Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoTercera parte



   ¡Ay, qué aspecto tan triste y desolado
presenta el sitio un tiempo delicioso
do Nuño Garcerán tuvo su estado!

   Desde el momento aciago y espantoso
en que de sangre pura fue inundada,
por la trama infernal de un alevoso,

   y por la injusta mano emponzoñada
de un mortal fascinado y delirante,
¡cuánto la tierra aquella está mudada!

   Del sañudo huracán, que en el instante,
de perpetrarse el crimen, repentino
descendió de los montes resonante,

   en el confuso y raudo remolino
huertas, mieses, jardines perecieron,
y la alta encina y el robusto pino.

   Y las nubes tronantes, que envolvieron
en ciega oscuridad toda la sierra,
con rayos el palacio confundieron.

   Y con hondo bramar tembló la tierra,
y el torrente del valle a los alcores,
tornado turbio pronto, movió guerra;

   sorprendidos labriegos y pastores
con tanta confusión y tal trastorno,
abandonaron chozas y labores.

   Y huyeron a los montes del contorno,
de aquella noche en el horror tremendo,
muerte y desolación mirando en torno,

   tal vez que era llegada ya, creyendo,
de este mundo la fin profetizada,
y el cataclismo universal y horrendo.

*  *  *

   Después, cuando la cólera apiadada
de Dios encadenó los aquilones,
y su faz mostró el cielo sosegada,

   los cimientos no más de sus mansiones
encontraron aquellos desdichados,
rotos puentes, hundidos murallones,

   en lodazal mefítico los prados,
o en arenal estéril convertidos,
riscos deshechos, límites borrados.

   Rasos los bosques, yermos los ejidos,
y de volcados troncos, y maleza
los hondos barrancales invadidos.

   Del soberbio palacio la firmeza
quebrantada, y rüina amenazando
los restos de su gloria y su grandeza.

   Y aunque los infelices trabajando,
tentaron restaurar su patrio suelo,
contra desdichas tantas peleando,

   tenaz se opuso el indignado Cielo,
por miras escondidas y profundas,
a que lograran su afanoso anhelo.

   Pues sin vida las tierras infecundas
al asiduo labrar no respondían,
marismas sin verdor, charcas inmundas.

   Con frecuente terror se repetían
los temblores de tierra, y del torrente
a su lecho las aguas no volvían.

   Y mortífero el aire, y pestilente
con las muertas lagunas y pantanos,
era a hombres y ganados inclemente.

   Y en las desnudas cumbres y en los llanos,
y en torno a las rüinas temerosas,
cruzaban lentas por los aires vanos,

   hendiendo las tinieblas silenciosas,
blanquecinos fantasmas; y se oyeron
ayes, gemidos, voces lastimosas.

   Y ya en aquel distrito no se vieron
pájaros, ni alimañas, que, desnudo,
selvas donde esconderse no tuvieron.

   En fin, su estado miserable y rudo
triste horror a los propios naturales,
y amargo desaliento inspirar pudo.

   Y abandonando aquellos cenagales,
de las ruinas y escombros retiraron
utensilios, maderas y metales.

   Pero por más que ansiosos procuraron
hallar la imagen de la Virgen santa,
que en la hundida capilla veneraron,

   y revolvieron de ella hasta la planta,
nególes misterioso el alto Cielo
alivio tal en desventura tanta.

   Y con este dolor y desconsuelo,
en afligidas turbas de la tierra
emigraron, buscándose otro suelo.

   Dejando de su Patria y de su sierra
tal fama en los contornos, que hasta el nombre
de aquel estado como infausto aterra.

   Y no hay a quien de lejos no le asombre,
y nadie osa acercarse a su distrito,
do en treinta años el pie no estampó un hombre
del Señor reputándolo maldito.

*  *  *

   Volviendo de Compostela,
adonde se fué don Nuño,
antes de empezar la vida
que su confesor le impuso,

   a orar del patrón de España
en el sagrado sepulcro,
y a pedir al Cielo ayuda
con tan poderoso influjo;

   peregrino, penitente,
escuálido y taciturno,
de tosco sayal vestido,
con nombre vulgar y oscuro;

   después de fatigas grandes,
después de trabajos muchos,
después de treinta y tres años
que ha vagado por el mundo;

   cuando de él nadie se acuerda,
ni de él habla más el vulgo,
de su estado en los linderos
el pie descarnado puso.

   Y reconociendo apenas
de aquellas lomas los bultos,
y los sitios do la infancia
feliz y tranquila tuvo,

   extiende la ansiosa vista
buscando recuerdo alguno,
y no le hallaron sus ojos,
de amargas lágrimas turbios.

   Detiénese horrorizado,
acobárdase confuso,
y echa menos los desiertos
de la otra parte del mundo.

   Y casi, casi espantado
del deber que allí le trujo,
vaciló, dudó, y la planta
a volver atrás dispuso.

   Mas ayudado y repuesto
por la mano del Ser Sumo,
empezó su penitencia
avanzando resoluto.

   Cruza horrendos pedregales
donde antes bosques robustos,
y cenagosos pantanos
donde productores surcos.

   Y en vez de risueños riscos
vestidos de hiedra y musgo,
ve montes de tosca arena
y barrancales profundos.

   Ni reconoce el torrente,
que ha trastornado su curso,
y turbio se rompe y salta
entre peñascos desnudos.

   Y cuando al valle desciende
el asombrado don Nuño,
la gran soledad le aterra,
le da el gran silencio susto.

   En el lugar do el antiguo
palacio alzaba sus muros,
de almenaje coronados,
y de pomposos escudos,

   ve horrendo montón de escombros,
que forman informe bulto,
sin dejar de lo que han sido
rastro ni indicio ninguno.

   Pero, ¡ay triste!, reconoce,
por un misterioso impulso,
el funesto sitio donde
de la virtud fue verdugo.

   Ni sombra del jardín queda,
pero el sitio donde estuvo
el cenador reconoce
en medio del campo inculto.

   Pues hay un breve cuadrado,
donde sólo de fecundo
da señal aquel terreno
tan árido y tan desnudo.

   Está cubierto de césped
aljofarado, y no mustio,
do silvestres florecillas
ostentan frescos capullos.

   Juzgárase algún tapete
de caprichoso dibujo,
que allí se dejó olvidado
perdido viajero turco.

   O un oasis en miniatura,
invisible y breve punto
que el germen de vida guarda
de aquel inmenso sepulcro.

   Nuño Garcerán presume,
por alto celeste influjo,
que allí descansan los restos
de aquel ángel que fue suyo.

   Y la faz contra la tierra,
horrorizado, convulso,
lanzando del hondo pecho
gemidos y ayes profundos,

   llora, reza, pide, espera,
teme, duda, y en agudos
gritos prorrumpe, que el eco
repite en sones confusos.

   Y al cabo, exánime, yerto,
tendido, sin voz, sin pulso,
allí pasó largas horas,
aun más que vivo, difunto.

*  *  *

   En una profunda cueva,
que los trastornos pasados,
al desplomarse dos riscos
entre uno y otro dejaron,

   halló el nuevo penitente
para las noches reparo;
y de ella hizo la morada
donde pasó luengos años.

   Trazó una rústica cerca
en torno del breve espacio
que depósito juzgaba
de los restos adorados.

   Y una cruz rústica en medio
hecha de dos secos ramos
levantó, y allí de hinojos
deshacíase llorando.

   Referir las privaciones
los tormentos, los quebrantos,
los temores, las vigilias,
los sustos, los sobresaltos,

   que en aquel inculto yermo,
que en aquel desierto campo,
padeció constante y firme
el arrepentido anciano,

   fuera no acabar. Las noches
las pasaba circundado
de espectros y de fantasmas,
de visiones y de trasgos.

   Y si con fervientes rezos
conseguía disiparlos,
y dar a su cuerpo débil
un momento de descanso,

   ya los ecos del torrente,
ya el rumor del viento vago,
ya de las aves nocturnas
los alaridos infaustos

   llegaban a sus oídos
como clamores humanos,
su breve y ligero sueño
interrumpiendo y quebrando.

   La mayor parte del día
la pasaba prosternado
de doña Blanca en la tumba,
hecho el corazón pedazos.

   Y si acaso recorría
valle y monte solitarios,
los recuerdos de su infancia
y las dichas de otros años,

   y de sus tiernos amores
las delicias y los lazos,
eran tormento espantoso
de su pecho destrozado.

   Ni dejó de perseguirlo
el infierno, separarlo
queriendo de aquella senda
de penitencia y de llanto,

   presentándole a la vista,
ya temores, y ya halagos,
ya memorias importunas
de orgullo, poder y mando.

   Cuántas veces al lúgubre
morir de hermoso día,
cuando en vapores férvidos
su melena envolvía,
como cadáver pálido
el moribundo sol,

   y de celajes lívidos
de grana perfilados
adornaba la atmósfera,
tiñendo los nublados
al ocaso más próximos
de nítido arrebol,

   el penitente tétrico,
sobre un risco eminente,
el rostro melancólico,
inclinada la frente,
por un inmenso cúmulo
de recuerdos vagó.

   Y girando su espíritu
de la memoria en brazos,
por las pasadas épocas,
cual pudiera en los lazos
de ensueño profundísimo,
presentes las miró.

   En la niebla que alzábase
la llanura borrando
y en las sombras fantásticas,
que iban los montes dando,
vio con ojos atónitos
transformaciones mil.

   Ya los ricos alcázares
de la gentil Granada,
y cual su hueste intrépida
triunfaba, entusiasmada
con el pendón católico,
orillas del Genil.

   Del combate el estrépito
y el gran rimbombe oía,
y las banderas árabes
a sus plantas veía,
y su celada fúlgida
ornada de laurel.

   Se hinchaba su alma mísera
con la antigua victoria,
anhelaba frenético
nuevos días de gloria;
y las artes diabólicas
casi triunfaban de él.

   Ya mudándose rápida
aquella vista extensa
del borrascoso Atlántico
ve la llanura inmensa,
y alzar sus ondas túrgidas
bramando el Aquilón;

   y cruzar impertérrita
una nave española
aquel airado piélago,
frágil, cascada, sola,
pero firme, que anímala
el alma de Colón.

   Él, dentro de ella júzgase,
y que miran sus ojos
del nuevo mundo incógnito,
entre celajes rojos
la tierra feracísima,
cual él la descubrió.

   Y luego ve las hórridas
batallas fabulosas,
de bárbaros sin número
las huestes espantosas,
y oye los terroríficos
atabales que oyó.

   Y al fin ve a la gran Méjico,
la reina de Occidente,
la orgullosa, la espléndida,
humillar la alta frente
del general hispánico,
que él ayudó, a los pies.

   Y vese en tan magníficos
combates el primero,
y goteando cálida
sangre su noble acero,
y aplaudirle los héroes,
y el mismo Hernán Cortés.

   Y la espada fulmínea
y la lanza echa menos,
de cañones horrísonos
ansía escuchar los truenos
otra vez, y avergüénzase
de su humilde sayal;

   pues su alma ensoberbécese
y casi triunfa de ella,
y sus santos propósitos
confunde y atropella
el aliento satánico
de espíritu infernal.

   Mas el celeste espíritu,
que en torno de él volando
lo defiende solícito
del diabólico bando,
con sus alas angélicas
le tocaba la faz.

   Y en sí tornando, trémulo
al Señor invocaba,
y con acerbas lágrimas
su piedad imploraba
contra las artes pérfidas
del infierno tenaz.

   Y armándose con ásperos
cilicios y oraciones,
tales escenas mágicas,
y tales tentaciones,
y visiones maléficas
al cabo disipó.

   Y persistiendo impávido
en santa penitencia,
el perdón de sus crímenes
y limpiar su conciencia
de tantas nubes lóbregas
venturoso logró.

   Mas no desiste el espantoso infierno
de combatir las almas que el Eterno
elige para sí.

   Y torna furibundo a la pelea,
aunque mil veces destrozado sea,
como ya lo fue allí.

   En Garcerán con nuevas tentaciones
y falaces recuerdos, y visiones
tornó mano a probar,

   de la misericordia soberana,
que es tan inmensa con la raza humana,
haciéndole dudar.

   Y en las noches silenciosas
turbaba con espantosas
voces a aquel desdichado,
dejándole en el estado
que no es velar ni dormir.

   Y el infelice creía
que un mar de sangre veía,
que la caverna inundaba,
y que «venganza» sonaba
en su espantoso rugir.

   Y que una mujer hermosa
en él nadaba angustiosa,
con el postrimer anhelo
venganza pidiendo al Cielo
del monstruo que allí la hundió.

   Y reconocía en ella
infeliz a Blanca bella,
y en sí mismo al monstruo insano,
que en el sangriento Océano
brutal la precipitó.

   Al grito de la cuitada,
con horrenda carcajada
el infierno respondía,
y «venganza» repetía
con aplausos de furor.

   Y él entonce imaginaba
que al Cielo humilde invocaba;
pero que el Cielo, indignado,
a sus plegarias cerrado,
desechaba su clamor.

*  *  *

   Otras veces a Rodrigo,
a su falso y vil amigo,
delante de sí veía,
que riendo le decía:
«¿Qué haces aquí, Garcerán?

   »Todas estas penitencias
son inútiles demencias,
y no tienen eficacia;
pues las fuentes de la gracia
para ti secas están.

      »Ven, amigo,
   ven conmigo
   a blasfemar
   de ese Cielo,
   que es de hielo
   a tu llorar.

   »Ven conmigo al infierno
a hacer eterna guerra al Ser eterno.»

   Y luego con risa horrenda
le mostraba la tremenda
escena, que aparecía
entre niebla vaga y fría
del funesto cenador.

   Y Nuño otra vez miraba
a su esposa, que estampaba
de un joven en el hermoso
rostro aquel beso amoroso,
principio de su furor.

*  *  *

   A doña Blanca, indignada,
otras veces, asomada
por rotos nublados llenos
de relámpagos y truenos,
juzgaba ver ante sí.

   Que a puñados de la herida
sacando sangre encendida,
y arrojándola inclemente
sobre su confusa frente,
feroz gritábale así:

      «No maldito,
   a tu delito
   no hay perdón.
   Dios, airado,
   ha pronunciado
   maldición.

   »Húndete con Rodrigo,
que a ninguno perdono, a ambos maldigo.»

   Y era tan fuerte y tremenda
en la pesadilla horrenda,
de las falaces visiones
y de aquellas expresiones
la bien fingida verdad;

   y del dormido en la mente
obraban tan hondamente,
que al mísero confundían
y en un abismo lo hundían
no esperando ya piedad.

   Y en tan horrible despecho,
el árido hinchado pecho
con las uñas destrozaba,
y en tierra se revolcaba
con horrenda convulsión.

   Pero el ángel, que constante
lo guardaba vigilante,
con las alas en la frente
le tocaba, y de repente
le calmaba el corazón;

   despertando, pronunciaba
de Dios el nombre, y lograba
desvanecer los ensueños
y triunfar de los empeños
del espíritu infernal.

   Y aumentando cada día
con más fe y santa porfía,
y en Dios con más confianza
sus penitencias, alcanza
gracia y perdón celestial.

*  *  *

   Sí; que después de lucha prolongada
por más de cinco años
con las artes diabólicas y engaños,
vida Nuño logró más sosegada.

   Y ya las tiernas lágrimas copiosas
que en la tierra vertía
donde su amada víctima yacía
le eran refrigerantes y sabrosas.

   Y cuando oraba con fervor vehemente
descendía del cielo
un rayo de esperanza y de consuelo,
que iluminaba su arrugada frente.

   Y empezó en el terreno a ver señales
de que Dios, apiadado,
iba a volverlo a su primer estado
y a terminar sus angustiosos males.

   Y con el vigor y celestial consuelo
que sentía en el alma,
gozoso conoció que ya la palma
le preparaba de su triunfo el Cielo.

*  *  *

   Una noche sosegada
de apacible primavera,
después de orar fervoroso
el penitente en su cueva,

   salió a gozar de la luna,
que entre nácares risueña,
de aquel campo iluminaba
el llano y las eminencias.

   Y en santas meditaciones
absorto, sus pasos lleva,
sin dirección, distraído,
del torrente a la ribera.

   Allí otra vez, de rodillas,
por un largo espacio reza,
y después asiento toma
en una desnuda piedra.

   Y respirando en sosiego
las auras mansas y frescas,
que con alas invisibles
revolaban placenteras,

   levanta hacia el firmamento
la venerable cabeza,
y los ya apagados ojos
clava en la bóveda inmensa.

   Y del Creador adorando
el poder y la grandeza,
aquel espacio magnífico
que lo cobija contempla.

   Y ve entre vagos vapores
cómo giran los planetas
y dan sus trémulas luces
las rutilantes estrellas,

   y ve los leves celajes,
que clara luna platea,
volar, cambiando sus formas,
caprichosas y ligeras.

   Después revuelve la vista
con desdén sobre la tierra,
notando entre ella y el cielo
la distancia y diferencia.

   Y ve aquellos arenales,
y aquellas peladas quiebras,
y aquellas muertas lagunas,
y se estremece, y se hiela.

   Y por la llanura luego,
tan silenciosa y desierta,
tiende medroso la vista,
que se pierde en las tinieblas.

   Cuando, sorprendido, advierte
por una rambla de arena
venir, sin susto y tranquila,
una hermosa, blanca, cierva.

   Teme que del hondo infierno
escondida trama sea,
con que acaso le prepara
alguna asechanza nueva.

   Fervoroso se santigua,
el santo rosario besa,
y, preparado a la pugna,
cruza las manos y espera.

   La gallarda cierva, en tanto,
siguiendo la misma senda,
sin mostrar recelo alguno
hasta el solitario llega.

   Y como si acostumbrada
al trato humano estuviera,
y por la mano del hombre
a vivir desde pequeña,

   tan sin recelo se avanza,
tan cariñosa se acerca,
tal candor muestra en los ojos,
en su balar tal terneza,

   y atenciones y caricias
parece demanda y ruega,
con expresión tan sencilla,
y con humildad tan tierna,

   que resistirse no pudo
el prudente anacoreta
(tal vez impulso secreto
que no comprende le alienta),

   y la seca mano extiende
sobre la erguida cabeza,
y halaga, la hirsuta espalda
de la cariñosa cierva.

   La cual, con mil ademanes
inteligibles, y nuevas
miradas, y otros balidos,
y acciones a su manera,

   indícale que le siga,
y que se vaya tras ella,
y aun le tira con la boca
del sayal y la correa.

   Otra vez el penitente
algún engaño sospecha,
y con fervoroso labio
a la Virgen se encomienda.

   Mas de espíritu invisible,
distinta y clara, resuena
una voz en sus oídos,
que le dice: «Nada temas.»

   Levántase decidido,
y en Dios su confianza puesta,
sigue con incierto paso
del manso animal las huellas.

   Déjase atrás el torrente,
la ancha llanura atraviesa,
y no lejos de aquel sitio
que tumba de Blanca era,

   tras de su graciosa guía
un manso collado trepa
que tiene en su fácil cumbre
un grupo de toscas peñas.

   Ante él la cierva se para,
otra vez revuelve atenta
al penitente los ojos,
cual rutilantes centellas,

   lanza un agudo balido
que voz humana asemeja,
que dice: «¡Aquí!», y de repente
por los peñascos penetra,

   metiéndose en sus entrañas,
sin dejar rastro ni puerta,
cual si atravesara sólo
delgada, impalpable niebla.

   Pasmado queda don Nuño,
y su pasmo se acrecienta
oyendo en aquellos riscos
como una celeste orquesta.

   Y viendo que se deshacen,
como si humo leve fueran,
descubriendo allá en su centro
una capilla pequeña,

   de blancas congelaciones,
que cristal parecen, hecha,
y de luces alumbrada,
que son pedazos de estrellas.

   Y sobre un altar de césped
divisa la imagen bella
de la Virgen soberana,
que es de los ángeles reina.

   La misma sagrada imagen
que en la derrocada iglesia
del palacio hundido culto
luengos años recibiera;

   protectora de su estado,
y de su familia egregia,
de sus vasallos consuelo,
y amparo de aquellas tierras;

   y la que, afable, le anuncia
que logró gracia completa,
y perdón el más cumplido
de la santa Omnipotencia,

   Según le anunciara el labio
de su confesor profeta,
cuando, inspirado, le impuso
la cumplida penitencia.

   Deslumbrado, el penitente
cae de hinojos en la yerba,
y entona solemne salve
con el alma y con la lengua.

   Salve que de querubines
un coro que le rodea
repite, y hasta los cielos
sus puros acentos lleva.

   Referir lo que en el alma
pasó del anacoreta,
los consuelos y los gozos,
los confortes, las ternezas,

   que a raudales en su pecho
derramó la Providencia,
dando a sus maceraciones
la más amplia recompensa,

   no puede mi humilde labio,
ni hay voz mortal que lo pueda,
pues son cosas que se esconden
a la humana inteligencia.

*  *  *

   Tras noche tan solemne, a la mañana,
cuando el fúlgido sol en el Oriente,
sobre celajes nítidos de grana,
alzó con majestad la augusta frente,
de luz la inmensa bóveda del cielo
inundando, y de luz el bajo suelo,

   quedó admirado de León la sierra
al penetrar y al ver en sus entrañas
aquella antes maldita árida tierra
tornada en feracísimas campañas,
y que no era la misma juzgó acaso
que la tarde anterior vio desde ocaso.

   Pues en el punto en que la imagen santa
de la Virgen, amparo y protectora
de aquel terreno, tras de ausencia tanta,
a aparecer volvió de paz aurora,
la sonrisa de Dios omnipotente
fecundó aquellos campos de repente.

   Y mucho más feraces que lo fueron
en un instante solo germinaron,
y a las nubes los árboles subieron
en el momento mismo en que brotaron.
En praderas verdosas cual ningunas
tornáronse arenales y lagunas.

   Matorrales espesos, frescas flores
cubrieron las laderas y las lomas,
y los antes mefíticos vapores
eran ya salutíferos aromas,
pues humilde el torrente entre juncales
derramaba purísimos cristales.

   Y de aves no nacidas los acentos,
en bosque improvisado y en floresta,
los antes mudos y callados vientos
tornaron suaves en alegre orquesta,
que al santo simulacro, no a la aurora,
saludaban con música sonora.

   Y hasta de aquellas fúnebres ruïnas,
que parecían huesos insepultos
de algún titán, con hierbas repentinas
se revistieron los informes bultos,
y hiedras espontáneas en festones
las ornaron con frescos pabellones.

   Que tanto en solo un punto alcanza y puede,
para aliviar al pecador contrito,
a quien su gracia y su perdón concede
la piedad del Señor, sumo, infinito,
después de una constante penitencia,
de la Virgen sin mancha la influencia.

   Del suelo el felicísimo trastorno
pronto advierten las gentes convecinas,
y de las altas cumbres del contorno
observan sus llanuras y colinas;
y un nuevo Edén advierten de concierto
do antes, horrorizados, un desierto.

   Y del rico terreno y grato clima
llevados, ya se acercan cazadores,
ya algún rebaño retozón se arrima,
ya una choza levantan los pastores,
ya diestro agricultor osa avanzarse,
y poco a poco, así tornó a poblarse.

   Y de la Virgen pura la capilla
se vió adornada de votiva ofrenda,
y en ella la quemada cera brilla,
sin faltar quien la lleve y quien la encienda;
que de la santa imagen los favores
cundieron por los nuevos pobladores.

*  *  *


   Dándole gracias fervientes
a Dios por tantas bondades,
el tranquilo penitente
gozaba del bien presente
tras tantas calamidades.

   Mientras que duraba el día
al culto lo consagraba
de la imagen de María,
y más afán no tenía
ni más amor le animaba.

   Y cuando a hundirse en ocaso
bajaba cansado el sol,
y con resplandor escaso
las nubes que hallaba al paso
esmaltaba de arrebol,

   a la tumba el venerable,
que guarda a su esposa bella,
llevaba la tarda huella,
y con consuelo inefable
de hinojos rezaba en ella.

   Y allí a la luna veía
aparecer tras los montes,
y cómo lenta subía
por la bóveda vacía
a ilustrar los horizontes.

   Y cuando ya de luceros
la inmensidad se adornaba
con brillantes reverberos,
porque los rayos postreros
del sol la noche borraba,

   en éxtasis delicioso
se levantaba su mente,
y vagaba libremente
por un mundo misterioso,
del nuestro muy diferente,

   como el águila caudal,
que en un mar de luz navega,
sobre las nubes desplega
las alas, y hasta el umbral
del palacio del sol llega.

   Pues conseguida la palma
del soberano perdón,
sin que infernal tentación
pueda ya turbarle el alma
ni entibiar su devoción,

   su espíritu se elevaba
como el humo del incienso,
la fe ardiente le guiaba,
y las dichas columbraba
de su porvenir inmenso.

   Abrazado de una cruz
al firmamento subía,
y en piélagos de alegría,
y en campos de eterna luz,
venturoso, se perdía,

   los aromas respirando
de celestiales jardines,
y aquel perfume gozando
del aliento puro y blando
de los santos serafines,

   y oyendo aquella armonía,
que soles sin cuento dan
cuando tan seguros van,
como que es Dios quien los guía,
por la alta esfera en que están.

   En ensueño vaporoso
otras veces embebido,
figurábase dormido
en un prado delicioso
sobre el herbaje mullido.

   Que eran guirnaldas de rosa
sus cilicios; su sayal,
glorioso manto real,
y su ancianidad rugosa,
la juventud más cabal;

   porque miraba a su alma
sin la corteza exterior,
cercada de resplandor,
coronada con la palma
de la gracia del Señor.

   Envuelto se imaginaba
en balsámicos vapores
de las más fragantes flores
que el manso viento halagaba
robándoles sus olores.

   Y que al través, tras de aquéllos,
notaba de cuando en cuando
cruzar fúlgidos destellos,
y eran los ángeles bellos
en torno de él revolando.

   Y luego abrirse veía
el cielo, gran esplendor
derramando en derredor
y que en medio de él venía
la imagen del casto amor.

   La de su esposa adorada
en pie sobre niebla leve,
de albas rosas coronada,
y de túnica velada
muy más blanca que la nieve.

   Y en el pecho, do la herida
le hizo la daga homicida
mostraba un claro rubí
como estrella carmesí,
con luces de eterna vida.

   Y Garcerán, venturoso,
la dulce visión miraba,
que hasta junto de él llegaba
con rostro tan amoroso,
que el corazón le robaba.

   Y una plática emprendían
tan tierna, sabrosa y pura,
de tanto amor y dulzura,
y de cosas discurrían
de tan sublime ventura;

   Y con tan santos extremos
y con expresiones tales
que apenas las comprendemos,
y que explicar no podemos
los infelices mortales.

   Cuando la visión aquella
celestial desaparecía,
el penitente creía
que al retirarse la bella
doña Blanca le decía:

   «Ven, Garcerán. ¿Por qué tarda
en venir a mí tu amor?...
Sube a otra vida mejor.
¿Qué te arredra y te acobarda?...
Ven, que te espera el Señor.»

   Así, en gratas ilusiones,
dichosas horas pasaba,
y su viaje preparaba
a las eternas mansiones,
adonde Dios lo llamaba.

*  *  *

   Vino, tras de hermoso día,
una tarde deliciosa,
en que de morado y rosa
la atmósfera se vistió.

   Y a la tumba cual solía,
ya de aliento y vida escaso,
con lento y con débil paso
Nuño Garcerán llegó.

   Cual nunca las florecillas
y aquella abundante yerba,
que el breve espacio conserva,
lozana juzgó encontrar.

   Y sobre ellas, de rodillas,
en dulce y celeste calma,
no con la voz, con el alma,
comenzó, devoto, a orar.

   El sol, desde el Occidente,
entre nubes, de soslayo
moribundo metió un rayo
hasta aquel sitio de paz,

   como si del penitente
despedirse pretendiera,
y el último beso diera
a su venerable faz.

   A su luz roja, expirante,
ve don Nuño un tallo hermoso
del suelo brotar frondoso,
y alzarse con rapidez,

   pues en brevísimo instante
se desarrolla, florece,
y una azucena aparece
de celeste candidez.

   La admira cual milagrosa,
y a un impulso soberano
lleva la trémula mano
y la arranca de raíz.

   Y con ella venturosa,
dejando en el mismo punto
en tierra el cuerpo difunto,
voló a Dios su alma feliz.

   Y aquella pura azucena
fue la vencedora palma
con que, engrandecida, el alma
de Nuño en el Cielo entró.

   Y de nuevas gracias llena
aquella flor, desde el Cielo,
a la Tierra en raudo vuelo
un ángel restituyó.

   Pues la hallaron colocada
a la mañana siguiente,
lozana, resplandeciente,
consuelo de todo afán,

   ante la imagen sagrada
de la Virgen sin mancilla,
en la rústica capilla
que descubrió Garcerán.




ArribaFinal



   En el instante en que de Nuño el alma
voló al palacio de la eterna gloria,
la azucena sirviéndole de palma
de su glorioso triunfo y su victoria;
de la virtud con la tranquila calma,
olvidando esta vida transitoria,
en su celda, de hinojos, don García
oraba humilde al expirar el día.

   Y de celeste espíritu el acento
el tránsito del bienaventurado
le reveló, mandándole al momento
marchar al sitio aquel donde ha expirado,
y en él fundar magnífico convento
a la Madre del Verbo consagrado,
a aquella imagen de virtudes llena,
bajo la advocación de la «Azucena».

   Pasó la noche en oración ferviente
el religioso. Al despuntar el día
dejó a Guadalquivir y, diligente,
atravesó la hermosa Andalucía;
y pobre, peregrino, penitente,
del reino de León siguió la vía,
saludando sus tierras empinadas
después de penosísimas jornadas.

   Y en el valle, otra vez rico y frondoso,
y ya no despoblado, con gran celo,
protegido del brazo poderoso
del soberano Dios de tierra y cielo,
a cumplir su mandato, sin reposo,
constante dedicó todo su anhelo,
edificando a aquella imagen bella
una rica morada digna de ella.

   El fervor excitando de los fieles,
y de otros religiosos ayudado,
pronto logró elevar los chapiteles
de un gran templo a la Virgen consagrado,
en cuyas cimbrias mágicos pinceles,
y en cuyos frisos mármol cincelado,
de Garcerán la penitencia y gloria
consignaron, trazándonos su historia.

   En magnífico altar de jaspes y oro,
en que de cien blandones la luz brilla,
fue colocada con real decoro
la efigie de la Virgen sin mancilla,
sus himnos entonando el alto coro
al compás de la armónica capilla,
siempre verde a sus pies, de encantos llena,
perfumando el ambiente la azucena.

   En sepulcro magnífico durmieron
el sueño de la paz ambos esposos,
y los votos de plata enriquecieron
del camarín los muros primorosos,
y con grandes ofrendas acudieron
al culto los magnates poderosos,
siendo de tan insigne santuario
todo el reino de España tributario.

   Gobernólo gran tiempo don García,
en opinión de santo; otros varones
después, de ardiente celo y de fe pía,
de la casa aumentaron los blasones.
Y su nombre y su fama se extendía
por todas las católicas regiones,
conservándose siempre allí lozana
y fresca la azucena soberana.

   Hasta que cuando quiso en cautiverio
poner la Francia audaz toda la tierra,
y trastornando el español imperio
metió en sus lindes destructora guerra,
despareció aquel santo monasterio,
con gran dolor de la leonesa sierra,
de hoguera voracísima en la llama,
que no nos dejó de él más que la fama.

   Y cuentan los piadosos naturales
que cuando un mar de fuego era el convento,
en que los chapiteles colosales
se desplomaban con fragor violento,
vieron a las mansiones celestiales
volar, atravesando el firmamento,
de resplandor cercada y luz hermosa,
triunfante, la «Azucena milagrosa».

Nápoles, diciembre 1847.


 
 
Fin de «La azucena milagrosa»