el cónyuge sobreviviente. Así carece de peso la observación de que los legatarios no han concurrido a la tasación de inventarios ni han aprobado la hijuela divisoria; al contrario su concurrencia habría sido extraña e ilegal. La venta de los fundos tampoco puede hacerse sino en los casos señalados por la ley, y no es uno de ellos el pago del legado, porque el legatario no debe percibir mayor suma cuando sube el valor de la herencia. Si hay más sólo lleva la cantidad expresada en el legado, y si hay menos percibe únicamente lo que existe y lo que pudo dejársele sin perjudicar el derecho de heredero. El testador, Juan Aguilera, tampoco ha mandado en su testamento   —99→   que se vendan sus fundos; y si es verdad que en el pale simple de fs. 11 previene que al albacea para cumplir el legado venda uno de esos fundos, esta disposición no tiene el valor de una cláusula testamental, es como si no existiera, puesto que se halla en un papel simple y tan incoherente que apenas puede comprenderse el sentido de sus frases; y lo que aun es más notable, el autor de esta especie de minuta o lista como él lo llama, sólo ha manifestado el deseo de que se venda uno de sus fundos, y no todo como ha querido el tribunal de segunda instancia.

No será por demás notar la conducta poco legal que ha observado la Corte Superior de Cuenca, al disponer que un Ministro justamente impedido concurriese a la relación y al pronunciamiento de la sentencia. Él dijo que era acreedor a la testamentaría, aunque por otra parte era también deudor por el precio de algunos artículos tomados de la tienda de comercio de Juan Aguilera, y que no se había hecho arreglo alguno con la testamentaría sobre estos créditos. Resulta, pues, que el ministro doctor Antonio Mancilla no pudo, sin allanamiento de las partes, intervenir como juez en el juicio de segunda instancia. Mas el Tribunal Superior, sin conocimiento de causa, sin oír a los interesados y sin ser el juez competente, ha declarado compensados los créditos y expedido al Ministro impedido para el conocimiento de la presente causa. Por lo expuesto, y lo más favorable de autos que reproduzco, a V. E. pido se sirva declarar nula la causa, o revocar la sentencia recurrida, por ser así de justicia que imploro, &.





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ArribaAbajoDoctor Manuel Bustamante


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido entre los herederos y albaceas de Juan Aguilera, por dinero
1863


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Excmo. Señor:

Manuel Bustamante, apoderado del curador ad-litem de los menores Miguel y Emilia Rodríguez y Juana Maldonado y de Teresa Ramírez, madre de Rosa, en contestación a la formalización del recurso de tercera instancia del representante de la señora Josefa Ordóñez en el juicio por cantidad de pesos, digo a V. E.: que aunque los tribunales y los profesores en ejercicio estamos acostumbrados a ver litigios injustos, algunos nos causan mayor sorpresa y sentimiento, ora porque son temerarios al extremo, ora porque refluyen en perjuicio de personas infelices que carecen de todo amparo, y sólo cuentan con exiguos recursos dejados por personas piadosas o en fuerza de deberes de conciencia y de ley. Al privárseles de este socorro sin la menor razón, se les condena a la miseria y de ésta a los vicios la transición es fácil y las más veces inevitable, mucho más con mujeres que por su sexo son plantas parásitas que se sustentan con la sabia de otro tronco. Sin ninguna violencia son aplicables estos principios al litis presente, en el que   —104→   se intenta quebrantar un testamento legal y solemne, despojar a los beneficiados de su haber, convertirse los albaceas en jueces de su disposición, en vez de hacer el simple y obligatorio papel de ejecutores, y favorecer por sí y ante sí a unos legatarios con daño y el patrimonio de otros. El expediente, aunque abultado por la acumulación de tantas piezas inconducentes, no abraza cuestiones intrincadas de derecho, ni sucesos de difícil investigación. Sin mayor esfuerzo les voy a poner en su verdadero punto de vista, y hacer resaltar lo escandaloso del procedimiento de los cabezaleros de Juan Aguilera para con mis protegidos, a la par que el tino y la conciencia jurídica que sirven de sello a las dos sentencias.

El referido Aguilera murió en Cuenca en 1852, y en su testamento, que adquirió el carácter de escritura pública por resolución judicial, dejó varios legados a su albedrío; porque en su matrimonio con la señora Josefa Ordóñez no adquirió hijos, y no tuvo herederos forzosos. En la cláusula primera declaró que en poder de los señores Martínez y Molestina de Guayaquil, conservaba una suma considerable en metálico, y dispuso que descubrimiento su montamiento mediante una liquidación practicada con sus albaceas, de lo más bien parado de sus bienes, completen sobre esa existencia la cantidad de 13.000 pesos, manteniéndose con seguridad y al interés del cinco por ciento anual, para que el cabezalero a quien dejó una lista firmada por él, cumpla con exactitud con lo que en ella le preceptuaba. Declaró asimismo que la lista era duplicada, quedando el otro ejemplar a cargo de los interesados, para que en caso de demora, inexactitud o cualquier otro motivo le obliguen a cumplir su tenor judicial o extrajudicialmente, a cuyo efecto era su voluntad que esa lista duplicada tenga toda la fuerza y el valor necesario en juicio. Últimamente dijo que esa disposición la daba en descargo de su conciencia, y por lo mismo mandó que sea observada con exactitud, por ser su voluntad fijada en la necesidad de obrar así.

El contenido de la cláusula mencionada hace tocar romo con la mano el desempeño religioso y recomendado   —105→   de un deber natural y civil en provecho de unos individuos que le pertenecían muy de cerca. Y puesto que los albaceas, doctor Vicente León y la señora Ordóñez, han descubierto en el giro de la causa que eran hijos adulterinos de Aguilera, y que conviene sacar a luz su origen, preciso es fijar este hecho en demostración de que las cuotas asignadas a cada uno, no envuelven un legado gracioso, sino obligatorio y alimenticio, puesto que a todo padre le cumple sostener la vida a quien la dio bien o mal, y contribuir al vestuario y educación. Los códigos de todas las naciones, aun las menos cultas del globo, han consagrado tal obligación inspirada por la naturaleza y respetada aun por los animales. Adelanto estas reflexiones para en su lugar refutar con su auxilio las argucias de postergación en el pago que han invocado los coligantes, frustrando en gran parte el de los menores, y me traslado a buscar y analizar la lista a que se refiere el fideicomiso.

La encuentro a fojas 11 y 48 de puño y letra de Aguilera y suscrita por él. El un tanto lo exhibieron los reclamantes en apoyo de la demanda, y el otro el albacea doctor León, asegurando en su absolución que no lo recibió del testador, sino que lo halló entre sus papeles de la tienda a los dos o tres días de su fallecimiento que lo fue a buscar por sus instrucciones en asocio del deán doctor Miguel Rodríguez y del ex-escribano Mariano Moreno, estando en pliego cerrado y sellado, y siendo con pequeña diferencia igual al que han presentado los legatarios. La autenticidad de la instrucción sobre estar confesada por el absolvente, para quien fue negada, y no ser contradicha por la co-albacea Ordóñez, resulta de la comprobación de los calígrafos Domingo Ochoa y Mauricio Garzón, y según su juicio ambos son escritos y firmados por Aguilera. Veamos ahora qué contiene la lista duplicada.

Reiterando la orden de que su albacea tome los... 13.000 pesos en dinero efectivo, los invirtió del modo siguiente: 2.000 pesos a Emilia Rodríguez, 2.000 pesos a Miguel del mismo apellido, 1.000 a Juana Maldonado, y   —106→   otros tantos al hijo o hija de Teresa Ramírez, que estaba por nacer, y es Rosa. Aunque el resto se aplicó a otros individuos, como yo no les represento, ni se ha demandado sus porciones, me abstengo de expresarlo. Puestas las sumas en poder de Martínez al 5%, quiso que sus intereses sirvieran para su educación, dándose a los mayores sus partes, y vendiendo sus albaceas uno de sus fundos para el cumplimiento de esta disposición llegado el año. Si alguno de sus testamentarios tratase de entorpecer su mandato, dispuso que sea enjuiciado a su costa hasta que lo ejecute, prohibiéndoles la inquisición de la inversión de los 13.000 pesos y repitiendo el precepto de la venta del fundo.

La expresada lista forma parte del testamento, haciendo el complemento de la cláusula 10, y su contexto es muy obvio y no ofrece la menor contradicción, ni duda si se examina sin parcialidad. Tan satisfechos estaban los legatarios de la seguridad de sus asignaciones, que aguardaban se les entregara al vencimiento del año a los señores Martínez y Molestina la suma restante al ajuste de los 13.000 pesos para principiar a percibir sus réditos y auxiliarse en sus necesidades. Mas su desengaño fue inmediato, porque vieron correr el tiempo con absoluto desentendimiento de este particular, cubrir otros legados posteriores, apoderarse la viuda de las haciendas, tomar otras cantidades el albacea doctor León, y finalmente distribuir los bienes de Aguilera con exclusión de los hijos, llevando la arbitrariedad al punto de sacar parte del fondo de la casa de los señores Molestina y Martínez contra terminante prohibición del testador.

Cansados de tanto sufrimiento, e impelidos de sus necesidades, ocurrieron al juez con esos recaudos contra los albaceas y contestaron la demanda separadamente. El doctor León después de un preámbulo impertinente, contraído a amenazar a los menores con la querella de inoficioso testamento, por no haber dejado los bienes Aguilera a los parientes colaterales, y de evadirse con miserables efugios para haber negado a los legatarios la entrega de los 13.000 pesos, alegó insuficiencia de bienes,   —107→   confesando al mismo tiempo que la testamentaría de Aguilera pasó de 70.000 pesos, según los inventarios. Peregrina contradicción que revela poca buena fe, y confirma más y más cuanto voy exponiendo contra el manejo abusivo y hasta cruel de los mansesores contra los infelices huérfanos; porque de los sesenta mil pesos del fondo no se han podido extraer los 13.000 que eran de preferente deducción observando puntualmente la voluntad del testador, única y suprema ley en la materia. Y si no hubo dinero para completar la suma destinada sobre lo que debían los señores Martínez y Molestina, cuya liquidación no se ha enseñado, les tocó vender para ello uno de los fundos de la mortuoria, como lo prescribió su dueño expresamente.

Por segunda disculpa da su culpa en el mal desempeño del albaceazgo, asegurando que no se considera responsable, sino por lo que ha entrado a su poder, y que habiendo entregado a la viuda y co-albacea casi todos los bienes raíces y muebles con obligación de pagar todo lo excedente a sus gananciales, con rédito a usanza pupilar, debía repetirse contra ella, puesto que no había llenado su obligación en los dos años que se comprometió, y que resultaron superfluas las reconvenciones que le hizo. Aquí descubrirá V. E. tres cosas: la negligencia del doctor León en cumplir el testamento, traicionando a sus obligaciones, pues si Aguilera hubiera tenido plena confianza en su mujer para reputarla capaz de plantear con religiosidad su voluntad, no le habría dado un compañero; la confesión tácita pero perceptible del derecho de los menores contra la testamentaría, sacando sí su bulto libre según su deseo; y la previsión de Aguilera en facultar a sus hijos tanto en el testamento cuanto en la lista o instrucción duplicada, para que de demorar el pronto ajuste de los trece mil pesos, por inexactitud o cualquier otro motivo, le obliguen a cumplir judicial o extrajudicialmente. ¡Cuán presto se verificó su temor, y cuán prudente y seguro anduvo en dejar el un tanto a la madre de uno de los beneficiados, con autorización de demandar si experimentaban resistencia o siquiera   —108→   retardo en la consignación del dinero declarando que el costo de un litis sería de cargo del albacea omiso!

Hay todavía una circunstancia agravantísima contra el doctor León, un cargo incontestable de su responsabilidad personal. El cumplimiento del fideicomiso lo fió Aguilera exclusivamente a él, sin participación de su consorte; porque en la cláusula décima se remite al albacea a quien le dejaba su comunicado, y en la absolución confiesa aquel sujeto que aunque el duplicado de la lista no lo recibió de su instituyente, lo buscó conforme a sus instrucciones en la tienda a los dos o tres días de su fallecimiento. Además en la respuesta al libelo de demanda dice el doctor León que si antes de ahora no ha visto la luz pública el contenido del fideicomiso de fs. 11, ha sido por no abusar de la confianza de su constituyente, dando lugar a que su hermana y sobrinos se querellasen de inoficioso testamento.

He aquí, Excelentísimo Señor, otra prueba inequívoca de que él y sólo él fue llamado a llevar a fin el mandato sobre los hijos. ¿Y por qué entonces descargarse con la señora Ordóñez? ¿Por qué desprenderse de una obligación individual, burlando de esta suerte la fe que le depositó su tío, dejar en descubierto a los huérfanos, entregar todos los bienes a la viuda, y exponerlos al sacrificio? ¿Quién lo facultó a esto, ni a señalarle dos años para pagar las deudas y legados? Así no se llena un deber sagrado, no se salva la conciencia del testador que le impulsó, como lo dice en su final voluntad, a protegerles con los 13.000 pesos, ni se legitima el 4% del albacea. Premio es este que se da por la ejecución del testamento en su totalidad, no por reducir el trabajo a lo más suave y menos comprometido.

En conclusión dice el doctor León que en esta parte coadyuva a la demanda contra la señora Ordóñez, quien con injusticia y suma culpabilidad retiene en su poder el principal e intereses. Si a esto hubiera limitado su defensa, no habría salido bien; pero al menos no se habría presentado inconsecuente y temerario hasta el extremo, como sucede comparando la contestación con su   —109→   alegato en primera instancia. Será por su corta edad que invoca para honrarse con el nombramiento de albacea de su tío, o por ser novel en la profesión del foro, como lo confiesa, que no ha conocido lo inconexo de varios de sus razonamientos con la esencia de la cuestión y que sostiene doctrinas antijurídicas y anatematizadas en nuestra jurisprudencia. Del primer género son sus disertaciones sobre inventarios solemnes y menos solemnes, sobre la innecesidad de hacerlos judiciales los de los bienes de Aguilera, y de citar a los legatarios, su título de ejecutor universal, fiduciario o fideicomisario, y otras parecidas. No se ha suscitado la controversia acerca de estos particulares, ni se le ha acusado de fraude en los inventarios, sin embargo de notarse la irregularidad de encargarse del papel de curador ad-litem del heredero voluntario, incompatible con el de albacea, por cuanto pudiera ocurrir el caso de tener éste que reclamar contra aquél por los mismos inventarios, tasados, &. El cargo se limita a no haber completado los 13.000 pesos previa liquidación de lo que debiera la casa de Guayaquil, vendiendo uno de los fundos, según lo previno el testador, para que durante la menor edad contaran los huérfanos con su rédito pupilar, ya que lejos de esto dispusieron los albaceas de ese fondo para emplearlo en otros pagos, según su confesión respondiendo a la quinta pregunta del interrogatorio de fs. 45. La solución que se ha dado es la expresión fiel de un despotismo consumado, el testimonio irrecusable de un desprecio a prueba del testamento, y una burla escandalosa de la acción de los menores.

Se arguye que el legado de los 13.000 pesos no es preferente a ningún otro, porque no contiene esta palabra; que otros son posteriores, y de consiguiente derogatorios del precedente, conforme a una regla de interpretación sobre leyes o disposiciones de carácter general; que de los legados ulteriores unos envuelven deudas, y otros tienen antelación por su naturaleza, estimada y sancionada por los albaceas; que la hijuela divisoria se halla hecha; y que según ella no hay sobrante para dar   —110→   a los hijos adúlteros más de lo poquísimo con que a gotas se les ha socorrido por la generosidad y espíritu filantrópico del doctor León, tratándoles de ingratos porque no reconocen tan remarcable servicio. Nueva irrisión a estos desgraciados, a quienes se mata de necesidad y se quiere tenerlos contentos. Esto me recuerda la anécdota de un malhechor que después de despojar a los transeúntes de lo que llevaban, les dijo: agradézcanme ustedes que no les quito la camisa y la vida de que hoy puedo disponer.

Ya se ha confesado que mis representados fueron hijos mal habidos de Aguilera; y siendo deber de los padres sostener a los hijos de cualquier origen, visto está que no forma un legado gracioso o espontáneo, sino obligatorio y legal, mucho más cuando todos eran menores al tiempo de la muerte del padre, y aun póstuma Rosa Ramírez, hija de Teresa. Aguilera reconoció y acató este deber sagrado, y por esto concluyó la cláusula diez con estas palabras que esta disposición la doy yen descargo de mi conciencia, y por lo mismo mando que sea observada con exactitud, por ser así mi voluntad fijada en la necesidad de obrar así. Agréguese el antecedente de ser la primera cláusula sobre legados, el precepto de venderse uno de sus fundos para cumplirse, la designación de un fondo determinado existente en la casa de Martínez y Molestina, y el contexto de la instrucción, y sólo un ciego de entendimiento negará la preferencia. Si bien no hay esta palabra, no es la única que expresa esta idea, siendo equivalentes otras muchas de que abunda nuestro idioma para expresar el mismo concepto. Tal es, a mi vez, la de lo más bien parado de mis bienes, como quien dijera de lo mejor, con predilección a cualquiera otra cosa. Hasta ahora no explica el doctor León por qué no vendió uno de los fundos de Aguilera para cubrir los 13.000 pesos, poniéndolo en subasta, lo mismo que los otros; pues dejó tres, Chigticai, Monjasguaico y Caguazcum, para buscar su mayor valor, y los adjudicó a menor precio a la viuda. Por favorecer a esta señora no debió inmolar a los menores, ni sobreponerse al testamento variándolo a su antojo.

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La manda de los jóvenes Aguilera es en cierto modo específica, no genérica, atendida la definición que trae Febrero de unas y otras. Las primeras, dice, denotan individualmente la cosa legada, dando de ella tan terminantes y claras señales que no dejen duda. No fue una cantidad cualquiera la que se les señaló, sino lo que debían Martínez y Molestina, y el resto se pondría de la venta de uno de sus fundos, no de las casas, ni de sus alhajas, muebles, créditos activos, ni efectos de comercio. Se sostiene que el legado específico es preferente a cualquier otro, apoyándose en las L. C. 34 y 37, título 2.º partida 3.ª, y en la 1.ª, título 4.º, libro 5.º de la Recopilación Castellana. Las disposiciones de las partidas que se cita establecen los días de guarda en que no se puede demandar, y los feriados que se ponen por el común de un pueblo. La ley castellana trata de las solemnidades de los testigos y el testamento cupativo, y ni remotamente consigna la opinión que se invoca. Tampoco la encuentro en las L. L. del título 9.º, partida 6.ª, que hablan de mandas, y Febrero dice que en el legado específico el legatario adquiere el dominio de la manda desde la muerte del testador, pero no cita ninguna ley. Cierto es que participa de la naturaleza del legado específico el de 4.000 pesos al hijo adoptivo José María Aguilera en la cuadra del tejar; mas su cumplimiento no embarazaba el de los menores, porque cada uno tenía su fondo determinado, distinto e independiente del otro. ¿Y por qué han de ser preferentes las otras mandas de las cláusulas 12, 14 y 15 cuando no lo prescribió el testador, que pudo expresarlo si lo hubiera querido? ¿Por qué la una es en favor de una hermana, y las otras en favor de otras personas, y de algunos criados? No se puede leer sin indignación la tiránica clasificación que se hace para darles primacía sobre la de los trece mil pesos, so pretexto de la fraternidad de Josefa Aguilera, del parentesco de algunas agraciadas, lo que ni consta del testamento, y de que a Antonio León le dejó ciento cincuenta pesos en pago de sus servicios. Los hijos no han sido parientes del testador, más cercanos que la hermana   —112→   y sobrinos, ni de mayor consideración que los extraños y criados a juicio del albacea.

Por otra parte, a los cabezaleros no cumple en manera alguna erigirse en intérpretes, ni comentadores de la voluntad de su instituyente. En la hipótesis de encontrar ambigüedades o contradicciones, o de no alcanzar los bienes a llenar todos los legados o mejoras, deben ocurrir al juez, exponer sus razones con justificación de los hechos, y someterse enteramente a la resolución judicial librada con audiencia de los interesados. Obrar de otra suerte es quebrantar el testamento y cargar con toda responsabilidad, ostentando una parcialidad manifiesta que arroja diversas y desfavorables conjeturas.

Acerca del comunicado de los 12.000 pesos a cargo de uno de los albaceas con consejo e intervención del Deán de Cuenca, el finado doctor Miguel Rodríguez, no se sabe con seguridad su objeto para graduar la deuda de preferente deducción, porque no lo expresa la cláusula 11. Mas pasando por la escritura pública de nuevo reconocimiento que han hecho los dos encargados de sólo seis mil trescientos pesos, porque la viuda repugnó por su parte el cumplimiento de la cláusula en la otra mitad, observaré de paso que corresponde a la testamentaría el cobro de los réditos de la deuda fiscal, no satisfechos desde la fecha del traspaso hasta el día.

Dije antes que el doctor León por ser novel en la profesión sienta doctrinas ilegales y de anatema en nuestra jurisprudencia. Comienzo a demostrarle con el indigesto discurso sobre hijos de dañado ayuntamiento, como los adulterinos, su infamia de derecho y de hecho, la negativa a cobrar alimentos, prohibición de heredar al padre no siendo nombrados mis clientes con ese carácter y tantas otras inepcias de esta clase. El padre no tuvo herederos forzosos, y pudo disponer de su patrimonio a su agrado, como lo efectuó. No ha habido cuestión de nulidad de testamento en la sustancia, ni en la forma para que su cabezalero controvierta con derecho el legado, ni para colegir en el tribunal de su capricho la postergación en la solución en una de las mandas.

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Otro de los disparates es la invocación en este caso de la regla de derecho posteriora derogant prioribus. Tiene lugar en las leyes o cualesquiera otras disposiciones que encierran contradicción o derogatoria ostensible; mas Aguilera no incurrió en ulterior variación de la manda de los 13.000 pesos. No lo dijo expresamente, ni dio otra inversión distinta a la deuda de Martínez y Molestina, ni al producto de uno de sus fundos, mandado vender para ajustar esa suma, de donde se pudiera deducir la revocación tácita. Y ni en este argumento ha sido feliz el doctor León, porque la consecuencia que fluya de tal máxima era el no darles nada a los huérfanos, menos ofrecerles la cantidad que tiene que refundir la viuda.

No es una hijuela divisoria una ejecutoria contra quien no la consiente, ni aprueba. Todo el que interesa en los bienes de una mortuoria tiene su acción expedita para dirigirse contra los albaceas o herederos antes y después de la partición si a la sombra de un error involuntario o de una combinación maquiavélica se trata de negarles lo que les toca. Puede asimismo impugnar los inventarios si están diminutos. Desconocer este derecho sería cerrar los ojos a la luz y patentar el fraude. En la presente causa ni el heredero José María Aguilera ha prestado su aprobación al plan de distribución; y si fuera del caso entrar en su examen, me encontraría con hartos materiales para rebatirlo por lo que de curiosidad la he leído. Aquestas razones constituyen uno de los fundamentos de la sentencia de segunda instancia a favor de mis defendidos, y creo que el heredero aprovechando de estos datos podrá mejorar su condición sin convenir en una hijuela gravosa. Muy trillado es el principio de que por regla general lo obrado entre unas personas no empece a otras, como se explica la ley 20, título 22, partida 3.ª, y nuestro caso no se comprende entre los de excepción que se registran en ella. Digo lo mismo respecto del laudo del árbitro nombrado por los albaceas y el heredero, que tantas veces se ha evocado de contrario, haciéndolo caballo de batalla contra los únicos legatarios que, siendo los predilectos del testador según la suma   —114→   que les asignó, se ven descubiertos en la mayor parte por no sé qué fatalidad.

La señora Ordóñez, mal aconsejada seguramente como mujer, ha consignado en su respuesta a la demanda excepciones mucho más triviales que su compañero, las cuales de suyo se desvanecen. No reconoce el mérito de la instrucción escrita y firmada por Aguilera, porque no está vaciada en el testamento, como si en él no se remitiera al comunicato fijando la suma, y el fondo de donde se había de tomar. Pone en duda la legitimidad de los demandantes, y sin acordarse o caer en cuenta de lo que se le hizo firmar por su defensor, la reconoce y confiesa en su absolución, respuesta primera, en consonancia con lo que absolvió el doctor León. Les disputa el reclamo al principal porque están en la minoridad, y sólo pueden pedir los réditos, cuando no es parte para esta oposición, y cuando la demanda fue para que se consignen los 13.000 pesos en la casa de Martínez, y empiecen a redituarles de conformidad con el mandato de Aguilera. Convirtiéndose en su ayo o no sé qué otra cosa superior, les exige la prueba de que no les basta lo poco que han tomado del doctor León para educarse, porque a esto debe limitarse la inversión de los intereses, no a los alimentos, ni al vestuario, sin discurrir esta pobre mujer que primero es vivir y vestirse que educarse. Por última defensión se evade con su co-albacea, a quien tocaba llenar el comunicato de su marido, y contra quien pide conminación judicial para que llene sus deberes sin más dilación, procurando concluir los arreglos de la testamentaría e instando por la hijuela divisoria. Paréceme algunas veces, Excelentísimo Señor, un complot ajustado entre los dos para cansar o reírse de los demandantes, excusándose el un albacea con el otro, pero reteniendo ambos lo ajeno, y presentándose con la misma mala fe. El doctor León coadyuva a la acción de los Aguileras contra la viuda, porque se ha llevado la mayor parte de los bienes, y no ha cubierto las deudas en el plazo de dos años que le dio, y esta señora acusa de abandono a aquél porque fue encargado del   —115→   comunicato, porque no agita los negocios, y porque no ha librado en su contra el alcance que tiene la testamentaría. Ridícula y reprensible pantomima la que han representado los ejecutores, mejor diré, los infractores de la voluntad de Aguilera.

Por lo demás, la señora Ordóñez ha repetido las mismas articulaciones del doctor León que quedan confutadas. A presencia de acción tan manifiesta y menospreciada en perjuicio de los huérfanos, cuya hambre devorante no ha estimulado a los albaceas a saciarla con lo que su padre les dio, y sólo se ha recordado para insultarles tratándoles de injustos, ¿qué debían hacer los jueces encargados de administrar justicia, y muy especialmente de la noble y humanitaria protección de los menores? Lo que han hecho comprendiendo su augusta misión, condenar a los cabezaleros al pago de los 13.000 pesos, en obsequio de todos los legatarios insolutos porque los cinco a quienes represento sólo tomarán por medio de su curador los seis mil pesos que les tocan, y el resto será para los otros agraciados. Digo por medio del curador, porque habiendo muerto Martínez cesa en esta parte el mandato del testador, y pueden fincar su capital a intereses donde cualquiera persona honrada con la conveniente seguridad.

Una declaratoria únicamente ha faltado a los fallos del juez municipal, y de la Corte Superior de Cuenca, y la reclamo. La condena de costa ha debido ser personal a los albaceas, ya porque así lo dispuso Aguilera en el evento de dar lugar a una demanda, ya porque lo prescribe la ley octava, título..., partida tercera, puesto que es pena, y es justo la sufra quien cometió el delito. La testamentaría es inocente, y no se debe gravar al heredero.

El consuelo desesperado del litigante derrotado es la nulidad del expediente que la busca con ansia para entretener la pérdida. No hay en esta causa, porque los motivos invocados últimamente en el escrito en que se formaliza el recurso actual son demasiado fútiles e inaceptables. Es lo primero que los albaceas no han debido   —116→   ser demandados, sino el heredero, aunque el testador haya dispuesto lo contrario, y que en caso de responsabilidad de aquellos tan sólo debió repetirse contra el doctor León designado para el arreglo de la manda por el mismo Aguilera. Aquí notará V. E. una abierta contradicción, respetando unas veces la voluntad del testador, y otras impugnándola, haciéndola valer para imponer la obligación al uno, y negándole la facultad para ambos. Este cargo abraza precisamente el reato de hacer cumplir lo que el testador ha ordenado en su testamento a otra última disposición, según la definición de Escriche, y entre otros nombres tiene el de fideicomisario porque en su fe y verdad dice la ley 1.ª, título 1.º, partida 6.ª: dejan y encomiendan los fazadores de los testamentos el fecho de sus ánimas. Las leyes siguientes detallan sus deberes, y la tercera impone a los testamentarios el deber de cumplir la voluntad del testador, y les prohíbe hacerlo a querer de aquellos. La 8.ª les hace perder la parte que tienen en el testamento cuando por malicia o descuido no cumplen las mandas siendo amonestados, como lo han sido en este caso.

Muy mal traída en la ley 4.ª del mismo título y partida que trata de los únicos casos en que los albaceas pueden demandar las cosas del difunto; porque el doctor León y la señora Ordóñez no necesitaban de esto para ajustar los 13.000 pesos a mis partes. Con liquidar la cuenta de lo que debían Martínez y Molestina, y vender uno de los fundos estaba reunida la suma. Por otra parte entre los dos sacaron el fondo de la casa de Guayaquil, y lo distribuyeron a su antojo; entre los dos se han repartido los bienes con adjudicaciones recíprocas, y ambos han faltado al precepto de Aguilera. Justo es que sean demandados, no el heredero que ni ha percibido esos fondos, ni se ha opuesto a la entrega de los 13.000 pesos, tanto más cuanto que los albaceas aún no rinden cuentas, ni se desprenden del manejo de la testamentaría. Hasta el Código Civil publicado después de la demanda autoriza al albacea a comparecer en juicio para llevar a efecto las disposiciones testamentarias con intervención del heredero presente, o del curador de la herencia   —117→   yacente. Éste es deber de los cabezaleros, no de los legatarios, y éstos piden la observancia del testamento en cuanto a ellos. Por último, no están haciendo de demandantes, sino de demandados, y la ley de partida que se invoca es inconducente.

Valdivieso fue nombrado curador ad-litem de los menores y admitido por el juez. Aceptó y juró el carga, y tiene título legal para representarles en esta causa.

El señor ministro Mancilla se ha excusado por delicadeza, y según su exposición no es deudor a la testamentaría, porque se comenzó la una deuda con otra. Es por esto que nadie le ha requerido cobrándole, como él mismo lo asegura. Éste es el último asidero de la nulidad que hace el fuerte de la defensa contraria.

Recomendando al Supremo Tribunal el art. 4.º de la ley de marzo 22 de 1837 que declara inviolables las disposiciones del testador, y veda su conmutación con ningún pretexto, y que al albacea no le es dado impugnar el testamento, ni combatir sus mandatos, aun cuando sean en perjuicio de un tercero por corresponder este derecho a los herederos o parientes, suplico a V. E. se digne confirmar con costas el fallo recurrido por ser justo, y por no adolecer el expediente de nulidad. Imploro justicia y juro.





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ArribaAbajoDoctor José María Bustamante


ArribaAbajoAlegato presentado ante la Corte Suprema de Justicia, por el Dr. Bustamante, en el juicio seguido por José Santos contra Federico Paredes, sobre nulidad de una partición
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Señor Ministro:

Uno de los argumentos principales, aducido por mis contendores y acogido en las sentencias de ambas instancias, es que el fallo que aprobó la partición de los bienes dejados por mi padre, señor Rafael Paredes, no ha causado ejecutoria, por habérselo dictado en un juicio de jurisdicción voluntaria.

Lo tengo dicho en la segunda instancia, y lo repito ahora, que, en el juicio de partición, el juez no ejerce únicamente jurisdicción voluntaria, porque en ese juicio son siempre diversos o contrapuestos los intereses de las personas que intervienen en él, o, en otros términos, cada parte representa distinto derecho. Además, según el art. 5.º del Código de enjuiciamiento en materia civil, la jurisdicción contenciosa se ejerce no sólo sobre las personas que, no estando de acuerdo entre sí, acuden al juez para que decida los puntos sobre que se hallan desacordes, sino que también sobre los asuntos en que están conformes las partes, pero que exigen resolución judicial para que se pueda obligar a una de ellas o a   —122→   entrambas. Luego, pues, si tratándose de una partición en que tienen intereses menores, exige la ley, para que ella surta efecto o sea obligatoria a todos los partícipes, que la apruebe el juez; está claro que éste, en el respectivo juicio, ejerce siempre, o aunque no haya controversia, la jurisdicción contenciosa; luego la sentencia que aprueba la partición pasa en autoridad de cosa juzgada, respecto de los que han figurado como parte; tanto más, cuanto que la disposición del art. 337 del citado Código es general, generalísima, o mejor dicho no hace diferencia alguna entre la sentencia dictada en el juicio de jurisdicción voluntaria y la que se expida en el de jurisdicción contenciosa. Y de todo esto proviene, sin duda, que este mismo Tribunal, en el fallo transcrito en mi alegato de fs. 79-83, consideró que la sentencia aprobatoria de la partición a que se alude en ese fallo, produjo el efecto de cosa juzgada.

Pero supongamos, sin consentirlo, que la sentencia que aprobó la partición de que se trata no hubiese causado ejecutoria; en este supuesto, la consecuencia natural y lógica, y aun legal, sería que esa sentencia no puede servir de obstáculo para que, acerca de dicha partición, se llene la formalidad que falta para que surta efecto; esto es, que se la apruebe oyendo previamente al defensor de menores; y que, por lo mismo, no es procedente declarar nulo todo lo hecho antes con las respectivas formalidades.

Por consiguiente, una de dos: o la precitada sentencia causó ejecutoria, y entonces mal ha podido demandarse la nulidad de la partición, por ser ya cosa juzgada; o si no la causó, el caso es sólo de que se haga lo indicado arriba. No hay cómo salir de esta disyuntiva.

Aparte de esto, no puede ser más contundente e irrefutable lo que se dice en el fallo de este Tribunal, a que me he referido, sobre que, atentos los arts. 891 y 892 del Código de enjuiciamiento en materia civil, que entonces regía, y los cuales equivalen al 704 y 705 del hoy vigente, sólo respecto de las particiones extrajudiciales pueden tener lugar las acciones que concede el Código Civil; y   —123→   que esto confirma que no puede atacarse una partición en que ha recaído sentencia, sino en el caso de que ésta sea nula; de igual manera que, conforme al art. 1.882 del segundo de aquellos Códigos no tiene cabida la acción rescisoria por lesión enorme en las ventas que se hubiesen hecho por el Ministerio de la Justicia.

Pero ni podía ser de otro modo; ya porque, como llevo dicho, la sentencia que aprueba una partición, una vez ejecutoriada, tiene que producir efectos irrevocables; ya porque, de aceptarse que, no obstante estar aprobada por el juez competente una partición, se puede todavía demandar la nulidad o rescisión de ella, resultaría nugatoria la aprobación judicial; cosa que pugna con los principios y hasta con el simple buen sentido, a la vez que traería fatales consecuencias.

Lo sustancial para que una partición en que interesen personas que estén o deban estar bajo tutela o curaduría surta efectos legales, es que, después de practicada el juez la apruebe y confirme. Y si bien la ley ha querido que esta aprobación y confirmación se la expida con audiencia del defensor de menores, el juez que omite esta audiencia, incurre en una falta -falta, por cierto, de pequeñísima significación-; pero de esto no se sigue, ni seguirse puede que, en tal caso, la sentencia aprobatoria de la partición no produce efecto alguno, o que, a pesar de ella, puede demandarse la nulidad de la partición, fundándose sólo en la referida falta. Y digo que ella es de pequeñísima significación, si se atiende a que, aun cuando el defensor de menores puede hacer observaciones a la hijuela, en beneficio de los incapaces, tales observaciones no dan lugar al juicio ordinario de que habla el art. 701 del Código de enjuiciamientos, por ser, diremos así meramente informativos, sino que el juez está en libertad para acogerlas o no, de plano, en su fallo; y por lo tanto, el no oírse a aquel defensor, paco o nada perjudica a los menores, ya que cumple también al mismo juez mandar, de oficio, que se corrija la partición cuando en ella se ha infringido la ley y perjudicado a los incapaces.

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Vamos a otra cosa. El defensor de mis adversarios, en segunda instancia, en son de combatir uno de mis argumentos, se ha empeñado en demostrar que, a lo mismo da, según la mente de la ley, el ser nulo un acto o el que no surta efecto alguno. Vano empeño, porque yo no he negado, ni podía negar que, en ambos casos, el acto no tiene fuerza obligatoria. Lo que he sostenido y sostengo es que, el omitir en la celebración de un acto jurídico alguno de los requisitos que la ley prescribe para su validez, es cosa muy diversa que el no practicar una diligencia que la misma ley ordena tenga lugar después, para que el acto quede consumado; por cuanto, en el primer caso, el acto es vicioso o nulo desde el principio de modo que no cabe legalizarlo o darle valor sino volviendo a celebrarlo; y, en el segundo, el acto no adolece de nulidad, ya que en su celebración no se ha omitido ninguna de las solemnidades con que debió realizarse, sino que resta sólo el que se cumpla con una formalidad posterior para que quede consumado o pueda producir efecto. Y entre otras razones que pudiera yo aducir en apoyo de esto, expondré sólo la siguiente, que la considero potísima y decisiva. Supongamos que, hecha una partición, o presentadas por el partidor las respectivas operaciones, y antes de que el juez dé su aprobación, se le antojase a alguno de los interesados el pedir que se la declare de ningún valor o efecto, fundándose en que todavía no ha recaído esa aprobación, y ni aún se ha oído al defensor de menores. ¿Sería legal, sería procedente sería razonable declararlo así? Evidentemente que no, puesto que hasta entonces no se había omitido ninguna formalidad, o mejor dicho, que todo lo hecho hasta allí tenía valor legal. Luego es de igual modo evidente que, el haberse aprobado una partición sin oír antes al defensor de menores, no es motivo suficiente para declararla nula. A lo más, y esto en la hipótesis de que la sentencia en que se la hubo aprobado no causare ejecutoria lo que podría pedirse es que se declare sin valor la aprobación, a fin de que las cosas queden en el estado de que se oiga a dicho defensor. Pero declarar nula la partición, o todo lo hecho antes, esto es, el acuerdo de   —125→   los interesados acerca de las adjudicaciones o del remate de los bienes, y las operaciones del partidor, no lo creo legal ni justo ni conforme con la razón ni con los principios.

Dícese en el alegato corriente de fs. 72 a 77, que no cabe afirmarse que no puede surtir efecto la partición de los bienes dejados por nuestros padres comunes, tan sólo mientras que no se llene la formalidad que se echa de menos, como si fuera posible cumplirla sin declarar la nulidad del acto mismo; porque para ello, sería preciso que el proceso fuese nulo, y no por cualquiera causa, sino por falta de jurisdicción improrrogable o de personería de las partes, y que la sentencia no hubiese sido dada en última instancia por la Corte Suprema; circunstancias que no concurren ahora, y hacen imposible proponer la acción de nulidad de la sentencia que aprobó la partición o la excepción del mismo género, según el caso fuere. Aquí sí viene muy al pelo, agrego yo, aquello de «el peje por su boca muere». Si, pues, no se puede cumplir con la formalidad de aprobar la partición oyendo previamente al defensor de menores, porque, para esto sería preciso que el proceso fuese nulo por falta de jurisdicción improrrogable o de personería de las partes y que la sentencia no hubiese sido dada en última instancia; está claro, clarísimo, que esa sentencia ha causado ejecutoria y que, por lo tanto, no habiendo cómo invalidarla por alguno de los motivos arriba indicados, tiene de producir el efecto de que quede aprobada e irrefutable la partición; pues que, de lo contrario, o si no causase ejecutoria la sentencia, no habría inconveniente alguno legal para que sólo se restituyan las cosas al estado de que se llene la omisión, por lo mismo que la aprobación del juez no había producido ningún efecto, y era lo único que no tenía valor. No considero aceptable, bajo ningún concepto, el símil que trae a cuento el precitado defensor, relativo a la compraventa, para sostener que, de igual manera que ésta es nula cuando en su celebración se ha omitido cualquiera de los requisitos exigidos por la ley o que le son peculiares, tiene de serlo una partición judicial en que interesan menores de edad,   —126→   cuando la haya aprobado el juez sin la audiencia al respectivo defensor. En la compraventa por lo mismo que es un contrato, cumple a las partes cuidar de que se observen las correspondientes formalidades, o de que todas éstas se llenen al tiempo de celebrarla; y de aquí es que, naturalmente, el haberse omitido cualquiera de ellas, anula el contrato, que constituye un solo acto jurídico. Mas, en la partición judicial, hay una serie de actos de tramitación que van sucediéndose, y acerca de algunos de los cuales, es al juez o al partidor a quien incumbe el cuidado de que se practiquen con arreglo a la ley; y, por lo tanto si en uno de tales actos no se ha procedido legalmente, o se ha faltado a alguna de las respectivas formalidades, será nulo ese acto y todos los subsiguientes, pero no los anteriores a él. En esta virtud, cuando el juez ha aprobado la partición sin haber oído al defensor de menores, lo nulo será únicamente el acto de la aprobación; y, en consecuencia, todo lo actuado antes queda válido y subsistente; por lo que, en tal caso, lo que podía solicitarse por cualquiera de los interesados, no es que se declare nula la partición, sino que para que ella surta efecto, se restituyan las cosas al estado de que se oiga al defensor de menores, y después de esto, la vuelva a aprobar el juez.

El defensor de mis hermanos, en la primera instancia, ha creído aplicable al caso que nos ocupa, y muy favorable a aquéllos el art. 703 del Código de E. E. de la penúltima edición, que equivale al 706 de la actual. Pero en esto hay otro error, porque ahora no se trata de una partición hecha privadamente, ni de un arreglo celebrado por los copartícipes, que es de lo que habla o a que se contrae dicho artículo, sino de una partición practicada legal y judicialmente y respecto de la cual sólo falta para que surta efecto, que la aprobación de ella se la expida oyendo al defensor de menores; cosa, por cierto, de todo en todo distinta.

No dejaré también en manifestar que, aun ateniéndose a uno de los fundamentos de la sentencia de primera instancia, no puede declararse nula la partición que discutimos.   —127→   Al principio de esa sentencia se dice lo siguiente: «Las partes están acordes en que no se oyó, con la partición de fs. 20 a 24, al defensor de menores, cual lo dispone el art. 389 del Código civil; y como, en el caso debió observarse ese requisito, el habérselo omitido, es motivo para que la partición no produzca efecto alguno. Los actos que, según la ley, no pueden surtir efecto jurídicamente hablando, son actos nulos, a menos que la misma ley disponga otra cosa, como sería, por ejemplo, lo de que no comiencen los efectos de tal o cual acto, en tanto que no estuviesen observadas las solemnidades a que respectivamente, debieron sujetarse». Pues, precisamente, por lo expuesto en este fundamento no es procedente el declarar nula la partición en referencia, ya que el precitado artículo no dice que la partición que ha sido aprobada sin haberse oído al defensor de menores, no puede surtir efecto, sino que, para que lo surta, será necesario una decisión judicial que, con audiencia del respectivo defensor, la apruebe y confirme; lo cual, en rigor equivale al ejemplo que se aduce en el sobredicho fundamento, de que la ley dispusiera que no comiencen los efectos de tal o cual acto, en tanto que no estuviesen observadas las respectivas formalidades; una vez que el mismo alcance tienen, o significan lo mismo las palabras «para que surta efecto», de que se vale la ley; en cuyo caso, lo que se colige, atenta la disposición del artículo 389, es que la partición de la controversia no es nula, sino que, para que comience a producir efecto, se necesita que se la compruebe y confirme en la forma debida, o mejor dicho, que puede hacérsela producir efecto mediante una nueva aprobación, hecha con arreglo a la ley.

* * *

Ahora me ocuparé, siquiera sea ligeramente, del fallo de la Corte Superior.

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Se recalca en dicho fallo sobre que la aprobación de la hijuela divisoria, si bien la ha dado el juez en forma de sentencia, no es en realidad sentencia, porque no medió controversia entre los partícipes. Según el art. 311 del Código de Enjuiciamiento, «sentencia es la decisión que da el juez acerca del asunto o asuntos principales sobre que versó el juicio». Por consiguiente, y siendo indudable que el juez al aprobar y confirmar una partición judicial, decide acerca de la materia principal del juicio; está claro que esa aprobación y confirmación comportan una verdadera sentencia. Y en corroboración de esto, nótese que el mismo art. 389, tantas veces citado, usa de la frase «decisión judicial».

Fúndase también la Corte Superior en que, como la hijuela divisoria llegó a inscribirse, y, por tal inscripción, que completa y formaliza el acto jurídico de la partición de bienes raíces se ha efectuado una tradición de dominio de aquellos a que se contrajo la división entre mis hermanos y yo, al demandarse, en general, la nulidad de la susodicha partición, se ha impugnado la validez de todo ese acto jurídico complejo, inclusa la inscripción o tradición preindicadas; en cuyo caso, y supuestas las exigencias de los arts. 389 del Código Civil y 703 del de Enjuiciamientos (vigente entonces), la partición de que se trata adolece de nulidad relativa manifiesta, por hecha sin el requisito de audiencia del defensor de menores, según las reglas de los arts. 1.338 y 1.671 del primero de aquellos Códigos. Si es verdad que, habiéndose demandado en general la nulidad de la partición, ha de entenderse que se ha impugnado también la validez de la inscripción de ella, esto no es razón para que, a pesar de la ejecutoria, se declare nula la partición; o, por lo menos, no obstaría ni podría obstar para que, caso de que se considerase que no hay cosa juzgada, se declare subsistente aquélla, en todo lo hecho antes de la aprobación del juez, atentas las reflexiones que dejo expuestas arriba; por cuanto, hasta entonces, no se había omitido ninguna formalidad, y porque nada importaría ni perjudicaría a nadie el que quede sin efecto la inscripción,   —129→   subsistiendo la hijuela, desde luego que no se trata de un contrato.

Por último, dícese en el referido fallo que la alegación mía de que es subsanable la omisión relativa a la audiencia al defensor de menores, es inadmisible, ya porque la acción no se limita a impugnar la hijuela y su simple aprobación, ya porque al exigir la ley la intervención de ese defensor antes de la aprobación judicial, supone que él tiene derecho a pedir la modificación de las operaciones mismas, en cuanto sean perjudiciales a los menores y establece la nulidad de la partición, para sancionar el cumplimiento de esa exigencia tendente a proteger los intereses de aquellos menores. Que la acción no se limite a impugnar la hijuela y su aprobación, o que se haya demandado la nulidad de toda la partición, manifestará que esa acción es incorrecta o ilegal, por habérsela hecho extensiva aun a lo que no adolece de vicio alguno, ni podía, en ningún caso, invalidarse; pero no puede servir de fundamento para anularlo todo, no obstante las poderosas razones que he aducido en contrario. Por lo que mira al objeto con que la Ley exige que se oiga al defensor de menores, tengo ya expuesto lo conveniente. Y en cuanto a que aquélla establece la nulidad de la participación para el caso de que se omita esa audiencia, no se está en lo cierto; pues el art. 389, de que tanto nos hemos ocupado, no dice que será nula la partición cuando, para aprobarla, no se hubiere oído al defensor de menores, sino solamente que, para que ella surta efecto, será necesario nueva decisión judicial que, con audiencia del respectivo defensor, la apruebe y confirme; lo que ni siquiera implica la idea de establecer que, al no aprobársela y confirmársela de ese modo, sea nula la partición desde el principio, o aun lo hecho antes de la aprobación y confirmación de ella.

* * *

Se me disimulará el que haya sido hasta machacón en este manifiesto; pues que así me lo ha exigido la naturaleza   —130→   del asunto, igualmente que el deseo de presentar más de bulto las razones que apoyan mi defensa; y concluyo pidiendo que, o bien se revoque la sentencia de que he recurrido, desechando la demanda; o, cuando menos, y para el caso de conceptuarse que el fallo que aprobó la partición no causó ejecutoria, se reforme aquella sentencia, en el sentido de que se restituyan las cosas al estado en que se encontraban cuando se dictó ese fallo aprobatorio; ya que sólo de una de esas dos maneras se salvarán la ley y la justicia, a la vez que no se sentará un principio cuyas fatales consecuencias no pueden ocultarse a nadie, y que daría lugar a una infinidad de litigios; cosas ambas, que el primer Tribunal de la República está llamado a evitarlas.

José M. Bustamante.





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ArribaAbajoDoctor Carlos Casares


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido por Zoila de Montalván contra don Juan Carmigniani, por rescisión de contrato
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En el escrito de demanda asegura el procurador contrario, señor don Juan José Mendoza, que la señora Zoila Montalván, mediante un engaño, había enajenado una finca cultivada de cacao y potreros, ubicada en el Cantón de Vinces, y que el contrato adolece del vicio insaneable de lesión enorme; por lo cual demandaba la rescisión del contrato de compraventa celebrado con mi representado, el señor don Juan B. Carmigniani; invoca en apoyo de su acción los arts. 1.879 y 1.880 del Código Civil. La demanda no se limita a la rescisión del contrato, sino que además pide la entrega de la finca con los frutos correspondientes desde la fecha de la demanda, 16 de mayo de 1894. Se ve, pues, y con la mayor claridad que se han propuesto, dos acciones, a saber: la de rescisión por lesión enorme y la de entrega de la finca con los frutos. Estas acciones se propusieron conjuntamente; de modo que el juez se vería en la precisión jurídica de fallar sobre ambas, y esto no puede exigirse en el presente caso, atentas las disposiciones especialísimas, relativas a la rescisión por lesión enorme.

El art. 1.881 dice así: «El comprador contra quien se pronuncia la rescisión, podrá a su arbitrio consentir en ella a completar el justo precio con deducción de una   —134→   décima parte, y el vendedor en el mismo caso, podrá a su arbitrio consentir en la rescisión o restituir el exceso del precio recibido sobre el justo precio aumentado en una décima parte». Según tan clara y terminante disposición, queda al arbitrio de la parte que sucumbe en el juicio el sostener el contrato o consentir en la rescisión; luego es evidente que el vendedor no tiene derecho para exigir en la demanda la rescisión del contrato y también precisamente, la entrega de la cosa y frutos. Estas acciones no pueden aceptarse conjuntamente, por ser incompatibles, ya que la elección corresponde única y exclusivamente a la parte contra la cual se pronuncia la rescisión; elección o facultad de que no se le puede privar, sino con violación expresa de la ley.

Supongo, por un instante, sin consentirlo, y sólo para manifestar la incompatibilidad de las acciones acumuladas, que venciera en el juicio de rescisión la señora vendedora. ¿Cuál sería el resultado? Que entonces y sólo entonces vendría, pero únicamente para el señor Carmigniani, la elección, optando por la rescisión o por la subsistencia del contrato, aumentando o completando el precio con deducción de una décima. Podemos decir y sostener, con estricta propiedad jurídica, que la sentencia, aun de última instancia, que declara la rescisión de un contrato de compraventa, no causa ejecutoria en el sentido de que precisamente se ha de llevar a efecto la rescisión; pues lo único que sucede es que, con tal sentencia nace recién el derecho de elegir entre la rescisión y no rescisión, en los términos que prefija el art. 1.881. Más claro, las dos acciones no pueden discutirse simultáneamente, por la sencillísima razón de que la elección que compete al comprador no puede venir sino con posterioridad, es decir, como resultado de la sentencia que declare la rescisión. Aparece, pues, que ab initio la vendedora se atribuye un derecho que sólo y únicamente competería al comprador, cuando llegara el caso de sucumbir en el juicio de rescisión. Éste y la entrega o no entrega de la finca son puntos que, por necesidad legal, han de discutirse no simultánea sino sucesivamente.

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El simple sentido común persuade la necesidad de que los jueces y tribunales fallen acerca de todos y cada uno de los puntos controvertidos; pues si se ocurre al Poder Judicial, es precisamente para que éste resuelva las pretensiones encontradas u opuestas de los litigantes. El art. 318 del Código de enjuiciamiento previene del modo más terminante que: «En las sentencias y en los autos se decidan con claridad los puntos sometidos a juicio, de acuerdo con los méritos del proceso y fundándose en las disposiciones de las leyes, y, a falta de éstas, en los principios de justicia universal». Con el laudable propósito de prevenir los funestos resultados de la falta de administración de justicia, el art. 18 del Código Civil prohíbe a los jueces que la suspendan o denieguen por oscuridad o falta de ley, previniéndole que, en tales casos, juzguen atendiente a las reglas que a continuación se establecen.

No hay, pues, caso ni pretexto alguno para que los jueces dejen de fallar acerca de los puntos que se han admitido a discusión entre los litigantes; y es de tanta significación el deber que se impone a los jueces, que, si dejan de cumplirlo, esto es, si omiten resolver alguno o algunos de los puntos controvertidos, se suple la omisión por el superior debiendo éste imponer al omiso una multa de 8 a 40 sucres. Terminante es sobre este punto el precepto contenido en el art. 383 del Código de enjuiciamiento.

Pero, en previsión de los reprobados manejos a que ocurren la temeridad y mala fe, y para evitar que los jueces se coloquen en casos de resolver acciones contrarias o incompatibles, situación que les sería no sólo difícil, sino de imposible solución, el art. 103 prohíbe expresamente que se propongan y admitan a discusión semejantes demandas; pues está claro que, al tiempo de la sentencia, se encontrarían los jueces en el insalvable conflicto de resolver acciones contrarias o incompatibles; y por ello el remedio que ha excogitado muy sabiamente la ley, ha sido el de prohibir que se propongan en una misma demanda acciones de esta naturaleza.

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Hay más. Obedeciendo a los principios universales de jurisprudencia práctica, previene el art. 142 de este mismo Código, que las pruebas deben concretarse al asunto que se litiga y a los hechos deducidos en el juicio. Este artículo está íntimamente conexionado con el 318 ya citado; porque, si las sentencias han de sujetarse a los méritos de los autos, evidente es que las pruebas han de rendirse sobre todos y cada uno de los puntos controvertidos; y por esto es también que el art. 140 impone a las partes la obligación de probar los hechos que alegan.

De estos antecedentes irrecusables resultaría, en el presente caso, que el juez tendría que sentenciar simultáneamente sobre la lesión enorme y sobre la restitución del inmueble vendido; y las partes tendrían que rendir pruebas no sólo en lo tocante a la lesión enorme, sino también con respecto a la restitución. Pero ésta no puede tener lugar sino en el caso de que la sentencia acepte la rescisión, y de que además el comprador, señor don Juan Carmigniani, consienta en la restitución, porque no prefiere completar el justo precio con deducción de una décima parte; luego es claro y evidente que la rescisión y la restitución del predio, frutos, &, no pueden exigirse simultáneamente, desde que se propone recién la demanda, y por tanto, antes de saberse si se acepta o no la acción de lesión enorme.

En el caso de proponerse una demanda por esta lesión, el punto sobre la restitución de la finca vendida no puede ser materia del pleito que principia por tal motivo. En la sentencia, se ha de aceptar la demanda o se la ha de rechazar, sobre esto no puede haber término medio. Si lo primero, no puede ordenarse la restitución por la muy obvia razón de que ésta depende de la voluntad del comprador, que puede sostener el contrato, sin otro requisito que el de completar el justo precio, con deducción de una décima. Si lo segundo, evidentísimo es también que no puede ordenarse la restitución, ya que se ha negado la rescisión del contrato. Luego, en ningún caso puede el juez sentenciar o fallar simultáneamente   —137→   sobre los dos puntos a que se contrae la demanda de la señora doña Zoila Montalván.

En esta demanda se exige la restitución de la finca con los frutos percibidos desde que se propuso la acción, y si entraran las partes a discutir este punto y a rendir las pruebas que estimaran conducentes, se podría oponer a mi defendido, señor Carmigniani, la observación de que, por el mero hecho de aceptar la discusión sobre la devolución del fundo y pago de frutos, habría consentido ya en la pérdida del pleito en punto a la lesión, y que también se había desprendido del derecho de elección que le concede el citado art. 1.881; se le opondría que había renunciado este derecho, dándose al mismo tiempo por vencido en cuanto a la lesión.

En el libelo de fs. 18 dice la parte contraria lo siguiente: «La simple lectura de mi escrito de demanda que corre a fs. 2, manifiesta que la acción propuesta es la de rescisión de contrato por lesión enorme; y como medida precautoria o del momento se pide también que el juzgado ordene la restitución de la finca materia de la litis, que se encuentra en poder del demandado, desde que no ha tenido ni tiene derecho alguno para poseerla, toda vez que la tradición de los inmuebles se efectúa mediante la inscripción del respectivo título, art. 675 del Código Civil». He aquí Excmo. Señor la más espléndida prueba de la temeridad de la parte contraria. En efecto, basta la simple lectura de este período para apreciar en lo justo las maquinaciones con que se pretende desconocer los derechos del señor Carmigniani.

Sabido es que la acción de rescisión por lesión enorme es del todo diversa de la acción de rescisión por adolecer el contrato de nulidad relativa. En el primer caso, el contrato no adolece de nulidad absoluta ni relativa, sino que al contrario, se celebró válida y legalmente; la rescisión no proviene de vicio en el contrato, sino únicamente del quebranto o diferencia entre el precio convencional y el justo precio. Por esto es que, según el art. 1.880, una es la regla que determina la lesión respecto del comprador y otra la que se observa en cuanto   —138→   al vendedor; si se tratara de una nulidad, no habría tal diferencia. Por esto es también que, conforme al art. 1677, inciso 14, el efecto de la nulidad pronunciada en sentencia que tiene la fuerza de cosa juzgada, es el de dar a las partes derecho para ser restituidas al mismo estado en que se hallarían, si no hubiese existido el acto o contrato nulo. El efecto de la sentencia que declara la rescisión por lesión enorme, es el de dar a la parte contra la cual se ha pronunciado la sentencia, el derecho de insistir o no, a su arbitrio, en el contrato, completando el precio o devolviendo el exceso, según sea la parte que ha sufrido la lesión; luego no es ni puede ser la sentencia que declara la lesión, la que por sí, como si dijéramos por efecto ineludible, ordena la restitución del predio o inmueble de que se trate.

En consecuencia, si la demanda versa sobre nulidad de un acto o contrato, puede muy bien pedirse la declaración de la nulidad y junta o simultáneamente restitución de las cosas al Estado anterior a la ejecución del acto o celebración del contrato. Pero, si la acción rescisoria se intenta por lesión enorme, no puede exigirse simultáneamente la restitución y frutos, porque no son éstos los efectos necesarios o legales de la declaratoria de la lesión. En el primer caso, la nulidad del acto o contrato viene a ser la causa, y la restitución al estado anterior es el efecto legal. En el segundo caso, la declaratoria de la lesión enorme no es causa eficiente o directa de la restitución, porque ésta viene a depender de otro antecedente o causa próxima, a saber, de que la parte vencida consiente en la rescisión.

Ni en el orden lógico, ni en el orden jurídico; en ningún orden de ideas o de preceptos cabe confundir los efectos con las causas; y si se confunden, se incurre en gravísimos errores y extravagancias; no pueden aplicarse las leyes ni puede tener lugar la acción del Poder Judicial. Los casos vienen a ser de verdadera incompatibilidad, porque no es posible conciliar con la ley esa subversión del orden, mejor dicho, ese desorden inherente a la exigencia de que se fallen, en una misma sentencia,   —139→   puntos que deben ser tratados, por necesidad, en el orden debido, esto es, sucesivamente y según sea la sentencia sobre la lesión.

Nada de esto advierte la parte actora; y como si su demanda fuese sobre nulidad, pide además la restitución del fundo, frutos, &. No se salvan la anomalía de incompatibilidad de la demanda con sólo decir que la restitución se ha pedido como medida precautoria y de momento; y, a decir verdad, ni siquiera tiene una explicación jurídica semejante evasiva.

Cuando una mujer casada demanda la separación de bienes, cuando se intenta una acción reivindicatoria, cuando se trata de asegurar el cobro de los créditos, &., tanto el Código Civil como el de enjuiciamientos autorizan ciertas providencias conducentes a asegurar los derechos que alega el actor; pero nunca se principia por otorgar a éste la restitución del objeto que se pretende reivindicar, ni por obligar, al que se figura como deudor, a que principie el pleito, pagando a su titulado acreedor. Las medidas que se excogitan son las de embargo o secuestro retención, prohibición de enajenar los bienes raíces, arraigo; pero no es medida de mera precaución y del momento la de exigir la restitución de la cosa misma que es materia del litigio. Esta restitución la ha exigido Mendoza, sometiéndola a juicio y para que sea un asunto de la sentencia. En este sentido es que se corrió traslado con la demanda, y por ello se opuso la excepción que va a resolver V. E. No se exigió la restitución como punto de previa resolución, sino como materia del juicio. El auto de primera instancia se funda en dos considerandos que se disputan la preferencia, en cuanto a ilegales y desatinados. El primero se reduce a sostener que no es admisible la excepción: «ora porque se pide la entrega de la cosa, por no corresponder la tenencia de ella al demandado, y ora porque, aunque se hubiese solicitado de un modo incondicional, ella sería el resultado de la demanda misma, en caso de ser admitida y siempre que Carmigniani no consintiese en completar el justo precio». He aquí Excmo. Señor un razonamiento   —140→   que pugna aun con las propias palabras del actor, y que acusa además una deplorable contradicción. En el período que dejo transcrito (de la solicitud de fs. 18), no trata el actor de la mera tenencia de la finca; lo que dice es que mi defendido «no ha tenido ni tiene derecho alguno para poseerla». ¿Hasta cuándo será que no haya criterio ni para distinguir la mera tenencia de la posesión? Según el art. 688 del Código Civil, posesión es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño de ella; y conforme al art. 702, se llama mera tenencia la que se ejerce sobre una cosa, no como dueño, sino en lugar y a nombre del dueño. La sola circunstancia de demandar la rescisión de la venta, alegando lesión enorme, está patentizada que no se conceptuaba a mi defendido Carmigniani como mero tenedor; y por eso es que se afirma que no tiene derecho para poseer la finca. El señor asesor ha cambiado, pues, las palabras, sin siquiera advertir que cambiaba la sustancia misma de las cosas; esto sucede cuando no se conoce ni la significación técnica o jurídica de las palabras que el legislador ha definido expresamente para ciertas materias, a fin de que en éstas se les dé su significado legal, según la regla tercera del antes citado art. 18.

La otra parte del primer considerando es hasta ininteligible, por ser de todo en todo contradictoria en sus cláusulas. Sostener que debe ser desechada la excepción de mi parte, aun en el caso de que Mendoza hubiese solicitado la restitución de un modo incondicional; porque tal restitución debía ser resultado de la demanda, en el caso, esto es, en el supuesto, o como si dijéramos, bajo la condición de que se acepte la demanda y siempre que Carmigniani no consienta en completar el justo precio; sostener este desatino, este palmario absurdo, es sostener que se puede demandar incondicionalmente, o como obligación pura y simple, la que depende de una condición. Éste es el colmo de la ignorancia. Si se reconoce, y en términos muy claros, que la restitución no ha de tener lugar sino cuando concurran dos circunstancias, a saber, la de aceptarse la demanda y la de que Carmigniani no consienta en completar el precio. Evidente que se acepta   —141→   que la restitución depende de dos acontecimientos futuros que pueden suceder o no; y esto es precisamente lo que se llama obligación condicional en el art. 1463. Acontecimiento futuro e incierto es el de que se acepte la demanda; asimismo es futuro e incierto el acontecimiento de que, aceptada la demanda, Carmigniani consienta en la rescisión. Luego la restitución está dependiendo de dos acontecimientos futuros e inciertos; luego es doblemente condicional. ¿Cómo entenderemos entonces ese barbarismo jurídico, de que ha podido muy bien solicitarse incondicionalmente una restitución, que se confiesa depender de dos condiciones?

Según el art. 1.475, no puede exigirse el cumplimiento de la obligación condicional, sino verificada la condición totalmente; está diciendo, está confesando y reconociendo el señor asesor que la entrega sería el resultado de la demanda, en caso de ser admitida, y siempre que Carmigniani no consienta en completar el justo precio; luego, antes de saberse si, en sentencia ejecutoriada se admite la demanda declarando la rescisión por lesión enorme, antes de saberse si, en virtud de tal ejecutoria, acepta Carmigniani la restitución o si opta por el medio de sostener el contrato, completando el justo precio, con deducción de una décima parte, ¿cómo será posible, equitativo, racional y jurídico entrar ya de lleno en la cuestión sobre restitución y pago de frutos?

Nadie habrá desconocido hasta ahora que la condicional pugna con la incondicional, con repugnancia intrínseca; estas ideas no sólo son incompatibles en el orden jurídico, son de suyo inconciliables, por contrarias y opuestas. En los juicios sobre lesión enorme, la restitución tiene que ser consecuencia de la sentencia que ha declarado la rescisión y del allanamiento del vencido en aceptar la restitución de la cosa; éstos son, por consiguiente, los dos requisitos previos, son las dos condiciones o antecedentes que establece la misma ley; luego discutir sobre la restitución antes de sentenciada la rescisión, es una verdadera anomalía que rechaza el simple sentido común; porque de suyo se ostentan la incompatibilidad   —142→   y contradicción de acciones. Se ocurre al juez, alegando la lesión enorme, para obtener la declaratoria de la rescisión; luego no llega todavía el caso de disputar sobre la restitución; luego estas dos acciones deducidas simultáneamente son contradictorias e incompatibles. Se pide que se declara rescindida la venta; porque todavía no hay sentencia que haya aceptado la lesión enorme y se piden al mismo tiempo la restitución y los frutos, como si ya se tuviere una ejecutoria que hubiese declarado la rescisión, y como si ya el vencido se allanara con la restitución; luego las acciones deducidas por Mendoza son contrarias e incompatibles.

Imposible es que una cosa sea y no sea al mismo tiempo. Este es, Excmo. Señor, el principio de contradicción, que se mira como base inamovible de los conocimientos humanos, sin excepción ninguna. Imposible es, digo ahora, que esté ejecutoriada la sentencia que declara la lesión enorme, y que al mismo tiempo no haya todavía tal sentencia; luego es clarísimo que las dos acciones de Mendoza, promovida la una para obtener recién la declaratoria de la lesión, y sostenida la otra en el sentido de existir ya una ejecutoria que declare la rescisión, son contradictorias e incompatibles. Negar esto sería negar la evidencia del citado principio de contradicción.

El segundo considerando es todavía más sorprendente, porque se añaden mayores desatinos: dícese lo mismo respecto de la parte concerniente a los frutos; porque, en caso de declararse con lugar la demanda y de no reintegrarse el justo precio, habría que devolver la hacienda con sus frutos; luego la acción de lesión enorme no excluye o contradice la que tiene por objeto alcanzar al mismo tiempo la entrega del fundo vendido y sus frutos; pues antes bien es una consecuencia legítima de aquélla. Véase Excmo. Señor que no exagero al sostener que se añaden mayores desatinos. Si para devolver la hacienda con sus frutos, es indispensable que primero llegue el caso de declarar con lugar la demanda, y si además es también necesario que, aceptada la demanda, esto es, declarada la lesión no se allane mi defendido a   —143→   completar el precio en los términos de la ley; ¿cómo será posible que se discutan al mismo tiempo la lesión y la restitución y con frutos? Hay extravagancias que no se prestan a disculpa ninguna. Añádase que la entrega del fundo con los frutos es consecuencia legítima de la demanda por lesión enorme. De modo que según el señor asesor, basta proponer una demanda sobre lesión enorme para deducir la consecuencia legítima de que ha de triunfar necesariamente el actor y de que el demandado ha de consentir en la rescisión. Por tanto, al mero hecho de proponer la demanda, debe seguirse como consecuencia legítima la sentencia que declare la lesión y obligue al demandado a la restitución del inmueble y con los frutos. No hay paciencia, Excmo. Señor, para tolerar considerandos de esta clase.

Como el Tribunal Superior confirmó el fallo del inferior, de esperarse era otra celebridad, y en efecto la tenemos en el auto recurrido, que aduce por fundamento el siguiente: «la parte actora subordina en último resultado, el alcance de la acción que propone, a lo prescrito en el art. 1.881 del Código Civil». Léase, reléase la demanda cuantas veces haya paciencia para soportar tan ingrata lectura, y, por más que se alambiquen las ideas, no se encontrará subordinación a ningún alcance. Lo único, lo que se palpará sin esfuerzo alguno, es que la parte actora no alcanzó a comprender su absurdo de su demanda, en la que simultáneamente pide la declaratoria de la lesión y la restitución de la finca con los frutos. Léanse los autos de primera y segunda instancia, y también se palpará la evidencia de que no están subordinados al art. 1.881, cuyo sentido claro y evidente como la luz no se ha alcanzado a entender.

El art. 1.881 dice así: «podrá a su arbitrio consentir en ella, o completar el justo precio con deducción de una décima parte; y el vendedor en el mismo caso, podrá a su arbitrio consentir en la rescisión, o restituir el exceso del precio recibido sobre el justo precio aumentado en una décima parte». Basta saber leer, para comprender que este artículo se refiere al caso de que se   —144→   haya sentenciado ya la causa, declarando la lesión enorme, es decir que haya ejecutoria pronunciada contra el demandado; entonces nace para éste, que es el que ha sucumbido en el juicio, el derecho de insistir o no en el contrato. Luego es evidentísimo que la restitución o no restitución del inmueble depende de la voluntad del demandado contra quien se ha pronunciado la sentencia, declarando la lesión; pues al vencido en el juicio, no al actor, es a quien compete la elección, pudiendo a su arbitrio consentir o no en la rescisión; luego ésta se halla subordinada a la voluntad de la parte contra la cual se ha pronunciado la sentencia. Luego la subordinación que supone la Corte de Guayaquil es absurda, ilegal, &; porque la elección no depende ni puede depender del actor que recién propone la demanda sobre lesión enorme. En consecuencia, lo único que queda en claro es que la señora doña Zoila Montalván y los señores asesor y ministros son los que se han insubordinado contra la terminante y explícita disposición consignada en el citado art. 1.881, que he copiado dos veces.

En virtud de lo expuesto, y confiando principalmente en la probidad y luego en V. E., pido se revoque el auto recurrido, condenando en costas a la parte contraria, y declarando que no pueden demandarse al mismo tiempo, simultáneamente, la declaratoria de que el contrato adolece de lesión enorme y la restitución del fundo con los frutos que se reclaman.

Carlos Casares.





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