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ArribaAbajoDoctores Rafael María Arízaga y Carlos Carbo Viteri


ArribaAbajoAlegato en el juicio en que Indalecio Pazmiño solicita la nulidad de los escrutinios practicados el 21 de noviembre por el Concejo municipal de Machala
1893


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Excmo. Señor:

«El que escruta elige», dijo por ahí alguien que, sino fue el primero en observar los mil abusos a que está expuesto el derecho de sufragio en pueblos desmoralizados por la ambición y el egoísmo partidarista, halló a lo menos la expresiva fórmula del mayor y más común de todos ellos. Aplicación palpitante de la triste verdad en aquella frase contenida, es el resultado del escrutinio que se practicó en el cantón de Machala el veintiuno de noviembre del año próximo pasado; escrutinio cuyo resultado fue el de que se declarase elegidos para miembros de aquel Ayuntamiento, no a los ciudadanos designados por la voluntad popular, sino a los favoritos de cierto círculo estrecho que, mediante manejos ilegales y punibles artimañas, pretendió apoderarse del Concejo para aquel acto.

Por felicidad las infracciones de la ley llevan casi siempre consigo el sello de una ciega precipitación, que no repara en las fórmulas tutelares del derecho; por donde dejan a menudo expedita la acción reparadora de   —148→   la ley violada, la cual se venga de sus infractores declarando la ineficacia absoluta de aquellos actos; y tal ha resultado en el escrutinio a que me refiero, cuya nulidad tengo solicitada a fojas 1.º, fundado en las razones allí apuntadas y que paso a exponer detenidamente.

El incalificable abuso en que me ocupo vino preparándose desde el 17 de noviembre. En esa fecha se reunieron, por sí y ante sí, los señores concejeros doctor Melitón Ochoa y don Manuel Serrano; y hallándose presentes en la ciudad cabecera del Cantón los señores doctor Juan José Castro y don José Pazmiño, Presidente y Vicepresidente de la Corporación en el orden respectivo, con entera prescindencia de estos funcionarios llamaron al segundo suplente don Julio R. Verdezoto y celebraron la sesión de aquella fecha, bajo la Presidencia de don Manuel Serrano, según consta del acta cuya copia obra de fojas 17 a 17 vuelta. Muchos son los reparos que deben oponerse a este primer acto atentatorio de los señores consejeros Serrano y Ochoa.

Ante todo, tratándose de una primera sesión extraordinaria, esto es de una sesión de apertura, el quorum legal debía ser por lo menos de cuatro miembros del Concejo, al tenor del art. 6.º de la Ley de Régimen Municipal y del 2.º de la Reforma del Reglamento Interior copiado a fojas 38 vuelta. Y si todo acto prohibido por ley es nulo y de ningún valor, siendo como es rigurosamente prohibitiva la forma y sustancia del referido art. 6.º, que dice: «Ninguna corporación municipal podrá abrir sus sesiones con menos de las dos terceras partes de sus miembros», salta a la vista la absoluta invalidez de cuanto se hubiese acordado en la sesión de 17 de noviembre.

Por lo demás, los señores Ochoa y Serrano, al constituirse en junta preparatoria sin reparar en barras, debieron por lo menos tener en cuenta que según el art. 7.º de la Ley de Régimen Municipal, toca a dicha Junta apremiar a los miembros inasistentes, y que hallándose en la ciudad de Machala los señores doctor Juan José Castro y don José Pazmiño, según consta plenamente   —149→   comprobado, no les era potestativo prescindir de ellos, sino después de usar, sin resultado, de la facultad de apremiarlos con multas de cuatro a veinte pesos para obligarlos a concurrir. Y como la facultad que la ley concede a los suplentes para desempeñar las funciones de los principales depende de aquella condición indispensable, según el texto expreso y terminante del referido art. 7.º, es indudable que en la sesión del diez y siete de noviembre no había llegado el caso legal de que funcionase suplente alguno, y que por tanto la concurrencia de don Julio R. Verdezoto fue sobre modo arbitraria y obra de un verdadero abuso, cuyo efecto ineludible es la nulidad del acto a que ha concurrido.

Y si esta nulidad es una consecuencia necesaria de la irregular y abusiva organización del Concejo, la confirma y corrobora más, si cabe, la naturaleza misma de los actos ejecutados en aquella sesión. Por bastar a mi propósito, hablaré tan sólo de dos de ellos: la remoción del Presidente propietario doctor Juan José Castro y la promoción del suplente Verdezoto a Concejero principal.

Es, desde luego, de lo más irritante y escandaloso que puede verse en materia de espíritu subversivo y trastornador que una insignificante minoría de dos concejeros, alzándose con la abusiva intervención de un suplente a pretender constituir corporación, se rebelen contra el orden establecido en ella y contra las leyes que lo constituyen. ¡Ay! de las municipalidades y de todo cuerpo colegial el día que abuso semejante se vea favorecido por el éxito. Las luces del buen sentido bastarían para que un acto como el de que trato fuese desconocido no sólo por la justificación de los tribunales y más poderes públicos, sino por los mismos ciudadanos, negando éstos todo apoyo moral y toda sumisión a resoluciones atentatorias, emanadas de una facción subversiva más bien que de una corporación constituida al amparo de la ley.

El Reglamento interior del Concejo, que obliga a éste con fuerza de ley, puesto que a él se refiere el art. 5.º de la de Régimen Municipal, establece en el art. 1.º de la reforma copiada a fojas 38 vuelta que el Presidente y   —150→   Vicepresidente de la Corporación lo son por el término fijo de un año. Y como por el art. 31 de la expresada ley de Régimen Municipal es prohibido a los Concejos cantonales todo aquello para que no estuviesen autorizados expresamente en la misma o en otras leyes, es fuera de duda que, no existiendo éstas en el presente caso, no habría podido la Municipalidad de Machale, ni aun suponiéndola debidamente organizada, destituir a su presidente propietario sin razón legal de ningún género. ¿Qué efecto podrá, pues, surtir aquella destitución decretada por tres individuos que no constituían legalmente la corporación en cuyo nombre pretendía obrar a su arbitrio? Ninguno, sin duda alguna, para el concepto de quien entre en cuenta las disposiciones de la ley; pero mucho para el vano pensar de los consejeros interesados en la escandalosa trama que con aquel acto creían dejar preparada a maravilla, según veremos adelante.

Otro de los actos del pseudo concejo reunido el 17 de noviembre, fue declarar Concejero principal al suplente Verdezoto; ¡acto nugatorio también, pues resulta que separado de la sala de sesiones este señor, como necesariamente debió hacerlo según el reglamento, mientras se trataba de su promoción, la declaratoria debió de ser hecha por un Concejo compuesto sólo de dos individuos...!

¡Última expresión numérica de una corporación o cuerpo colegiado! Y digo de dos individuos sin siquiera la presencia de un secretario; pues aunque es verdad que en aquel incalificable conciliábulo se hallaba presente Francisco Arístides Serrano, a quien se nombró en esa fecha para el desempeño de aquel cargo, es cierto también que aquel secretario ni pudo ni debió actuar en esa sesión, sin infringir leyes expresas. En efecto el inciso 2.º del art. 6.º del reglamento de inscripciones, declara que el Secretario del Concejo municipal es al mismo tiempo anotador de hipotecas; y el art. 7.º del mismo establece que tal funcionario no puede entrar en posesión de su doble cargo sin haber rendido previamente una fianza personal o hipotecaria a satisfacción del Concejo;   —151→   fianza que es imposible hubiese rendido don Francisco Arístides Serrano, pues del acta aparece que se le juramentó y posesionó a raíz de haber sido nombrado.

Resumiendo lo anterior, resulta que la sesión de 17 de noviembre y todos y cada uno de los actos en ella ejecutados o acordados por los señores Ochoa y Serrano, son nulos y de ningún efecto como abiertamente opuestos a las leyes y reglamentos de que he hecho mención.

Esto supuesto, estudiemos el acta de escrutinio de fecha 21 de noviembre.

Y recordemos ante todo que, según consta de la prueba testimonial rendida, se hallaban en esa fecha en la ciudad de Machala los señores concejeros principales doctor Juan José Castro y José Pazmiño. ¿Podrían los señores Serrano y Ochoa convocar suplentes para formar quorum, con prescindencia de aquellos miembros principales de la corporación y sin que precediese el apremio de éstos? El art. 7.º de la Ley de Régimen Municipal se opone a ello perentoriamente, como ya lo hemos visto. Luego la concurrencia del suplente señor Verdezoto, a quien ningún derecho había conferido la sesión nula y atentatoria del diez y siete, fue un nuevo abuso fundado en el anterior y fundado sobre todo en el absoluto olvido de la disposición legal citada.

Igual observación debería hacerse respecto del señor Luis Felipe Valdivieso, otro de los vocales de aquella sesión, si a lo menos tuviera este señor la calidad de concejero suplente; pero V. E. observará que este nombre no figura en la lista del personal del Concejo de 1893, que formó la Municipalidad de Machala en el acta de 20 de noviembre de 1892, que obra en copia de fojas 15 a 17.

Resulta de lo expuesto que el escrutinio no se ha verificado en presencia de una mayoría legalmente organizada del Concejo y que, por lo mismo, tal acto lleva el vicio señalado en el N.º 1.º del art. 51 de la Ley de Elecciones.

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Pero no es esto sólo. Todos los abusos anteriores de que he hablado estaban destinados en la mente de sus autores a producir sus efectos en la sesión del escrutinio; y he aquí cómo en esta sesión vuelve a presidir el Concejo el supuesto presidente don Manuel Serrano, nombrado de modo tan peregrino en la sesión del 17.

Ya he manifestado como aquel nombramiento fue nulo, absolutamente nulo; y aquí agregaré, además, que su misma escandalosa nulidad no le permitió siquiera subsistir como hecho consumado; pues reunido el Concejo municipal el día diez y ocho de noviembre, lo presidió de nuevo su presidente propietario doctor Juan José Castro (como puede verse al final de fojas 18 vuelta), a pesar de la remoción ilegal de la víspera, quedando así desconocido de hecho por la misma Corporación aquel acto atentatorio. Este acto bastaba, sin embargo, en el concepto de los señores Serrano y Ochoa para dar al primero algo así como un título colorado con que presidir la sesión del escrutinio; y en tan absurdo concepto se obró en la sesión del 21 de noviembre, dando con ello lugar a la nulidad señalada en el número 2.º del citado art. 51 de la Ley de Elecciones, ya que de todo lo anteriormente expuesto resulta de modo evidente que el acta del escrutinio no está firmada por el Presidente de la Corporación sino por un concejal intruso.

Algo más todavía. Si la sesión del 17 de noviembre es nula de cabo a cabo, como lo reconocerá V. E., nulo es también el nombramiento del secretario Francisco Arístides Serrano, hecho en aquella sesión; y nulo una vez más el escrutinio al tenor de la misma ley citada, por hallarse el acta respectiva firmada por este individuo que no tiene el carácter legal de Secretario del Concejo.

En mérito de todo lo expuesto, y en uso de la atribución concedida por el inciso 2.º del art. 62 de la Ley de Elecciones, toca a V. E. reprimir tan escandalosos abusos, declarando la nulidad de los relacionados escrutinios, en cumplimiento de la ley y con el fin de garantizar en lo sucesivo el ejercicio del más sagrado y trascendental derecho que la Constitución de la República confiere a los ecuatorianos.





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ArribaAbajoDoctor Rafael María Arízaga


ArribaAbajoAlegato en el recurso de queja propuesto por Serafín Izquierdo contra Benjamín Yler, Teniente parroquial de ventanas por denegación de justicia y usurpación de atribuciones
1893


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Excmo. Señor:

La sentencia del juez inferior en el recurso de queja entablado por Serafín Izquierdo, ha inferido manifiestos agravios a don José Benjamín Yler, cuyos derechos vengo a representar en esta instancia, bajo la protesta de legitimar mi personería. Séame permitido, por tanto, manifestar a la integridad de V. E. tales agravios, que se presentarán de resalto a la sabia penetración del Tribunal, a medida que analice las páginas del proceso.

Ante todo cumple manifestar que la acción deducida ha sido extemporánea, por hallarse extinguida, al tenor de los arts. 331 del Código de Enjuiciamiento en materia criminal y 119 N.º 2 del de Procedimiento Civil. Según el primero de dichos artículos, la acción de que trato prescribe en ocho días, y conforme al último, la prescripción de acción no se interrumpe sino en virtud de la citación de la demanda; de cuyos antecedentes y del hecho de no haber sido notificada mi parte en forma legal hasta la fecha, según aparece de los autos, es forzoso deducir lo inadmisible de la queja.

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Que el recurso de queja sea una verdadera acción, lo declara expresamente el art. 439 del Código de Enjuiciamientos en materia civil, y lo dicen muy alto la recta razón y sanos principios de jurisprudencia. Es peculiar de los recursos propiamente dichos, la revisión de los actos de un juez o tribunal inferior, con el objeto de resolver en cualquier sentido el mismo asunto sobre que recayó el recurso, la misma controversia o acción, el derecho de las mismas partes contendientes; un recurso es por eso un nuevo grado en la causa e impide la ejecutoria de las providencias sobre que recae.

Nada de esto acontece en el impropiamente llamado recurso de queja. Ante todo, no tiene lugar sino con ocasión de una causa fenecida o de una resolución ejecutoriada; no versa entre las mismas partes, ni puede por tanto afectar en manera alguna sus intereses, puesto que la cuestión que se discute y que ha de resolverse, no es la misma que se agitó en el juicio que originó el recurso; en una palabra, el elemento personal y el elemento jurídico difieren sustancialmente entre la causa y el recurso. De lo cual es forzoso deducir que esta última expresión, usada por la ley juntamente con la de acción, al tratar de la queja puede apenas justificarse en el sentido de ser ella una última medida otorgada por la ley contra un procedimiento judicial; siendo la otra la única propia, la única verdaderamente jurídica.

Si esto no fuere evidente por sí mismo, el art. 113 de la Constitución terminaría la controversia. En efecto, el supuesto recurso tendría que considerarse en todo caso como dependiente del juicio que lo motiva; pues recurso propiamente dicho sin una causa a que adhiera, es un concepto que implica. Tal recurso sería pues una nueva instancia, por donde llegaría a haber juicios con más de tres instancias, contra lo establecido en el precepto constitucional.

El llamado recurso de queja no es pues otra cosa que una verdadera acción judicial, acción de daños y perjuicios que forma la materia de un juicio enteramente   —157→   nuevo, respecto del cual figura sólo como parte histórica del proceso anterior.

Siendo esto así, la aplicación del art. 119 del Enjuiciamiento Civil se impone como una necesidad de derecho, por más que se diga en contrario. Esa disposición es clara y terminante, y tan general por sus términos, que a falta de disposición expresa que haga una excepción en otro sentido, tiene de dársele aplicación. ¿Podrá negarse que el escrito de fojas 1.º contiene una verdadera demanda? No, por cierto; pues ésta y no otra es la denominación que damos al libelo en que se deduce una acción en juicio. Luego, pues, si dicha demanda no fue citada al demandado antes de cumplirse el tiempo de la prescripción, es indudable que ésta se consumó y que la acción es por tanto inaceptable.

Pretender que basta la presentación del recurso de queja ante el juez competente, para que se estime oportuno, bien así como basta presentar un escrito de apelación para que ésta pueda concederse en cualquier tiempo y aunque la parte adversa no haya sido notificada, es querer aplicar un mismo e idéntico criterio a cuestiones en un todo semejantes en el fondo.

En los recursos propiamente llamados, no cabe prescripción ni puede tratarse de ella, nótese bien. El vencimiento de un término judicial, no es prescripción ni cosa parecida, si vale para algo la propiedad del tecnicismo legal. Según el art. 2.474 del Código Civil, sólo se conocen dos especies de prescripción: la adquisitiva de derechos y la extintiva de las acciones ajenas; no hay más prescripciones reconocidas por el derecho. Dedúcese de aquí que cuando la ley desconoce ciertos actos de procedimiento judicial, por no haberse ejecutado en el tiempo y forma prevenidos, no entiende aplicar la teoría de la prescripción sino el muy conocido principio de Derecho procesal idem est non facere quod facere contra legem: el desconocimiento de los actos ejecutados fuera de las condiciones legales; he ahí todo. A tales actos no puede aplicarse nada de lo relativo a la prescripción; y es por esto que, interpuesto un recurso común, de apelación   —158→   o de tercera instancia, por ejemplo, surte todos sus efectos, aunque no se dé conocimiento de él a la parte a quien perjudica.

No sucede lo propio con el recurso de queja. El art. 439 del Código de Enjuiciamientos Civiles lo califica de verdadera acción, como lo es verdaderamente, y establece que esta acción se prescribe. ¿Qué reglas aplicaremos a esta prescripción de acción? Las únicas que la ley ha establecido, sin excepción alguna: las del Código Civil y del art. 119 del de Enjuiciamientos.

He argüido con el texto del art. 439 porque en la sección a que dicho artículo pertenece es donde la ley ha establecido claramente el sistema y reglas sustanciales del recurso de queja y porque lo que se diga de dicho artículo en la materia que discutimos, debe también decirse del 331 del Código de Enjuiciamientos en materia criminal, pues la materia es idéntica y sólo varía del uno al otro el tiempo señalado para la extinción de la acción.

Fundado en las razones expuestas, espero que la sabia justificación de V. E. se servirá declarar extemporánea la queja de don Serafín Izquierdo. Más aún cuando abrigo tal convicción, no me excusaré en guarda de los derechos de mi representado, de tocar otros puntos de defensa que reclaman también la revocatoria del fallo. Desde luego habrá observado V. E. al hacer el estudio de la causa, que no existe en ella la prueba legal necesaria para declarar fundada esta clase de acciones. Estudiemos los términos de la demanda y las disposiciones legales.

Funda su queja el actor: 1.º en no haberse observado para su juzgamiento ninguna de las formalidades que requiere el título 6.º del Código de Enjuiciamientos en materia criminal relativamente a los juicios por contravención; y 2.º en no haberse fallado un artículo de previo pronunciamiento sobre incompetencia de jurisdicción. En mi concepto ambos fundamentos se traducen en quebrantamiento de las leyes que arreglan los procesos; mas quiero tratar de ellos en el concepto de que el segundo   —159→   sea un caso de denegación de justicia, como lo ha supuesto el inferior.

Aun hecha tal concesión, resulta que al primer caso por lo menos es aplicable el art. 430, inciso 2.º del Código de Enjuiciamientos en materia civil, según el cual se exigen para que el juez o Tribunal Superior pueda fallar un recurso de queja con verdadero conocimiento de causa, una prueba específica, cual es el mismo proceso que originó la queja, cuando éste está concluido, como en el presente caso. Y es de tal manera necesaria esta prueba especial, que mientras no se la acompañe no puede continuar la causa y se impone al juez contra quien se dirigió la queja, una multa diaria, hasta que la presente. Poco conocedor de las leyes y de sus verdaderos intereses en este juicio, mi parte no presentó en primera instancia el libro original de actas, que habría sido lo procedente, una vez que se trataba de un juzgamiento concluido; y el actor, lejos de impetrar el cumplimiento de la disposición legal últimamente citada, se limitó a protestar a fojas 12 contra las piezas inscritas en el informe y luego impulsó la causa a su conclusión.

No hay, pues, en ésta, lo repito, la prueba que la ley requiere; ni siquiera se ha llenado dicha falta con otras pruebas supletorias; pues en los interrogatorios presentados por la parte adversa con preguntas impertinentes las más, y otras tan indescifrables que sólo sus testigos han podido afirmarlas, apenas encuentro la tercera de fojas 13 vuelta relacionada con la materia del juicio. Mas si los testigos que han afirmado esa pregunta han hecho obra de la más apasionada deferencia por el actor, nada han alcanzado en provecho suyo; pues el hecho propuesto es puramente negativo y por tanto nada prueba quien lo afirma, y por otra parte ese hecho falso, falsísimo, tiene en contra la copia inserta en el informe, con la cual se acredita la ineficacia de esas declaraciones. Prescíndase de ellas, en la parte a que me refiero, y no se hallará en todo el proceso prueba alguna relativa al quebrantamiento de las leyes de trámite, y si el art. 433 del Código de Enjuiciamientos Civiles no lo obstase, imponiéndole   —160→   a V. E. el deber de fallar por sólo el mérito de lo obrado en primera instancia, mi parte mejor instruida hoy de las disposiciones legales, comprobaría la falsedad absoluta de tal quebrantamiento, sin más que presentar el correspondiente libro de actas. Por fortuna basta que falte en autos la prueba positiva para que V. E. declare sin lugar el recurso.

Por lo que hace a la supuesta denegación de justicia, es suficiente observar que se la encuentra por el quejoso en el hecho de no haber sustanciado y resuelto como artículo de previo pronunciamiento una excepción dilatoria propuesta por escrito, según consta a fojas 7. Esto tratándose de un juicio verbal sumario de policía, es el colmo de lo absurdo, y basta enunciarlo para hacer su refutación.

Quiero, sin embargo, añadir a este respecto que del acta copiada en el informe, aparece que mi representado obró en el juicio que ha dado origen a la queja, con pleno conocimiento de la competencia, mediante las declaraciones de dos testigos idóneos. Y nada valdría que el actor hubiese justificado en estos autos lo contrario; pues siempre sería cierto que en el juicio de contravención se probó que ésta se había cometido dentro del territorio en que ejercía su jurisdicción mi mandante, lo cual basta para ponerlo a cubierto de toda responsabilidad. El juez no puede atenerse sino a las pruebas del presente, sin consideración a las que más tarde puedan oponerse.

Por lo expuesto se manifiesta cuántos errores encierra el fallo de primera instancia; pero donde contiene una verdadera enormidad, es en la parte que manda poner en causa a mi representado, por supuesta usurpación de atribuciones. Dos graves errores informan la resolución en este punto: 1.º el de creer que la prueba rendida en esta causa acerca del lugar de la contravención puede estimarse de alguna manera para destruir la que se produjo en el juicio de Policía; y 2.º el de afirmar que el juez que procede sin jurisdicción en un juicio dado incurre en el caso penal de usurpación de atribuciones.   —161→   En cuanto al 1.º, paréceme que queda completamente refutado con lo anteriormente expuesto; y tocante al 2.º pocas palabras bastarán para demostrar cuán desviada anda la opinión del juez inferior.

En el tratado «De la usurpación de atribuciones» se ha propuesto el legislador mantener la mutua independencia de los poderes públicos, bien así de los tres elementales en que se divide la soberanía nacional, como de todos los secundarios que forman un orden especial en el mecanismo administrativo. Así, caen en el caso de usurpación de atribuciones según la ley el juez que ejerce funciones legislativas o administrativas y viceversa; el magistrado del orden administrativo nacional que se inmiscuye en la sección, y al contrario; el funcionario civil que se arroga las facultades de la autoridad militar y recíprocamente, da; mas pretender que usurpa atribuciones el juez que, sin salir de la órbita judicial comete una irregularidad en sus procedimientos, es cosa que sólo puede sostenerse en el sentido humorístico de que tal juez usurpa la atribución de errar, que ciertamente no ha concedido la ley a ninguno de los poderes públicos. El juez que, obrando como tal, yerra de buena fe, en cualquier sentido que sea, no incurre en responsabilidad alguna; si obra con malicia podrá ser prevaricador; pero en ningún caso mientras no ejerza sino funciones judiciales, deberá creérsele incurso en usurpación de atribuciones. Tratando especialmente de la cuestión de competencia, los conflictos que de ella se originan sólo dan lugar a una contienda civil entre los jueces respectivos, y la responsabilidad criminal sólo nace al tenor del art. 255 del Código Penal, cuando el juez requerido de inhibición continúa conociendo de la causa.

Por las razones alegadas y lo más favorable que la sabiduría de V. E. encuentre en los autos y el derecho, espero que será revocada la sentencia del inferior, declarando sin lugar la queja y a mi parte libre de toda responsabilidad civil y enjuiciamiento criminal.

Imploro justicia, costas.





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ArribaAbajoDoctor Luis Felipe Borja (padre)


ArribaAbajoAlegato en el juicio de despojo seguido por Justo Carvajal contra Pedro Amat
1909


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Señor Ministro:

Si se estudian detenidamente los hechos que constan de la causa posesoria suscitada por Carvajal contra Amat y las respectivas disposiciones legales, no podrá desconocerse que son de todo punto infundadas las dos sentencias que absuelven de la demanda al cínico despojante.


I

Veamos ante todo las acciones y las excepciones:

«Por escritura pública de 16 de marzo de 1892 -dice la demanda- adquirí por compra a la señora Margarita Mora, la calidad de accionista, o mejor dicho de propietario del sitio denominado Changuil...

»Mediante aquel justo título... he venido levantando de mi peculio, en dicho sitio, un fundo rústico, con   —166→   la dominación de San Nicolás, compuesto de casa habitación, arboledas de cacao y terrenos incultos...

»Además, con fecha 16 de marzo de 1901 y bajo aquella linderación, obtuve la posesión material de mi dicho fundo, por sentencia de 15 de marzo del mismo año...

»Alegar, pues, que he mantenido y conservado la posesión quieta y pacífica de San Nicolás, por muchos años, sería hasta cierto punto inoficioso, tratándose de la posesión inscrita y de los demás actos que dejo puntualizados.

»Pero resulta, que en la noche del 23 de agosto del año en curso, fue destruida mi cerca del lindero con el señor Amat; y que éste incontinentemente comenzó por medio de una numerosa peonada a encerrar con cercas del mismo material y a picar desmontes, en todo el terreno inculto de mi susodicha propiedad, valiéndose al efecto de fuerza y violencia...

»En consecuencia me querello en forma legal contra el referido señor Pedro Amat, por despojo comprendido en el art. 736 del Código de enjuiciamientos en materia civil».



Pasemos a la contestación.

«En resumen (leo a fs. 3) mi contestación a la demanda comprende los siguientes puntos: 1.º- Improcedencia de la acción posesoria, por encaminada respecto de cosa que no puede ganarse por prescripción; 2.º- Falsedad del despojo; 3.º- Haber tenido mi mandante por muchos años la posesión del terreno disputado».






II

Lejos de constar que Carvajal ha poseído como copropietario de Amat el terreno materia de la controversia,   —167→   consta plenamente que lo ha poseído como único dueño.

Si bien el art. 914 del Código Civil declara que en los juicios posesorios no se controvierte el dominio, el propio artículo añade: «Podrán, con todo, exhibirse títulos de dominio, para comprobar la posesión, pero sólo aquellos cuya existencia pueda comprobarse sumariamente. Ni valdrá objetar contra ellos otros vicios o defectos, que los que pueden probarse de la misma manera». Ahora bien, de los títulos presentados por Carvajal consta plenamente el dominio y posesión adquiridos por el mismo; pues a fs. 49 se presentó la escritura según la cual vendió Margarita Mora a mi comitente las acciones que le correspondían en Changuil; en virtud de tal contrato procedió el comprador a formar para sí el respectivo predio, y formado obtuvo la posesión: «Mediante este derecho -dijo (fs. 14 vta.)- he levantado y fomentado dos posesiones cultivadas de cacao, potreros y otras plantaciones más en cada uno de los sitios en referencia... Solicito se sirva usted concederme la posesión material y para cuyo acto deberá concurrir el actuario de estas diligencias y un juez civil de la parroquia de Sabaneta...».

«En conformidad con los títulos presentados y de la legítima petición de partes -sentenció el juez- concédese al señor Juan Carvajal la posesión de los inmuebles a que se refiere la escritura adjunta...». Dada la posesión del predio formado por Carvajal en el terreno comprado a la Mora, no puede aseverarse ni en burlas que ese predio era poseído en común por Carvajal y Amat. «La posesión -dice el art. 688 del Código Civil- es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño...». He aquí los elementos constitutivos de la posesión:

1.º- La tenencia, esto es, el acto material de aprehender la cosa y de sujetarla, por decirse así, a la voluntad del poseedor; y

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2.º- Aprehender la cosa y disponer de ella con ánimo de propietario.

¿Y cómo desconocer ni por un instante que concurrían esas dos circunstancias desde el momento mismo en que por orden de juez el respectivo agente procedió a dar a Carvajal la posesión del predio? No afirmó que la sentencia se expidió legalmente, porque la verdad y los principios deben respetarse a todo trance; pero la sentencia y la posesión material son pruebas tan concluyentes como inequívocas de que Carvajal quería proceder, en lo sucesivo, no en calidad de comunero, sino como dueño del predio que había formado empleando su trabajo, afanes y fatigas. La esencia de la posesión consiste en hechos de donde se deduce que una persona ejerce los derechos de propietario; y el art. 916 dice una verdad grande como un templo cuando asienta la siguiente regla: «Se deberá probar la posesión del suelo por hechos positivos de aquellos a que sólo el dominio da derecho, como la corta de maderas, la construcción de edificios, la de cerramientos, las plantaciones o sementeras, u otros de igual significación ejecutados sin el consentimiento del que disputa la posesión».

Ahora bien, la posesión material surtió el efecto de que Carvajal, renunciando en toda la extensión de los terrenos comuneros los respectivos derechos, se proponía adquirir el dominio de la limitada extensión en que había formado el predio.

Cierto que según otras disposiciones del Código Civil la posesión de los bienes raíces no se adquiere sino por la inscripción del título en el registro del anotador de hipotecas; pero evidentísimo también que si estudiamos el sistema del propio Código en cuanto a la posesión y la prescripción, deduciremos la consecuencia, clara como la luz del día, de que se distinguen dos especies de posesión del todo diversas:

1.ª- La posesión inscrita; y

2.ª- La posesión no inscrita.

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La primera conduce a la prescripción ordinaria; pues si atendemos exclusivamente a esa prescripción, no cabe desconocerse que es indispensable a la inscripción, porque aquélla exige dos requisitos:

a) El justo título.

b) La buena fe.

Si el justo título es traslaticio de dominio, no se completa, por decirlo así, mientras no se inscriba en el respectivo registro.

Pero la escena cambia absolutamente de decoración si pasamos a las acciones posesorias y a la prescripción extraordinaria.

En cuanto a las acciones posesorias, ellas tienen un objeto peculiarísimo: «Conservar o recuperar la posesión de bienes raíces o de derechos reales constituidos en ellos»; y para deducirlas no se requiere sino la posesión anual que consista en hechos. Y si alguna duda nos suscitase el art. 915 del Código Civil, nos la disiparía el art. 741 del Código de enjuiciamientos: «El despojado presentará su demanda relacionando que, personalmente o por medio de otro, ha estado en posesión material de la cosa por un año continuo, y que ha sido despojado de ella». La posesión no inscrita, llamada bárbaramente por el Código de enjuiciamiento posesión material, es también un signo de dominio, y tiene de ser aceptada tratándose de las acciones posesorias, cuyo principal objeto consiste en impedir que una persona proceda arbitrariamente a apoderarse de inmuebles cuya posesión pertenece a otra.

En cuanto a prescripción extraordinaria todavía es más claro el sistema del Código Civil, pues según el art. 2.492: «El dominio de las cosas comerciales que no ha sido adquirido por la posesión ordinaria, puede serlo por la extraordinaria bajo las reglas que van a expresarse:

»1.ª- Para la prescripción extraordinaria no es necesario título alguno;

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»2.ª- Se presume en ella de derecho la buena fe, sin embargo de la falta de un título adquisitivo de dominio».

No puede establecerse con más claridad la distinción entre la posesión inscrita y la posesión no inscrita.

La segunda a las acciones posesorias y la prescripción extraordinaria.

Sin esta disposición sería de todo punto imposible comprender las disposiciones que sobre esas materias encierra el Código Civil.

De todo lo cual se deduce que es tan injurídica que raya en ridícula la excepción de que Carvajal no pudo deducir acción posesoria porque formó su predio en terrenos que muchos años ha pertenecieron a la comunidad.




III

Pasemos a la segunda excepción, esto es, la de falsedad del despojo; la cual consiste exclusivamente en hechos.

Nótese ante todo que el Código Civil distingue dos especies de reglas concernientes a las acciones posesorias:

1.ª- Las que forman los elementos constitutivos de las propias acciones; y

2.ª- Las que pueden llamarse supletorias.

Las primeras tiene que examinar el juez de oficio, y no pueden amparar en la posesión o restituirla sino cuando ellas constan plenamente, aunque el actor no las determine ni el reo las alegue como excepción.

Entre esas reglas hay dos fundamentales:

  —171→  

1.ª- Sobre las cosas que no pueden ganarse por prescripción, como las servidumbres no aparentes o discontinuas, no puede haber acción posesoria (art. 908);

2.ª- No podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo (art. 909).

En virtud de la primera el juez absolvería de la demanda al reo cuando conste del proceso que se trata de la posesión de una cosa imprescriptible, y nada importa que el reo no hubiese alegado esa circunstancia.

De la misma manera, si no consta que el actor ha tenido durante un año la posesión tranquila y no interrumpida del inmueble determinado en la demanda, absolverá al reo.

Estos dos son los únicos elementos constitutivos de las acciones posesorias, y tan esenciales que si faltan, el juez no puede amparar en la posesión ni ordenar que se le restituya al actor.

Entre las leyes que pudiéramos llamar supletorias en cuanto a los juicios sobre posesión anual, tenemos el art. 911: «Las acciones que tienen por objeto conservar la posesión, prescriben al cabo de un año completo contado desde el acto de molestia o embarazo inferido a ella. Las que tienen por objeto recuperarla, expiran al cabo de un año completo contado desde que el poseedor la ha perdido».

No puede ser más clara ni más terminante la ley, la cual distingue, como no podía dejar de hacerlo, entre la posesión anual del actor y la prescripción de la acción posesoria.

Al actor incumbe alegar la posesión anual y probarla.

El reo, a su turno, puede alegar la prescripción que no puede ser declarada de oficio conforme al art. 2.476 del tantas veces citado Código; y, alegada, la prueba incumbe al reo.

  —172→  

La posesión del actor consta plenamente.

Ya hemos visto, vuelvo a decirlo, que el día inicial de la posesión exclusiva del actor fue aquel en que, cumpliéndose la sentencia expedida por el juez competente, el respectivo funcionario dio la posesión del predio que Carvajal había formado.

Además, la prueba testimonial no puede ser más convincente.

A fs. 20 se preguntó a los testigos: 2.ª Cómo es cierto y les consta a los declarantes que, personalmente, he estado en posesión de mi fundo rústico denominado San Nicolás, pues en él he establecido cercas, potreros, etc., etc...

Y tres testigos, libres de toda excepción, afirman que es cierta la pregunta.

Los mismos testigos, al contestar la pregunta tercera, también afirman que hace más de 10 años que ha estado en posesión del predio San Nicolás.

Y acaso es más terminante la novena pregunta (fs. 21):

«Cómo es cierto que he poseído los terrenos encerrados dentro de mi finca San Nicolás, quieta y pacíficamente, ejerciendo sin el consentimiento de Amat, ni el de su antecesor, Juan Moreira, los actos de posesión y dominio, como la corta de maderas, la construcción de la casa de mi fundo, de las cercas, las plantaciones de cacao, potreros, etc.».

Los testigos ni vacilan al declarar que son ciertos los hechos preguntados.

La sexta de las preguntas que obran a fs. 20 se redactó en estos términos: «Cómo es cierto que la línea de separación de mi fundo San Nicolás con la posesión del señor Amat, era una cerca de alambre de mi exclusiva propiedad».

  —173→  

Los testigos Francisco Mogrovejo (fs. 23), Antonio Gómez (fs. 24) y Raymundo Aguirre (fs. 25) contestan afirmativamente.

Volviose a preguntar a los testigos: «Cómo es cierto y les consta que de la noche a la mañana fue destruida dicha cerca completamente y suprimido el lindero que delimitaba las dos posesiones, es decir mi cerca propia, y sólo quedó en pie la de Amat que era paralela con la mía propia, dejando un callejón al centro».

Los mismos testigos contestan también esta pregunta afirmativamente.

Luego, Carvajal ha cumplido estrictamente las obligaciones que le impone la ley como requisitos esenciales para obtener la sentencia en que se ordene la restitución del predio despojado, condenándose al despojante a indemnizarle todos los perjuicios.

Pero el Alcalde municipal y la Corte Superior resuelven que no es admisible la acción posesoria por cuanto no se ha fijado la época precisa en que Amat, destruyendo las cercas puestas por Carvajal, procedió a apoderarse de los terrenos que a éste le pertenecen.

Examinemos este punto muy detenidamente al discutir la tercera excepción.




IV

Tercera excepción: «haber tenido (Amat) por muchos años la posesión del terreno disputado».

Tanto el despojante Amat como los jueces de primera y segunda instancia se fundan en que no se ha determinado en el interrogatorio, según el cual declararon   —174→   los testigos el día cierto en que se efectuó el despojo. Pero no se ha visto, o no ha querido verse, que la falta de esta determinación no podía influir sino en que estuviese prescrita la acción posesoria.

Se ha prescindido en las dos sentencias de otra circunstancia que por sí sola bastaría para evidenciar que tal fallo es parto de la ligereza y de la falta de estudio. El art. 739 del Código de enjuiciamiento vigente cuando se propuso la demanda, dice: «En este juicio no se podrán alegar sino las siguientes excepciones: haber tenido la posesión de la cosa por el año inmediato anterior; haber precedido otro despojo causado por el mismo actor, antes de un año contado para atrás desde que se propuso la demanda; o ser falso el despojo».

El legislador distingue, como se ve, entre los elementos constitutivos de la acción y las excepciones que el querellado debe alegar.

Los elementos constitutivos de la acción se determinan en la demanda, y deben ser probados por el actor aunque el reo no alegue excepciones.

Alegadas, al reo le incumbe justificarlas.

No se diga que conforme a las reglas sobre la prueba, no deben justificarse sino las acciones o las excepciones; mas no unas y otras a un mismo tiempo.

Cierto, evidentísimo que según las reglas generales sobre la prueba, o bien el actor debe justificar la acción, o bien el reo los hechos en que funda su defensa; mas no incumbe la prueba así al actor como al reo; pues sólo uno de ellos justifica los respectivos hechos.

Si el actor demanda en juicio ordinario el pago de diez mil sucres, el reo puede alegar:

1.º- Que no contrajo la obligación; y

2.º- Que ella se extinguió por uno de los modos puntualizados en el art. 1.557 del Código Civil.

  —175→  

En el primer caso, la prueba incumbe sólo al actor; en el segundo sólo el reo debe probar la extinción. Pero hay ciertos juicios especialísimos, sujetos a breves trámites, en que el actor para obtener sentencia favorable, debe justificar los elementos de la acción y el reo las excepciones; entre los cuales se cuentan:

1.º- El juicio ejecutivo; y

2.º- Los juicios posesorios.

En los juicios ejecutivos el instrumento que se presenta al proponer la demanda encierra la prueba plena de la acción deducida; y si el juez la estima como tal, dicta el auto de pago, ordenando que el reo cumpla su obligación o proponga excepciones. Si las alega, ¿cómo ponerse ni por un instante en duda que el ejecutado es a quien incumbe justificarlas?

Luego, en virtud de la naturaleza misma del juicio ejecutivo el actor rinde prueba plena de la acción y el reo debe justificar las excepciones.

Exactamente lo mismo es, en cuanto a la prueba, cualquier juicio posesorio.

Si nos contraemos al juicio conducente a recuperar la posesión, no hay más diferencia en cuanto a la prueba entre ese juicio y el ejecutivo, que en el primero el actor rinde la prueba al proponer la demanda, y en el otro justifica la acción durante el respectivo término.

El actor, insisto en ello, debe probar su posesión anual, y probada, al reo le corresponde rendir prueba plena de sus excepciones; entre las cuales se cuentan en el presente caso, la alegada por Amat, esto es que él había poseído el mismo inmueble durante el año inmediato anterior al despojo. ¿Y dónde consta la posesión anual de Amat? ¿No es cierto que esa posesión, alegada al contestar la demanda, no pasa de palabras huecas del todo vacías de sentido? ¿No es evidentísimo que Amat   —176→   ni se propuso rendir esa prueba, porque le hubiera sido de todo punto imposible justificar que él era el poseedor del predio formado por Carvajal en el terreno cuya posesión se le dio judicialmente?

Y nótese la circunstancia, tan clara que deslumbraría a un ciego de nacimiento, que cuando el reo alega que él ha poseído el inmueble material del despojo el año inmediato anterior, alega en realidad de verdad la prescripción, pues sus aseveraciones equivalen a la de que no es admisible la acción posesoria porque ha transcurrido más de un año desde que se efectuó el despojo. Hay dos posesiones contrapuestas: la posesión del despojado, y la posesión del despojante. El despojado fue poseedor anual; perdió esa posesión a causa del despojo, la cual fue adquirida por el despojante, y tan luego como transcurre un año el despojante adquiere la posesión que se considera signo del dominio, y queda prescrita la acción posesoria. De manera que un mismo hecho puede considerarse en dos aspectos:

1.º- El despojante se convierte en poseedor legal del respectivo inmueble; y

2.º- Prescribe la acción posesoria que pudo deducir el despojado dentro de un año.

Nada más cierto que la observación de Bastiat: «Los problemas económicos son a manera de polígonos de infinidad de lados, y para proceder con acierto es de todo punto necesario examinarlos todos, sin prescindir de uno solo»; observación que es aplicable siempre a los asuntos judiciales. Los jueces incurren en errores garrafalísimos por no examinar los asuntos en todos sus aspectos.

En el actual litigio supuso el asesor que no se había determinado la época del despojo, y de esa suposición sacó la consecuencia de que no era admisible la acción posesoria. Pero Carvajal, justificando plenamente así la posesión anual como el despojo, cumplió estrictamente los deberes que le impone la ley, y el reo, lo repetiré,   —177→   hubo de justificar la excepción de que él había poseído el mismo inmueble el año inmediato anterior, excepción que llevaba consigo la de prescripción.

Pero aun prescindiéndose por un instante de la circunstancia, que no puede ser más decisiva, de que Amat debió justificar que había poseído el predio durante el año inmediato anterior, o lo que es lo mismo que estaba prescrita la acción posesoria, no sería legal el fallo recurrido.

El citado art. 736 del Código de enjuiciamientos vigente cuando se propuso la demanda, no exige que se determine el día mismo en que se efectuó el despojo, sino el tiempo en que tuvo lugar, esto es dentro del año anterior a la acción posesoria.

Y si atendemos a todas las pruebas rendidas, deduciremos lógicamente que está justificado el tiempo en que se efectuó el despojo.

No podemos fijarnos sólo en una pregunta y las respectivas respuestas; sino en las pruebas consideradas como un conjunto indivisible. Pasó ya la época del sistema formulario de los romanos; los jueces al decidir deben estimar, más que las palabras, la esencia misma de las cosas.

Los testigos no podían prescindir del día señalado en la demanda, esto es, el 23 de agosto de 1903; y en ese sentido hemos de examinar el conjunto de las declaraciones.

Al contestar los testigos las preguntas tercera y novena, afirman que Carvajal ha poseído durante diez años, tiempo que encierra precisamente el año anterior al despojo; y cuando expresa, al contestar la pregunta 7.ª, (fs. 20) que de la noche a la mañana los agentes de Amat destruyeron la cerca y procedieron a ocupar el terreno de San Nicolás, se refieren a una época conocida determinada por todas las circunstancias que una a una enumeran en las declaraciones.

  —178→  

Notabilísima es, por ejemplo, la de Antonio Gómez (fs. 24), el cual contestando la pregunta tercera dice: «Que hace un año que el declarante existe en ese lugar y que desde esa fecha conoce las cercas de alambre que delimitaban el fundo de Carvajal y que sabe también que años anteriores han existido las mismas cercas».

Y si el propio testigo afirma que de la noche a la mañana se efectuó el despojo, ¿no afirma de la manera más inequívoca que no transcurrió un año desde la fecha del despojo hasta que se propuso la demanda?

Las preguntas del procurador de Amat también sirven para determinar la época del despojo. Así, según la 3.ª de las que obran a fs. 26, «cuánto tiempo transcurrió desde la última vez que el declarante haya estado en los terrenos de Justo Carvajal hasta el día en que se afirma haberse acontecido el despojo». A la cual contestó: «Que dos semanas transcurrieron hasta el día en que vio a los peones trabajando en los terrenos de Carvajal, con la ocasión de ir a la casa de Abdón Murillo a comprar maíz, y que de regreso no pudo pasar por el mismo camino, porque el señor Amat había tirado una cerca en terrenos de su fundo y otra que había en la parte de atrás...». ¿Cómo no ver que se trataba de un suceso en extremo reciente cuando el testigo prestó la declaración?

Por último, las actuaciones cuya copia obra a fs. 37-44 constituyen por lo menos semiplena prueba que, unida a todas las demás, evidencia que no había transcurrido un año desde el despojo hasta la demanda.




V

De todo lo expuesto se deduce:

1.º- Que la acción posesoria propuesta por Carvajal es conforme a la ley;

  —179→  

2.º- Que constan plenamente los elementos constitutivos de la propia acción;

3.º- Que al querellado Amat la incumbía probar sus excepciones;

4.º- Que la excepción de haber poseído Amat el predio el año inmediato anterior envuelve la de prescripción;

5.º- Que no habiéndola justificado Amat, el juez no pudo declararla de oficio.

Dígnense, pues, señores ministros, revocar la sentencia recurrida, condenando al despojarte Amat a restituir el predio San Nicolás, indemnizar todos los perjuicios y satisfacer las costas procesales.





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ArribaAbajoManifiesto ante la Corte Suprema
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Solemnidades de los testamentos. La ley no exige fórmulas sacramentales. Intervención de los jueces parroquiales. Jurisdicción y subrogación


Excelentísimo Señor:

Como es de suma importancia la causa que, sobre nulidad de testamento, sigue don José María Romero contra mi comitente don José Gabriel Martillo, examinemos con esmero las acciones y excepciones, las pruebas y las respectivas leyes.


I

«Mi finada esposa doña Lorenza Gutiérrez», dice la demanda, «estuvo de tránsito en esta ciudad en el mes   —184→   de junio del presente año, y apenas regresó al cantón de Vinces, fue víctima de una antigua enfermedad, de la cual falleció...

»Muy graves razones tengo para sostener la falsedad de dicho testamento. Mi esposa no estuvo en esta ciudad a la fecha en que aquél aparece otorgado; como he podido descubrirlo, y esta sola circunstancia hace suponer que el juez civil y los testigos instrumentales han incurrido en error involuntario sobre la persona de la testadora.

»Mas, en la hipótesis de ser verdadero el acto testamentario, carecería de fuerza y validez ante la ley por no haberse consignado en el instrumento la solemnidad prescrita en el inciso 2.º del art. 1.007 del Código Civil, cuya omisión produce nulidad, según el art. 1.016...

»Hay también nulidad, porque el juez civil no tuvo la competente jurisdicción para autorizar el testamento en el lugar donde se dice haber estado la testadora cuando se verificó aquel acto».



Como se ve, dos son las acciones deducidas: la de nulidad y la de falsedad del testamento, y la segunda se estriba, ya en que no consta que tal testamento se hubiese leído al testador y los testigos, ya en que el juez parroquial careció de jurisdicción para autorizarlo.

El señor Martillo se limitó a negar absolutamente la demanda, por lo cual al demandante le incumbe la prueba.




II

Evidentísimo que la falsedad ya no se controvierte, pues el actor confiesa que no ha podido justificarla.

Tal acción no ha servido sino para manifestar que el señor Romero procedió con extrema ligereza al aseverar   —185→   un hecho que hubiera impuesto responsabilidad criminal al señor Martillo, al juez y a los testigos instrumentales.




III

En cuanto a la lectura, veamos qué dice el testamento.

«A los veinte y seis días del mes de junio de mil ochocientos noventa y uno, ante mí César D. Villavicencio..., y testigos que al final se expresarán, se hizo presente... la señora Lorenza Gutiérrez viuda de Martillo...; y expresó el deseo de otorgar su testamento; el que lo hizo en los términos siguientes...».



Todos cuantos lean estas líneas con ánimo desprevenido conocerán a primera vista que el juez parroquial, que hacía de escribano, es quien habla dando razón de los hechos cuales pasaron al otorgarse el testamento.

Exprésanse las declaraciones y disposiciones de la testadora, y añade el juez: «Leído que le fue a presencia de los testigos... se ratificó la señora testadora en el contenido del presente».

El mismo señor Romero confiesa que el legislador no ha prescrito fórmulas sacramentales para hacer constar las solemnidades del testamento, pues basta que de él se desprenda que ellas se observaron.

Ahora bien, el art. 1.007, inciso 2.º del Código Civil, ordena que el testamento sea leído en alta voz por el escribano; y el contexto mismo evidencia que el Juez parroquial, señor Villavicencio, dio la lectura.

Ya observamos que dicho funcionario es quien habla al puntualizar los hechos que durante el otorgamiento se efectuaron, y quien expresa que habiendo comparecido   —186→   doña Lorenza Gutiérrez ante él y los testigos, procedió a dictar las disposiciones testamentarias.

Determínanse las únicas personas que en el acto intervinieron: el testador, el funcionario que hacía de escribano y los testigos instrumentales. Y si el juez parroquial da fe de que el testamento fue leído al testador en presencia de los testigos, ¿no se deduce, con lógica inflexible, que el juez fue quien leyó el testamento? Las palabras en presencia de A y B, ¿no expresan necesariamente que A y B no ejecutaron el acto de que se trata; que, simples espectadores, se limitaron a ver u oír lo que pasaba?

Supongamos que tratándose de un discurso, constase que sólo cinco personas se hallaron en el lugar donde se pronunció, y se dijese «lo escucharon atentamente Pedro, Juan, Diego y Francisco». El escepticismo personificado, ¿dudaría de que el otro individuo fue el orador?

¿Cómo pudo afirmarse que el testamento se leyó al testador en presencia de los testigos, si aquél o éstos lo hubiesen leído? ¿Cabe la aseveración de que en presencia de sí mismo lea un individuo un acto escrito?

Bien sabe V. E. que los comentadores del Código de Napoleón son severísimos cuando se trata de investigar si se observaron las solemnidades prescritas por la ley; la cual ordena que el notario o notarios que intervienen en el testamento den razón de que se cumplió con los requisitos de cuya observancia depende la validez del testamento. Y sin embargo Merlin, Toullier, Troplong, Demolombe, afirman acordes que la mención expresa del cumplimiento de la ley puede hacerse con cualesquiera palabras, con tal que enuncien ellas claramente la idea del legislador. Y si eso es aceptable hablándose del francés, idioma cuya construcción se halla atada con durísimas ligaduras, ¿qué diremos del español, en que el escritor tiene absoluta libertad para emplear la forma más adecuada a la expresión del pensamiento?

Y siendo evidente que el señor Villavicencio fue quien leyó el testamento, no lo es menos que lo leyó en   —187→   alta voz, porque las palabras: «Leer al testador en presencia de los testigos», significa que todas estas personas oyeron la lectura. Veámoslo.

En la obra Questions de Droit, propone Merlin lo siguiente: «Expresar que el testamento se leyó en presencia del testador y testigos, ¿significa que tal testamento se leyó al testador?». Y para resolver el problema, examina este caso: «Ante mí el infrascrito notario compareció el señor... que dictó a dicho notario su testamento y acto de última voluntad... en presencia de todos cuatro testigos mayores...».

Suscitado litigio sobre nulidad del testamento, Merlin, Ministro Fiscal de la Corte de Casación, se expresó en estos términos: «Pretender que un testamento en que conste que se leyó en presencia del testador no pruebe que se leyó al testador mismo, es interpretar la ley sujetando la constancia de la lectura a una fórmula absolutamente sacramental, y atribuyendo al legislador una intención que no tiene. ¿Qué se propone la ley al exigir que el testamento, después de escrito por el notario a quien el testador dicta, se lea a éste por aquél? Verificar si la voluntad del testador se ha expresado por el notario fielmente; si el notario ha expresado toda la voluntad del testador y sólo su voluntad. Y cuando se dice que el notario leyó el testamento en presencia del testador y de los testigos, ¿no se ha conseguido ese objeto, y no consta él tan auténticamente como cuando se dice que en presencia de los testigos se leyó el testamento al testador? ¿Hay alguna diferencia, en cuanto al sentido, entre las palabras leído al testador y las palabras leído en presencia del testador? Leer un escrito en voz alta e inteligible, es necesariamente leerlo a todos los que, estando presentes cuando la lectura, se hallan en aptitud de escucharla; leer un testamento en presencia del testador, significa necesariamente leerlo al testador. Cierto que no se juzgaría que se leyó el testamento al testador, por sólo haberse dicho que fue leído en su presencia, si pudiese admitirse que el testador pudo estar presente a la lectura del testamento, sin haberla   —188→   oído. Pero si enunciar que el testamento se leyó al testador es enunciar que el testador oyó la lectura ¿qué más puede exigirse? Pues bien, la ley 209, D. de Verborum significatione, decide claramente que una persona no se halla presente a un acto sino cuando ha comprendido todo lo que durante él se hacía: «Coram Titio aliquid facere jussus, non videtur praesente eo fecisse, nisi is inteligat; itaque si furiosus aut infans sit, aut dormias, non videtur coram eo facisse». Y Godefroy, en su nota a ese texto, deduce la consecuencia, que ejecutar un acto en presencia de alguno, es ejecutarlo eo sciente et intelligente. Por tanto, leer un testamento en presencia del testador, es leerlo de manera que el testador oiga su lectura; luego es lo mismo que leerlo al testador; porque leer un escrito a alguno, ¿no es leerlo para que lo oiga?1

Consta, pues, del testamento mismo que D. César Villavicencio fue quien leyó en alta voz el testamento.




III

Si bien tampoco es fundada la otra causa de nulidad, examinémosla más atentamente, porque embaucados los jueces de primera y segunda instancia por el hábil, ilustrado y distinguidísimo jurisconsulto Sr. Dr. D. Lorenzo R. Peña, aceptaron a ciegas todo cuanto les dijo. V. E. analizará tales sofismas con el prisma de la ley y de los principios, y decidirá que no es nulo el testamento.

Debemos principiar por el examen del art. 1.004, inciso 2.º, del Código civil; pues el haberlo interpretado de la manera más absurda es el origen de los disparatadísimos errores en que incurrió el Alcalde municipal. «Podrá hacer las veces de escribano un juez de primera instancia,   —189→   sea parroquial o cantonal, cuya jurisdicción comprenda el lugar del otorgamiento; y todo lo dicho en este título acerca del escribano, se entenderá de estos empleados en su caso».

Cualquiera persona que sabiendo español tenga las más elementales nociones de jurisprudencia, comprende a primera vista el sentido de esta disposición, tan clara, tan perspicua que no puede originar ni la más leve duda.

No se habla de jurisdicción sino para determinarse el territorio donde el juez puede hacer las veces de escribano; es decir, sólo se trata de la parroquia o cantón en que dicho juez interviene, no como tal, sino como funcionario cuyas atribuciones consisten en dar fe de los hechos que ante él pasen.

El caso de otorgarse testamento no es el único en que los jueces proceden como escribanos. Así, por ejemplo, la ley prevé que es necesario extender escritura pública de mandato en parroquias distantes, y llama al respectivo juez, no a subrogar a nadie, sino a desempeñar las funciones de escribano.

Nadie ignora que hay enorme diferencia entre subrogar y hacer un funcionario las veces de otro. Lo primero envuelve falta o impedimento del funcionario subrogado; lo segundo, que dos o más funcionarios, ejerciendo sus atribuciones son llamados indistintamente a intervenir en ciertos actos. Los alcaldes municipales subrogan a los jueces letrados; aquéllos son subrogados por los concejales; pero los jueces parroquiales, los alcaldes y los escribanos autorizan los testamentos indistintamente.

Luego, no hay jurisdicción contenciosa ni voluntaria ni cosa que lo valga; y las disposiciones sobre jurisdicción y subrogación son de todo punto impertinentes.

Tan cierto es eso, que desde la promulgación de las Leyes Recopiladas se ha podido otorgar el testamento sin escribano, sólo ante testigos; los cuales concurren para dar razón de que en efecto el testador manifestó la intención   —190→   de testar, y procedió, a la voz o por escrito, a expresar sus declaraciones y disposiciones. ¿Nos dirá acaso el Alcalde municipal de Guayaquil que los testigos ejercen jurisdicción y que la ejercen subrogando a los alcaldes municipales o jueces parroquiales?

Evidente, pues, insisto en ello, que todo Juez de parroquia, sea principal o suplente, puede autorizar testamentos, siempre que ejerza jurisdicción en el lugar donde se otorga.

Si bien el testamento es uno de los actos más trascendentales de los que un individuo ejecuta, el legislador ha facilitado su ejecución; porque el testamento es consecuencia necesaria del derecho de propiedad. Nada más natural ni más necesario que el individuo que merced al trabajo allega considerables bienes de fortuna, disponga de ellos dentro de los límites trazados por la ley. Si no tiene legitimarios, puede dejar una parte considerable de su hacienda en beneficio de la nación o personas con quienes le liguen vínculos de amistad o gratitud. De ahí proviene que sean cuales fueren las circunstancias en que se halle la persona, la ley la habilite para testar: un escribano, un alcalde municipal, un juez parroquial, cinco testigos, autorizan el testamento en los casos normales. Si es militar y está en campaña, acude al respectivo capitán, médico o sacerdote; si navega, también puede testar; y aun asaltado inopinadamente por una gravísima enfermedad que no le permite observar las solemnidades de los testamentos escritos, la ley le concede la facultad de disponer de todos sus bienes a la vez.

He aquí la única razón que ha tenido el legislador para conceder a todos los jueces parroquiales la atribución de autorizar testamentos; y esa misma razón manifiesta que cuando un juez parroquial ejerce jurisdicción en dos o más parroquias, en ambas puede presenciar testamentos indistintamente.



  —191→  
IV

Los oficios cuya copia obra en la foja 86.ª son instrumentos auténticos que hacen plena fe mientras no se justifique su falsedad. Luego, es un punto incontrovertible que el señor Villavicencio ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar y que el testamento no adolece del vicio determinado por el Alcalde municipal y la Corte Superior de Guayaquil.

Alega el actor que habiéndose fundado la demanda en la inhabilidad del juez parroquial señor Villavicencio, y deducídose la excepción simplemente negativa, no se controvierte el punto esencialísimo de que el propio juez ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar. De todo punto inexacta es tal alegación. Si uno de los fundamentos de la demanda consistió en que el Juez parroquial no fue idóneo para autorizar el testamento, y si las excepciones del reo se redujeron a la negativa absoluta; sólo la acción es lo controvertido y al actor le incumbe probarla plenamente.

Pero de ahí no se deduce ni puede deducirse que el reo no tenga el derecho de combatir todas las pruebas que el actor rinda para manifestar la incompetencia del señor Villavicencio.

Supónganse que el señor Romero hubiese demandado al señor Martillo por diez mil sucres provenientes de un contrato de mutuo que el reo se hubiese limitado a negar la deuda y que el actor, para justificarla hubiese presentado una escritura pública en que conste tal contrato. ¿No hubiera podido el señor Martillo probar que la escritura fue suplantada? ¿Consiste acaso la negativa absoluta en que el reo se despoje del derecho de rendir las pruebas conducentes a su defensa, entre las cuales se cuentan necesariamente las relativas a poner en claro que los hechos cuya justificación pretende el actor son del todo falsos?

  —192→  

No confundamos ni por un instante las acciones o excepciones con las pruebas que se rinden para justificar los hechos controvertidos. Si el actor pretende manifestar la exactitud de los fundamentos de la demanda, el reo los combate justificando los hechos contrarios. Los más eminentes jurisconsultos que han tratado de la materia de pruebas, como Toullier, Bonnier, Demolombe, enseñan que si bien la obligación de probar el derecho o su extinción incumbe, en principio, a una de las partes, tal obligación se modifica en el curso del litigio, porque tan luego como el actor acredita los fundamentos de la acción, el reo es quien debe probar lo contrario, y así sucesivamente.

Hemos demostrado, pues, que la negativa absoluta del señor Martillo no obsta a la prueba de que el señor Villavicencio ejercía jurisdicción en la parroquia de Bolívar y que por eso procedió a la autorización del testamento.




V

No son más fundados los argumentos aducidos para manifestar, que cuando un juez parroquial procede, a falta de los de la parroquia más inmediata, a ejercer en esta jurisdicción, no es competente sino para el conocimiento de las causas, mas no ejerce jurisdicción en el territorio.

Ni me hubiera ocupado en tal paradoja, si ella, expresada con habilidad y talento, no hubiese alucinado a jueces incautos.

Examinemos la Ley Orgánica del Poder Judicial en la parte que se refiere a los jueces civiles de parroquia.

«Por falta o impedimento de un juez parroquial» dice el art. 61, «le subrogará el otro. Si ambos faltaren o estuvieren impedidos, conocerán de la causa los suplentes,   —193→   según el orden de sus nombramientos; y por falta o impedimento de todos los principales y suplentes, la causa pasará al juez de la parroquia más inmediata del mismo cantón». Las palabras la causa son las que han dado margen al sofisma que, alegado por Romero, se aceptó a ciegas por los jueces de primera y segunda instancia. No vieron éstos que en castellano el número singular sirve a las veces para designar todos los individuos de una misma especie; y que en dicho artículo, la causa significa todas las causas en que el respectivo juez estuviere impedido o faltare. Por tanto, cuando el impedimento del juez se refiere, no a causa determinada, sino a todas, todas pasan al juez subrogante; de manera que éste debe constituirse en el despacho del subrogado, para dictar todas las providencias conducentes a la buena administración de justicia.

Desígnanse los jueces suplentes para que ocupen el mismo lugar de los principales. Si se niega que el suplente ejerce jurisdicción en el territorio y sobre las personas, también puede negarse que dos y dos son cuatro. ¿Y qué diferencia hay, Excmo. Señor, entre el suplente y el juez de la parroquia más inmediata? ¿No ocupa éste el mismo lugar que el juez excusado o impedido? ¿No son en realidad de verdad suplentes llamados por la ley en orden determinado? Los jueces suplentes y los de la parroquia más inmediata, ¿no proceden de la misma manera que los concejales cuando estos subrogan a los alcaldes? ¿Habrá en ello diferencia aunque las cosas se examinen con el microscopio de mayor aumento inventado hasta el día?

Que la jurisdicción se distribuya según el territorio, las personas y los grados, es un argumento contraproducente. Bien conoce V. E. que es del todo distinta la jurisdicción del fuero; aquélla se refiere en abstracto a la potestad de administrar justicia; éste, a la competencia para conocer de una causa determinada. Cuando la ley concede jurisdicción a un juez en una sección territorial, se la concede también sobre todas las personas en la misma domiciliadas. Mas, cuando se trata del fuero, es menester   —194→   examinar todas las circunstancias de que depende la competencia del juez.

Ahora bien, si al estar enfermo o ausente un juez parroquial, el de la parroquia más inmediata es el llamado a conocer en todas las causas, ¿cómo ejercería la jurisdicción sin tenerla en el territorio? ¿Será cierto que dicho juez no pudiera practicar inspección ocular relativa a una denuncia de obra nueva?

La distinción entre las personas y el territorio se refiere a dos puntos, que si bien importantísimos, son del todo ajenos a la presente causa. Investígase qué personas están sometidas a los jueces cantonales o parroquiales; porque no bastando la residencia para sujetar las personas a la jurisdicción del juez, atiéndese únicamente al domicilio, uno de los derechos más preciosos de los que la ley civil garantiza. Atiéndese también, en casos especiales, al territorio, porque litigios hay en que aun cuando ambas partes quieran prorrogar la jurisdicción del juez, la ley no se lo permite. Así, por ejemplo, cuando en un juicio es trámite absolutamente necesario la inspección ocular, sólo el juez del territorio donde el inmueble esté situado es el competente para conocer de una causa; mas, en el presente caso en que por enfermedad del juez principal de Rocafuerte, se llamó al señor Villavicencio a ejercer las funciones de juez en la parroquia de Bolívar, ipso jure tuvo jurisdicción en el territorio y sobre las personas en él domiciliadas.

Evidente, asimismo, que las atribuciones de los jueces se determinan, ya individuándolas, ya de una manera genérica; como cuando dice el art. 62 de la Ley Orgánica del Poder Judicial que los jueces parroquiales ejercen las demás atribuciones que la ley les confiere. ¿Y no les confiere el Código Civil la de autorizar testamentos? Ni como hipótesis cabe que si el juez de la parroquia más inmediata procede a desempeñar todas las funciones inherentes a su empleo, sea sin embargo inhábil para autorizar testamentos. ¿Dónde la ley, dónde el principio que así lo establezca?

  —195→  

El legislador ha previsto todos los casos en que los jueces de las diversas secciones territoriales estén impedidos o falten, y con la más esmerada solicitud ha dictado las providencias conducentes a que ni un solo día carezcan aun las parroquias de funcionarios que en ellas administren justicia. Tan luego como un juez suplente es llamado a administrarla, ejerce jurisdicción, y, por ende, puede autorizar testamentos.




VI

Objétase, por último, que en el testamento consta que el señor Villavicencio autorizó el testamento, no como juez de la provincia de Bolívar sino de la de Rocafuerte.

Veamos el hecho, y examinemos la ley que le es aplicable: «En la ciudad de Santiago de Guayaquil, a los veintiséis días del mes de junio de 1891, ante mí, César D. Villavicencio, Juez principal de la Parroquia de Rocafuerte...». Limitose el juez a expresar que lo era de la parroquia de Rocafuerte; mas no dijo que la casa donde se otorgó el testamento estaba en esa parroquia o en la de Bolívar, pues se fijó sólo en la circunstancia importante de que en Guayaquil, cuyas parroquias son las de Rocafuerte y Bolívar, se procedió a otorgar el testamento. No mencionó su cargo de juez de la parroquia de Rocafuerte, sino porque desempeñándolo había sido llamado a ejercer jurisdicción en la de Bolívar, y porque, además, le bastaba determinar ese cargo, al cual eran entonces inherentes las atribuciones de juez de ambas parroquias.

El empleado público que autoriza el testamento afirma implícitamente que en virtud de ese cargo desempeña esa atribución. Hay, pues, la constancia exigida por la ley. La razón del funcionario público merece plena fe mientras no se justifique su falsedad, y quien objeta   —196→   el testamento, debe justificar plenamente que el respectivo escribano o juez no eran hábiles para intervenir en el testamento.

Acéptense las doctrinas en que se fundan las sentencias de primera y segunda instancia y los 99 de los 100 testamentos que se otorguen, serán nulos. Observando la ley estrictamente, los escribanos afirman que en el carácter de tales proceden a autorizar los testamentos; y es de todo punto innecesario hagan constar expresamente que en tal cantón son funcionarios públicos, porque ello se deduce de la afirmación usada como fórmula general: «Ante mí, N. N., Escribano público, compareció N. N., y procedió a otorgar su testamento de esta manera». Y evidente, Excmo. Señor, que si se dijese que el lugar del otorgamiento no pertenecía al cantón donde el escribano ejerce sus funciones, quien lo afirma debe probarlo; pues del testamento mismo consta que el escribano era competente.

Y cuando un juez interviene en el testamento, bástale decir: «Ante mí, N. N., Alcalde municipal, compareció...».

Estas razones son tanto más fundadas cuanto entre las solemnidades prescritas por la ley, ya para la validez del testamento en general, ya para los testamentos abiertos, no se comprende la mención expresa de que el respectivo funcionario ejercía sus atribuciones en el cantón o parroquia donde el testamento se otorgue.

El repetidas veces citado artículo 1.004, dice: «En el Ecuador, el testamento solemne y abierto debe otorgarse ante el escribano y tres testigos o ante cinco testigos. Podrá hacer las veces de escribano un juez de primera instancia, sea parroquial o cantonal, cuya jurisdicción comprenda el lugar del otorgamiento».

El art. 1.006, que enumera tan circunstanciadamente todo lo que en el testamento se ha de expresar, termina con estas palabras: «Se expresarán asimismo el lugar, día, mes y año del otorgamiento; y el nombre y apellido del escribano si asistiere alguno». Ahora bien, como   —197→   el artículo 1.004 prescribe que todo lo dicho acerca del escribano, se entienda de los jueces en su caso, síguese que no se ha de expresar sino el nombre y apellido del juez y su calidad de tal.

Si en el testamento hubiese expresado el señor Villavicencio: «En la ciudad de Guayaquil, ante mí el infrascrito juez parroquial, compareció la señora Lorenza Gutiérrez en su casa de habitación...», nadie ni por un instante hubiera pretendido que tal testamento era nulo; pues, lo repetiré mil veces, que el juez afirmó implícitamente que ejercía jurisdicción en la parroquia donde estaba situada la casa de la señora Gutiérrez. El haberse añadido que el señor Villavicencio era juez de la parroquia de Rocafuerte, no podía invalidar el acto sino justificándose que la jurisdicción que entonces ejercía dicho juez, no comprendía el lugar donde el testamento se otorgó . Y lejos de constar ello, lo contrario consta plenamente; porque como juez principal de una parroquia, en dos ejercía jurisdicción.




VII

Al resolverse el litigio en primera y segunda instancia, no se ha tenido presente uno de los más inconcusos principios de jurisprudencia, relativos a la nulidad de los actos o contratos; el cual consiste en que ella no debe declararse sino cuando consta palmaria y evidentemente que se ha faltado a la ley que determina las solemnidades de tales actos o contratos. Eso lo expresa con suma claridad el art. 1.671 del Código Civil, que asienta los fundamentos sobre los cuales establece el legislador todas las disposiciones concernientes a la importantísima cuanto trascendental materia de la nulidad. «Es nulo todo acto o contrato al que falta alguno de los requisitos o solemnidades que la ley prescribe para la validez del mismo acto o contrato, según su especie y la calidad o estado de las partes». La nulidad es la sanción con que   —198→   el legislador conmina a las partes que no observan estrictamente la ley preceptiva de todo cuanto atañe a la validez de un acto, atendiéndose a su forma o al objeto que las partes se proponen.

Tratándose de los testamentos, la forma, como dice Merlin, es lo que les da el ser y constituye su esencia. Por eso la ley determina de una manera circunstanciada, y acaso redundante, la forma de los testamentos; y no bastándole el haber prescrito que son nulos todos los actos en que no se observen las respectivas solemnidades, añade en el artículo 1.016: «El testamento solemne... en que se omitiere cualquiera de las formalidades a que deba respectivamente sujetarse, no tendrá valor alguno».

Luego, si consta que no se ha observado alguna de dichas solemnidades, el juez debe declarar la nulidad. Pero si comparado el testamento con la ley, aquél y ésta forman a manera de dos círculos cuyos radios tienen una misma longitud, ¿cómo podría declarar el juez que las superficies no son iguales? ¿Cómo buscar fuera de la ley solemnidades que ella no prescribe?

Espero, pues, que V. E. se digne revocar el inconsulto fallo recurrido, declarando que el testamento de la señora Gutiérrez no adolece de nulidad.

Luis F. Borja.







  —199→  

ArribaAbajoDoctor Alejandro Cárdenas


ArribaAbajoAlegato en el juicio penal seguido contra el coronel Federico Irigoyen, y otros por traición
1887


  —[200]→     —201→  

Advertencia:

El 11 de octubre de 1886 fue atacada la plaza de Celica por una partida de hombres armados al mando del coronel Federico Irigoyen, y después del combate cayeron prisioneros el jefe Irigoyen, José Salazar y Patricio Enríquez, que fueron juzgados militarmente en Consejo de Guerra. El doctor Pablo Herrera opinó que el caso era de aplicación de la pena de muerte según el Código Militar.

* * *

Excmo. Señor:

Luminosamente demostrado como queda, por las defensas anteriores, que falta ley y proceso que puedan autorizar condena ninguna, menos la de muerte, contra los sindicados de quienes tratamos; no haré sino añadir algunas someras observaciones, casi repetidas, con respecto   —202→   al parecer y solicitud del señor Ministro Fiscal, documento sin base para su poca opinión que la suya amaga, exige la vida de un buen número de prisioneros de guerra, con la mayor angustia colgados este momento de la resolución de V. E. Pocas sí y fáciles pero abrumadoras observaciones avientan en cendales hechos e inducciones de ninguna exactitud, asentados en la fiscalización con ligereza que aun lastima el sentimiento de humanidad, si se piensa en cuan poco se ha tenido la existencia de tantos hombres.

No ha parecido ciertamente materia de ningún interés, para el criterio fiscal, la viciada naturaleza de la ley, en cuya virtud llevaron al cuartel de Cuenca a los prisioneros de Celica, para tratarles según los Juzgados Militares de Colón; mucho menos le ha merecido ni una mirada de soslayo a la vista acusadora la irritante desnudez del proceso, obra del desprecio a toda precaución de acierto, en tratándose en condenar reos de extravíos políticos, contra quienes se ensaña odio frenético, en pechos faltos así de luces, como de bien puesto corazón. Cuánta sería la arbitrariedad con esos malhadados reos, y la prisa de entregarlos al suplicio, cuando hasta el Consejo de Guerra ordinario de oficiales generales ha parecido lento por demás al señor Comandante General del Azuay; ¡y de su bella gracia ha dispuesto que el Consejo ha de ser el verbal, sin ley nueva que tal especialidad prevenga, y aun contra expresa ley antigua, la del art. 7 de los juicios militares, que dispone lo contrario, y daba mucha luz sobre lo que cumplía ahora! Al señor Ministro Fiscal, inconstitucionalidad de la ley, incompetencia de jurisdicción, ninguna comprobación legal de su delito, ningún rastro de actuaciones, nada ha llamado su atención. La ley es ley, se ha dicho, pésele a quien le pesare, y el juicio, juicio, y de los mejores, y más bien sustanciados; si el escrúpulo está sólo en saber si la ley que manda juzgar envuelve también la designación de la pena, es cosa que cede pronto a facilísima interpretación.

  —203→  

Con efecto a interpretar la sediciente ley se ha consagrado toda la labor fiscal, su triste tarea de profundizar en las reticencias y sombras de la legislatura, por ver de sacar de ellas la muerte que de medrosa se escondiera allí. ¿Y podía alguien sin más que exaltada fe política, aventurarse a interpretar ley harto clara e intergiversable, aun a despecho de su deforme redacción; de términos harto precisos y limitados, a despecho del vuelo largo y aciago, que tal vez ansiara darles alguno de sus autores? La ley no permitía interpretación; la ley, a una con la más autorizada ciencia del derecho se la prohibía punto por punto, y más señaladamente en tratándose de materia criminal, tratándose de la pena última en grado de rigor. Desde muy antiguo quizá de tiempos de menos decantado cristianismo que el de por acá, ya imperaba sancionada como inviolable máxima de justicia, aquella de durum est torquere leges ad hoc ut torquean homines; ilícito y bárbaro retorcer las leyes por torturar a los hombres. Sobre modo comprensibles y exactas las palabras de la de diez de julio último, no se trasluce la causa del desdén con que se ha dado de mano la prohibición del Código, de interpretar la ley a pretexto de consultar su espíritu. Nadie, que sepamos, había puesto en duda el significado de las palabras de la ley; luego el consultarlo no podía ser sino pretexto, pretexto injustificado. Lo que sí habrá encontrado dudoso, envuelto en misterio y sorprendente, cualquier entendimiento sano de fiebre política, es que esas pocas, casi inocentes palabras de la ley entrañasen intento exterminador. Muchos lo habrán dudado ciertamente, cuando el señor Ministro Fiscal rompe su acusación por conjurar la duda, aseverando ser «indudable» que esa ley de juzgamiento se proponía algo más que juzgar; alimentaba otra premeditada intención bien que oculta en frase llana y lisa, como el veneno en los límpidos colmillos de la víbora. ¿Y con duda tal, con incertidumbre tan funesta, con problema como ése, negro y siniestro, es con lo que V. E. haría resplandecer la justicia del cadalso, para tres prisioneros políticos, jamás soldados del ejército nacional y moribundos ya de las heridas del combate? Con razón,   —204→   empapado en convicciones de estricto derecho y sabia equidad, ha explicado su voto el vocal Landívar, en el Consejo de Guerra, recordando que si el hecho punible ha de estar, como bajo un foco de luz, ardiendo de certeza, asimismo la pena señalada ha de sonar alto y claro en los labios del legislador, hasta estruendosa como la voz de Jehová en el monte, y no arrevesada, capciosa, tartamuda, a semejanza de un aparte de Satanás que se avergonzara de que los hombres le sobrepujen en franqueza para la iniquidad.

No, no se muestra por ningún concepto «indudable», pero ni siquiera verosímil, que los términos de esa ley de sustanciación alcancen proporciones de ley penal, de pena tácita, pena por analogía, y pena capital, de muerte repentina, a traición. Indudable es, eso sí, y de aterradoras consecuencias, que el flujo de interpretaciones desapoderadas acabará de dar al través con la República. Ayer no más asomaron intérpretes en el cuerpo legislativo que, donde la Constitución dice militares en actual servicio a la nación, veían a un sinónimo de bandoleros en guerra actual contra la nación. Dios sabe si aquellos intérpretes habrán descubierto entre las dos cosas alguna profunda analogía. Mas ¿a qué sumo desconcierto iríamos a parar, Excelentísimo Señor, si ya también al punto mismo de contrastar la verdad pura de las disposiciones legales, en el tribunal impasible e inconmovible a los arranques de la política, comenzasen a prevalecer interpretaciones de esa estofa, y si admitiera, por ejemplo ahora que donde la ley ha escrito júzguese militarmente, se ha de leer degüéllese militarmente? Oyendo estamos, sin embargo, a quien desde su encumbrado ministerio, y con la autoridad de académico de la lengua, encuentra «indudable» que el sentido legal de la voz juzgar es el de pasar a cuchillo. De otro modo eso no significa nada, parece que piensa el señor Ministro Fiscal; y dice no, no es gracia, ni adelanto ninguno el sólo juzgar a los conspiradores, arrastrándoles a juicio de cuartel, de suerte que no tengan medio suficiente de defensa, traídos de cien leguas de donde delinquieron, dándoles por jueces sargentones en comisión de condena,   —205→   quienes, sin otra formalidad que preguntar a los reos qué nombre y religión tienen, le manden para diez y seis años a la penitenciaría; no, esto no es nada, si con la propia premura, no se les sube a empellones al cadalso, para arrancarles las entrañas y ofrecerlas palpitantes a los lares del gobierno que son los de la paz. Juzgar es degollar, si se busca en el juzgamiento algún resultado práctico y tranquilizador, así como el de traer al matadero, a lo menos veinte prisioneros de cada combate mensual; resultado que ya en su tiempo había creído conseguir una fiera coronada, con aquel atroz «el muerto no ladra».

No hagamos empero de modo que cobre visos de exageración el razonamiento, y sigamos al vuelo con la vista por donde la fiscal se dirige en busca del campo santo. Si su interpretación no deriva de los términos de la ley, la saca a lo menos, a viva fuerza, del objeto de ella, que, en el sentir del señor Ministro, no es otro que el de enfrenar, dice, y escarmentar a los incesantes perturbadores del orden público; objeto que no se llena, añade, con este juzgamiento fulminante, sino con la apaciguadora elocuencia de las bocas de fuego. Ésta podrá ser una opinión del señor Ministro; mas a fe que dista mucho de formar un convencimiento universal, arrimado en experiencia constante nunca desmentida del buen resultado de la más estéril y absurda de las penas políticas, de ese delirium tremens de la sangre hartado en que sólo en pueblos devorados de corrupción se da una como torpe voluptuosidad de arrancarse poco a poco las entrañas. Y sin un convencimiento común y nada seguro, no cabe tener por propósito premeditado de los representantes de la voluntad general, un propósito en cuyo favorable éxito apenas creen muy pocos, por fortuna muy pocos. No cunde por cierto el concepto de que el más atinado modo de «enfrenar», consista en meter el bocado entre mandíbulas ya de cadáver; no hay muchos que piensen, ni gran razón de pensar, que el difunto yace «escarmentado». Muy por el contrario, la pena de muerte, como remedio político, ha ido hundiéndose en universal descrédito, a medida del progreso   —206→   moral y científico. Viéndola expresamente prescrita en los códigos de nación adelantada, todavía cupiera dudar que la quiso establecer, cuanto menos culparla tan menguado intento, a poder de violentas interpretaciones. Tan de baja anda en las naciones modernas esa pena, que aun siendo legal, escasea el ejemplo de llegarla a ejecución. Acaban en España de indultar buen número de militares facciosos; más o únicamente por respeto a la opinión pública, que execra el degüello a sangre fría, que por blandura de entrañas que hubiéramos de presumir en los nietos de Felipe II; menos por el llamado sentimentalismo romántico, que por positivo y cabal experiencia de que no contiene más al conspirador el espectro del lazo columpiándose de la horca, que la arena del combate, a donde tira su vida como un par de dados, bien seguro de ganarle a muerte la partida. El poder de las mayores penas se cifra sobre todo en la infamia que las acompaña a seguir los pasos de cualquier otro crimen; pero el conspirador, por una idea más o menos exacta y generosa, más o menos extraviada, está viendo siempre que la pena del suyo, si viene, vendrá a llevarle a perecer en el regazo de la gloria. El germen de esta ilusión se halla en nuestras instituciones, en nuestra educación política y social, en nuestros aplausos y adulaciones pródigas a cualquier vencedor; y claro se está que sería vano hacer siquiera una sola hecatombe de todos los conspiradores conocidos; aquella idea fascinará todavía a cuantos corazones queden palpitando; no muere, renace; o, cual se muestra el de Tousseau, saca del sepulcro el brazo armado de una tea que alumbra o que incendia. ¿Cuándo los tiranos no pusieron entre ellos y sus víctimas al verdugo? ¿Y cuándo el verdugo no acabó por volverse contra los tiranos? Los pueblos que tomaron esa lección de sus opresores, padecieron pronto el propio desengaño. Marat y Robespierre ensayaron desbordar un aluvión de sangre sobre un trono volcado; y eso mismo acelera más el reaparecimiento del trono. Una tiranía más vasta y profunda quiere refinar su sabiduría sepulturera, y la Inquisición amarga la muerde con el tormento, en pos de «enfrenar», de «escarmentar»,   —207→   de extirpar errores, incesantes enemigos del orden de una época; y los errores resplandecen incombustibles en la hoguera, cobran cuerpo de ciencia, hermoseado con el martirio y se extienden más y más a dominar sin contrarresto los destinos del mundo. Acá, en nuestra estrecha gazapera política, ¿no es verdaderamente notable, como muy bien se ha apuntado ya, que el gran de hombre que por desgracia iba cavando una tumba a cada paso de gigante, dejase su última huella estampada con su propia sangre? ¿De qué le valieron lanceamientos y fusilamientos sin número y sin tardanza, contra la revolución, que es y será todavía largo tiempo nuestra necia monomanía hereditaria? Para como se va interpretando y perfeccionando nuestra legislación penal, no me extrañaría oír que esa cadena de prisioneros fusilados de la Puná a Punta de Piedra, no hubiera sido tan infecunda si como en mejores tiempos se hubiese compuesto de quemados y empalados vivos, a ejemplos de Cuatimozin y Caupolicán. Cierto, eso al fin trajo el desaparecimiento, o peor, el embrutecimiento de una raza. Pero meditemos si es dable acometer a exterminarnos a nosotros mismos, o si ha asomado ya la que ha de acabar con esta inquieta, belicosa, indómita raza de Bolívar y de Juárez, nacida con la República, no cazada con perros por la conquista. No, Excelentísimo Señor, no alcanzamos, me parece, tiempos ni estado social en tan extremo menguado que haya de tenerse la de muerte por pena tan admitida, tan natural, eficaz y corriente, aun para delitos políticos, que ha de sobreentenderse en todo caso, y se la ha de imponer a pesar de no mentarla ni aludir a ella la ley. Quizá no repugnara tanto el monstruoso supuesto de legal imposición de pena capital por arbitraria conjetura política, a sostenerlo como consecuencia de un juzgamiento prolijo, bien meditado, justo y seguro de violencias y tropelías; cuando en él se averiguara de delitos atroces, a la luz de ciencia y conciencia sabias, serenas, imparciales; pero así, para los juzgamientos por la ley de 10 de julio; para esa arremetida de la fuerza vengativa, instantánea, sin defensa ni apelación, la pena de muerte para las víctimas inmoladas   —208→   a esa ley, ¿qué viene a ser sino convertirla a ella de una vez en la ley de Lynch, más abusiva y más salvaje que la con la cual afrentan a los Estados Unidos sus chusmas feroces?

Si no hay lógica medio racional y humanitaria que, a puras deducciones, nos haga ver el espíritu de la ley, tristemente sentado junto a un cadalso, como un dios azteca sobre una pila de cráneos frescos; digamos que no habrá sido la visión nigromántica de ese espíritu del mal lo que ha sugerido al señor Ministro la desoladora afirmación de lo «indudable» de la pena, sino que a tal afirmación le condujo otro de los caminos que en buena crítica dan con lo que las leyes se propusieron; a saber, el de la historia fidedigna de su establecimiento. La más remota historia, que se me acuerde, de esa ley, va a topar con las primeras emboscadas del asesinato oficial, entre las tinieblas de una noche horrorosa. El Congreso da 1833, cómplice de las lanzas de Flores en la carnicería del 19 de octubre, echó el resto prescribiendo juzgamiento militar para los compañeros sobrevivientes de Halla, de Albán, de Conde, de Echanique. Al recordar esta hazaña el historiador Cevallos, añade, y viene a cuento: «probada que no por demostrarse anda la observación de que la primera gota de sangre derramada en guerra civil es una fuente que da arroyos, y ya veremos que la del 19 de octubre la dio a raudales». Efectivamente, tinta en ellos y no para secarlos, asoma más tarde la Constitución mística de 1869, obra de quien perdonó la noche de octubre, para que comenzara la de su dominación; y en esa Carta descuella ya con la pompa de la institución constitucional el primer monumento legislativo del juzgamiento de conspiradores en la balanza en que ha quedado para siempre la espada de Breno: Vae victis! Entonces en la Convención de 69, que no había por qué guardar ninguna medrosa reserva, campeando el despotismo de bando mayor, sobre la abolición de toda ley por insuficiente, se expresó por completo cuando se quiso disponer; se expresó que se juzgue y se mate militare modo, a usanza de gente organizada para   —209→   obedecer y matar. Muy bien se sabían los convencionales, factores de esa disposición o sentencia, engendro de la noche de octubre, cuán poco se había menester a la sazón para bajar una cabeza de sobre los hombros; y con todo no creyeron deber omitir la cabal, minuciosa expresión de que «se juzguen militarmente, como en campaña y con las penas de las ordenanzas militares, a los autores y cómplices de conmoción interior»; art. 61, N.º 7, Constitución de 1869. En consonancia con esta disposición constitucional, se sancionó también el artículo correspondiente en el Código Penal, hijo de tal Constitución: «En estado de sitio, decía su art. 154, los autores y cómplices del crimen de conmoción interior, serán juzgados y castigados en conformidad a lo dispuesto por la Constitución», es decir, militarmente. Por donde se echa de ver, se palpa que desde los primeros rojizos albores de la institución antropófaga, todos, moros y cristianos, tuvieron por dos cosas de todo en todo distintas el juzgar y el castigar, aunque fuese a lo soldado. A jueces, ni a legisladores se les había ocurrido a la sazón, como cosa absolutamente «indudable», que el mero carácter del juez y su procedimiento implicasen de suyo el carácter mortal de la pena. No se descubre, de consiguiente, en la historia cierta, contemporánea, hasta personal, si se atiende a que el señor Ministro que acusa, fue diputado a la Convención que recordamos; no se desprende, digo, de esa historia el que los autores de aquella ley primera hubiesen reputado cosa idéntica el juicio y el castigo; sino antes al contrario tan diversas, que habían de mentarse por separado, a fin de que no llegue el caso de acudir a cálculos y conjuros, para sacar de una u otra palabra el espíritu infernal, como se está haciendo con la ley imitativa de ahora, mitad no más reasonante de la ley de ayer.

A decir verdad, la vista fiscal no se refiere tal vez a esa historia que ha perdido de vista; mas antes a la última, a la de la restauración de la ley marcial, aborto del Congreso de 1886; y trashojando ésta, conviene el señor Ministro en que hubo en las Cámaras variedad de   —210→   pareceres, sobre la naturaleza y extensión de la ley; sosteniendo unos que no pasaba de ley adjetiva de enjuiciamiento, y otros que además era ley sustantiva penal. Esto sugiere desde luego una reflexión no nada somera. A haber sido el legislador un solo hombre, en demostrando cuál sería su ánimo al tiempo de dar la ley, ya podríamos tener por averiguado el objeto de ella, e incuestionable el legítimo imperio con que se la dio; pero siendo, como fueron, muchos los legisladores, miembros de un cuerpo colectivo, y sabiendo, cual sabemos, que, de los mismos contribuyentes con su voto a formarla, unos se propusieron un objeto con esa ley, y otros se propusieron otro objeto, cooperando, eso sí, todos a darla, por la parte de ella en que estaban acordes; mal podremos asegurar que el ánimo de los unos es el que constituía legítimo imperio, y no el ánimo de los otros; que los que querían la muerte, ésos eran el legislador, y los que no la querían, no eran legislador cuyo intento debía averiguarse, no obstante que, separados los unos de los otros, no hubiera tenido en dónde emanar legítimamente la ley. Perdóneseme un ejemplo, por ver si acierto a explicarme mejor: de tres copropietarios de un predio, convenidos en legarlo al fisco para obras públicas, los dos no fundan en nada su resolución; el tercero la razona con la falta principalmente de un buen panteón. ¿Será esta simple causal singular motivo suficiente, para no poder destinar el predio a cárceles, hospitales, escuelas, sino sólo a panteón, precisamente a panteón, católico por ejemplo; y para que el Diocesano exija la obra del panteón, no de otra cosa que el panteón, por conocida la mente de uno de los testadores?

Tampoco se ha de argüir que, en la última legislatura, aun los legisladores que no expresan la pena, es de presumir quisieron la de muerte, como consecuencia intrínseca de la materia de la ley; pues mandando juzgar la sedición civil, como se juzga la sedición militar, sin duda la estimaron acreedora al propio tratamiento, desde el auto cabeza de proceso, hasta el pago con la cabeza del reo. No, Excelentísimo Señor, ni los reos ni el crimen se parecen en nada; no tiene por qué parecerse   —211→   la pena. Verdad es que la fenomenal ley que nos ocupa asimiló un tanto cuanto las personas, decretando que paisanos, frailes o soldados, eran todo uno para despacharlos por el mismo fuero de guerra. No sé por qué se me viene aquí a la memoria un dicho de Lanjuinais, en la Convención francesa, durante el terror; como el carnicero Legendre, diputado, le amenazara en un enfrenador discurso con hacerle degollar, Lanjuinais le interrumpió: «hombre, pues haced primero decretar que soy buey»: fais donc d'abord decréter que je suis un boeuf. Pero bien que identificados la cogulla y las charreteras, no se extremó tanto la anomalía, que se igualaran la sublevación y traición de aquel a quien se armó, a cuyo honor se confió patria, gobierno, instituciones, y que vuelve las armas contra ellas, contra el objeto de su guardia jurada; y el levantamiento contra gobierno e instituciones, que tal vez nunca merecieron respeto, menos promesa de defenderles. Sería preciso que nuestros Legendre hicieran primero decretar que a los paisanos se nos han leído las ordenanzas, se nos ha hecho jurar fidelidad a las banderas, se nos ha dado un puesto de confianza, se nos ha estado sustentando la vida con el pan diario, para que esto fuese cierto, siquiera por ficción legal, y se tornase traidor aleve nuestro simple mal fecho de conspiraciones. Ni sería suficiente se asemejen los delitos, sin tomar además en cuenta el inminente peligro del abuso, tan natural y común de calificar de sedición traidora uno de esos legítimos arranques de despecho, a que, gobiernos poco hábiles o malvados suelen con sus propias manos impeler a los pueblos. No hay por lo común idéntico móvil, nunca igual inmoralidad, en los hechos pareados; no les ha de encontrar el juez idéntico peso; ni ha de aducir que por una misma razón, les aplica igual disposición de derecho; no, eso sería herir con una misma espada a los héroes de Bailén, y al conde don Julián; al señor Roca por el seis de marzo, y al Gran Capitán por el ocho de setiembre.

¿O acaso se imaginará también que el sentenciar, o sea el aplicar la pena, es cosa esencial, término y remate precisos del juicio, en encontrando convicto al reo? No   —212→   injurio la ilustración de nadie con imputarle discurso se mejante. No entra eso en la esencia del derecho judicial; ni escasearía el número de ejemplares de juicios acabados con la declaración de la verdad de la culpa, sin pasar al castigo. Entre los más antiguos se cuenta el juzgar de los judíos, bajo de dominación romana. Limitósele a ese pueblo sanguinario la facultad de aplicar la pena; y vosotros sabéis cómo el Sanedrín que juzgó no fue el que crucificó al Justo, reo político. Entre los modernos, me basta citar el jurado.

Sigamos el hilo de la historia de la ley interpretada. Ya para el año de 86 volvieron al Poder Legislativo los partidarios de la Constitución de 69; y mañosos, dóciles a las sugestiones de palacio, a título de restauración, pidieron, cual si decimos la restitución in integrum de su poderío, pidiendo el patíbulo. Sabiduría del doctor Sangredo la sabiduría política de esos estadistas, visto está que no se les ocurre ley suficiente para regir un estado, sino la de muerte; y de grado dieran al jefe del gobierno por toda divisa, no banda y bastón, sino guadaña. Ellos pidieron el cadalso para los conspiradores políticos por el mismo caso que estaba levantado, bien que muy desocupado, para los traidores militares. Pero tan alta, franca, robusta resistencia oponía la Constitución vigente, que ellos mismos comenzaron por disfrazar de interpretación constitucional el proyecto, no osando sustentar que cuadraba como ley nueva, con el tenor literal claro, sencillo y preciso de la Constitución. No fue para tanto la condescendencia de la mayoría de la Cámara del Senado, y como lastimada con la oferta de esa rueda de molino por interpretación, mandó pasarla a que la desbastase un poco una de las comisiones. La comisión, en efecto, le quitó el insensato nombre de interpretación, más la segura matadora que traía consigo, y presentó el proyecto en nueva, atenuada forma de simple ley de enjuiciamiento. Sin duda que ésta no dejaba de ser menos atentatoria contra la Constitución, por el allanamiento a nuestro fuero común, para consignarnos maniatados a la peor de las comisiones especiales; pero visto que, a lo menos así el proyecto no se presentaba chorreando   —213→   sangre, aclarado en detenido debate que la ley no sancionaba degüello inconstitucional, sino apenas inconstitucional juzgamiento, el proyecto ganó votos y pasó triunfante: quien creyera que a hacer de impostor emisario del sepulcro. Hablo como testigo que terció en las discusiones legislativas, y observó de cerca y con zozobra las siniestras maquinaciones. Con todo, para no hablar solo, he implorado el testimonio incontestable de quienes se contaron entre los más probos senadores; el testimonio del H. señor Vicepresidente del Senado, que contribuyó decisivamente con su dictamen, erradísimo en mala hora, a la sanción del proyecto; y el testimonio del H. señor doctor A. Portilla, Consultor de la Cámara, cuando ésta quería portarse a las derechas. El doctor Portilla impugnó el proyecto; sin embargo, la venerando ancianidad alcanzada por el señor doctor Gómez en el magisterio del derecho, y la práctica inveterada de toda honradez, tenía que ser parte poderosísima a arrebatar la voluntad del clero y semiclero de la Cámara, y así se asestó golpe legislativo de tan funesto ejemplo contra la Constitución. Oigamos cuál fue ese dictamen decisivo de hombre bueno en causa mala... No me he limitado a remitirme a las actas, porque adolecen de sumo laconismo; con todo tengo que hacerlo, en orden a manifestar la deferencia del clero, al parecer del señor Gómez, por voz del I. S. González. En la sesión del 3 de julio dice el Señor Obispo: «Me alegro de haber escuchado el ilustrado dictamen del H. señor Gómez: así desaparece todo el aspecto tétrico que se ha querido dar al proyecto, y nosotros como sacerdotes ya no tendremos escrúpulo en votar por él». Recomiendo en la propia acta la protesta del H. Badillo, otro sostenedor del proyecto vuelto hoy proyectil. En cuanto al señor doctor Portilla, he aquí su respuesta... A pesar de esta deposición de «hombres sabidores et sin sospecha», ¿insistirá el señor Ministro Fiscal, en que la historia de la ley depone que su objeto fue el de fusilar, precisamente fusilar y más fusilar? Pues sigamos haciendo hablar a esa historia.

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Conocida la opinión del Senado, no importa que hubiera sido otra la de la Cámara de Diputados, que no hizo más que acoger la expresión del Senado. Y aun así, para comprobar que la de Diputados tampoco tuvo ánimo uniforme, en punto a abrasarse en la violencia del juzgamiento militar, para quererlo hasta el extremo de que se pase a furor de espada a los enjuiciados, no he menester testimonio de ausentes, viendo en el Supremo Tribunal diputados de los de la voz más autorizada, empleados que fueron principalísimos de aquella Cámara, el Presidente y el Secretario de ella, que me sacarán verdadero, si hablan verdad las actas.

Pongamos con todo, que no se hubieran realizado en nuestros días y en nuestra presencia las discusiones de la última legislatura, ni pudiéramos oír de viva voz a quienes la compusieron. Es de ley que busquemos en el contexto de disposiciones análogas, lo que con alguna de ellas quiso y no dijo el mismo legislador, en una misma ocasión, como en un mismo Código. En las actas de leyes y decretos del Congreso en 1886, al lado de la resolución revolucionaria de que a los revolucionarios se los juzgue jefes en servicio, se encuentra la observación de que no bastaba juzgarlos así, sino además castigarlos con pena de tales; y a pesar de esta declamada furibunda advertencia, a pesar del ejemplo de la Constitución y Código draconianos, que antes habían dispuesto individualmente así el juzgamiento como el castigo; no se ha añadido la expresión y castigar militarmente. Consta asimismo que a esa pretensión se le enrostró su inconstitucionalidad, lo cual, juntos con lo muy hacedero de agregar la única palabra que faltaba, la palabra castigar da de suyo tamaña evidencia de que no se la agregó sólo porque no se quiso, y no se quiso seguramente por lo escandaloso de tal desvío. Pero aún no es ésta mi objeción principal. Al lado, repito, de la orden de sólo juzgar, a renglón seguido de la nota de inconstitucionalidad del fusilamiento, se levanta elocuentísimo el proyecto de reformas de la Constitución, firmado por los mismos imploradores del patíbulo, y es la reforma primera la de que se califique de crimen militar la sedición   —215→   y se le imponga pena de muerte. Leamos a la letra el texto de la reforma indispensable: «Art. 1.º, el art. 14 de la Constitución dirá: No habrá pena de muerte por los delitos puramente políticos; pero no son tales, aunque se amparen con un fin político, la traición a la patria, el parricidio, el asesinato, el incendio, el saqueo, la piratería, ni los de los militares en servicio activo, ni de los que armados y organizados como tales se proponen alterar por la fuerza el orden constitucional; estos dos últimos crímenes serán juzgados y castigados conforme al Código Militar». No resalta claro, no resplandece allí, y está dando en los ojos que prohibía, que prohíbe la Constitución el juzgamiento y el castigo militar a sediciosos, ya que ha sido forzoso reformar la Constitución, haciendo de modo que permita ese juzgamiento y nominatin ese castigo? ¿No aparece allí enseñando el legislador en alta y magistral voz, que era insuficiente se prescriba juzgar, sin que además y muy exprofeso se ordene castigar con rigor marcial para que así se haga? Esta proposición de reforma constitucional ostenta la contradicción más palmaria del Congreso de 1886; la confesión de su atentado, por su propia boca; la condenación de su hecho, firmada de su puño y letra. La Constitución prohibía, o no prohibía tales juzgamientos y fusilamiento, no hay medio; si no prohibía, ¿para qué la reforma?; y si prohibía, ¿cómo y por qué dispararse a mandar a lo menos el juzgamiento? Ah, si las corporaciones numerosas tuvieran rostro para el sonrojo, el Congreso de 86 no encontraría harta profundidad en la tierra para esconder su memoria.

Si hasta este punto de la historia de la ley no hemos llegado a ninguna demostración del ánimo del legislador que alcance a sugerir alguna duda en el ilustrado entendimiento del señor Ministro Fiscal, y continúa «indudable» para S. S. que ley ni legislador quisieron otro cosa que muerte y más muerte; a mí tampoco se me alcanza ya otra razón de tan hondo y temerario convencimiento, y voy por el último y más endeble arrimo que acaso sostenga al señor Ministro. Dirá tal vez S. S. que ya él mismo tiene concedido que no faltó «algún otro en el   —216→   Senado», patrocinador de la cándida opinión de que la ley en disputa era sólo una llamada a juicio en campaña, no un toque a degüello, como quiere S. S. que en realidad haya sido; pero que él no invoca el ánimo de ese «algún otro», sino antes el de los que votaron por la ley, o únicamente de los que la presentaron en proyecto, quienes debían de saber más y mejor que nadie lo que se querían, y si sus miras tiraban a más allá del sepulcro. No le falta razón a S. S., y me pongo enteramente de su lado, en hecho de señalar el niño donde quiso cobrar vida el intento matador, digo el origen oficialmente auténtico del proyecto. El rastro escrito queda por cierto en la firma de los Senadores que lo presentaron, bien que la tinta sanguinolenta para escribirlo se haya enviado de algún gabinete del Gobierno. Qué alta mira política, hábil, atinada, humanitaria y justa, se propusieron en ese gabinete, no será mío decirlo; pero sí podré, con la satisfacción de honrosa obra propia, hacer constar cuál fue la intención declarada por los autores mismos del proyecto, oficialmente expuesto en pleno Senado, por interpelación a ellos, tan precisa y oportuna para hoy, que no parece sino prevista la averiguación en que nos hallamos. Reza el acta de 3 de julio que interrogué a los señores del proyecto reformado, si éste se contraía sólo al juzgamiento de que trata, o también a la aplicación de las penas militares: «El H. Pólit (Fernando), dice el acta, satisfizo esta duda, diciendo que el intento de la Comisión era sólo de señalar un enjuiciamiento expedito para esta clase de criminales; respecto a la pena, bastaban las disposiciones de los Códigos». He allí una respuesta sin contradicción de nadie, o que vale, no inducción más o menos doctrinal, sino declaración auténtica, dada por el propio legislador, de que su ánimo no fue el que encuentra «indudable» el señor Ministro Fiscal; declaración auténtica de que las penas quedaban tales cuales las contienen los Códigos para los respectivos casos; declaración piedra angular del cimiento de la ley, sobre el cual han hecho pie los más entendidos e independientes vocales del Consejo de Guerra. Sí, Excelentísimo Señor, esa respuesta da fe de que no urgía tanto   —217→   la prisa del exterminio político, que no se parase, cuando no en presencia del sinnúmero de víctimas, a las que extendía la descarnada mano, siquiera ante la más evidente resistencia de la voluntad de la República, consignada en el arca de la alianza de la Constitución, en desagravio al Dios Vengador, por la sangre tanta y tan en vano derramada por la autoridad en esta tierra, desde que se llama América.

Concluyo, Excelentísimo Señor, pidiendo se remitan esos prisioneros a su juez común competente, echada lejos, con altiva majestad, la fementida ley de julio, o bien la petición de suplicio hecha a pretexto de injusticia. Cuentan que un tiempo a tan subido punto llegó la moral de los romanos, que tuvieron a menos suponer siquiera creíble el parricidio, aun si lo viesen infraganti. Tal cumple hacer ahora a V. E., separando la vista de esa foja rompida de la Constitución, por mano de una legislatura. Téngase por increíble en los altos poderes ese atentado, ya que no se les llame a cuentas, y no subirá a ennegrecer la púrpura de este solio el humo de los disparos de política homicida.





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ArribaAbajoDoctor Pacífico Villagómez


ArribaAbajoAlegato
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En el juicio en el cual se discutía el problema de si la nulidad del testamento acarrea o no la nulidad del reconocimiento de hijo natural hecho por el testador en el mismo testamento, el Sr. Dr. Pacífico Villagómez, luego de examinar el asunto controvertido en el caso de revocación del testamento y sostener el principio de la irrevocabilidad del reconocimiento, aborda ese problema como abogado defensor en una de las partes en los términos siguientes:

«IV.- Todo cuanto se dice para demostrar la irrevocabilidad del reconocimiento de hijo natural en el caso de haberse revocado el testamento en que aquél se efectuó, es aplicable a la nulidad.

»Además, hay otras consideraciones decisivas de las que se deduce que, aunque sea nulo el testamento, no por eso lo es el reconocimiento en el hecho.

»Bien se tengan en cuenta los principios, bien los arts. 268 y 989 del Código Civil (arts. 292 y 1.057 de la edición actual), el reconocimiento de hijo natural y el testamento son dos actos jurídicos enteramente distintos; el primero es un acto en virtud del cual se constituye el estado civil de hijo natural, y el segundo un acto en   —222→   que una persona dispone de sus bienes, para que sus disposiciones sean cumplidas después de su muerte. Nada tienen de común estos dos actos, aunque uno y otro, para que tengan existencia legal, estén sujetos a la observancia de ciertas solemnidades.

»Conforme al sistema de nuestra legislación civil, ambos actos, no obstante de ser distintos, pueden sin ningún obstáculo constar en un mismo instrumento público. Así lo establece expresamente el art. 269 (art. 293 de la edición actual), al disponer que debe hacerse el reconocimiento por acto testamentario. Así vemos también a menudo que en una misma escritura pública se celebran contratos diversos, para cuya validez la ley prescribe requisitos diferentes, como la compraventa de bienes raíces y la donación.

»Las reglas concernientes a la nulidad absoluta y relativa de los actos y contratos, comprendidos en los arts. 1.671 y 1.672 del Código Civil (arts. 1.737 y 1.738 de la edición actual) son aplicables al reconocimiento de hijo natural y al testamento, por cuanto uno y otro, aunque distintos, son actos jurídicos expresamente reconocidos como tales. Para la validez de cada uno de estos dos actos, la ley ha establecido solemnidades, a la vez especiales y diversas de suerte que no pueden en manera alguna confundirse.

»El reconocimiento de hijo natural, acto jurídico, declaración de voluntad, por sí sola considerada independientemente de la notificación y aceptación, puede ser el resultado de error, fuerza y dolo; puede ser también hecho por una persona relativamente incapaz, como una mujer casada, un menor adulto; en tales casos, el reconocimiento, aunque irrevocable por parte del padre o madre que ha efectuado, adolece de nulidad relativa. Asimismo, cuando el reconocimiento es hecho por una persona absolutamente incapaz, como un impúber, demente, etc., o no consta de escritura pública, de testamento o de acta extendida ante un juez y dos testigos, requisitos exigidos por la Ley, no existe legalmente, o lo que es lo mismo, es nulo con nulidad absoluta.

  —223→  

»Para el valor del acto llamado testamento, aparte de que la ley designa los que son inhábiles para testar, prescribe la observancia de ciertas solemnidades, según su especie y la calidad de las personas que lo otorgan. La primera de estas dos fuentes de nulidad del testamento se encuentra en los arts. 995, 996 y 997 del Código Civil (arts. 1.063, 1.064 y 1.065 de la edición actual), y la segunda está determinada por el art. 1.005 (art. 1.073 de la edición actual) y por otros más. Estas solemnidades son propias del testamento, y sin incurrir en un error garrafal, no se pueden extender o ampliar al reconocimiento, acto jurídico para cuya validez, como acabamos de verlo, la ley ha designado otra clase de solemnidades.

»Fuera de la nulidad de los actos y contratos de que trata el Código Civil, el de Enjuiciamiento Civil consagra algunos preceptos en virtud de los cuales, por defecto de la forma, es nula la escritura pública y es nulo el instrumento público en que constan los actos o contratos, por omisión de solemnidades prescritas para la validez de esa escritura y de ese instrumento. Los arts. 162, 166 y 167 determinan los motivos de nulidad de la escritura pública, y los arts. 157 y 168 señalan las causas de la nulidad del instrumento público. De aquí que la diferencia que existe entre la nulidad del testamento, considerado como acto jurídico, y la nulidad de testamento como escritura o instrumento público, o por defecto en la forma, la reconoce hasta el mismo art. 195 del Código de Enjuiciamiento Civil. Por lo demás, salta a la vista que la nulidad, manifiesta o judicialmente declarada de una escritura pública o de un instrumento público, surte el efecto de considerarse como no otorgado el acto o contrato a que la escritura o instrumento se refiere.

»En el folio 16 de este proceso se encuentra el instrumento público otorgado por Juan Melchor Gaspar Baltazar Cuadrado ante el Juez Civil de Sibambe y tres testigos, el 3 de mayo de 1916. En este título constan dos actos esencialmente distintos, a saber: el testamento,   —224→   en que el otorgante dispone de sus bienes, y el reconocimiento, en virtud del cual declara que adquirió un hijo llamado José Miguel Cuadrado, a quien lo reconoce como a su hijo natural. Mientras no se impugne y pruebe la falsedad de este instrumento público, a los ojos de la ley y de los tribunales tiene el carácter de auténtico; y como no se ha omitido en el acta judicial ninguno de los requisitos designados por el art. 157 del Código de Enjuiciamiento Civil, es válido el sobredicho instrumento público.

»Examinemos ahora, no el título, sino el acto, el testamento que se ha reducido al escrito en aquel instrumento del folio 16. El art. 1.009 del Código Civil dispone que el testamento del ciego ha de ser leído dos veces en alta voz, la primera por el escribano o empleado que hace veces de tal, y la segunda por uno de los testigos elegido al efecto por el testador, debiendo hacerse constar el cumplimiento de esta solemnidad en el mismo instrumento. Examinado el testamento del folio 16, que otorgó en Sibambe Juan Melchor Cuadrado, aparece, ciertamente, que el testador es ciego; y que en el momento mismo de otorgarlo, se omitió el acto material de la segunda lectura que debía ser dada por uno de los testigos designado por el ciego. De consiguiente, la falta de cumplimiento de aquel requisito vició de nulidad insanable, no el acta judicial, sino el acto testamentario.

»Nótese -insisto una y mil veces- que la solemnidad de la doble lectura del conjunto de disposiciones del testador acerca de sus bienes, se refiere únicamente al acto jurídico, de modo que, por haberse omitido aquel requisito, ese acto llamado por la ley Testamento no tiene valor alguno. 'En principio, dice don Calixto Valverde y Valverde, cuando un acto es sometido a formas determinadas por la Ley, la inexistencia de estas formas, envuelve la nulidad del acto. Forma dat esoe rei. Porque cuando el derecho prescribe una forma o formas para un negocio jurídico, ése es el único medio o modo en que la voluntad puede expresarse, y, por tanto, declarada de otra manera, el acto creado por ella, no puede tener   —225→   verdadera eficacia jurídica, no puede valer ante la ley. En este sentido, la forma es esencial en el acto jurídico, si el legislador ha impuesto una forma para aquel acto. En todas las épocas, desde el derecho romano hasta el derecho moderno, dominó este principio, de que cuando prescriba la ley el empleo de formas, el cumplimiento de éstas es esencial a la existencia del acto, y su inobservancia produce la nulidad'2. El mismo autor, hablando en otro lugar de los testamentos, dice: 'Si el testamento, según lo entiende la doctrina de la jurisprudencia, es un acto formal y solemne, está claro que la voluntad expresada de otra manera no tiene valor ante la ley, puesto que la forma es esencial en este caso al acto jurídico, al haberla impuesto el legislador'3.

»Cuando es ciego el padre que confiere a un hijo suyo, mediante el acto del reconocimiento, el estado civil de hijo natural, la ley no ha prescrito el requisito de que la declaración de paternidad sea leída dos veces, una por el empleado que interviene en el acto, y otra por uno de los testigos elegido al efecto por el que reconoce, ni que se haga mención de haberse cumplido esta formalidad en la escritura o instrumento de reconocimiento. ¿No sería, pues, el colmo del absurdo declarar nulo el reconocimiento de hijo natural, efectuado en beneficio de aquel infeliz muchacho José Miguel Cuadrado, por omisión de una solemnidad establecida por el legislador única y exclusivamente para el testamento del ciego? 'Evidentísimo que uno de los mejores criterios de verdad, dice nuestro eminente jurisconsulto, el doctor don Luis Felipe Borja, es investigar las consecuencias de una doctrina, porque si ellas nos conducen a ese abismo que se llama absurdo, nos vemos precisados a retroceder con espanto, y a confesar que el error se ha disfrazado en principio como el asno de la fábula en león'4.

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»Nada aclara más las ideas, como los ejemplos, aunque éstos se tengan como argumentos débiles. Celébrase en una misma escritura pública el contrato de compraventa de un inmueble, y también la donación de diez mil sucres, resto del precio estipulado, en favor de un tercero; consta de la propia escritura que la donación se efectuó sin previa insinuación. No cabe la menor duda que, atento lo dispuesto en los arts. 1.391 y 1.672 del Código Civil, la donación adolece de nulidad absoluta en cuanto al exceso de ocho mil cuatrocientos sucres. ¿Pudiera alguien sostener el desatino de que la nulidad de la donación, siendo válida la escritura pública, acarrea también la nulidad del contrato de compraventa que se celebró con la respectiva formalidad prescrita por la ley? El buen sentido nos enseña que esa escritura comprende un contrato válido y un acto -el de la donación- absolutamente nulo, y que, aunque éste desaparezca o deje de existir legalmente, aquél subsiste en todas sus partes».

Pacífico Villagómez.

Nota: Es de observar que, aun cuando subsiste y tiene actual importancia la doctrina que expuso el Dr. Pacífico Villagómez, regía entonces el sistema legal que clasificaba a los hijos en legítimos e ilegítimos, subdividiéndose estos últimos en naturales, de dañado ayuntamiento y simplemente ilegítimos. Hijos naturales eran los que nacidos fuera de matrimonio, no siendo de dañado ayuntamiento, podían ser reconocidos por sus padres o por uno de ellos. Eliminada posteriormente esta clasificación, la nueva ley, expedida el 21 de noviembre de 1935, no reconoce más que dos categorías de hijos: los legítimos y los ilegítimos. Éstos, sin distinción alguna, pueden hoy ser reconocidos por sus padres o por uno de ellos, y gozan de amplios derechos, inclusive el de participar en la herencia de quienes le hubiesen reconocido. Además, la ley vigente establece una nueva forma de reconocimiento: la declaración personal en la inscripción del nacimiento del hijo, o en el acta matrimonial de ambos padres.





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ArribaAbajoDoctor Víctor Manuel Peñaherrera


ArribaAbajoAlegato presentado en el juicio de nulidad de testamento del señor canónigo doctor José María Palacio
1918


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Parte I

Pas d'intérêt pas d'action.

Parte II

¿Debe constar del mismo testamento la circunstancia de haberse observado, al otorgarlo, todas las formalidades necesarias para su validez? ¿En qué forma debe hacerse esta constancia? Doctrina jurídica. Jurisprudencia de los Tribunales de Chile. Jurisprudencia francesa. Jurisprudencia ecuatoriana.

Señores Ministros:

El fallo venido en grado a este Tribunal, en el juicio de nulidad de testamento del Sr. canónigo Dr. José Miguel Palacio, repele la demanda, fundándose en que   —230→   el actor no es legalmente interesado en la nulidad, y, por lo mismo, carece de acción para alegarla; bien por existir otro testamento anterior que instituye heredero al Hospital de Loja; bien porque, no habiendo sido hermanos legítimos el mencionado Canónigo y D. Lorenzo Palacio, los demandantes no pueden ser en ningún caso herederos abintestato, ni tener, como tales, derecho alguno a la sucesión.

Estudiemos esta cuestión jurídica, teniendo en cuenta las disposiciones legales y las pruebas del proceso; y consideremos enseguida, aunque sea subsidiariamente, la cuestión de la nulidad misma del testamento, para la hipótesis de que el Tribunal debiera fallar sobre ella.


Parte primera

I

El principio jurídico de que no puede intentar una acción sino el que tiene interés actual en ella, expresamente reconocido y aplicado por nuestro legislador, ya al tratar de la impugnación de la legitimación, en el art. 210 del Código Civil; ya al ocuparse en la nulidad absoluta, en el 1873; ya en otros diversos lugares, es un axioma en la doctrina jurídica universal.

Enrique Bonfila, Decano y Profesor de Derecho en la facultad de Tolosa, se expresa al respecto en estos términos:

«212.- Quatre conditions doivent concourir pour qu'une personne puisse intenter une action en justice. Cette personne doit avoir: 1.º intérêt; 2.º droit légal; 3.º qualité; 4.º capacité ou pouvoir d'ester en justice.

  —231→  

»Première condition.- Celui qui formule une demande en justice doit avoir intérêt. Une personne n'a pas le droit de soulever des litiges dont la solution ne lui importe en aucune manière et qui sont étrangers à sa personne ou a son patrimoine. Ce principe de sens commun se traduit par le deux maximes suivantes: Pas d'intérêt, pas d'action. L'intérêt es la mesure des actions».



Este principio jurídico, diariamente aplicado en la jurisprudencia de todos los países, lo fue también por nuestro Tribunal Supremo, y precisamente a propósito de un caso sobre nulidad de testamento; caso que sirve ordinariamente de ejemplo a los expositores para explicar la doctrina. Dijo así nuestro Tribunal en el juicio de Andrés Eugenio Salazar contra Carlos y Victoria Rodríguez: «Vistos: No se ha probado absolutamente que los actores serían los llamados a suceder al fallecido Luis López si los demandados fueran excluidos de esa sucesión a causa del vicio de que adoleciese su institución de herederos. Carecen, pues, de interés acerca de la asignación cuya insubsistencia pretenden, y, por lo mismo, tampoco tiene base legal la acción que han deducido. Por esta razón y las deducidas por el juez inferior, administrando, etc., se confirma con costas, la sentencia venida en grado. Devuélvanse» (Gaceta Judicial, N.º 12 de la Segunda Serie, pág. 93).

No puede, pues, demandar la nulidad de un testamento el que no prueba que, de acogerse tal demanda, sería llamado a suceder abintestato al testador. Y en el caso actual, no sólo se ha rendido esa prueba, sino, por el contrario, consta plenamente que, declarada la nulidad, no heredarían los demandantes, por dos razones distintas, cada una de las cuales basta para destruir la demanda, a saber:

1.º- Porque existe otro testamento anterior, que instituye diversos herederos; y

2.º- Porque el difunto fue hijo ilegítimo, y, por lo mismo, no tiene ni puede tener consanguíneos llamados a heredarle abintestato.

  —232→  

Con respecto al punto primero, alegan los demandantes que también el testamento anterior es nulo y que tienen propuesta la relativa acción de nulidad. Pero mientras tal demanda no sea fallada, el testamento subsiste y debe surtir todos sus efectos.

Si los pretensos herederos abintestato hubieran demandado a la vez y en la misma cuerda ambas nulidades; o, si propuestas por separado las demandas, hubiérase pedido la acumulación de ellas, una sola sentencia hubiera decidido cuál de los dos testamentos quedaba vigente, o si, anulados ambos, sobrevenía la sucesión intestada. Como ambas demandas se referían a la misma herencia y se fundaban en el supuesto título de herederos abintestato, alegado por los actores, cabía muy bien la acumulación en cualquiera de las dos formas. Pero los tales herederos no han querido seguir este camino; aquella otra demanda relativa al testamento anterior, no sabemos qué fin ha tenido, ni si ha seguido cursando; y la mera litispendencia sobre nulidad del testamento anterior, no bastaba para que deba éste ser considerado como insubsistente.

Recomiendo al Tribunal esta consideración, que indudablemente la tendrá en cuenta. Con respecto al testamento anterior, hay litispendencia sobre nulidad, nada más. No hay cosa juzgada; y mientras no la haya, ese testamento subsiste como tal y surte efectos jurídicos.

II

El segundo punto es, sin duda, más grave y decisivo: el Sr. canónigo Dr. Palacio no fue hijo legítimo ni natural; y por lo mismo, no tiene ante la ley parientes de ninguna clase, que puedan heredarle abintestato.

A fojas 51 consta, presentada por los mismos demandantes, la partida de bautismo del Sr. Palacio, en estos términos:

  —233→  

«En la Santa Iglesia Matriz de esta ciudad de Loja, a los cinco días del mes de julio de 1829. Yo el Dr. Miguel Ignacio Valdivieso, cura vicario de ella: bauticé solemnemente, puse óleo y crisma a José Miguel hijo ilegítimo de la ciudadana María Soto, fue su madrina la señora Francisca Pérez, por poder de la señora Mercedes Ruilova, a quien advertí su obligación y parentesco. Testigo José Agustín Ramírez y Mariano Romero, y para que conste, lo firmo. Dr. José Miguel Valdivieso».



Nuestro difunto canónigo Palacio es, pues, ese José Miguel, hijo ilegítimo de la ciudadana María Soto y de padre desconocido. ¿Cómo, pues, entonces, puede tener herederos abintestato, a no ser el Fisco?...

Los demandantes pretenden salvar esta dificultad sosteniendo que aquel hijo ilegítimo fue legitimado por el matrimonio posterior de sus padres; y para comprobarlo, alegan que al margen de la partida de nacimiento se encuentra una nota que dice:

«Se aclara: que al margen de la partida se halla la aclaración siguiente: José Miguel hijo de los señores José Onofre Palacio y María Cevallos, alegitimado el año de ochocientos veinte y nueve por medio del matrimonio celebrado en Septiembre de aquel año. Manuel José Jaramillo».



Mas tal pretensión es manifiestamente ilegal y descabellada por muchos aspectos:

1.º- Porque una nota o razón de esa clase no es el medio legal de comprobar la legitimación, ora se atienda a las leyes actualmente vigentes, ora a las que regían al tiempo de aquel acto.

2.º- Porque la dicha anotación no fue hecha por el párroco que autorizó el instrumento a que ella se refiere, sino por otra persona absolutamente extraña. La partida de bautismo fue extendida por el párroco Dr. Miguel Valdivieso, quien desempeñó aquel cargo, no sólo cuando nació y fue bautizado Dn. José Miguel, sino cuando   —234→   Dn. José Onofre casó con María Cevallos; y lo fue todavía cuando, cuatro años después, los dos susodichos esposos hicieron bautizar y poner óleo y crisma a su hijo José Lorenzo.

¿Con qué razón, pues, con qué título puso aquella anotación sin fecha, Dn. José Manuel Jaramillo?

3.º- Porque el matrimonio de Onofre Palacio y María Cevallos de ninguna manera podía conferir la legitimidad al hijo espúreo de María Soto. Los actores han intentado probar por testigos la identidad entre esta ciudadana y la María Cevallos, esposa de José Onofre; mas los testigos no afirman categóricamente este hecho, ni dan razón de sus dichos; siendo, por lo mismo, de todo en todo deficiente su testimonio.

4.º- Porque la consabida anotación, que por su contexto mismo manifiesta haberse hecho muchos años después, refiérese a un matrimonio celebrado en septiembre de 1829; y el de Dn. José Onofre y la Cevallos tuvo lugar en el mes de octubre.

Según las leyes españolas vigentes en la época del nacimiento del Sr. canónigo Palacio (2.º, tít. 6.º, lib. III del Fuero Real; 1.º, tít. XIII, part. IV; y 11 del Toro), el hijo ilegítimo podía ser legitimado por el subsiguiente matrimonio de los padres siempre que éstos, al tiempo de la concepción o del nacimiento del hijo, hubieran sido solteros y sin ningún impedimento dirimente para contraer matrimonio entre los dos. Mas en el caso actual, no sólo no consta esta condición jurídica de los padres, sino que ni el hecho mismo de la paternidad y maternidad de los dos contrayentes está comprobado.

III

El defensor contrario comprende, según parece (y no podía menos que comprender), que su causa es, por   —235→   este aspecto, desesperada; y pretende acogerse al argumento de que el demandado no ha negado a los actores el carácter de parientes legítimos en que éstos fundan su pretenso derecho. Mas el escrito de contestación, constante a fojas 18, contiene cláusulas como ésta, en que se niega del modo más general y absoluto el derecho de los actores:

«Los actores pues no tienen derecho y carecen de facultad de solicitar la nulidad del testamento, toda vez que aun en la hipótesis de que existieran los vicios que se apuntan en la demanda, el único a quien competiría alegar la nulidad sería el heredero instituido en el anterior testamento del canónigo Dr. Palacio, que lo es el Hospital de Caridad de esta ciudad.

»La nulidad, materia de esta acción, no pudo pedirse por los actores; menos alegarse, toda vez que esta facultad sólo se concede al que tenga interés en ella; y en caso cuestionado el único que tendría interés sería el Hospital, no los actores a quienes no aprovecharía en manera alguna la declaratoria de nulidad».



En virtud de esta negación, los demandantes quedaron obligados a probar que efectivamente eran interesados en la herencia, es decir, que estaban en el caso de suceder abintestato, al admitirse y declararse la nulidad del proceso; y la prueba de ese interés o de ese derecho a la sucesión no podía ser otra que la de su condición de sobrinos y sobrinos nietos legítimos, respectivamente, del canónigo Palacio.

Esa condición, ese parentesco es el título o fundamento del derecho reclamado por los actores; y dada la negación absoluta del demandado en las cláusulas transcritas, tocaba a los actores rendir la prueba plena correspondiente, so pena de que recayese sobre ellos la sanción jurídica del axioma actore non probante, reus solvitur.

Así lo comprendieron los demandantes; y de allí su empeño y diligencia por buscar y presentar las partidas parroquiales de nacimiento, matrimonio, etc.; y sólo   —236→   cuando han visto el resultado contraproducente de esa prueba, intentan recurrir al subterfugio de que no han estado obligados a probar aquel hecho, que es la base y fundamento de su acción.

Evidentísimo, pues, que la sentencia de segunda instancia será confirmada en todas sus partes, y que, por lo mismo, no entrará el Tribunal a considerar y decidir la compleja cuestión de nulidad del testamento, suscitada por los demandantes. Por la misma razón, yo podría dar aquí por terminado mi alegato; mas, a mayor abundamiento y seguridad, voy a examinar aquella cuestión de derecho, tan ampliamente discutida y analizada en otras causas, y tantas veces decidida, aunque no con perfecta uniformidad, no sólo por nuestra Corte Suprema, sino por los Tribunales de todos los países que se rigen por análogas leyes y principios.




Parte segunda

I

Fúndase la demanda de nulidad:

1.º- En que en la cubierta del testamento se dice, no que el testador presentó una escritura cerrada, sino simplemente que presentó un pliego;

2.º- Que en acta consignada en dicha cubierta no se expresa que el pliego se presentó a los testigos;

3.º- Que tampoco se dice en dicha acta que el testador declaró de viva voz y de modo que el Escribano y los testigos le viesen, oyesen y entendiesen, que aquel pliego contenía su testamento;

  —237→  

4.º- Que por haber empleado el Escribano el copretérito contenía (en la redacción del acta), en vez del presente contiene, no consta que el pliego haya contenido el testamento en el instante de su presentación.

Para decidir la cuestión de nulidad fundada en estos antecedentes, débese tener en cuenta, por una parte, el tenor de la cubierta del testamento, y por otra, la doctrina legal aplicable al caso.

El acta extendida en la cubierta dice lo siguiente:

«En la ciudad de Loja, a los veinticinco días del mes de octubre de mil novecientos ocho. Andrés Duarte, Escribano público de este Cantón certifica: que habiendo sido llamado a la casa de habitación del canónigo Sr. Dr. José Miguel Palacio, domiciliado en esta ciudad, al que encontré enfermo en cama, pero en su entero y sano juicio, y a presencia de los testigos que suscriben, me entregó este pliego, diciendo que en él contenía su testamento y última voluntad. En su testimonio así lo dijo, otorgó y firmó a presencia de los testigos instrumentales y el infrascrito Escribano, después de haber oído la lectura de este instrumento, la que di yo el escribano a presencia del otorgante o testador, el que estuvo a la vista, siendo los testigos los señores Ulpiano Agustín Costa Costa, Daniel Ortega, Antonio Briceño, César Jaramillo y Francisco Jaramillo, todos vecinos de esta ciudad, mayores de edad, idóneos y conocidos por mí el escribano, de todo lo que doy fe, como también de que el otorgamiento, lectura y firmada de este instrumento tuvo lugar en unidad de acto, de todo lo que doy fe, y en fe de ello lo signo, firmo y rubrico en la expresada fecha de su otorgamiento. Se expresa que la lectura de este instrumento tuvo lugar en alta voz. José Miguel Palacio.- Ulpuiano Agustín Costa Costa.- Daniel Ortega.- César Jaramillo.- Francisco Jaramillo.- Antonio Briceño.- Andrés Duarte.- Escribano público. (Aquí el signo del Escribano)».


  —238→  

II

Veamos ahora la doctrina jurídica aplicable, que procuraré exponerla del modo más breve y sintético. Todos los Códigos antiguos y modernos exigen para la validez del testamento la observancia de ciertas solemnidades; mas son muy pocos los que, como el Argentino (art. 3.227), prescriben de modo general que el cumplimiento de cada una de las solemnidades se haga constar en el mismo instrumento. Lejos de esto, casi todos, y entre ellos el nuestro, siguiendo al Francés, consignan ese precepto sólo con respecto a ciertas solemnidades, y guardan silencio en cuanto a las otras.

Con tal motivo han surgido los siguientes problemas jurídicos sobre los cuales se ha discutido larga y profundamente y se han adoptado diversas y aun contrarias conclusiones, así en la doctrina de los expositores como en la Jurisprudencia de los Tribunales.

A).- Cuando la ley exige la constancia expresa de ciertas solemnidades, ¿deben emplearse precisamente, para ese efecto, las mismas palabras de la ley?...

B).- Cuando la ley no exige la constancia expresa, ¿hay nulidad por el mero hecho de haberse omitido aquella expresión no exigida por la ley?...

C).- Caso de ser necesario que el mismo instrumento sea la prueba de la observancia de todas las solemnidades, ¿en qué forma o con qué términos o expresiones debe hacerse constar dicha observancia?...

Estudiemos separadamente estos tres puntos importantes de derecho.

  —239→  

III

A).- El primero no ofrece dificultad alguna, y lo consignamos aquí, más bien como un punto de partida o antecedente que ha de servirnos para la más fácil resolución de los otros. Es un axioma en la jurisprudencia y en la doctrina el principio de que las leyes modernas no prescriben palabras sacramentales para ningún acto jurídico, y, por lo mismo, la expresión mandada por ellas puede hacerse con las mismas palabras de la ley o con otras equivalentes.

No hay expositor que no recomiende este principio, ni fallo judicial que, llegado el caso, no lo reconozca y aplique; y las cuestiones prácticas quedan reducidas, por lo general, al concepto de la equivalencia que no siempre es suficientemente claro. Casi todos los vocablos de nuestro idioma tienen diversas acepciones; y acontece que los empleados en el instrumento concuerdan con los de la ley, en cierta acepción, y discrepan, en otras; o bien tienen un sentido equívoco, que puede conformarse o no con el de las palabras de la ley; y esto ha dado también lugar a diversidad de pareceres.

IV

B).- Con respecto al segundo punto, las opiniones y doctrinas han discrepado muchísimo, y los fallos judiciales, reflejo de ellas, han adoptado también diversas y aun contrarias conclusiones. Puedo citar, en comprobación, no sólo textos de muchos autores, sino multitud de sentencias nacionales y extranjeras, que evidencian las vacilaciones que en tan difícil y compleja materia ha habido, no sólo entre nosotros, sino entre los pueblos más provectos y adelantados del mundo. Mas el principio jurídico prevaleciente en la doctrina y la jurisprudencia   —240→   y, en mi concepto, más sólidamente fundado, es el que, proclamado por Troplong y reconocido y aplicado en varias sentencias de los Tribunales, declara que el cumplimiento de las solemnidades de un instrumento público debe resultar, si no del tenor literal, por lo menos del contexto o del conjunto de la redacción del instrumento mismo, a menos que la ley establezca otra cosa.

En cuanto a la forma y aun al fondo de las reglas, nuestro Código tiene, respecto del francés, notables diferencias, como aquella de que, según éste, el testamento debe ser dictado por el testador al escribano (o a uno de los escribanos, cuando concurren dos) mientras que para aquél nada significan la escritura del testamento ni la manera y tiempo en que se la haya hecho. Pero los dos concuerdan en un punto fundamental, suficiente para que, en nuestro caso, podamos adoptar idénticos principios; a saber, en que, en vez de ordenar, de modo general, que en el instrumento se haga constar expresamente el cumplimiento de todas las solemnidades, prescribe esa constancia respecto de ciertas solemnidades, y guarda silencio respecto de las otras.

Cabe, por tanto, en el campo de la legislación francesa, como en el de la nuestra, la consabida cuestión de si será nulo el testamento en que no se ha expresado el cumplimiento de aquellas solemnidades cuya constancia expresa no está ordenada por la ley.

Y a este respecto, me ha parecido, repito, más científica y satisfactoria la doctrina susodicha, sin desconocer, eso sí, la gravedad de ciertas objeciones, que no han sido hasta ahora plenamente refutadas.

Empeñado, por lo mismo, en afirmar mejor mis convicciones -o cambiarlas, si resultasen erróneas-, propúseme buscar luz en una fuente más próxima y más apropiada para la interpretación de nuestras leyes; no simplemente para la defensa de los pleitos, sino para la publicación que había proyectado de un trabajo jurídico sobre esta importante materia; y consultando, con tal fin, la jurisprudencia de Chile, encuentro que los Tribunales   —241→   de aquella respetable nación, regida en este punto por leyes perfectamente idénticas a las nuestras (pues apenas difieren en la numeración de los artículos) han hecho de lo que yo llamaba objeciones, la base de su doctrina, y llegado, por lo mismo, a la conclusión de que no hay nulidad por falta de mención de solemnidades, sino cuando la omisión se refiere a las solemnidades especiales cuyo cumplimiento manda la ley que se exprese, v. g. la causa por la cual no firma el testador, o la segunda lectura del testamento del ciego.

Varias sentencias expedidas en los últimos años -desde 1906 hasta 1913- tengo copiadas con aquel propósito, y quiero citar siquiera las siguientes:

La de 21 de diciembre de 1906, expedida por la Corte de Casación, en la causa de José Luis Serey contra Emeterio Serey, en la que el Tribunal sienta este antecedente:

«4.º- Que la mención de haberse cumplido, al otorgar el testamento, las formalidades dispuestas por la ley para la validez de dicho acto, es una nueva formalidad que no puede exigirse sino en los casos en que la misma ley lo requiere expresamente, como lo hace el Código Civil en los artículos 1.018, respecto de la causa que impida firmar al testador, y 1.019, en cuanto a la doble lectura que debe darse al testamento del ciego; y en consecuencia, el fallo recurrido no viola la ley cuando rechaza la nulidad del testamento de don Eulogio Serey derivada del hecho de no haberse mencionado en ese instrumento que todo él fue leído en alta voz por el escribano o uno de los testigos, en la forma prescrita por el art. 1.017 del citado Código, pues ni esta disposición ni otra alguna previene que de esa lectura se deje testimonio en el instrumento».


La de 9 de noviembre de 1907, en la causa de don Benjamín Caro A. contra Belisario Cevallos, en que el Tribunal Supremo consigna la misma doctrina, pero quizá con más claridad, diciendo:

«2.º- Que la mención especial en el testamento mismo de haberse llenado en   —242→   su otorgamiento ciertas solemnidades prescritas por la ley, aunque está ordenada en algunos casos que el legislador creyó necesario hacerlo, como en los artículos 1.018 y 1.019 y otros del Código Civil, no se encuentra establecida con relación a aquella de que trata el art. 1.017;

»3.º- Que la solemnidad exigida por la ley es cosa diversa de la mención, que por sí sola constituye otra solemnidad distinta de las demás, que no tendría la sanción de nulidad, sino en los casos en que se requiera expresamente en la ley, como ocurre, según el art. 1.018, respecto de la causa que impide firmar al testador y según el 1.019, en cuanto a la doble lectura que debe darse al testamento del ciego;

»4.º- Que la formalidad es de derecho estricto desde que su omisión es causa de nulidad, y, por consiguiente, no puede exigirse deduciéndola de simples conjeturas o presunciones, si no existe en la ley misma una disposición expresa y terminante al respecto;

»5.º- Que el art. 1.026 del Código Civil sólo declara sin valor el testamento solemne, abierto o cerrado, en que se omitiera cualquiera de las formalidades a que deba respectivamente sujetarse según los artículos precedentes, y ninguno de ellos requiere la mención de haberse dado cumplimento a las otras prescritas en los artículos 1.015 y 1.017, a lo que se agrega que la consignación expresa de las solemnidades determinadas en los artículos 1.018 y 1.019 carecería de objeto, si siempre debiera mencionarlas todas el testamento; y

»6.º- Que, como consecuencia de lo expuesto en los considerandos precedentes, resulta que el fallo recurrido no viola las leyes que se dicen infringidas por haber rechazado la nulidad del testamento de doña María Josefa Ortiz, derivada del derecho de no indicarse en ese instrumento que todo él fuera leído en alta voz por el escribano o uno de los testigos en la forma ordenada por el art. 1.017 del citado Código, pues ni esta disposición   —243→   ni otra alguna, previene que de esa lectura se deje testimonio en el instrumento».


La de 14 de marzo de 1913, en que la Corte declara, entre otras cosas: «Que para la validez del testamento abierto otorgado ante cinco testigos, la Ley no exige que se deje en él constancia de que el testigo que lo lea en alta voz haya sido designado por el testador; y no siendo esta circunstancia exigida expresamente por la Ley para la validez del acto, su omisión no importa un vicio de nulidad».

V

En Chile los jueces de primera instancia y las Cortes de apelación han seguido invariablemente (por lo que he visto) la doctrina consagrada por la Corte de Casación en las sentencias citadas; mas en nuestro foro ha habido gran fluctuación e incertidumbre, y aun el Tribunal Supremo no se ha inspirado siempre en los mismos principios.

Así, en la sentencia de 29 de julio de 1881, en el juicio mortuorio de Esteban Salvador, admitió lisa y llanamente la misma doctrina de los Tribunales chilenos, en los siguientes términos: «Vistos: El art. 1.007 del Código Civil, no prescribe que se exprese en el testamento abierto la formalidad de haber sido leído por el Escribano, o por uno de los testigos, en su caso. Así, de la circunstancia de que en el testamento de Esteban Salvador no se ha expresado que fue leído por una de las personas mencionadas, no puede concluirse necesaria y asertivamente que se ha omitido dicha formalidad. Por tanto, no apareciendo de manifiesto en el acto testamentario de foja 1.ª vuelta la falta de lectura, la cual sólo podría constar de la prueba que se diese, y siendo diferentes la falta de lectura y la de expresión de que fue leído, expresión o mención que no la prescribe la ley, como queda   —244→   dicho; no ha debido declararse de oficio la nulidad del testamento, por no hallarse en el caso del art. 1.673 del Código Civil. En esta virtud, se revoca el auto recurrido, y devuélvanse.- Nieto.- Arboleda.- Espinosa de los Monteros.- Sáenz.- Muñoz» (Serie 1.ª, N.º 43, pág. 344 de la Gaceta Judicial).

En la de 4 de noviembre del mismo año, hizo aplicación de la propia doctrina, en el juicio de nulidad del testamento de María Eulalia Cornejo, tomando en cuenta la declaración jurada del juez que autorizó el testamento, para decidir que se omitió la formalidad de la lectura (Serie 2.ª, de la Gaceta Judicial, N.º 51, pág. 407).

Y en 28 de noviembre de 1889 hizo igual aplicación, en la causa Gallo-Cueva, declarando: «... 2.º Que la falta de constancia de haberse leído el testamento por la persona designada por el testador, no lo invalida; ya que esa constancia no está prescrita por la Ley, como indispensable, sino en el testamento del ciego; y 3.º Que, por tanto, para declarar nulo el testamento por el motivo expresado, es necesario prueba que acredite haber sido omitida dicha solemnidad» (Serie 2.ª, N.º 6, pág. 47).

Pero el caso en que más franca y categóricamente se pronunció nuestra Corte por aquella doctrina, fue el del ruidoso pleito relativo al testamento de don Carlos Zambrano Mancheno, decidido en última instancia el 20 de julio de 1905, en estos términos:

«Vistos: Es incuestionable que el testamento solemne, abierto o cerrado, en cuyo otorgamiento se hubiese omitido alguna formalidad de las no exceptuadas en el art. 1.016, inciso 2.º, del Código Civil, no tiene valor. Mas, entre las solemnidades de los testamentos, unas deben constar en el instrumento mismo, por exigirlo así la ley; y otras, si bien es necesario observarlas, no es preciso que ello aparezca escrito en el testamento. De dichas solemnidades, el no haberse hecho constar que se observaron las primeras, causa la nulidad; pero, en cuanto a las segundas, para que ésta se declare, es indispensable   —245→   prueba de la falta alegada como fundamento de la demanda. Así, en el testamento cerrado, es solemnidad sustancial que, a no tratarse del caso previsto por el art. 1.014, el testador presente al escribano y testigos una escritura cerrada, declarando, de viva voz y de manera que el escribano y testigos le vean, oigan y entiendan, que en aquella escritura se contiene su testamento; pero la expresión de esta circunstancia no es necesaria en el acta del otorgamiento: 1.º porque la ley ha determinado, claramente, en el inciso 5.º del art. 1.013, lo que ella, el acta, debe expresar; y 2.º, porque el haberse respetado esa solemnidad, debe aparecer al darse cumplimiento al art. 1.015 del Código referido y al 672 del de Enjuiciamientos, ya que sólo así se puede declarar la validez del testamento en la sentencia prescrita por el art. 673 del segundo de dichos Códigos. Y, aunque no obstante tal sentencia es alegable la nulidad del testamento, para obtenerla, es de todo punto necesaria prueba: 1.º sobre que el testador no presentó su escritura cerrada de la manera exigida por el inciso primero del art. 1.013; y 2.º acerca de que el escribano y testigos no lo vieron, ni oyeron, ni entendieron. En esta causa no se hallan justificados esos hechos; y como ora por el acta de otorgamiento, ora por las propias declaraciones de los testigos instrumentales, aparece cumplido el inciso primero del art. 1.013, no menos que el inciso quinto, por lo que respecta a lo que en el acta de otorgamiento se debió escribir; resulta que no existe la nulidad que, apoyada en la inobservancia de los citados incisos se alega contra la validez del testamento de Carlos Zambrano Mancheno. En cuanto a la nulidad fundada en la incapacidad del actor, la prueba rendida por los demandantes sobre insuficiente para desvirtuar la del acta de otorgamiento, está destruida por la de los demandados, como justamente lo dice el juez de primera instancia. Por lo expuesto, administrando, etc., se confirma con costas la sentencia recurrida. Devuélvanse.- Leopoldo Pino.- Manuel B. Cueva.- Belisario Albán Mestanza.- Adolfo Páez.- Pablo A. Vásconez» (Serie 2.ª, N.º 3, pág. 23).

  —246→  

Yo defendí la validez del testamento del señor Zambrano; pero me apoyé, no en la doctrina adoptada por los Tribunales chilenos, sino en la que he sostenido siempre a este respecto, es decir, en la que, según expuse en el capítulo precedente, la consideraba prevaleciente en la jurisprudencia francesa y más sólidamente fundada; pera la Corte se fue mucho más allá, haciendo aquella distinción entre solemnidades que debían constar en el instrumento mismo, por exigirlo así la ley, y otras que, si bien debían ser observadas, no era preciso que ello constase del testamento; y deduciendo de allí que no era necesaria en el acta del otorgamiento la expresión de que el testador presentó al escribano y testigos le viesen, oyesen y entendiesen, que aquella escritura contenía su testamento.

Pasaron pocos años, y cambiado el personal de la Corte, cambiáronse también las ideas jurídicas en esta materia. Así, al decidir en 1908 la antigua controversia sobre nulidad del testamento de Antonio Yánez, se revocó el fallo de la Corte de apelación (conforme a la anterior doctrina de la Suprema), y se sentó este nuevo principio en la jurisprudencia:

«Vistos: Es de derecho que las formalidades que la ley prescribe para el valor de ciertos actos o contratos, de estos mismos han de aparecer cumplidas. Y así, no cabe que se presuma su cumplimiento, ni que pueda éste ser justificado con ninguna prueba posteriormente» (Serie 2.ª, N.º 56, pág. 444).

Y casi lo mismo volvió a decirse en 1914, en la causa de nulidad del testamento de Manuel A. Armijos, cuya sentencia comienza así: «Vistos: Con arreglo al art. 1.007 del Código Civil, el testamento abierto debe ser todo él leído por el escribano o, en su caso, por el juez ante quien se lo otorgare; y por la naturaleza del testamento, el haberse cumplido esa formalidad, requisito indispensable para la validez del acto, debe constar, necesariamente, en el instrumento mismo, como así deben constar todas las determinadas en los artículos 1.004, 1.005,   —247→   1.006 y 1.008, sin otras excepciones que las comprendidas en el inciso 2.º del 1.016».

Es, por tanto, indispensable que se adopte ya definitivamente una norma fija de interpretación de la ley, y quizá también que se insinúe y recomiende al Poder Legislativo una reforma o aclaración que ponga término a tan arduas y trascendentales controversias.

VI

C).- Pasemos a la tercera y más importante cuestión. Bajo el imperio de la doctrina de que el mismo testamento debe contener la prueba de todas sus solemnidades, preguntamos: ¿En qué forma o de qué manera se les debe hacer constar?

Los expositores modernos (pues los antiguos fueron más benignos) hacen unánimemente esta distinción:

Para la constancia de las formalidades que, según la ley, requieren mención expresa, no se necesitan palabras sacramentales, es decir, las mismas palabras de que se vale la ley. Tampoco se requieren palabras sinónimas, que difícilmente se encuentran en ningún idioma. Basta que se empleen palabras equivalentes, para que el precepto legal de la mención expresa quede racional y satisfactoriamente cumplido.

O bien (valiéndonos de las palabras del eminente canciller d'Agucoseau al Parlamento de Grenoble, de las cuales se apropian los más respetables expositores): «basta que las expresiones empleadas correspondan con exactitud al pensamiento de la ley».

Respecto de las solemnidades para las cuales la ley no exige mención expresa es suficiente que el cumplimiento de ellas se deduzca o infiera razonablemente del contexto del instrumento.

  —248→  

El juez, dicen, como intérprete de la ley, no puede dejar de exigir aquello que la ley exige; pero tampoco puede exigir más de lo que exige la ley. Por consiguiente, si la ley prescribe mención expresa del cumplimiento de alguna solemnidad, no puede el juez reputar suficiente la constancia implícita. Mas, si no hay tal precepto en la ley, no tiene el juez razón alguna para imponerlo, lo único que ha de ver es si del sentido o contexto del acta o conjunto de sus cláusulas, se deduce razonablemente el cumplimiento de las formalidades.

He aquí la clave que unánimemente se reconoce para la resolución de estas cuestiones.

Veamos, por ejemplo, la explicación que da a este respecto el notable profesor de Derecho Civil, Gabriel Baudry Lacantinerie, en el Tomo 2.º, pág. 385 de su reciente y muy respetable obra Precis Droit Civil.

Tratando del testamento abierto, recuerda la disposición legal de que se hará de todo mención expresa, con que termina el art. 972 (II est fait du tout mention expresse); y en seguida explica el sentido de esta disposición, de la siguiente manera:

«¿Quiere esto decir que la mención debe ser hecha exactamente en los mismos términos empleados por la ley? Esto es, de seguro lo más prudente; mas esto no es necesario, porque en nuestro derecho no tenemos términos sacramentales. Basta que la mención pruebe de una manera indudable el cumplimiento de las formalidades cualquiera que sean los términos en que esté concebida. La mención debe ser expresa; por consiguiente no basta que del conjunto de las cláusulas se pueda inducir el cumplimiento de las formalidades. Una cosa, dice la Corte de Casación, puede muy bien resultar implícitamente de las cláusulas de un acto, pero no de una manera expresa».

Llega después a tratar en la página 389 de la mención de las formalidades del testamento cerrado, para las cuales la ley francesa -lo mismo que la nuestra- nada dice de mención, y expone así la doctrina:

  —249→  

«A diferencia de lo que hay lugar en el testamento por acto público, aquí no es necesario que el acta de suscripción mencione expresamente el cumplimiento de las formalidades; basta que la prueba de este cumplimiento resulte, aun implícitamente, de los términos del acta de suscripción. En otras palabras, el art. 972 exige una mención expresa; el 976 una simple comprobación» (constatation dice el autor). La jurisprudencia se ha decidido en este sentido.

No puede ser más concluyente esta doctrina, ni más interesante para nuestro caso ese contraste entre la manera de cumplir una mención expresa, prescrita por la ley, y la de hacer constar el cumplimiento de las formalidades para las cuales la ley no ha prescrito tal mención.

«La jurisprudence est en ce sens» dice este respetabilísimo profesor a sus discípulos; y lo comprueba Dalloz, citando innumerables sentencias de los Tribunales; en varios lugares de los dos tomos de su Repertorio, dedicados a los Testamentos y Donaciones.

VII

Nuestros intérpretes rigoristas creen hacer una concesión en favor de la equidad, al decir que no son indispensables las mismas palabras de la ley, con tal de que las que se empleen sean, por lo menos, perfectamente equivalentes; y así, con dificultad y con grandes escrúpulos, llegan a permitir que se usen las palabras entregar el pliego al escribano y los testigos, en vez de presentar el pliego; expresar que éste contiene el testamento, en vez de declarar de viva voz, etc. Mas no se fijan en el requisito de que la equivalencia tiene razón de ser sólo respecto de las solemnidades para las cuales la ley ha prescrito mención expresa, como son, según nuestro Código, la causa de no firmar el testador y la segunda lectura   —250→   del testamento del ciego. Con respecto a las otras, no hay razón alguna legal ni científica para exigir las mismas palabras ni otras equivalentes; y basta que el cumplimiento se deduzca implícitamente del contexto del acta.

Vimos, ya, a este respecto, las terminantes palabras del profesor Baudry, que concluye su exposición advirtiendo a sus discípulos que en aquellas palabras se resume la doctrina unánimemente aceptada. Y el eminente expositor Laurent, tratando también de hacer notar la diferencia entre el caso en que la ley prescribe mención expresa, y el en que se requiere sólo la prueba del cumplimiento, dice lo siguiente, con relación al testamento cerrado, de que trata el art. 976 del Código Napoleón5.

«El notario debe hacer mención del cumplimiento de las formalidades que la ley prescribe. ¿Cuál es el carácter de esta mención? ¿Es una mención idéntica a la que el art. 972 prescribe para el testamento abierto? Hay entre los dos textos una diferencia considerable. El art. 972 dice que se hará de todo mención expresa; mientras que el 976 no pronuncia la palabra mención, y dice solamente que el notario extenderá acta de lo que ha pasado ante él. Extender acta (dreser acte) no es hacer una mención expresa; es comprobar (constater) un hecho. Pues todo lo que puede exigirse es que el acta pruebe que las formalidades prescritas por la ley han sido cumplidas...

»Se debe dejar a un lado la teoría de la equivalencia que la jurisprudencia y la doctrina admiten para el testamento abierto. En efecto, la equivalencia supone que el notario debe emplear ciertas expresiones que sean idénticas a las de la ley; mientras que un hecho puede   —251→   ser comprobado (constaté) implícitamente; y si el hecho está comprobado, está satisfecha la ley» (Tomo XIII, pág. 408).

Al estudiar aisladamente estos conceptos de Laurent, pudiera tal vez creerse que este autor es enemigo sistemático del rigorismo legal; y nada más inexacto que eso. Con el sereno y elevado criterio con que generalmente plantea y decide las cuestiones jurídicas, critica a los que suponen que las discordancias que en esta materia se notaron en los primeros tiempos del Código Napoleón, significaban la lucha entre el formalismo exagerado y el espíritu de equidad; y para ellos (entre los cuales se cuentan eminencias como Troplong, que sin dejar de ser colosal figura en la ciencia del derecho, se deja alguna vez arrebatar en alas de su ardiente imaginación) escribe las siguientes palabras que debiera tener siempre a la vista todo juez o tribunal en el desempeño de su ministerio:

«Cuando la ley es severa, el intérprete debe serlo igualmente; pues no tiene derecho de hacerse legislador, modificando en nombre de la equidad, lo que en la ley parece excesivamente severo. A una relajación semejante, preferiría yo el rigorismo más rudo, pues él mantendría por lo menos el respeto a la ley. En el caso de que tratamos, la lucha entre el derecho estricto y la indulgencia no tiene razón de ser: la ley es menos severa, y por esto el intérprete debe serlo también».

VIII

En la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema encontramos también interesantes ejemplos de haberse inspirado el Tribunal en los mismos principios que informan la jurisprudencia francesa, aunque, por desgracia, la falta de datos suficientes que, con los respectivos fallos, debieran publicarse en la Gaceta Judicial, hace que no pueda sacarse de esa publicación todo el provecho   —252→   apetecible. Así en la sentencia que decidió la cuestión de nulidad del testamento de Ignacio Torres Beltrán, leemos lo siguiente:

«Vistos: Las formalidades que la ley prescribe para el valor del testamento cerrado, deben constar del mismo testamento; y en el otorgado por Ignacio Torres, según aparece de la cubierta correspondiente, se han observado todas las que, para su validez, se hallan puntualizadas en los incisos 1.º y 5.º del art. 1.013 del Código Civil. Por tanto, administrando etc., se confirma, con costas, la sentencia de que se ha recurrido.- Devuélvanse.- Belisario Albán Mestanza.- Manuel Montalvo.- Leopoldo Pino. - Alejandro Cárdenas.- Adolfo Páez».


Lo importante de esta decisión, con respecto al asunto que nos ocupa, está no tanto en la enunciación del principio general que le sirve de fundamento, sino en la aplicación de ese principio al caso concreto. La cubierta del testamento de Torres Beltrán -que la tengo en copia auténtica- decía lo siguiente:

«Doy fe de que el señor Ignacio Torres Beltrán me presentó este pliego cerrado, afirmando que dentro de él se contenía su testamento; asimismo doy fe de que conozco al señor testador quien se halla en el uso perfecto de su razón, esto es, en su sano juicio, y de que la entrega la hizo a presencia de los testigos señores Benigno Torres, Manuel Bautista Cabrera, Daniel Quezada, José María Machado y José María Benavides, todos los que con inclusión del testador, son mayores de edad, vecinos del lugar, idóneos y conocidos por mí.- Cuenca, abril 11 de 1894, doy fe, expresando que todos ellos firman conmigo».


Protocolizado el testamento, don César Torres propuso demanda de nulidad (que la tengo también en copia) alegando que en el acta no constaba la unidad de acto, ni la circunstancia de que el testador declaró de viva voz y de modo que el escribano y los testigos le   —253→   viesen, oyesen y entendiesen, que el pliego contenía su testamento.

Evidentemente, el acta de otorgamiento no contiene esas palabras ni otras equivalentes; y sin embargo, el Tribunal, fijándose en el contexto general del instrumento, dedujo que todas las solemnidades habían sido cumplidas.

Ahora bien, comparada esta acta de Torres Beltrán con la del canónigo Palacio, ¿quién se atreverá a negar que la segunda es mucho más clara y completa que la primera?...

Apelo al recto criterio del respetable Tribunal que me escucha.

Y no nos asombremos de que la Corte Suprema ecuatoriana haya hecho respetar el testamento de Torres Beltrán, bajo aquella acta contenido. La distinción inevitable entre las solemnidades para las cuales la ley exige mención expresa, y las que no han sido objeto de tal exigencia legal, ha conducido en todas partes a idénticas y aún más graves conclusiones.

Observamos ya el camino por donde se ha dirigido y se dirige, con inalterable firmeza, la jurisprudencia chilena; veamos ahora algo de lo que ocurre diariamente en la culta, en la provecta Francia.

La cubierta del testamento de Henri Nauthon decía lo siguiente:

Ante nos Jean Moreau, notario, y los testigos abajo nombrados, se presentó Henri Nauthon, concejero...; el cual, estando en perfecta sanidad, ha dicho y declarado ante nos el notario y los testigos que lo que se contiene en el presente pliego timbrado que sirve de cubierta, es su testamento cerrado, que lo ha dictado y hecho escribir...; el cual testamento lo ha sellado con una cinta de seda azul, en cuatro puntos, y el sello de sus   —254→   armas sobre cera negra... queriendo que después de su muerte, la apertura se haga por nos el notario...».


(Dalloz, T. 16 bis, palabra «Disposiciones entre vivos y testamentos».)                


Nauthon murió asesinado, y los herederos legales propusieron demanda contra los testamentarios, alegando, entre otras cosas, que el acta de suscripción no expresaba que el testamento había sido presentado al notario y a los testigos por el testador.

La demanda fue rechazada en ambas instancias; y como los actores propusieron recurso de Casación, el Tribunal Supremo lo declaró sin lugar, diciendo, entre otras cosas:

«Considerando: que resulta del acta de suscripción que el testador selló su testamento en presencia del notario y de los testigos; que inmediatamente después pasó a manos del notario que puso el acta de suscripción; de donde se infiere que el testamento fue presentado al notario por el mismo testador...».


Merlin rechaza la doctrina de la Corte de Casación, alegando, como alegaban los demandantes, que el acta no contiene mención alguna de la presentación del testamento; y Laurent le refuta con estas palabras:

«Si la ley exigiera una mención expresa, Merlin tendría razón; mas, según la ley, basta que resulte implícitamente que el testamento ha sido presentado».


Otro caso. La cubierta del testamento de M. Bischoff decía sólo esto:

«El testador nos ha declarado que en el presente escrito cerrado se contiene su última y más querida voluntad; que en consecuencia me exige a mí el notario, en presencia de los testigos, tomarlo en depósito bajo mi guarda».


(Dalloz, id., N.º 3.276.)                


Los herederos abintestato alegaron la nulidad del testamento, afirmando que no constaba en manera alguna que el testamento hubiera sido presentado por el testador; que el acta no excluía la posibilidad de que haya sido el escribano o un tercero quien puso ese pliego sobre   —255→   la mesa; que el testador, viendo las cosas de lejos pudo equivocarse o ser engañado por alguna persona extraña, que llevó fraudulentamente a manos del notario un instrumento falso en lugar del verdadero; que, en una palabra, no había en todos esos puntos la certidumbre que la ley exige en todo lo concerniente a los testamentos.

El caso era indudablemente grave; pero así y todo la demanda fue rechazada en todas las instancias; y los motivos aducidos por la Corte de Apelación, y aprobados por la de Casación, y recomendados por los jurisconsultos y expositores, dicen, entre otras cosas, lo siguiente:

«Considerando: que la ley no da la fórmula del acta de suscripción; que tampoco exige que la observancia de la formalidad de la presentación del testamento sea mencionada; que es suficiente que pueda inducirse de los términos empleados por el notario en el acta de suscripción, que en efecto el pliego les fue presentado a él y a los testigos, para que el testamento esté en el caso de ser mantenido;... que resulta evidentemente del contexto del acta que el pliego se encontraba en presencia del testador, cuando el notario y los testigos llegaron a él; que es manifiesto que él lo presentó al notario, sea entregándolo en sus manos, sea mostrándoselo, puesto que él le dijo: 'Este pliego contiene mi última voluntad' y lo requirió para que lo tomase en depósito; lo cual no deja ninguna duda sobre la identidad del testamento, que es el objeto que ha tenido en mira el legislador al exigir que el pliego sea presentado por el testador, para evitar toda sorpresa o sustitución, de un paquete a otro...».


Merlin impugna también aquí la doctrina de la Corte de Casación, fundándose en que, según la Ley, debe haber certidumbre del cumplimiento de las formalidades legales, y que en este caso, caben muchas posibilidades contrarias a dicho cumplimiento.

  —256→  

Y Troplong le replica con estas severas palabras:

«Sí, la certidumbre debe resultar del acta de suscripción. Mas para todos los espíritus enemigos de sutilezas, ella está brillante aquí; y para oscurecerla, es menester dejarse llevar a lo que los jurisconsultos romanos apellidan muy bien nimiam et miseram diligentiam».


Veamos, por último, siquiera un caso de testamento abierto, para el cual, como ya recordamos, la ley francesa exige se haga de todo mención expresa.

El testamento de Leroy de Cuy termina de esta manera:

«El cual testamento ha sido leído y releído por mí el notario el día, mes y año antedichos, a las cinco de la tarde, habiéndose hecho y terminado todo sin interrupción alguna. Hecho y pasado en presencia de dichos testigos arriba nombrados, que han firmado con mí dicho señor Leroy de Cuy, testador, y conmigo el notario, todo después de hecha la lectura...».


Alegada la nulidad del testamento, por cuanto no se había hecho mención expresa de que éste fue leído al testador, en presencia de los testigos, como lo exige el art. 972 del Código Civil; la sentencia de primera instancia rechazó la demanda; la de segunda la aceptó, revocando el primer fallo; y la Corte de Casación anuló este segundo fallo y dejó vigente el testamento, aduciendo los siguientes considerandos, generalmente citados y recomendados por los expositores, porque en ellos se retrata, por decirlo así, el espíritu que gobierna a esos sabios tribunales, y se sintetiza su filosófica doctrina:

«Considerando que el art. 972 no consagra términos sacramentales para la mención expresa que él exige; que desde que este artículo nada ha determinado sobre la forma de la expresión, es suficiente que la mención sea claramente enunciada, y que ella conserve la sustancia de aquello que es su objeto; considerando que la Corte Real ha declarado, ella misma, que la última parte del testamento, so pretexto de que no se encuentra en   —257→   la última parte la prueba de que los testigos hayan estado presentes al dictado de la cláusula adicional y de que se les haya dado lectura, lo mismo que al testador... Considerando que las formalidades establecidas para asegurar las disposiciones de los testadores, no deben, cuando han sido llenadas, llegar a ser objeto de sutilezas que tiendan a destruir esas mismas disposiciones. Que al decidir lo contrario, la Corte Real de Bourges ha aplicado erróneamente el art. 1.001 y formalmente violado el art. 972 del Código Civil; se anula la sentencia».


(Dalloz, T. 16 bis, N.º 2.936.)                


IX

Examinada nuestra cuestión actual a la luz de los principios jurídicos que hemos recordado; y, puesta, ante todo, en el estrecho molde de nuestra ley positiva, nadie podrá negar imparcialmente que nos encontramos en el caso de la nimia et misera diligentia de que habla Troplong, y en el de las sutilezas que, según la respetable Corte de Casación francesa, tienden a destruir las mismas disposiciones legales.

Con meras posibilidades, con posibilidades inverosímiles, muchísimo más inverosímiles que las que alegaban los herederos de Bichoff y de Nauthon, de Ignacio Torres, etc., se pretende dar en tierra con la última voluntad del canónigo Palacio.

Que el pliego que el testador entregó al escribano pudo estar abierto, porque no se ha puesto en el acta la palabra cerrado, se alega en primer lugar. Pero, ¿qué razón, qué indicio, derivado del contexto del acta, da lugar a presumirlo siquiera?...

Una de las acepciones académicas de la palabra pliego es la de «carta», oficio o documento (agreguemos testamento) «de cualquier clase que, cerrado, se envíe de   —258→   una parte a otra (v. g. de las manos del testador a las del escribano). Significa también «conjunto de papeles contenidos en un sobre o cubierta» etc.

¿Y hemos de anular el testamento porque el acta no excluye la posibilidad física de que aquel sobre haya estado, tal vez abierto?... ¿Cuándo se ha admitido en la ciencia jurídica criterio semejante, al tratar de la validez y subsistencia de esos actos solemnes?...

Por otra parte, la misma ley llama al escribano y a los testigos instrumentales a declarar, al tiempo de la apertura y protocolización, sobre el hecho de encontrarse o no el pliego en el mismo estado en que estuvo al tiempo del otorgamiento; y esa comprobación, no sólo admitida, sino ordenada por la ley, algún objeto, algún valor jurídico ha de tener; y ese objeto no puede ser otro que el de dejar constancia del hecho, y hacer que, en consecuencia, el testamento surta sus efectos.

Que en el acta no se pusieron las palabras el testador presentó el pliego al escribano y los testigos, y en cambio, se dijo que lo entregó al primero en presencia de los segundos, es ya, no una mera sutileza, no la consabida misera diligentia, sino... muchísimo más, Señores Ministros.

Que el testamento es nulo porque tampoco constan las palabras sacramentales declarando de viva voz y de manera que el escribano y los testigos le vean, oigan, y entiendan, es pretensión que no le va en zaga a la anterior, mil veces ensayada y siempre fracasada en anteriores aventuras judiciales, análogas a la presente, como en el caso del testamento del señor Carlos Zambrano Mancheno, que arriba recordamos.

El acta que nos ocupa no tiene esas palabras, verdad; pero es porfiada y machacona, en el empeño de dar a comprender la misma idea. «El testador -dice- entregó el pliego al escribano en presencia de los testigos, diciendo que en él se contenía su testamento. Así lo dijo, otorgó y firmó en presencia de los testigos instrumentales y el infrascrito escribano... después de haber   —259→   oído la lectura de este instrumento, que la di yo el escribano, a presencia del otorgante o testador, el que estuvo a la vista... de todo lo que doy fe, como también de que el otorgamiento, lectura y firmada de este instrumento tuvo lugar en unidad de acto, de todo lo que doy fe, y en fe de ello (¡qué derroche de fe!) lo signo y firmo... Se expresa que la lectura de este instrumento tuvo lugar en alta voz»...

¿Después de todo esto, hemos de afirmar, hemos de presumir, siquiera, que el escribano y los testigos, cuya presencia está tan recalcada, no vieron, oyeron ni entendieron al testador? ¿Hay algún indicio, alguna prueba de que esos hombres eran ciegos, sordos o dementes?... ¿Cómo se concibe que un hombre presencie un hecho, que concurra expresamente a presenciarlo, y nada vea, ni oiga ni entienda?...

Viene, por fin, el tercero y último reproche; el escribano emplea el copretérito contenía, en vez del presente contiene.

Que la redacción del acta es bastante chabacana, no hay cómo negarlo; que el autor de ella no da muestras de muy docto en humanidades, podemos afirmarlo sin escrúpulo. Pero como, si hemos de creer a Samaniego,


Sin reglas del arte,
Escribanos hay...


el de nuestro cuento sopló lo mejor que pudo, y... sonó la flauta gramatical.

Se relata en el instrumento un hecho pasado, usando, por consiguiente, de los verbos en pretérito; contenía significa precisamente que el testamento estaba contenido en el pliego, al tiempo en que el testador hacía la consabida entrega.

La importancia doctrinal de los puntos de derecho considerados en el presente escrito, me ha hecho extenderme demasiado en la segunda cuestión, que probablemente   —260→   ni será decidida por el Tribunal. Ruégole, pues, me perdone haber cansado su atención; y espero que el fallo recurrido será confirmado, con costas.

Señores Ministros.

Víctor Manuel Peñaherrera.