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ArribaAbajoCapítulo XX

Los chilenos en Ica y en Tambo de Mora


Nunca en su ya larga historia de dolores y de culpas, se mostraron más a lo vivo los síntomas del mal antiguo, tenaz y ya incurable que corroe las entrañas del Perú y lo precipita a insondable decadencia, que en los hombres, los sucesos y los crímenes que precedieron a la entrada de los chilenos a Pisco, en la medianía de noviembre de 1880.

Siendo aquéllos los más ricos parajes de esa espléndida zona tropical, a la par de los de Trujillo en el norte, con valles que destilan su riqueza en alambiques de oro y que jamás extinguen sus fuegos, disponiendo de fácil, abundante y barato trabajo servil, la diversidad de sus castas, por una parte, negros libertos, chinos esclavos, serranos imbéciles, y por la otra, la explotación, el desenfreno, la codicia y la maldad de los blancos, convirtieron esos centros en verdaderos arrabales de cobardes y de explotadores que en la crisis de que nos ocupamos echaron eterna mancha sobre sus ya desgarradas banderas arrastradas por el polvo de las derrotas.

El dictador Piérola había dividido aquellos valles, según antes dijimos, en zonas, desde Lurín a Ica, y había designado un jefe para cada una de aquellas mal cortadas posiciones del territorio; pero apenas hubo tomado su puesto cada uno de aquellos funcionarios, se trocó en sátrapa.

Se hallaba la zona de Lurín a cargo de un personaje muy conocido en Lima, don Manuel Miranda «el cholo Miranda», hombre de casta, sumamente aficionado a lides de toros, al punto de haber ido en persona a España a elegir toros padres del Jarama, y para reproducirlos en los trópicos tenía arrendado en aquel ameno valle una hacienda, a fin de proveer el Acho de que era asentista. Y no bien invistió cierta autoridad, convirtió el pacífico valle en verdadero toril de riñas y exacciones, acusando a todos sus vecinos de traidores, denunciándolos a Piérola, a quien denominaba en sus notas «su patrón», y a la postre, suscitando por sus violencias el alzamiento de los moradores.

Un montonero llamado «Merejo» se había ido al monte con los descontentos, mientras otros cabecillas, oficiales del ejército, robaban escandalosamente caballos para regalarlos al general Vargas Machuca, y aun salteaban las tropas de asnos que desde los valles vecinos de Cañete, Chincha y Pisco eran enviados para la institución humanitaria que en Lima se llamaba «El pan del pobre». El 16 de abril de 1880 un jefe militar que murió con honor en Miraflores, el coronel de la Melena (sic), anunciaba que «Merejo» andaba alzándose con los negros de Chincha y que no tenía como desarmarlo. Un mes más tarde, un tal Idiáquez, comisario de reclutamiento, daba cuenta, desde Lurín que el mayor Arís se ocupaba en reclutar gente «a balazos», y con esa misma fecha, más o menos, enviaba a Lima el siguiente telegrama que en Chile parecería cosa ininteligible o inverosímil.

«Lima, mayo 16 de 1880.

Señor subprefecto:

Grave molestia con coronel Miranda por tomarse libertad hacer tocar arrebato con campana: yo porque salí a oponerme, he sido gravemente ultrajado por el capitán instructor diciendo ambos que tanto usía como las campanas estaban bajo (sic) sus órdenes por ser él el comandante militar.

Todo esto sucedió en momentos que de todos los campos habían concurrido unos a tomar boletos de inscripción y otros convocados para arreglar provisionalmente el batallón. Un remedio pronto.

Idiáquez».



No era más sosegada ni más patriótica la condición del vecino valle de Cañete, verdadero infierno de negros y de chinos. A fin de mantener a raya estas dos razas que se detestan del fondo de sus entrañas, cual si el África y el Asia fueran los dos polos del odio humano, habían estacionado en la capital de aquella subprefectura una brigada de caballería mandada por el coronel don José Mariano Alvizuri, que diez años atrás, gobernara aquellas revueltas tribus como autoridad política. Y lo menos que habían hecho los oficiales de uno de esos cuerpos, el 3.º de caballería, había sido dar una feroz paliza en la plaza pública al subprefecto del lugar, después de una borrachera celebrada en el café de un austríaco, sito en uno de los costados de aquélla. El subprefecto quedó maltratado, y mal herido en la cabeza un practicante de medicina llamado Iturrizaga que se metió ebrio en la zambra.

Culminó este desbarajuste en la renuncia que cobardemente hizo de su puesto el jefe que cubría con sus fuerzas el opulento valle de Cañete, y a ese particular hace referencia el siguiente curioso telegrama:

«Pisco, octubre 27 de 1880.

(Oficial).

Señor coronel Alvizuri:

Te suplico vuelvas en sí y reorganices tu curación. Oficia por el cambio que te indiqué. Esperamos piratas en estos días. Dos mil hombres en revista de los distritos y seiscientos montados.

Ha llegado prefecto Orbegoso y coronel Dávila: marchan por tierra.

Recibe un abrazo.

Zamudio».



Pero donde la anarquía, lobo hambriento e insaciable que ha devorado la vida del Perú desde su cuna, dejándole apenas existencia raquítica y miserable a través de las edades y de las pruebas más crueles, donde la anarquía se mostraba en mayor amplitud e insolencia, era en los fertilísimos valles de Chincha, verdadero paraíso de los trópicos. El ocio ha hecho allí feroces, como los brutos, a los seres humanos, y después de larga serie de crímenes, los negros sublevados contra el trabajo y contra el blanco, como el hombre amarillo se subleva contra el negro, habían asesinado allí bárbaramente, después de la batalla de San Francisco, por la pascua de Navidad de 1879, a los ricos propietarios Carrillo y Albornoz, un joven inofensivo, y a don Antonio González Prada, antiguo dandy de Lima, de Santiago y de París, que fue atrozmente sacrificado, a título de antiguo patrón, en su hermosa hacienda de Larán.

Mandaba en aquellos lugares como comandante general, el coronel don Mariano de La Torre, pero bajo su autoridad, o contra ella, vino un abogado de Lima llamado López Torres que con el nombre de reclutador desquició por completo lo poco que quedaba en pie en aquellos parajes como orden y como fuerza: Torres contra Latorre.

He aquí uno de esos telegramas peculiares del Perú que anunciaba una de aquellas novedades:

«Pisco, octubre 17 de 1880.

Señor prefecto:

El comandante López Torres destacó fuerzas reclutas en pueblo de Chincha, tomó y rompió boletos de las reservas; el pueblo tocó campana y rechazó partidas.

M. A. Zamudio».



Vino de ésta o de otras causas que iban a condenarse probablemente en un sólo origen, que era el miedo, la renuncia que de su puesto hizo, como el Alvizuri de Cañete, a la vista del enemigo interno y exterior, el coronel La Torre de Chincha, sin que fueran bastante a retenerlo las amonestaciones de su jefe superior, el coronel Zamudio, nombrado hacía poco comandante superior de todas las zonas vecinas a Pisco, donde a la sazón tenía el último su cuartel general.

Prosiguiendo este itinerario de vergüenzas, encontramos al fin un hombre que revela cierta energía y asomos de patriotismo en aquella región de esclavos alzados y de mandones sin honor; y ése es aquel infeliz subprefecto de Pisco don Agustín Matute, a quien su desgraciado apellido y su triste suicidio con una navaja, diera en Chile injusta reputación de miserable. De los libros de la subprefectura de Pisco que en una carga de camello tenemos a la vista, de sus telegramas y de sus cartas resulta, en efecto, que aquel desventurado tenía el propósito de servir con desinterés a su país y se afanaba por levantarse al nivel de la situación, apartándose del fango en que se veía sumergido. Colectaba víveres; enviaba a Lima los recursos de las iglesias; corría ya en una dirección, ya en otra para allegar fuerzas y aporratar caballos, y por último, exponía su propia vida para mantener el orden en su distrito, haciendo fusilar montoneros y facinerosos, y entre estos a dos hermanos Santa Ana y un Lobatón, que ordenó ejecutar con rigurosa crueldad en Tambo de Mora.

Mas, como hiciera todo esto, los desalmados le profesaban odio intenso, y en una ocasión (el 30 de agosto) en que fue a estorbar en Pisco una riña de gallos, que el había prohibido por bando, los tahures lo asaltaron a golpes, le botaron con su propio revólver los dientes y le robaron cerca de dos mil soles que llevaba, a su decir, en los bolsillos.

Y en medio de todo esto, aquellos tristes hombres no encontraban más arbitrio eficaz para defenderse, que inventar noticias noveleras, propias para niños, o mandar envenenar los pozos del desierto, proeza y recurso de caníbales que recuerda los ardides de los más infames crímenes asiáticos en sus guerras de bárbaros afeminados.

A fin de poner en mediano orden los escombros de aquel caos que era la imagen viva del Perú, en la hora del peligro, el dictador envió a Pisco, en los primeros días de octubre con el título de comandante general, al coronel de caballería don Manuel Antonio Zamudio, jefe que gozaba de cierto prestigio militar, y se decía era hijo de un ilustre general de caballería de Chile, fruto de amores de proscripto.

Y, a la verdad, consta de los papeles sorprendidos en Pisco, que Zamudio hizo todo lo imposible por cumplir su cometido, y así es deber declararlo. Mas para poner a lo que ahí pasaba el sello del desgobierno y de la locura, el prefecto de Ica, de que aquellos valles hasta Cañete dependían, un tal Villena, se sublevó contra la autoridad militar de aquel delegado, según consta del siguiente telegrama que coincide precisamente con el primer reconocimiento de desembarco que en la dirección de Pisco hicieron los chilenos a principios de noviembre:

«Pisco, 3 de noviembre de 1880.

Señor secretario de guerra:

Lima, (Palacio).

Magallanes anclada y un transporte en la península de Paracas. No he recibido orden alguna como poner término a esta criminal situación. El prefecto desconoce mi autoridad.

Zamudio».



Todo esto carecería de nombre en un país en que las nociones y aun los instintos salvadores del patriotismo tuvieran algún valimiento. Pero la verdad es que las provincias del Perú que Chile iba invadiendo sucesivamente, presentaban la imagen de otros tantos cadáveres que al paso de sus armas se estremecían y caían en átomos, a semejanza de lo que con sus momias seculares acontece. Porque es preciso no olvidar que mientras todo esto tenía lugar en las zonas sur del Perú, tan densamente pobladas como las del norte, el coronel Lynch se paseaba, arma al brazo, por las últimas, sin sentir siquiera el disparo de un viejo trabuco contra su hueste invasora. ¿Qué decíamos? Refiere el comandante Stuven, en una carta íntima, que habiéndose extraviado cerca de Pueblo Nuevo, en el departamento de Lambayeque, entró solo a la aldea, y viéndose rodeado de un grupo numeroso de desconocidos cuya actitud ignoraba, se le ocurrió decirles: «Señores, no teman ustedes nada. He dado orden a la caballería que no moleste a los moradores pacíficos». Y sin más que esto, todos se quitaron los sombreros y con voz suplicante le dijeron: «¡Gracias, mi general!».

Algo semejante iba a ocurrir en Pisco porque aunque el coronel Zamudio había logrado reunir hasta tres mil hombres y tenía batallones que se denominaban San Martín, Sunampe, Chincha Alta y Baja, etc., su composición moral era lo que puede colegirse por los antecedentes que hemos venido reanudando; y en consecuencia bastó que el comandante Souper se adelantara solo en su caballo, blandiendo su sable para ahuyentar sus avanzadas, y enseguida tres o cuatro disparos de la Chacabuco, para poner en fuga la numerosa caballería de los valles el día del desembarco, 19 de noviembre de 1880.

No había soltado sus anclas el Itata en el blando fango de la histórica caleta de Paracas, simple albergue de pescadores y del viento (que ahí se llama Paraca), cuando el general Villagrán enviaba el Angamos, capitán Lynch, más que a intimar rendición, a tomar lenguas de lo que pasaba en el puerto de Pisco, distante once millas al norte por la plaza. Y desde la extremidad de su muelle, obra monumental en cualquier país del mundo, fabricado en Inglaterra hace veinte años, soltaba el capitán del ágil transporte uno de sus oficiales, el teniente don Adolfo Rodríguez y éste llevaba a Zamudio la notificación de rendirse.

A tan poco cortés mensaje, el comandante general de las zonas del Pisco respondió por escrito con el siguiente heroico cartel:

«Comandancia en jefe de la plaza.

Pisco, noviembre 19 de 1880.

Al jefe de las fuerzas expedicionarias de Chile.

En contestación a su intimación verbal de la rendición de esta plaza, digo a V. S. que puede proceder a tomarla a viva fuerza, y que un solo peruano no arriará el pabellón a las huestes invasoras.

Manuel A. Zamudio».



Entre tanto había echado la O’Higgins a tierra en Paracas la compañía del capitán Rojo de la Artillería de Marina y unos cuantos pelotones de Granaderos que iban ensillando y saliendo por grupos al interior o por la playa.

Es la comarca de Pisco llana y arenosa con extensas vistas, no desprovistas de rasgos pintorescos, porque hay palmeras, viñedos y matorrales. Hacia el sur de la ciudad se dilata un árido desierto llamado la pampa de Guayurí, que va hasta Ica, comarca rica en aguardientes exquisitos, dieciocho leguas más hacia el medio día por los rieles.

Por el lado norte de la ciudad corre en lecho pedregoso y desigual, en trechos de césped y de vegas, el crecido río de Pisco, que después de abrirse paso por los desfiladeros de Humay, seis o siete leguas al interior, se derrama turbio y fertilizante, en la estación veraniega, que es la de las lluvias en la Sierra, por las haciendas de cañas y los viñedos, el maíz y los camotales.

Pocas cuadras hacia el norte, pasado el río por cómodos vados, se encuentra la espléndida hacienda de Caucato, el nombre de la tenca peruana, en cuya vecindad los peruanos peleando como verdaderos caucatos, se derrotaron y huyeron recíprocamente en la célebre jornada de Agua Santa, en 1842.

El viejo pueblo de Pisco con sus manzanas tiradas a cordel, sus calles polvorosas, como las de Melipilla; ciudad de viñedos y arboledas, cual la última, no ostenta como lujo sino su plaza con su vieja parroquia de azoteas y cúpulas jesuíticas, y dos o tres conventos, hoy solitarios y derribados.

Se halla esta antiquísima villa sobre un alto ribazo, y el puerto propio diez o doce cuadras hacia la playa, descendiendo por una pendiente arenosa, bordada en avenida formada de raquíticos sauces de Castilla. El puerto es miserable, con unas pocas bodegas que hacen contraste con su magnífico muelle de seis cuadras (700 metros) de largo, construido sobre elegantes y altísimas columnas piramidales de hierro. El mar es allí abierto, y tan somero que se anda muchas cuadras sobre la tosca, lamida por la paraca, antes de poder tomar un baño hasta la cintura. Ese pasatiempo es, sin embargo, peligroso, y a un soldado del 4.º que más tarde se bañó allí, por orden superior, algún bicho marítimo venenoso le picó un tendón y fue preciso cortarle una pierna. Dos de sus compañeros escaparon apenas a la amputación.

Había puesto Zamudio su cuartel general en el puerto, mientras su jefe de estado mayor Pinillos atrincheraba su cobarde gente en el pueblo viejo, y allí por sí solo, sin disparar un sólo fusilazo, se dispersó, no obstante hallarse competentemente armada.

Habría parecido paradoja decir que el comandante Souper se había tomado a Pisco, como si hubiera sido un sorbo de su rico mosto verde, pero esa fue históricamente la verdad, porque al verlo avanzarse solo por la playa le dieron alcance los paisanos don Isidoro Errázuriz, don Alberto Stuven y don Daniel Cuervo, y luego ocho Granaderos al mando del alférez Ibarra. Y sin más que divisarlos, los custodios de los dos pueblos huyeron.

Poco más tarde, se incorporó a los atrevidos exploradores el capitán Rojo con su compañía, y esto afirmó la resolución de aquellos para marchar adelante.

En consecuencia, e ignorando la intimación del Angamos, acordaron Souper y Errázuriz enviar como parlamentario a don Alberto Stuven, y éste regresó ya entrada la noche con la misma altisonante respuesta de Zamudio, y con sus dos asistentes bien provistos de sabrosas gallinas que habían sacado, como para hacer irrisión a tanto cobarde, de sus dormideros.

Y en efecto, aprovechando la noche los tres mil soldados de la zona de Pisco se escaparon hacia Humay en el más ridículo desorden, olvidando el coronel Zamudio prenda que rara vez deja en su derrota un jefe peruano, su bastón de ceremonia con empuñadura de oro que hoy con su cifra esculpida por entero -«Zamudio»- luce un caballero en las aceras de Santiago.

En las horas a que en el curso de la guerra habíamos llegado hasta las puertas de Lima, se hubiera dicho no quedaban en el Perú sino dos hombres, y éstos eran don Nicolás de Piérola, a pesar de sus extravagancias, y el subprefecto Matute, a pesar de sus pánicos, porque éste fue al menos el único peruano que se mató por su patria o por su causa.

Según una carta enviada a La Patria de Lima por los telegrafistas de Pisco, el coronel Zamudio ordenó la concentración de las tropas en Pisco Alto a las 4 de la tarde y a las 7 la retirada, abandonando él a esa hora la ciudad en compañía del capitán de Puerto Portal, después de haber destruido éste las embarcaciones menores de la rada y los carros de mano que sobre rieles hacían el servicio del muelle.

Averiguado todo esto por la partida de voluntarios del comandante Souper, que en la noche retrocedió por órdenes terminantes del general Villagrán hacia Paracas, avanzó toda la división en orden por la playa el día 20, y en la tarde fue a estacionarse cómodamente en los dos pueblos.

El Coquimbo y el Chacabuco pasaron a guarnicionar la ciudad propia, y al jefe del último regimiento, el enérgico comandante Toro Herrera, fue nombrado gobernador militar de la plaza.

Pisco había sido ocupado como si hubiera sido una vasija y no una ciudad.

Establecido sólidamente el general Villagrán en Pisco, con cómodo cuartel, forrajes suficientes, pan y choclos en abundancia, se prolongó la ocupación hacia el sur marchando el coronel Amunátegui con el 4.º de línea y un escuadrón de Granaderos y 4 piezas hasta Ica, cuyo suculento pueblo ocupó el día 23 de noviembre, huyendo el prefecto Villena, como huían todos, según el interesante parte oficial que se registra en el anexo.

Por el norte, el día 21 nuestros exploradores, que ahora lo eran por vía de paseo, los señores Altamirano y Errázuriz, escoltados por un pelotón de Granaderos al mando del teniente Padilla, ocuparon a Caucato, cuyos chinos sublevados pedían, como en todas partes, venganza contra sus crueles amos.

Cuatro días más tarde salían por tierra 200 Granaderos al mando del comandante Yávar con 200 infantes del 2.º a ocupar a Chincha Alta y Baja y a Tambo de Mora, que es la caleta casera de aquel valle. El ministro de la guerra, acompañado del señor Altamirano, conducía esta expedición, mientras que en el Angamos se dirigía el comandante Vidaurre, con una sección de su cuerpo (250 hombres y 4 cañones de bronce), a tomar posesión de aquel importante desembarcadero.

Se hizo esto conjuntamente con la llegada de los Granaderos por la playa, después de haber dominado las dos poblaciones mediterráneas del valle y todas sus ricas haciendas, especialmente la de Larán. Al penetrar en las calles de Chincha Alta al amanecer del 26 de noviembre, fue tomado prisionero el célebre subprefecto de Pisco Matute, y conducido este infeliz a Pisco, se degolló con una navaja en su calabozo.

El ministro de la guerra regresó a Pisco el 29 de noviembre, dejando instalada la cabeza de nuestra línea seis leguas al norte de Pisco y diez al sur de Cañete, a cargo del cuidadoso comandante Vidaurre, y el 2 de diciembre se embarcaba con rumbo hacia Arica para acelerar la partida del segundo convoy, que ya tardaba.




ArribaAbajoCapítulo XXI

El ejército de Chile en Pisco


Cuando el ministro de la guerra en campaña se dirigía a Arica el 2 de diciembre de 1880 para acelerar la partida del pesado convoy que debía conducir el resto del ejército expedicionario sobre Lima (las divisiones Sotomayor y Lagos), avistaba el puerto de Pisco una escuadrilla de seis buques compuesta de tres vapores y sus respectivos remolques a vela. Era la brillante brigada Gana, la misma que nos abriría el camino de la victoria en Lurín y en San Juan, que llegaba de Arica, de cuyo puerto había partido el 29 de noviembre sin mayor embarazo. Venía el regimiento Esmeralda embarcado en el cómodo vapor Chile, recientemente comprado, el Buin en el transporte Dordrecht, a remolque del Huanay, y el Chillán, huérfano de su valeroso jefe el bravo Vargas Carampangue, muerto hacía poco en Tacna de violenta pulmonía, en el Matías Cousiño. El Carlos Roberto, vapor de la Compañía de Lota que había regresado de Pisco, conducía el lucido batallón Quillota, recientemente incorporado al ejército.

No había sido difícil despachar aquella segunda remesa de tropas, procurándoles equipo y especialmente aguada, a costa de las que aún quedaban aguardando su turno en los campamentos de Tacna. Y a la verdad, cuando el general Maturana en su calidad de jefe de estado mayor general, se dio cuenta del estado verdadero de las cosas, tuvo lugar de asombrarse de los casi irreparables daños que en materia de elementos de guerra habían causado los ahíncos de paz del gobierno y sus fatales aplazamientos. Sumadas las cosas y útiles que faltaban para equipar la mitad del ejército que aún no había emprendido viaje, resultó, en efecto, que hacían falta no menos de veintiséis mil piezas de todo género, según aparece del siguiente despacho que se mandó a Valparaíso por el cable, muy urgente, el 25 de noviembre, es decir, en la víspera de la salida de la brigada Gana:

«Intendencia general del ejército.

Noviembre 25 de 1880.

(De Tacna a Valparaíso).

Los 800 aparejos son indispensables. Aquí no hay donde buscarlos. Allá puede usted hacerlos comprar en Aconcagua y otros puntos. Los 300 caballos que pedí son para remonta. Si han venido 180, faltan todavía 120.

También se necesitan doscientos sables de caballería con tiros, dragonas y ganchos de bandoleras, quinientos portamosquetones, 600 sudaderos, 600 pares espuelas, 200 frenos, 200 cabezadas, 200 riendas largas, 200 cortas, 500 correas de valija, 500 de capa, 400 mantas de caballo, 1.300 dolmanes, 2.200 blusas de paño, 2.600 pantalones de paño, 3.300 calzoncillos, 1.200 camisas, 3.300 frazadas o mantas, 4.000 porta-capotes y ciento cincuenta arrieros con sus monturas. Todo es urgente lo mismo que lo pedido en telegrama de ayer y anteayer.

M. 2.º Maturana».



Pero la necesidad más apremiante de la situación y que el jefe de estado mayor se había apresurado a poner en conocimiento del gobierno, era el convoy de ochocientas mulas que a última hora se hacían absolutamente indispensables junto con sus aparejos para movilizar la mitad del ejército.

Dio lugar en el público este afanoso pedido a comentarios, ya dolorosos, ya burlescos, sobre la incuria en que se había vivido, y para darle cumplimiento, se hizo preciso andar arrebatando por los valles de Santiago, de San Felipe, Quillota y otros parajes, sus mulas de servicio a los infelices argueneros que reparten sus menestras a domicilio, además que en Aconcagua se compraron algunas piaras por el precio que sus dueños exigieron y sin regatear.

Y a la verdad, aquel auxilio aunque incompleto y tardío, fue eficacísimo, porque sin las mulas de los argueneros de Renca, que llegaron a fines de diciembre a Curayaco, el ejército no habría podido marchar ni con la mitad de sus pertrechos y recursos de aquel desembarcadero a Lurín y desde Lurín a Lima.

«He sido testigo -nos decía a este mismo propósito un inteligente oficial del estado mayor, don Fidel Urrutia en carta de Tacna, diciembre 10-, he sido testigo de la actividad desplegada por nuestros directores para la movilización de este ejército; pero los refuerzos de tropa, la remisión de armamento, vestuario y equipo, ha sido tan lento, que sólo debido a esa circunstancia, se han perdido dos meses del más precioso tiempo. Verdad es también que hemos tenido que vencer la negativa absoluta del presidente para seguir adelante, pues este señor, sólo después del fracaso de las negociaciones de paz, vino a dar su asentimiento. A pesar de esto, llevamos cuerpos mal equipados y aun hasta faltos de caramayolas; verdad es que no pasan de mil hombres los que marchan en esta condición. La falta de caramayolas tal vez alcanzáramos a suplirla con medidas adoptadas por el general Maturana, quien se ha dirigido a Antofagasta, Iquique y Pisagua a fin de que le remitan ese utensilio tan indispensable en estas localidades.

El embarque de tropas, caballos y material de guerra en Arica, se ha hecho con toda rapidez y felicidad, debido en todo al contingente de buena voluntad con que ha contribuido cada uno de los encargados de ese trabajo, vigilado por el señor ministro de la guerra en campaña. Ayer, a las 7.15 a. m., se remitieron a Arica 1.500 hombres y a las 10.40 estaban ya a bordo, habiéndose embarcado a más en el mismo día 400 caballos. Esto le dará la medida de nuestro deseo para salir de estas poblaciones.

Termino ésta esperando continuarla en Lima, si la suerte así lo quiere.

En este instante acaba de fondear en Arica el vapor del norte procedente de Chimbote; confirma la noticia de la existencia de 40.000 hombres en Lima, sin la reserva, y un número de cañones que hacen subir a 200, de distintos calibres, a más de las minas de dinamita, que las hay en abundancia.

Esperamos cartas de Lima, que inspiran más confianza que la noticia comunicada por pasajeros».



Al tocar en tierra en Arica el ministro Vergara el 4 de diciembre, encontró en consecuencia allanadas la mayor parte de aquellas dificultades de detalle, que son graves en la guerra, porque en ella todo es detalle, desde el espiral del rifle que dispara, al microscópico proyectil que mata y a la caramayola que lleva la vida del soldado.

Existían fondeados en la bahía no menos de 25 buques, por mitad de vela y a vapor, siendo de notar que el ministro, sin consulta del almirante, había hecho venir del Calla el Cochrane, dejando el bloqueo confiado sólo al Huáscar, como buque de respeto. Este acto de arbitrariedad innecesaria, dio lugar a la instantánea renuncia del almirante, arranque de hidalguía y de agravio que el patriotismo por de pronto acalló. Y de esta suerte, mientras se había dejado partir la brigada Gana sin la guarda del más pequeño barquichuelo de guerra, el último llevaría de lujosa custodia los dos acorazados y la O’Higgins. El ministro de la guerra, como en señal de reto al almirante, ordenó izar el pabellón tricolor en el Cochrane, buque que eligió para su instalación, haciendo así alarde de una insignia y de una autoridad que las ordenanzas navales no reconocían ni definían siquiera.

Prescindiendo de estas contrariedades, resultado ineludible de la repartición de mandos en el manejo de un ejército que debe ser antes que todo unipersonal, el embarque de la tercera división y parte de la segunda se hizo con felicidad, orden y rapidez en los días corridos del 9 al 15 de diciembre. El comandante Latorre secundaba al ministro de la guerra en su actividad en el muelle, al paso que el general en jefe remitía en el orden debido los cuerpos expedicionarios desde Tacna.

Cupo el puesto de preferencia en el embarque al Concepción el 9 de diciembre, y enseguida desfilaron el Santiago, el 3.º, el Aconcagua, siendo uno de los últimos el Lautaro y los cuerpos que llegaban recientemente del sur, como el Curicó y el Valparaíso.

El 15 de diciembre, cuando se cumplía un mes cabal de la partida de la división Villagrán, comenzaban a moverse en una imponente masa los veinticinco buques del último convoy; y como nada da una idea más gráfica de las emociones y episodios de tan solemne acto, los adioses de un pueblo, que aquellas impresiones recogidas al doble vaivén del alma y de la quilla por alguno de los noveles y entusiastas expedicionarios, copiamos del diario de un joven capitán del regimiento Valparaíso, que iba en la fragata Norfolk, los siguientes pasajes, que desde su llegada a Pisco nos enviara:

«A la 1:15 p. m.- Blanco disparó un cañonazo.

2 p. m.- Lamar deja su fondeadero y remolca a la barca Orcero.

2:20.- Copiapó remolca Norfolk. Amazonas deja su fondeadero.

2:25.- Paita remolca a Julia. Inmenso gentío en el Morro. Todas las bandas rompían los aires tocando Canción Nacional e himno de Yungay. En los semblantes de todo el Regimiento Valparaíso se nota la alegría y contento por ver confirmadas en un hecho sus más ardientes aspiraciones. Esto es probar que son o serán dignos de admiración, como sus émulos los batallones Valparaíso del 39 y 79.

2:28.- Luis Cousiño remolca la fragata Giusseppi Murzi.

2:35.- O’Higgins deja su fondeadero.

2:36.- Blanco dispara otro cañonazo.

2:37.- Cochrane principia a moverse.

2:38.- Deja su fondeadero y pasa por estribor de nosotros. Infinitas chalupas y botes cruzan la bahía.

2:39.- Huanay deja su fondeadero, lleva la insignia de la Cruz Roja al palo mesana, pasa por babor de toda la flota, ya formada en dos líneas. Todos los buques que están en movimiento pasan por la proa del Copiapó.

2:40.- El Cochrane a distancia de un cable pasa con su majestuoso andar por estribor de la Norfolk.

2:42.- Santa Lucía remolca a Juana.

3.- Huanay vuelve a su fondeadero y se aguanta sobre su máquina.

3:01.- Blanco iza señales y se pone al habla con el Paita.

3:02.- Se divisa el tren que parte de Arica con dirección a Tacna con un numeroso convoy de carros, tal vez conduciendo al batallón Rengo que acababa de llegar de Iquique en el Amazonas.

3:03.- Norfolk iza señales pidiendo agua.

3:08.- Copiapó silva de un modo significativo.

3:10.- Con el anteojo de a bordo diviso una gran muchedumbre en el muelle, tal vez se despiden del cuartel general. La extensa y mal resguardada bahía de Arica va quedando solitaria de buques, se ve sólo al pontón Valdivia, pintado de plomo, como un testigo que presencia la partida del convoy.

3:15.- Todos los oficiales del regimiento bailan de contento en la espléndida cubierta del buque que nos conduce al campo de la gloria.

3:41.- Se desprende un bote de estribor de la Norfolk, va el capitán en busca del vapor aguador.

4..- Blindado Cochrane iza señales, son contestadas por la O’Higgins.

4:01.- Llega el capitán a bordo precedido del vapor aguador.

4:06.- El vapor aguador llega al costado de la Norfolk y dice: ‘¡no hay agua!’.

4:30.- Pisagua remolca a Avestruz.

4:50.- Barnard Castle remolca a Lota.

5:40.- Chile se larga de su fondeadero y remolca a Humberto 1.º

5:50.- Limarí remolca a Excelsior.

5:55.- O’Higgins remolca a barca Wilhelm.

6.- Nos ponemos en movimiento rumbo SE. En este movimiento nos ponemos frente al Morro y divisamos a la población toda embanderada. Las bandas rompen los aires con la polka guerrera La Victoriosa.

6:35.- Copiapó remolcando a la Norfolk toma rumbo al O.

6:40.- Es imponente ver en este momento una flota compuesta de 22 buques en movimiento».



En medio de alegres vítores de adiós a aquella tierra de espera, simple alojamiento de una campaña hecha en carreta, y haciendo resonar el aire, cubierto de penachos de humo, los parches y los bronces de las bandas, junto con los estridentes silbidos del vapor, se lanzó a la mar el convoy, alumbrado por espléndida luna, como el primero, y una vez acollarado con sus remolques avanzó hacia el oeste, con mar tranquila pero boba, en el orden siguiente:

El general en jefe se había embarcado en el Chile a las 2 de la tarde con el cuartel general, y es fama que al imprimir la máquina su primer vuelco al barco que partía, exclamó aquél sin rebozo: «Al fin se acabó el telégrafo... Ahora mando yo!». Tal había sido la anómala, extraña y casi inverosímil tutela en que se había mantenido para las cosas más simples y no necesitadas de consulta, al general en jefe que sin ayuda de nadie, excepto de su ejército, había dado a la república tres de sus más gloriosas victorias.

Iban embarcados ahora en el tercer convoy tres generales, un vicealmirante, un ministro de la guerra en campaña, un intendente general (cada cual en buque aparte), 94 jefes, 621 oficiales y 12.784 soldados, unos catorce mil hombres, contando con el servicio sanitario que navegaba también en buque separado (el Paquete del Maule).

Conducía también el convoy los parques divisionarios del ejército y el parque general (unos doce mil bultos con nueve millones de tiros de fusil) y además 1.475 caballos y 420 mulas. Un buen número de éstas había llegado en la fragata Otto, fletada por la activa intendencia general de Valparaíso, y pertenecía a la misma prorrata callejera de los primeros días de diciembre, operación de guerra que hizo encarecer las frutillas de Renca por falta de vehículo...

Con la blandura del clima que es propia del mar del sur en sus trópicos, desde que el viento de su nombre, que es recio en las costas de Chile y allá lánguido y tibio, se desata de sus cavernas del polo, se hizo aquella tercera navegación tan tranquila, rápida y feliz como las dos primeras.

El 16 y el 17 hubo una mar boba que mareó la gente; pero en la tarde del último día, el viento enderezó las quillas, y la alegría, las músicas y los bailes se improvisaron sobre todos los puentes. El bravo Dardignac, que iba en el Santa Lucía con su cuerpo (el Caupolicán) hombre de salón, de guerra y de todo, no soltaba la vihuela, cantando ya plañideras coplas, ya cantos y bailes nacionales, como el capitán Ibáñez en el primer convoy. Ambos iban a morir...

«Nuestro hermoso convoy -decía uno de sus tripulantes instalado en el Cochrane- continúa hoy día 18 de diciembre en mar y cielo favorables. Sopla una ligera brisa que apenas alcanza a hinchar las velas de los transportes, y los cascos de las naves se destacan en un horizonte claro y despejado.

¡Qué días, qué noches son las de esta benigna región y en estas circunstancias!

Antenoche paseaba el Cochrane los vivos torrentes de su aparato eléctrico, y era hermoso el efecto que hacían los buques, el mar y el cielo envueltos en la combinación fantástica de la luz artificial con los suaves fulgores de la luna de los trópicos.

Y bajo este velo de poesía y de encantado silencio, ¡cuánta fuerza varonil, cuánto esfuerzo poderoso de una nación, cuánta maravilla de previsión, vigilancia y organización, cuánta y cuán activa vida en los espíritus y en los corazones!

Muchos son, sin duda, en esta ciudad flotante de quince mil hombres, los que van acercándose a la interesante capital peruana con el pecho lleno y agitado exclusivamente por las impresiones del peligro, de la ira, del deber y de la esperanza de un momento; pero la solemnidad histórica de estos días se impone irresistiblemente a toda alma capaz de sentir y de recordar, y forma en honor nuestro como una segunda atmósfera que conservará sus colores y su brillo al través de los siglos».



A las cuatro de la tarde de ese mismo día (18 de diciembre) se adelantaron como, en el caso del primer convoy, los buques ligeros de la escuadra, la O’Higgins, el Chile, el Paita y el Amazonas, y a las once de aquella noche echaban sus anclas en la rada de Pisco. El Cochrane los había precedido algunas horas, y se encontraba en su fondeadero desde las cuatro y media de la tarde. Al día siguiente, muy de madrugada, toda la flota penetraba por el boquerón de San Julián, después de una noche fresca hasta ser helada, y se dirigía a formarse delante de Pisco para desde allí emprender en aquel mismo día o el siguiente la última jornada.

A esas horas y un mes justo después del arribo de la primera expedición al puerto en que San Martín desembarcara hacía sesenta años con cuatro mil aliados, veinticinco mil chilenos alistaban sus armas para llevar el castigo y la victoria, por la tercera vez en un siglo, a la insensata y provocadora capital de sus más irreconciliables y antiguos enemigos.




ArribaAbajoCapítulo XXII

El ejército de Chile en Curayaco


Graves sino inesperadas desazones aguardaban al general en jefe al llegar a Pisco con el tercer convoy del ejército que comandaba en la madrugada del 19 de diciembre de 1880.

Había sido punto convenido y ordenado de su plan de operaciones, inciertas todavía en gran manera, que en la víspera o antevíspera de su partida de Arica con la mitad del ejército, la división Villagrán, acantonada en Pisco desde hacía un mes, se movería por tierra hacia Chilca, puerto señalado, aunque no de una manera absoluta, para el desembarco general, situado diez leguas al sur de Lima y el Callao.

En consecuencia, el general Villagrán debía haber emprendido su marcha por el pesado camino de la costa el 13 de diciembre, a fin de encontrarse, después de quince o veinte esforzadas jornadas por los médanos en la playa de Chilca y hallarse así en aptitud de sostener el desembarco total del ejército.

Semejante medida no correspondía a la verdad a ningún propósito eficaz de estrategia, porque desde que teníamos el dominio absoluto del Pacífico y de todas sus caletas, hasta el Callao, como lo probaba el bloqueo, y hasta Paita, según lo había demostrado la expedición Lynch, no se presentaba ninguna razón suficientemente autorizada de estrategia que aconsejara hacer marchar fatigosamente por el desierto 8.500 hombres, un verdadero ejército de las tres armas, para ocurrir al desembarco y desfile de otro ejército.

En diverso sentido, era evidente que los peruanos fiaban toda su defensa a sus reductos en torno a Lima; y si en un largo mes, después del torpe y cobarde desamparo de Pisco y de su rica comarca, no habían tomado el campo contra una sola división repartida en las treinta leguas que corren de Tambo de Mora a Ica, ¿emprenderían ahora la menor agresión contra todo el ejército reunido en un solo puerto al abrigo de sus naves?

Era evidente que no.

Y, por consiguiente, aquella marcha impuesta a la 1.ª división por un territorio inclemente, sin aguadas, sin recursos, excepto en el valle intermedio de Cañete, y expuesta a continuos asaltos de montoneras, era sólo un lujo costoso de precaución militar, según el hecho lo dejó enseguida demostrado a costa de las fatigas del pobre soldado, jinete e infante. En todo caso habría sido sobrado que un regimiento de caballería, con unos cuantos fusileros a la grupa y un pequeño transporte a la vista hubieran ejecutado aquella operación, siguiendo el camino de la playa.

Mas no porque estas reflexiones sean evidentes, debe entenderse en la rígida compaginación de la milicia y de la historia que tal movimiento no debió ejecutarse desde que estaba ordenado y convenido. Todo lo contrario. Mayores que hubieran sido los obstáculos, deber obvio del comandante general de la primera división era haber obedecido sin vacilar, porque esa es ley ineludible de la guerra. Y si bien es cierto que el general Villagrán comenzó a ejecutar su movimiento adelantando desde Pisco la brigada Lynch el día convenido, que fue el 13 de diciembre, es también notorio que se sometió a este orden con desembozado desabrimiento, declarando que aquella marcha era un absurdo, y aun dejando una protesta escrita por los fracasos que su sumisión pudiera acarrear a sus fuerzas.

Por manera que si hubo culpa militar en el general Villagrán (y en nuestro concepto la hubo, por más que participemos de su opinión sobre aquel movimiento), no fue obra de desobediencia, como se ha dicho, sino de mala voluntad, o según es más exacto decir, del secreto antagonismo que en su pecho existía desde antiguo contra el general Baquedano, por amargas querellas de preeminencia y de oficio que estallaron entre uno y otro durante la administración Errázuriz, parcial en todo al último. Y aquella divergencia de posiciones y de miras que debería producir uno de los más penosos incidentes de la campaña, cual era un asomo de discordia a la vista del enemigo, no fue en el fondo de las cosas humanas sino el resultado lógico e imposible de evitar del atolondramiento (si es que no militaban peores y secretos propósitos), con que se había rodeado a última hora al general en jefe de un grupo de oficiales de alta graduación, que él no sólo no había solicitado, sino que con militar franqueza declaró no necesitar para su último esfuerzo. El general Baquedano acostumbraba decir sin reserva que con «sus coroneles» tenía de sobra para tomar a Lima. Y tal era la verdad y fue el resultado.

De todas maneras, dio muestras de viva contrariedad e irritación de ánimo el general en jefe al tener conocimiento en la rada de Pisco de lo que ocurría, y poco más tarde escribió al gobierno un despacho haciéndole saber que aquella circunstancia le obligaba a modificar su plan de operaciones. En consecuencia, y como la brigada Lynch se había ya movido, y ese mismo día debía hallarse por Cañete, ordenó al general Villagrán telegráficamente, contramarchase desde Tambo de Mora a Pisco por tierra con la brigada Amunátegui, y mientras esto se verificaba, recibía a bordo de sus buques durante el día 19 y parte del 20 la brigada Gana que pertenecía a la 2.ª división y la completaba.

A las 2 p. m. del último día se hallaba terminada esta operación, y al ponerse en franquía la escuadra por la tarde del 20, avistaron por el boquerón de San Gallán los humos del transporte Itata que llegaba conduciendo directamente de Valparaíso el primer regimiento de artillería a las órdenes del comandante don Carlos Wood y desde Arica el batallón Melipilla, comandante Balmaceda.

Con este refuerzo, el ejército expedicionario sobre Lima subía a 26 mil hombres efectivos, y el que ahora se dirigía al puerto vecino de Chilca, navegación lenta de una noche, constaba de 19 mil soldados de las tres armas embarcados en treinta y cuatro transportes que navegaban majestuosamente al norte, desde las siete de una noche diáfana, víspera del día en que la luz alcanza mayor duración en el estío, y en la forma siguiente:

De madrugada al día siguiente, 21 de diciembre, se hallaba aquella flota cuyas quillas y cuyos humos los expedicionarios no podían menos de contar y recontar con orgullo desde su borda, a la vista de los pardos farellones de Chilca, en una costa profundamente desgarrada, llena de caletas más o menos seguras, y que en aquellas horas la bruma matinal envolvía en propicio manto de confianza y de reposo.

«A las diez de la mañana -refiere a su diario el corresponsal del Mercurio de Valparaíso, en carta de Chilca de aquel día- aclaró el horizonte, y se dejó ver a nuestra izquierda un grupo de cerros de variadas formas, que bajan, en partes, en suave pendiente hasta el mar, formando una especie de anfiteatro. Uno de los más avanzados morros es la isla de Chilca, tras de la cual se halla el puerto, pequeño pero abrigado y cómodo.

La soledad y el silencio reinan en toda la comarca, algunos creen divisar en los cerros uno que otro fugitivo.

El Blanco, seguido de los buques de guerra con sus remolques, llegan al frente del puerto y echan sus botes al mar con el objeto de rastrear en busca de torpedos.

Los demás buques van arribando uno tras otro y aguantándose sobre las máquinas, a alguna distancia».



A mediodía en punto toda la escuadra echaba sus anclas frente a Chilca, después de haber explorado el Blanco y sus consortes de guerra el puerto y sus inmediaciones. Al mismo tiempo, y por indicaciones de un pescador italiano llamado Agustín Raineri, natural de Milán, y antiguo marinero del Tibre, que hacía dos meses había salido de Chilca en circunstancias singulares de que más adelante daremos noticia, el Cochrane se adelantó a reconocer las pequeñas bahías gemelas de la Chilca que se extienden en un espacio de diez a quince millas hasta dar frente, por el norte, cerca de los islotes llamados de Pachacamac, al valle de Lurín. Esas caletas se llaman sucesivamente Cruz de palo, Cruz de hueso, Curayaco (que en indio querría decir corral de piedra) y por último una pequeña ensenada que por su oficio denominan los lugareños «caleta de pescadores», junto a la boca del río Lurín.

Mucho se ha hablado y aun levantado la voz con vanagloria sobre los exploradores que «descubrieron» aquellas caletas, como si éstas no hubiesen existido a la vista y en las cartas y en el continente, probablemente desde la formación del mundo y en noticia de todos los navegantes y pescadores que en ellas desde edades inmemoriales traficaban o vivían.

Mientras el Cochrane hacía aquel sencillo reconocimiento hacia las caletillas del norte, al caer la tarde desembarcaba en Chilca el infatigable comandante Stuven, vanguardia del ejército, acompañado del animoso corresponsal del Ferrocarril don Eduardo Hempel, y seguidos de un piquete de 25 hombres del Bulnes, estos gendarmes del ejército, que al mando del teniente Bravos eran escolta de aquéllos echaron a la playa como en tierra amiga un rato más tarde, fueron a tomarse el pueblo de Chilca, por el estilo que el primero se había tomado todos los de Lambayeque y Pueblo Nuevo, a título no de ingeniero sino de «general inglés».

Entre tanto el Cochrane, llevando a su bordo al ministro de la guerra, había adelantado su reconocimiento hasta la boca del río de Lurín, sin distinguir, como Stuven, ni rastro del enemigo, ni una carpa, ni una mula, ni un humo.

«Al fin -dice una relación prolija de aquellas operaciones de mar-, después que cruzan varias veces los botes entre el Cochrane y el Blanco y que el almirante va en persona a conferenciar con el ministro, el Cochrane avanza a la 1 p. m. hacia el norte, en dirección al grupo de las islas de Pachacamac, medio perdidas todavía en la neblina.

La lancha a vapor del Blanco se hace cargo del reconocimiento de las caletas.

A las 5 p. m. se halla de nuevo el Cochrane en su fondeadero.

Del resultado del reconocimiento, se ha podido averiguar hasta aquí, con seguridad, lo siguiente:

El Lurín desemboca frente al grupo pintoresco de las islas de Pachacamac; entre éstas y el continente hay espacio y fondo suficientes para los buques, y en días buenos, es posible desembarcar en la playa abierta.

El valle no puede tener, hasta donde alcanza la vista, menos de 2.500 a 3.000 metros de anchura; ostenta abundante y lozana vegetación; y es formado al norte y al sur por alturas que van subiendo de la ribera, en la misma forma anfiteatral que hemos observado desde Chilca, y que quedan bajo los fuegos de la escuadra.

Entre grupos de árboles, asoman en el fondo del valle y en las faldas de las colinas que lo cierran por el sur, edificios de haciendas y del pueblo de San Pedro de Lurín, y a lo lejos, río arriba, aparece entre la niebla un cerrito oscuro en forma de cono.

En toda la comarca no se han descubierto enemigos, y en cuanto ha sido posible apreciar habría sido inútil cualquiera tentativa para impedirnos el acceso al río.

Las posiciones que hubiera podido ocupar el ejército peruano, cerca del mar, habrían quedado expuestas a ser evitadas o envueltas por el interior del valle y flanqueadas a la izquierda por la escuadra.

Este reconocimiento ha tenido por primera y más importante consecuencia el abandono del propósito de efectuar el desembarco por el norte.

La marcha por el sur es más larga y obligará al ejército a maniobrar cuidadosamente para ocupar las líneas de ataque contra la ciudad; en cambio, vemos el camino expedito y franco ante nosotros y tendremos tiempo para concentrar las fuerzas y organizar el avance.

Así, pues, adelante por Lurín, llevando al frente la caballería a fin de encubrir nuestros movimientos y observar los del enemigo y oblicuando firmemente sobre la derecha hasta llegar a la altura del norte de Lima y cortar al dictador los caminos de la retirada.

¡Adelante!

Un cañonazo que el Blanco disparará mañana a las 4 a. m. será para los buques del convoy la señal de abandonar el fondeadero y de dirigirse a la Cruz de Palo y Curayaco, en donde tendrá lugar el desembarque».



Todo esto había tenido lugar el 21 de diciembre, frente a la costa de Chilca, y a la vista de Lurín, es decir, frente a Lima, el día 21 de diciembre, y era notoria a todos la vacilación de los ánimos a bordo, porque, según antes dijimos, no había ni podía haber un plan definitivo de desembarco y de campaña acordado de antemano.

Chilca había sido señalado por el general en jefe desde el mes de julio como el objetivo más cercano de aquella evolución y este mismo itinerario marcaba en su croquis el estado mayor que presidía el general Maturana.

Pero se hablaba también de Ancón, y aun se dijo que en aquel día el ministro de la guerra había insinuado la conveniencia de dirigirse en demanda de aquel desembarcadero, lo cual era sencillísimo. Sin embargo, semejante maniobra habría dejado aislada la brigada Lynch que avanzaba lentamente por tierra, al paso que descubría de lleno la flaqueza estratégica de la operación terrestre que se había encomendado al general Villagrán y que éste por fortuna había sólo cumplido en parte.

Resuelto ahora a firme el desembarco en las caletas meridionales del departamento de Lima con el propósito inminente y esencialísimo de tomar posesión del hermoso valle de Lurín y allí concentrar y reorganizar el ejército para las jornadas definitivas, comenzó el desembarco en la caleta de Curayaco, no sin los tropiezos que el cambio continuo de los transportes en su itinerario y en su posición debía originar. Había cabido a la brigada Gana, como a la más descansada del mar, el honor de desembarcar la primera y marchar inmediatamente a posesionarse de Lurín que distaba de aquella caleta de tres a cuatro leguas de camino pesado y medanoso.

«La nave almiranta -dice la relación que hemos venido citando en el presente capítulo- apareció, cuando hubo luz el día 22, fondeada frente a Curayaco, y los buques del convoy que se hallaban agrupados más al sur, frente a Chilca, se encontraban entregados a la sola inspiración del buen sentido de sus capitanes y tripulantes.

Poco a poco, avanzan en dirección al Blanco y las caletas del norte.

A las 8:30 a. m., el grupo se encuentra al frente de la Cruz de Palo.

Durante algún tiempo, buques y embarcaciones menores bogan un poco desorientadas; pero el orden se establece al fin, y a las 8:30 se desprende de la Magallanes la primera lanchada del regimiento Chillán.

Continúa desembarcando tropa del Esmeralda, del Abtao y la Elena, chillanejos de la Magallanes y el Angamos y algunos buines de la Inspector.

Estas fuerzas pertenecen a la brigada del coronel Gana (1.ª de la 2.ª división).

La caballería de esta misma división comienza a salir de la Excelsior y de la Orcero.

No mucho después de las 10 a. m. se ven formando sus compañías sobre un elevado faldeo al Chillán y al Esmeralda.

A mediodía avanzan estos cuerpos por el camino que conduce al norte sobre la primera corrida de bajas colinas, presentándose a trechos y desapareciendo a trechos a nuestra vista. En la caleta de Curayaco se detienen y establecen su campamento, del cual se dirigen a la playa y a los cerros inmediatos enjambres de soldados.

Estos movimientos lo mismo que los de la bahía, son observados desde las alturas que cierran por el sur el valle de Lurín por una avanzada enemiga, que se mantiene en ese punto hasta puestas de sol, hora en que marcha en esa dirección el primer piquete de Cazadores a Caballo.

En la segunda parte del día, se interrumpe el desembarque de la brigada Gana, porque faltan al Buin algunas caramayolas, que se le distribuirán a bordo, y bajará el 3.º de línea entero y parte del Lautaro, regimientos que pertenecen a la brigada Barbosa.

Viene la noche quedando en tierra unos 3.500 hombres de infantería y más de 100 jinetes».



No era en manera alguna escaso el número de soldados echados aquel día a tierra, visto que todos los que desembarcaban tenían que desfilar por una tabla; y éstos a la verdad sobraban para cualquier emergencia de aquel día. Mas atribuyendo falta al almirante en este servicio, el ministro de la guerra, que no daba pruebas de prudencia y parecía ya carta de más en aquel juego, le envió una nota de reconvención que ahondó sin justicia los recelos y las divisiones. El ministro Vergara había prestado indudablemente servicios señalados a la campaña, pero desde que el ejército iba a entrar en operaciones puramente militares, que necesitaban la más absoluta unidad y responsabilidad de dirección, su puesto evidentemente no era aquél, y él mismo tuvo ocasión de conocerlo así prácticamente más tarde.

En Arica, como intermediario entre el gobierno y el ejército, su desempeño habría sido más útil, más alto y evidentemente más conforme a su estatuto. En ningún país del mundo los ministros de la guerra hacen campañas, y esta innovación ha sido una singular costumbre y aberración constante del sistema militar de Chile durante la última guerra. Por lo demás, la acusación de morosidad contra el almirante era completamente injusta, porque dadas las condiciones naturales y náuticas del desembarcadero, no era posible haber hecho más; y si habían ocurrido entorpecimientos inesperados como el no desembarco del Buin, a causa de no llevar caramayolas suficientes, no era ciertamente al jefe de la marina a quien semejante responsabilidad cabía.

Entre tanto, aquella misma noche el coronel Gana formó su valiente brigada en una loma fuera del alcance del puerto y en un compacto cuadro, porque no se sabía a punto fijo si el enemigo se hallaba o no en fuerza en Lurín, como la más vulgar previsión lo habría hecho esperar. La verdad era, entre tanto, que los peruanos nos habían cedido sin disparar un fusilazo el valle de Lurín, que era posición formidable contra un ejército que llegaba sediento, como nos habían cedido antes el ferrocarril y las aguadas de Pisagua al desembarcar en Tarapacá y como nos habían cedido el ferrocarril de Moquegua y el delicioso valle de Ilo al desembarcar en Pacocha... Ilusión fantástica de la esperanza parecía aquel don, pero era entre tanto la realidad del miedo, de la incuria, de la decadencia visible de una nación que iba cayendo en escombros bajo la tosca suela de las botas amarillas de nuestros soldados.

Al regimiento Buin, había reemplazado en el desembarco el regimiento 3.º, no menos famoso y eficaz, y es preciso no echar en olvido la causa de este cambio a la vista del enemigo: la falta de caramayolas en aquel cuerpo que era considerado sin embargo como de preferencia... ¿Cuál sería la condición de los otros?

Vigilante y sin apearse del caballo pasó aquella noche el coronel Gana, que era novicio en las peripecias de la guerra, más no en su arte como antiguo alumno de Metz y jefe del cuerpo de ingenieros. Lo rodeaban sus tres jefes divisionarios: Gutiérrez del 3.º, Holley del Esmeralda y Guíñez del Chillán. Cien cazadores habían marchado adelante llevando la descubierta, al mando del mayor don José Francisco Vargas, acompañado este del comandante Letelier.

Aunque no tenía órdenes muy precisas, el comandante general de la 1.ª brigada de la segunda división, en ausencia de su jefe superior (el general Sotomayor), que aún no había desembarcado, creyó prudente levantar su campo a la una de la noche y marchar cautelosamente sobre Lurín, siguiendo en la oscuridad la línea de los postes del telégrafo.

Al amanecer, el mayor Vargas le envió aviso de que se avistaban enemigos y con esto redobló su marcha. Pero era sólo la guerrilla de la zona de Lurín que mandaba el «cholo Miranda», un verdadero palangana de Lima, que después de hacer disparar a su gente sus carabinas a largo tiro de cañón (a tres mil metros), torció bridas y galopando por la Tablada fue a rematar su caballo junto a la tienda de «su patrón» y jefe el dictador, a la sazón en «Villa», que para el caso debió tener la agregación de «Diego»... Probablemente el cholo de Lima iba en busca de su «Chepita».

En consecuencia, a las 9 de la mañana del 23 de diciembre el coronel Gana se posesionaba tranquilamente de Lurín, donde no encontró sino unos pocos chinos libertos de las haciendas allí vecinas. El alférez Harrington, de Cazadores a caballo, soldado voluntario del Cabo de Buena Esperanza, persiguió buen trecho con su mitad al alígero señor feudal de la zona militar de Lurín.

Al mismo tiempo que recibiera el aviso del mayor Vargas sobre la posibilidad de una resistencia, que era tan natural suponer en las escarpadas riberas del río, si más no fuese para prolongar la punzante sed del invasor, la transmitió al coronel Gana al cuartel general por vía de precaución. Y cuando esta vaga noticia, traída a galope tendido por el bizarro cirujano Llausás, que pagó algo más tarde el tributo de su noble y juvenil vida a sus fatigas, llegó a Curayaco, se suscitó extraño alboroto y ansiedad en el campamento. Comenzó a decirse que la brigada Gana, que a esas horas almorzaba los toros bravos de Miranda cazados a bala y exquisitas cazuelas en los gallineros de Lurín, había sido temerariamente comprometida, y el general Sotomayor partió a escape con refuerzos, solicitando el inmediato envío de cañones. Nuestros jefes no acababan de conocer todavía a los peruanos.

Continuaba, entre tanto, en Curayaco el desembarco con mayor actividad durante todo el día 23, y en los subsiguientes del 24, 25 y 26, y a medida que los cuerpos descendían a tierra eran despachados con más que regular premura y poco rancho hacia Lurín. Toda la artillería de campaña quedaba a bordo.

El 23 por la noche marchó hacia el interior el regimiento Curicó desembarcado en esa tarde, pero extraviado en la oscuridad, y como si todavía se hallase sometido a la influencia del mareo, describió un círculo en redondo, de suerte que cuando creía su jefe descender al oasis de Lurín notó con asombro al segundo día que había regresado a Curayaco...

El 24, víspera de Navidad, desembarcaron el regimiento Valparaíso y los batallones Naval, Bulnes, Victoria y Caupolicán, así como los arrieros y sus mulas para el acarreo de víveres, y el 25, día de íntimas alegrías y recuerdos, el cuartel general y la mayor parte del ejército celebraba las memorias de la patria ausente en el pintoresco valle y caserío que su incansable buena estrella les había deparado. Sin metáfora había podido decirse que la estrella de los reyes magos conducía a los chilenos a la ciudad de los reyes.

Y, en efecto, en ese mismo día hacia la una de la tarde desfilaba por delante de las arboledas de Lurín, montada en abigarrada caravana de asnos, a la manera de los peregrinos de la Tierra Santa, una muchedumbre de gente que apenas dejaba ver por entre el denso polvo que les cubría sus arreos militares. Era la cabeza de la división Lynch, que después de una marcha de doce días (del 13 al 25 de diciembre) llegaba de Pisco, habiendo recorrido sin mayores contratiempos, pero con innecesarias fatigas un desierto de más de 30 leguas a lo largo de la costa.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

La marcha del Príncipe rojo de Pisco a Lima


Forma la distancia de 50 leguas que separa los valles de Pisco y de Lurín un árido desierto de arenas muertas, que el viento arrastra lentamente describiendo montículos de caprichosa forma llamados médanos. Fue en uno de éstos, un poco al sur de Pisco, donde naufragó en 1823 el escuadrón de Granaderos a caballo que el coronel Lavalle salvó de la rota de Torata, y todavía las osamentas de sus jinetes señalan al viajero su fatal itinerario.

En el primer tercio del camino se encuentra el valle de Cañete, doce leguas peruanas distante del de Pisco, y enseguida más hacia Lima, los oasis más bien que valles de Asia y Mala, donde don Francisco Pizarro tuvo su célebre conferencia de engaño con el incauto y generoso Almagro. En estos dos últimos lugarejos sus escasos pero pacíficos habitantes viven de sus sembradíos cuando el agua de la sierra llega hasta sus páramos. Son terrenos de temporada y de chacarería, y hace cuarenta años vivía ahí en humilde condición de albergador de viajeros un tío del general en jefe del ejército chileno, y que si nuestra memoria no nos es esta vez infiel, tuvo su propio nombre.

Más allá de esos parajes se dilatan las montuosas haciendas de secano, pobladas de bosques de árboles espinosos, como la antigua Colina en Chile, llamadas de Retes y Bujama, famosas por sus toros bravos del Acho émulos de los que el «cholo Miranda» trajera de los cálidos valles toledanos que el Tajo riega y encoleriza.

Pasa el viajero desde allí a las lomas medanosas de Chilca, villa situada en una hondonada pero que tiene hermosa iglesia, en otros años opulenta en joyas y hoy en harapos, y un poco más hacia el norte, siempre por camino enjuto, agrio y penoso, se desciende al valle de Lurín, que reverdece de caña y alfalfa, de menestras y camotales.

«La travesía de Chilca a Cañete -decía el propio autor de este libro, haciendo en la hora oportuna el resumen de las marchas que iba a emprender infructuosamente, a su sentir, parte del ejército-, travesía que nosotros hemos recorrido en un esforzado día a caballo, es penosa, pero es comparativamente corta y llevadera. Por el contrario, la de Cañete a Lima es prolongadísima, abrumadora, y si no fuera emprendida contra peruanos podría ser hasta peligrosa para las columnas que marchan por la ardiente arena, agobiadas con el peso del fusil, del morral, del abrigo y de la caramayola, que es preciso rellenar a cada etapa, sin saber en dónde. Lo único que refrescará al soldado en esa dura travesía es la proximidad del mar y la vista constante de los transportes en que más felices compañeros adelantarán alegres sus cómodas jornadas.

Encontrarán los expedicionarios de la división Villagrán, su primer refrigerio contra la sed y el calor después de abandonar los caseríos civilizados de Cañete, en el valle de Asia, oasis de temporada, cuyos escasos habitantes han podido seguramente en la presente estación, a causa de la abundancia excepcional de las aguas, cultivar sus chacras de camotes, de zapallos dulces y de yucas en más que regular acopio. Como de costumbre, el enemigo, que ha podido talar el campo hasta reducirlo a pavesa delante del invasor, lo habrá dejado también intacto. Por todos caminos, después de una esforzada marcha de cinco leguas peruanas, el ejército chileno habrá encontrado en Asia un poco de agua para reponer sus caramayolas y sus estanques de hierro, si el general Villagrán ha logrado llevar éstos consigo. Por lo demás, Asia no es un emporio, sino un pobre aduar de indios labradores, que viven de las clemencias del cielo cuando en la sierra llueve y ‘corren las quebradas’. Cuando esto no sucede, la mayor parte de los habitantes emigran a Cañete, ‘tierra de promisión’.

Entre Asia y Cañete existe, en un desfiladero que el mar corta a pico, un cerro arenoso, y de los flancos de éste ruedan galgas enormes. Es éste el célebre Malpaso, terror de los viajeros. Lo atravesó en noche de densa oscuridad un viajero chileno que había salido de Asia con los huesos molidos de cansancio a la una de la mañana, y cuenta él que en silenciosa caravana y junto a una dama que, como todas las peruanas, dignas descendientes en esto de las amazonas que descubrió Orellana, iba jinete a horcajadas, cual los hombres, en brioso palafrén de sutil paso, y platicando las cansadas horas de la noche, como Ercilla y sus castellanos cuando les contaba en Arauco la historia y el dolor de Dido, le dijo aquélla:

-Si hubiera luz no iría usted tan sereno. La mar ha cortado todo el cerro que llevamos al costado, dejando grandes trozos volados de donde solas se desprenden grandes piedras que matan a los animales y también a los pasajeros, siendo todo el espacio que hemos andado del aspecto más horrible».



Otras cinco leguas peruanas (cerca de siete de las nuestras) han conducido a los chilenos al valle de Mala, que no es malo, sino al contrario, un paraje encantador en que los habitantes descansan de sus menudos afanes de labranza a la sombra de verdaderos bosques de naranjos y limoneros. Mala es una especie de Chincha en miniatura, pero en tan reducidas proporciones que bien pudiera caber todo su panorama dentro de la tela de un cuadro de cortas dimensiones o en el foco opaco de una máquina fotográfica. Antes dijimos que allí viviera un tío legítimo del general en jefe de nuestro ejército que se enamoró de aquellas sombras, y puso, en medio de la genial incuria, un pequeño negocio de que vivía auxiliado por la azúcar de Montalván. Su paisano y su huésped de alojamiento, el general O’Higgins, le vendía ésta con buena cuenta o a su paso se la obsequiaba.

Andando en lo montado y en buena mula de paso se llega en tres horas de Asia a Mala.

Las jornadas de Asia y de Mala serán, a pesar de todo, las menos duras y las más socorridas para nuestro ejército, porque en el último de aquellos valles comienzan propiamente las arenas muertas que los vientos furiosos, las paracas del estío, arrancan a los médanos y van esparciendo en blandas y sueltas fajas por todo el trayecto hasta la caleta de Chilca y enseguida hasta el angosto valle de Lurín, y más allá hasta el Morro Solar, a cuyo pie septentrional está Chorrillos, comenzando allí mismo la planicie y el cultivo del valle del Rimac.

Chilca no es, como Asia, un sembradío, ni como Mala un oloroso y fresco bosquecillo, sino una mísera caleta de pescadores, y un poco más hacia la tierra una aldea de tejedores de sombreros y de cigarreras, que vive de esta renombrada industria, cultivando el fino esparto en enjutos, reducidos y salobres lagunatos. La caleta es abrigada pero reducida, y Piérola ha pretendido fortificarla para darnos el placer y la ventaja de un pequeño Pisagua. La aldea o ranchería de los indios tejedores dista unas pocas cuadras de la lengua del agua, y todos los viajeros que por allí para su mal han transitado están de acuerdo en declarar que en ninguna parte del mundo han visto un lugar más miserable: «wretched village» la llama Stchudi en sus viajes (página 228): «aldea miserable que no tiene nada, absolutamente nada, de lo que es capaz de suministrar el sustento y la existencia al hombre».

Y, sin embargo, otro viajero asegura que, gracias al paciente tejido de sombreros de pita y de cigarreras labradas y de colores gayos, los chilcanos llegaron a disfrutar antes de la independencia de una magnífica iglesia, con costo de 300.000 pesos, y un hospicio generosamente servido por ellos mismos. Es fama que en este último se daba sustento al viajero y forraje para su bestia, pero con la precisa condición de que el transeúnte no se detendría jamás en sus tierras más de doce horas.

Se atribuía esta singular limitación de hospitalidad a los celos de aquellos indios selváticos, ocupados de entretejerse entre sí, y logrando así mantener pura su raza y al propio tiempo conservar el monopolio de la red y los sombreros. Todo lo que ha cambiado desde la independencia acá es el culto del santuario, porque, al decir de los trajinantes modernos, donde los chilenos tenían antes a la Virgen han puesto hoy la irreverente efigie del dios Caco.

Se añadía a estas dificultades naturales la posibilidad de encontrar una resistencia de asaltos y emboscadas en todo el largo del trayecto, especialmente en los lugares boscosos como el de Hervay bajo, en el paso del río de Cañete, famoso por su fortaleza incásica que lo domina, en los callejones de las haciendas de caña o en los bosques espinosos de Bujama. Pero los peruanos, siempre ineptos y siempre pusilánimes, se habían limitado a destacar hacia Cañete desde Villa el regimiento de caballería Cazadores del Rimac, que Piérola había hecho descender de los valles de Lambayeque en los primeros días de su dictadura, y lo confiaba ahora al coronel de caballería don José Sevilla, jefe que pasaba, como Zamudio, por esforzado. Una guerrilla de cien infantes montados al mando del coronel Arciniega, se le agregó en Cañete, al paso que otra montonera al mando del guerrillero Celestino Conde, merodeaba por los vallejos de Asia, Mala y Bujama.

La parte más angustiosa de aquella larga travesía iba a ser, tratándose, no de la marcha de simple viajero, sino de una columna pesada, la que se extiende desde Tambo de Mora a Cañete, porque en aquel páramo no existía sino un escaso bebedero en el sitio llamado el Jagüey, a pocos metros de la playa y bajo un grupo de elegantes palmeras, reinas del oasis y de sus copas de verde follaje.

Sin embargo, desde que los chilenos se posesionaron de Pisco y de sus valles ribereños, una guardia de veinticinco Granaderos, a cargo del alférez Daroch, custodiaba aquel tesoro y lo ponía a cubierto de las infames maquinaciones que se habían descubierto a los peruanos. Oportunamente llegó también allí, por orden del general Villagrán, el patriota, inteligente y abnegado voluntario don Arturo Villarroel, renombrado más tarde con el título de «General Dinamita»; y ayudado este infatigable gastador del desierto por unos cuantos chinos, ensanchó aquella vertiente hasta convertirla en un espacioso bebedero de 14 metros de largo por una vara de profundidad, «un hermoso baño de natación», según él mismo nos decía.

Contando con este poderoso auxilio y deslindadas ciertas dificultades que agriaron los ánimos de algunos jefes de la primera brigada contra el coronel Lynch que la mandaba, éste último diligente capitán, denominado a su vez por la actividad de sus marchas el «Príncipe Rojo» de la guerra en el Perú, se puso en marcha desde Tambo de Mora el 16 de diciembre, habiendo dejado a Pisco el 13, según estaba acordado.

Dividió el coronel Lynch diestramente su columna en dos trozos, y con una jornada de intervalo la hizo marchar, poniéndose él a la cabeza de la primera mitad, compuesta de los Granaderos de Yávar, que iban a la vanguardia, de la Artillería de Marina, regimiento que andaba suelto, sin pertenecer a división determinada, del 2.º de línea, del Talca y de una sección de artillería.

La segunda porción venía confiada al coronel Martínez y se componía del Atacama y del Colchagua.

Eran en todo unos cinco mil hombres, y su orden fijo de marcha fue el siguiente, advirtiéndose que sólo se andaba con la fresca y descansando veinte minutos por cada hora de avance. Entrando más en el pormenor de aquellas duras jornadas, adelante de todos iba el general «Dinamita» con su legión asiática llamada «de Vulcano», porque era la que desenterraba las minas y los torpedos; enseguida los Granaderos apoyados por 25 fusileros del 2.º al mando del subteniente don Filomeno Barahona; en pos la artillería de campaña del capitán don José Antonio Errázuriz; más atrás un enjambre de chinos aliados, arriando sus bueyes y sus mulas cargadas con marmitas o barriles para el rancho de la división, y en pos los infantes de los cinco regimientos en el orden ya apuntado. La primera jornada nocturna de la sufrida brigada fue al Jagüey, donde bebió a sus anchas el agua vertida en la media noche el 16 de diciembre, y allí se acampó hasta las cuatro de la tarde del siguiente día:

«A las 11 de la mañana del 17 -dice un corresponsal de la prensa que llegó a esas horas a aquel paraje-, encontramos acampada la división.

Allí había un verdadero pueblo improvisado de carpas también improvisadas: parecía que una tribu de nómadas acababa de sentar sus reales en el lugar, que se veía poblado de hombres, mujeres, bueyes, vacas, mulas, burros, cabras, ovejas y hasta perros.

Había carpas grandes y las había formadas con mantas puestas sobre fusiles empabellonados o sobre pedazos de caña plantados ex profeso.

En el centro de esta población ambulante, y como a dos cuadras de la playa, o sea de la orilla del océano, se alzaban tres palmas hermosas y verdes, unidas por el tronco, bajo cuya ancha sombra se veía el abundante pozo que surtía de agua a los precarios pobladores.

A las 5:20 de la tarde -agrega el mismo narrador- se tocó nuevamente atención, y enseguida marcha, y la inmensa columna se puso en movimiento con un orden verdaderamente admirable. El coronel Lynch, desmontado y con el caballo de la rienda, vio desfilar toda la división hasta su último hombre, y enseguida partió a tomar la cabeza, una vez que se cercioró de que todo marchaba bien.

La tropa iba fresca y contenta, pues el camino era llano y sin médano. El tiempo fresco y agradable.

El telégrafo continuaba siempre a nuestra derecha.

A poco de habernos movido, cincuenta mulas cargadas con barriles pasaron adelante del ejército, conduciendo agua para esperarlo en cierto punto dado, a fin de que la tropa pudiera rellenar sus caramayolas, caso de necesitarlo».



Hizo su segunda jornada del 18 de diciembre la división del «Príncipe Rojo» sin novedad; pero al aproximarse a las barrancas que cierran el valle de Cañete por el sur, junto a Hervay, dio aviso a aquel el comandante Yávar de una sorpresa que le costó un herido, un prisionero y cinco caballos muertos. Fue ésta la única hazaña de los Cazadores del Rimac y de los guerrilleros de Arciniega, que parapetados tras unas tapias en un callejón y aprovechando la hora del amanecer y de la camanchaca, lanzaron a quemarropa varias descargas sobre los Granaderos. Hecho esto huyeron hacia Cañete llevándose dos o tres heridos y dejando uno de los suyos en el campo. Al recibir el aviso de aquel nocturno asalto, el coronel Lynch avanzó con sus fuerzas en son de batalla, pero al disiparse la niebla echó de ver que el enemigo se había disipado con ella. Según una expresión favorita del general Baquedano, los peruanos son todos más o menos «nieblas»... Se acampó aquella tarde la división en Hervay bajo, hacienda abandonada, teniendo a la vista su pintoresca fortaleza y el río de Cañete que allí corre crecido; y a la mañana siguiente (20 de diciembre) pudo almorzar con abundancia de café y de arroz con leche bajo los anchos corredores y frescas arboledas de las casas y hacienda histórica de Montalván, situadas sobre corpulenta huaca indígena a la entrada del pueblo de Cañete y a tiro de piedra de su plaza de armas. Para defender aquel riquísimo valle, poblado de haciendas que valen millones, los peruanos no encontraron más arbitrio que desbarrancar las acequias que riegan sus cañas, zanjear los angostos callejones que separan los plantíos y echar por ellos los cauces, gastando así estúpidamente el agua de los riegos, ya que no sabían quemar la pólvora de los combates.

Chapaleando por aquellos angostos pantanos y sumergiéndose a veces hasta el cuello en los tajos encubiertos, avanzaron en la noche de aquel día penosamente los cuerpos de vanguardia hasta Cerro Azul, posición importante que desde temprano ese día había ocupado el coronel Yávar sin resistencia.

El 21 de diciembre, a las 9 de la mañana, esto es, a la misma hora que el convoy avistaba a Chilca por la mar, el grueso de la división Lynch penetraba en Cerro Azul y allí almorzaba.

El 22 amanecía, caminando de noche, en Asia y allí a la sombra de los guarangos descansó hasta la tarde.

A las dos de la mañana del 23 continuaron su estéril jornada aquellos sufridos soldados, y al llegar al bosque de Bujama se sintió intermitente tiroteo de emboscada. Era la guerrilla de Conde que parapetada tras los árboles asesinaba un soldado del Talca llamado Olegario Reyes y al cabo del 2.º Juan de Dios Rivera. Un granadero desapareció también en la brega, y quedaron dos heridos, probándose así cuán fácil habría sido causar crecidos daños a aquellas fuerzas, si los peruanos hubieran imitado siquiera a sus gallinazos y no a sus gallinas.

En castigo de aquella alevosía el coronel Lynch destacó la brigada infernal de Villarroel a la que se habían incorporado en Cañete no menos de ochocientos chinos alzados, e hizo arrasar hasta sus cimientos las pequeñas poblaciones de Chala y San Antonio. Un guerrillero vestido de paisano que fue tomado con las armas en la mano, fue pasado instantáneamente por ellas.

Era, según llevamos dicho, aquel día el 23 de diciembre, el mismo en que el coronel Gana ocupaba a Lurín; y se coloca aquí un episodio interesante de aquella jornada. Desde Curayaco había sido enviado hacia el sur en busca de la brigada Lynch, cuyo rumbo se ignoraba, el bizarro teniente don Agustín Armaza, oriundo de Chillán, como el Armaza de Locumba, y ambos hijos de un soldado de Yungay que aún existe. Le acompañaban sólo 25 Cazadores, de los primeros que montaron a caballo, y el impetuoso mozo, abriéndose paso por el bosque que hervía de enemigos, cumplió su comisión reuniéndose al coronel Lynch al amanecer del 23 en Bujama. Durante largo rato Granaderos y Cazadores se estuvieron midiendo a la distancia, juzgándose enemigos, y cuando dos mitades avanzaban resueltamente a encontrarse sable en mano, a los gritos de: «¡Son los Cazadores! ¡Son los Granaderos! Se reconocieron unos y otros...»; y lanzando alegres sus caballos en forma de torneo los valerosos jinetes vivaron en medio de las selvas a la patria. Armaza fue ascendido por aquel hecho como en el campo de batalla.

Desde Bujama, la marcha de la brigada no ofreció episodio digno de nota. El 24 de diciembre a las 10.40 de la mañana acampaba en el pueblo de Chilca, conquistado sobre los peruanos por un corresponsal, y el 25, pasando al amanecer por el cordón de lomas que dominan a Curayaco, los fatigados soldados saludaban con regocijo la vista del convoy amigo fondeado en las caletas. A la una de ese mismo día penetraba en pintoresco tropel de asnos, sombreros de petate y toda clase de arreos la primera mitad de la brigada al campamento de Lurín; y el resto de ella llegaba con el mismo talante a cargo del coronel Martínez al día siguiente. Se dijo que el general en jefe, al divisar la apostura de los oficiales, que se habían provisto de sombreros peruanos para protegerse contra el sol, les intimó arresto; más parece que la cosa no pasó de una simple reconvención un si es no es amistosa. En los detalles como en el conjunto, el general en jefe se mostraba inexorable, y más de un oficial pasó sentado en un cuerpo de guardia larga noche de vela por haber olvidado una prenda cualquiera de su vestuario de ordenanza. El olvido de la espada al cinto constituía verdadero delito, y se castigaba con prisión no de horas, sino de días y aun de semanas.

El general Baquedano había llegado a Lurín, dos horas después que el coronel Lynch, el día de Navidad, y en esa misma clásica fecha el almirante Riveros reconocía en persona a bordo de la Magallanes la conocida caleta de Pescadores para el desembarco de la artillería pesada, a la vista de Lurín.

El día 23 el Angamos y el vapor Barnard Castle se había dirigido a Pisco a conducir la brigada Amunátegui de la división Villagrán y luego les siguió el Chile y otros buques que se desocupaban.

Gastando laudable actividad, estas tropas llegaban a Curayaco el 26, y al día siguiente el general Villagrán recibía a bordo del Chile la orden de regresar al sur a disposición del gobierno, en castigo de su desobediencia, acto que causó dolorosa impresión en el ejército, porque no hay más duro apremio para un hombre de honor y de guerra que privarle del mando de su tropa en la víspera de la prueba. El coronel Lynch fue nombrado para reemplazar al general Villagrán en el mando de la 1.ª división.

Ese mismo día 26 de diciembre comenzó el desembarco de la artillería pesada, y se concluyó el de la infantería, siendo los cuerpos menos favorecidos en aquella larga operación los Zapadores y el Coquimbo que sólo el 27 pudieron marchar a Lurín.

Por fin, el último día del año se hallaba cómodamente instalado en sus diversos campamentos a una y otra banda del remanso, cristalino y pintoresco río de Lurín, el ejército más brillante, numeroso y aguerrido que jamás hubiera paseado sus banderas por las comarcas del Pacífico y aun de la América española. Se componía a esas horas y según el prolijo estado que más adelante insertaremos íntegro, de 27.674 plazas en esta forma:

5 generales
189 jefes
1.061 oficiales
26.422 soldados

Disponía además el ejército chileno de 56 cañones, 4 ametralladoras, 2.777 caballos y 798 mulas, que en breve se aumentaron a mil doscientas con unas cuantas piaras que llevó la barca Valdivia, fletada en Valparaíso y que pasó por Arica el 22 de diciembre.

Y agregando a estas cifras las tripulaciones de treinta y cuatro buques y todo el personal sin calificación militar determinada que sigue a los ejércitos, podía asegurarse que treinta y cuatro mil hombres se alistaban el 1.º de enero de 1881 para colocar los destinos de Chile a la altura de una gran misión americana.

Milagros del patriotismo que la ceguedad de un gobierno miope, desconfiado y pusilánime había tenido paralizados cerca de dos años, empleando sus más robustas fuerzas en operaciones que no eran una solución sino el retardo de esa solución.

Por ventura la hora de la última iba a llegar.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Los últimos aprestos de Piérola


La misma mano de hielo que desde la tablazón de un buque extranjero sujetó en las aguas de Arica el curso de nuestras quillas en su rumbo victorioso por el Pacífico hacia la solución de la guerra y hacia Lima, paralizó hasta cierto punto la actividad bélica de esta ciudad y la del Callao, que eran a la sazón las dos válvulas en actividad del corazón del Perú.

El dictador Piérola no creía en la paz; pero sabía que el gobierno de Chile sentía sed insaciable de ella, y se dejaba mecer en la esperanza que esa codicia podía llevar a algún extraño desvarío a sus émulos y vencedores.

Por otra parte, los marinos chilenos que bloqueaban al Callao, si no tenían fe en la paz, se sentían profundamente hastiados del bloqueo, que era la peor fortuna de la guerra, y llenaban su tarea con señalado desabrimiento y desengaño. Desde el mes de octubre en que dejábamos anclada a manera de pontón nuestra relación marítima, a los bombardeos y a los combates de lanchas habían sucedido las rondas nocturnas y las alarmas matinales en el cuarto de guardia que los antiguos llamaban «de la modorra». Los cohetes incendiarios habían reemplazado a los cañones, el sueño del cansancio a la vigilancia del desvelo.

El 12 de octubre el transporte Pisagua (antes Barnard Castle) había entregado a la escuadra surta en San Lorenzo dos ágiles portatorpedos, que iban a ser de considerable utilidad en un bloqueo de alarmas, y con éstos se ensayó desde fines de aquel mes el sistema de asustar por las noches a los peruanos, quemando cohetes de nueva invención, pero del sistema Congrève, que no hacían el menor daño.

Tomaban esto a diversión los marinos chilenos juntamente con los bloqueados, y unos y otros asistían al espectáculo como a la quema de fuegos de artificio.

«El día está fresco -decía una correspondencia portuguesa de los diarios de Lima, contando las peripecias cotidianas del bloqueo, con fecha 13 de octubre-:

Los buques enemigos parecen imágenes de fantasmagoría sobre un telón ceniciento.

Media escuadra chilena está reunida en el Cabezo.

Esa gente se encuentra frente a esta plaza, quizás para llevar a cabo algún plan.

Siete buques, más un vaporcito-lancha y dos lanchas portatorpedos, nos custodian.

Son los dragones que guardan la entrada del jardín de las Hespérides.

Les voy a pasar lista por orden de graduación:

  • Los blindados.- El Blanco y el Cochrane. El primero fondeado bajo la farola, con su chimenea y cofas pintadas de amarillo. El segundo a quinientos metros al norte del Cabezo, con la insignia de almirante en el tope de mesana, y una bandera cuadrada, insignia de ministro en el tope del palo mayor, lo que revela que a bordo de ese buque está hospedado un personaje de vara alta, un ministro chileno; el pico del mismo palo tiene una bandera cuadrada azul, que no sé lo que significará.
  • Una corbeta, la Pilco, que llegó esta mañana del norte a las siete, está fondeada a trescientos metros del Cochrane, aproada afuera.
  • El vaporcito-lancha Princesa Luisa, en el promedio de la bahía, con la insignia de buque de guardia y atascado de tripulación como sardinas en canasta. Parece un pequeño Huáscar, la gente hace ejercicio de cañón a proa.
  • El Pisagua, fondeado entre los dos blindados, especie de caricatura del Angamos por su forma.
  • El Carlos Alberto entre la Pilco y el buque almirante.
  • El Matías Cousiño trasbordando carga, atracado a babor del Blanco.
  • El Toltén, con su chimenea, que parece ave de pescuezo largo, proyectado sobre tierra.
  • Las dos lanchas-torpedos Fresia y Guacolda, en la caleta Pescadores haciendo limpieza.

Después de pasar revista a los buques enemigos vamos a reposarnos en la isla.

La caleta de Pescadores es el campamento de los bloqueadores.

Un gran cordel atestado de ropa blanca, en su mayor parte sábanas, prueba que hoy fue día de lavado de la ropa blanca de los oficiales».



A la verdad, había degenerado de tal manera en una operación simplemente mecánica y doméstica el asedio marítimo del Callao, que una mujer dio a luz un niño, como en su casa, en la isla de San Lorenzo, y los aburridos tripulantes de las naves de Chile le pusieron en su árida pila de piedra y cascajo, como para consagrar su eterno fastidio, el nombre del santo mártir que el peñón recordaba: Lorenzo Bloqueo.

Entre tanto, en los primeros días de noviembre había regresado del sur y de su refacción el monitor Huáscar, y el 3 de ese mes comenzó su tarea disparando, en reemplazo del Angamos y su cañón mal criado, contra la Punta. Los peruanos respondieron, a su decir, «por pura cortesía».

Un mes más tarde, esto es, el 6 de diciembre, tuvo lugar entre las lanchas de ronda un combate que los cronistas de la guerra marítima en tierra firme llamaron «maravilloso», y en el cual la lancha a vapor Fresia se fue a pique, siendo puesta a flote poco más tarde. Murió ahogado en este encuentro el aprendiz mecánico de esa embarcación, y sobre su cubierta, al ir a buscar una compresa para un marinero herido, cayó el joven y animoso aspirante Morel. Herido mortalmente a bala, porque estos combates nocturnos o del alba se libraban casi cuerpo a cuerpo, expiró el infeliz mancebo al llegar a la escalera de la Chacabuco, donde iba a ser curado. Sus nobles restos fueron enviados a Chile.

Pero la desgracia de mayor cuenta ocurrida a nuestra escuadra en aquel larguísimo y estéril bloqueo de diez meses, fue la pérdida del famoso cañón del Angamos y la muerte del teniente segundo don Tomás Pérez, interesante oficial de mar y distinguido artillero, que en ese momento y por afición lo servía.

Sucedió tan triste lance de la siguiente manera:

Había ordenado el almirante el 9 de diciembre que el Angamos se ocupase exclusivamente de disparar sobre la Unión, único barco de cuenta que quedaba a los peruanos, y en cuyo honor se bloqueaba en realidad el surgidero desde hacía tantos meses; y como el capitán Moraga de la Pilcomayo, tuviera reputación de ser, a la par con el capitán Orella, de la O’Higgins, el artillero más feliz de la escuadra, pasaba aquel todos los días al Angamos a dirigir las punterías a su objetivo.

Se verificó esto con algún resultado en los días 9, 10 y 11 de diciembre, arrojando quince o veinte bombas sobre la Dársena cada día y dañando visiblemente a la codiciada corbeta peruana. Mas en el último día, el prefecto Astete hizo adelantarse el Atahualpa como en protección del averiado barco, y habiendo hecho señales el almirante chileno de rechazar aquel ataque, el capitán Moraga se trasladó a su buque, dejando el cañón del Angamos a cargo del teniente Pérez y del mecánico inglés que por encargo de su constructor, el ingeniero Armstrong, lo estudiaba, cuidándolo esmeradamente, como pieza de ensayo.

Intentó hacer el teniente Pérez, hijo de Valparaíso y de uno de sus más honrados vecinos, un último disparo, después de la partida de Moraga y al tirar la rabiza se vio con asombro que el tubo del cañón se desprendía por completo del aro que lo sostenía en los muñones, y se iba por atrás, salvando el buque como un simple proyectil, sumergiéndose para no ser jamás encontrado en el fondo de fango de la bahía. Probablemente, recalentado el cañón con la frecuencia de los disparos, había quebrantado, en fuerza de la expansión, su cohesión metálica en el aro central de sostenimiento y de aquí la catástrofe, porque el escaparse por su parte posterior mató instantáneamente al desgraciado teniente Peña y al cabo de cañón Faguelo, que se hallaban en su puesto.

Desde ese día hasta el 4 de enero de 1881 en que la O’Higgins acompañada del Toltén bombardearon a Ancón durante dos o tres horas, puede decirse que no hubo novedad marítima en la campaña. Los peruanos se jactaron de haber rechazado aquel «conato de desembarco» con su artillería volante y un batallón de la reserva (el 24) que allí hizo su estreno.

Fuera de esto, el prefecto y comandante militar de las baterías, cuyo trabajo no se había paralizado un solo día hasta el 31 de diciembre, continuaban ostentando a cada paso sus genialidades, ya armando querella al comandante general de marina, un viejo capitán de navío llamado García, por cuestiones de simple etiqueta, ya solicitando se le otorgaran las prerrogativas y honores de una comandancia en jefe de ejército, dando por razón para ello la de que tenía a sus órdenes cuatro mil hombres y doce baterías.

Por lo demás el bloqueo no había alcanzado, como medida eficaz de guerra ni aun su objeto más obvio, cual era encarecer los sustentos en Lima; y si bien el dictador con fecha 9 de noviembre tenía nombrada una comisión de aprovisionamiento, presidida por el caballero tacneño don Modesto Basadre, fue esto no en vista del bloqueo, que era un acto negativo, sino de un asedio posible por la parte de tierra. A la verdad, no es desde el Callao sino desde Jauja de donde puede bloquearse a Lima como ciudad de consumos, porque, hasta última hora la capital peruana vivió en la abundancia, vendiéndose a lo sumo la mejor carne a 1 sol 30 centavos de papel la libra, la manteca de puerco que es la grasa de Lima, a 1 sol 90, y la mantequilla serrana a 2 soles 50; el arroz 60 centavos, los huevos 15 centavos, el azúcar 60 centavos, etc., entendiéndose que el sol valía apenas 7 u 8 centavos porque el cambio corría de 3 a 3 y medio peniques.

No había sido más activa la guerra en su faz terrestre desde las conferencias de Arica, que fueron sólo un falaz miraje, reflejado en lienzo destinado a ser cuajado en sangre a la postre de criminales ilusiones. Los peruanos, a semejanza del pastor y de los lobos de la fábula, a fuerza de repetir que los chilenos no se atrevían a venir a Lima, habían concluido por creer que no venían.

Por manera que cuando en la mañana del 19 de noviembre de 1880 circularon por las calles de la engañada y muelle ciudad los altisonantes telegramas de Zamudio desde Pisco, todo fue carreras, alarma y alharacas.

«Las noticias -decía el Peruano (diario oficial) del 22 de noviembre- recibidas del valle de Chincha, después de los telegramas oficiales del viernes, que anunciaron la presencia en Pisco de varios buques de guerra y de transportes enemigos, confirman la llegada a dicho puerto de la expedición que se prepara hace tanto tiempo en Chile contra esta capital y las fuerzas que la defienden.

La situación en que se encuentran nuestros enemigos, que los obliga a gastos superiores a su exhausto tesoro, no podía dejar de obligarlos a intentar este supremo esfuerzo, en que van a perder tal vez en un instante todas las ventajas con que los ha favorecido la suerte en los dieciocho meses de esta sangrienta guerra».



Y luego agregaba:

«La capital no ha sido sorprendida con estos acontecimientos, para los que se está previniendo hace seis meses, no ha experimentado la menor perturbación, revelando en su calma y serenidad la confianza que tiene en el poder de los medios de defensa de que se ve rodeada».



No contenidos por el pudor oficial, los diarios sueltos de Lima volvían a su tarea de ensañarse contra los invasores como si insultar fuera vencer, y la Patria del día siguiente al desembarco en un artículo titulado «Aníbal ad portas» se expresaba en los términos que siguen:

«El pérfido enemigo que pretende justificar sus crímenes con el éxito de sus armas, pisa ya con su inmunda planta el departamento vecino a nuestra capital.

Sesenta leguas nos separan de él; sesenta leguas que deberá regar con su sangre antes que reciba el ejemplar castigo que merece.

Vienen azuzados por la codicia, vienen repletos de envidia, vienen con el alma saturada de todos los apetitos inmundos que forman su delicia... Vengan, pues, ahogaremos en su sangre los estímulos de sus torpezas y de sus infamias».



Entre tanto, el ejército defensor de Lima había crecido «en número» desde las primeras horas de la dictadura, a una cantidad prodigiosa. Tenemos a la vista estados oficiales y originales del ejército de Lima correspondiente al mes de marzo de 1880 y de ellos resulta que la fuerza efectiva de que sus dos ejércitos podían disponer era de 10.715 reclutas, con excepción del batallón Callao, 9 de línea, de 450 plazas, que en aquella época mandaba en Chorrillos el veterano coronel Rosa Jil.

Pero otorgados al dictador todos los plazos que quiso para hacer descender desde las más altas peñas de las cordilleras y aun de los valles amazónicos su «serranería», Piérola podía jactarse de ostentar el día en que los chilenos desembarcaban en Pisco un doble ejército de línea y de reserva que excedía de 45 mil hombres en cifras, pero de cual al menos la mitad era carne cruda de cañón.

Se hallaba la tropa de línea dividida en dos ejércitos, que era uno solo con los nombres de Norte y Centro, el primero bajo el mando del anciano general Vargas Machuca, «vencedor de Pichincha», en sus cantones de Santa Clara, y el segundo a las órdenes del coronel don Juan Nepomuceno Vargas, desenterrado para el caso de entre las momias de la independencia. El coronel Vargas no era un anciano: era un fósil.

A su vez se hallaba el ejército del Norte fraccionado en cinco divisiones, en el orden siguiente:

  • 1.ª: División, coronel Mariano Noriega.
  • 2.ª: Coronel Manuel Reguino Cano.
  • 3.ª: Coronel Pablo Arguedas.
  • 4.ª: Coronel Buenaventura Aguirre.
  • 5.ª: Coronel Andrés Avelino Cáceres.

Análoga era la distribución del ejército del centro, y sus divisiones se hallaban comandadas de la manera siguiente:

  • 1.ª: Coronel Justo Pastor Dávila.
  • 2.ª: Coronel César Canevaro.
  • 3.ª: Coronel Miguel Iglesias.
  • 4.ª: Coronel Fabián Marino.

En este orden se mantuvieron los cuerpos hasta fines de diciembre; pero el mismo día en que se supo en Lima la presencia de los chilenos en Chilca (diciembre 22), juzgando llegada la hora del combate, el dictador, que en todo seguía la estela francesa, ordenó concentrar los dos ejércitos del Norte y Centro en cuatro cuerpos de ejército, confiándolos a sus más aguerridos lugartenientes en este orden:

  • Primer cuerpo de ejército, compuesto de la 1.ª, 2.ª y 3.ª división del ejército del Norte, al mando del coronel Iglesias.
  • 2.º Cuerpo, formado por la 4.ª y 5.ª división del mismo coronel Suárez.
  • 3.º Cuerpo, de las divisiones 3.ª y 5.ª del ejército del Centro: coronel Dávila.
  • 4.º Cuerpo de la 1.ª, 2.ª y 4.ª división del anterior: coronel Cáceres.

«Cada uno de estos grandes cuerpos del ejército -decía modestamente un diario limeño- podrán medirse ventajosamente con cualquiera de las divisiones chilenas. Para un Villagrán habrá un Iglesia, para un Lynch un Suárez, para un Lagos un Dávila, para un Sotomayor un Cáceres; con esta especialísima circunstancia, que los jefes peruanos están más fogueados y más habituados al mando que los chilenos.

Al tomar su puesto de combate, el pundonoroso coronel Iglesias cedía la cartera de guerra al subjefe de estado mayor, el prolijo coronel Secada, hombre de gabinete, y en ese mismo día eran llamados al servicio activo los generales Buendía y Montero, en calidad de ayudantes de honor del dictador, cortándose el proceso del primero y otorgándose al último una libertad que sólo en el nombre había disfrutado hasta hacía poco. Para ir a Ancón el 29 de noviembre el general Montero había necesitado pasaporte especial del prefecto de Lima Peña y Coronel.

Algo más adelante se llamó al servicio al coronel Velarde «por su honrosa conducta en Tacna»; y sólo los coroneles y prefectos Salmón y Aguirre, que acababan de asistir ilesos al paseo triunfal del coronel Lynch, no disfrutaron el privilegio de ir a la batalla. El coronel Alejandro Herrera que mandaba una columna en Trujillo, pidió ‘gracia para asistir al combate’.

Por su parte, la reserva fue acuartelada el 6 de diciembre, y con esto la alegre Lima, convertida ahora en lúgubre ciudadela, parecía, al decir de sus fáciles hijos, sólo ‘un inmenso sepulcro’».



A fin de contar su gente, animándola con espectáculos adecuados a la grandeza de la situación, el dictador ideó inaugurar la fortaleza que fantásticamente había hecho construir a todaprisa en la cumbre del cerro San Cristóbal, el 9 de diciembre de 1880, aniversario de la batalla de Ayacucho, en medio de una fiesta patriótica y militar. A ella asistiría todo el ejército para presenciar la bendición de las banderas de los cuerpos, la del reducto que se llamaría ciudadela Piérola, confiada al afortunado marino Villavicencio, y la de la propia espada del dictador, constituido ahora en generalísimo.

Solemne y en extremo fantástica y pintoresca fue aquella ceremonia celebrada en claro día veraniego en la cumbre de los cerros. Precedido de banderas y de corporaciones y seguido de innumerables legiones, el dictador había ascendido a caballo hasta la cima, siguiendo los zig-zag recientemente labrados por las tropas, y entregado su espada a su vicario general castrense el doctor don Antonio García. enseguida se la devolvió éste como el ventero de los campos de Montiel a don Quijote armado caballero.

«Bendigo a vuestros jefes todos -exclamó el orador sagrado, meciéndose en las nubes de las salvas que coronaban las alturas-, que no economizarán su sangre, como no la economizaron Grau, Aguirre, Bolognesi, Moore, Ugarte, Zavala y tantos otros que tan alto han levantado el nombre de jefes del ejército; os bendigo a todos, soldados del Perú, que en cien combates habéis mostrado vuestro valor y vuestro arrojo; bendigo vuestras armas para que, con la gracia que el cielo les comunica, seáis invencibles; bendigo estas fortalezas para que, defendidas por el poder de Dios, sean inexpugnables; bendigo el pabellón del Perú, el símbolo querido de nuestra patria, para que, con la protección divina, permanezca levantado e incólume ante nuestros enemigos».

Echado este discurso, añade una descripción de la fiesta publicada el propio día, procedió el mismo señor vicario castrense a bendecir las armas de los ejércitos, y enseguida pasó el concurso del lugar en que está la cruz al fuerte principal. En el tránsito el mismo señor vicario devolvió al jefe supremo su espada, que también había sido bendecida.

En la plataforma se hizo a continuación la bendición de los fuertes y del pabellón de la república, que fue izado y saludado con una salva de 21 cañonazos, habiéndose disparado el primero a las diez y cuarenta minutos, cuya salva fue contestada por el Callao y las baterías de Chorrillos y Miraflores, ejecutándose al mismo tiempo la canción nacional por todas las bandas de los ejércitos.

No pueden expresarse en toda su extensión y sublimidad las emociones que experimentaron en aquellos solemnes momentos cuantos presenciaban tan grandioso espectáculo.

El pabellón peruano flotando orgulloso en la encumbrada cima del gran cerro, como si quisiera enviar a la América su saludo de paz y envolver a los americanos en un abrazo de fraternidad».



En cuando al dictador, como de costumbre, también habló en la cúspide del monte, y esta vez se mostró digno del sitio y de sí mismo:

«Os lo he dicho varias veces -exclamó-, y no me cansaré de repetirlo, porque es mi convicción de toda hora: el Perú para ser grande en el continente y en la historia no ha menester sino adquirir la conciencia de su propia fuerza.

Puede y debe serlo.

Es preciso que lo sea y lo será.

Este mismo sol que alumbra la afanosa y sangrienta tarea de hoy, es el que alumbró la legendaria epopeya de Ayacucho. Y como entonces sellamos la emancipación de un continente, como entonces consagraremos ahora el imperio de la justicia y del derecho en América.

Un pueblo fatricida; pueblo rebelde a la civilización cristiana; pueblo sin la conciencia en los destinos del mundo de Colón, aprovechó de nuestro descuido para apoderarse de parte de nuestro suelo y de nuestros tesoros, llamando conquista a lo que no es sino la cuitada ocupación del salteador, juzgando duradera la criminal fortuna de una hora.

En la ebriedad de un efímero éxito, para nadie más sorprendente que para él mismo, entregándose a atentados y desmanes que afrentarán al siglo en que vivimos, ha caído en la ceguedad del que corre en pos de su castigo.

Ese pueblo está loco.

Ha soñado ocupar a la ciudad de Pizarro, la ciudad de los titanes del año 21 e imponer desde ella la ley al Perú y a la América del Sur».



A estas palabras, y después de consumada la hostia del sacrificio en aquella ceremonia singular, que recordaría bajo más de un concepto el pacto de «los tres locos de Panamá» descubridores del Perú, tronó alternativamente el cañón saludando al Dios de las Alturas en la ciudadela Piérola, en el Callao, en Miraflores y en las remotas líneas de Chorrillos, perdidas en la bruma de los trópicos.

Se encontraban, en efecto, en gran parte artilladas estas posiciones de defensa, verdadero palladium de Lima antes que su ejército, y si bien habremos de ocuparnos de ellas con alguna detención más adelante, será necesario por ahora decir, que esos trabajos de fortificación emprendidos perezosamente y más como estudio que como ejecución desde febrero de 1880, sólo habían tomado calor desde que, a mediados de noviembre, se aparecieron los chilenos con el general Villagrán en Pisco.

Habían sido sus principales directores un ingeniero austríaco llamado Máximo Gorbitz, que se jactaba de haber construido las fortificaciones ligeras de Plewna que mantuvieron a raya el ejército ruso en la guerra de 1877-78, y el ingeniero militar Arancibia, hijo de chileno y educado en Bélgica donde su padre fue cónsul. Uno de sus principales ayudantes, a más de algunos ingenieros peruanos, había sido un tal Michel, retocador de retratos fotográficos del taller de Garreaud y C.ª de Lima.

En cuanto a la ciudadela Piérola, último desatino militar del dictador, fue construida por Gorbitz en los últimos días de diciembre, alternándose los cuerpos militares en el trabajo mediante primas en incas de plata que se les pagaban. El ingeniero austríaco, con fecha 13 de diciembre da cuenta de estas primas, y todavía el 31 de diciembre el secretario general García y García disponía que cien «matriculados» (fleteros) del Callao viniesen a prestar sus servicios en la cima del San Cristóbal, a las órdenes del comandante Villavicencio. El 2 de enero se ensayó la luz eléctrica en la cumbre de la fortaleza, el 5 quedó establecido el telégrafo y sólo el 9 de enero fue montada a brazos la última colisa del Apurimac.

Con fecha 17 de diciembre el dictador había dispuesto asimismo que a la fortaleza de Miraflores más vecina al mar se le diese el famoso nombre de Alfonso Ugarte, en memoria del bizarro mozo que, como La Rosa en Iquique, se había despeñado al océano desde la cumbre del morro de Arica.

Hecho todo esto y tomada posesión militar de las vías férreas el 22 de diciembre, el dictador ordenó el día siguiente, 23 de diciembre, que el ejército de línea en número de 20 mil hombres ocupase las líneas de Chorrillos y que la reserva saliese el día de Navidad a ocupar sus puestos en las de Miraflores.

Dio esta última resolución lugar a tiernas escenas que pusieron en alto relieve la virilidad del corazón de la mujer limeña, tan superior bajo todos conceptos al sexo que la domina. Las columnas desfilaron desde sus respectivos cuarteles a la estación de los ferrocarriles unidos bajo una lluvia de flores, de lágrimas y de preces, comunicándose con éstas de una manera especial el diocesano de Lima.

«Llegó nuestro turno -decía un soldado de la reserva que pertenecía al batallón número 8, mandado por el coronel Rivero- y tomamos el tren. Parte el convoy y con voz de trueno se entona por todos la canción nacional. Era la música de los libres y de las glorias de la independencia saludando a los nuevos defensores de la integridad nacional.

Llegados a Miraflores, nos encaminamos a nuestro cuartel. Orden más completo no es concebible. Allí pasamos la noche y al despuntar el día formaba el batallón para dirigirnos a nuestro campamento.

A partir de Miraflores se encadenan los reductos y fortalezas que circulan la capital. Los batallones 2, 4, 6, 8, 10 y 12 fueron tomando sus posiciones en el orden en que están indicados. A nosotros nos toca ocupar un magnífico reducto. No debemos decir nada de la defensa ni de nuestros elementos. Baste saber que si siempre se ha tenido y se tiene seguridad del triunfo de nuestra causa, con las nuevas obras es indefectible.

De una de las eminencias de nuestro campamento dirigimos la mirada, auxiliados por el anteojo de un compañero, a la línea de la reserva. ¡Qué golpe de vista! ¡Qué grandeza! ¡Qué prodigio! Aquello no puede describirse. Se siente la impresión, pero no hay como darle forma expresiva.

Esas legiones de voluntarios se han amoldado desde luego a la vida militar. El día en que se instalaron en sus posiciones las fuerzas de la reserva, nacieron como por encanto con ingenio y prontitud.

El sol, abrasador desde las primeras horas del día, hizo que se fabricasen esos nuevos pueblos en miniatura. El carrizo y la caña no escasean. Todos han levantado en pocos instantes su tienda de campaña».



Tales eran los aprestos y tales la actitud y las escenas con que la orgullosa Lima aguardaba al poderoso ejército que desde tan lejos venía a combatirla, en los últimos días del segundo año de la guerra y en los principios del tercero.

«La población continúa silenciosa y tranquila -dice La Patria de Lima del 4 de enero de 1881-, el comercio está cerrado y los objetos por las nubes: nadie puede alcanzarlos.

La guardia urbana recorre todas las calles con prolijidad y esmero, pone término a los pocos desórdenes que se suscitan y conduce presos a los que sin causa legal y justificada transitan a deshoras de la noche».



Toda la vida de aquel pueblo muelle, fácil y feliz estado ahora concentrada en sus líneas de San Juan y Miraflores, donde, arma al brazo, bajo la lona y el carrizo, palpitaban los corazones de 40 mil combatientes.

La hora grave y final del largo drama se acercaba, y a esa breve e inmortal epopeya de tres días, la más grande como cuadro militar de la América española, vamos nosotros enseguida a asistir.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Los chilenos en Lurin


(El Manzano y Ate)


Desde el 23 de diciembre de 1880 en que el coronel Gana tomó posesión con su brigada del ameno y anchuroso valle de Lurín, hasta el día 26 en que hizo su entrada la segunda mitad de la brigada Lynch al mando del coronel Martínez, no cesaron de llegar los cuerpos chilenos desde Curayaco a aquel hermoso campamento. Era un verdadero río humano que iba a derramarse con las fauces secas en aquel delicioso cauce de agua cristalina para apagar su inextinguible sed.

Los peruanos nunca supieron hacer la guerra de recursos a sus invasores. La sed nativa del chileno, ser criado a orillas de las acequias o al borde de las vegas, era su mejor aliada; y en todas partes, en vez de cegarlos, le dejaban intactos los pozos, los estanques, los puquios, los indígenas jaguayes y bebederos de los chasques. Y así, mientras los chilenos solían olvidar aun sus caramayolas, aquellos desventurados les abandonaban hasta sus ríos caudalosos como en Dolores, como en Ilo, como en Pisco, como en Lurín, o se los echaban encima para anegarlos, que era lo que los chilenos codiciaban.

Forma el valle de Lurín, que desciende estrecho y tortuoso de las serranías de la costa, una especie de ancho delta al entrar al Pacífico, y en esta pradera boscosa, fértil y risueña existen separadas por un callejón de frondosos sauces, camino real de Lima a Cañete, las haciendas de Buenavista y de San Pedro, esta última de jesuítica tradición. El río Lurín corre acostado, límpido y generoso, lamiendo el pie de unas colinas medanosas hacia el norte del valle; y desde el pueblo indígena que da nombre a la comarca y que se halla situado donde comienza el valle por el sur, al punto de suspensión del río, donde aquel termina, corre una distancia medida a cordel de 4.800 metros, o sea cerca de legua y media de Chile.

En ese trayecto sucesivamente se acampó el ejército chileno a medida que iban llegando sus regimientos.

La brigada Amunátegui pasó el río y se situó con el Coquimbo junto al mar, y enseguida el Chacabuco, el 4.º y la Artillería de Marina, al pie septentrional de la cerrillada que ostenta las maravillosas ruinas de Pachacamac, templo, fortaleza y cementerio de una raza formidable y prehistórica anterior evidentemente a la estirpe y al poderío usurpado de los incas.

Seguían sucesivamente en escalones por regimientos, y en ambas orillas del camino real ya citado, la brigada Martínez; en pos la brigada Gana, y junto al pueblo de Lurín cubriendo todo su frente la brigada Barceló, de la división Lagos. La artillería de campaña desembarcaba en la caleta de Pescadores el 30 de diciembre, había llegado en la tarde de ese mismo día al campamento.

La brigada Barbosa de esta división, había ido a acantonarse en otra cerrillada que yace unos 600 metros hacia el oriente del pueblo de Lurín, valle arriba, donde existe el caserío de vivos y de momias llamado también de Pachacamac, capital de distrito con 435 habitantes. Lurín, aldea antiquísima de 900 pobladores, es también cabecera de jurisdicción, y en los momentos de la ocupación chilena se hallaba completamente desierto, como todo el valle hasta sus cabeceras de Manchay y Cieneguilla, que son estancias de monte proveedoras de leña de Lima, como Colina lo es todavía de Santiago. «Lurín» es el nombre de un pequeño pájaro indígena del Perú, parecido al tordo, y de aquí viene que este nombre sea común a muchos parajes. «Lurín-Chincha», «Luringancho», etc.

La caballería forrajeaba en los potreros de alfalfa que dan su carga a los borricos de Lima, y la artillería ocupaba el centro envuelta por la reserva.

«Desde el puente de Lurín -decía una descripción animada del campamento en los primeros días de enero de 1881-, y volviendo hacia el pueblo, se van encontrando a uno y otro lado, en extensos potreros, los campamentos de nuestra tropa.

El primero a la izquierda es el del regimiento de Cazadores, que tiene campo bastante para su caballada, y un poco a la costa, los Carabineros de Yungay. A la derecha los cuerpos están escalonados en este orden: Aconcagua, Valparaíso, Navales, Concepción, Caupolicán, Valdivia, Bulnes y Santiago.

Ahí corta al otro el camino que conduce a Pachacamac, internándose al oeste y dejando a la izquierda de su intersección una llamada plaza, donde está la maquinaria a vapor de la Hacienda y unas casas de alto que ocupan el general Baquedano, sus ayudantes y los señores Errázuriz, Godoy, Altamirano y otros.

Al frente, en una serie de carpas, el general Sotomayor y los ayudantes de su estado mayor.

Siguiendo directamente al puente, una batería de artillería, Buin, Chillán, Granaderos a caballo, batería de artillería, Talca, 2.º de línea, Artillería de Marina y Melipilla, tocando al río Lurín.

En Pachacamac, que dista bien una legua de San Pedro, está acampada la brigada Barbosa. El camino que conduce ahí, ancho y cómodo en algunos trechos, se angosta en otros hasta convertirse en sendero por el profuso crecimiento de los árboles de las orillas, faldea un cerro y cae por fin en otra plaza, centro del distrito, que no es más que el patio grande de una hacienda chilena, con una iglesia decente en un costado. Frente a ella hay, como en todos los demás templos de por acá, una columna de la pasión, tal como la de los Capuchinos de Santiago. Un soldado, no sabiendo cómo llamarla, dijo con toda irreverencia que era la Mercería del Gallo.

Si alguien quiere tener idea -añade el alegre cronista- de lo que es el conjunto de cada campamento, no tiene más que figurarse un gigantesco paseo al campo. En cada grupo se ha construido una ramada de hojas verdes, que adornan con banderas, cabezas de plátanos y otros distintivos.

Es algo como el golpe de vista que ofrece la cancha de carreras de Viña del Mar el día de su gran fiesta de octubre.

Una que otra tienda alterna el fondo verde del conjunto, que es el más animado y pintoresco que pueda imaginarse, con aquel mundo de gente que pulula en torno de las ramadas, que ríe, canta y se ocupa en mil quehaceres diferentes, desde el lavado de la ropa, la cocina y la costura hasta la matanza de animales, trabajo de zapatería, fragua, peluquería, cuanto hay en este mundo. La fantasía de los soldados encuentra en esta vida especial de aislamiento íntimo en medio de esa gran muchedumbre que le rodea, ancho campo en que lucir sus caprichos tan originales como agudos.

Por los callejones se oye pregonar cuanto no existe en esta tierra, sino en sus recuerdos.

-Papas y fréjoles, buen medio.

-Guindas y cerezas negras.

-Uva blanca y de la otra.

-Alguna cosa de tienda.

... Preguntarle a cada soldado qué anda haciendo un poco perdido por los bosques, y la respuesta es infalible:

-Andamos viendo.

En cuanto a la temperatura, no he recogido más datos que los que yo mismo he experimentado, encontrando que ni el calor es tanto, ni tanta la humedad de las noches, y para defenderse de los primeros está tan a la mano el recurso de los baños y de las ramadas de caña en las orillas de las acequias, o la sombra de los grandes árboles».



No hay nada que se asemeje más a la devastadora langosta que el soldado, de suyo voraz y libertoso en todos los países; y en consecuencia, en menos de tres días todo aquel fértil campo quedó talado de cañas de azúcar y menestras, de camotes y de asnos. Tan sólo el regimiento Chillán se comió siete de los últimos...

La provisión suministrada al soldado era, a la verdad, escasa, porque las recuas de mulas apenas transportaban lo que 26 mil hombres consumían cada día, pues era preciso trasladar al propio tiempo el parque y los cañones.

Mataban entre tanto su tedio y su apetito los alegres soldados de Chile, que divisaban ya las codiciadas cúpulas de Lima, como mejor les era posible, con ejercicios de armas, construcciones caprichosas de tiendas y enramadas, entregas de estandartes como la que tuvo con imponente ceremonia para devolver al 2.º de línea su prenda de Tarapacá, fiestas cabalísticas de chinos, funciones acrobáticas o de títeres, cuyo héroe o don Cristóbal era ordinariamente Piérola, y especialmente con las emociones de los continuos reconocimientos que hacia las líneas peruanas se emprendían.

Conviene recordar aquí que el ejército de Piérola había ocupado sus posiciones definitivas desde Villa a Monterrico (una especie de arco de tres leguas) el mismo día en que la brigada Gana tomaba posesión de Lurín, esto es, el 23 de diciembre; y en consecuencia, a la mañana siguiente de la ocupación, el comandante Dublé Almeida (Diego) emprendió un reconocimiento por el lado de Manchay, región boscosa del oriente, con 150 Cazadores y algunas compañías del Esmeralda y del 3.º Hubo en una asechanza del bosque uno o dos muertos de nuestra parte, porque el enemigo se parapetó en unos riscos inaccesibles, y cortado el mayor Silva del último regimiento por algunos guerrilleros, tuvo que abrirse paso a sablazos entre sus medrosas filas. Este primer reconocimiento se consideró frustrado.

El 25, día de Navidad, el comandante don Ambrosio Letelier, sostenido por un pelotón de Carabineros al mando del valiente mayor Alzérreca se adelantó en dirección de Villa, hacienda de caña, al pie meridional del morro Solar, y se batió, pajonal de por medio, junto a la playa con los Lanceros de Torata, que comandaba el coronel Bermúdez, y los infantes del batallón Callao, allí acantonados de gran guardia.

Ese mismo día, de madrugada, el mayor don Manuel Rodríguez, animoso explorador del ejército desde Calama y que vino a morir en ingrato olvido pocos meses después de sus señalados servicios y por su causa, capturó un oficial del batallón 71 (división Canevaro) que se había extraviado con un soldado en las pampas de La Tablada. Se llama así la llanura que separa a Lurín de las cerrilladas de Villa y de San Juan, donde, caminando hacia el norte, comienza el valle y la planicie del Rimac.

Mientras todo esto tenía lugar incesantemente, día por día, casi hora por hora, al frente del enemigo, la brigada Barbosa le asestaba un rudo golpe por uno de sus flancos en la noche del 27 de diciembre y en los días sucesivos, según pasamos brevemente a referirlo.

Desde que en la alborada del 18 de diciembre el coronel Sevilla intentó una sorpresa sobre los Granaderos que formaban la vanguardia de la brigada Lynch, al descender a Hervay a orillas del río de Cañete, se había puesto aquél a retaguardia, del último pero tan intimidado, no obstante su reputación de valiente, que se contentaba con seguirle sus pasos sin disparar siquiera de noche sus carabinas Remington. El regimiento 3.º o Cazadores del Rimac, constaba de 333 plazas, y su jefe que se había batido con valor en Casma y en Ingavi, pasaba a esas horas como una de las esperanzas de honra del Perú, según en otra ocasión lo hemos recordado. El coronel Sevilla era natural de Piura, y según se ha dicho, hijo de ruso en vientre de española, hombre de pelo en pecho y canosa barba, de más de 60 años de edad.

En aquella marcha casi paralela y que duró una semana, supo Sevilla el día 23 de diciembre que los chilenos, desembarcando en Chilca, le habían cortado el camino real hacia Lima, y en consecuencia se dirigió el 24 hacia Calango, lugar distante cinco leguas de la costa. Desde aquí se proponía adelantar sus jornadas hasta Lima por el camino llamado de los Lomeros, es decir, internándose hacia la sierra para ir a caer al valle de Lurín en sus cabeceras, por Manchay y Cieneguilla.

Con este propósito marchó encubierto el jinete peruano con los suyos por los montes y matorrales los días 25, 26 y 27 de diciembre, habiendo elegido la noche del último día para descabezar el valle y escapar.

Pero el viejo coronel peruano no había contado con la sagacidad y la vigilancia incansable del coronel Barbosa, encargado, según antes dijimos, desde su campamento de Pachacamac, de proteger el flanco derecho de nuestras extensas posiciones.

Desde su instalación había hecho en efecto aquel jefe adelantar grandes guardias y avanzadas hacía una quebrada lateral que desemboca en el valle de Lurín por el sudeste y que los naturales llaman del Manzano o Pueblo viejo; y gracias a esta precaución logró tomar lenguas por el extravío de un expreso del coronel Sevilla y de su inmediata aproximación en la tarde del 27 de diciembre.

Tomó en vista de esto el coronel Barbosa todas las medidas que la situación requería y que dieron por resultado el completo encierro de la columna peruana y su dispersión y captura conforme al siguiente boletín, que ha sido conservado inédito, ignoramos por qué motivo, y que hemos copiado expresamente del libro de órdenes de la 2.ª brigada de la división Sotomayor. El lector no habrá echado en olvido que ésta había sido la primera en ocupar a Lurín.

El comprensivo parte de lo que se ha llamado la jornada del Manzano y que se publica por la primera vez, dice así:

«Diciembre 29 de 1880.

Señor general jefe de la 2.ª división:

Tengo el honor de comunicar a US. que a consecuencia de haber llegado a este campamento repetidos denuncios de que se aproximaba una fuerza enemiga de caballería salida de Calango, hice colocar en previsión de todo evento fuertes avanzadas de los distintos cuerpos de mi mando procurándoles una colocación ventajosa desde la cual pudieran observar el movimiento y dirección del enemigo.

El día 27 del corriente a las 6 p. m. el capitán de una de las avanzadas del regimiento Curicó dio aviso de que en dirección a Manzano o Pueblo Viejo se avistaban fuerzas enemigas de infantería y caballería.

Inmediatamente me trasladé al lugar amagado y en previsión de que las fuerzas avanzadas fueran numerosas y de que el jefe enemigo proyectara una sorpresa, ordené que todo el regimiento Curicó se pusiera en marcha con el objeto de reforzar sus compañías de avanzadas y apoyarlas en el combate.

A retaguardia de este regimiento hice colocar cinco compañías del 3.º de línea escalonadas en el trayecto que forzosamente tenía que recorrer en su marcha el enemigo, procurando evitar que en ningún caso pudieran cruzarse sus fuegos y ofenderse recíprocamente.

El resto del regimiento 3.º de línea, Lautaro, batallón Victoria y la batería de artillería, recibieron también órdenes de estar listas para el ataque, y al efecto ocuparon las posiciones que estimé más ventajosas para cortar la retirada del enemigo.

Media hora después de haberme trasladado al sitio que designé como centro de operaciones, el enemigo rompió sus fuegos sobre nuestras tropas, fuegos que fueron inmediatamente contestados por las compañías de avanzadas y poco después por el resto del 2.º batallón del regimiento Curicó.

Quince minutos después de empeñada la acción, temeroso, a causa de la oscuridad de la noche, de que pudieran nuestras tropas ofenderse, mandé parar el fuego, orden que fue puntualmente obedecida.

Veinte minutos más tarde, el enemigo repitió el ataque y dos veces sucesivas con cortos intervalos, pretendió abrirse paso a viva fuerza por entre las filas de nuestra infantería la que repelió con bríos la acometida, consiguiendo tomarles algunos prisioneros y obligándolos por último a ponerse en fuga en completa dispersión con dirección a los cerros que dominan la planicie en que tuvo lugar el encuentro.

A pesar de que la oscuridad de la noche era intensa, ordené a la escasa fuerza de cazadores a caballo que tenía a mis órdenes, saliera a cortar el paso de los fugitivos, designándole al efecto, se apostara en un portezuelo vecino al camino que había dado acceso al enemigo; hice avanzar al regimiento Curicó y acampar diez cuadras más adelante de sus primeras posiciones con orden de emprender antes del alba la persecución. Dos compañías del 3.º de línea fueron asimismo desplegadas en guerrilla a retaguardia de nuestra caballería con el objeto de apoyar sus movimientos.

A las 3 a. m. la infantería designada al efecto, reforzada por la caballería que pocas horas antes pedí al cuartel general y que oportunamente se me envió, emprendí la persecución del enemigo acordonando por los infantes todos los cerros vecinos y enviando pequeñas fuerzas de caballería y de infantería a todas las quebradas y llanos en que oculto o fugitivo suponía estar el enemigo.

La persecución se prosiguió con toda actividad el día 28 y parte del 29, dando los favorables resultados que me prometía. Han caído en nuestro poder tres de sus principales jefes, siendo uno de ellos el comandante del regimiento Rimac, señor coronel Sevilla, 9 oficiales, 1 cirujano, 1 practicante, 1 telegrafista y 12 individuos de tropa.

El número de muertos que durante el combate y la persecución ha tenido el enemigo pasa de 13, entre éstos el teniente coronel 2.º jefe don Baldomero Aróstegui.

Además de las ventajas anteriormente consignadas, se tomaron al enemigo más de 100 carabinas Remington, casi igual número de lanzas y sables y 120 caballos, y como complemento, más de 1.000 animales entre vacunos, lanares y cabríos. Cayó asimismo en nuestro poder el aparato telegráfico de que se servía el enemigo, el instrumental de su banda de música, la documentación del regimiento e importantes comunicaciones privadas y oficiales.

Me es doloroso tener que comunicar a U. S. que el precio de este triunfo obtenido sobre el enemigo ha sido a costa de algunas pérdidas de nuestra parte, siendo la más sensible de todas ellas la muerte del 2.º jefe del regimiento Curicó, teniente coronel don José Olano, que murió en su puesto a las primeras descargas del enemigo. Por lo demás, nuestras bajas se reducen a 4 individuos de tropa heridos del mismo regimiento, dos de ellos de gravedad.

Me hago un deber en manifestar a U. S. el digno comportamiento de los señores jefes, oficiales y soldados del regimiento Curicó que fue quien sostuvo el ataque, como asimismo la disciplina y serenidad que durante la acción observaron las fuerzas de mi mando ocupando cada uno de los cuerpos las posiciones en que fueron apostadas sin que se notara durante las dos horas en que se sucedieron los fuegos del enemigo otros movimientos que los que tuve a bien ordenar, en previsión de que este nos atacara por el flanco. También me es grato recomendar a U. S. los eficaces servicios que durante el combate prestaron mis ayudantes de campo mayor Subercaseaux y capitanes Laermando Tagle Castro y San Martín y el alférez Urrutia, jefe del piquete de Cazadores a caballo que está a mis órdenes, como igualmente los que al día siguiente del combate prestaron en la persecución de los fugitivos y apresamiento de estos los mayores Lira, Pantoja y Villagrán, los capitanes Terán y Letelier, teniente Walker, Fornés y Hermosilla y los alféreces Larraín, Montt y Solar.

Estimo, señor general, que las ventajas obtenidas por la brigada de mi mando en la jornada de la noche del 27, atendido a que el regimiento Rimac, totalmente destruido, era la mejor caballería con que contaba el ejército enemigo, son de alguna consideración y por ella me es satisfactorio felicitar a U. S. como mi jefe inmediato, por su triunfo que inicia de una manera en mi concepto favorable, nuestra campaña sobre la capital del Perú.

No terminaré sin hacer presente a U. S. que tanto en el ataque como en los reconocimientos anteriores, me ha acompañado como ayudante prestando buenos servicios el señor Ángel Custodio Vicuña.

Incluyo a U. S. el parte que el comandante del regimiento Curicó me pasa sobre el hecho de armas de la noche del día 27.

Dios guarde a U. S.

O. Barbosa».



Después de la fausta sorpresa del Manzano, verdadero aguinaldo de año nuevo que fue recibido con vivo regocijo en el ejército y en el país, enturbiándolo sólo la muerte del bravo comandante Olano, mozo de increíble perseverancia e innumerables aventuras romancescas, continuaron los reconocimientos de frente hacia las líneas del enemigo.

El más formal de éstos tuvo lugar el 28 de diciembre bajo la dirección del coronel Lagos, que día a día recorría las avanzadas y se acercaba a tiro de rifle de las posiciones enemigas en San Juan como en Tacna, en Chorrillos como en Arica. El coronel Lagos maquinaba constantemente «robarse» una avanzada enemiga, hasta que a fuerza de acechos y de vigilias se enfermó en una ruda ramada ubicada en un potrero sembrado de sabrosas yucas.

En pos de estas operaciones, se emprendió un reconocimiento más formal el día 31 por el lado de Pampa Grande, que colinda con Ate. Condujo este el activo comandante don Jorge Wood, a la cabeza de 150 Cazadores y Carabineros. El 2 de enero el general en jefe se internó en esa misma dirección acompañado del coronel Velásquez y de sus ayudantes.

Otro reconocimiento tuvo lugar el día 5 por la quebrada llamada de Picapedreros, en la cual, sorprendido el coronel Barbosa, expuso su vida; y puede decirse que no pasaba día sin que los oficiales del cuartel general o del estado mayor no adelantasen alguna nueva jornada hacia las líneas enemigas.

Por la marina se ejecutaron también diversos reconocimientos, llegando nuestras naves varias veces hasta el pie del Morro Solar y a la vista de Chorrillos. El 2 de enero hizo una exploración preliminar en el vapor Gaviota el capitán de corbeta don Manuel Riofrío, el cual fue ratificado por la Magallanes el día 4, embarcándose en este buque los coroneles Lagos y Lynch. El último iba a medir su propio campo de batalla.

Por último, el 5 de enero, esto es, cuando el coronel Barbosa vagaba en la quebrada de Picapedreros, el almirante Riveros se cercioró de las posiciones enemigas embarcado en el vaporcito El Toro. Lástima y no pequeña fue, sin embargo, que en el curso lento de aquellos días la escuadra no bombardeara reciamente las líneas enemigas, porque esto habría sido de gran efecto para su vacilante moral y sus aprestos.

Esto no obstante, el reconocimiento definitivo de las líneas que defendían la ciudad de los Reyes sólo tuvo lugar el día 6 de enero, aniversario de su advenimiento y de su título. Presidió esta importante jornada en persona el resuelto general en jefe, a fin de señalar a cada uno su puesto de combate, y he aquí como refiere la primera parte del afanoso día uno que en el hecho anduvo:

«El día 6 de enero, al toque de la diana, llegaban a la tienda del general, los jefes de división, de brigada, de la mayor parte de los regimientos, y los oficiales de los estados mayores divisionarios. Se iba a practicar un reconocimiento sobre Villa, pues en los días 25 y 28 de diciembre sólo se habían hecho ligeras exploraciones por fuerzas de nuestra caballería.

A la invitación del general en jefe, todos habían acudido gustosos, pues iban a ver y observar las posiciones enemigas lo que era de suma utilidad en vísperas de la batalla.

Formaban parte de la expedición cuatro piezas de artillería de campaña, dos Armstrong y dos Krupp; 100 buines montados, los Granaderos, parte de los Cazadores y los Carabineros de Yungay; asistían también a este reconocimiento los distinguidos jefes y oficiales de la marina inglesa, francesa, italiana y de los Estados Unidos que habían acompañado desde Arica al ejército.

A las 7:52 a. m. llegaba la artillería a la ceja de la Tablada, distante ocho mil a nueve mil metros de las líneas enemigas, hacía alto y colocaba sus piezas en batería, los Armstrong tomaban la vanguardia por tener menos alcance: los buines se desmontaban y avanzando dispersos en guerrilla hacían alto a mil quinientos metros aproximadamente.

La caballería quedó en unas lomas y los jefes y oficiales tomaron la colocación que les plugo en las diversas colinas que dominan el hermoso valle del Rimac».



Lo demás está contado sucesivamente en los siguientes telegramas que resumen las peripecias de aquel día en el campo peruano y en el palacio de Lima:

«Palacio, 6 de enero.

Señor secretario de guerra:

De San Juan anuncian que el enemigo se avista, según propio llegado.

Paz Soldán».



«9:50 a. m.

Señor secretario de guerra:

Continúa el fuego de cañón y rifle en la línea.

Paz Soldán».



«11 a. m.

Señor secretario de guerra:

Cesó el fuego; parece ha sido gran reconocimiento. Nuestras tropas entusiastas. Regresan a su campamento, según último aviso».



«12:16 p. m.

Señor secretario de guerra:

El enemigo permanece cerca de Tablada, tres mil más o menos. Suspendido fuegos.

Paz Soldán».



«Señor secretario de guerra:

Después del gran reconocimiento, el enemigo se perdió de vista.

C. Paz Soldán».



El reconocimiento en fuerza del día de los Reyes ejecutado por el centro de las posiciones enemigas equivalió al del 22 de mayo frente al Campo de la Alianza. Conforme a su hábito de guerra, el general Baquedano, que no acostumbra tomar resolución definitiva sino a la vista del enemigo, fue llamando a su lado uno por uno a los jefes de división y de brigada, y señalándoles con el brazo los diversos rumbos de los reductos enemigos que se veían erizados de cañones y de bayonetas, les fue explicando en su lacónico y peculiar lenguaje lo que a cada uno le cumplía hacer en el día ya próximo e inminente de la fatal arremetida.

Cuando caía la tarde, y el sol se escondía entre las ondas azules que forman orla al verde oasis de Lurín, la comitiva atravesaba de regreso y en pintoresco desorden el elegante puente del río, y allí se detenía delante del foco de una máquina fotográfica para recordar al arte y a la historia los acentuados perfiles de su grupo de recios exploradores. El de la manta blanca es el coronel Lagos.

Esto, no obstante, y a fin de completar diferentes exploraciones que por mar habían ejecutado jefes de tierra y el almirante Riveros en persona sobre la extrema derecha del enemigo, es decir, hacia sus posiciones de Chorrillos y del Salto del Fraile, dispuso el general en jefe al subsiguiente día de su reconocimiento del 6, que el incansable coronel Barbosa, jefe de nuestra extrema derecha, en el campamento de Lurín, lanzase el día 9, antevíspera del día fijado para la batalla, más que un reconocimiento, un verdadero ataque sobre la extrema izquierda del enemigo, que se apoyaba en Monterrico, dando para ello un largo rodeo por el áspero camino montañoso denominado «la Rinconada de Ate». Para este efecto, una división de cerca de dos mil hombres escogidos fue puesta a disposición de aquel jefe, sacados de las tropas de su propia brigada, en la tarde del 8 de enero, e inmediatamente se dirigió a dar cumplimiento a tan riesgosa como importante comisión en el orden siguiente:

Cien hombres del Buin, montados en caballos de los Granaderos, iban adelante con 150 de estos fornidos jinetes. El mayor Vallejos, soldado de los Ángeles, conocido por su rudo valor, mandaba los Buines. El entusiasta mayor Marzán conducía los Granaderos como en el Campo de la Alianza.

Marchaba en pos el regimiento 3.º de línea al mando de uno de los mejores y más cabales jefes que cuenta el ejército de la república, el hoy coronel don José Antonio Gutiérrez, y el segundo batallón del Lautaro iba a las órdenes del viejo y bravo Robles, roble de batalla, y de su segundo y bizarro jefe, el mismo que lo había llevado a Moquegua en su famosa visita del año nuevo, que acababa de expirar, joven de raro mérito y que es hoy una de las más brillantes esperanzas de nuestras armas, el comandante don Ramón Carvallo, hijo de Valparaíso.

Iba además en la columna, protegida de cerca por el Lautaro, una sección de artillería compuesta de dos piezas Krupp, mandadas por el mayor von Koeller, prusiano de nacimiento, mozo esforzado de ánimo y recio de miembros, que había hecho hacía poco las victoriosas campañas de su patria.

Un pelotón de 25 Cazadores al mando del alférez Avaria, oficial que comenzara su carrera con buen nombre en la Guardia Municipal de Santiago, servía de escolta al comandante en jefe de la expedición.

Venían también a su lado, como representantes del estado mayor general, los ayudantes don Ricardo Walker, mestizo atacameño, y don Manuel Hermógenes Maturana, hijo de San Fernando, diarista en este pueblo y en Quillota, soldado de ingenio y de hígados, que había sido compañero de aventuras y de hazañas en «La Verde» del capitán Dardignac, «el bravo entre los bravos».

Conforme a las órdenes impartidas en la mañana del 8, se hallaron todas aquellas fuerzas, que llegaban por diversos senderos a las cuatro de la tarde de ese día, en el solitario y abandonado caserío de la hacienda de Manchay, estancia boscosa del valle de Lurín, propiedad de un viejo coronel Arias, proveedor de leña en grande escala de la ciudad vecina.

Allí, y conforme a su costumbre, había precedido a todos el jefe de la expedición, el jinete más recio del ejército después del coronel Lagos, centauro de hierro. El coronel Barbosa en campaña no duerme sino sobre el lomo del caballo. Le acompañaba su inseparable ayudante, el mayor Francisco Subercaseaux Latorre, uno de los voluntarios más brillantes del ejército movilizado, mozo lleno de valor, de lealtad y de inteligencia, que ha peleado bizarramente en todas partes, en la segunda y tercera campaña, en Tarata y en Ate, en Miraflores y en Chorrillos.

Acampó en Manchay la columna hasta la media noche, y a esa hora se puso silenciosamente en marcha por el monte. Iban adelante Buines y Granaderos guiados por el comandante Carvallo que había visitado todos aquellos parajes, y esperaba sorprender una avanzada que en cierta loma conocida mantenían los peruanos.

Forma propiamente lo que los labriegos limeños llaman la «Rinconada de Ate», unas cuantas pequeñas chácaras vegosas que las acequias del Rimac riegan y revienen junto a su margen izquierda y cuyo centro ocupa la aldea de Ate, formada por una sola calle de solares abiertos y de ranchos pajizos, abrigo de un centenar de cultivadores que proveen con sus menestras el diario mercado de Lima.

Más allá del terreno reducido a escaso cultivo de pasto y dividido en pequeños potreros, se interna a manera de quebrada dominada por altos cerros desnudos y arenosos, la rinconada propia, que es cascajosa, estéril y va angostándose hasta formar, como los «cajones» de Chile, una estrechura y garganta de pocos metros de espacio. Su mayor ámbito entre los dos cerros no pasa de dos cuadras, y la cadena que la domina por la derecha es mucho más alta y peinada que el cordón de lomas que cae al lado de la costa. Un portezuelo cierra por las dereceras en que venían los chilenos, es decir, por el sur, el cajón y su desarrollo, y desde su cima, que es comparativamente aplastada, columbrase entre la bruma amarillosa de los valles tropicales, los contrafuertes de San Bartolomé y de San Cristóbal, y más hacia el poniente las cúpulas opacas de Lima a sus pies.

Tal era el terreno que iba a reconocerse, y en el cual los peruanos nos aguardaban.

Aquel día no tenían colocadas sus avanzadas en el paraje acostumbrado, por lo cual se frustró su captura; pero conforme a su triste sistema de defensa automática, habían sembrado el cajón y las laderas de bombas escondidas, que por esta causa y la conocida gula de la gente chilena denominaban ellos burlonamente «camotes»... En cuanto a su línea de resistencia, apoyada a la distancia por el San Bartolomé, consistía en anchos focos y trincheras de tierra que cortaban la quebrada de banda a banda, junto a los terrenos de cultivo, dejando un reducido paso a la derecha que conducía al Rimac y era el desfiladero previsto de la fuga.

El camino transitable desde el portezuelo corre por el costado izquierdo de la quebrada inclinándose a los cerros de la costa.

Por consiguiente, el campo de batalla iba a ser simplemente una quebrada, o más propiamente lo que en Chile denominamos «un cajón», el cajón de Ate.

Con los primeros inciertos albores del amanecer del domingo 9 de enero, la trasnochada pero valiente vanguardia del coronel Barbosa, Buines y Granaderos, halcones y gavilanes, en demanda de matutina presa, llegaban al portezuelo de Ate, y una bomba traidora, que hería mortalmente a un soldado del Buin, era el aviso dado con su estrépito estridente, a los unos y a los otros, de que el combate iba a comenzar.

La división chilena apresuró en efecto el paso, y los peruanos de Ate, despertando en sus campamentos del valle, comenzaron a rellenar el foso y a coronar las empinadas alturas de la derecha con cuadrillas de carne de cañón.

Pasada la primera emoción de la alevosía, la división de reconocimiento bajó en orden al valle; y en los momentos en que el sol de enero derramaba ancha y rojiza luz en las áridas y plomizas cimas, el coronel Barbosa, que había trepado a pie a un mogote del cajón, disponía con consumada maestría el plan de ataque, diseñándose en su tostado rostro, tipo hermoso del araucano de la selva y del beduino del desierto, su peculiar sonrisa de husmeador del fuego.

El 3.º de línea estaba destinado a llevar en sus hombros el peso y la gloria del día, como en Arica.

Ordenó para este fin el coronel Barbosa que tres compañías de aquel bien probado regimiento avanzaran por el fondo del valle al mando de su tercer jefe el mayor don Gregorio Silva, soldado arribano alentadísimo, llamado por su tropa «el zunco» porque le faltaba un dedo de la diestra, si bien le sobran brazo, corazón y espada.

La cuarta compañía, que era la guerrillera, del primer batallón fue despachada a reconocer los cerros de la derecha del cajón, por cuyas cabeceras subían en ese momento enjambres de enemigos con la velocidad de gamos. Iba esta ágil y adiestrada tropa al mando del capitán don Ricardo Serrano, héroe del día, que en el sitio ganaría su último grado en su juvenil carrera.

En pos de él iba la compañía que mandaba Luis Alberto Riquelme Lazo, capitán de 19 años. Y ¡triste episodio de carnicera guerra! aquellos dos mozos que en Ate se cubrirían de denodada gloria, en Chorrillos serían sólo dos mutilados cadáveres, el uno junto al otro, allí como en la inmortalidad.

Los cien Buines del mayor Vallejos apoyaban desde la distancia este atrevido movimiento, llevando su vanguardia el animoso teniente Ibarra, uno de los muchos generosos estudiantes de medicina que habían cambiado en la campaña, por entusiasmo patrio o por desengaños en el servicio, el escalpelo por la espada.

Mientras se da lugar a que los capitanes Serrano y Riquelme (otra curiosa coincidencia con los dos nombres y los dos heroísmos de la Esmeralda) trepen la escarpada cima, avanza lentamente por la opuesta ladera la compañía del 3.º que manda el capitán Eleodoro Guzmán; y porque sus jefes no le ven llegar a las trincheras a paso de carga, como se le tenía prevenido, piden al día siguiente su baja del ejército: ¡tanta era la emulación de la gloria y del deber en la víspera de los grandes días!

El capitán Guzmán se rehabilitó por lo mismo, manteniéndose en Miraflores en lo más crudo del fuego como ayudante del general Maturana; y así obtuvo en un campo de batalla la rehabilitación de su honra comprometida en otro campo de batalla.

En las campañas de Chile en el Perú, la gloria no ha dado treguas, ni quitas, ni esperas a la gloria.

El capitán Serrano avanzaba entre tanto por la fatigosa subida, y como su tropa iba vestida de blanco, y se cansaba, rezagándose algunos soldados por la fatiga, más no por el miedo, juzgaban los que desde el valle les divisaban, que eran heridos o muertos que caían.

Los peruanos habían roto desde el primer momento un fuego desatentado que les sirvió sólo para quemar su pólvora. En ningún combate de tierra sus punterías había sido más infortunadas.

Entre tanto, y con admirable acierto, el capitán von Koeller había roto sus fuegos de cañón sobre los fosos y sobre las crestas, y tan fijo era su ojo, ojo de prusiano, que dejaba poco trabajo a los infantes. Media hora después del primer disparo se veía en efecto a los peruanos huir en todas direcciones. Por su parte, el ágil capitán Serrano no sólo había coronado la altura con su tropa victoriosa e inerme, sino que precipitándose a las chácaras y caseríos de Ate había hecho prisionero a un ingeniero norteamericano llamado Murphy, viejo mañoso, que a su decir era administrador de una hacienda del valle, pero que llevado a la tienda del ministro de la guerra aquella tarde dio importantes detalles científicos sobre las defensas del enemigo.

Al propio tiempo, el mayor Silva avanzaba por el fondo de la quebrada a paso de trote, sostenido ahora por los Buines del mayor Vallejos, sobre los fosos enemigos, resuelto a tomarlos a la bayoneta. Era aquella una terrible apuesta de denuedo en terreno de secano entre dos terribles lleulles de ultra Maule.

Ignoraba en ese momento el coronel Barbosa, que en sus anchas narices aspiraba el olfato a la batalla, el número de los enemigos que iba a combatir; pero como sus instrucciones se limitaban a descubrir su fuerza y a amagarla, sin comprometer por esto un combate decisivo, juzgó que era llegado el momento crítico del encuentro y ordenó el avance general de su división exploradora, infantes, jinetes y cañones:

«A la hora y media de fuego -dice un testigo de vista en una relación anónima de la prensa de Valparaíso- el capitán Serrano era dueño de las alturas de la derecha; sólo las fuerzas ocultas en los fosos hacían fuego; mandó a la carga Barbosa, y el valiente Silva cargó a la bayoneta, al mismo tiempo que Vallejos por la izquierda ejecutaba con igual resolución la misma carga. En esos momentos llega un ayudante anunciando la dispersión del enemigo; inmediatamente el coronel Barbosa, radiante de coraje y de entusiasmo, proclama en breves pero arrebatadoras palabras a los Granaderos, que con la celeridad del rayo desenvainan los afilados sables y en medio de un sonoro chivateo desaparecen envueltos en el polvo que levantan sus caballos y el humo del fuego; llegan a los fosos: no hay pasada, son demasiado anchos para saltarlos; ¡qué hacer! El bravo mayor que los manda, empinándose en los estribos, descubre la única y estrecha pasada entre el cerro y los fosos, y en medio de un diluvio de balas ejecutan una contramarcha tan perfecta como si hubiera sido en el campo de instrucción: colocados entre los fosos y las trincheras, carga la primera mitad al mando de Vivanco y acuchilla sin piedad a los pocos que no alcanzan a ganar las trincheras, distantes 15 metros de los fosos; 3 oficiales y 22 soldados caen en esta atrevida carga; tras de esta mitad se precipita la segunda al mando del bizarro Varela, se estrella por dos veces contra las tapias del frente y por sobre estas logra acuchillar a unos cuantos enemigos».



A esta bizarra carga agregaremos un simple detalle de nombre, o más bien de profesiones: el capitán Varela era un joven abogado de Concepción que había ido a la guerra por la convicción del patriotismo; el subteniente Vivanco, ex preceptor de Linares, había ido, como mucho de sus colegas, Terán, Villar, Arroyo, Elgueda y otros, por el entusiasmo del patriotismo. En esta guerra los obreros de la inteligencia han tenido también sus duelos como los lleulles, hijos y escarmentadores de los bárbaros. Un detalle doloroso todavía: el alférez Vivanco, que en la caballería mereció los honores del día, junto con Serrano capitán de infantes, alcanzó en el borde de una ancha acequia de regadío a un joven oficial peruano y lo atravesó de parte a parte con la espada. Una hora después, cuando los chilenos eran completamente dueños del campo de Ate, algunos de sus oficiales observaron, poseídos de dolorosa impresión, que el agua de los regadíos pasaba sobre el lívido rostro del enemigo muerto, lavando con melancólico murmullo la ancha herida que le atravesaba el pecho. El alférez Vivanco fue ascendido por su bizarría, y es hoy teniente de su regimiento.

Con la dispersión del enemigo que protegía la extrema izquierda del ejército peruano contra un movimiento envolvente, «a lo Moltke», quedaba terminada la comisión que en la víspera había recibido en el cuartel general el coronel Barbosa. Los cañones del San Bartolomé, que cerraban en esa dirección el paso de Lima, situada a su espalda, comenzaban también a enviar mal dirigidas bombas hacia la quebrada; y aunque entonces se dijo que el jefe de la columna chilena había pedido un refuerzo de 3.000 hombres, comprometiéndose a tomar la capital peruana por la espalda de sus líneas de defensa, es lo cierto que como buen soldado, se limitó a cumplir sus instrucciones.

A las doce del día el coronel Barbosa estaba en plena, tranquila y ordenada retirada; y tan lejos se habían hallado los enemigos vencidos de molestarlo, que los Granaderos lacearon un buey a su vista y sabrosamente lo carnearon.

Terminada así con rara felicidad aquella operación de guerra que debía llevar en hora tan crítica de la campaña honda perturbación al real peruano, no quedaba ya nada más que hacer sino levantar deprisa el campo de Lurín y marchar resueltamente sobre las formidables barreras que el enemigo había levantado a nuestro frente y que hora por hora seguía reforzando.

Y esto fue lo que quedó acordado en junta de guerra del día 11 de enero, última fecha de consultas y de movimientos preliminares antes de las grandes batallas que serían las últimas jornadas de la campaña y del presente libro.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

La batalla de San Juan


Resuelto irrevocablemente desde el día 6 de enero en el cálculo y en el heroísmo el plan de ataque de frente a las formidables posesiones de los peruanos en la línea de Chorrillos a San Juan por los tres hombres de guerra que habían forjado la batalla campal de Tacna y el asalto victorioso de Arica, es decir, por el general Baquedano y por los coroneles Velásquez y Lagos, convocó el primero el día 11, a la hora del mediodía, en su alojamiento de las casas de San Pedro, especie de claustro, granero y fortaleza jesuítica, una junta de guerra, no para cubrir su responsabilidad sino para acentuarla.

Asistieron a esa conferencia los generales Maturana, jefe de estado mayor; Saavedra, inspector general del ejército; Sotomayor, jefe de la 2.ª división; el coronel Lynch, comandante general de la 1.ª división; el ministro de la guerra en campaña, el ex ministro de Chile en el Perú don Joaquín Godoy y los secretarios Altamirano y Lira. El coronel Lagos, comandante general de la tercera división, no se halló presente a causa de una ligera indisposición motivada por los insomnios y la fatiga. El elemento militar estaba casi balanceado en el consejo por el elemento civil.

Expuso el general en jefe netamente su plan en aquella junta, y no encontró sino débiles contradictores. El general Saavedra habría preferido demorar el asalto hasta hacer venir nuevas reservas de Tacna. El ministro de la guerra, que desde el reconocimiento de Barbosa en la quebrada de Ate y por los informes del ingeniero Murphy que allí fue tomado, según antes dijimos, se había impresionado en el sentido de lanzar el ejército por esa vía de circunvalación, insinuó su conveniencia, pero no con el calor que la pasión política ha atribuido después a aquellas divergencias. Era una simple opinión que él sugería a la responsabilidad del general en jefe, y que en definitiva dejaba a su albedrío. Por último, el jefe de estado mayor, que desde Tacna traía madurado un plan de batalla concebido en tres jornadas sucesivas y por aquella misma dirección, apoyó sin entusiasmo al ministro; pero fue combatido en lo absoluto y con energía por el coronel Velásquez. En su condición de jefe de la artillería de campaña, naturalmente, no era dable al último aceptar una maniobra en terreno desconocido, que hubiese podido embarazar el uso de sus cañones y los de la escuadra, que en la combinación por Ate quedaban por necesidad eliminados.

Por su parte, y con su laconismo acostumbrado, el general en jefe alegó las graves razones que con trasparente claridad apunta en su parte oficial de las batallas de Lima, y entre aquéllas figuran en primera línea la falta de movilidad para emprender un movimiento que habría podido durar dos o tres días, marchando peligrosamente por el flanco, la temeraria prescindencia de la cooperación de la escuadra y el peligro inminente de que el enemigo hubiese podido ocupar a Lurín maniobrando a su retaguardia y cortándole, no sólo su base de operaciones sino su natural retirada. A todo esto habría podido agregar que en la ciencia y la experiencia de la guerra está demostrado que quien lleva un asalto de frente lleva la ventaja, si cuenta para ello con la oscuridad y la sorpresa, la disciplina y el valor conocido del soldado.

Por otra parte, y así como habría sido probable que, dando la vuelta por Ate, hubiese podido el ejército de Chile ocupar a Lima casi sin resistencia, habría sido acaso esa misma ventaja ocasionada a encontrar en escala más abultada los gravísimos inconvenientes que el vencedor halló a su paso algunas horas más tarde en la conflagración y en el alcohol de Chorrillos.

Acordada definitivamente la marcha de frente, se dispuso todo para verificarla en la tarde del 12 de enero, y a fin de detallar a cada cual lo que le correspondía hacer en la batalla, el general Baquedano citó en la mañana de aquel día a una junta de jefes en su sala de despacho, asistiendo todos los comandantes generales de brigada y de cuerpo:

«El 12 por la mañana -decía el coronel Gana en una carta íntima de familia escrita desde Lima el 29 de enero- fuimos citados todos los jefes a la presencia del general Baquedano. Reunidos en un gran salón de la hacienda de San Pedro, el general nos dijo:

-Esta tarde a las seis marchará todo el ejército para caer sobre el enemigo antes de aclarar; la primera división atacará el ala derecha del enemigo, la segunda el centro por San Juan y la tercera la izquierda. Yo espero -añadió- que todos cumplirán con su deber. Somos chilenos y el amor a Chile nos señala el camino de la victoria. ¡Adiós, compañeros! ¡Hasta mañana después de la batalla!».



Visible era la santa y generosa expansión del patriotismo en todos los semblantes al oír aquella arenga de soldado y de patriota. Algunos, como el coronel Martínez, del Atacama, se mostraron sombríos pero resueltos; otros entusiastas y alegres:

-¡Cuántos de nosotros estaremos mañana vivos!, dijo al comandante Holley uno de sus compañeros de brigada.

-Qué importa -le respondió el último-, si la victoria de Chile está más allá de la muerte!

Enseguida todos arreglaron sus relojes por el del general en jefe, remontaron a su nivel sus corazones, y de allí marcharon a ocupar sus puestos al frente de sus tropas.

A esa hora en aquel memorable día circulaba asimismo de mano en mano en los afanados y bulliciosos campamentos una proclama manuscrita del general en jefe (porque se había descuidado llevar siquiera una prensa litográfica portátil), que resumía las nobles impresiones de todo el ejército y estaba concebida en los términos siguientes:

«A los señores jefes, oficiales, clases y soldados del ejército.

Vuestras largas fatigas tocan ya a su fin. En cerca de dos años de guerra cruda, más contra el desierto que contra los hombres, habéis sabido resignaros a esperar tranquilos la hora de los combates, sometidos a la rigurosa disciplina de los campamentos y a todas sus privaciones. En los ejercicios diarios y en las penosas marchas a través de arenas quemadas por el sol, donde os torturaba la sed, os habéis endurecido por la lucha y aprendido a vencer.

Por eso habéis podido recorrer con el arma al brazo casi todo el inmenso territorio de esta república, que ni siquiera procuraba embarazar vuestro camino. Y cuando habéis encontrado ejércitos preparados para la resistencia detrás de fosos o trincheras, albergados en alturas inaccesibles, o protegidos por minas traidoras, habéis marchado al asalto firmes, imperturbables y resueltos, con paso de vencedores.

Ahora el Perú se encuentra reducido a su capital, donde está dando desde hace muchos meses el triste espectáculo de la agonía de un pueblo. Y como se ha negado a aceptar en hora oportuna su condición de vencido, venimos a buscarlo en sus últimos atrincheramientos para darle en la cabeza el golpe de gracia y matar allí, humillándolo para siempre, el germen de aquella orgullosa envidia que ha sido la única pasión de los eternos vencidos por el valor y la generosidad de Chile.

Pues bien: que se haga lo que ha querido; si no lo han aleccionado bastante sus derrotas sucesivas en el mar y en la tierra, donde quiera que sus soldados y marinos se han encontrado con los nuestros, que se resigne con su suerte y sufra el último y supremo castigo.

Vencedores de Pisagua, de San Francisco y de Tarapacá, de Ángeles, de Tacna y Arica: ¡Adelante!

El enemigo que os aguarda es el mismo que los hijos de Chile aprendieron a vencer en 1839 y que vosotros, los herederos de sus grandes tradiciones, habéis vencido también en tantas gloriosas jornadas.

¡Adelante! ¡A cumplir la sagrada misión que nos ha impuesto la Patria! Allí, detrás de esas trincheras, débil obstáculo para vuestros brazos armados de bayonetas, os esperan el triunfo y el descanso; y allá, en el suelo querido de Chile, os aguardan vuestros hogares, donde viviréis perpetuamente protegidos por vuestra gloria y por el amor y el respeto de vuestros conciudadanos.

Mañana, al aclarar el alba, caeréis sobre el enemigo; y al plantar sobre sus trincheras el hermoso tricolor chileno, hallaréis a vuestro lado a vuestro general en jefe, que os acompañará a enviar a la Patria ausente el saludo del triunfo, diciendo con vosotros: ¡Viva Chile!

Manuel Baquedano».



A las cuatro de la tarde de aquel mismo día comenzó el grandioso desfile del ejército hacia el puente de hierro de Lurín. Los regimientos marchaban por el flanco, ligeros los corazones, risueños los semblantes, ágiles los músculos. Al fin, aquellos hombres sufridos iban a Lima, después de dos años de impaciencia y de esperanza. Las bandas de música que los precedían alentaban su marcha ejecutando aires patrióticos, y una hora después el campo de la Tablada que separa el valle de Lurín del de San Juan, hervía con los giros y los pasos de veinticuatro mil combatientes que se adelantaban a cumplir los destinos de su patria. La distancia lineal de Lurín a San Juan, conforme a los planos del ingeniero Orrego, es de 17.400 metros, o sea más o menos, contando con las ondulaciones del terreno, cinco leguas chilenas. El leguario antiguo del Perú arroja una distancia de 6 leguas españolas de Lima a Lurín y 7 de Lurín a Chilca.

El terreno que los chilenos tenían que recorrer era llano pero pesado. Se denomina con propiedad aquella comarca árida y medanosa «la Tablada de Lurín», porque es una meseta que se empina algunos metros sobre el nivel del río y va a morir en el del Rimac, que a su vez comienza en San Juan o en Chorrillos, divididos ambos allí por áspero lomaje.

Tiene aquel paraje algo de semejante a la formación geológica del llano de Maipo entre el Mapocho y el río de aquel nombre, salvo que las arenas del mar vecino esparcidas por vientos seculares siembran su espacio de montículos movibles y han formado dos series de médanos paralelos que corren de sur a norte, el uno junto a las playas y el otro algunas cuadras más hacia el interior. Se llama la Tablada en realidad sólo el espacio arenoso comprendido entre esas dos cadenas de médanos, y por su centro corren el camino de Cañete, el trazado de un futuro ferrocarril y los postes del telégrafo.

Más hacia el oriente, y separado por los médanos interiores que dejamos indicados, corre un camino de atravieso llamado de Otocongo o la Capilla, por una ruina que en su medianía existe, sendero de mulas que el dueño de la hacienda leñera de Manchay, un coronel Arias, había hecho hacía poco carretero para el tráfico del combustible a la ciudad. Este camino penetra en la Tablada hacia su medianía por un blando portezuelo de tres o cuatro caracoles.

El derrotero que corta por su centro la Tablada va a desembocar en Villa, hacienda de regadío, es decir, de alfalfa y de caña, situada a espaldas de la que fue fastuosa villa balnearia de Chorrillos y forma lo que se llama el camino real del sur en el Perú. El sendero de Otongo o camino de Manchay, es más propiamente la vía montañosa de Ayacucho y de Arequipa, y ésta, cortando las cerrilladas de Chorrillos en su centro, va a pasar por la hacienda de San Juan, gemela de la de Villa, pero situada en el faldeo opuesto de los cerros, y enseguida por las de Tebes y la Palma, famosas éstas últimas en las guerras civiles del Perú.

La hacienda de Villa fue heredad hace algunos años de la familia feudal de Lima de Lavalles y es ahora propiedad de los Goyeneche, familia feudal de Arequipa. San Juan perteneció hasta hace poco a un chileno natural de Talcahuano llamado Fernández, hombre terco y orgulloso, que dejó infeliz familia de dos hijos, uno de ellos loco en San Andrés y el otro en poder del pérfido tutor, conocido hombre público del Perú, de quien se dijo que por heredar a su pupilo lo arrojó vivo al cárcamo del ingenio, y allí pereció.

En la organización mucho más fantástica que efectiva que el genio meticuloso del dictador había impreso a las regiones agrestes y despobladas que forman cintura a Lima, el distrito de Chilca llevaba el nombre de zona número 10, y el de Lurín, comprendiendo las haciendas de San Pedro y Buenavista, zona número 9. La zona de Chorrillos (número 8) abrazaba las poblaciones de Chorrillos, Villa, San Juan, Surco, Barranco y Miraflores, y la zona 7.ª las haciendas, aldeas y chácaras situadas en la rinconada de Ate o sus lindes, como Vásquez, Monte Rico, Melgarejo, la Molina, etc. La zona número 6 era la de la Magdalena antigua y moderna; y pasado el río, seguían hacia el norte seis zonas más, todas dentro del departamento litoral de Lima, Huacho y Supe. Por el sur las zonas terminaban en Cañete con el número 12, de suerte que había seis zonas al norte del Rimac y seis al sur.

Conforme a esta disposición del terreno y a la misión encomendada a cada una de las secciones del ejército de Chile la división Lynch avanzó de frente por el centro de la Tablada, destacando por la orilla de la playa al regimiento Coquimbo y al batallón Melipilla a cuyos cuerpos se encomendó la arriesgada tarea de atacar el caserío de Villa y sus fortificaciones por sorpresa y por el flanco.

La división Lagos, que pasó el puente de Lurín en pos de Lynch, debía ejecutar en el centro de la Tablada una conversión hacia su derecha para caer sobre la izquierda enemiga, al paso que la división Sotomayor, haciendo un corto rodeo por los potreros del valle, tomaría el camino de Otocongo, pasando el río por un puente provisional. La artillería de campaña recorrería esa misma senda, que por su posición resguardada era mucho menos medanosa y fatigaría menos sus tiros. La artillería de montaña repartida en brigadas seguiría a retaguardia de las respectivas divisiones a lomo de robustas mulas y en el orden siguiente en cada división.

Acompañaba a la división Lynch la brigada del 2.º regimiento mandada por el sargento mayor don Emilio Gana, compuesta de las baterías de los capitanes don Gumersindo Fontecilla y don José Antonio Errázuriz; a la 2.ª la brigada del sargento mayor don Manuel J. Jarpa, del mismo regimiento número 2, y formada por las baterías de los capitanes don Eduardo Sanfuentes, don Emilio A. Ferreira y don Jorge von Köller, y, por fin, a la tercera, la brigada del primer regimiento a las inmediatas órdenes del sargento mayor don José Lorenzo Herrera y al mando superior del segundo jefe de ese cuerpo, teniente coronel don Antonio R. González, compuesta de las baterías del capitán don Francisco Ruiz y del teniente don Manuel Jofré.

A las 7 de la tarde todos los cuerpos habían cruzado el río Lurín y no quedaban en el campamento sino dos compañías del Curicó al mando del capitán don Tristán López y un pelotón de granaderos con el alférez Padilla, para proteger a los enfermos, cuyo número llegaba a 200, los víveres y los bagajes.

La caballería debía partir a las 10 de la noche para llegar fresca al campo de la acción, y el cuartel general se movería sólo después de media noche entre las sombras. El parque seguía en secciones el avance general de las divisiones.

La luna que al día siguiente sería llena, entoldada por nubes que velaban su claridad sin extinguirla, alumbraba tenuemente el camino de las tropas. En marcha y avanzando con intervalos de una hora de fatiga y veinte minutos de descanso, en seis horas completarían las tres divisiones cómodamente su jornada.

A la 1 de la noche el coronel Lynch tendía, en efecto, su división en la arena agrupada en columnas por regimiento, y allí los fatigados infantes dormían su último sueño frente a los tres empinados morros que iban a ser su tumba y su diadema.

La división Lagos, que tenía mayor extensión que recorrer en su marcha oblicua, seguía avanzando hasta las dos de la mañana, y se detenía sólo a la vista de los cerros de la derecha que iba a envolver, mientras que la división Sotomayor, desembocando por el portezuelo de las carretas leñeras de Manchay, penetraba a la Tablada media hora más tarde y se alojaba demasiado a retaguardia de su puesto de combate en un repliegue del terreno, junto a unos corrales. Los cañones de campaña del coronel Velásquez habían seguido aquella misma ruta, pero en la cumbre del portezuelo debieron aguardar largo trecho para dar paso a los infantes. Hubo además un momento de alarma en aquel sitio, porque se dio aviso que en la llanada se avistaba caballería enemiga. Ordenó el coronel Velásquez en semejante coyuntura se adelantaran a reconocer sus ayudantes Ovalle y Guevara, y cuando éstos descendían de la colina encontraron al infatigable explorador del ejército, el bravo capitán Flores, en su tradicional caballo blanco, con la noticia de que los jinetes avistados eran nuestros. Bien pronto habremos de saber quiénes eran aquellos exploradores de la noche y por qué por ese rumbo andaban.

Se verificaba todo esto en el más profundo silencio, y como para hacerlo más intenso y propicio, la matutina camanchaca del desierto y del océano se adelantó aquella noche a su hora quedando los dos ejércitos a la vista pero envueltos en densa niebla a la distancia máxima de ocho mil metros (dos leguas) el uno del otro.

Eran las 2 de la mañana, y a esa hora llegaba el general en jefe con el estado mayor y el cuartel general a una loma alta y central que desde el reconocimiento del 6 de enero había quedado designada como el divisadero general del campo de batalla y su sitio más adecuado para dirigirla.

«Esperando que llegara la hora de la partida -dice uno de la comitiva del general en jefe-, fijada en las doce de la noche, me reuní en las bodegas de las casas al general Maturana y a los otros amigos que, tendidos sobre los líos de charqui y sacos de galletas y fréjoles de la provisión del ejército, charlaban, entreteniendo la velada con los más alegres cuentos y con un suculento asado, comido a dedos y a mordiscos, que había tenido la buena idea de preparar el simpático coronel Valdivieso».



La marcha de aquella caravana fue breve pero silenciosa y casi melancólica. Nadie hablaba. Los corazones latían silenciosamente dentro de los pechos que frígida niebla envolvía, y cada cual mantenía allí con el distante hogar el diálogo callado de los recuerdos, de los presentimientos y de los adioses.

«Llegados al lugar del acecho -agregaba el narrador que acabamos de citar-, allí permanecimos tres largas horas sin que nadie, ni las bestias, hicieran el más perceptible ruido. Sólo el caballo del ministro de la guerra, el mismo en que cargara en Tacna, a la cabeza de los Granaderos, relinchó por tres veces cuando nos acercábamos a las líneas enemigas. El noble bruto reconoció sin duda a sus antiguos contendores y quiso desafiarlos impaciente, con su guerrero y bullicioso clarín...».



¿Qué hacían entre tanto los peruanos dentro de sus temerosas líneas de combate?

Según lo tenemos referido, el ejército de línea del dictador en número de veinte mil hombres había comenzado a ocupar el 23 de diciembre las fuertes posiciones naturales que se extienden desde el Morro Solar, escarpe formidable del océano, hasta Monte-Rico Chico, chácara de faldeos, especie de Peñalolén de Lima, situada en la base de los cerros de Vásquez, Chácara de mayorazgos, ubicada en las dereceras de la ciudad.

Tenía ese movimiento lugar el mismo día en que la brigada Gana ocupaba a Lurín. El ejército de reserva, a su turno, marchaba a ocupar la segunda línea de Miraflores, que corría de ese pueblo hasta los cerros de Vásquez, apoyándose en una batería denominada la Calera de la Merced y repartiéndose en una extensión de cerca de dos leguas. De esta manera los peruanos tenían dos líneas sucesivas de combate que se desarrollaban una y otra en el espacio de cerca de cinco leguas, defendidas por ciento veinte cañones y treinta y dos mil hombres, de los cuales doce mil correspondían a la reserva. El San Cristóbal y el San Bartolomé, dos altos cerros que cubren a Lima por el oriente como dos sólidos contrafuertes de los Andes allí vecinos, semejantes al San Cristóbal de Santiago y al de Badajoz en España, formaban la tercera y fantástica línea de defensa de Lima con sus poderosas baterías de marina servidas por gente de la escuadra.

Según se observará, desde luego, las líneas de defensa de la capital del Perú eran demasiado extensas, abiertas y múltiples. El último era su más notorio defecto de flaqueza, porque no quedaba en manera alguna vedado al ejército invasor atacarlas en detalle, cual aconteció, librándoles tres batallas en tres días.

Las líneas de Miraflores, consideradas en sí mismas, habían sido hábilmente dispuestas, y fueron ejecutadas por ingenieros entendidos en el arte militar. Por lo opuesto, las de Chorrillos a Monte-Rico chico, cuyo centro estaba en San Juan, no fueron ni con mucho tan cuidadosamente estudiadas ni dispuestas conforme a preceptos de la ciencia de la guerra, y esto porque en realidad no lo necesitaban. Una áspera naturaleza se había anticipado allí a la labor del hombre y héchola hasta cierto punto excusada.

Desde el Morro Solar y con una ligera inclinación hacia el nordeste se levanta una cerrillada arenosa que va formando diversas curvas, contrafuertes y picos salientes, algunos de los cuales se encumbran hasta la altura de 180 metros sobre la arena muerta de la Tablada de Lurín. El Morro Solar, que recuerda por su posición, por su estructura y por el heroísmo chileno, causa de su renombre, el famoso Morro de Arica, se empina abrupto, sombrío y casi inaccesible hasta una altura, recientemente medida, de 275 metros, algo que equivaldrá cinco veces a la elevación vertical del peñón de Santa Lucía de Santiago, cuya más encumbrada roca se alza 66 metros sobre el plan de la ciudad. Cuando se habla de posiciones tomadas al asalto y a la bayoneta, la medida en metros de los lugares es la más acentuada revelación del heroísmo, porque cada pulgada de ascenso representa un esfuerzo sobrehumano.

Se sucede en pos, camino del oriente, una cadena desigual erizada de morros que ostentan su árida cabeza en el horizonte calcinado por el sol y por el cierzo. De éstos, tres son los principales, y contando desde el más vecino al mar, se encuentran a 50, a 64 y a 96 metros sucesivamente. Tales eran los terribles morros, verdaderos castillos naturales, que debía atacar antes de romper la luz del alba la división Lynch.

Continuando hacia la derecha se destacaba aquella noche, mostrando su parda silueta en la semiclaridad de la luna anublada, una cuchilla de una altura más o menos uniforme, en forma de meseta inclinada; y enseguida todavía más hacia el oriente los morros llamados propiamente de San Juan, que miden respectivamente 168 y 176 metros de elevación.

De esta manera el ejército chileno, aparte del Morro Solar, en cuya altísima cumbre existía una batería de ocho cañones de a 12 y tres formidables ametralladoras bávaras de oscilación, y sin tomar en cuenta muchas eminencias de menor importancia que interrumpían la línea enemiga y la hacían más inaccesible, tenía delante de sus pasos no menos de nueve alturas artilladas que eran otras tantas fortalezas casi inexpugnables.

Por consiguiente, las obras artificiales de defensa ejecutadas por los peruanos consistían sólo en algunas profundas cortaduras para ligar aquellos contrafuertes naturales entre sí, y de trecho en trecho sólidos parapetos de sacos con plataformas colocadas en los sitios más adecuados para manejar sus baterías de cañones de tiro y campo medidos. Sesenta de éstos estaban distribuidos desde Chorrillos a San Juan en la extensión de 4.400 metros.

Se encontraban también desde San Juan a Monte-Rico Chico unas pocas piezas mal distribuidas, porque la distancia de la línea entre los últimos puntos era de 8.000 metros, o sea dos leguas: total de las distancias, estimadas a vuelo de pájaro, o más propiamente siguiendo el trazado del compás en el mapa, 12.800 metros: tres leguas.

Desde San Juan al Morro Solar aquella compacta cerrillada se agrupa como si los vientos furiosos hubieran arremolinado las arenas, y enseguida petrificándolas el hálito candente del sol tropical. Y esto es de tal modo, que empedernidos médanos sólo dejan dos pasos transitables para la rueda de los vehículos o la uña de las arrias: una al pie del morro Solar que llaman el abra de Santa Teresa, por un caserío de este nombre que allí hubo, y el otro el abra de San Juan que forma un portezuelo de sólo 26 metros de altura sobre el nivel de la planicie.

Por el abra de Santa Teresa penetra el camino real y un canal ancho que trae el agua del Rimac por el cauce llamado río de Surco hasta Villa, y es la ruta de mayor tráfico entre Lima y Lurín.

Por la abra de San Juan encuentra paso el camino de mulas de Otocongo o de Manchay, recientemente ensanchado para cruzar enseguida por los caseríos y hacienda de su propio nombre (San Juan), la de Tebes y la de la Palma situadas en el centro de la llanura que separa a Chorrillos de Lurín.

Aquellas dos aberturas de la cuchilla medanosa de Chorrillos, verdaderos lechos del muro de granito que guarda a Lima por el sur, eran en consecuencia las dos llaves maestras, las verdaderas puertas de calle de las posiciones enemigas. A fin de destruir a fondo el ejército del dictador, era forzoso conquistarlas a toda costa, así como era forzoso para tomarlas apoderarse previamente de los morros que las dominaban a manera de fortalezas naturales erizadas de soldados y de cañones.

En la abra de Santa Teresa estaban tendidos en batalla, a derecha e izquierda del desfiladero, los batallones Ica y Libres de Cajamarca, sosteniendo una brigada de artillería volante mandada por el sargento mayor don Enrique Dellorme, joven descendiente de francés, que siendo cadete había sido promovido a capitán por una infantil hazaña en el combate del Dos de Mayo contra la escuadra española.

Los peruanos, mucho más estratégicos que lo que vulgarmente se les reconoce, se habían dado clara cuenta del valor militar de sus posiciones y tenían formadas en esa virtud sus agrupaciones de armas con notoria precisión y habilidad.

«El observador -decía en efecto un cirujano de las ambulancias peruanas establecidas en San Tadeo, el doctor don Avelino Vizcarra, escribiendo a un hermano suyo residente en el Cuzco y describiéndole minuciosamente aquellas posiciones-, el observador, colocado en la más elevada de estas colinas, situada casi delante del ingenio de San Juan, a donde se hallaba establecida la oficina de señales semafóricas de nuestro ejército, ve desplegarse a su frente una inmensa llanura árida y de una arena suelta, que sirve como de preámbulo a la muy conocida tablada de Lurín. La vista se pierde en un horizonte triste y desolado, y allá a lo lejos, en medio de la compacta uniformidad del desierto, se notan algunos puntos negros sobre las leves lomadas que lo ondulan; con ayuda de anteojos se distinguen claramente grupos de caballos: son las avanzadas del enemigo.

Al oriente del cerro de que hablamos, la cadena se rompe bruscamente para reanudarse sin solución de continuidad, formando así un hondo y anchísimo camino defendido por un sinnúmero de bombas automáticas enterradas, que debían estallar a la más leve presión.

Al poniente del mismo cerro, como a distancia de una milla, se extiende verde y florida la hacienda de Villa, formando una nueva interrupción a la serie de colinas que van aumentando de elevación hasta el morro Solar y que vienen naturalmente a servir de barrera de defensa contra toda invasión por ese lado. Sacos de arena, ametralladoras, cañones, minas y anchos fosos triplican, al parecer al menos del soldado improvisado, la natural fortaleza de tan formidables posiciones. La extrema izquierda de nuestra línea es Teves. La extrema derecha es Chorrillos; hay dos leguas y media de un punto a otro».



Maravillado de la solidez de aquellas defensas el facultativo peruano que acabamos de citar, aseguraba que ni sesenta mil hombres se abrirían camino a través de aquella inexpugnable barrera; y cosa notable, de idéntica opinión fue el capitán Marckham del acorazado inglés Triumph, cuando invitado a almorzar en sus líneas por el suntuoso anfitrión Canevaro le citó éste para el banquete final de la victoria el 19 de enero en su palacio de Lima.

Mas al oriente de San Juan, las defensas de los peruanos se debilitaban en razón de la naturaleza del terreno. La cerrillada no se pega allí a la cordillera de la costa sino que huyendo bruscamente hacia el norte y disminuyendo sus lomas y perfiles a un promedio de 70 metros de altura, deja hacia el oriente una llanura árida que va denominándose, según la zona o chácara que sus lindes tocan, Pampa grande, Pamplona y Pampa del Cascajal, esta última en la vecindad de Monte-Rico Chico, término septentrional de las líneas de Chorrillos.

Allí los ingenieros peruanos, más novelescos que prácticos, habían recurrido a una defensa especial, que fue empero del todo ineficaz para sus propósitos. No pudiendo colocar cañones en un terreno abierto, lo sembraron con millares de cubos de hierro que contenían tres o cuatro libras de dinamita, los cuales enterrados en la tierra dejaban sólo en la superficie una especie de cresta a manera de corcho de botella destinado a producir la ignición por la presión del pie del soldado o la pezuña del caballo sobre un depósito de pierato de potasa. Muchas de estas minas automáticas estaban cubiertas por un guijarro y las de mayor calibre solían atarlas a algún objeto reluciente o de codicia para tentar al soldado. Se ha dicho que en algunos pusieron hasta relojes y billetes de banco en un rollo, lo cual a la verdad era ingenioso y no era caro.

La división Lagos, seguida de la caballería, debería recorrer aquella traidora planicie para descender a los campos irrigados de San Juan y Surco, sujetando así las fuerzas que de la línea de Monte-Rico o de Lima pudieran correrse para sostener las posiciones centrales del enemigo.

Las más respetables obras de fortificación pasajeras de los peruanos existían en el fondo de los dos pasos que ya hemos descrito y consistían en trincheras de sacos y en zanjas profundas para el abrigo de la infantería. En Santa Teresa había ubicado el dictador el cuartel general, la estación telegráfica central y hacia un lado, en el fundo llamado San Tadeo, su primera ambulancia.

A última hora habían conseguido también los ingenieros peruanos unir las dos extremidades de la línea desde Santa Teresa a Monte-Rico Chico, frente a Tebes, con una línea telegráfica y un servicio de postes de señales para transmitir las órdenes y las alarmas en la noche.

Por todo esto se dejará comprender cuan poco exacta es la relación peruana de la batalla de San Juan, cuando el escritor don José María Quimper, hombre serio, haciendo cargos al dictador por la debilidad de su primera línea de defensa, dice estas palabras textuales:

«Es un error el creer que la línea peruana estaba fortificada. Por nuestra derecha, pequeñas pero insignificantes excavaciones en el terreno, y en San Juan algunas zanjas con el pomposo nombre de reductos, fue todo. Nuestra artillería, numerosa pero de poco alcance y de mala calidad, estuvo inconvenientemente colocada en la misma línea, sin más defensa que la de los cuerpos de infantería que la formaban».



A la verdad, sólo podía decirse que la línea de San Juan no se hallaba artificialmente fortificada sino en comparación con las de Miraflores, porque la última obedecía a principios fijos de castramentación militar. Y en esta virtud mucho más justo y más serio cargo debería hacerse al dictador Piérola por no haber agrupado todas sus fuerzas, línea y reserva, en una sola masa a fin de librar una batalla decisiva en que el número y la naturaleza habría sido formidable atajo contra los chilenos. Treinta y un mil soldados defendiendo tras de un muro sus hogares, contra veintitrés mil que venían a escalarlos a pechos descubiertos, ésa habría sido la proporción, la desigualdad y el peligro.

Dada la disposición del terreno y la proyección demasiado extensa de la línea de San Juan a Santa Teresa, que de abra a abra medía al menos legua y media, contando con las depresiones y eminencias del terreno, los peruanos tenían colocados los cuatro cuerpos de ejército en que había refundido sus divisiones de línea en el orden siguiente, contando de derecha a izquierda, es decir, desde el mar hacia el oriente.

El primer cuerpo de ejército estaba a las órdenes del coronel don Miguel Iglesias y era formado por las tres primeras divisiones del ejército del Norte, a saber la 1.ª coronel Noriega, veterano de la escuela de Castilla, la 2.ª coronel Manuel Reguino Cano, natural de Cajamarca como su jefe superior. La 3.ª división tenía por jefe al célebre coronel don Pablo Arguedas, autor del motín que hizo a Piérola dictador.

Esta masa de tropas compuesta de más de seis mil hombres tenía avanzado de gran guardia en las casas de Villa el veterano batallón Callao a las órdenes del coronel Rosa Jil.

Se hallaba el cuerpo de ejército del coronel Iglesias formado por tropas escogidas por él mismo como ministro de la guerra, y figuraban entre sus mejores batallones el Ayacucho, el Cajamarca (que él había traído de sus nativas montañas) y la Guardia peruana, cuerpo favorito del dictador y mandado por su propio hermano el coronel don Carlos de Piérola. Estos tres batallones formaban la división Noriega, y componían la del coronel Cano, el Tacna, el aguerrido Callao y los libres de Trujillo, estos últimos comandados por el coronel movilizado don Justiniano Borgoño, hijo de un jefe chileno, natural de Petorca y antiguo vecino de Trujillo, el general don Pedro Antonio Borgoño.

Enseguida, con rumbo al oriente y coronando un mamelón largo y poco accidentado en sus crestas, se mantenía sólidamente atrincherado el cuerpo del ejército que mandaba el bizarro coronel (hoy general) don Andrés Avelino Cáceres, ayacuchano y reputado el mejor infante del Perú. Sus brigadas formadas por la 1.ª, 2.ª y 4.ª división del antiguo Ejército del centro estaban colocadas en este orden: división Merino, división Ayarza y división Canevaro, esta última encargada de guardar a sangre y fuego la abra de San Juan, barrera de la victoria en el centro de la línea.

El coronel Fabián Merino, era uno de los mejor reputados jefes del ejército peruano y hasta hacía poco había mandado el batallón Unión.

Más adelante y torciendo un ángulo casi recto al norte, con vista al oriente y a las pampas que antes hemos descrito, defendidas por su esterilidad, su aspereza y por sus minas, se hallaba, más que formado, esparcido a trechos el cuerpo de ejército del coronel Dávila, jefe moquehuano, más turbulento que bravo, perteneciente a aquella escuela antigua de soldados que creen que la murmuración es la mejor parte del valor, y la practican.

Tenía Dávila a sus órdenes la 3.ª y 4.ª división del ejército del centro, y como sus tropas, girando cual si fuera sobre un eje central, podían ser llamadas a sostener a Cáceres y a Iglesias por su derecha, o corriéndose hacia Vásquez y San Bartolomé, dar la mano a la reserva en caso que los chilenos (como se temía), atacasen por Ate, le habían agregado las mejores tropas de la guarnición de Lima, entre éstas una división llamada volante compuesta de mil celadores o gendarmes de las dos ciudades vecinas, bajo las órdenes del coronel Mariano Bustamante, subprefecto de Lima y cómplice de Piérola en el motín del 21 de diciembre que forjó la dictadura. El coronel don Manuel Velarde mandaba también en esa ala una columna de honor compuesta de oficiales indefinidos y que sin duda lo eran tales por el escaso salario y el valor.

Uno de los más sólidos batallones del ala de Dávila era el Piérola que comandaba el joven coronel don Reinaldo Vivanco, mozo bravo y aun atrevido, hijo del famoso general de este nombre y que allí pagó su nombre con su vida. Se atribuía asimismo por los limeños importancia suma al batallón de camaleros, gente de aparato que había cambiado el cuchillo de degolladores de reces por el rifle; pero al primer cañonazo fueron los primeros en huir hasta el canal...

Se albergaba, por último, en el punto central de Chorrillos, como reserva general, el 2.º cuerpo de ejército a las órdenes del coronel don Belisario Suárez, que perdió en las tres jornadas de Lima su fama de Arequipa y Tarapacá. Tenía bajo su mano dos divisiones, la 4.ª y 5.ª del Norte y mandaba la primera el bravo coronel civilista y vencedor de Iglesias en 1874 don Buenaventura Aguirre, que herido en Chorrillos, pereció gloriosamente en Miraflores.

En resumen, Iglesias y Dávila tenían cada uno nueve batallones a sus órdenes, y Cáceres y Suárez seis; un total de 30 batallones de línea, más o menos disciplinados, bajo el rifle; no así, según se vio, bajo el plomo.

Tales eran los aprestos con que los peruanos aguardaban a sus aborrecidos huéspedes desde el último tercio del mes de diciembre. El dictador Piérola tenía su cuartel general en el elegante rancho-palacio del escritor don Manuel A. Fuentes, y se veía rodeado de un estado mayor digno de un emir asiático, por los galones y los títulos, figurando en él no menos de seis generales y treinta o cuarenta coroneles y jefes, incluso su propio hijo, el capitán Piérola, especie de príncipe imperial de 18 años, que el protector de indígenas criaba como a predestinado de su raza. Entre los primeros se contaba a los generales Buendía, Montero, los dos Canseco, don Andrés Segura, el coronel Leiva, una cohorte, en fin de entorchados, aparte de su secretario general García y García y de su ayudante favorito y secretario privado el célebre escritor boliviano don Julio L. Jaimes.

La actividad física y mental del dictador parecían inextinguibles en medio de aquel dorado torbellino, y hacía quince días que no se quitaba las botas de generalísimo, arrimando apenas su casco prusiano para dormir sobresaltado y sólo de vez en cuando sobre un canapé de campaña.

Mas, y precisamente en aquel día, víspera de sangrientas y sucesivas jornadas, cierta calma, signo de la confianza, reinaba en los diversos campamentos del dictador. Retardada la batalla campal desde el día 6 de enero en que se creyó entonces la noticia de que los chilenos habían pedido refuerzos a Tacna; y en otro sentido, nunca se apartó del todo de la mente de los recelosos defensores de Lima el temor fundado de una agresión en masa por el lado de Ancón, lo que ciertamente no era difícil llevar a cabo.

Además de esto, ciertas supersticiones lugareñas que el miedo suele acariciar por la demora, les hacía esperar relativamente tranquilos el curso de aquel día. Estaba muy cerca el 20 de enero, aniversario de Yungay, y ¿no querrían los chilenos elegir esa fecha para renovar sus legendarias hazañas? Otros, de más largo aliento, hablaban del aniversario de Chacabuco que caía el 12 de febrero, y no faltó quien asegurase bajo la tienda de los generales ayudantes del dictador, que el general Baquedano no se batiría nunca en «día 13».

Sin embargo, el dictador, menos pueril que sus consejeros, se mostraba preocupado aquel día, especialmente a causa del ataque que en la antevíspera había llevado tan oportunamente por la rinconada de Ate el coronel Barbosa; y avivó en su ánimo suspicaz esta ansiedad la carta que el general Vargas Machuca escribiera aquella mañana (la del 12) señalándole por aquel rumbo el itinerario de los chilenos.

Dominado por estas impresiones montó a caballo el generalísimo a las once de la noche, acompañado del coronel moquehuano don Octavio Chocano, que le servía de inseparable compañero y de baquiano, de su hijo y de un pelotón de soldados de su escolta. Y con esta comitiva se dirigió de ligero hacia Vásquez y Ate, para visitar personalmente esa ala. Su cuartel general y el secretario García y García quedaban en Chorrillos encargados de comunicarle telegráficamente todo lo que ocurriese.

Y la novedad que le traía inquieto no tardó sino minutos en surgir.

A las once y media de la noche, en efecto era llevado a la presencia del secretario general que a esas horas dormía, un ambulante chileno tomado prisionero por las avanzadas de Villa y que de golpe reveló la partida del ejército chileno de su campo de Lurín. Era uno de esos pobres diablos, cuyo nombre por fortuna se ha perdido, que había reclutado el servicio médico a la aventura, y que declaró haber sido sirviente de una casa de Santiago sita en la calle del Estado, sin embargo de llevar a su espalda la mochila de curación de su ministerio y la cruz roja al brazo. En presencia de los ayudantes del dictador reiteró sus cobardes avisos, y éstos fueron en el acto transmitidos por el telégrafo, siguiendo a aquél en su excursión nocturna.

Y cosa extraña, el último, una hora después telegrafió de Vásquez afirmando que ya todo lo sabía... ¿Cómo? Nunca se ha tenido noticia de este segundo aviso, si bien se ha referido que fue una mujer peruana que por el lado de Manchay corrió con la nueva hacia los suyos.

Por otros se ha asegurado que causó aquella novedad una chilena extraviada, como el empleado de las ambulancias; pero no hay motivo para creerlo, porque desde la madrugada del 12 una compañía de Granaderos al mando del capitán don Federico Yávar (muerto más tarde) y dirigida por el oficial de estado mayor don Florentino Pantoja, había acordado toda la Tablada, de cuchilla a cuchilla, para no dejar pasar a vanguardia un solo ser viviente. Y estos jinetes fueron precisamente aquellos que a la media noche, vagando como espectros en la llanura, habían dado lugar a la alarma de los artilleros en el portezuelo del camino de la Capilla, según en su lugar contamos.

Se dio, en consecuencia, la alarma a la línea de batalla por el telégrafo y por medio de las luces de señales a todos los cuerpos del ejército, de tal manera que a las doce de la noche del 12 de enero, se veía en la larga fila de postes colocados desde Santa Teresa a Monte Rico los tres faroles de colores rojo, azul y blanco (los colores de Chile) que en su alfabeto de guerra figurado querían decir: «El ejército chileno avanza en masa sobre nuestras posiciones».

Uno de los principales elementos de victoria con que había contado el general Baquedano -la sorpresa- estaba así malogrado por la culpa de un imbécil. Pero le quedaba todavía la noche y el pecho de bronce de su ejército.

Eran, en efecto, las tres y media de la mañana del memorable 13 de enero, y todos comenzaban a ocupar sus puestos de combate en las divisiones chilenas, sacudiendo cada cual la última y dulce pereza de la vida.

El coronel Lynch había mantenido agrupada su compacta división sumergida en las sombras y el silencio. De propósito ordenó que nadie llevase asnos en la marcha, y sólo una mula de la artillería de campaña, echando tal vez de menos la alfalfa de Lurín o de Rancagua, interrumpió con un relincho la pavorosa soledad de la alta noche. A esa misma hora el coronel Lagos, que se había detenido una larga hora aguardando el desfile oblicuo de la segunda división, conversaba con sus ayudantes echado en la arena, cual en Arica, y este experimentado capitán de guerra manejaba su gente con tanta cautela, que habiendo encendido un cigarro bajo su poncho el comandante Ambrosio Letelier, le ordenó a aquél lo apagara. La vislumbre de una chispa haría mal a aquella jornada en que millones de disparos esparcirían en breves momentos por todas partes la muerte.

Más atrasada en su marcha, a causa de su intempestivo alojamiento, la división Sotomayor comenzaba apenas a esa hora a desfilar por la retaguardia de Lagos en su marcha diagonal hacia San Juan; y mientras se verificaba todo esto, el general en jefe divisaba desde su sitio central el titánico esfuerzo de los artilleros y de sus lozanos brutos conductores de los cañones de campaña trepando aquí y allá con recios bríos y diez o doce parejas las colinas esparcidas en la Tablada para dominar con sus fuegos las cumbres que servían de inexpugnable parapeto al enemigo.

Tenía éste medido su campo de tiro en todas direcciones; pero desde el reconocimiento del 6 de enero el coronel Velásquez había aprendido, como en San Francisco y como en Tacna, donde debería colocar sus bombas en medio de las mejor guardadas trincheras enemigas.

La artillería de campaña del primer regimiento (dieciséis piezas) mandadas por el comandante don Carlos Wood, iba a la cabeza de la división Lagos, destinada a rebasar el llano de Pampa grande para batir por el flanco o por la retaguardia las posiciones enemigas, y fue singular acaso que esta fuerza recibiera la primera el bautismo del fuego de una avanzada peruana.

La caballería, compuesta de 1.375 jinetes, Granaderos (495) y Carabineros (440), se mantenía agrupada al abrigo de los cerros al mando del comandante don Emeterio Letelier y destinada a cooperar a las maniobras envolventes de la división Lagos, cuya misión principal era rodear al enemigo y capturarlo en su derrota. El regimiento de Cazadores (440), favorito del general en jefe, seguía de cerca sus pasos y una compañía mandada por el capitán don Juvenal Calderón le servía de escolta.

Según el parte oficial del general Baquedano, las fuerzas que en la madrugada del 13 de enero entraron en combate alcanzaban a 23.129 plazas, y éstas estaban distribuidas más o menos en el orden siguiente, en las tres divisiones que componían el grueso del ejército:

División Lynch:9 regimientos y 1 batallón 8.000 hombres.
División Sotomayor:7 regimientos y 2 batallones 7.000 hombres.
División Lagos:4 regimientos y 4 batallones 6.000 hombres.
Total:20 regimientos y 7 batallones, sin contar la artillería.

La reserva, compuesta de tres mil hombres y formada por los regimientos 3.º, Zapadores y Valparaíso, había sido elegida esta vez con más tacto militar que en Tacna, porque siendo el ejército a que iba a servir mucho más abultado, era inferior a aquélla en cuerpos y en número. Se había ofrecido su mando el día de la víspera al general Saavedra, y no habiendo éste aceptado, la condujo bizarramente por el centro de la Tablaba, llenando los claros de las divisiones, el comandante de ingenieros don Arístides Martínez.

Las disposiciones del ejército chileno no podían ser, en consecuencia de todo esto, ni más acertadas, ni más felices, ni mejor combinadas.

Ellas darían, por tanto, sus frutos en la acción, y mucho más aprisa de lo que aun los más optimistas habrían podido imaginarse.

Faltaba un cuarto de hora para las cuatro de la mañana, que es el comienzo del amanecer del estío en aquel clima, en el reloj del coronel Lynch, cuando este jefe, puntual e impasible como su reloj, dio en voz baja a los respectivos jefes la orden de ir a asaltar los fuertes que se les tenía señalados y que, mostrándoles con el brazo los tres morros de su frente, les fue uno a uno indicando.

El 4.º y el Chacabuco, que formaban la extrema izquierda de su posición, marcharían de frente sobre el morro de Santa Teresa. El Atacama sostenido por el Talca, el del centro, y el 2.º de línea apoyado en el bisoño Colchagua, el de la extrema derecha. La artillería de Marina acudiría donde fuera preciso, obrando como reserva divisionaria.

El Atacama, acostumbrado a servir de vanguardia al ejército desde Pisagua, fue el primero en tomar las armas y moverse:

«Pero cuando ya me disponía a formar en batalla -exclama su jefe en su diario de la campaña- para emprender la marcha, se me acercó uno de los capellanes del ejército, creo que un señor Vivanco, y me preguntó si tendría inconveniente en permitirle dirigir la palabra al regimiento.

Le contesté que podía hacerlo siempre que no hablase muy fuerte, pues estábamos muy próximos al enemigo.

Para que al capellán pudieran oírlo mejor hice estrechar todo lo posible las filas de la columna y en esta disposición les habló de la patria y de la religión, concluyendo por hacer arrodillar al personal del regimiento y absolverlo».



Fue aquél a la verdad uno de los cuadros más lúgubres y más sublimes de la guerra y del patriotismo y, cuando, después de elevada al cielo íntima, muda y misericordiosa plegaria, aquellos hombres de hierro, mimados por cien victorias, movieron sus brazos para llevar a sus pechos y a sus frente la señal del cristiano, fervoroso bullicio cundió en torno a la densa columna que la religión y la esperanza agitaban como en el vaivén de onda callada y poderosa.

Desde el sitio en que las columnas de la división Lynch habían hecho su postrer descanso hasta el pie de los morros que debía tomar a filo de bayoneta, se extiende una faja pesada y arenosa de ochocientos a mil metros de extensión, y era precisamente aquel el campo que los peruanos tenían medido a palmos para alza de sus cañones Grieve y sus rifles Peabody de largo alcance. Y reconociendo este peligro, la mayor parte de los jefes de regimiento se empeñaban en atravesar aquella zona de la muerte protegidos por las inciertas sombras en que la noche cambia su manto al acercarse el alba.

Mas, apenas habían tocado sus dinteles las tres columnas chilenas, seis mil hombres dispersos en guerrilla, se observaron en los cerros de la derecha destellos de señales y en el instante un horrísimo fuego de fusilería y de cañón estalló en todo su frente.

Eran las 5 menos 5 minutos de la mañana por los relojes de los comandantes generales, y en ese momento despuntaba apenas en el horizonte de las mañanas neblinosas de los trópicos la primera tenue y vagarosa claridad del día. Se columbraban por esto los fuegos de las líneas peruanas en la distancia, a la manera de esas cornisas vívidas y cambiantes de fuego que en las noches de regocijos populares suelen alumbrar los edificios públicos de las ciudades, iluminando allí el mar y las montañas con siniestros resplandores el lampo continuo del cañón y del fusil.

La marcha de los chilenos había sido durante tres cuartos de hora sumamente pesada por la arena y por las sombras, y por lo que aconteció al Atacama es dable juzgar de la prueba a que fueron sometidos los regimientos menos ágiles y fornidos que marchaban en sus alas. El comandante Dublé Almeida había despachado a la vanguardia como explorador al valeroso capitán atacameño don Gregorio Ramírez con su compañía, que era la 3.ª del 2.º batallón; y esta preferencia le diera el comandante a la última sin ser compañía guerrillera, porque el coronel Martínez le había recomendado para tales empresas a aquel brillante oficial. Y fiel al consejo, le señalaba ahora el puesto de mayor peligro, que en breve veremos en demasía merecía.

«Ejecutado este movimiento por la compañía del capitán Ramírez -refiere en efecto el jefe citado, en su relación inédita-, el regimiento Atacama desplegó en batalla y principió la fatigosa marcha por un piso de arena sumamente blanda y por una superficie irregular que hacía muy penoso el camino, sobre todo yendo formados en batalla. A cada instante las hileras se echaban encima unas de otras o se separaban a grandes distancias a causa de la irregularidad del terreno. Los soldados no perdían de vista el cerro enemigo que a cada momento se iba haciendo más y más imperceptible a causa de la neblina que aumentaba.

Así marchamos veinte minutos, a paso rápido. El cansancio en la tropa era muy grande. Se oía la respiración fatigosa del soldado a gran distancia.

Ordené hacer alto y mandé al ayudante Fontanes que fuese a decir al capitán Ramírez que marchaba a nuestro frente que con su compañía hiciera lo mismo. Nada veíamos a 300 metros de nosotros. Sentíamos a nuestra retaguardia el sordo ruido que formaba la marcha del resto de la división.

En ese momento aparece cerca de nosotros y a nuestro frente un jinete. Es el comandante don Wenceslao Bulnes, ayudante de campo del señor general en jefe, que anda en desempeño de sus funciones y a quien la camanchaca ha extraviado. Le pregunté si no había pasado por entre nuestra guerrilla que marchaba a vanguardia. Me contestó que no.

El ayudante Fontanes tampoco aparecía.

Continuamos la marcha después de veinte minutos de descanso. El comandante Bulnes, ya orientado, se me separó en busca del general en jefe.

El camino era cada vez más fatigoso. Suponía que estuviésemos muy cerca del enemigo. Eran las 4 de la mañana. El ayudante Fontanes volvió después de una hora de ausencia con su caballo gastado. No había encontrado al capitán Ramírez a nuestro frente ni a nuestros flancos. Mucho me inquietó el extravío de esta compañía.

El cansancio de la tropa era extraordinario. Principiábamos a subir una loma suave. Las posiciones enemigas apenas se diseñaban a causa de la camanchaca. Eran las 4 horas 40 minutos. La suave pendiente que subíamos había terminado».



Lo que caracteriza, más que la solidez, la obediencia y el valor estoico al soldado chileno en la batalla, es su individualismo para obrar y su impetuosidad para avanzar sobre el enemigo que lo daña. El combatiente de esta tierra es todavía, como en el Arauco no domado del poeta, eminentemente agresivo. Pega primero pero pega dos veces, y esto no es ardid sino propensión heredada del indio y del ibero que nunca retroceden y prefieren por instinto, a la fuga que derriba y avergüenza, el combate cuerpo a cuerpo que protege y honra.

Así es que desde el primer disparo todos los regimientos se arrojaron al trote y a la carrera hacia los morros, sin disparar un tiro, atravesando los arenales, muchos cayendo en las grietas del terreno, echándose al suelo, los unos por táctica, los otros por cansancio, en los faldeos y avanzando siempre y siempre hasta ponerse a cómodo tiro de fusil de chispa. Y hecho esto, se precipitaron todos en confusa masa cual vorágine de fuego sobre los parapetos enemigos dejando a su espalda innumerables hileras de heridos y de cadáveres.

Una hora después de emprendido el ataque todos los cuerpos se hallaban en efecto a media falda, en demanda de las altísimas crestas, marchando revueltos los soldados de los regimientos y aun de las brigadas hacia las cumbres y tomando a la bayoneta todos los reductos y defensas exteriores que obstruían su paso.

La marcha de los seis regimientos de la división Lynch, a la que se había agregado como auxiliar la Artillería de marina, era desordenada pero simultánea e impetuosa a la manera de esas densas bandadas de aves que al venir la hora de la luz abandonan la enramada del bosque, en busca de la míes y van todas a la misma altura y en pintorescos grupos en una ancha faja del espacio.

«El estandarte del 2.º Atacama -dice su propio jefe, describiendo aquel ascenso que recuerda a lo vivo el: ¡Excelsior!, ¡Excelsior!, ¡Excelsior! del bardo americano- servía de guía. Éste se hallaba cubierto de sangre. Al tomarnos las primeras trincheras, una granada enemiga reventó sobre el soldado Adolfo Morales que formaba parte de la escolta, y su sangre y aun pedazos de carne cubrieron el estandarte».



Y esto sucedía de tal manera, que habiéndose apoderado en uno de los reductos del centro, de una ametralladora «manejada por ingleses» el subteniente del 2.º de línea don Marcos Aurelio Larenas, hijo de Concepción, contó los soldados que le acompañaban y resultaron ser 49 pertenecientes a la división Lynch en esta forma: 11 soldados del 2.º, 13 del Atacama, 9 del Talca, 8 de la Artillería de marina, 5 del Colchagua y 3 del Coquimbo, cuyo cuerpo distaba de aquel paraje al menos media legua.

Los 13 atacameños venían mandados por el capitán Ramírez, aquel bravo explorador del alba, que perdido en la camanchaca ascendió por su cuenta el áspero morro, dejando casi toda su compañía muerta en las laderas. En los momentos en que el encontraba su jefe, y entre airado y radioso le reconvenía por su temeraria acción, le acompañaban sólo los subtenientes Martínez y Fritis y los trece soldados de la fama que dejamos mencionados.

Entre tanto, un siniestro silencio reinaba en el ala derecha de la división Lynch, que hacía larga media hora tenía empeñada la batalla. Aquel hombre de bronce, impasible como una estatua de granito, interrogaba con su anteojo de batalla los horizontes ya claros de la alborada y despachaba sus ayudantes uno en pos de otro en demanda de noticias a Souper, a Walker, a Juan Nepomuceno Rojas, al capitán de marina Barahona, hoy pacífico labrador, a Alfredo Cruz Vergara, a todos y se quedaba solo.

Pero nada ni nadie venía.

Los ayudantes mismos no regresaban, porque en el torbellino de plomo que corría a raudales por el llano desaparecían como si la tierra los ocultara en sus entrañas. Así había caído el mayor Rafael Guerrero, y así caería en breve llenando valerosísima misión, Roberto Souper.

-¡Qué, irán a dejarme solo!... -se oye exclamar una o dos veces al coronel Lynch, y ésta fue la única señal de impaciencia de aquel jinete de mármol en medio de todos los conflictos.

Igual ansiedad señalaba en el cuartel general a cuya cabeza en una alta colina el general Baquedano contemplaba el denodado avance de aquellos siete mil valientes contra todo el ejército peruano.

Por fortuna, la artillería de montaña que acompañaba la división Lynch siguiéndole paso a paso, y especialmente la artillería de campaña admirablemente manejada por el coronel Velásquez, mudando de tiempo en tiempo sus alzas, hacía prodigios.

«Y a propósito de artillería -exclamaba con este motivo uno de los jefes más inteligentes que en la función de los infantes tomaba parte principal- debo decir que los fuegos de esta cuando el Atacama y el Talca ascendían los cerros en las primeras horas del combate, nos ayudaron y secundaron de un modo espléndido. Confieso que tuve temores que a la larga distancia a que estaba colocada pudieran sus fuegos causarnos algún daño; pero observé que a medida que subíamos las punterías de nuestros artilleros se elevaban.

Durante dos horas hemos marchado y combatido bajo las trayectorias de los proyectiles de la artillería chilena».



¿Dónde está la división Sotomayor?, era entre tanto la interrogación de todos los labios, la ansiedad de todos los pechos, la visual de todos los anteojos.

Retardada en su marcha por la causa que antes dejamos apuntada y por cierto extravío del regimiento Chillán, debido a rivalidades de cuartel que habían comenzado en Caucato, el general Sotomayor no rompía todavía el fuego en esas horas, cuando su ataque a fondo era la verdadera y gran maniobra de la jornada y la victoria.

La impaciencia azotaba con ráfagas de fuego el rostro del general en jefe, y sus ayudantes corrían en todas direcciones en demanda del comandante general de la segunda división que se creía fatalmente extraviada. Y mientras se le veía aparecer, con un golpe de vista de admirable precisión y serenidad, ordenaba aquel al comandante Arístides Martínez lanzar los tres magníficos regimientos de la reserva en sostén de las fatigadas columnas de la división Lynch, Zapadores al centro, el 3.º a la izquierda, el Valparaíso a la derecha destinado a sostener al 2.º de línea, allí como en todas partes acosado por el número. Cuando los dos bravos jefes de aquellos regimientos, Estanislao del Canto y José María Marchant, se reconocieron en la hora del apuro y del socorro, corrieron recíprocamente al encuentro el uno del otro y con efusión se abrazaron. El Valparaíso llevaba al 2.º no sólo la victoria sino la venganza, porque ya habían caído algunos de sus más bravos capitanes, Reyes Campos, Inostroza y el joven subteniente don Artemón 2.º Cifuentes. Rindió así noble vida a su patria en hora temprana aquel animoso mancebo, voluntario de San Felipe donde su padre era estimado administrador de correos. El capitán don Salustio Ortiz, héroe allí como en Tacna y en todas partes, estaba ya herido y su valerosa compañía hecha pedazos por el plomo.

Por dicha de Chile y de sus armas, en el momento más necesitado por el apremio llegaba a escape al cuartel general el bravo general Sotomayor, y después de haber sentido el estallido de una bomba automática bajo el vientre de su caballo y el eco de una protesta amistosa pero militar del general en jefe por su tardanza, saltó sobre bestia de respeto con la agilidad de un niño, y corrió a empujar sus atrasadas columnas a la acción.

Fue grave contraste por la sangre que costara la tardanza de tres cuartos de hora escasos que empleó la división Sotomayor en entrar al fuego; pero además de que este involuntario retardo ha sido exagerado en sus causas y en su duración, es lo cierto que la división Sotomayor cumplió de sobra su cometido militar, y a su empuje se debió aquel día la victoria que a la hora de su entrada en línea era dudosa.

Y en efecto, cuando el general Sotomayor llegaba a sus líneas a las 5 y tres cuartos de la mañana, ya la brigada Gana que iba adelante, se había lanzado vigorosamente sobre los formidables atrincheramientos que cerraban a nuestro ejército la entrada de San Juan, eje real de la batalla.

En los primeros momentos la falta de órdenes superiores había causado cierta vacilación, y una bomba caída en medio de la segunda compañía del 2.º batallón del regimiento Chillán formado en columna, mató impunemente siete hombres entre tres mil.

Instó en tal coyuntura, con la voz conmovida del heroísmo sacrificado a la rutina, el comandante del regimiento Esmeralda al jefe de su brigada para desplegar los cuerpos y lanzarlos al ataque, y esa voz fue escuchada en noble pecho, porque haciendo el coronel Gana una hábil conversión sobre su derecha, burló las punterías fijas de los cañones de San Juan y lanzó el Buin, seguido del Esmeralda y éste del Chillán, al asalto de las posiciones que tenía a su frente, y que iba envolviendo por la derecha, al paso que la brigada Barbosa despejaba sus flancos de enemigos parapetados en los últimos contrafuertes de la cordillera. Uno de estos espolones andinos que se empinaba hasta la altura de 284 metros sobre la árida pampa y que coronaba un batallón peruano como en Pan de Azúcar, lo tomó a la bayoneta el Curicó, cayendo en la subida su bravo jefe el comandante Cortes. El coronel Barbosa había encomendado tan atrevida empresa a aquella tropa bisoña, gritando a sus soldados: «Aquel cerro que está vomitando fuego, le toca al Curicó».

El Lautaro ascendiendo al mismo cerro en otras direcciones se cubrió también allí de gloria.

Entre tanto, jamás se había visto en las briosas cargas a la bayoneta de la infantería de Chile avance más impetuoso y acelerado que el del regimiento Buin. Retenido este cuerpo de preferencia histórica y militar como reserva en todos los combates de las tres campañas, recobraba ahora por la primera vez su suelta de guerra y quería probar a sus compañeros de armas que su número de orden no era sólo una cifra muerta encima de la visera de su kepí.

Marchando en guerrilla como en un ejercicio del Campo de Marte al toque de corneta y entusiasmados por una promesa que llevó a sus filas un ayudante del ministro de la guerra, ofreciendo el grado de capitán al primero que clavase la bandera de Chile en las alturas, los tres regimientos iban dejando largo reguero de muertos en su esforzado avance contra la metralla y los fusiles de largo alcance de la división Cáceres, y uno de los primeros en caer había sido el segundo jefe del Chillán, el mayor don Nicolás Jiménez Vargas, oriundo del Ñuble y sobrino del bravo comandante Vargas Pinochet, que allí le había llevado.

Una bala disparada de soslayo de uno de los altos cerros que asaltaron hacia la derecha los cuerpos de la división Barbosa, le quitó la vida; y al divisarle, echado de bruces con su largo paletó negro ceñido a su cintura por una faja de seda azul, muchos de los que pasaban hacia adelante le tomaron por uno de los capellanes del ejército, pues éstos en todas partes se exponían a las balas. Sucedió también un lance oscuro pero doloroso en el avance de la brigada Gana porque habiéndose quedado con una rodilla en tierra un soldado anciano del 2.º batallón del regimiento Esmeralda, le reconvino aquel jefe, y al darle con voz trémula una excusa el infeliz se desplomó sobre su rifle, murmurando: «¡Mi coronel, estoy bandeado!».

entre tanto, el comandante García que conducía al Buin en persona, había logrado tomar de revés dos cerros arenosos y bregando por sus faldas con esfuerzo verdaderamente titánico, llegaba casi sin ser percibido por los soldados de Cáceres y Canevaro y coronaba la altura aclamando a Chile. Fue allí donde el sargento Daniel Rebolledo de la segunda compañía del segundo batallón del Buin, mozo humilde y alegre de Villa Alegre de Loncomilla, adelantándose diez pasos hacia la cima, clavó el primero la banderola tricolor del regimiento y pidió testimonio a su bravo jefe de su hazaña y de su premio.

Llegaba el último a caballo en aquel instante a la cumbre, y ordenaba al valentísimo mayor Vallejos, su segundo, se precipitara con toda la gente disponible sobre la trinchera que tenía a sus pies en el desfiladero, y que desde aquella eminencia quedaba flanqueada y cogida por la espalda. A la manera de hambrientas águilas trescientos Buines que habían llegado a la cresta se lanzaron a la carrera sobre su presa y en menos de diez minutos mataron al arma blanca tres veces su número de enemigos.

«Aquí de la matanza -exclama uno de los más pintorescos cronistas de la guerra-: Aquí de las más horribles escenas de la guerra. De todo aquel cuerpo de tropas numerosísimo; de todos aquellos batallones de refresco, cuyo número era por lo menos cinco veces superior al de sus vencedores, de todos ellos muy pocos escaparon. Los soldados del Buin, sin perder su calma de veteranos ni aun en aquellos extraordinarios momentos, no se preocupaban tanto de avanzar, sino que, siguiendo las órdenes de su comandante, se detuvieron allí, y desde las faldas, desde la cumbre, desde la planicie, concentraron terrífico fuego sobre la entrada del puente.

Los peruanos eran derribados a centenares, como cuando la guadaña del segador echa abajo las maduras espigas. Había allí verdaderas gavillas de cadáveres. Unos sobre otros, tendidos boca abajo, en la actitud de la fuga, con los brazos abiertos hacia adelante, mordían el polvo vergonzosamente heridos por la espalda. Los que más atrás venían encontraban allí una muralla de carnes palpitantes que les impedía el paso, y caían a su turno. Al contemplar aquellos montones de cuerpos se nos figuraba que así debieron quedar las puertas de la Compañía cuando las víctimas, huyendo del fuego, tropezaban con el nudo humano que forcejeaba por salir. Sólo que aquí no eran hermosas vírgenes las que morían, sino aleves peruanos, enemigos jurados de nuestra bandera y nuestra patria».



El comandante García se había mantenido en la altura reuniendo sus soldados que jadeantes llegaban por las arenosas cuchillas y mientras el mayor de su cuerpo don José Evangelista Vallejos, seguido del capitán ayudante don Juan Ramón Rivera, descendían del opuesto revés de la cadena persiguiendo a los fugitivos para recibir el uno gravísima herida en la sienes y golpe mortal el otro en el pecho, regresaba el jefe a retaguardia a encuentro de su jefe de brigada gritando: «¡Victoria!, ¡Victoria!»; y reclamando los cañones del comandante Wood para completarla en la opuesta llanura, hacia San Juan.

No había durado todo aquel terrífico empuje más de una hora, porque daban las 8 de la mañana cuando la brigada Gana, coronando con sus tres heroicos regimientos las crestas de San Juan, rompía en su centro la línea de resistencia del enemigo, y rechazando sus dos alas hacia su base hacía que el cuerpo del coronel Iglesias, acosado ya de cerca por la división Lynch, se trepara al morro Solar como a un último refugio, mientras que las tropas de Dávila, sorprendidas por el ímpetu de la acometida, se desbandaban por la planicie y sus potreros, casi sin disparar un tiro, hacia las líneas de Miraflores. Había bastado que el mayor Castillo del Santiago se avanzase por la Pampa grande con las compañías guerrilleras barriendo su frente en orden disperso, para que los gendarmes de Lima, los famosos camaleros, y la columna de honor del coronel Velarde se dispersasen cogidos todos de irreflexiva cobardía. El cálculo del general en jefe en todos los detalles de la acción había sido verdaderamente admirable, y cada cosa se cumplía en su hora y como él lo había previsto. Es posible que el general Baquedano no haya leído muchos libros de guerra, pero conocía a fondo su ejército y el del enemigo, y por esto en todas partes, como hombre de guerra, acertaba.

Y, en efecto, a esa hora cabal, las ocho de la mañana, el coronel Lynch se había apoderado de la abra de Santa Teresa y tenía asida la victoria por una de sus alas, mientras el general Sotomayor enclavaba la otra en sus trincheras. Todos los regimientos habían estado a la altura de su misión, con excepción del Colchagua cuyo segundo batallón se atrasó notablemente en la subida. Envió por esto a su jefe duro reto el coronel Lynch con su ayudante Roberto Souper, y fue en los momentos en que este hombre que desde el vientre de su madre había venido a luz reñido con el miedo, estaba cumpliendo su misión animando con su ejemplo a los bisoños y a los intimidados, cuando siete balas le postraron con su montura. Su famoso caballo «Pedro José», que aún sobrevive, recibió cinco proyectiles y dos el jinete, fracturándole una pierna de lo que murió siempre heroico y siempre sonriente dos semanas más tarde (a las 5 de la mañana del 2 de febrero) en un hospital de Lima. Por lo demás, algunos oficiales del Colchagua como los capitanes Pumarino y Gajardo que quedaron fuera de combate y el capitán don Juan Domingo Reytes, valiente mozo hijo de un industrial francés vecino de los Ángeles y que se había señalado por su bravura en Pisagua, donde fue herido bajo la bandera del Buin, volvió a serlo en el ascenso de las cumbres. Y abandonado allí, le encontraron al tercer día de su agonía en una cueva que él mismo se había labrado para guarecerse... ¡Tal era la obra y la misericordia del servicio sanitario en el campo de batalla!

El ascenso grandioso de las cumbres de San Juan y de Santa Teresa que había sido la victoria, fue sumamente mortífero para los diez regimientos chilenos que pelearon allí a cuerpo descubierto. Pero la muerte pareció ensañarse contra los segundos jefes de los regimientos porque hemos visto como cayó el del Chillán y como fue herido el del Buin en San Juan en los momentos en que el segundo jefe del Talca, el brillante oficial don Carlos Silva Renard y el segundo del Chacabuco tan bizarro y pundonoroso como él, don Belisario Zañartu, ambos heridos en Tarapacá, recibían mortal herida a que sucumbirían pocas horas más tarde. A esas mismas horas era herido levemente en una mano el tercer jefe del Colchagua, el mayor don Avelino Villagrán, apuesto mozo, hijo de Lota.

En cambio, en la línea enemiga habían sucumbido en la división Iglesias el famoso coronel Arguedas, comandante general de división y en el cuerpo de Cáceres el coronel don Domingo Ayarza, notorio desde la quema de los Gutiérrez. El mismo pundonoroso jefe de aquella ala perdía dos o tres caballos y en diferentes sitios del vasto y accidentado campo de batalla perecían, como en Tacna, no menos de diez jefes peruanos dignos de su causa y su bandera. Se contaban entre los señalados el coronel Bernal, rico minero de Cajamarca, jefe del cuerpo de este nombre y que expiró el día 15 a consecuencia de sus heridas, el coronel J. G. Chariarse, militar facultativo, jefe del batallón Paucarpata, el coronel M. Porras del Junín, M. P. Sevilla del 2.º Ayacucho y el coronel Zorrilla que había reemplazado a Arguedas en el mando del batallón Ica.

Se señalaron también para ejemplo de los empleados de las ambulancias de Chile, dos practicantes de medicina llamados Moya y Montes que perecieron cumpliendo su honroso deber en el campo de batalla.

De los oficiales subalternos del ejército de Chile se haría demasiado prolija tarea dar cuenta minuciosa. Pero no es posible dejar sin especial mención entre cien bravos ya olvidados a los dos capitanes del 2.º Reyes Campos, que fue derribado de su caballo en los momentos en que saludaba con su kepí la victoria y el viejo Inostrosa que moribundo en Santiago se embarcó sólo para pelear y para morir, desembarcando en Curayaco el día de la víspera de la batalla.

A las ocho de la mañana la victoria de San Juan era completa en toda la línea, y los cuerpos de la reserva peruana que desde lo alto de sus parapetos contemplaban ansiosos el cuadro lejano de la batalla como en una tela, sólo divisaban a esas horas dos baterías de cañones que parecían batirse, por una ilusión de óptica, en las nubes: era la brigada de artillería de montaña Emilio Gana (capitanes Errázuriz y Fontecilla) que habiendo coronado las inaccesibles alturas conquistadas por nuestros infantes, cañoneaban los últimos restos del cuerpo de Iglesias refugiados en la cumbre del morro Solar, al abrigo de sus arrecifes y de sus parapetos.

A su turno, la artillería de campaña del comandante Wood, colocada en batería en las cumbres de San Juan, vomitaba la metralla sobre los postreros fugitivos que corrían hacia las casas de aquella hacienda por las pendientes arenosas de las cuchillas o por los potreros regados y anegadizos, cuajados de cañaverales.

Y mientras esto sucedía en la división Sotomayor, la caballería del coronel Lagos, completando su obra de circunvalación por la Pampa, deshacía a sablazos en dos ocasiones y en dos campos sucesivos los últimos cuerpos organizados de Dávila y de Cáceres. En una de estas cargas, cayó bizarramente el comandante Yávar, cargando a la altura del tercer escuadrón de su regimiento, atravesado por una bala que le perforó la mano de la rienda y el vientre, al paso que el comandante de Carabineros don Manuel Bulnes, digno de la fama de su nombre y su fortuna tradicional, salía ileso de una valerosísima acometida que con sus jinetes dio en los potreros de Surco a dos batallones peruanos. El jefe de uno de estos, el bravo Reinaldo Vivanco, cayó a filo de sable sin rendirse, y entre los jinetes de Chile pereció el capitán Terán de Carabineros, recibiendo grave herida el capitán de Granaderos don José Luis Contreras, soldado de Pilocoyan, lugarejo de Linares.

Se ensañaron los centauros de Chile en sus sables y no dieron cuartel a prófugos ni a rendidos por vengar los unos a su jefe y por precaución de guerra los más, porque habiendo hecho gracia de la vida a un infante el valeroso capitán Temístocles Urrutia que mandaba la compañía delantera de la carga de los Granaderos, le tiró aquél por la espalda sin acertarle. El elemento cholo como todas las razas serviles y abatidas, es de suyo aleve.

El general en jefe, que en persona había tomado aquellas oportunísimas medidas coronadas, de éxito tan maravilloso, poniendo ahora a disposición del general Sotomayor la artillería de Wood y ordenando las cargas sucesivas de la caballería, atravesada en esos momentos, rebosando en justa alegría, el desfiladero que abriera a su paso la brigada Gana y corría a felicitar a este jefe y al comandante del Buin que tan gallardamente condujera su regimiento. Estos jefes en ese momento calmaban y reunían sus soldados en las casas de aquella hacienda que a esas horas eran sólo un campo de atroz carnicería. Su iglesia, según la expresión de un testigo de vista, era sólo «un montón de cadáveres y de fusiles ensangrentados». En el camino bordeado de sauces que por los potreros conducen al caminante desde el desfiladero al ingenio, un cabo del Buin lavaba afectuosamente bajo un árbol el pecho ensangrentado de un oficial chileno. Era el capitán Rivera del Buin que al pasar el general en jefe le devolvía sus salutaciones con el grito desfallecido de una alma heroica: «¡Mi general!, ¡hemos vencido! ¡Viva Chile! ¿Qué importa ahora morir?».

Con tales hombres, ¿a qué sitio de la América no habrán de llegar algún día las armas y las banderas de Chile?

Seguro ya de su día y seguido de los tres regimientos de la reserva, el general en jefe atravesó el camino de San Juan hacia Chorrillos, siendo aclamado en todas partes con frenético entusiasmo y fue a situarse en una colina que dominaba todo el verde campo, donde apeándose de su caballo, se sentó a descansar.

Eran las ocho y media de la mañana y la victoria eran tan completa como la batalla había sido diestramente combinada, lográndose todos sus objetos. El mismo Piérola había huido, y a esas horas sólo quedaba en las líneas peruanas un puñado de hombres completamente acorralados en la alta meseta del morro Solar. De los nueve batallones del cuerpo de ejército de Iglesias, la mayor parte se habían dispersado, especialmente el Ica y el Cajamarca que guardaban el desfiladero, muriendo a los primeros tiros el mayor Dellorme que mandaba allí la artillería. Sólo el coronel Noriega de la 1.ª división había logrado abrirse paso hacia Chorrillos con unos cuantos grupos organizados, empero mucho más dispuestos a la fuga que al combate.

La batalla de San Juan era, por consiguiente, una de las más grandes y más cabales jornadas militares de la república; y si bien fue cierto que costó raudales de generosa sangre a sus más nobles hijos, la gloria compensaba el sacrificio, y el logro alcanzado correspondía a los titánicos esfuerzos.

Mas, por una de esas aberraciones del destino, y como suele suceder en los incendios de las grandes ciudades en que del foco ya apagado se comunica la chispa que reduce a cenizas la parte más florida, así, cuando habría sido suficiente rodear el morro a la distancia y cañonearlo hasta rendirlo, colocando fuera de la línea de los fuegos los fatigados cuerpos de infantería, se trabó sin propósito y sin motivo una nueva, más encarnizada y más sangrienta batalla que en manera alguna iba a compensar con sus resultados las pérdidas que impuso a nuestro ya mutilado aunque invencible ejército.

Esa segunda batalla será la que en la historia habrá de llamarse de «Chorrillos» o del «Morro Solar», en todo diversa de la que en «San Juan» nos había dado la posesión de Lima y de toda su comarca, y a ella consagraremos nuestro próximo capítulo.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

La batalla de Chorrillos


Al finalizar el capítulo precedente, demostrábamos que la gloriosa y admirable batalla de San Juan estaba completamente terminada en toda la línea a las ocho y media de la mañana. El general en jefe fija esta hora media hora más tarde, cuando dice en su parte oficial de la jornada: «La gran batalla pudo considerarse terminada a las nueve de la mañana con la derrota completa del poderoso ejército enemigo».

Cuatro horas de constante heroísmo y de una previsión y táctica de guerra fielmente ejecutadas en el terreno, habían bastado para alcanzar aquel maravilloso resultado que postraba al pie del asta del pabellón de Chile, colocado en doce eminencias inaccesibles, un ejército de treinta mil hombres que defendía el orgullo y los hogares de su nación.

A esa hora cabal por el reloj de los comandantes generales, el coronel Lynch se había apoderado por completo de la garganta de Santa Teresa y la dominaba con los doce cañones de la artillería de montaña del mayor Gana trepados con brioso esfuerzo a las más empinadas alturas del campo de batalla. Los batallones que custodiaban ese paso, especialmente el Ica y el Cajamarca, habían sido despedazados y su artillería estaba en nuestras manos. Las ambulancias mismas de San Tadeo habían caído en poder de los vencedores, y según el testimonio de uno de sus propios facultativos (el cirujano Vizcarra) habían necesitado los últimos meterse en la acequia de Villa con el agua a la cintura para escapar a la matanza.

En el centro, la victoria era mucho más completa, porque la división Gana y enseguida los jinetes de Yávar y de Bulnes, habían barrido toda la planicie de enemigos; al paso que la división Lagos marchando arma al brazo y sin quemar un cartucho, excepto en sus guerrillas mandadas por Castillo, avanzaba desde Pampa Grande hacia los potreros irrigados del valle, envolviendo la aldea de Surco y acercándose a los faldeos de Vásquez, donde apoyaba su izquierda la en ese momento desguarnecida y azorada línea de Miraflores. Estando al testimonio de los peruanos que cuidadosamente hemos recogido, si el coronel Lagos hubiese recibido orden a esas horas de marchar sobre Lima por ese rumbo, la habría ocupado sin disparar un fusilazo: tan grande era el desconcierto y el pánico introducido por los fugitivos de las líneas de Chorrillos, San Juan y Monte Rico en las de Miraflores.

A la verdad, en los primeros momentos en que los batallones de la reserva, parapetados tras sus muros sintieron al amanecer, los primeros rumores de la lejana batalla, se manifestaron poseídos de cierto bélico ardimiento, y tomando deprisa las armas gritaban a sus jefes: «¡A Surco! ¡A Surco!»,

Su inspiración, como sucede de continuo en la colectividad de los soldados, era feliz y aun era certera; pero a esas horas era ya tardía. Si la reserva peruana hubiese sido llevada a Surco y a Barranco el día de la víspera, la batalla de San Juan habría sido sólo un Loncomilla o una San Bartolomé:

«El camino de Barrancos a Miraflores, -dice, en efecto, confirmando esta relación en todas sus partes un oficial del campo que servía como ayudante de un jefe superior en las últimas trincheras- estaba sembrado de dispersos que huían en el más espantoso desorden, unos heridos y arrastrándose; otros pidiendo auxilio; unos con armas, otros sin ellas, llenos de sangre y la ropa hecha pedazos, presentando el espectáculo más desgarrador.

Por el terraplén de la vía férrea avanzaba un largo cordón de gente; por el medio de los potreros también corrían los soldados en pequeños grupos. Se les llamaba, se les gritaba, pero no hacían caso; no respetaban ni los grados ni las amenazas, sino los balazos. No era esa la actitud de un ejército victorioso. Un amargo desaliento se apoderó de nosotros; nos miramos unos a otros sin poder articular palabra y lanzamos nuestros caballos sobre los dispersos. Varias compañías de los batallones se desplegaron en guerrilla y pequeñas fuerzas de caballería se escalonaron en los puntos más aparentes para cortarles el camino de Lima.

Pero, a medida que el tiempo transcurría, se hacía más doloroso el cuadro de esa multitud que huía despavorida por todas partes; la caballería llegaba a bandadas, las mulas cargadas de cajas de municiones y de aparejos para los cañones de montaña, los cañones y ametralladoras rodadas; caballos sin jinete a galope tendido; artilleros, coroneles, jefes de toda graduación inundaban las avenidas del ferrocarril, formando una espantosa confusión. No provenían tantos dispersos de una división desbandada, como habíamos oído decir; era todo un ejército en fuga. Algunos batallones entraron íntegros en nuestra línea, como el Concepción y el Valladares y gran parte de otros de la división Pereira, que quedó formada el arma al brazo a la izquierda de la línea férrea. Serían las diez de la mañana cuando llegó Piérola con un reducido estado mayor, en el que se notaba a los generales Buendía, Segura y coronel Suárez».



A esas horas todo estaba definitivamente terminado como acción de guerra, y el general Baquedano que contemplaba el campo intermedio entre San Juan y Miraflores desde un punto de vista diverso, pero convergente al del narrador peruano, llegaba a idéntica conclusión.

La batalla de San Juan había sido rápidamente ganada por los chilenos, y las bandas de música tocaban en todas partes, a lo largo del extenso campo de batalla conquistado por los chilenos, las alegres y embriagadoras dianas de la victoria.

A la verdad, lo que había caracterizado más especialmente la batalla de San Juan, bajo un punto de vista dinámico y militar había sido el ímpetu y la celeridad de la carga de los infantes que de hecho había comenzado en Lurín a las cuatro de la tarde en el día de la víspera y que había durado dieciséis horas consecutivas. La quema de cartuchos fue comparativamente escasa, y cuando los jefes de los parques divisionarios abrieron sus cajones en el revés opuesto de las colinas y trincheras arrebatadas a la bayoneta, los soldados de la segunda división, desfilando por el flanco, apenas tomaban uno o dos paquetes para reemplazar los consumidos.

Por otra parte, la presencia del dictador en la retaguardia de su última muralla de defensa a las diez de la mañana, estaba probando que la batalla empeñada en sus primeras líneas se hallaba irrevocablemente perdida para los confiados defensores de Lima.

¿Qué había hecho este tanto el último por cubrir su insondable responsabilidad ante su infeliz patria otra vez vencida, desde que le dejamos en la media noche de la víspera en su excursión de zozobra y vigilancia hacia Vásquez?

El generalísimo había recibido el doble aviso de la aproximación de los chilenos de que ya hemos dado cuenta, y por consiguiente no era dueño de alegar la sorpresa como excusa de sus procedimientos.

Mas, en lugar de regresar a su cuartel general de Chorrillos en aquella hora suprema, torció por Surco hacia San Juan, y allí pasó aquella noche las pocas horas que tardó en aparecer el alba veraniega orlada esta vez con una diadema de fuego. De suerte que cuando la brigada Gana atacó aquella posición y la capturó a la bayoneta, el dictador estalla allí pero a respetuosa distancia. El batallón Veintiuno de Mayo, al mando del coronel Mejía y fuerte de 533 plazas, defendía las casas de aquella estancia como dentro de un castillo.

Viéndose arrollado por la corriente de los fugitivos que nada ni nadie contenía, retrocedió de nuevo el generalísimo hasta Surco en los momentos en que por otro rumbo llegaban a galope sus veinte o treinta ayudantes de honor precedidos por Montero, trayéndole la infausta nueva de que ya había sido forzada por los chilenos la brecha de Santa Teresa.

Aquel vistoso grupo de gente de parada había intentado en las primeras horas del combate dirigirse a Villa o por lo menos a San Tadeo; pero los proyectiles chilenos que allí caían como el granizo de una tempestad de verano, les atajaron el paso, y hubieron de retroceder por los pajonales derribando tapias y vadeando zanjas para reunirse a su caudillo.

El cuerpo de ayudantes informó a Piérola que sólo los restos del cuerpo de ejército del coronel Iglesias mantenían el campo, completamente aislados y sin remedio humano.

En cuanto al coronel Suárez que tenía bajo sus manos seis batallones en la Escuela de Cabos de Chorrillos, no había dado un paso hacia adelante, sea por taima, sea por irresolución, sea, lo que es más probable, por antipatriótica represalia de pasados y recientes agravios. Uno de los más grandes errores morales y estratégicos del dictador había sido, en efecto, confiar a última hora el mando superior de sus crudas e inconexas divisiones a jefes que éstas no conocían y que además se habían señalado por intensa o disimulada animadversión a su persona; y en consecuencia, todos los lugartenientes de Tacna, Cáceres, Dávila y Suárez, especialmente los dos últimos, no estuvieron, aquella mañana en manera alguna a la altura de sus antecedentes militares. Por el contrario, el primer cuerpo de ejército compuesto de tropas del norte y mandado por un jefe del norte, secuaz ardiente del caudillo, se había batido y seguiría batiéndose con señalada bizarría.

En tan crítica coyuntura tuvo el generalísimo un arranque de aliento, homenaje debido a la fidelidad de los que por él morían. Después de un momento de vacilación se precipitó en su caballo blanco de batalla por el camino que conduce directamente de Surco a Chorrillos seguido de unos pocos de sus más esforzados ayudantes. Entre éstos iban el fiel Chocano, el coronel Montero Rosas, rico hacendado de Chancay que en la víspera había venido a pedir un puesto de combate, su propio imberbe hijo y el capitán Canseco natural de Arequipa.

Hasta ese momento los que le habían contemplado en la batalla habían echado de ver únicamente su tristeza y su silencio. Era la partida demasiado grande para su alma, y el azar le traía aturdido.

Con indisputable arrogancia subió sin embargo el dictador por el camino carretero que en forma de zigzag habían labrado los peruanos por el lado de Chorrillos al morro Solar, y allí conferenció con su denodado lugarteniente Iglesias exhortándolo a no desmayar en el combate. Para esto le prometió los inmediatos y poderosos refuerzos de Suárez y aquéllos que él podría enviarle o conducir en persona desde las líneas de Miraflores.

Hecho esto afirmó las espuelas en los ijares de su caballo y descendió al pueblo de Chorrillos para impartir órdenes.

Salieron a escape a cumplir estas el coronel Montero Rosas y el capitán Canseco; pero ni uno ni otro regresaron. Fue muerto el primero por una bala de rifle, cumpliendo noblemente su deber, y aun cuando se aseguró que su opulenta familia ofrecería cinco mil duros por su cadáver o sus arreos de soldado, encontraron sólo su caballo, ensillado a la usanza de los lujosos hacendados peruanos. El capitán Canseco cayó también herido y no volvió a reunirse a su jefe.

Después de comunicar el último orden perentoria al coronel Suárez de avanzar desde la Escuela de Cabos en protección de Iglesias, descendió por la ancha rampa de los baños de Chorrillos, y galopando una buena legua por la arenosa playa al pie de los altos farellones que forman allí a manera de muralla la abrupta costa, fue a ascender por la escalinata de madera que sirve a los bañistas de Miraflores, ejecutando por consiguiente verdaderos prodigios de arte hípico. Harto mejor que eso le habría estado para su fama ponerse a la cabeza de los vacilantes batallones de Suárez y conducirlos en persona a rescatar el día o a morir en las laderas que en hora de tanta angustia enrojecía a raudales la sangre de sus desventurados compatriotas.

No sería lícito por esto sostener, dentro de la justicia de la historia, que el dictador del Perú se hubiese mostrado cobarde en aquella gran jornada. Lo que don Nicolás de Piérola no alcanzó en esa vez, como en todas las crisis anteriores de su agitada vida, fue colocarse a la altura de la magnanimidad, que es el heroísmo del deber.

Dada la situación, la rapidez y la hora de la gran batalla, la mayor de su historia, alcanzada por los chilenos en San Juan y arrojados sus contendores, que eran veinte mil, a la cima de una roca a manera de náufragos, en número de unos cuantos centenares de revueltos infantes y artilleros, parecía que la única maniobra necesitada por la situación era continuar el movimiento envolvente de la división Lagos hasta Barranco, es decir, hasta la orilla del mar y colocar nuestra poderosa artillería de campaña en posiciones a fin de silenciar las cinco o seis piezas tras de las cuales se parapetaban los peruanos en la altura.

Había también otro arbitrio militar un tanto más aventurado pero de grandiosa solución para el genio de los jefes y el coraje de los soldados de Chile; esto es, poner asedio al puñado de defensores del Morro Solar con la escuadra, la división Lynch y la reserva, y ordenar al impetuoso Lagos continuase, reforzado por Sotomayor, su marcha victoriosa por Monte-Rico y Vásquez, precedido por la caballería que había aterrado a los peruanos seguido por 30 cañones de campaña. Con este empuje dos horas más tarde los chilenos habrían forzado de seguro la línea de Miraflores por su izquierda; y así las dos últimas batallas de aquella gran jornada de tres días acaso se habrían reunido en una sola fecha y en una sola gloria para Chile.

Mas por desdicha no aconteció de esa manera, y para comprender cómo, a ejemplo de lo que sucediera después de Maipo en las casas de Espejo, volvió a surgir del fondo de una campal victoria una nueva batalla completamente infructuosa, no necesitada y carnicera, se hace preciso describir los principales perfiles del terreno en que se librara.

La angosta planicie de tres leguas que se extiende desde las cerrilladas de Chorrillos a Lima entre los últimos faldeos de la cordillera real y el océano, se asemeja en su formación a la Tablada de Lurín, salvo que la barrera que aquellos levantan enfrente de los vientos del sur protegen la última planicie contra las arenas y los médanos, formando los riegos del Rimac amenos y fertilísimos campos en todo su circuito. Sirve de cauce principal, o de acequia madre a aquellos cultivos de caña y de alfalfa, de legumbres y jardines, el río, o más bien, el zanjón de Surco, especie de «Zanjón de la Aguada» de Lima. Este cauce, en oposición al de Santiago, corre de norte a sur y proyecta uno de sus ramales hasta la hacienda de Villa, atravesando la abra de Santa Teresa hacia el sur, como la acequia de Paine atraviesa en el valle de Maipo la angostura de ese nombre.

El río Surco riega principalmente y en orden sucesivo desde los arrabales de Lima las chácaras de Ate, Quiros, Tebes, la Palma, Vásquez, propiedad esta última de la familia de Vásquez de Velasco, cuyo último retoño vivía en Madrid en 1860, y enseguida las heredades de Monte-Rico, San Juan y Surco. Surco es una aldea rural como Ate, formada por unos cuantos míseros chacareros. La propiedad rústica se halla en torno a Lima tan dividida y fraccionada como sus castas, y no representa ninguna fortuna de consecuencia. La más considerable es la de Tebes, que puede medir 150 cuadras, y a causa de la humedad de sus terrenos, su último propietario el doctor Meléndez, cambió su usufructo de caña por el de alfalfa. Vásquez mide la mitad de esa extensión, y en la época de la guerra se hallaba arrendada a don Ramón Roca y Boloña, jefe de un batallón de la reserva; y la de la Palma, que es mucho más reducida, a un portugués llamado Rodríguez.

De Surco parte un camino de atravieso hacia Barranco y Chorrillos, y de San Juan una especie de avenida recta y recientemente abierta a la última ciudad; pero como las lomas que se extienden al sur sujetan los derrames del valle, se han formado al pie de aquellos extensos pajonales cubiertos de verde totora. La misma causa geológica y agrícola ha formado al otro lado de los cerros el pajonal de Villa y su laguna, exactamente como sucede en Quintero, en Bucalemu, en Cahuil, donde quiera que haya agua, riegos y médanos en Chile.

Sauces de Castilla y una especie de algarrobo que los peruanos llaman «guarangos», crecen descuidados en aquellas zonas que el arado del trabajo libre rara vez perturba, y aun esas mismas benéficas plantas son entregadas al hacha del leñador extranjero para el consumo de Lima. Poco antes de la llegada de los chilenos, el administrador de la hacienda de San Juan, un tal Dábalos, había vendido a un italiano Gorella las alamedas de San Juan para leña, por un precio que equivalía a 1.200 pesos de la moneda de Chile (12.000 soles).

Todo lo demás del terreno está repartido en pequeños cercos o diminutos potreros, destinados a laborioso y manual cultivo. La campiña de Lima no ha salido todavía del período indígena, o más propiamente, ha vuelto a él.

Todo esto por lo que se refiere a la topografía del llano.

La región que podría llamarse montañosa del distrito de Chorrillos, se compone de la cadena transversal que ya hemos descrito, salvo que su ascenso por el lado del norte es mucho más suave y tendido a causa de que las arenas seculares han ido formando en esa dirección una especie de plano inclinado que facilita su subida.

El morro Solar se levanta sin embargo abrupto y sombrío en el horizonte, divisándose desde Lima como el morro de Arica se presenta a la distancia en alta mar. Inmediatamente y en forma longitudinal, siguiendo la curva del barranco que domina a sus pies, yace la famosa ciudad de baños de Chorrillos con treinta o cuarenta manzanas irregulares distribuidas en calles angostas pero pintorescas. Dos anchas avenidas modernas se diseñaban cerca de la estación del ferrocarril, simple galpón de rústica madera que servía de paradero a los antes felices y desocupados pobladores de Lima. En el sentido del ocio, del placer y del deleite, Chorrillos, o «el Chorrillo», según decían los antiguos por la grieta de agua que se ve todavía en su barranco marítimo, era una simple sucursal de Lima y sus locos, deletéreos y corrosivos devaneos.

Apoderado ahora el demonio de la guerra de aquel sitio de indulgentes delicias, los peruanos habían trocado el morro, que ostentara antes como el de Santa Lucía la cruz de su fe, en castillo formidable rodeado de obras accesorias de fortificación. La más sólida de éstas había sido colocada en una especie de promontorio que el morro Solar proyecta hacia el mar, el cual lleva el nombre singular del salto del Fraile y que nuestros soldados llamaban de la Casita blanca por una pequeña construcción que la coronaba. En este paraje, de suyo fuerte hasta parecer inexpugnable contra la infantería, habían colocado los ingenieros peruanos con grandes fatigas un cañón de a 300 extraído de las baterías del Callao, y en una eminencia inmediata llamada «La Calavera» pusieron dos piezas de marina de a 70 a cargo de un comandante de artillería llamado Benítez. Un contramaestre portugués que hacía 40 años servía en la marina del Perú había dirigido este trabajo con las peonadas de los pueblos o zonas comarcanas. Su nombre era José Guerrero.

Al derredor de esas crestas cuyos fuegos tenían campo de tiro hasta San Juan por el oriente y hasta Barranco con dirección al norte, los peruanos, envalentonados por la visita del dictador y su promesa de inmediatos socorros, se dispusieron a defenderse con una energía desesperada y que ciertamente refleja honra no pequeña sobre sus jefes. Las tropas allí asiladas, aparte de unos cien o doscientos artilleros y matriculados de Chorrillos eran restos de los batallones Guardia peruana mandada por don Carlos de Piérola hermano del dictador; el Callao, de Rosa Jil, desalojado de las casas de Villa por el Coquimbo; el Ayacucho número 5 y los tres cuerpos del Norte que el coronel Iglesias había elegido como gente suya, el Cajamarca, el Trujillo y el Tarma. Los artilleros pertenecían a las piezas de campaña o de gran calibre ya nombradas, a la artillería volante y a las secciones especiales de Chorrillos y del Callao encargadas de defender la «Calavera» y el «Salto del Fraile». Visibles están todavía las argollas, postes y aparatos que sirvieron a los peruanos para alzar a tamañas alturas cañones que sólo se miden por el peso de sus toneladas, y cuyo arte de instalación hace recordar el genio maravilloso de sus predecesores en el arbitrio de erigir construcciones ciclópeas sin más recursos que sus brazos. Para subir a la cumbre, habían construido también últimamente un camino carretero de zig-zag como el de San Cristóbal.

Se agregaba a todo esto que la población de Chorrillos, aunque construida de cañas y de movedizas azoteas, que se mecen bajo los pies de los curiosos, podía ofrecer una mediana resistencia en un combate de fusilería y cuerpo a cuerpo: no así al cañón que la habría reducido a escombros disparando con fuegos rasantes desde las colinas.

Dadas estas condiciones del terreno, de la perspectiva y del nervio de la defensa del último baluarte peruano, no había nada más sencillo que someterlo a las armas vencedoras de Chile, sin quemar una sola cápsula de rifle, sin derramar una gota más de la rica sangre de sus filas ya demasiado pródigamente vertida. Encerrados por el lado de la costa y del sur por los cañones y ametralladoras de nuestra escuadra y por la división que por Villa había conducido el valiente comandante Soto del Coquimbo; apretados contra sus laderas por la mano de fierro de Lynch en todo su ámbito del oriente, no se hacía ahora necesario sino prolongar el movimiento del coronel Lagos tendiendo su división en el centro del valle que mira al norte y mantenerla en esa posición, a la manera de esos cordones de fuego que nuestros vaqueros encienden en los altos montes, y enseguida pedir a cañonazos a los obstinados de la altura el trapo blanco de la rendición.

Parecía esto sobre manera obvio y era lo que habría ejecutado sin vacilar cualquier ejército europeo, forjando allí un pequeño Sedan. Pero fuera que nuestros jefes, y especialmente el coronel Lynch, se dejasen arrebatar de la impetuosidad incontenible del soldado chileno, fuera error de estrategia o desconocimiento de lo inexpugnable de las posiciones enemigas, es lo cierto que terminada la batalla de San Juan, y cuando ya no se oían sino los disparos dispersos de los prófugos y de los que los perseguían, ordenó el comandante general de la primera división que los regimientos 4.º de línea y Chacabuco que habían capturado uno en pos de otro cuatro fuertes reductos, marcharan temerariamente al asalto del inaccesible morro Solar por su falda del oriente.

Era la misma fatal maniobra del número 1 de Coquimbo en la jornada de Maipo cuando la batalla había ya cesado por completo.

El resultado de aquella operación emprendida cuando el sol y la sed, los rifles caldeados y el suelo cubierto de candente arena, remataban el cansancio del infeliz soldado, no podía ser dudoso. El Chacabuco había perdido ya sus dos bizarros generales y marchaba mandado sólo por sus capitanes, en todo dignos de aquellos. El caballeresco coronel Toro Herrera había perdido dos caballos y una tercera bala, recibida en el muslo, le había puesto fuera de combate, al paso que su segundo el heroico Belisario Zañartu, el zapador invicto de Tarapacá, caía tres cuartos de hora más tarde para morir, bandeado mortalmente en el estómago.

Junto con aquéllos, se adelantaban a la cabeza de sus compañías los capitanes Otto Moltke, Ramón Sota-Dávila, Camilo Ovalle -dos niños de veinte años- Benjamín Silva (capitán ayudante); y todos estos denodados mozos sucumbirían en el fatal ascenso para no divisar otra vez su bandera.

El 4.º de línea iba mandado por su intrépido segundo jefe don Luis Solo Saldívar con sus escaladores de Arica entre los que el alegre y heroico Casimiro Ibáñez marchaba risueño a vanguardia sosteniendo su oriflama. Ibáñez, el festivo cantor de la odisea marítima de su regimiento, quería volver a colocar la bandera de Arica en aquel otro morro que tenía a sus pies a Lima y su comarca.

El bravo capitán Benjamín Lastarria, subteniente del Yungay en 1851 y ayudante ahora del coronel Amunátegui, jefe de la brigada, les acompañaba así como muchos voluntarios de otros cuerpos.

No podía haber nada más audaz y al mismo tiempo nada tan peligroso y tan innecesario como aquella maniobra. Mil infantes agobiados por una lucha de seis horas eran enviados a desalojar de una altura cortada en todas direcciones a pico la postrera diminuta y desesperada guarnición del Perú. ¿Para qué?

El fracaso inevitable no se hizo esperar.

Hicieron los peruanos converger sus ametralladoras, sus rifles y sus cañones hacia la cuchilla por donde trepaban los asaltantes, y vomitando sobre sus filas un verdadero torrente de plomo los diezmaron en pocos minutos, matando o hiriendo a sus principales jefes y oficiales. El Chacabuco tuvo en esa jornada 19 oficiales, sobre 35, fuera de combate y el 4.º de línea 14. Entre los dos heroicos y maltratados regimientos recibieron ese aciago día 645 bajas, cabiendo 356 al Chacabuco y 289 al 4.º.

Uno de los primeros en sucumbir en el mismo campo de batalla fue el heroico Ibáñez, y notando que su fiel asistente se quedaba a su lado para velar su agonía tuvo todavía fuerzas y autoridad para decirle que no lo necesitaba y que siguiera peleando. ¡Magnánimo soldado!

Ibáñez había prometido a sus camaradas en la víspera de aquel día ejecutar una hazaña de renombre con su compañía, y como llevara la bandera del regimiento en sus mitades pereció por sostenerla, después de haber caído cinco de sus defensores, entre éstos el cabo Estanislao Jara y los subtenientes Prieto y Martín Bravo, este último, natural de Talca y herido gloriosamente en Arica.

Delante de aquella horrible matanza se detuvieron las filas enrarecidas y desgarradas por el plomo, y notando los de arriba su flaqueza lanzaron sobre ella una columna al mando del coronel Borgoño del Trujillo que a paso de vencedor descendió a media falda.

La situación era sumamente crítica. En la retirada fue derribado recibiendo una bala en el pecho el valeroso capitán Moltke, descendiente de una distinguida familia de Altona, en Dinamarca; y tan de cerca hacían ahora su persecución los peruanos que se apoderaron de su cuerpo y lo despedazaron con la culata de sus rifles y la cuchilla de sus yataganes.

Durante algunos minutos los diezmados restos del Chacabuco y del 4.º, reunidos a la voz de Solo Saldívar, único jefe que el hierro había respetado, intentaron hacerse fuertes tras un muro a cuyo pie corre la acequia de Villa hasta que les llegaran refuerzos. En esos momentos aparecía en aquel paraje un jinete de rostro tostado y de enérgica fisonomía a quien se había visto en todas partes animando las filas. Era el bravo coronel don Gregorio Urrutia, jefe de estado mayor de la 1.ª división que notando el peligro venía al socorro.

-Comandante Saldívar -le gritó el soldado de Arauco, es preciso hacer aquí un esfuerzo supremo. ¡Carguemos sobre el enemigo que avanza!...

Pero eso era ya imposible. El cansancio postraba todos los brazos, y ni aun los más coléricos soldados podían levantar sus rifles del suelo.

Para mayor confusión, la brigada de montaña del mayor Gana, que hasta ese momento había sido el nervio de la 1.ª división, apagó sus fuegos por falta de municiones, y aunque el viejo y patriota voluntario don Benito Alamos, que acababa de recibir en sus brazos a dos de sus cuatro hijos guerreros heridos mortalmente, se presentó con algunas cargas de cartuchos de artillería cuyo parque servía, no por esto fue menos indispensable bajar aquellas doce piezas de la altura para ponerlas al reparo.

Cobraron de nuevo bríos los defensores del inaccesible morro, y descendiendo en diversas direcciones por las laderas o avanzando desde Chorrillos, comenzaron a ganar terreno sobre los batallones ya completamente extenuados de la primera división.

Al anuncio del riesgo inminente y del rechazo del 4.º y del Chacabuco habían corrido todos los jefes en pos del coronel Urrutia, notándose entre los más resueltos el tres veces heroico comandante del Talca don Silvestre Urízar Garfias, hijo de la tres veces heroica San Felipe que con su manta terciada sobre el pecho y sin consentir apearse un solo instante del caballo que le llevaba como de blanco, peleó en aquel día con una bravura verdaderamente sublime por su firmeza y su modestia. Cuando sus jóvenes oficiales le gritaban que se bajase del caballo, les contestaba sonriendo con esta espontánea simplicidad de chileno: ¿Para qué? Lo mismo se muere a pie que a caballo...

A su vez el coronel Lynch, impasible en la buena como en la mala fortuna, tomaba eficaces medidas para rehacerse y despachaba sus ayudantes en todas direcciones en busca de socorros.

Eran las diez y media de la mañana y la izquierda chilena, vencedora desde la primera hora comenzaba a retroceder barrida por el plomo que caía desde la cima a manera de candente cascada de lava derretida por todas las grietas del terreno.

Por fortuna llegaba en ese momento un tanto recobrados de su fatiga el regimiento Atacama reducido a la mitad de su efectivo, y algunos destacamentos del Talca, que el coronel Lynch lanzó inmediatamente en protección del Chacabuco y del 4.º. Los valerosos comandantes Vidaurre y Urízar conducían esta tropa con imperturbable denuedo; pero el implacable cerro erizando sus lomos de fuego los rechazaba hacia el llano por la tercera vez.

La posición era completamente inexpugnable, y la obstinación en asaltarla era locura.

«El coronel Lynch mandó en esta crítica situación un ayudante a llamarme -refiere del lance el comandante del Atacama en su diario citado de campaña-. Encargué al mayor Valenzuela, mi tercer jefe, el cuidado de mi gente y que reuniese a todos los dispersos que por ahí andaban.

Subí a la eminencia en que se hallaba el coronel. Desde allí se venía el combate desesperado que sostenía en las primeras faldas del Morro Solar el 4.º, el Chacabuco y Artillería de Marina. Nuestros soldados se retiraban en gran número hacia Villa. El coronel Lynch me ordenó que fuese con mi regimiento a atajar por el bajo que se extendía a nuestra izquierda a aquella gente que se retiraba del campo de batalla. Bajé del cerro y al trote me dirigí con los atacameños hacia los potreros de Villa. En el camino encontré que llevaban unos arrieros varias cargas de municiones. Las hice tomar y descargar, abriendo los cajones, a lo largo de una gran acequia que corre paralela a una muralla o tapia en los afueras de Villa y que cierran los potreros por el lado norte. En orden y con sus cañones a lomo de mula se retiraba del campo de batalla una batería de artillería chilena. Habían concluido sus municiones. Enseguida venían oficiales y soldados de Artillería de marina, del 4.º y del Chacabuco, a quienes se mandó hacer alto. Todos decían que no tenían municiones. Se les indicó la acequia que estaba cubierta de ellos, y allí se dirigieron cesando la defección. Los demás que llegaban juntos con los primeros se tiraban al suelo sumamente cansados.

Tomaron agua, se municionaron, pero no se movían. Era preciso dejarlos descansar. La defección había cesado.

Detrás de todas las lomas bajas, que allí hay muchas, de las tapias de las trincheras, había centenares de soldados y oficiales que no podían moverse de cansados, y permanecían sordos e indiferentes a las órdenes, a los ruegos y a las amenazas para continuar la marcha. Así pasaron como treinta minutos. Desde una altura pude ver a mi frente que los cuartos, chacabucos y marinos aún mantenían las posiciones que habían tomado, pero con fuegos muy flojos. En el valle, a mi derecha y a gran distancia diviso varios cuerpos que avanzan al trote hacia nosotros. Son cuerpos de nuestra reserva. Bajo y doy la buena noticia a los cansados. Los atacameños los animan. Se levantan, gritan: ‘¡Viva Chile!’; y avanzan alegres al morro Solar.

Al grito de: ‘¡Viva Chile!’; o más bien, al patriotismo del soldado chileno, se debe más de la mitad de nuestras victorias. El sentimiento de amor a la patria en los días de combate es más poderoso que la disciplina y que todo».



La fuerza que llegaba por el lado del oriente era la reserva, otra vez oportunamente despachada al rescate de la primera división por el general en jefe.

En efecto, y mientras se prolongaba en las laderas contiguas a la abra de Santa Teresa y en los ásperos recodos del Morro Solar, aquel terrible combate de escaladores ensañados, como los Titanes antiguos, en llegar a la cúspide, en la llanura se desarrollaba una doble acción. Chilenos y peruanos corrían en defensa de los suyos, guiados por el estrépito del cañón que repercutía en las gargantas y por el apremiante aviso de los ayudantes que en ese día hicieron verdaderos prodigios de honor y de actividad.

El general en jefe del ejército chileno que a las 9 había dado por terminada la faena de aquel día, y había descendido de su famoso caballo Diamante, bridón colchagüino, sorprendido ahora por la súbita recrudescencia del combate, hacía tomar las armas a los tres cuerpos de la reserva que tenía a su lado, el 3.º, Zapadores y Valparaíso, y despachaba ayudante tras ayudante en demanda de la brigada Gana, que había dejado en San Juan y de la división Lagos que en ese momento desembocaba de los páramos de la Pampa Grande entre los verdes potreros y pajonales del valle. Se divisaban en efecto desde temprano fornidos regimientos marchando por el flanco a semejanza de inmensas pardas serpientes arrastrándose en el césped.

Con ojo de verdadero soldado el general Sotomayor había hecho tocar tropa a su gente en los patios de la hacienda de San Juan, y en esta virtud, cuando tronó el cañón de Chorrillos estaba pronto a marchar.

Al primer llamado lanzó en consecuencia en el camino directo de San Juan a Chorrillos, que corre al pie de las cerrilladas, la brigada Gana, el Esmeralda adelante. Uno de los batallones de este lucido regimiento había sido despachado hacia Surco al mando de su tercer jefe el bravo mayor don Saturnino Retamales, para sostener nuestra caballería; de suerte que con el primer batallón marchaban sólo el primero y segundo jefe, Holley y Lopetegui.

Por el camino recto que hemos dicho pone en comunicación directa a Chorrillos con San Juan, por el faldeo de los cerros, se adelantaban los tres cuerpos de la reserva, y por el centro de los potreros cargados de matorrales y de bombas, la artillería de campaña mandada por los capitanes Montauban, Besoaín y Ferreira, y más atrás la división Lagos.

No había alterado su paso este experto jefe en los primeros momentos, contestando al ayudante del coronel Lynch, Ricardo Walker, que no le era dable emprender nada sin orden superior. Pero cuando vio llegar cubierto de sudor y con el rostro animado por patriótica ansiedad al capitán Juan Nepomuceno Rojas, uno de los más inteligentes oficiales del estado mayor del coronel Lynch, haciéndole ver lo apurado del caso, dio la voz de trote y lanzó el Santiago y el Valdivia hacia el socorro. El general Maturana llegaba en ese momento, y colocándose al lado del coronel Barceló conducía su brigada personalmente al fuego, como si hubiera sido un simple guía. En pocas batallas de Chile se había hecho mayor gasto de buena voluntad y de heroísmo que en aquella cruel jornada.

Avanzando con redoble acelerado no habían tardado por su parte los bravos del Buin y del Esmeralda en llegar al pueblo de Chorrillos en los momentos en que el Valparaíso y Zapadores, conducidos por el brillante jefe de la reserva y guiados por el valiente capitán de marina Barahona, que servía de ayudante al coronel Lynch, se precipitaban por los faldeos de los cerros a sostener por su flanco la acribillada primera división tan imprudentemente comprometida después de haber cumplido por entero su faena militar. El 3.º descendía a la llanura para atacar por otro rumbo.

Llegado a las primeras bocacalles de la población, el Esmeralda dividió su diminuta fuerza en dos porciones, marchando el comandante Lopetegui con una buena parte hacia el Salto del Fraile por el lado de los cerros, e internándose el comandante Holley en la ciudad para cortar la retirada a los combatientes del Morro.

Pero el incauto jefe chileno no había contado con las extrañas peripecias de las batallas americanas; porque al notar la reserva de Suárez, que ya se replegaba sobre Miraflores, la renovación del combate a sus espaldas, hizo alto, y se trabó una riña de jefes por ir a pelear noblemente al lado de los suyos.

Poseído de un verdadero vértigo, cuya causa no se ha explicado todavía, el coronel Suárez se negaba abiertamente a obedecer las órdenes del dictador, alegando que con posterioridad el general Silva le había impartido otras en contrario, y de esto resultó que su jefe de estado mayor divisionario, el valiente cuanto petulante coronel Recabarren, le exigió le dejase marchar siquiera con un batallón hacia Chorrillos.

Con su consentimiento o sin el, el pundonoroso arequipeño se puso a la cabeza del batallón Zuavos de Lima, y sostenido por dos cañones colocados en carros blindados, corrió por los rieles a restablecer el combate a retaguardia. En ese mismo instante el coronel Cáceres partía con igual propósito de las líneas de Miraflores a la cabeza de dos mil soldados de todos los cuerpos derrotados, que daban señales de querer volver por su honor perdido en la alborada.

Comenzaba de esta suerte la segunda batalla de aquel memorable día y la única que por los sitios en que se libró es acreedora al nombre genérico que se ha dado a los hechos de armas de aquella doble jornada, «la batalla de Chorrillos». En la de San Juan no brilló siquiera un sable ni un fusil en aquella ciudad ni en todo su circuito.

Al penetrar el coronel Recabarren por las calles de la población, dejaba cortado el pelotón de la Esmeralda que seguía a Holley y lo reducía a la alternativa de rendirse o de morir. Pero parapetándose tras unas tapias, los esmeraldinos, que no eran sino 22, se dispusieron a vender su sangre por subido precio, mientras un mozo verdaderamente heroico los salvaba. Fue este el ayudante don Desiderio Ilabaca, natural de Chimbarongo, que gritando: «¡Viva el Perú!»; atravesó las líneas enemigas y llegó hasta donde se encontraba el coronel Gana, en demanda de socorro. Cuando el mancebo daba su recado caía su caballo bajo sus pies, y registrado le encontraron cinco balazos que lo bandeaban: «Los soldados Juan Cortes, Eugenio Escobar y Belisario Cuevas, han sido héroes en esta jornada», dice de los que le acompañaban el jefe del Esmeralda, y a su vez el actual general en jefe del ejército de ocupación de Lima comprobando el hecho en un sumario tardío pero justiciero, ha pedido al gobierno un premio especial para todos ellos.

Pero el peligro de Holley y de Lopetegui no consistía sólo en su aislamiento, porque la artillería de montaña de la división Sotomayor había ido a tomar posiciones cerca de los rieles demasiado alejada de la infantería para encontrar buen campo de tiro, cuando de súbito se vio asaltada por los Zuavos de Recabarren y otros cuerpos que llegaban en carros artillados de la línea de Miraflores. Entre éstos se ha dicho que venía el Zepita y que allí murió su segundo jefe.

Increíble y nunca visto hasta aquel momento era el arrojo y encarnizamiento con que se batían los peruanos mandados ahora en la cumbre y en el llano por la flor de sus jefes, y tan apurados tuvieron a los artilleros del mayor Jarpa que hubo este de recurrir al último reparo de su arma, a la metralla disparada a boca de jarra. Sobrevino un instante de tan recio apremio que los artilleros zafaron sus carabinas de la espalda y se batieron como en duelo.

Eran en ese momento las once y media del día, y el combate, a semejanza de los incendios de las selvas, tomaba de improviso proporciones colosales que nadie atinaba a explicarse.

Las tres divisiones estaban comprometidas.

Los enemigos parecían caer de las nubes y brotar de debajo de la tierra.

Singular zozobra reinaba en los pechos recalentados por el ardor del día y por la ira después de la ilimitada confianza de la victoria y la expansión de sus regocijos.

¿Qué iba a suceder?

Nadie acertaba a explicarse como se había verificado aquel cambio sombrío de decoración en el paisaje sangriento del combate, pero vagaba en los ánimos el presentimiento de que la división Lynch había caído en una celada y que era preciso meter de cabeza todo el ejército en los abismos para sacarla salva.

Por fortuna, en instantes de tanto apuro y ansiedad llegaba a escape por el polvoroso camino de San Juan un jinete de tostado rostro, gesto de fuego, brazo inflexible, con voz semejante a la del ronco grito de la corneta que toca en la batalla las señales del vencimiento.

¿Quién era?

Era el comandante del 3.º, don José Antonio Gutiérrez, que desprendiéndose de la reserva con su indómito regimiento, llegaba al rescate de la artillería y del Esmeralda.

-Coronel Gana, aquí estoy, fue su único saludo al jefe de la brigada allí comprometida. ¿Qué ordena, su señoría?

-Lance un batallón a defender las piezas de Jarpa y otro a salvar a Holley en la población -fue la respuesta.

Y entonces el jefe recién llegado, arrancando a su bronco pecho la sonoridad del bronce que el aire del pulmón imprime a los instrumentos de guerra, mandó desfilar por los flancos a derecha e izquierda los dos batallones que llegaban a carrera. Y aquellos hombres que aborrecían a los peruanos desde el fondo de sus entrañas a causa de su expulsión inhumana del desierto, valientes e implacables como la metralla, se lanzaron sobre los Zuavos de Recabarren y el Zepita de Fonseca que ocupaban la línea, y los barrieron de ella como el mata-vacas de las locomotoras avienta la paja y el polvo de la trocha. Allí fue muerto el comandante del batallón Zuavos de Lima y herido de gravedad en un hombro el valiente Recabarren.

Los soldados iban a matarlo pero lo salvó un sargento Román, y cubierto de sangre lo presentó al general Sotomayor que lo hizo su huésped. El comandante de caballería peruana Barrenechea, que acompañaba a Recabarren en su valerosa acometida, fingió rendirse levantando en el aire la culata de una carabina, pero al asirle la brida un tercerano, clavó las espuelas a su caballo y desapareció.

El batallón de la izquierda seguía entre tanto al trote por el callejón sembrado de cadáveres, dirigiéndose a envolver el pueblo por el faldeo del morro Solar en cuyo yermo declive brillan todavía lúgubremente las paredes del cementerio de aquella Capua de todos los deleites.

Se arremolinaron allí los pelotones de tropas que a esas horas bajaban de la altura esforzándose por abrirse paso hacia los rieles a reunirse con los que venían en su auxilio, y uno de estos destacamentos venía a cargo del coronel Noriega, que allí fue herido en la cabeza. En cambio, juntos, casi asidos de las manos y formando un grupo digno del cincel de la inmortalidad, habían sido derribados en aquella fatal carrera tres de los más juveniles y más valientes capitanes del aguerrido 3.º, Avelino Valenzuela, Luis Alberto Riquelme, natural de Santiago, y Ricardo Serrano de Melipilla, el mismo que en Ate se había cubierto de gloria y recibido un ascenso en el campo de batalla. Cuando en la tarde de aquel encuentro aciago el hermano del héroe recogió su cadáver, notó que un viejo sargento parecía haber querido proteger con su vida la de su joven caudillo, porque yacía delante de él cubriéndole con sus brazos.

Avelino Valenzuela era hijo de Curicó y mozo apenas de 29 años. Había sido educado en la academia militar; sirvió en la marina y hacía sólo tres meses que era capitán. Alberto Riquelme Lazo, sobrino bisnieto del general O’Higgins y nieto del magistrado don Silvestre Lazo, era capitán hacía dos días; y en aquella pira de la juventud generosa, se asociaba con su sangre y su valor sobrenatural el niño Juan Ramón Santelices, natural de Vichuquén, que escapado de un colegio de Valparaíso sentó plaza de soldado raso en el 3.º, y por su mérito probado en seis batallas, era ya oficial. «En Ate escapé ileso -escribía el último a un amigo-; pero aquí me han...»; y empleaba tal expresión de soldado que ni al heroísmo es lícito reproducirla, por más que Cambronne la inmortalizara en Waterloo.

Era la hora del mediodía, y con la intensidad del sol tomaba un calor horrible la refriega. La artillería de campaña de Chile había ocupado posiciones ventajosas en el llano, y mientras cañoneaba con admirables pero un tanto morosas punterías las baterías del Salto del Fraile y de la Calavera que hacían graves estragos en las filas de nuestros regimientos en marcha, daba lugar y desahogo para que atravesando innumerables potreros y bordeando profundos pajonales llenos de emboscadas, llegase en hora oportunísima la brigada Barceló de la división Lagos. Los regimientos iban al trote, y cuando los ayudantes llegaban acezando a apresurar su paso, el estoico viejo que los mandaba se limitaba a decirles sonriendo: «Ya llegaremos... Acordaos que hace día y medio que venimos marchando...». Y ésa era la verdad.

Con la presencia de la brigada Barceló, que llegaba intacta y fogosa al pie del morro Solar se restablecían todas las ventajas del combate en un momento balanceadas por la sorpresa. El Santiago, sediento de venganza, se precipitaba como un torrente de fuego sobre los arrabales de la ciudad, y por donde pasaban sus terribles hileras ardían como heno resecado los edificios y los palacios de los que mataban a mansalva a sus camaradas... Y una vez que dejaba prendida a su espalda la hoguera del castigo, trepaba a las laderas para acabar su obra de exterminio en la alta cima. Hacía bien la capital del Perú en sentir miedo y sudor frío cuando nombraba al regimiento que en el ejército invasor tenía el nombre de la capital de Chile.

Fue aquél el momento más febril, más ansioso y a la vez más pintoresco y dramático de aquella terrible batalla llena de extraordinarias peripecias.

En medio de horrísono fuego y entre nubes de humo y fuego se veía por todas partes la ascensión de los chilenos al empinado morro, el Valparaíso y Zapadores por el lado de Santa Teresa; el Santiago revuelto con el Valdivia y el Caupolicán por el ancho zigzag de Chorrillos. En algunos parajes los soldados clavaban sus yataganes en las grietas para hacer seguro su paso, y así cargaban de frente sobre los cañones, desparramados a manera de lobos hambrientos sueltos por los riscos: «Daría un brazo por una corneta!», exclamaba el heroico comandante del regimiento santiaguino don Demófilo Fuenzalida. ¡Tanta era su ansiedad por llevar en fila compacta su tropa y caer encima de las baterías que no cesaban de diezmarlo!

Se renovaban en todas partes las escenas de un inextinguible heroísmo. El abanderado Majorell, de estirpe alemana, arengaba una mitad del Buin y la conducía al trote a la pelea, y cuando casi todos aquellos bravos habían caído, volvía por otro y otro repuesto de aquella manada de leones. Era su propósito arrebatar una banderola que flotaba erguida en la ladera, y sólo cuando lo hubo conseguido sosegó sus bríos. Hoy esa banderola adorna el tranquilo gabinete de trabajo de su jefe de brigada.

Más allá, el capitán Ilabaca de los Cazadores a caballo, pedía a gritos le dejaran cargar sobre los cañones enemigos, y como si aquella batalla en anfiteatro sirviese de emulación a todas las grandes almas, el heroísmo se paseaba con mágico desmán de fila en fila retando a la muerte.

No lejos de aquellos grupos caía en el Santiago el adolescente Arnaldo Calderón, natural de Cauquenes, que había ido a la campaña a vengar a su hermano Emilio, tan adolescente como él, sacrificado en Tacna; y bajo la bandera de los Zapadores, que había servido de mortaja en el Campo de la Alianza a su nieto de la beldad de Chile doña Ana María Cotapos, sucumbía su segundo hermano al trepar la áspera cumbre. El nombre del último era Justo Pastor Salinas.

La patria había concurrido por familias a esta campaña, que se hizo una cruzada doméstica y casi una guerra santa cuando se le señaló a Lima como término. Una familia de Cauquenes envió siete hijos a las filas. Los Alamos eran cuatro, los Fernández Letelier y los Bravos, de Talca, tres en cada grupo, y el mayor número de los que hemos nombrado enrojecieron aquel suelo en ese día con su sangre.

En el asalto del Morro Solar y al afirmar el capitán del Atacama don Remigio Barrientos una mano sobre la banda de una tapia, cual si hubiese sido la lengüeta de una víbora, una bala la perforó de parte a parte. El capitán Barrientos era natural del Tai, cerca de Castro, y había sido bandeado por la mitad del cuerpo en Pisagua. Como Torreblanca y como Páez, pasó los Andes al rumor de la guerra para ofrecer a la patria ausente el pago de la deuda de amor de todos los chilenos.

Mas quien sobresalió a mayor altura entre todos los jóvenes oficiales que se hallaban presentes en aquel sangriento lance que era de final victoria, fue el arrogante capitán del Valdivia don Belisario Troncoso, mozo de mil empresas atrevidas, hijo de Bulnes, que en temprana mocedad había recorrido una buena parte del mundo, y que llegando el primero a las crestas del Salto del Fraile, hacía silenciar sus cañones y rendía allí un centenar de artilleros.

Pero un soldado oscuro, oriundo de Arauco y llamado José Riquelme, le sobrepujó a su turno en sublime bravura, porque queriendo su capitán poner una bandera chilena como señal a nuestros artilleros para que suspendiesen sus fuegos en la llanura, preguntó: «¿Quién se anima a tenerla?»; «Yo, mi capitán», contestó el bravo; y cuando la batía ufano del honor y del riesgo que corría, una bomba de nuestros propios cañones lo mató.

Los peruanos entre tanto comenzaban a desfallecer en sus reductos. Estaban rodeados como en un corral de buitres. Porque mientras por el norte y por el oriente los envolvían seis regimientos chilenos, el Coquimbo y el Melipilla, desembarazados de los mil obstáculos que habían retardado su vuelo, llegaban a la altura por el lado de villa y del mar. Aquellas fuerzas destinadas a obrar aisladamente en sitio mal reconocido, habían llenado su misión hasta aquel momento con laudable esfuerzo, pero escasa fortuna. Dieron al amanecer un asalto victorioso a las casas de Villa y a su reducto, tomando seis cañones y varias ametralladoras, pero dejaron allí dos existencias apenas comenzadas que valían más que el bronce de cien baterías, porque los primeros tiros de la altura troncharon en flor la vida del capitán Alberto Pérez, amable e inteligente niño de 22 años, y la de Federico Valdivieso Huici, ambos del Melipilla, amigos del aula y del barrio, del corazón y del hogar, de la tienda y del sepulcro.

Continuó bizarramente avanzando el comandante Soto, que mandaba en jefe aquellos 1.500 bravos, rechazando todos los puestos avanzados del enemigo hacia la altura, hasta que, como suele acontecer a los hatos de gamuzas en los Alpes, llegaron a un desfiladero que no tenía salida sino sobre la boca de tres ametralladoras que los peruanos tenían de antemano asestadas en aquel pasaje y con campo de tiro medido por milímetros.

Imposible de todo punto era pasar.

El comandante Soto se mordía los canos bigotes de cólera, y de momento en momento hacía una arremetida hacia el fatal desfiladero, pero en vano.

Se hizo voluntario para pasar con su gente el capitán Marcial Páez del Coquimbo, hombre de hígados y de encuentros que había sido soldado, minero, arriador de ganado en las pampas argentinas y había regresado a Chile al grito de guerra como los bravos ya nombrados y como Juan Nepomuceno Rojas, este último profesor premiado en Venezuela. Un proyectil le dejó muerto instantáneamente. El plomo corría por aquella rendija de la montaña en un verdadero raudal, y no había otro paso practicable. Para dar el ejemplo se adelantó el jefe y cayó a su vez bandeado en un hombro con herida casi mortal.

En vano la lancha a vapor del Blanco que recorría la ribera del mar en la misma dirección que ascendía el Coquimbo, disparaba sin cesar, ametralladora contra ametralladora, en protección de los nuestros. Y cosa dolorosa, el auxiliar más eficaz de aquella columna aislada, el teniente Avelino Rodríguez que comandaba la embarcación de la nave almiranta, estaba también destinado a morir.

El combate de Chorrillos no fue una batalla, fue una horrible inextinguible matanza. Cuando al día siguiente los empleados del servicio de la intendencia desembarcaban en Chira y en Chorrillos, veían las rocas que forman la base inferior del sombrío morro cubiertas de puntos blanquecinos. Eran los cadáveres de los peruanos que por millares habían rodado a los precipicios y cuya vestidura de dril blanco las olas espumosas lavaban con su pesado ir y venir como las lavazas de la muerte.

Por la parte del mar, la cooperación de la escuadra fue casi tan ineficaz en las batallas del 13, como decisiva y poderosa en la del 15. Verdad es que la mayor parte de los buques, a virtud de la posición de sus cañones, no tenían ángulo de tiro suficiente para dominar las alturas. La O’Higgins y la Pilcomayo, sin embargo, con sus portas abiertas, podían arrojar proyectiles hasta en la cumbre del morro Solar. Pero a poco de comenzada la batalla el distinguido teniente de marina don Alberto Silva Palma, que había sido comisionado para el servicio de comunicaciones desde tierra con la escuadra, puso señales, por orden superior, de no hacer fuego, y los buques quedaron convertidos en meros espectadores.

Por fin, calmado o dirigido en otro rumbo el fuego mortífero de las ametralladoras bávaras, el entusiasta comandante Balmaceda que había tomado el mando de la hueste coquimbana, valientemente secundado por el comandante Pinto Agüero, segundo jefe de aquel denodado regimiento, dio orden de ganar la cima marchando él adelante con vistosa bandera para lucir su brillante hazaña. En esa carga final, el Melipilla hacía 80 prisioneros y el Coquimbo 200.

Daban en ese momento las dos y media de la tarde, y después de sañudo lidiar que duraba ya siete horas en la mitad más cálida del día, los peruanos dieron señales de rendirse; y protegidos por la autoridad y la presencia de los coroneles Barceló y Fuenzalida entregaban a estos jefes sus espadas los coroneles Iglesias, Billinghurst, Valle-Riestra, jefe y subjefe de estado mayor de aquel cuerpo de ejército, el coronel Panizo, comandante general de la artillería en Tacna, don Carlos de Piérola, hermano del dictador, el coronel cajamarquino Cano, y el jefe del Trujillo, Borgoño, que no quería rendirse sino al coronel Lynch, diciéndose su deudo. El coronel Piérola estaba herido y había muerto a su lado su segundo don Pedro Alcocer.

Mas nosotros, por la irreflexiva y casi culpable codicia de conseguir tan mezquino botín de harapos y aflicciones, compensado apenas por un destello de heroísmo en el campo peruano, habíamos perdido el doble de aquel número de bravos y entre ellos algunas de las más caras vidas del ejército.

Y todavía aquello no sería todo, porque vagando por entre los maderos calcinados y las cenizas calientes de Chorrillos, batiéndose en cada puerta, de azotea en azotea, de tronera en tronera, vida por vida, la matanza en pos de la matanza, la embriaguez del alcohol en pos de la de la sangre calcinada, grupos de soldados de todos los cuerpos que habían tomado parte en el asalto se entregaban, al caer la noche, a brutal orgía, arranque de nuevos y más dolorosos sacrificios.

Los jefes chilenos echaron lamentablemente en olvido en aquel día una propensión irresistible de la sangre araucana que prevalecía al menos en dos tercios en las filas; porque es sabido que cuando los aborígenes celebran sus orgías de placer o de victoria, sus mujeres invariablemente esconden las armas de los guerreros, porque saben que, una vez turbada su razón, se acometen y se matan implacablemente entre sí. Ese olvido fatal queda en consecuencia a cargo del general en jefe, del jefe de estado mayor y de todos los comandantes de cuerpos que consintieron en dejar las armas a su gente, cuando la batalla en todas partes había terminado.

Pereció en aquel vértigo fatal de la victoria y el botín el inteligente y pundonoroso comandante Baldomero Dublé Almeida, hermano del de Atacama y el teniente de Zapadores don Federico Weber, hijo de alemán y vecino de Constitución, soldado-diarista sacrificado en el albor de la vida por cumplir un deber de humanidad después del deber del patriotismo.

«Aquello era un infierno -dice un testigo presencial del vértigo de Chorrillos, en una relación inédita-. Por todas las calles se veían destrozos de todo género, muebles despedazados, cadáveres y heridos tanto chilenos como peruanos, casas que principiaban a incendiarse, puertas y ventanas destrozadas, silbidos de balas disparadas del interior de las habitaciones a los que pasaban, caballería nuestra que atravesaba las calles a escape, soldados ebrios que salían de los almacenes y que caían heridos por traidora bala dirigida del interior de alguna casa vecina. Aquello era terrible y producía mayor efecto moral que la vista de un campo de batalla.

Ardua, difícil tarea era la de hacer salir a los soldados de aquella ratonera. Después de recorrer toda la población, logré sacar de ella gran número de atacameños y conducirlos al Cementerio donde ponían siempre inconvenientes para entrar, aduciendo que ellos no podían pasar la noche con los muertos. Más pronto se conformaban cuando les decía que yo también dormiría con ellos en ese lugar.

Eran las 6 p. m. cuando terminaba la tarea de recoger dispersos. Con todo, no alcanzaba el número de Atacameños a 500 hombres».



La noche de Chorrillos será de todos modos una fecha lúgubre en la historia de la república, y tanto más digna de dolorosa memoria cuanto que precedió a una grande e inmortal victoria que en breve vamos a narrar. Fue aquella, después de la de Mollendo, la segunda noche triste de México; pero siquiera fue la noche que precedió a Otumba...




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

El armisticio de San Juan


El 14 de enero, día viernes, víspera de Miraflores, fue una jornada comparativamente tranquila y harto necesitada de sosiego.

El ejército, antes que todo, debía dormir, porque había pasado en vela las dos noches del 12 y del 13, dos grandes vigilias entre dos sangrientas batallas.

Cosa corriente es en el vulgo de los juicios humanos que las horas que siguen a los combates son de una suprema dicha y de indecible regocijo para los que en ellos vencieron; pero tal creencia está basada en engaño evidente del ánimo, porque lo que naturalmente sucede a la tensión violenta del alma y de todo el ser que trabaja y padece, es la reacción de profunda fatiga, el sueño, el cansancio, el llanto de las lástimas íntimas que corre silencioso hacia dentro de los corazones, las alarmas, las iras comprimidas, la compasión misma que inspira al bravo el cuadro de los enemigos inmolados, los tropeles lívidos de los cautivos que confunden en el campo sus dolorosos alaridos con los que triunfando cayeron. Y eso con mayor intensidad debía acontecer a los combatientes de San Juan y de Chorrillos, que habían marchado sobre la arena ocho leguas para pelear consecutivamente igual número de horas.

Por fortuna, el plan de posesionarse de Lima siguiendo la ribera del mar, en cuyas aguas flotaba un segundo y poderoso ejército que era nuestro baluarte, y no por los faldeos andinos, donde habríamos ido a encontrar el más cruel de los adversarios que el chileno ha hallado en su camino durante esta guerra de desierto -la sed-, permitió renovar en pocas horas todo el material movibles del ejército especialmente los víveres y las municiones. La escuadra mandada en persona por el contralmirante Riveros, había fondeado al amanecer del día siguiente al de la victoria en la abierta rada de Chorrillos después de haberla explorado impávidamente el capitán Moraga con el buque de su mando, la Pilcomayo, traída del Callao. La quilla de la cañonera no tropezó con un solo torpedo, fuera porque no existían no fuera porque su mala construcción y el agua corrosiva del mar los había inutilizado. Estaba escrito que en nuestra guerra marítima no lesionarían a los barcos de Chile sino los torpedos que sus propios comandantes se echaran encima.

Desplegando celo recomendable la intendencia general, precedida por su inteligente jefe don Hermógenes Pérez de Arce, que había venido expresamente de Arica para atender aquellos servicios, desembarcó por el muelle de Chorrillos víveres frescos en abundancia y municiones en cantidad sobrada para dos nuevas batallas.

La fragata Avestruz con el parque general fue acercada a pocos cables de tierra para el caso.

Y si en tal coyuntura nos hubiéramos alejado de Chorrillos, como se pretendía, ¿qué habríamos hecho?

El Cochrane, al mando de Latorre pasó aquella noche custodiando los transportes de Curayaco.

Se recogieron asimismo los heridos más cercanos al campo de batalla de Chorrillos; y la Escuela de Cabos, vasto claustro construido a la salida de Chorrillos en dirección a Lima, fue convertido en el hospital común y horroroso de ambos combatientes. Más de tres mil heridos ensordecían en aquella noche fatal el sangriento recinto con los quejidos de su desamparo o de su agonía.

En cuanto a los muertos, nadie pensaba en ellos, a no ser algún compasivo amigo que cumplía un voto o un contrato de fidelidad más allá de la vida. Generalmente los que van a morir hacen compañía, y esta sin escritura ni testigos se cumple en un hueco de la tierra con una azada y una lágrima.

El ejército había amanecido aquella mañana en sus improvisados campamentos en torno a Chorrillos, al morro Solar y a San Juan. En la vecindad de esta última espaciosa casa de campo, que el olor a los cadáveres y sus rimeros hacían inhabitable, había plantado su tienda, bajo los frondosos árboles de la avenida que conduce a Chorrillos, el general en jefe, al paso que el coronel Lynch había dormido con su división sobre su propio campo de batalla, es decir, en las alturas que rodean a Santa Teresa y el morro Solar. La división Lagos se había tendido adelante de Chorrillos, y la que mandaba el general Sotomayor en el camino recto de la última población a San Juan.

Aquella disposición no era inconsulta para el caso de una renovación del combate por parte de los peruanos, si bien nada estaba más lejos de acontecer. No hay memoria en el Perú de que un ejército vencido se haya rehecho. El indio peruano huye hasta su choza, al paso que el chileno, el argentino y el colombiano retrogradan sólo hasta su campamento o su cuartel. Y de aquí Maipo después de Cancha Rayada. De aquí Ayacucho después de Matará.

Sin embargo de esto, los hombres que en el campamento de Chorrillos representaban el elemento civil y que más tarde tan hondamente se ensañaron contra las disposiciones bélicas de los jefes que venían conduciendo el ejército de victoria en victoria desde Pisagua y los Ángeles, cometieron un grave error, lo inspiraron o lo consintieron. Fue este el extraer de su prisión en los aposentos altos de la Escuela de Cabos al ministro de la guerra Iglesias y enviarlo al campo de Miraflores acompañado de don Isidoro Errázuriz, secretario del ministro de la guerra, para intimar a los peruanos una especie de voto por la cesación de las hostilidades, después de la cruel carnicería de la víspera y de la noche.

Aquella misión como propósito humanitario no merecía reproche. ¿Pero era cuerda? ¿Era oportuna y ocasionada a un resultado práctico cualquiera? O en realidad aquella conferencia, proporcionada a sus anchas al dictador y a su ministro de la guerra, en su propio campo, siendo portador el último de todos las novedades de que había sido testigo ¿no era una ventaja enorme concedida gratuitamente al adversario?

Y en el hecho así aconteció, porque habiendo partido sus dos emisarios de la tienda del ministro de la guerra (que había fijado su residencia en la vecindad de la del general en jefe) a las 9 de la mañana, eran detenidos una hora después por las avanzadas peruanas que adelante de las líneas de Miraflores mandaba a esas horas el coronel don Julián Arias y Aragues, hermano del jefe que tan bizarramente había perecido sin rendirse en el fuerte ciudadela de Arica. El coronel Arias sujetó la comitiva, dio paso franco sólo al coronel Iglesias, y después de dos horas de amplia conversación con su amigo de intimidad, el dictador, regresó el emisario haciéndose portador de un mensaje de fórmula que era casi una burla tratándose de la respuesta de un vencido. Don Nicolás de Piérola se negaba a recibir a un simple parlamentario, pero aceptaría conferencias con un plenipotenciario debidamente autorizado si los chilenos tenían a bien enviarlo a su campo.

Aparentemente al menos, el dictador no se apeaba una línea de su antigua arrogancia, si bien es cierto que esa era su mejor táctica, así como la de los ofrecimientos y piedades mal comprendidas de los chilenos eran simplemente un absurdo de la situación.

A la verdad, el generalísimo de las líneas de San Juan y de Chorrillos no pudo menos de sentirse envalentonado con aquella doble visita de los vencedores. Desde la víspera, la mayoría de sus jefes reunidos en consejo a las tres de la tarde habían tomado la resolución de librar un nuevo combate defensivo; y toda dilación o aplazamiento era un auxiliar que llegaba a sus reductos. Y todavía, según una carta póstuma del dictador, escrita al jefe de estado mayor de su reserva desde Jauja el 3 de febrero, su plan era formar una tercera línea de combate en torno de Lima apoyándose en el Callao y en las fortalezas del San Cristóbal y de San Bartolomé.

Después de su romántica pero bajo ningún concepto heroica escapada del morro Solar por la lengua del mar y la escalinata de Miraflores en la mañana del día 13, el dictador se había ocupado en efecto en recorrer la línea desde el fuerte Alfonso Ugarte, construido a pocos pasos del barranco del océano, hasta el reducto número 8, que era el último en las faldas de los cerros de Vásquez, hacia el oriente. A esas horas (las diez y veinte de la mañana) llegaban los dispersos no en grupos, sino en bandadas y por batallones; y de tal suerte que la reserva, ayudada por la caballería, apenas lograba contenerlos en su invencible pánico. A fuerza de sable y de revólver, pudieron los jinetes de retaguardia juntar hasta tres mil derrotados, especialmente del cuerpo de ejército de Dávila que se había desbandado sin disparar un solo tiro. Uno de estos soldados, como el zuavo de Regnault en el campo de Sedan, levantó los puños e increpó al dictador al verlo atravesar los rieles a caballo, y el generalísimo vencido y humillado se contentó con decir usando una expresión peruana y vulgar: «No me metan barullos». La división Suárez se había retirado en buen orden. El coronel Canevaro que, acompañado de un animoso práctico (el famoso negro Jil), se había acercado al Morro Solar para conferenciar con Iglesias, después de la retirada de Piérola, trajo consigo hasta unos mil hombres desde el Barranco donde había logrado sujetarlos. En todo, los peruanos habían hecho una adición de seis mil hombres del ejército de línea a su reserva.

Continuó Piérola su excursión hasta Vásquez, donde llegó a las 11 de la mañana, y allí se quedó profundamente dormido en un escaño. Le pusieron centinela para velar su reposo, pero una hora más tarde notando sus ayudantes por el sonido y el humo la recrudescencia extraordinaria que a esas horas tomaba el combate en torno a Chorrillos, le despertaron y regresaron con él al cuartel general de Miraflores. Desde Vásquez ordenó el dictador por un telegrama que Astete enviara a las líneas la guarnición disponible del Callao que era de tres mil infantes y artilleros.

En consecuencia, aquella tarde la mitad de esa fuerza mandada por el capitán de navío Fanning la tropa de marina y por el coronel don Carlos Arrieta la reserva denominada «Guardia Chalaca», atravesaba las calles de Lima en demanda del campamento. Y ¡cosa singular, pero peculiarísima de aquella tierra!, cuando aquellos dos resueltos jefes marchaban a rendir la vida por su patria, un tercer caudillo, el general La Cotera, les salía al paso para tentar su fidelidad y ofrecerles el poder a nombre de la constitucionalidad, la rebelión y la derrota...

Y en esos momentos, como una lección terrible que el destino se empeñaba en ofrecer a aquella desaconsejada gente, se alzaba en espirales de humo de una ciudad entera, testigo de su molicie, convertida por la guerra en pira de fuego, de sangre, de expiación y de cadáveres.

«Desde las tres o cuatro de la tarde -dice el reservista que en otra ocasión hemos citado- se notaba del lado del ferrocarril una ligera humareda que se creía proviniese de las descargas, pero a medida que el tiempo pasaba, iba aumentando más y más, hasta que una columna de humo negro se levantó súbitamente rodeada de inmensas llamas. De noche, la inmensa fogata, desprendiendo nubes de chispas, se proyectó sobre la mole de los cerros e iluminó a lo lejos el cielo y la extensión del mar. Y nosotros del alto de los parapetos, contemplábamos, en silencio, ese horroroso cuadro, sin saber que igual suerte esperaba también a Miraflores. El 15 por la mañana, al través del manto de una espesa neblina, se veían arder las últimas casas: Chorrillos no era más que un hacinamiento de escombros. Los chilenos le habían prendido fuego como le habían prendido fuego a San Juan».



Reposado apenas de sus fatigas, de su insomnio y sus galopes en la tarde del 13, el dictador había citado a junta de guerra a todos sus jefes y especialmente a los de la reserva en su regia mansión de Miraflores, ubicada en la quinta del banquero Schell, rodeada de amenísimos jardines.

«En efecto -continúa diciendo el autor de la relación que acabamos de recordar-, no tardaron en llegar de sus divisiones y reunirse los generales Montero, Buendía, Segura; los coroneles Dávila, Montero, Cáceres, Suárez, Iglesias, Noriega, Figari, Pereira, Derteano, Correa y Santiago, La Fuente, Echenique y muchos otros cuyos nombres se me escapan. Se formó en el salón un gran círculo. Se mandó despejar los corredores y cerrar herméticamente las puertas. De nuestro escondite oíamos claramente la voz de S. E.

Comenzó por exponerles que los había reunido no para conocer sus ideas personales sobre la situación, ni si estaban listos para dar su vida si necesario fuera, de lo que no dudaba, sino para que le manifestaran el espíritu que animaba a las tropas y si podían éstas hacer una seria resistencia; añadiendo que, como condición previa para entrar en negociación de paz, exigía el general chileno la entrega inmediata de la línea de Miraflores, con todos sus reductos y defensas, pero que él rechazaba tan humillante proposición. Tres o cuatro de los jefes opinaron por que la tropa estaba muy desalentada e incapaz de sostener diez minutos de combate».



Aceptando como sinceras las revelaciones intrínsecas de aquella conferencia secreta, el que manifestó más hondo desánimo fue el coronel Suárez, y este jefe, tan altamente reputado antes de las pruebas de aquel día, llegó a increpar a Piérola que la batalla se había perdido por su inepta dirección y por su culpa. El dictador le reprochó a su vez su desobediencia, y hubo con este motivo un altercado de calor. Pero en general los comandantes generales de la línea se mostraron resueltos, especialmente el coronel Aguirre, que se hallaba envuelto con los trapos sangrientos que vendaban una herida recibida en las sienes. Interrogados los comandantes generales de la reserva Derteano y Correa y Santiago, contestaron que respondían de su gente, porque ningún reservista quería volver a Lima con su fusil enjuto, conociendo al soez populacho de aquella ciudad y en especial a sus magníficas y desdeñosas mujeres.

La batalla quedó en consecuencia acordada aquella misma noche, y durante todas sus horas de trabajó activamente en terminar muchas de las comenzadas obras de la defensa. Entre los reductos números 1 y 2 se colocó en aquella tarde un cañón de a 120, y en el camino real dos Vavasseur escapados de San Juan.

En el reducto número 2 se instalaron dos ametralladoras salvadas también de la derrota, y en el espacio que se extendía hasta el número 3, se pusieron no menos de diez cañones y ametralladoras, asomando sus bocas por las aspilleras de gruesas tapias convenientemente horadadas. El ejército peruano se había convertido en faena de obreros, y si bien no alcanzaron aquella noche a montar ningún cañón en el reducto número 3, los artilleros peruanos convirtieron en una verdadera ciudadela las casas arruinadas de la hacienda de la Palma, allí contigua. Fue ése el lugar de fama en que Castilla, penetrando en columna por su ancho callejón, derrotó a Echenique y le quitó la banda y la silla en 1854. Se colocaron allí dos cañones de grueso calibre. La línea de Miraflores se hacía así formidable. Veinticuatro horas más tarde se habría convertido tal vez en inexpugnable.

¿Qué tenía lugar entre tanto durante estos intervalos en Lima, la ciudad impresionable, olvidadiza y veleidosa por excelencia, mal llamada «de los reyes», porque sólo la mujer es allí reina y los hombres de todas las razas, sus esclavos?

Por un efecto de la configuración del llano y las montañas, o por el viento que no encuentra ecos acústicos, o por el blando sopor de la población adormecida a la sombra de sus plataneros y de sus jazmines en las noches de caluroso estío, nadie había sentido al amanecer el lejano rumor de la batalla. Pero desde las ocho de la mañana comenzaron a llegar dispersos y cobardes contando las patrañas jactanciosas de todas las derrotas. Los que huyen acostumbran fingir que vencen para cohonestar su ignominia.

Corría poco después de mano en mano un telegrama que llevaba la firma de Piérola y en el que se anunciaban ventajas que no existían. Leyó este despacho el ministro inglés, pero lo contradijo con mejor autoridad el representante de los Dreyfus, Mr. Federico Ford: que en estos tiempos, el agio sabe de continuo más que la diplomacia y los gobiernos.

A eso de las diez de la mañana se vio atravesar a galope las calles de la ciudad un ayudante del dictador y deudo suyo llamado Lanfranco. Nadie necesitó ver sino su pálido rostro para conocer que una nueva derrota había visitado las banderas del Perú.

A mediodía, la certidumbre del fracaso era universal; pero los pueblos acostumbrados a vivir sólo en los vaivenes del deleite y del dolor, se forman una especie de filosofía aparte, en que la indiferencia y el prodigio se alternan a la par con las horas de la existencia y la esperanza. Lima sabía que estaba perdida; pero confiaba todavía en algo misterioso, como la aparición prehistórica del Titicaca o como los milagros de Santa Rosa; y así creía que con orar y confiar iba a sujetar a los vándalos del sud. No encontrarían, sin embargo, los últimos a Santo Toribio de Mogrovejo bajo los arcos de sus históricas portadas para detenerlos.

En otro sentido, la gente de aquella tierra cree que las proclamas son cosa parecida a la victoria o parte de ella, y con leerlas se engríe y se «retempla». A mediodía circulaba, en efecto, en una hoja suelta que contenía un boletín de falsedades, el siguiente llamamiento al patriotismo en agonía:

«¡A las armas!

Ya el enemigo acerca su planta aleve, y Lima debe pagar su tributo de sangre.

Mucho tiempo hemos estado esperando estos momentos y nuestra energía debe retemplarse al aproximarse la hora de la venganza.

¡Antes la muerte que la deshonra!

Éste debe ser nuestro único credo.

Tenemos al frente a la horda que viene asesinando desde hace tiempo a nuestras débiles mujeres, a los inválidos ancianos y a los tiernos niños.

Un momento de debilidad entregará al enemigo la honra y vida de nuestras esposas, de nuestros hijos, de todo lo más valioso para nosotros.

¿Habrá quien pueda sobrevivir a la deshonra de su hermano, su esposa o hija?

¡No, mil veces no!

No hay en Lima quien pueda soportar tamaña afrenta.

¡A las armas, pues!

Y, aunque nuestro ejército sabrá contener al enemigo e impedirle la entrada a Lima, que Lima se levante y presente el hermoso aspecto de una reserva inagotable».



En el fondo de los corazones el desaliento era entre tanto profundo. Al caer la noche había regresado a la ciudad el contralmirante Montero, y a nadie disimulaba su convicción de que todo estaba perdido y que en pocas horas más los chilenos entrarían a Lima con la espada o con la tea, según se les exigiese. A su juicio, la situación era completamente desesperada y ¡acaso en secreto su alma acariciaba esa creencia como una represalia. Singular país en que la derrota sucesiva de sus caudillos los venga alternativamente de las derrotas sufridas! San Francisco vengó a Moore náufrago y preso en Arica; Tacna vengó a Buendía encausado en Lima, y ahora San Juan y Chorrillos vengaban a Montero mientras llegaban el turno histórico al dictador y a sus sucesores.

Por lo demás, la ciudad estaba completamente desarmada. En ausencia de Piérola, gobernaba su ministro del culto, o más propiamente su ministro universal, don Pedro José Calderón, hombre sibarita e insolente pero incapaz de levantarse en las horas de grave conflicto a la altura del deber, menos a la del sacrificio.

Todo lo contrario, y por castigar un desmán de la guardia urbana, compuesta de cuatro mil extranjeros, y una de cuyas patrullas le había llevado descompuesto y disfrazado a un depósito de policía en una de aquellas noches de solemne expectativa en compañía de un alemán cómplice y usufructuario de sus orgías, la disolvió por un ucase en los momentos en que la ciudad entera confiaba a aquel cuerpo protector su custodia. El ministro de la guerra Villar había cooperado a aquella medida insensata y criminal enojado porque, conforme a lo ordenado en un bando reciente de policía doméstica, un destacamento le obligara a cerrar su puerta de calle a las 10 de la noche. ¡Qué hombres para semejante situación!

Pero si los limeños y sus sedes tomaban las cosas de esa manera, no obedecían a criterio semejante los representantes de las naciones extranjeras que en aquella ciudad cosmopolita, como Alejandría o como Esmirna, tenían bajo su responsabilidad tantas importantes vidas y tan valiosos intereses. En un sentido industrial y mercantil, Lima no es una colonia, es una colmena, y allí las abejas que trabajan acumulan su propio caudal y el de los zánganos.

Era el miembro más influyente del cuerpo diplomático residente en Lima el ministro de S. M. B. Mr. Spencer Saint John, hombre serio y experimentado durante una larga carrera consular en las Antillas. Se había mostrado este funcionario en varias ocasiones deferente hacia Chile, especialmente a causa de los canjes de prisioneros, y con este motivo pero sin razón los peruanos le aborrecían. Más tarde se encontraron despachos de Calderón en que le acusaba de parcial, de testarudo y hasta de mal criado y sospechoso.

El ministro de Francia M. de Vorges, era un hombre de carrera, que había ascendido por la escala de sus servicios y de sus años, al paso que su colega de Alemania M. de Gramatsky, personaje obeso, alegre y bonachón, era considerado como una improvisación en la diplomacia. Había sido juez en Berlín como Mr. Christiancy, ministro de Estados Unidos, lo había sido en Detroit. Por lo demás, pasaba por un hombre de buena índole, aunque un poco sensual, por el estilo del ministro Calderón, su amigo y su camarada. El ministro de Italia, señor Vivien era un ex Magistrado de Florencia, y del de Brasil ya en otra ocasión hemos hablado.

Por un acaso era el decano de aquel cuerpo el caballero salteño don Jorge Tezanos Pinto, y el más moderno de los representantes su compatriota e hijo político el ilustrado doctor Uriburu, que en dos ocasiones había presidido el Congreso de su patria.

Alarmados justamente por la suerte de Lima y de sus connacionales; sabiendo que Chorrillos ardía, que los chilenos se ensañaban y notando, por último, que el procónsul Calderón no se ocupaba sino en perseguir a los civilistas acusándolos de traidores, como a Riva Agüero, a quien quiso extraer por fuerza de la legación francesa en que había tomado asilo, ya mandando prender a La Cotera para fusilarlo por su alocución a las tropas del Callao, creyeron llegada la hora de convocarse espontáneamente, y puesto que no había gobierno en Lima, constituirse en su tutela a manera de curadores ad litem en el último litigio de aquella infeliz nación desgobernada. Los almirantes Sterling y Du Petit Thouars comandante en jefe de las estaciones de Inglaterra y Francia en el Pacífico, cooperaban con su autoridad y sus cañones a aquella acción protectora.

En consecuencia del estado de cosas indescriptible que dejamos rápidamente trazado, celebró el cuerpo diplomático una reunión apremiante en casa del ministro alemán en la mañana del 14, y allí se acordó por unanimidad de pareceres interponerse entre los beligerantes, o más propiamente, entre los combatientes, para ver manera de alcanzar estos tres laudables fines:

  • 1.º: Abril los caminos hacia la paz por medio de un armisticio o suspensión de armas;
  • 2.º: Evitar mayor efusión de sangre; y,
  • 3.º: Salvar a Lima, esto es, proteger sus propios hogares.

El espectáculo de Chorrillos traía espantado a todos los hombres que cobijaban una familia bajo su techo.

Resuelto el plan, se consultó por telégrafo al dictador, y este inmediatamente envió su aquiescencia explícita al propósito de una negociación de paz que comenzaría por una suspensión de armas.

Venía aquella idea a salvar a don Nicolás de Piérola y a poner a cubierto sus más recónditas ambiciones. Su gran ideal era el poder. Lo había perseguido toda la vida, desde el claustro, desde la escuela, bajo la austera sotana de Santo Toribio, bajo la casaca recamada de oro del Jefe Supremo improvisado y lugareño en Moquegua y en Torata. Y Piérola amaba el poder no sólo como pasión personal sino como destino manifiesto, porque a virtud de ciertas propensiones místicas de su espíritu incubadas en el Seminario, en la prensa religiosa y en el altar, se creía destinado a ser no sólo el salvador de su patria sino su regenerador. Por consiguiente, la idea de conservar su dictadura con un ejército y con una marina que serían sus baluartes contra la ola popular o el alboroto indomable de la soldadesca, le desvivía en el fondo de su alma inquieta, por más que aparentase no ambicionar otra cosa que desafiar las iras del cielo hasta expulsar a los odiosos invasores de su suelo.

De este orden de sentimientos imperantes en su espíritu abundan pruebas en su carrera antes de aquellos días y en horas posteriores; pero uno de sus más íntimos confidentes, el prefecto Echenique, ahora general en jefe de su reserva, no había sentido embarazo para acentuar su persuasión de que el Perú vencido o victorioso sería por larga década su presa. «Tenemos para diez años, por lo menos -solía exclamar en el seno de la confianza-. Si triunfamos, la victoria sería nuestro pilar. Si sucumbimos, ¿quién querría hacerse cargo del cadáver?».

En lo último, sin embargo, el favorito del dictador se equivocaba, porque hoy están aferrados a las argollas y a los cordones del ataúd mucho mayor número de lúgubres portadores que los que a sus costados caben.

Pero esto, no obstante, y con la refinada astucia que es propia de los hombres del Perú, y en general de la gente de los trópicos, que viven del perpetuo envite de sus codicias o de sus ambiciones, el dictador deseaba en sus adentros que otros hicieran su juego. Y esto era precisamente lo que a la sordina estaba sucediendo, tal vez por ocultas y bien guardadas sugestiones suyas.

Obtenido así el consentimiento explícito del dictador, se nombró por el cuerpo diplomático una comisión encargada con plenos poderes de iniciar las negociaciones, y ésta quedó compuesta del ministro decano y de los representantes de Inglaterra y de Francia. No se habló en esa reunión de las bases de un tratado, tema prematura de discusión desde que lo que se buscaba era una tregua, pero todos tenían por cosa subentendida que las bases de la paz definitiva no podían ser sino las impuestas por Chile en Arica, reagravadas ahora por la prodigalidad de la sangre, del oro y de la gloria de Chile, alcanzado todo a costa del vencido y a su cargo.

Y, en efecto, la comisión partió aquella misma noche del 14 en un tren especial, enganchado a las diez de la noche, para conferenciar con el dictador en su propio campo antes de trasladarse al del general Baquedano.

De lo que pasó en aquella entrevista de Miraflores durante una larga hora no ha quedado por ahora constancia. Pero el criterio de la historia está autorizado para suponer que en presencia de dos diplomáticos del calibre de los embajadores de Francia y de Inglaterra y de los 30 cañones de campaña del coronel Velásquez puestos ya en posiciones, no era posible discutir fantasías ni petulancias sino las fases más o menos sombrías de una horrible realidad: «Voe victis!».

Todo lo demás, inclusa la papelada que se encontró en los libros del Ministerio de Relaciones Exteriores y que se ha tomado como el trasunto del ultimátum de Piérola en Arica, son esos simples ardides de la diplomacia peruana destinados a engañar sólo a aquéllos que deseen engañarse. La cesión incondicional de Tarapacá era la base primordial de todo tratado de paz, o más propiamente, de toda negociación encaminada a la paz.

Sea de ello lo que fuere, mientras la luz definitiva llega, en la media noche del 14 de enero perturbaba el sueño de los campamentos chilenos el extraño ruido de una locomotora que arrastrando un carro se deslizaba por los rieles ostentando junto a su farola una enorme bandera blanca. Eran los tres ministros ya nombrados, que continuando su viaje desde Miraflores, iban a solicitar una conferencia del general vencedor.

Aceptó el último con la cortesía debida aquella súplica, pero como en hora tan avanzada nada podía hacerse, quedó aplazada la entrevista para el siguiente día a las siete de la mañana.

Puntuales como ingleses se presentaron los comisionados a la cita en la madrugada del 15 de enero, y de esta manera aquel día que iba a expirar, alumbrando con los últimos destellos del sol y de la pólvora un cuadro de horrible carnicería, empezaba con los anuncios de alma paz. Los soldados chilenos, que tienen el instinto burdo pero certero de todas las grandes situaciones, no se engañaron sin embargo, y a medida que el tren avanzaba hacia Chorrillos ostentando su trapo de parlamento, los unos levantaban sus kepís, saludando con entusiasmo no a los recién venidos sino a Chile, mientras que los más lo dejaban pasar recelosos, repitiéndose los unos a los otros que aquel era «engaño de ingleses».

En la Escuela de Cabos aguardaba a esas horas a los comisionados el jefe de estado mayor, general Maturana, con caballos listos, y él mismo los escoltó a la tienda del general en jefe, que a esa hora desayunaba su frugal té matinal después del té de la media noche y de todas las horas. Sin esfuerzo, el general Baquedano iba a hacer a Mr. Saint John una recepción rigurosamente inglesa.

Rodeaban al general en jefe del ejército de Chile en esos momentos el ministro de la guerra y los señores Altamirano y Godoy, que patrióticamente sobrellevaban las penalidades y los peligros de la campaña. El general Baquedano, aconsejado por los plenipotenciarios que le acompañaban (sin que él hubiese recibido notificación oficial de ello), impuso como condición inapelable para aceptar una suspensión de armas, la entrega previa del Callao y de sus fuertes. Sólo la posesión de esa plaza de guerra salvaría la plaza abierta e indefensa de Lima y su comarca.

Los delegados del cuerpo diplomático del Perú asumieron en esta vez con leal franqueza el simple rol de intermediarios, y ofrecieron someter aquella dura pero indispensable condición al dictador; y para darse tiempo solicitaron una suspensión informal de las hostilidades, sin más base cierta que el compromiso moral del general en jefe del ejército de Chile y su propia palabra de representantes de tres naciones amigas. No se puso por escrito una sola línea, como en tan graves casos es obvia ley de precaución y de guerra.

Después de algunas vacilaciones y consultas, les fue otorgado lo que pedían, extendiéndose la promesa de no romper los fuegos hasta las doce de la noche de aquel día, pero quedando entendido que ambos beligerantes podían ocupar las posiciones que mejor les conviniera. La única prohibición expresa era no poner el dedo en el gatillo.

Adolecía aquel fatal pacto de un defecto lamentable, esto es, su vaga informalidad y su carencia de personería directa y responsable.

No había en realidad armisticio militar, porque no había delegados militares, ni ajuste, ni líneas definidas, nada, en fin.

No era aquello propiamente un contrato, era una promesa.

No era una suspensión de armas efectiva y determinada. Era una cortesía internacional que obligaba a los beligerantes para con terceros oficiosos, pero en realidad no los obligaba entre sí.

Un armisticio, es decir, como su nombre lo implica, una paralización momentánea del uso de las armas, es un acto determinado de guerra que se ajusta directamente entre las partes comprometidas, detallándose una a una sus condiciones, siempre o casi siempre por escrito y por funcionarios diputados por los generales en jefe para tan importante caso. Un armisticio no es muchas veces sino un preliminar de un tratado, y en las relaciones recíprocas de los estados nada hay más austero ni más solemne que semejantes empeños, no sólo en la fórmula, sino en el espíritu y hasta en el lenguaje.

¿Reunía una sola de esas condiciones el así llamado armisticio de Miraflores, o como debiera llamarse, si tal hubiera existido, -armisticio de San Juan-, porque allí fue donde se trató de celebrarlo?

Ni en lo más mínimo, porque la única promesa del general en jefe no iba más allá de no hacer materialmente fuego sobre las líneas enemigas y en todo lo demás se dejaba absoluta y amplia libertad en un movimiento. Podía así flanquearlas y envolverlas, no sólo con sus regimientos sino con sus buques, lo cual era harto más peligroso para el desenlace de la inminente batalla que el hecho de disparar los rifles. Antes se ganaban o perdían las batallas matando. Desde Napoleón I hasta Moltke, se ganan o se pierden maniobrando.

Pero, lo que es mucho más trascendental que todo esto, de parte de los peruanos no hubo compromiso directo ni explícito de ningún género, ni siquiera hubo promesa declarada como la del general chileno. Los negociadores manifestaron que solicitarían la venia de Piérola en favor de ese acto militar, pero nunca que nosotros sepamos se envió al cuartel general del vencedor ni pliego, ni mensaje, ni siquiera una esquela que sirviera de testimonio de la aceptación explícita, y tal cual es indispensable en tan inminentes situaciones, de la aceptación de aquellos tratos por el generalísimo del Perú.

Sin embargo, donde falta la documentación histórica, hay pruebas de mil géneros que ponen de manifiesto que al regreso de los plenipotenciarios, el dictador no sólo aceptó la base de la entrega previa del Callao para tratar, sino que la escribió de su puño y letra para conocimiento y constancia del cuerpo diplomático en Lima.

En cuanto a la condición recíproca de no romper los fuegos, no se estampó nada y se dejó como cosa subentendida y subordinada a las peripecias a que podrían dar lugar los movimientos estratégicos que cada cual se reservaba poner en inmediata ejecución. Es muy posible, y nosotros lo tenemos por seguro, que esta manera de ver el acto singular que se ha llamado el armisticio de Miraflores y que enseguida se cambió en la denominación de «traición de Miraflores», habrá de ir apareciendo del testimonio internacional de todos los que en él tomaron parte; y desde, luego el único de sus cooperadores que hasta hoy ha hablado, se expresa en los términos siguientes:

«Las condiciones del armisticio permitían a los chilenos mover su artillería a la izquierda durante el día, puesto que el armisticio duraba solamente hasta las doce de la noche, pero con la expresa condición de que no avanzarían sus fuerzas más allá del punto ocupado por su gran guardia.

Es un hecho que cuando se suspendieron las hostilidades, los chilenos avanzaron sus fuerzas cerca de un cuarto de milla hacia la línea peruana y en algunos momentos tan cerca que se podían reconocer con los del lado contrario, y esto indujo a los peruanos a comenzar la batalla, anticipándose a un ataque inmediato de parte de los chilenos».



Entre tanto; y cuando los delegados del cuerpo diplomático constituido en permanencia en Lima llegaban al cuartel general de Miraflores desde el campamento de San Juan, eran las diez de la mañana, y después de conferenciar largamente con Piérola, prosiguieron su viaje a Lima. Vaga es la enunciación de los últimos, pero se ha asegurado por personas altamente colocadas como actores en aquellas negociaciones confidenciales, que el jefe supremo del Perú iba de lleno a la paz, con cesión de territorio e indemnización de guerra, agregándose que para cubrir su responsabilidad con la ajena y dar al acto dictatorial que iba a acometer toda la fuerza que su situación requería, ordenó que para aquella misma tarde se citase en Lima al Consejo de Estado, a la Corte Suprema, en una palabra, a todos los grandes dignatarios que, suprimido el Congreso, rodeaban como una corte la personalidad del jefe supremo.

Se dio cuenta de todo esto en la reunión que poco después de medio día celebraron los representantes de las naciones neutrales, y para fortificar al dictador en su sensata y en el fondo patriótica actitud, resolvieron trasladarse inmediatamente en cuerpo al campo de Miraflores.

Sucedía esto pocos minutos antes de las dos de la tarde, y cuando en medio de la agitación de un campamento que se alistaba para librar una batalla o recibirla, se presentaba el cuerpo diplomático en la antesala de la quinta de Schell, hogar y despacho del jefe supremo del Perú, se les introducía por los ayudantes a una sala de espera rogándoles se sirvieran aguardar que S. E. despachara su almuerzo en que familiar y tranquilamente departía con los almirantes Sterling y Du Petit Thouars y el capitán Sabrano de la fragata italiana Garibaldi, que también les hacía compañía.

¿Qué significaba la presencia de tan ilustres huéspedes en aquella hora, en tal sitio y con precedencia inusitada a los representantes diplomáticos de sus países a cuyas órdenes generalmente aquéllos se hallan sometidos en sus estaciones?

Punto de novedad es ése destinado a ser puesto en evidencia en el próximo capítulo de este libro que a grandes jornadas se acerca, balanceándose como frágil y quebradizo madero entre las alterosas vacilaciones de la guerra y de la paz, a su última página y a su postrer desenlace en los más sangrientos campos de batalla de esta parte de la América española.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Los chilenos delante de Miraflores


Mientras los derrotados de San Juan y de Chorrillos ponían en angustiosa tensión su último esfuerzo para fortificar sus postreros parapetos delante de Lima, los chilenos no estaban ociosos.

El general en jefe, sin darse reposo después de las batallas de la víspera, había combinado el día 14 un plan de ataque sobre los atrincheramientos de Miraflores que, tomando en cuenta las vagas noticias de aquella línea tendida e invisible en la llanura y los imperfectos reconocimientos que había sido dable emprender desde la distancia, no carecía ciertamente de tacto y de inspiración militar.

La base de ese plan en una de sus alas, era la escuadra, y el general Baquedano que guardaba siempre, en oposición al ministro de la guerra, la más estrecha y cordial inteligencia con el almirante Riveros, le envió a llamar oportunamente a su campo. El jefe de la escuadra, a fin de utilizar en un combate de tierra los cañones de más largo alcance de sus buques, había despachado en la madrugada del 14 el Cochrane a sostener el bloqueo del Callao y traído a Chorrillos el Huáscar y la Pilcomayo.

Consistía el plan de combate del general en jefe del ejército chileno en un doble movimiento envolvente por los flancos del enemigo, destinado a coger a Lima dentro de una red de fuego, como a Sedan.

Para esto, la división Lagos que había quedado comparativamente incólume en la batalla del 13, atacaría, sostenida por la escuadra, la extrema derecha de los peruanos que se apoyaba a orillas del mar en la fortaleza Alfonso Ugarte, posición verdaderamente formidable, al paso que la segunda división ejecutaría un ataque simultáneo por la izquierda, faldeando los cerros de Vásquez y siguiendo las sinuosidades del cauce de Surco, como quien, pasado el Maipo por el puente colgante de Pirque, se adelantase a asaltar a Santiago por los anchos rebordes del canal de Maipo y sus potreros.

La fatigada división Lynch, repuesta apenas de las fatigas del heroísmo y del desorden, empeñaría más débilmente el ataque de frente, sostenida por la reserva del comandante Martínez. Las baterías del Morro Solar, manejadas ahora por marinos de la escuadra servirían de respeto a retaguardia y aun podrían quebrantar, disparando por elevación, las líneas enemigas.

Para poner en ejecución estas bien combinadas medidas, el terreno había sido diversamente estudiado desde el mediodía del 14.

A las diez de esa mañana el nunca cansado y siempre vigilante coronel Lagos se había adelantado desde Chorrillos a Barranco, pueblo sucursal del placer de aquella ciudad, distante una media legua por el barranco del mar o sea 2.400 metros, medidos como se mide el vuelo de las aves o la trayectoria de la bala de cañón. El laborioso capitán iba acompañado del coronel Barceló, su amigo desde la niñez, así como lo era de ambos el comandante del Santiago don Demófilo Fuenzalida, natural de Rancagua, como Barceló. Al principio de la guerra esos tres jefes, columnas del ejército, habían entrado al último regimiento como primero, segundo y tercer jefe, y su vieja amistad llevada al altar, les hacía vivir como dentro de una sola familia: los tres eran compadres.

Siguiendo los rieles, el coronel Lagos había detenido su caballo a la puerta de una panadería situada a cinco o seis cuadras del Barranco, y allí supo por dos italianos que custodiaban sus hornos y bateas que el pueblo estaba desierto.

Pero sus informantes de buena fe lo engañaban, porque al penetrar en sus solitarias calles la comitiva notó con asombro que diversos pelotones de soldados chilenos, en número de quince o veinte, registraban a sus anchas las casas y especialmente las bodegas, pisando los talones a los enemigos que huían. Interrogados por aquella avilantez, contestaron como siempre que «andaban viendo».

Todas las suntuosas habitaciones del lugar se hallaban abiertas y abandonadas; muchos de los muebles, especialmente lujosos sofás y cómodos divanes tapizados de brocado carmesí o de amarillo, habían sido sacados a las aceras para el regalo del sueño de aquellos atrevidos sibaritas, temeraria y eterna vanguardia de todas las marchas y de su botín. En el salón de gala de una casa primorosamente alhajada, uno de los ayudantes del jefe de la tercera división, a quien debemos estos detalles, encontró sobre mesa ricamente tallada un álbum de fotografías, en cuyas hojas, ¡curioso hallazgo!, se notaban alternadas con las más renombradas beldades del Rimac algunos hermosos tipos de chilenas. El arte caprichoso había forjado aquella alianza de la belleza y la gracia que la tea y el plomo convertirían pronto en hedionda y ensangrentada pavesa.

Reconocido el pueblo que debe su nombre a la hondonada profunda en que yacía esparcido, formando vistosas pero singulares construcciones a orillas del mar y del barranco, la partida de reconocimiento se adelantó ocho o diez cuadras hacia Miraflores, siguiendo siempre la trocha del ferrocarril o el camino carretero, que en toda esa distancia hasta las portadas de Lima corre más o menos paralelo a la vía férrea y por su costado del poniente. Miraflores dista una legua de Barranco o sea 4.000 metros en línea recta. Desde Miraflores a las puertas de Lima, es decir, al edificio de la Exposición, situado en las afueras de su barrio sur, como si se dijera en el Camino de cintura de la capital de Chile, hay una distancia lineal de 6.800 metros, o sea cerca de dos leguas. En consecuencia la distancia total de Chorrillos a Lima, es de 12.600 metros, más o menos la misma que de San Bernardo a Santiago, y por idéntico rumbo y llano, salvo en el último la lejanía del mar, no así la de las cordilleras que por el oriente lo acordonan.

Desde el paraje abierto en que el coronel Lagos sujetó su brida en la llanura, podían divisarse con la vista desnuda los puntos avanzados de la línea de Miraflores, echados los jinetes perezosamente sobre la verde hierba a la sombra de los naranjos o de los plátanos, mientras que otros corrían en diversas direcciones llevando órdenes y alarmas. Estudió el jefe de la 3.ª división durante larga media hora el sitio, recorriéndolo en varias direcciones con sus ayudantes, y después de explicar a éstos los diversos puntos en que debían colocar los cuerpos de su sección, regresaba tranquilamente a Chorrillos a las dos de la tarde de aquel día. Su punto principal de mira había sido una casa pintoresca de cinco miradores que pertenecía a un opulento italiano llamado Bregante y un molino de viento que quedaba un poco a su derecha.

Dos horas después, y en cumplimiento de órdenes recibidas, la 3.ª división se movía por el mismo camino que había recorrido su comandante general, conducida en persona por el coronel Barceló, jefe de brigada, y se acampaba a las seis de la tarde a cuatro cuadras del pueblo de Barranco.

Una hora después, jinetes chilenos a las órdenes de un oficial reconocían la abandonada y pintoresca población y le prendían fuego por sus cuatro costados. Era una resolución terrible pero inevitable del coronel Lagos, vengador de su patria en el Perú. El espectáculo horrendo de Chorrillos y de sus excesos era un fantasma que con razón no se apartaba de la vista de los jefes chilenos; y la salud de su ejército contra la orgía o contra la metralla, les autorizaba plenamente para ejecutar tan crueles pero salvadoras providencias.

La presencia de los merodeadores de la mañana era ya un síntoma de mal augurio.

El ejército de Chile durmió en consecuencia aquella noche iluminados sus campamentos por dos inmensas piras.

Por su parte, y llevado de natural inquietud en vista de lo vago de la situación, el coronel Velásquez había solicitado en la noche del 14 la venia del general en jefe para ejecutar en la alborada siguiente una exploración prolija del campo, destinada especialmente a encontrar una situación adecuada para la artillería de campaña y de batir que estaba a su cargo y que debía llevar consigo.

La obtuvo con plenas facultades el sagaz capitán cuyo pecho no cesó de trabajar aquella noche el insomnio y el presentimiento, de tal suerte que antes de romper la luz estaba a caballo en los callejones de San Juan con sus cuarenta cañones y sus inteligentes y afectuosos ayudantes, camino del Barranco y de Miraflores. Entre los últimos se contaban el valiente mayor Gormaz, voluntario desde Calama, Roberto Ovalle, herido en Tarapacá, Salvador Larraín que dejaba un lucrativo puesto de banco, Juan Brown, mozo millonario hijo de Valparaíso, Salvador Guevara, soldado-escritor, Elías Lillo, soldado-cirujano, Alonso Toro, Ángel C. Baso, todos mozos entusiastas y probados.

El aspecto del campo enemigo, el ir y venir de los ayudantes, el bullicio de las máquinas acarreadoras, todo reveló a la mirada experta del comandante general de artillería que se trataba de los aprestos de una nueva batalla, y taciturno volvía al campamento, cuando en la estación de Chorrillos descendían del tren los plenipotenciarios de Francia, de Inglaterra y del Salvador para dirigirse a las conferencias que produjeron el, así llamado, armisticio de San Juan. Y como el coronel Velásquez, a guisa de viejo y malicioso soldado, sospechase el primero lo que más tarde aconteció, se adelantó al galope por los polvorosos callejones para comunicar sus sombrías impresiones al general en jefe, sin cuidarse, contra la recomendación del galante general Maturana, encargado de recibir aquellos peligrosos huéspedes, de las nubes de polvo que les dejaba con su comitiva en pos.

Sus cañones habían quedado a buen recaudo adelante de la línea de batalla.

Derribando tapias en los potreros e improvisando puentes en las acequias de riego, había avanzado, en efecto, el coronel Velásquez hasta colocar su poderosa artillería cuatro o cinco cuadras a vanguardia más adelante de nuestras columnas de infantería, y aunque un tanto desguarnecido se juzgó aquel jefe dueño de la situación si le dejaban obrar.

«Entre las diez y media y las once de la mañana -dice el jefe de estado mayor de la 3.ª división en su diario de campaña que acabamos de citar- llegó el coronel Velásquez con sus ayudantes, y momentos después toda la artillería de campaña sin ninguna tropa de infantería; la artillería se detuvo al frente de una casa con los cinco miradores de la señora Montecino de Bregante, como a ocho cuadras del puente de Barranco. En este lugar conversé con el coronel Velásquez sobre la importancia de traer más infantería, desde que la artillería había llegado a ese lugar. Le previne tenerle como 1.200 hombres de avanzada al frente con tales y tales órdenes. Después de esta conversación el coronel Velásquez con sus ayudantes avanzó a buscar un lugar donde colocar sus cañones.

A las 12:40 p. m. -agrega el mismo jefe- encontré nuevamente al coronel Velásquez, inmediato a la casa de los miradores y me dijo:

-Tengo colocada la artillería en una posición que serán barridos los enemigos; los voy a arrollar. ¡Ayúdeme Ud. para que dejen obrar la artillería si nos volvemos a batir, y verá Ud. entonces...».



Las seis baterías de campaña de los capitanes Flores, Nieto Ortúzar, Fontecilla, Besoaín y Montauban quedaron así avanzadas un poco temerariamente cuatro o cinco cuadras adelante de nuestra infantería.

Aquella misma noche (la del 14) se habían practicado por la caballería y especialmente por los cazadores divididos en pequeños pelotones, exploraciones en diversos sentidos. Uno de éstos al mando del alférez don Carlos F. Souper guiado por el capitán Mac Cucheon, que de corresponsal de un diario neoyorquino había pasado a ser oficial y práctico en el estado mayor del ejército de Chile. El capitán norteamericano conocía apenas la comarca de Lima; y después de haber vagado en los campos y en los senderos de Vásquez cubiertos de cadáveres sableados por los chilenos en la mañana del 13, grupos siniestros que ponían espanto a los caballos en la oscuridad, se dirigieron al amanecer hacia las líneas de Miraflores, y estuvieron escuchando un rato sus dianas del despertar, con la pierna echada sobre la crin de los caballos.

Aquellos lejanos toques del alegre clarín matinal serían los postreros que oiría en ordenadas filas el ejército peruano antes de dispersarse en míseras montoneras, y Souper regresó a su campamento sin más novedad que el sacrificio de un tierno potrillo que, muerta la madre peruana en los combates de la víspera, se puso a la siga de su caravana; y como relinchara a cada instante, dos soldados se bajaron de sus caballos y después de enlazarlo, de un sablazo lo mataron.

En la mañana del 15 continuaron con mayor actividad las exploraciones, y mientras los plenipotenciarios charlaban de paz y bebían té en la tienda del general en jefe, en las avanzadas se daban a mansalva de balazos.

«A eso de las nueve de la mañana -dice un oficial peruano que a esas horas estudiaba el campo con sus gemelos desde la línea de Miraflores- mirábamos con el anteojo las llamas que rodeaban a un edificio del Barranco, en cuyo mirador flameaba una bandera francesa, cuando presenciamos un incidente de avanzadas. Como antes hemos dicho, la vía férrea está costeada como a una cuadra de distancia por una tapia, detrás de la cual había fuerzas nuestras emboscadas. Pues bien, de detrás de unas casitas blancas, dos jinetes primero, enseguida tres y a corta distancia dos, salieron de un bosquecito que se extiende en el frente, como a mil metros del reducto número 2, y avanzaron por el terraplén de la vía férrea. Los que nos rodeaban los notaron igualmente; más al ver la seguridad con que se dirigían a Miraflores cesó toda sospecha. Sin embargo, se detuvieron un momento como para reconocer el terreno, y sólo después de algunos minutos emprendieron de nuevo audazmente su marcha. De súbito parten repetidas detonaciones y los jinetes huyen al triple galope de sus caballos. Nos dirigimos al instante al lugar de donde habían partido los tiros. Cuando llegamos a él vimos a unos soldados en posesión de un caballo que conducían en triunfo; uno se había ya calzado un par de medias botas amarillas y otro enseñaba una polquita de mujer que decía ser del difunto. Efectivamente, a uno de los lados del terraplén de la vía férrea, se hallaba tendido un sargento chileno con el cráneo atravesado por un balazo y el pecho por dos. No sabemos de dónde salió un mataperros como de 13 años que nos enseñó triunfante su cartera, su retrato y un pañuelo blanco, en cuyo fondo estaban bordadas dos manos entrelazadas: «¡Pobre mozo, probablemente estaba de novio!».



Entre tanto, la conferencia diplomática de que tenemos dada prolija cuenta en el capítulo precedente estaba terminada.

Daban las doce del día y el ejército entero, conforme a lo vagamente convenido con los representantes neutrales, emprendía un movimiento general de avance hacia los últimos parapetos del ejército del Perú.

A esa hora las posiciones y movimientos de las diversas fracciones del ejército de Chile, eran los siguientes:

La división Lagos, la más avanzada desde la víspera, se tendía en línea de batalla frente a las líneas de Miraflores, a retaguardia de nuestra artillería de campaña, protegida a más por el 3.º, cubriendo el espacio comprendido entre la línea férrea y el barranco del mar la brigada Barceló, y uniéndose hacia su derecha, es decir, hacia el oriente, a la brigada Urriola (Navales y Aconcagua).

Un poco a vanguardia de la primera posición de estas fuerzas y en unos potreros abiertos que pertenecían a don Aurelio García y García, el coronel Velásquez había colocado con rapidez sus cañones, y hacía situarse en la cima de un molino de viento allí vecino a su ayudante el capitán don Juan Brown Caces para que le informara minuto por minuto de los movimientos del enemigo. El mismo subía con frecuencia a la azotea de la casa-quinta de García y García, y con su anteojo recorría ansiosamente los horizontes, oyéndole sus ayudantes exclamar a cada paso: «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!». El coronel Velásquez fue el Argos de la batalla de Miraflores, y si se hubieran seguido sus inspiraciones, se habría perdido tal vez un poco de gloria pero se habría ahorrado torrentes de generosa y malgastada sangre.

Pocos minutos después y haciendo el diligente jefe de estado mayor de la 3.ª división las mismas observaciones desde una de las torrecillas de la casa de cinco miradores, dirigía por escrito al jefe de su división, que en esos instantes se hallaba a retaguardia, el siguiente significativo y alarmante aviso:

«A las 12 y media p. m.

Desde un mirador de la casa italiana observo que el enemigo refuerza apresuradamente su línea; veo llegar infantería y caballería; el tren acarrea fuerzas, conviene venga inmediatamente la división, disponga US. lo que guste.

J. E. Gorostiaga».



A eso de la una del día se hallaban por consiguiente, frente a frente del enemigo, separados por un espacio de cuatro a cinco cuadras (unos 600 metros) más o menos unos tres mil chilenos, infantes y artilleros, distribuidos más o menos en la forma siguiente, por el orden de su antigüedad y de su formación, contando desde el barranco del mar:

Regimiento Concepción, comandante Seguel665
Batallón Caupolicán, comandante Canto416
Batallón Valdivia, comandante Martínez493
Regimiento Santiago, comandante Fuenzalida872
Regimiento Aconcagua, comandante Díaz Muñoz1000
Batallón Naval, comandante Fierro870

El Concepción se extendía hasta los arrecifes cortados a pico del océano y cerraba así nuestra línea por su extremidad izquierda.

Todas esas tropas se hallaban guarecidas tras de una muralla, excepto dos compañías del Concepción mandadas por los capitanes Fierro y Villar Eyzaguirre que quedaban a descubierto en una loma árida encima de la playa.

La reserva, mandada siempre por el intrépido comandante Arístides Martínez, había llegado a esas horas a la altura del Barranco y allí se había tendido en línea de descanso sobre las armas, esperando órdenes.

A ruegos del coronel Velásquez, el 3.º de línea se había adelantado un tanto para cubrir sus cañones demasiado avanzados sobre el enemigo.

La caballería, Granaderos y Carabineros, se guarecían también tras los muros calcinados por el fuego de aquella malaventurada población.

Al mismo tiempo, y por órdenes expresas del general en jefe, tomaban las armas las divisiones Lynch y Sotomayor, y escalonándose sus numerosos cuerpos por la trocha de la vía férrea y por el polvoroso sendero de callejones que corre a su costado, como el camino real en el ferrocarril del Sur de Chile, avanzaba simultáneamente para tomar su colocación de combate, la primera en el centro y la segunda en su extrema derecha. El regimiento Esmeralda (comandante Holley) quedaba en la Escuela de cabos custodiando a los enfermos y a los prisioneros, y el Bulnes desempeñaba a esas horas en Chorrillos el humilde oficio de enterrador de muertos.

Descontadas estas mermas, dieciocho mil chilenos avanzaban en esos instantes sobre Lima, resueltos a adueñarse de ella sin que nada ni nadie fuera poderoso a sujetarlos.

El general en jefe, acompañado del estado mayor, se adelantaba en esas mismas horas a ocupar su puesto y era recibido en lo más avanzado de la línea por los coroneles Lagos y Velásquez que le daban cuenta de la situación y de sus alarmas.

El jefe de estado mayor de la 3.ª división comandante Gorostiaga había enviado a su inmediato superior repetidos avisos sobre los movimientos del enemigo, y uno de éstos por escrito, según ya vimos, a fin de cubrir su responsabilidad.

Una compañía del Santiago, destacada temprano de vanguardia al mando del entusiasta capitán don Pedro Pablo Toledo, natural de Renca, había sido recibida a balazos (en pleno armisticio) y se había hecho preciso reforzarla con otra compañía del Santiago, a las órdenes del capitán Monroy, soldado burdo pero valiente que murió más tarde asesinado en Lima, y otra del Aconcagua que condujo el capitán ayudante don Augusto Nordhenflicht, quien en aquel día ofrecería a su patria el tributo de su sangre esclarecida.

Esas tres compañías quedaron toda la mañana tendidas en guerrilla cubriendo el frente de la brigada Barceló que se extendía desde los rieles a la playa. Desde aquella parte, el camino de hierro de la estación de Chorrillos no se separa de la playa más de 900 a mil metros, de modo que el viajero que recorre aquella planicie tiene siempre a su vista el mar, desde que avista a Miraflores. Miraflores es el Miramar del Perú.

Sólo cuando pudo dominar desde aquellos parajes con su anteojo la árida planicie que en forma de hondonada separaba las posiciones del ejército, o más propiamente de la 3.ª división, de las que servían de parapeto y de cortina al ejército peruano, pudo darse cuenta el general en jefe de que aún quedaba por acometer, antes de penetrar a Lima, objetivo de la campaña, una ardua jornada.

Cualquiera que fuese el valor moral de las tropas peruanas, en todas partes arrolladas, sus postreras defensas eran a la verdad formidables y muy superiores a las de San Juan y de Chorrillos, porque eran unidas, compactas y científicas.

Las líneas de Miraflores formaban un verdadero campo atrincherado semejante a los usados por los romanos en la guerra de las Galias, porque sus ingenieros habían sacado ventaja de todos los perfiles naturales y artificiales del terreno. En su extensión de cerca de dos leguas formaban una serie de fuertes tendidos en la llanura, y por consiguiente eran éstos mucho más peligrosos que los reductos colocados en alturas, porque no sólo es difícil flanquearlos sino casi imposible dominarlos desde que toda la zona de combate carecía de relieve. Fuera de esto, los tiros rasantes de las bocas de fuegos, rifles, cañones y ametralladoras, colocadas a flor de tierra son mucho más mortíferos que los disparos perpendiculares de las alturas destinados por lo general a herir en las extremidades a los combatientes que pelean ascendiendo. Una bala lanzada en esa proyección, si no toca al individuo, se entierra inerte e inofensiva en el suelo, al paso que en la llanura los proyectiles barren todo su campo de tiro sembrando la muerte en toda la profundidad de su trayectoria.

Por otra parte, el enemigo se mantenía completamente invisible y sólo se tenía noticia de sus movimientos por los avisos del capitán Brown constituido en vigía y que de cuarto de hora en cuarto de hora anunciaba la llegada de un tren con tropas o pertrechos a los parapetos. A su vez, el coronel Velásquez había fatigado los caballos de sus ayudantes haciéndolos correr a media rienda al cuartel general dando aviso de aquellos movimientos y repitiéndoles en cada ocasión su convencimiento de que iban a ser atacados en aquel mismo día. El capitán Toledo daba asimismo cuenta desde su acecho de vanguardia, que con la vista desnuda veía a los soldados enemigos abrir portillos y aspilleras en todo su frente, conociéndose aquella operación por el polvo que las barretas levantaban al penetrar en los gruesos adobones.

La fuerte línea peruana se extendía ocho o diez cuadras al frente de Miraflores por el espacio de dos leguas, más o menos, como la de San Juan, entre el alto e inaccesible barranco del mar que por el poniente le servía de reparo hasta los cerros de Vásquez, estos últimos erizados de minas y provistos de cañones de calibre, servidos por la marinería, y teniendo a su espalda sucesivamente las altas baterías del San Bartolomé y del San Cristóbal. Los peruanos habían ido a buscar asilo a su miedo hasta en las nubes.

Cada ochocientos o mil metros, aquella línea desigual, que seguía la dirección de las paredes de los potreros irrigados, separándolos del eriazo u hondonada del Barranco y de las chácaras de la pampa, estaba interrumpida por un reducto de sacos de arena de siete a ocho hileras de elevación, con un ancho foso lleno de agua por el frente, escarpa y contra escarpa para resistir a los cañones de batir y provistos por la parte interior con una serie de escalinatas proporcionadas a las tallas de la tropa, para que ésta pudiese herir sin ser dañada y aun sin ser vista. El más poderoso de aquellos reductos estaba colocado sobre una eminencia a cincuenta metros de la playa y era el que a fines de diciembre los peruanos habían bautizado por su ubicación y su recuerdo con el nombre de Alfonso Ugarte. Era ésta una fortaleza completa, de forma circular, ejecutada para resistir el ataque de una escuadra, y esta armada, además de varias ametralladoras, con dos cañones Rodman de gran calibre extraídos de las baterías del Callao. Aquel reducto era la torre de Malakoff del Sebastopol peruano.

La prolongada cortina, más o menos accidentada, que se extendía hasta el paso de los rieles estaba armada de trecho en trecho con cañones Grieve fundidos en Lima y sería defendida en aquella jornada por las tropas del coronel Cáceres que apenas habían peleado en San Juan, pero no en Chorrillos.

Al estrellarse los parapetos de la defensa en un solo punto convergente con la vía férrea y la vía carretera, las obras de fortificación se redoblaban. Los peruanos habían querido levantar allí sus Termópilas, y aquellos dos pasos estaban cortados por trincheras, fosos y un fornido muro en forma de media luna denominado reducto número 2».

En esa parte, las líneas de tapias se esquivaban violentamente hacia el nordeste en dirección más recta a Lima, de modo que la fuerza de resistencia presentaba allí un ángulo o codo en que los fuegos se cruzarían, rechazando todo ataque por el flanco y por el centro. No menos de once cañones guarnecían a trechos esta segunda cortina, y a última hora había sido fortificado a su espalda, según vimos, el caserío histórico y macizo de la Palma y colocádose dos cañones Krupp de montaña arrastrados desde San Juan en la antevíspera, para barrer a metralla la línea férrea. Los fuertes así escalonados en una línea transversal de sudoeste a nordeste eran ocho en número, y a su espalda, a manera de ciudadelas de segunda línea, los ingenieros Arancibia y Gorbitz habían erigido, aprovechando generalmente viejos edificios o huacas indígenas, gruesos reductos de protección. Contando con éstos, los reductos de Miraflores llegaban a doce, y para juzgar de su resistencia formidable e imponente en muchos casos, bastará estudiar las fotografías que de ellos tomó el artista Spencer después de las batallas.

«Estos últimos fuertes -dice un corresponsal de la prensa de Valparaíso- tenían dos y hasta tres fosos concéntricos, gracias a ocupar algunas eminencias que dominaban las cercanías. Tras el foso exterior se levantaba una fuerte palizada con muralla de tierra que estaba destinada a servir de resguardo a 500 u 800 tiradores. Éstos, en caso de apuro, podían replegarse hacia el interior del fuerte por un camino cubierto que corría a lo largo de la palizada, y ocupar la siguiente, que dominaba a la primera y que estaba a la vez defendida por un nuevo foso. Por último, tras el tercer foso se levantaban los gruesos muros de la obra principal, coronados de cañones, de ametralladoras y de fusileros, todos los cuales podían hacer fuego sobre los asaltantes al mismo tiempo que los de las trincheras bajas, y, después de tomadas éstas, volarlas por medio de enormes minas de dinamita preparadas en diversos sitios, sin dejar de seguir acribillando a balazos a los que salvaran de las tremendas explosiones».



Indudablemente era aquél el sitio más recio de las defensas enemigas, y el que costaría más sangre dominar. Lo mandaba el coronel Suárez.

Se internaba más hacia el oriente a 800 metros de distancia del ferrocarril y del camino público el reducto número 3, a cuyo pie se encontraron algunos cañones de gran calibre que aún no habían sido montados, y así enseguida, de distancia en distancia, las ocho baterías o baluartes de sacos de arena que hemos descrito, hasta tocar en los cerros de Vásquez en un paraje llamado Calera de la Merced que había sido minado con dinamita para atajar en esa dirección el paso de los invasores. Por lo general las minas de Miraflores no eran automáticas como las de San Juan sino de comunicación eléctrica, y fue fácil a los soldados, como en Arica, precaverse de su estrago cortando los alambres con sus yataganes. Se distinguió en esta tarea hasta recibir dos graves heridas el generoso y valiente voluntario don Arturo Villarroel, rey de la dinamita.

Los batallones de la reserva habían sido colocados al abrigo de los fuertes por su orden numérico, confiándose a los soldados de línea y especialmente a los artilleros la defensa de las cortinas. La Guardia Chalaca, reserva del Callao, al mando del coronel don Carlos Arrieta, ciudadano de prestigio en aquella población y jefe de su octava zona, había sido instalada en la confluencia de los dos caminos junto con el batallón de línea llamado de Marina, que no era sino la antigua columna Constitución encargada de suministrar guarniciones militares a los buques de la armada. El capitán de navío Fanning, hombre de honor y buen marino, que había comenzado su carrera a la par con Astete en 1845, y que en la guerra con España era capitán de corbeta, mandaba aquella tropa que allí dio pruebas notorias de valor y disciplina.

Los batallones de la reserva que en su hora entrarían al fuego, estaban escalonados en el orden siguiente dentro de los fuertes: El número 2 (la numeración de la reserva era par, a fin de distinguírsela de la del ejército) en el fuerte Alfonso Ugarte, al mando de su comandante el coronel don Manuel Lecca, apreciable comerciante de Lima, y como su gente perteneciese casi en su totalidad al comercio de trapos y al por menor, las espirituales limeñas les habían puesto por sobrenombre el batallón «holan batista»... De igual manera denominaban «batallón Detente», al que mandaba un hermano de monseñor Roca, y al cual había distribuido este ciertos escapularios de la Virgen con esa piadosa y conocida inscripción: «¡Detente!».

El número 4, comandante Ribeiro, compuesto de gente de la prensa y de curiales, ocupaba el fuerte número 2, y el número 6, que en ese día instalado en el reducto número 3 al mando del ingeniero de Tarapacá La Colina y del diputado Sánchez. El batallón número 8, comandante Ribero, se batió comparativamente bien, y estos cuatro batallones fueron los únicos que tomaron parte en la batalla. Todas estas fuerzas caían bajo el mando directo del coronel Cáceres, cuya fortuna no se había eclipsado todavía.

La izquierda de combate en Miraflores como en San Juan estaba a las órdenes del petulante pero humillado Dávila, que en ninguna parte había sabido morir sino bravear.

Más allá de esa agrupación de combate, se habían guarecido dentro de los fuertes, hasta la chácara de Quirós, que queda al oriente de Lima, como la de la Providencia en Santiago, doce batallones de la reserva mandados por su general en jefe Echenique, hombre de intriga, y su jefe de estado mayor Tenaud, hombre de azúcar, que allí sería el macho cabrío de la cobardía y del infortunio de sus compatriotas. El parque general a las órdenes del coronel Mariano Bolognesi, hermano menor del de Arica, se hallaba situado en la chácara de Limatambo, a retaguardia de la línea y en el camino de la Palma a Lima.

Los peruanos, en su segunda línea, reforzada por la reserva de Lima y del Callao, presentaban una fuerza balanceada en número a la de sus atrincheramientos de San Juan. Exageración del entusiasmo o de la parcialidad aparte, cosas repudiadas por la historia, quedará en adelante establecido que ambos beligerantes se batieron con fuerzas equilibradas en San Juan y en Miraflores. En Chorrillos, al contrario, la desproporción de los chilenos fue enorme, porque veinte mil de éstos rodearon como en un corral de piedra a mil quinientos derrotados.

En cuanto al aspecto general de la campiña en que iba a librarse en breves horas sangrienta lid de sorpresa, de arrebato y carnicería, el lector no ha podido menos de verla desarrollarse en panorama a sus ojos, en razón de las analogías caseras que hemos ido trazando. Pudiera decirse, sin forzar demasiado el blando declive de la perspectiva mucho más majestuosa en la comarca de Santiago, que las líneas de Miraflores estaban tendidas respecto de Lima en las chácaras de Subercaseaux y de Ochagavía, gemelas en potreros, en viñas y en batallas, cortando la última los rieles y el camino que conduce al sur.

«Forma el valle de Lima -dice a propósito de estos perfiles gemelos un escritor que se ha hecho notorio por su brillante talento descriptivo- un triángulo irregular cuya base corre casi de oriente a poniente a lo largo del Rimac por el norte en una extensión de más veinte kilómetros, es decir, cuatro leguas y media, teniendo en sus lados unos diecisiete kilómetros. Esta última más o menos es también la distancia que separa a San Juan y Chorrillos de Lima.

Toda la superficie de terreno abarcada por este espacioso triángulo no ofrece casi puntos salientes que puedan servir de mira para orientarse respecto de la situación de las diversas localidades. Hay de cuando en cuando algunos pequeños montículos esparcidos entre Lima y Miraflores, pero tan bajos, que sólo llegan a descubrirse a algunos pasos de distancia. Parecen formados pro los pulverizados restos de antiguas poblaciones indígenas o por las huacas donde los súbditos de los antecesores de Piérola sepultaban devotamente las momias de sus antepasados. Pero su color arenoso los hace perderse entre el conjunto del terreno, y no alcanzan a alterar la uniformidad de la planicie.

Ésta aparece, pues, sin más accidente que las trincheras y revueltas tapias de los callejones, de los caminos, de las huertas y de los potreros; y en cuanto a las fortalezas levantadas de oriente a poniente desde Miraflores hasta Ate, aun a poca distancia se confunden sus escarpas y explanadas con las líneas de tapias que por todas partes y en todas direcciones lo circundan.

En todo aquel espacio no se levantaba una sola tapia que pudiera dar abrigo a los asaltantes. El terreno, aunque tan fértil sin duda como el de los alrededores de Chorrillos y de Barranco, no está cruzado por acequias ni tapias, porque su pedregosa superficie lo hace completamente inútil para las labores agrícolas.

Sería de creer, en vista del aspecto que ofrece aquella estrecha zona, que por ella ha pasado en remotos años un caudaloso estero, o que en alguna inusitada tempestad lluviosa se descolgó desde los cerros de Tebes copiosa avenida que fue a descargarse en el mar por aquel punto, socavando el barranco que bordea los últimos potreros del pueblo de este nombre. A lo menos todas las demostraciones inducen a creerlo así. Aquella faja de terreno, desde su nacimiento hasta el principio del barranco, está cubierta de menuda piedra de río que forma casi una capa sobre el legamoso terreno.

En algunas partes, sobre todo en las más cercanas al camino real y a la vía férrea, se utilizaba años atrás la piedra con el objeto de pavimentar las calles de Lima y el Callao, y todavía quedan de trecho en trecho en todo lo ancho de la hondanada multitud de montecillos de esa piedra, preparados para echarlos a las carretas que los conducían a Lima. Estos montecillos tienen casi la altura de un hombre, y no son de formas redondeadas sino ovales o cuadrilongas, como las parvas que se forman con el trigo después de sacarlo trillado de la era.

Como es natural, no presentan regularidad alguna en su formación. Por el contrario, están separados uno de otro por diez o doce metros de distancia en los puntos en donde se hallan en mayor número, y a medida que se avanza hacia el interior de la hondanada se presentan más separados y menos numerosos, existiendo muchos en forma de irregulares y recién comenzados montones o simples agrupaciones de piedras.

La sola vista del campo de batalla no hacía más que aumentar la vacilación y los temores. No había allí, como en San Juan y en Chorrillos, elevados morros que indicasen la natural colocación de las tropas enemigas; no se divisaban las anchas y extensas trincheras que coronaban las cumbres y unían las abras y portezuelos, y hasta las tropas mismas, ocultas tras de las interminables tapias, no hacían otra ostentación de sus movimientos, como momentos antes de romperse los fuegos.

La mirada abarcaba sólo una extensa planicie, sembrada de árboles, de casas y de potreros, que al frente se extendía por un lado hasta los suburbios del lejano Callao, cuyos torreones dibujaban en el horizonte sus rojizas siluetas, y por el otro hasta las negras y confusas masas del San Jerónimo y del San Cristóbal, a cuyos pies dejaba ver coquetamente Lima sus misteriosos encantos, velados a medias por umbríos sotos que ocultaban a nuestra vista sus desconocidas bellezas. A nuestra izquierda moría el valle en las barrancosas riberas del océano, mientras que por la derecha se alzaban, en primer término las empinadas cumbres del San Bartolomé, resguardado a sus pies por los cerrillos de Vásquez y de Valdivieso, y en segundo, allá por el fondo de Ate, las primeras serranías que sirven de contrafuertes a las excelsas cumbres de los Andes».



Un detalle importante olvidó, sin embargo, el escritor paisajista en su bien colorido cuadro, y fue el de un puente bajo y descalabrado, al parecer de construcción española, que en el fondo de la hoyada del Barranco servía al tráfico del camino carretero sobre aquel cauce. Ese viaducto de uno o dos arcos es el camino carretero de Lima a Chorrillos lo que el del zanjón de la Aguada al de Santiago a San Bernardo.

Tal era el aspecto del campo, de la estrategia, de los aprestos y de la defensa de los peruanos, cuando a eso de la una y media de la tarde llegaba el general Baquedano por el terraplén de la vía férrea, y conducido como de la mano por el coronel Lagos visitaba la brigada Barceló sólidamente establecida tras un largo muro desigual en dirección y en altura, entre los rieles y los arrecifes de la costa.

El generalísimo del campo peruano había ejecutado igual operación con algunas horas de anterioridad recorriendo desde las 11 de la mañana sus líneas hasta Vásquez; de suerte que en el momento de que hablamos, se reposaba sentado a la mesa con todos sus ayudantes y acompañado de los almirantes Stirling y Du Petit Thouars y del comandante Sabrano, almorzando espléndidamente, servido por aseados mayordomos chinos, en el suntuoso comedor del banquero Schell. Consistía éste en una construcción semi oriental, cubierta de paredes y techumbre de vidrios de colores, a manera de conservatorio, con plantas trepadoras y vívidas flores en todas direcciones. El dictador del Perú no había hecho, como el Cid, el juramento de no comer pan a manteles antes de sacudir el yugo de su patria.

Al contrario, y al parecer tranquilizado sobre la situación, comía con buen apetito y departía con su natural animación con aquellos huéspedes extranjeros que el destino parecía haber enviado a aquel sitio para ser testigos y rectificadores de uno de los sucesos más graves, más dramáticos y contradictorios de las guerras modernas.

Se coloca aquí la explicación del episodio de aquella visita no poco singular en el campo peruano en tales horas, y brevemente vamos a estamparla llenando un vacío y una promesa de esta relación. Persuadidos los jefes de las estaciones navales del Pacífico que Lima caería irremisiblemente en manos de los chilenos, y temerosos de que una parte de su población recibiera el cruel castigo de Chorrillos y el Barranco, que a esas horas todavía ardían iluminando el horizonte, se resolvieron en la media noche del 14 al 15 trasladarse del Callao a Lima para ofrecer sus servicios a la desgobernada ciudad y a sus infelices pobladores. Tenían aquellos generosos extranjeros atestados sus buques de familias asiladas, y querían ahora extender su amparo a las menos favorecidas, estableciendo a su costa en Ancón un asilo provisional bajo tiendas formadas con el velamen de sus buques para las que no cupiesen a bordo. Pero querían previamente obtener el permiso necesario y el servicio libre del tren de Chancay.

Se dirigieron con este motivo los dos almirantes y el comodoro italiano antes de amanecer el día 15 a golpear a la puerta del obsequioso ministro de la República Argentina señor Uriburu, y le rogaron los condujese a la presencia del gobierno, si es que tal cosa a esas horas existía en Lima.

Juzgando que los ministros estuviesen constituidos en permanencia en instantes de tanta angustia para la patria, los ilustres marinos fueron a golpear a la puerta del palacio y lo encontraron vacío. Nadie respondía. Al fin se levantó de mal humor un portero, y requerido, fue a buscar al ministro Calderón que dormía en su casa a buen recaudo. Y mientras llegaba, paseándose por los solitarios y tenebrosos corredores que presenciaron la matanza del primer Pizarro, el almirante de Francia con su honrada ingenuidad bretona exclamaba de vez en cuando alzando sus ojos al cielo: «¡Mon Dieu, mon Dieu! ¡Quel pays!, ¡quel pays!...».

Al cabo de una hora, se presentó en su despacho el soñoliento ministro de relaciones exteriores, y escuchando la humanitaria proposición de los marinos, les contestó con brutal enfado que aún no estaban vencidos para aceptar asilos y que en todo caso sería el dictador y no él quien podía autorizar aquel éxodo de la población indefensa y femenina. Para este fin ofreció dar un pase libre a los tres nobles extranjeros, y éstos, haciendo acto de magnanimidad, consintieron en ir por el primer tren a Miraflores.

Y de aquí su entrevista y su almuerzo en el palacio de verano del generalísimo.

Como para aumentar la solemnidad de aquella situación que llevaba a ser testigos y casi mártires de una terrible conflagración a los representantes de la mitad de Europa, llegaban a esa hora y por un segundo tren los miembros del cuerpo diplomático empeñados en ofrecer a Piérola su concurso y su aliento en las miras de paz de cuya iniciativa y desarrollo en el capítulo precedente dimos cuenta.

Los diplomáticos hacían antesala en consecuencia en el salón de la quinta Schell, aguardando que el dictador y los almirantes terminaran en paz su colación.

Había sido la última turbada en más de una ocasión por extraños y siniestros anuncios.

Poco después de servido el primer plato por los cocineros del Celeste Imperio, se había presentado azorado en el comedor el comandante general de la 1.ª división de la reserva don Dionisio Derteano, y solicitando hablar al dictador le hizo saber, en presencia de los almirantes, que los chilenos invadían por todas partes la planicie que se extiende delante de los atrincheramientos y coronaban las alturas opuestas de aquella hondanada, albergándose al amparo de sus tapias. Le replicó el generalísimo dando por testigos a los almirantes, que se calmara, que en el armisticio aquel movimiento quedaba consentido, y que por lo demás tenía allí, en su propia mesa, a los representantes de las naciones que habían intervenido en aquel pacto y le servían de garantes.

Regresó Derteano con esta respuesta a las líneas, situadas, según hemos dicho, un cuarto de legua a vanguardia de la aldea de Miraflores; pero no había desaparecido todavía entre los árboles aquel primer emisario de la alarma, cuando llegaba a toda brida un ayudante, despachado de diversa parte de la línea, a anunciar al jefe supremo que los chilenos avanzaban en masa sobre su frente y sus flancos.

Era probablemente que a esas horas el Naval y el Aconcagua tomaban posiciones delante de los rieles.

Le dio igual respuesta el dictador, si bien un tanto enfadado por el apremio, y prosiguió su apetitoso almuerzo.

El generalísimo se mostraba completamente tranquilo. Aguardaba y comía.

Todavía otro ayudante de campo llega con alarmantes mensajes, y esta vez el dictador, positivamente incomodado y casi colérico por la insistencia, rehúsa recibirlo. Su edecán de servicio, el comandante Jaimes, se encargó por él de contestar que no había cuidado.

Era aquel el primer momento en que el general Baquedano después de inspeccionar la línea ocupada por la brigada Barceló, satisfecho de su actitud y acompañado por el coronel Lagos, atravesaba los rieles hacia el oriente y visitaba el campo sembrado de potreros en que debían acampar la primera y la segunda división. El general en jefe, completamente dueño de la situación, avanzaba seguido de sus ayudantes y de los del general Maturana con el guión del cuartel general a su espalda. Distaría en esos momentos cinco cuadras al oriente de los rieles y sólo tres de la línea que en esa altura guarnecía el batallón Riveiro, compuesto de estudiantes, gente impresionable. Y es preciso confesar que era aquella acción asaz imprudente de su parte, porque casi era una provocación.

El general en jefe del ejército chileno creía, sin embargo, usar de un lícito derecho y se sentía, por lo mismo, completamente tranquilo:

«Si no se someten esta noche a las doce -acababa de decir al coronel Lagos- mañana esos caballeros amanecerán rodeados como en Sedan. Barbosa romperá el fuego por su retaguardia, antes de amanecer y U. y la escuadra los envolverán por su derecha. Todas las medidas están tomadas».



Hacía pocos momentos, en efecto, que se había separado del general en jefe el contralmirante Riveros, después de haberle manifestado su plan para circunvalar por mar y tierra a los peruanos si, como estaba estipulado, Piérola no podía en sus manos las llaves del Callao que eran las llaves de Lima; y regresaba ahora, siempre confiado en el pacto de la mañana, hacia el sitio que ocupaban con la artillería los jefes Velásquez y Wood en los potreros de García y Bregante. Impaciente por su inercia y agitado de vehementísimas sospechas, el comandante general de la artillería le había rogado en dos o tres ocasiones le permitiese hacer fuego sobre las trincheras que tenía al frente; pero el general se limitaba a contestar: «¡Armisticio! ¡Armisticio!».

Poco más tarde, comprendiendo que se hallaban expuestas sus piezas sin la suficiente infantería para su reparo, rogó aquel mismo jefe al coronel Lagos solicitase el envío de un regimiento, y el último regresando y con sonrisa irónica le replicó: «¡Hombre, no quieren por lo del armisticio!..».

En general los militares habían mirado con profundo y mal disimulado recelo aquellas idas y venidas de los hombres de corbata blanca cuando no pocos de ellos vestía todavía túnicas raídas y polvorosas, manchadas a trechos de generosa sangre. Ni Lagos ni Velásquez se engañaron.

No habían pasado sino unos cuantos minutos desde la doble acción que como las unidades del drama antiguo hemos descrito en un sólo anfiteatro, en la quinta de Schell y en la hondonada del Barranco, cuando estalló de una manera fulminante la más horrenda, tenaz, carnicera e inexplicable batalla de los anales militares de la América del Sud.

Cuando el general en jefe del ejército de Chile se dirigía de regreso de la extrema derecha de la división Lagos hacia su centro, es decir, al punto en que cortaban aquella en dos trozos los rieles, se sintió de repente una rápida crepitación de fusilazos y enseguida, con intervalo de algunos minutos, un fuego tan horrísono y nutrido de toda la línea enemiga, que hubiese parecido la ignición súbita de un ancho reguero de pólvora acumulado en hondo foso.

La batalla de Miraflores iba a comenzar por una sorpresa intentada, o por lo menos, dirigida por los vencidos de la víspera al general vencedor, que confiado en su estrella y en su pujanza, recorría por la última vez sus líneas de batalla, casi a tiro de pistola de las del enemigo.

Las avanzadas del batallón número 4 de la reserva, o según otros las del de Marina, que estaba en su cercanía, habían roto el fuego sobre el grupo a cuya cabeza se columbraba con la vista desnuda desde las líneas peruanas la apuesta figura del general en jefe, notable por su bizarro caballo y su traje de campaña, en que resaltaba el pantalón garance y los bordados de su silla.

La batalla de Miraflores, como el primer pecado, comenzaba por una tentación.