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Abandonemos ya este campo, de tan dudosa verdad, para entrar en otro más firme y en el que no le es dado divagar a la fantasía.

Eran pasados apenas poco más de dos años desde que vio la luz pública la Tercera Parte de La Araucana, y Ercilla vivía aún, cuando apareció en Lisboa un cancionero intitulado Ramillete de Flores1194, que había recopilado un librero de aquella ciudad llamado Pedro Flores, en el cual se insertaban varios romances cuyo argumento se basaba en esa parte de la obra de nuestro poeta. Los héroes araucanos en ella celebrados se habían abierto camino y apoderándose de la imaginación del pueblo, que respetando en el fondo muy de cerca la verdad histórica, según el relato del poeta, les daba la forma más adecuada para conservarlos en la memoria. Cual sucede de ordinario con las producciones de esa índole, es punto menos que imposible señalarles autor: pasaban como obra del pueblo y el recopilador los presentaba como tales, si bien, por lo que sabemos ocurría en casos análogos, procedían en realidad de literatos de la mejor cepa. Veamos hasta qué punto se ajustan al texto del poema.

Versa el primero sobre el fin que tuvo el desafío de Tucapel y Rengo, que Ercilla había contado en el canto XXX, primero de la Tercera Parte. Es como sigue.




Primero romance


Que trata del fin que la batalla entre Tucapel y Rengo

Cual el furioso león
contra tigre de la Hircania,
o cual la ligera onza
contra pantera de la Asia,
están Tucapel y Rengo
en medio de empalizada
para acabar la contienda
de mucho tiempo aplazada.
Ya después que mucha sangre
por el campo se derrama,
y que a los membrudos cuerpos
vigor y fuerza les falta,
y después que los escudos,
las lorigas y corazas
ni sirven para amparar
a quien los viste y embraza,
alzó al fuerte Tucapel
el brazo y con él la espada,
con la cual a Rengo abrió
en la cabeza una llaga,
no siendo parte el escudo
de que Rengo se amparaba,
pues con la embrazadura
el crestón y la celada,
quedó un rato suspendido
en pie sin saber do estaba,
y cuando en su acuerdo estuvo
de Tucapel se abraza.
Tucapel le arrojó lejos,
de sí la sangrienta espada,
porque no quiere victoria
con armas aventajadas.
Comienzan los dos la lucha



  —353→  

y tan furiosos andaban,
que como niños se arrojan
puños de arena a las caras:
al fin los dos vacilando
la tierra miden sin vara,
siendo de ambos la caída
y de ambos la desgracia,
estando los dos en tierra
sin conocerse ventaja,
salvo el pie y brazo derecho
que Tucapel encabalga,
por lo cual los de su parte
la victoria le aplicaban,
y viendo el Caupolicán
el rumor que se levanta,
como juez que era del caso,
se metió en la empalizada,
alzó a los dos de la tierra
y dijo: «rendid las armas,
que yo tomo sobre mí
el cargo de esta batalla,
y ninguno sea osado,
so pena de mi desgracia,
de atravesarse con otro
en obras ni con palabras».
a todos pareció bien
lo que Caupolicán manda,
y en sanando los heridos
hicieron juegos y danzas.

 
 
FIN
 
 



Si se coteja este romance con las octavas en que se cuenta en La Araucana el hecho que se celebra, es fácil convencerse de que, salvo uno que otro detalle que no se hallan en el poema, como aquello de los escudos, lorigas y corazas de que se supone armados a los indios, como simple reminiscencia y adaptación de lo que se acostumbrada en casos análogos entre los caballeros en Europa, es tal la fidelidad que se ha conservado en el relato, que hasta se mencionan los puños de tierra que los combatientes se arrojaban a la cara en medio del ardor de la pelea, detalle recordado por Ercilla:


Y con puños de tierra a un tiempo luego
procuran y trabajan por cegarse...



No es menos exacto en la intervención que atribuye a Caupolicán, que asistía como juez a la contienda, y, por último, en el desenlace, que se traduce «en juegos y danzas», vertiendo así la frase respectiva del poeta:


Comieron y bebieron juntamente,
con grande aplauso y fiesta de la gente.



Básanse el segundo y tercer romances en lo que Ercilla empezó a referir también en el citado canto XXX y continuó en los siguientes acerca del asalto que Caupolicán llevó a Reinoso en Cañete, engañado por las falsas informaciones que dio Andresillo a Pran, su espía, ciertamente uno de los episodios más dramáticos de aquella guerra. Ercilla se halló, como lo recuerda, en aquel sangriento hecho de armas, pero en el romance se le concede una intervención que, aunque no aparece en su relato, bien pudo ser efectiva, cual es, que Reinoso «le da a una puerta la estancia», y luego cuando le hace salir a caballo «con treinta de camarada» para atacar a los indios que no habían alcanzado a entrar al fuerte: esta vez sin duda con más fundamento, puesto que en efecto Ercilla acababa de llegar allí entre los treinta jinetes que Hurtado de Mendoza despachó desde la Imperial al mando de don Miguel de Velasco y Avendaño en socorro de los defensores de Cañete.

Por lo demás, en el romance se pintan bastante bien el trato doble de Andresillo y Pran, la llegada de los burlados indios, el destrozo causado en ellos por las armas de los apercibidos españoles, y aun se recuerda el dramático incidente en que Pran, viendo que había sido engañado por su compatriota, se arroja sin armas al fragor del destrozo para no sobrevivir al desastre de que su credulidad fue la causa.




Segundo romance


   Deseoso el Caupolicán
de libertar a su patria
y de abatir por el suelo
la fuerza y valor de España,
quiso usar de una industria,
principio de su desgracia,
pronóstico de su muerte,
desventura y mala andanza;
—354→
para lo cual llamó un indio
hombre astuto en toda traza,
sagaz, discreto, atrevido,
mañero y de mucha audacia,
al cual le dice: «amigo,
a mí me importa que vayas
como indio foragido
do está la gente de España,
y que, como dentro estés,
notes el asiento y plaza,
la gente, la munición,
los caballos, gentes y armas».
No quiso Pran más oír
pensando que en su tardanza
estaba el bien y remedio
de sus amigos y patria.
Con un guanacona habló
para saber lo que pasa,
informarse por entero
de lo que a su cargo estaba.
El guanacona responde
con intención falsa y mala:
«Haré, Pran, lo que me dices
sin faltar un punto en nada».
Pran le dijo: «si te place
y al parecer no tardas,
vamos que cerca de aquí
Caupolicán te aguarda».
Caminan los dos apriesa
cuanto el aliento les basta,
recíbelos el Chilcano
con gentil denuedo y gracia
y dice: «joven dichoso,
hoy la nación araucana
pone en tus manos su honra
y yo mi ejército y fama,
a ti se dará el loor
y el premio de la jornada,
con que, mediante tu industria,
nos des la orden y traza
para entrar dentro en el fuerte
y asaltar la gente y plaza».
Andresillo le responde:
«Pláceme de buena gana,
con más cautela que tuvo
Sinón en Troya y su entrada,
y mañana a medio día
cuando la gente cristiana,
se entregue al quieto sueño
porque la noche haré guarda,
yo daré a Pran cierta seña
y entonces con mano armada
puedes entrar victorioso
y asaltar el fuerte y plaza».
Con esto dél se despide,
y luego con faz doblada
a Reinoso cuenta el caso,
siendo traidor a su patria.
Reinoso se lo agradece
con cariciosas palabras,
pero que, en saliendo el sol,
dé la seña concertada,
y el astuto capitán
con gran cuidado repara,
lo necesario y forzoso,
la munición y las armas,
y a don Alonso de Arcila
le da a una puerta la estancia,
y a todos dice: «señores,
el silencio no haga falta,
todos dormidos, despiertos
estén con solas las caras,
pero los ojos de suerte
que no junten las pestañas».
Pran se llegó a Andresillo
dos horas después del alba,
y como vio que la gente
estaba al sueño entregada,
salta, cual diestro grumete
sube por la negra jarcia,
y avisa al Caupolicán
para que marchando vaya
tendido el pecho por tierra
y encubertadas las armas.
Pero el traidor de Andresillo,
ingrato a su propia patria,
da luego la contraseña
diciendo: «gente de España,
velad, aunque estéis dormidos,
que hoy os da el cielo la palma».
A la voz que dio el indio
la gente se puso en arma,
y en otra falsa reseña
los indios entran la plaza.

 
 
FIN
 
 






Tercero romance


   Juntos el mucho valor
de la gente castellana
y la engañada cautela
de la nación araucana,
que piensa de aqueste asalto
llevar el lauro y la palma,
fundados en su valor
y una torpe confianza;
pero la varia fortuna
se le mostró tan voltaria,
que dio miserable fin
a sus vanas esperanzas.
Llegan, pues, los escuadrones
por dos partes de la plaza,
a donde el artillería
furiosamente dispara:
allí se vio en breve espacio
mucho del cuerpo sin alma,
muchas cabezas sin cuerpos
y cuerpos que brazos faltan;
otros llevados las piernas,
otros rotas las espaldas,
otros que por muchas partes
asoman vidas y entrañas;
otros que, vertiendo sangre,
atónitos procuraban
remediar su corta vida;
—355→
otros que en balde trabajan
rompiendo el silencio junto
del artillería y armas.
Sale el famoso de Arcila
con treinta de camarada,
y aguijando los caballos
fuera de la palizada,
atropellando y hiriendo
dan sobre la retaguardia
de los indios, que ya viendo
el grande estrago que pasa
se procuran retirar
haciendo del temor alas.
El mísero Pran, que vido
el destrozo y mala andanza
de sus amigos, volvió
a meterse entre las armas,
porque no quiere escapar
la vida que ya desama:
y otros que en tiempo tuvieron
opinión de hombres de fama
vuelven a los que lo siguen
los pechos, manos y armas,
diciendo: «abrid, españoles,
camino hasta las entrañas,
por los invencibles pechos
que guardan bien sus espaldas;
pero entre estos de opinión
Rengo y Tucapel no estaban,
ni Orompello y sus amigos,
que quedaron en sus patrias
por no querer consentir
que se hiciese esta jornada
con tal cautela y engaño,
diciendo ser reprobada
en milicia la victoria
cuando por traición se alcanza
y que con gente dormida
no pelean sus espadas.
El Caupolicán confuso
su ejército desampara,
y con sólo diez soldados
se metió en una emboscada
para esperar el suceso
que tiene su mala andanza.

 
 
FIN
 
 



En el orden de los sucesos referidos en La Araucana (y nos hallamos ya en el canto XXXII) viene aquel en que el poeta nos cuenta cómo «corriendo un día la tierra por caminos y pasos desusados», encontró en una oculta ranchería a Lauca, india de edad de quince años, que, después de perder a su marido en la guerra, fue herida por un soldado español, de la cual compadecido, lejos de quitarle la vida, como se lo pedía con instancias, la cura por sus propias manos y la despacha con un indio de confianza a su morada natal; y aquí es digno de notarse el móvil que tuvo Ercilla al proceder así, recordando que él, en un tiempo pasado, como ella entonces, había sido también lastimado del Amor; rasgo que en el romance se vierte diciendo que:


Don Alonso enternecido
de lo que la india habla
por haber pagado [a] amor
un tiempo tributo y paria...



Tal es el asunto del cuarto romance, acaso el más fácil y mejor contado de toda la serie:




Cuarto romance


   Siguiendo de la fortuna
el viento en popa y bonanza
y de los Chilcanos tristes
su fortuna y su desgracia,
y procurando saber
el Caupolicano do estaba,
halló en una ranchería
el de Arcila una chilcana,
moza, hermosa y de quince años,
de gentil donaire y gracia,
dama ilustre al parecer,
afligida y mal llagada.
Don Alonso le pregunta
quién es y cómo se llama:
a quien la india responde:
«es mi propio nombre Lauca,
soy hija de Millarauco
y es mi madre la desgracia:
diome mi padre marido
mancebo y de buena gracia,
bien abundante en nobleza,
habrá un mes, ¡oh suerte avara!
que se publicó esta guerra
y fuelo contra mi alma:
mi dulce esposo seguí
porque el amor me incitaba
a morir y no dejarle,
por ser la prenda de el alma:
contrastome la fortuna
siendo en todo mi contraria,
pues con una bala abrió
un pecho y llevó dos almas;
y viendo estar ya nublado
aquel sol que me alumbraba,
hacíale las obsequias
con lágrimas de mi cara,
—356→
cuando llegó un español
entre el tropel que pasaba,
el cual con brazo cobarde,
cual de una mujer flaca,
me abrió en la cabeza u
na pequeñuela llaga,
desigual de la que rompe
pecho, corazón y entrañas;
dile voces que volviese
a emplear en mí su espada,
teniendo por mejor suerte
morir que vivir penada:
y ya que no hubo clemencia
en aquella mano flaca
suplícote que la tuya
de fin a esta desdichada.
Don Alonso enternecido
de lo que la india habla,
por haber pagado a amor
un tiempo tributo y paria,
le dijo: «no soy tan cruel
ni de nación tan villana
que he de procurar dar muerte
a quien remedio le falta».
Alimpiole la herida
y limpiándole la cara,
con yerbas se la curó,
medicina en Chile usada,
y a un guanacona le entrega
para que con ella vaya
y que en su casa la ponga
libre, sin peligro y salva;
y con toda su cuadrilla
se vuelve para la plaza,
tratando en la desventura
de la india y su constancia;
y queriendo don Alonso
loar a Dido por casta,
le respondió un soldado
ser de opinión bien contraria,
y en competencia de aquesto
de Dido la historia aclara.

 
 
FIN
 
 



Quien no haya olvidado del todo sus lecturas de La Araucana, recordará que ese incidente de Lauca fue el que motivó la plática que entre el poeta y sus camaradas se trabó al regreso al fuerte acerca «de la fe de las indias y constancia», comparada que fue a la que Dido guardara a su marido, como se indica con perfecta exactitud al fin del romance que acaba de leerse: de la cual tomó pie Ercilla para acometer a vindicar su fama de los que no la tenían por «tan casta y recogida». Tales también el argumento de los dos romances que siguen, que por el tema de que tratan nos excusan de todo comentario.




Quinto romance


En favor de la reina Dido

   Ya cuando el dorado Febo
se muestra en el mar de España
dejando en tiniebla oscura
el mar del Sur y sus playas,
y cuando los afligidos
araucanos lamentaban
su perdición y ruina
y los de España triunfaban,
va don Alonso de Arcila
recogiéndose a la playa,
tratando por pasatiempo
de Dido la historia larga,
recogiendo la memoria
por ver que a las veces falta
a los que el bélico son
siguen de trompas y cajas.
Habréis de saber, les dice,
que injustamente infamada
fue la casta Elisa Dido
por reina en Tirio aceptada,
y que si Virgilio quiso
en su Eneyda deshonrarla,
fue porque Augusto Octaviano
de troyano se jactaba:
y de que esto sea verdad
la edad misma lo declara,
que Eneas cien años antes
fue, que no Dido reinara,
Cartago setenta al justo
después de Roma fundada.
Fue hija del rey Belo Dido
y con Sicheo casada,
gran sacerdote del templo
de Alcides, que en Tirio estaba,
y a su grande dignidad
sólo el Rey se aventajaba.
Dejó el Rey sólo dos hijos:
Pimaleón, que heredaba,
y el otro la casta Dido,
sin ventura y desdichada,
pues que mató a su marido
la ciega codicia avara
de Pimaleón su hermano
por tomarle el oro y plata:
hízole sumptuoso entierro
la Elisa Dido casta,
no tan sumptuoso en riqueza
cuanto cubierto de agua
de la que sus castos ojos
por su Sicheo derraman.
Indignada y afligida
por la traición ya pasada,
a Pimaleón escribe
una bien fingida carta,
que porque se quería ir
—357→
al reino donde él estaba
le envíe una grande flota
de naves bien aprestada,
en la cual metió de arena
un gran número de cajas,
y su tesoro metió
sólo en la nao capitana;
y porque notorio fuese
a los que su hermano enviaba
hizo en el profundo mar
lanzar las fingidas cajas:
todos quedaron suspensos
de ver cuán determinada
quiso perder su tesoro
aquella reina indiana:
por otra, temen la vuelta
a donde su rey estaba
por el rigor y castigo
que aguardándoles estaba,
y así todos determinan
seguir a la Dido sabia
y servirla por su reina
y no volver a su patria;
por lo cual la astuta Dido
manda que la flota vaya
la vuelta de Cipro, tierra
amiga y bien deseada.

 
 
FIN
 
 






Sexto romance


Segundo en favor de Dido

    No el sedicioso cosario
que sulcando el mar de España
buscando la nueva presa
la tiene más deseada,
que los soldados quedaron
con la historia comenzada,
por lo que todos suplican
le dé fin en lo que falta.
Navegando, pues, la flota
llegó con viento en bonanza
al fértil reino de Túnez,
a donde pidió entrada,
y pareciéndole tierra
propia para su morada,
pidió a los naturales
que cuanto un cuero de vaca
le vendan por su dinero,
la cual venta fue otorgada.
Hizo buscar un gran toro,
y su piel bien adobada,
hizo en delicadas tiras
un gran número de varas,
y porque la invención
del papel no era hallada,
y en papel se escrebía,
llamaban al cuero carta,
y así se llamó Cartago
la ciudad edificada:
levantola de alto muro
anchos fosos, hondas cavas,
y puso en ella gobierno
de gente sabia y anciana,
que mantuviesen justicia
sin faltar un punto en nada:
Esta es, dice don Alonso
de Arcila, la historia clara
de la casta Elisa Dido
que murió por el rey Yarbas,
y fue tanto el buen gobierno
de Dido, la industria y maña,
que de muy remotas tierras
vienen gentes a buscarla;
y el que por mujer la quiso
fue el potente rey Yarbas,
el cual vencido de amor,
sus mensajeros despacha
a pedirla por señora
de su reino, hacienda y casa:
y como fueron llegados
dentro en Cartago, declaran
a los senadores juntos
lo que su rey les demanda.
Estando suspensos todos
usaron de astucia y maña,
haciendo la relación
a Dido bien encontrada.
«Habéis de saber, le dicen,
que nos llama el rey Yarbas
para gobernar su tierra,
de que nos pesa en el alma,
porque ya que en mocedad
te seguimos, reina amada,
querríamos en la vejez
reposar en nuestras casas».
Alegre Dido responde,
maliciosa aunque engañada:
«amigos, si yo pudiera,
por vuestra quietud y holganza
digo que fuera a servir
por vosotros al rey Yarbas».
Todos juntos respondieron:
«tú fuiste juez de tu causa
presuponiendo que el rey
por su mujer te demanda».
La reina quedó suspensa
y aunque confusa y turbada,
respondió: «tres meses quiero
de tiempo, en el cual sin falta
daré respuesta del caso
como la razón lo manda».
Pasose, pues, este tiempo
con muchos juegos y danzas
y el postrer y último día
en una anchurosa plaza,
todo el pueblo congregado,
les dio la respuesta amarga,
diciendo: «leales amigos,
bien veo la grande falta
que os haré con mi ausencia,
pero del honor guiada
—358→
y por no faltar un punto
a la honra que me llama
del ya difunto Sicheo,
daré una muy buena traza
con que vosotros quedéis
libres, y yo quede salva
a la demanda injusta
del poderoso rey Yarbas,
que será darme la muerte
con esta luciente espada;
y aun no lo hubo bien dicho
cuando la vida remata,
y abriéndose el blanco pecho
dentro en la lumbre se lanza,
dándose muerte crüel
por morir honrada y casta.
Todos quedan admirados
de ver con cuanta infamia
se atrevió el Mantuano
escrebir cosa tan falsa;
y como al fuerte llegaron
procuran dar nuevas trazas,
para poder descubrir
do el Caupolicán estaba.

 
 
FIN
 
 



Ya en el final de este último romance queda enunciado cuál sería el argumento del que había de seguirle, ajustándose así el narrador fielmente al plan del modelo que tenía a la vista, en el cual, referida en el canto XXXII y parte del XXXIII el episodio de Dido, a la mañana inmediata de arribar los soldados españoles al fuerte, le convino


Procurar de tener con diligencia
del buscado enemigo inteligencia.



El narrador pasa por alto las medidas que a ese intento se tomaron, de interés secundario y que habrían demorado el llegar de una vez al fin del drama, que era lo importante. Nos presenta, pues, a Caupolicán en el sitio en el que se había refugiado después de la derrota que sufrió en Tucapel; cómo, hallándose allí caviloso y lleno de presentimientos adversos a su fortuna, es sorprendido y preso por los españoles: cómo en el camino salió a increparle su mujer con el hijo en brazos el que se dejara aprisionar; la arenga que le dirige: todo esto y, por último, el deseo que Caupolicán manifiesta de hablar a Reinoso, con lo que concluye también el canto XXXIII del poema, se halla expresado en los dos romances que siguen:




Séptimo romance


Y prisión del Caupolicán

   En un encubierto valle
de obscura selva cercado,
riberas de un hondo río
que riega el valle de Arauco,
lugar defendido y fuerte,
de una gran peña amparado,
rota y perdida su gente
está el gran Caupolicán
temerario y vergonzoso
de volver ante el senado.
Se recogió con diez solos
diestros, pláticos soldados,
a los cuales dice: «amigos,
entretanto que descanso
y doy remedio a mis males,
recogeos a vuestro rancho
y ninguno se descuide
de lo que le está encargado;
mirad que la confianza
siempre acarrea gran daño».
Considerando el suceso
de el ejército araucano,
en su tienda recogido
sobre el codo reclinado,
lleno de imaginaciones,
honor, temor y cuidado
está, y al romper del día,
junto al alba el postrer cuarto
de súbito le rodea
un escuadrón castellano
que vinieron por la sierra,
de un guanacona guiados:
unos llegan por arriba,
otros entran por lo bajo:
procuránse defender
los araucanos soldados,
y los que más se defienden
quedaban peor llagados.
Preso el gran Caupolicán
y los demás que han hallado,
entre los cuales se finge
ser ordinario soldado,
ya que llevaban la presa
de gente, ropa y ganado,
y caminan para el fuerte
todo el castellano bando,
llegó una india furiosa
por el monte lo más bajo,
al parecer de valor,
de gentil donaire y trato,
y viendo al Caupolicán
dice: «hombre afeminado,
¿do está aquel valor y esfuerzo
que tenías tan sobrado?
—359→
¿qués de tu ánimo invencible?
¿qués de aquel terror y espanto
que tenías y mostrabas
contra el bando castellano?
¿Dime por qué me trujiste
con tan disfrazado engaño
a la muerte y que padezca
el hijo que has engendrado,
el cual engendrar no hubiera
padre tan acobardado;
y pues tus crecidos miembros
tan mal los has empleado,
cría tu hijo, cobarde,
como mujer al regazo,
que hoy tomaré de hoy más
el nombre que tú has dejado,
de hombre, para morir,
no como mujer, temblando.

 
 
FIN
 
 






Octavo romance


De la prisión y muerte de Caupolicán

   Herido el Caupolicán
escapó de la batalla,
y preso, que es lo peor
y lo que más le pesaba:
preso va en medio de todos
los que le llevan en guarda
con el rostro ceniciento
y la cabeza inclinada;
suspira de rato en rato
y aun entre sí se quejaba:
¿en qué te ofendí, Fortuna,
que así te muestras contraria?
Acaba ya de seguirme,
mira que no ganas nada,
que es honra en el rendido
(como dicen) dar lanzada.
¡Oh luz del ardiente sol,
para mí tan deseada,
cuán bien que habías comenzado
si tu curso así acabara!
Noble Senado de Arauco,
¿qué diréis de mi tardanza,
pues perdéis la libertad,
yo, libertad, honra y fama?
Así estaba razonando
cuando le avisó la guarda
que ya no había remedio
por ser la sentencia dada;
pide digan a Reinoso,
capitán del Rey de España,
que le conceda licencia
para hablarle una palabra,
y habiéndosela otorgado
así comenzó su habla.

 
 
FIN
 
 



Imitando, todavía, la factura del poema, el narrador eleva el tono y pone en ese momento en boca de Caupolicán estas




Octavas


   Yo soy Caupolicán, a quien Fortuna
puso en lo más alto de su rueda:
jamás se me negó cosa alguna
que un rey o gran monarca alcanzar pueda:
fui del valle de Arauco la coluna,
tuve de Chile el mando, en paz muy leda,
y agora soy un triste, que a la muerte
me trajo la Fortuna y triste suerte.

   Hice por mi valor temblar a Marte,
diome de mil naciones la pujanza,
hice con mi saber, industria y arte
temblar al español, y su pujanza
la puse por el suelo en toda parte,
hasta agora que hizo tal mudanza
el tiempo en mis victorias, que estoy puesto
a pagar con mi muerte todo el resto.

   Por tanto, si clemencia en ti se halla,
ilustre capitán, humilde pido
que revoques la sentencia que está dada,
considerando el tiempo a que he venido.
Y porque en acabar esta jornada
no acabas más de un cuerpo ya rendido
y habrá en mi lugar que me sucedan
Caupolicanes mil que en Chile quedan;

   Mira que evitarás guerras y daños
que pueden suceder por mi venganza:
harás, con darme vida, a los chilcanos,
que sirvan a tu rey y sin mudanza
darán la sujeción a los hispanos,
perlas, plata y fino oro en abundancia:
y por me conceder lo que te pido
no dejará tu rey de ser servido.



Y continúa, después de esto, el romance, para concluirlo con aquel rasgo, tan digno de ser celebrado, del temor que, aun ya muerto, seguía inspirando a los indios que le flechaban. Calló sí, la horrorosa escena del empalamiento...


   El capitán español
a nada oído le daba,
y así mandó se ejecute
la sentencia que está dada:
el verdugo se allegó
desnudo y de mala cara,
al cual furioso arrojó
bien lejos de donde estaba,
diciendo: «corte mi cuello
alguna honrada espada
de tanto noble español
como mira mi desgracia».
Su atrevimiento reprimen
y presto a un postel le atan,
a donde los ballesteros,
aunque con temor tiraban,
—360→
porque, aunque muerto, le ven,
por vivo le figuraban
respecto del gran temor
que su vista les causaba.



Todo marcha hasta aquí en perfecto acuerdo con La Araucana, salvo uno que otro detalle de importancia completamente secundaria, y se prosigue con respeto a la verdad del texto, hasta el punto en que se trata de proceder a la elección del nuevo general araucano que ha de suceder a Caupolicán, que Ercilla comienza a referir en el canto XXXIV y que deja interrumpido en el momento en que Colocolo iba a hablar ante los caciques reunidos; incidente sobre el cual vuelve y que al fin se limita sólo denunciar al final del canto XXXVI, ofreciendo contar cómo tuvo lugar esa «porfiada elección», que, en último término, se verificó con conformidad de todos. Mas, el poeta no cumplió al cabo su propósito y no hubo tal discurso de Colocolo, ni menos se dice cuál fuera el cacique que resultó elegido. Este vacío fue el que se propuso salvar en el romance que se intitula:




Noveno romance


De la nueva electión de general en Chile, después de la muerte del Caupolicán

   Después que pasó el pregón
de la voladora fama,
y ya que en Chile se supo
el suceso y mala andanza
del Caupolicán famoso
y su muerte desastrada,
el Consulado procura
que nueva electión se haga,
para que haya un caudillo
amparador de la patria;
para lo cual se ajuntaron
los caciques de más fama:
Tucapel, Ongolmo, Angol,
Cayocupil, Mareguano,
Mirapuc y Lebopía,
y Lincoya, de gran fama.
Purén llega y Lemolemo
con lucida gente armada;
Elicura y Colocolo,
hombre que [en] su edad anciana,
valor y saber en guerras
más que todos se adelanta,
el cual, alzando la voz,
les dijo: «Porque la Patria
veis el peligro en que está,
diré muy pocas palabras.
Bien sé que estáis deseosos
del nuevo cargo que os llama,
y que cada cual pretende
le es debido el lauro y palma:
a lo que responderé
que pues la gente de España
nos tiene tan oprimidos
y mucha gente nos falla,
es bien que con gran silencio
la nueva electión se haga,
y sea hecha en el varón
que aquella viga pesada
tuvo más sobre sus hombros
fuera del muerto que falta».
Lincoya dijo: «yo soy
aquel que más se aventaja,
y el que más valor mostré
en la electión pasada,
pues sólo el Caupolicán
con seis horas de ventaja
me ganó, después que treinta
sufrí en mi hombro la carga».
Colocolo dijo: «pues
con tanta ventaja gana
doblándole el tiempo a todos,
si os parece, séale dada
la silla de general,
sin ser voluntad forzada».
Viendo la mucha razón
con que el viejo anciano habla,
dicen todos muy contentos:
«Lincoya lleve la palma».
El cual respondió: «señores
pues que me encargáis tal carga,
de que estoy agradecido,
escuchadme una palabra,
y es, que si acaso me viereis
en los convites y plazas,
no me hagáis la cortesía
que mi gran cargo os encarga,
antes, como a un ordinario
soldado, me haced la salva;
pero si mi mandamiento
viereis por seña o en carta,
habéislo de obedecer,
so pena de mi desgracia».
El viejo anciano replica:
«justo es que así se haga,
y en nombre de todos doy
de obediencia la palabra».



Concluye la obra con las siguientes octavas, de pura imaginación, fácil es advertirlo, y por su mérito muy inferiores a los romances, pero que no podríamos excusarnos de dar a conocer para que se tenga idea cabal de lo que en el curioso cuanto raro   —361→   libro de que hemos venido tratando se contiene respecto a Ercilla y los héroes de su Araucana:




En loor de Lincoya, nuevo general de Arauco


Octava

   Era Lincoya discreto y elocuente,
sabio, tratable, franco, valeroso,
gentil hombre, astutísimo, prudente,
gallardo, cortesano, manso, hermoso,
sagaz, humano, próvido, valiente,
fuerte, guerrero, diestro, belicoso,
ágil, membrudo, recio, corpulento,
de noble condición y entendimiento.






Octavas


En que se declaran las partes, y calidades de Colocolo, gran consejero en el estado de Arauco


    Era el gran Colocolo muy temido
del gran valle de Arauco y toda gente,
de prendas y linaje esclarecido,
en ciencias y virtudes eminente.
Del cual fue en todas artes instruido
el más sabio chilcano diestramente,
al cual se le llegaba de corrida
el curso postrimero de la vida.

   Era seco, delgado, renegrido,
calvo, amarillo, pálido, enfadoso,
cano, arrugado, mustio, carcomido,
flaco, tibio, decrépito, tembloso,
impotente, gastado, consumido,
importuno, mugriento, rancilloso,
frío, débil, sin vista, desdentado,
viejísimo, inservible y corcovado.

   Sin olfato, los pelos escarchados,
de entrambos los oídos muy tiniente,
consumidos los ojos, y quebrados
con espesas alhorzas, cara y frente,
los nervios y los órganos trabados,
tan débil y tan flaco, finalmente,
que el más pequeño miembro se veía
del cuerpo sin hacer anotomía.

   Era, junto con esto, bien hablado,
en dichos y palabras sentencioso,
en cosas importantes remirado,
en trazas y artificios, ingenioso.
En ciencias profundísimo letrado,
en públicos consejos, receloso,
grave, severo, próvido, elocuente,
en juntas y disputas excellente.



Tres años escasos eran apenas transcurridos desde la muerte de Ercilla cuando ya su figura y, junto con la de él, la de todos los personajes, ya españoles, ya indígenas, que había celebrado en su poema, se les vio aparecer en la Quarta y Quinta Parte de La Araucana de D. Diego de Santisteban Osorio, en que pretendía proseguir y acabar la historia hasta la reducción del valle de Arauco al dominio español. En el prólogo repetía lo mismo, insistiendo en que se trataba de historiar la que «por ser tan recibida de todos, quise (aunque con gran trabajo) seguirla y acabar lo que el sutil, histórico y elegante poeta don Alonso de Ercilla dejó comenzado, por parecerme que con esto servía a todos sus aficionados y yo cumplía con lo que se debe a quien con tantas ventajas escribió su poema». Quería aún que se tuviera muy en cuenta que por ningún pienso su ánimo había sido tomar a cuestas esa tarea a modo de competencia, y más adelante, cuando ya pone en escena a Ercilla, se creyó en el caso de repetir una vez todavía cuales habían sido sus propósitos:


   Y si a algunos parece atrevimiento
que su Historia inmortal haya tomado
prosiguiendo adelante y con el cuento,
que indeciso quedaba y destroncado;
respondo que no fue mi pensamiento
usurparle la fama que ha ganado,
sino acabar el punto de su Historia
siendo suyo el laurel, suya la gloria.



Pero se guardaba muy bien de expresar cuales fueran los antecedentes de que hubiera podido disponer para escribir lo que él llamaba una historia. ¿Lo era, en realidad? En tal concepto la tenían aún los que la reimprimieron en la primera mitad del siglo XVIII1195, y, -cosa más de extrañar todavía-, críticos de estos últimos tiempos y   —362→   escritores chilenos de nuestros días1196. Si tal fuese el caso, mal podríamos dar cabida en esta Ilustración a Ercilla y sus héroes; pero, en verdad que el más ligero examen de los sucesos que se pretende hacer pasar por históricos, aleja hasta su verosimilitud, y una vulgar sindéresis demuestra desde el primer momento que tal cosa no pudo ser. El detallar aquel primer punto nos llevaría demasiado lejos y resultaría trabajo perdido: bástenos, pues, con las simples reflexiones que naturalmente ocurren al mero enunciado de algunos antecedentes.

Desde luego, no existe en toda la obra de Santisteban Osorio una fecha siquiera, de tal modo, que el período que dice quiso historiar debe buscarse desde la muerte de Caupolicán contada por Ercilla en adelante. Pues bien, y para concretarnos sólo a los dos personajes culminantes de su relato, cuales eran, Hurtado de Mendoza y Ercilla, éste había dejado bien establecido en su libro que, a poco de ocurrido el lance que tuvo con don Juan de Pineda y que le valió el destierro, abandonó a Chile. ¿Cómo era posible, entonces, que se le viera figurar después peleando entre los araucanos? Con Hurtado de Mendoza ocurrió, que bien pronto hubo de partir también a Lima. Podía, si se quiere, cuando más, ignorarse esta última circunstancia, pero a nadie le era permitido dudar ni por un momento que tal regreso de Ercilla a Chile era completamente inverosímil.

La Quarta y Quinta Parte de La Araucana es, pues, obra de pura imaginación y cae de lleno dentro del título de la presente Ilustración. Ya trataremos de ella al hablar de los imitadores de La Araucana; al presente veamos cómo se nos presenta en la obra a Ercilla; que de los demás protagonistas, indios y españoles, todos puestos en escena en la de su continuador, debemos prescindir, ya que, de otro modo, sería engolfarnos en el análisis de toda ella.

Supone así que, habiendo ido Caupolicán con un poderoso ejército a cercará la Imperial, dispone don García que salgan a su encuentro doscientos españoles, entre los cuales se contaba a Ercilla:


De algunos que salieron hago suma
que hicieron su memoria celebrada:
don Alonso de Ercilla, cuya pluma
fue igual siempre a los hechos de su espada...



Trábase la batalla con los indios, y en ella:



   Don Alonso de Ercilla bien mostraba
el ánimo y las fuerzas que tenía,
y, así, entre los demás se señalaba
y cosas altas por mostrarse hacía:
a quién un brazo entero derribaba,
a quién el cuello y la cabeza abría,
y hasta romper la lanza bien templada
no dejó de sacarla colorada.

   Y así, con más ventura y ligereza,
el fogoso caballo apresurando,
—363→
el rostro contra Hircato le endereza,
que por un cabo y otro iba saltando:
de un golpe le derriba la cabeza.
Y a Millauco la espada enderezando
en tierra le trastorna de una punta
y con Millolco el bárbaro se junta.



A pesar, sin embargo, de tales proezas y las de otros sus compañeros españoles, éstos se ven obligados a retirarse a la ciudad.

En un asalto que los indios dieron posteriormente a la misma Imperial, cuenta el valor con que algunos de sus defensores se señalaron, y, entre ellos,


   Don Alonso de Ercilla, vuelto un Marte,
los enemigos hierros desbarata
y arbolando por alto su estandarte,
atropella, destroza, rompe y mata,
y, hecho un Santiago, con la Cruz se parte
adonde de la guerra más se trata,
haciendo retirar los enemigos,
que de su grande esfuerzo eran testigos.



Menciónale también entre los capitanes destacados de la Imperial para perseguir a los araucanos que huyen derrotados de su asalto al fuerte:


Salió por otra parte cuidadoso
don Alonso de Ercilla por la sierra,
llevando allí en escolla y buena guarda
una escuadra de jóvenes gallarda;



pasando a referir, según reza el sumario del canto IV, «la famosa batalla que tuvo en la ribera de Maulén don Alonso de Ercilla con cincuenta indios que estaban en la sierra, y cómo los desbarató con sus veinte españoles amigos», a cuyo relato consagra quince estrofas, de las cuales señalaremos las que más directamente le tocan:


Mas, vuelvo a don Alonso, que mi intento
es darle aquel honor que ha merecido
y no quitará nadie lo que ha ganado,
pues que su propia sangre le ha costado.
   El cual con veinte amigos que llevaba,
haciendo su jornada y correrías
el caudaloso Maule atravesaba1197
entrando por los valles y alquerías:
lejos del campo con su escolta estaba,
que no volvió a su gente en muchos días,
procurando alcanzar por su persona
otro nuevo laurel, otra, corona...



Y continuando luego en dispensaren términos generales sus elogios al poeta y soldado, añade:


   Don Alonso de Ercilla, a quien la suerte
para cosas más altas aguardaba
y muy seguro y libre de la muerte
dificultosas pruebas acababa,
haciendo lo que debe un hombre fuerte,
en el mayor peligro se arrojaba,
—364→
defendiendo su rey y sus estados
con propria sangre y vida conquistados.



Hallan los expedicionarios a la falda de una sierra, donde el río estrechaba su corriente, un grupo de treinta indios puelches, que, en unión de doce tuncos, todos tenidos por esforzados y valerosos, andaban en busca de «comidas y sustentos» y que, al ver a los españoles, bajan a ofrecerles combate:


   Don Alonso, que vio que ya aguardaba
la gente banderiza, no pudiendo
detenerse un momento, apresuraba
el fogoso caballo arremetiendo...



Y el resultado fue, que él y sus compañeros, de tal modo se portaron, que


Sin quedar hombre en la espantosa prueba
que pudiese llevar aquella nueva,



continuaban su jornada hasta reducir a la obediencia a los habitantes de cuantos pueblos encontraron en aquella su correría.

Muy luego siguió a ésta, otra, contada por extenso en el canto VII, en la que


   Con veinte compañeros valerosos
don Alonso de Ercilla en cierto día
salió a correr los indios belicosos,
que muchos en el monte y sierra había...
   Don Alonso de Ercilla no dejaba
de inquietar a los indios en la tierra,
que por todas las islas que pasaba1198
les iba dando una continua guerra:
al valle andalicano costeaba
y a los isleños bárbaros destierra,
teniendo mil asaltos y batallas,
que dejo, por ser muchas, de contallas.



Una tarde, cuando ya declinaba el sol y, algo apartado de su gente, iba Ercilla a penetrar por una enrramada, vio venir una india moza, muy triste y abatida, que, al reconocerle, quedó turbada: era Glaura, quien le cuenta la suerte que había corrido después que le dio libertad, cómo Cariolano pereció en un encuentro con los españoles; cómo, uno de éstos, aficionado a su hermosura, intentó mancillarla, y, por fin, que en aquellos momentos andaba en busca de su hermano Grisolán; óyele atento don Alonso, la consuela y concluye por confiarla a un yanacona para que la conduzca entre los suyos y la defienda.

Prosiguiendo su jornada, Ercilla y sus soldados sostienen una refriega con 52 isleños (!) que bajaban por la «andalién» sierra:


   Entra, pues, don Alonso, cuya fama
De un polo al otro su virtud se extiende;
La gente por mil partes se derrama,
Porque un solo él dice les ofende;
De la suerte que un toro de Jarama,
El confuso montón esparce y tiende
Por la plaza, saliendo al ancho coso,
Bravo, feroz, bramando de furioso.



  —365→  

Vuelven espaldas los indios después que ven ya derribados a treinta de sus compañeros, y


El valiente español los va siguiendo,
dando la muerte a cuantos alcanzaba;
el que con menos fuerza va corriendo
la deuda tan debida allí pagaba.



Cayomande, uno de los indios, logra detener a sus compañeros y les arenga para que resistan; pero cae muerto en combate singular con uno de los españoles, y los demás continúan la fuga;


   Don Alonso en su alcance y seguimiento,
de todos sus amigos se adelanta,



y unas veces trotando su caballo y otras corriendo, sigue el alcance de los indios, que, en realidad de verdad, no se divisa cuantos pudieran ya ser después de haber perecido tantos de aquellos 52 con quienes se inició la refriega. El hecho es que Ercilla en esa ocasión encuentra a una india rubia y más hermosa que el sol, sentada en una peña, llorando amargamente; deja entonces su caballo y se llega a ella, quien le saluda por su nombre,



   Diciendo: ¡oh don Alonso! si te duele
el ver una mujer tan afligida,
porque tu fama por el mundo vuele
quítame, de piedad, tan triste vida...

   Confuso don Alonso y admirado
de haber su nombre a la mujer oído,
le pide que el proceso desdichado
le cuente de su mal a que ha venido.



Interrumpe en este punto el autor su relato para continuar con la conquista y batalla de Orán y proseguirla dos cantos más adelante con «el discurso y lastimoso proceso» de Guaconda, que así se llamaba la india; concluido el cual,


   Y hallando a los amigos que venían
por la sierra en su busca y seguimiento,
dando la vuelta al campo se volvían,
contando don Alonso el triste cuento...
llegando en pocos días de jornada
donde su gente estaba ya alojada.



Por fin, en el canto XX, último de la obra, en que se celebra la batalla campal que concluye por la muerte de los caciques araucanos, se nos presenta a nuestro poeta en combate singular con uno de ellos, en las dos estrofas que siguen:



   Don Alonso de Ercilla y Elicura
estaban diestramente combatiendo
con fuerza igual y con igual ventura,
un golpe dando y otro recibiendo:
el araucano quiso hacer segura
la victoria, y el gran cuchillo horrendo
levanta en lo alto y carga en la celada,
que le pudo valer ser bien templada.

   Aqueste golpe le costó la vida,
que don Alonso, un poco atormentado,
estando ya la cólera encendida,
sobre el indio el cuchillo ha derribado:
hízole en el celebro una herida,
—366→
y al segundo, que vuelve más pesado,
al valiente enemigo dio la muerte,
que fue tan desdichado como fuerte.



Tal es la figuración que alcanza en la que llamó continuación de su poema el autor de La Araucana, mucho más culminante de la que se concede en ella a Hurtado de Mendoza y apenas inferior a la que se atribuye a Reinoso, quien, tal como se nos presenta, resulta el deus ex machina de la epopeya hispano-araucana. Falsa, falsísima, sin duda, como toda ella, en cuanto a los hechos que se le suponen, pero que, en el fondo, se compadecen bien con el carácter de nuestro poeta, tan esforzado como generoso y compasivo: mucho más acertado en esto que lo que habría podido esperarse de otros ingenios españoles y, sobre todos, de aquel que sus contemporáneos, Cervantes el primero, llamaron por el número y la calidad de sus obras, «monstruo de la naturaleza».

Y con esto, hemos de volver a los romances, para dar cuenta de los seis que salieron en el Romancero impreso en Madrid, eo 16041199, todos ellos de autores cuyos nombres se ignoran, y basados, los cinco en lo que se cuenta en el canto XIII de La Araucana sobre los trasportes amorosos de Lautaro y de su amante Guacolda en la noche que precedió al asalto que los españoles, guiados por Francisco de Villagra, le dieron en su fuerte de Mataquito y en el que pereció el caudillo indígena; y el otro en el saqueo y destrucción de Concepción, que siguió a la derrota que el mismo Villagra había sufrido en Marigueñu.

He aquí el primero de esos romances, simple glosa de lo que Ercilla refirió en las estrofas que siguen a la que comienza:


Aquella noche el bárbaro dormía
con la bella Guacolda enamorada.




   Durmiendo estaba Lautaro
con Guacolda, su querida,
sin temor del breve asalto
de la española cuadrilla.
Su gente está sosegada,
que el asalto no temía,
cuando la hermosa Guacolda
despertó con agonía,
diciendo a voces: «Lautaro,
Lautaro del alma mía,
dad aviso a vuestra gente
que un sueño soñado había,
y es, que el contrario Español
en vuestro campo hería
de tal suerte, que quedaba
yo sin alma y vos sin vida».
Con rostro triste y no alegre
el bárbaro respondía:
«señora, yo soy aquel
que en la batalla vencía,
gané y quité de las manos
al esforzado Valdivia,
aquel que en Andalicán
a tantos quitó la vida;
pues si soy este que digo,
decidme, señora mía,
de qué teméis, ni aun a Marte,
¿estando en mi compañía?»



En el segundo de esos romances se añade un incidente que no se encuentra en la relación de Ercilla, cual es, el fin que tuvo Guacolda, pues el autor del romance supone que la india cayó en poder del jefe español vencedor y fue por él «muy honrada».




Otro del mismo


   Con el gallardo Lautaro
la hermosa Guacolda estaba,
de un grave y terrible sueño
temorosa y fatigada,
      y tan llorosa
cuan agraciada y hermosa,
      y tan turbada
cuan hermosa y agraciada
Ay! ay! dice, mi Lautaro,
mi esposo y mi esperanza,
—367→
recuerda que el enemigo
triunfa de tu vida y fama,
      y tan llorosa
cuan agraciada y hermosa,
       y tan turbada
cuan hermosa y agraciada.
Soñaba que un español,
con fiera y sangrienta espada
te pasaba el duro pecho,
dexándome a mí sin alma,
      y tan turbada,
como hermosa y agraciada,
      y tan llorosa
como agraciada y hermosa.
A este punto, Villagrán,
español digno de fama,
entró el fuerte a fuego y sangre,
por extraño ardid y maña:
      y tan llorosa
como agraciada y hermosa,
       y tan turbada
como hermosa y agraciada.
Mas, el famoso Lautaro,
sin poder tomar sus armas,
sale al fuerte a pelear
desnudo, con una espada:
       y tan llorosa
como agraciada y hermosa,
       y tan turbada
como hermosa y agraciada.
Allí murió el indio bravo
con muchos indios de fama,
y Guacolda fue en prisión,
de Villagrán muy honrada,
llevándola tan llorosa
como agraciada y hermosa,
      y tan turbada
como hermosa y agraciada.



Simples variantes de los anteriores, (y hechos, al parecer, a competencia) pero sin ningún marcado detalle, constituyen el cuarto y quinto de los que formaron la primera serie de los que aparecen en la obra; si bien ya en el segundo de los que se insertaron en la Sexta Parte se hace notar cómo ocurrió la muerte del caudillo araucano, recordando lo que el poeta contó a ese respecto, que


Del toldo el hijo de Pillán salía
y una flecha a buscarle que venía.






Otro romance


Por los cristalinos ojos
el corazón destilando,
todo el resto hecho ventanas,
el pecho acardenalado,
denegrido y ceniciento,
el color blanco y rosado,
el cabello de oro fino,
por tierra todo sembrado,
está la bella Guacolda
atenta sólo al cuidado
de lamentar sus desdichas
sobre el cuerpo de Lautaro,
limpiando la roxa vena
por do la Parca ha cortado
el hilo de aquella vida,
que la suya ha sepultado,
y creyendo que aquella alma
que a su querida ha dexado
el amor, pues ella vive,
en la suya ha transformado,
para infundirla en el cuerpo,
cual sueño eterno ha enviado.
Sobre él estaba tendida,
dos mil besos le está dando;
mas, viendo que sirve poco
aquel ansioso reparo
contra la vira se vuelve,
que fue el caso desastrado,
diciendo: cruel saeta,
¿qué furias te han enviado,
que tan sin piedad heciste
un mal tan grave y extraño,
pues que con tan leve golpe
triunfaste de mi Lautaro?
¿Por qué me dexaste viva,
haciendo en mí tal estrago?
Executaras, cruel,
en mí tu furor insano,
que fuera tan presto el mal,
cuanto agora él es tu amado:
que aunque fío que sintiera
como yo, tu golpe airado,
hallara él dos mil Guacoldas,
y yo no hallaré un Lautaro.






Otro romance


   El cabello de oro puro
Guacolda arranca a manojos,
viendo a Marte y a Cupido
muerto delante sus ojos,
con voz flaca dice: ay! muerte,
principio de mis enojos:
¿cómo quies ver a Lautaro
muerto, delante mis ojos?
Y, tú, amor, ¿por qué le diste
al dios Marte mis despojos?
Fue porque mi bien te viese
muerto delante mis ojos;
mas, ay! cuitada de mí!
que por mis tristes antojos
los dos me le habéis traído
muerto delante mis ojos.
Diciendo esto, se desmaya,
viendo los vestidos roxos
—368→
de la sangre del que tiene
muerto delante sus ojos.
Mas, volviendo luego en sí,
con la alma llena de enojos,
gimiendo dice al que estaba
muerto delante sus ojos:
salga mi voz dolorida,
publíquese el dolor que siento,
sepan todos mi tormento,
pues que nunca fui creída.
Ay! Lautaro! ay! fiero Marte!
ay! amor! ay! hado fiero!
ay! mi vida! y cómo muero!
ay! que el alma se me parte!
Pártase, pues, se partió
el alma del alma mía:
muera mi bien y alegría,
pues mi Lautaro murió.
Mas yo quiero acompañarte,
porque es disparate raro
que yo viva, oh! mi Lautaro,
sin gozarte, ni gozarme.
Y dando un triste suspiro,
porque acaban sus enojos,
salió el alma tras el alma
del que fue luz de sus ojos.



(Los cuatro romances precedentes se hallan insertos en las hojas 19-20 de la Primera Parte del Romancero, Madrid, 1604).