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Capítulo V

Las emociones intelectuales


Placer de saber.- Utilidad de la ciencia.- Averiguación de la certidumbre.- Emociones independientes del deseo de la verdad.- La ciencia, su austeridad; los dos medios de vencer la repugnancia que nos inspira.- Relámpago de placer que producen los descubrimientos de identidad y el aligeramiento del peso intelectual.- Aversión excitada por la sequía de las fórmulas científicas.- Oposición entre lo concreto y lo abstracto.- La relación de causa y efecto no puede comprobarse más que por vía de abstracción.- La curiosidad de los niños no es siempre de buena ley.- Emociones debidas a la actividad.- Actividad natural o espontánea del organismo.- Satisfacción causada por la actividad espontánea.- Poder de este sentimiento; no puede siempre ponerse en juego.- Admiración del discípulo por la superioridad de su maestro.- Emociones artísticas.- Goces del arte.- Sus diferentes efectos: simetría, proporción, plan, ritmo, medida. La música considerada como influencia moral.- La poesía.- Emociones morales.- Simpatías; sociabilidad; influencia de los beneficios recibidos.- Los sentimientos considerados bajo el punto de vista de la disciplina.- Métodos erróneos.- La escuela y la familia.- Principios aplicables a la autoridad en general.- Teoría de Bentham sobre los castigos.- La disciplina en la escuela.- Acción de las circunstancias materiales.- Influencia personal del maestro; necesidad del tacto.- La emulación.- Los castigos; la represión; el arresto; el recargo de lecciones; las correcciones manuales.- La disciplina de las consecuencias; sus ventajas y sus inconvenientes.


Los sentimientos de placer que procura el ejercicio de las facultades intelectuales están muy lejos de tener la energía temible de los grupos que acabamos de estudiar. En realidad, hasta cuando estos sentimientos se manifiestan en su mayor vivacidad, podemos reconocer en ellos la influencia de las otras fuentes de poderosas emociones.

Es muy importante establecer de un modo complejo la lista o de los diferentes motivos que nos hacen amar el trabajo intelectual. ¿Cuáles son los atractivos intrínsecos de la averiguación y de la posesión de la ciencia? La dificultad de responder a esta pregunta está mas bien acrecentada que disminuida por cincuenta años de frases sonoras y vacías sobre este punto.

La ciencia es tan vasta, abraza tantos elementos diversos que, hasta que no reconozcamos sus diferentes especies, no podemos hablar, con conocimiento de causa, de sus atractivos ni de sus dificultades. Ciertas partes de la ciencia interesan a todo el mundo; otras no tienen interés más que para un corto número de personas. Lo que aumenta la dificultad, es que los conocimientos más apreciables son, muchas veces, los menos interesantes.

Ante todo, hay que establecer aquí una distinción entre la ciencia individual o concreta y la ciencia general o abstracta. Lo particular es siempre interesante y fácil a la vez; lo general, sin interés y difícil. Cuando lo particular no es interesante, es, muchas veces, porque está dominado por lo general; y cuando lo general se hace interesante, es por su influencia sobre lo particular. Un maestro estaría muy fuerte si conociera los mejores medios de triunfar de la aridez de las generalidades y de la repugnancia que inspiran.

Sin entrar aquí en el examen de las dificultades que presenta toda idea abstracta, y en el de los obstáculos que impiden comprenderla a primera vista, buscaremos los móviles que ayudan al maestro en los esfuerzos que hace para inculcarla; pero antes es bueno estudiar los diferentes géneros de interés que se aplican a los hechos individuales o particulares.

Todo conocimiento particular, o más o menos general, que se encuentra de una manera evidente en relación con uno de los sentimientos vivos de los que ya hemos hablado es, por lo mismo, interesante. Así pues, muchas especies de conocimientos se unen a estos diferentes sentimientos. Para evitar el sufrimiento y llegar al placer es, muchas veces, indispensable saber ciertas cosas; nos aplicamos pues, con gusto, al estudio de estas cosas, y nuestro afán es tanto mayor cuanto más evidente es su relación con la satisfacción de nuestros deseos. Así es como adquirimos, con relación al mundo y al hombre, una multitud de conocimientos que llegan, algunas veces, a ser la base de las más importantes adquisiciones intelectuales.

Lo que disminuye nuestra disposición a adquirir estos conocimientos cuyos frutos son inmediatos, es su lado difícil o árido; muy a menudo preferimos la ignorancia al trabajo intelectual, hasta para los puntos más importantes.

Todos los objetos naturales que contribuyen a nuestra subsistencia, a nuestras necesidades, a nuestros placeres, o que sirven a preservarnos de algún sufrimiento tienen, cada uno en particular, un gran interés para nosotros, y no tardan en ser conocidos bajo el punto de vista de su especial utilidad. Nuestros alimentos y los diversos medios de obtenerlos, nuestros trajes, nuestras moradas, nuestros medios de defensa, y las sustancias que pueden estimular nuestros sentidos, son otros tantos puntos que estudiamos con afán, y que se graban fácilmente en nuestra memoria.

A pesar de su importancia vital, esta rama de nuestros conocimientos está, muchas veces, considerada como poco realzada; pero tiene por lo menos, el mérito de la verdad. No queremos engañar en semejante materia, y nuestros errores, cuando cometemos alguno, provienen de la oscuridad del asunto mas bien que de indiferencia de parte nuestra o del deseo de alterar los hechos. Estos conocimientos son los que han sugerido a los hombres el mejor criterio de certidumbre.

Existe otra clase de objetos, relacionados, no con las necesidades inmediatas de nuestra subsistencia, de nuestra seguridad y de nuestro bienestar, sino con las satisfacciones de los sentidos y de los sentimientos superiores, tales como los placeres del tacto, de la vista y del oído, y los sentimientos sociales y antisociales. Esta clase comprende todos los objetos del universo que llaman más vivamente nuestra atención: el sol y la esfera celeste, los colores variados y la sublime extensión de la tierra, y los objetos, sin número, animados e inanimados que excitan nuestros sentidos y nuestros sentimientos. Cuanto más encima están los seres humanos de las primeras necesidades materiales, más accesibles son a las influencias que agrandan la esfera de sus conocimientos naturales. Inspirando estos sentimientos, es como los objetos particulares excitan el interés y llegan a ser conocidos, pero el interés más poderoso es el que se aplica a los seres vivientes y, particularmente, a los de nuestra especie. Las impresiones intelectuales producidas por todos los objetos de esta clase, son vivas, pero no están necesariamente de acuerdo con los hechos.

De cualquier modo que sea, el primer origen de los conocimientos, así como el interés y la facilidad que presenta su adquisición, provienen de los objetos particulares. Este interés y la facilidad que resulta de él son muy variables. Muchos objetos particulares no inspiran, al principio, ningún interés, pero cierto número de ellos consiguen tenerlo más tarde, cuando descubrimos en ellos alguna relación con objetos interesantes.

Una gran distinción que debe establecerse entre los objetos de nuestros conocimientos, es la que existe entre el movimiento o cambio y la inmovilidad o inacción. Este movimiento es el que más nos interesa; la vida inmóvil no interesa más que por su comparación con la vida móvil. Todo lo que se mueve, aviva y cautiva nuestra atención; esta se aparta de los objetos inmóviles para inclinarse a los que están en movimiento, y las impresiones producidas por estos últimos son percibidas, con rapidez, por nuestro entendimiento.

Esta rápida ojeada echada sobre la esfera de lo particular y del atractivo que presenta al entendimiento, no es más que una preparación al examen de la parte más ardua de la ciencia, es decir el estudio en general. Todas las dificultades de los conocimientos superiores tienden a la generalización, es decir, a la vista de la unidad en la pluralidad. No está de mas toda la habilidad de los mejores maestros para allanar las dificultades de este trabajo; pero por ahora, no queremos más que determinar los móviles que se relacionan con el conocimiento de las generalidades consideradas con oposición a los hechos particulares.

El conocimiento generalizado, es decir la ciencia propiamente dicha, consiste en atar con el mismo hilo clases enteras de objetos, hechos u operaciones.

La naturaleza misma de esta acción demuestra bastante que debe ser esto más difícil que retener un hecho particular. Reproducir la idea de un árbol único que hemos podido examinar a menudo y con comodidad bajo todos sus aspectos, es casi el acto mas fácil de la atención o de la memoria. Reproducir la idea de diez árboles en parte semejantes y en parte distintos unos de otros, es un trabajo muy diferente: la simplicidad relativa está entonces reemplazada por una complejidad laboriosa. Tal es el trabajo que, a cada instante, exigen los conocimientos superiores.

El primer sentimiento que se aplica al trabajo de la generalización de los hechos y que sirve para aligerar el fardo impuesto al entendimiento, es el placer causado por el descubrimiento de la identidad en la diversidad, placer cuyo encanto mágico ha sido experimentado siempre por los que buscan la verdad. Un gran número de los más bellos descubrimientos de la ciencia ha consistido, no en sacar a luz algún nuevo hecho particular, sino en reconocer la semejanza que existe entre objetos considerados, antes, como desiguales. Tal ha sido, por ejemplo, el gran descubrimiento de la gravitación universal. El reconocimiento de una fuerza idéntica en los movimientos de los planetas y en el de un proyectil lanzado sobre la tierra, ha debido producir en el espíritu de su autor el efecto de un relámpago de vivacidad inexplicable. Después de mil repeticiones, el placer que causa subsiste siempre.

Se une al sentimiento de sorpresa agradable que proporciona el descubrimiento de una semejanza entre objetos que parecían enteramente distintos, otro sentimiento no menos agradable: el de librarse de un peso intelectual. Este hecho parece estar, a primera vista, en contradicción con lo que hemos dicho ya de la pena más grande que proporciona el trabajo de generalización, pero esta contradicción no es más que aparente. Conservar el recuerdo de un objeto o un hecho sólo cuando se ha tenido tiempo para estudiarlo, es el esfuerzo mas fácil que se pueda pedir a la inteligencia; pero estamos en relación con tantos objetos, que es preciso conocer y recordar que nos sentimos bien pronto abrumados por el trabajo, sin término exigido a nuestro entendimiento. Tan grande es el número de nombres de personas, sitios, casas y objetos naturales que nos vemos obligados a conocer, que nuestra memoria corre riesgo de aniquilarse antes de haber bastado a todo. Entonces es cuando el descubrimiento de las identidades viene a abreviar este trabajo. Si un objeto nuevo es exactamente igual a otro ya conocido, no tenemos que hacer el trabajo de una impresión nueva; si existe una ligera diferencia entre los dos, esta diferencia sola es la que tenemos que aprender. En la práctica, presenta el mundo un gran número de semejanzas, pero acompañadas de ciertas diferencias; aprovechamos las semejanzas, y no nos queda entonces más que recordar las diferencias. Lo que constituye la dificultad de una idea general, es que representa una multitud de objetos iguales bajo ciertos conceptos, pero diferentes bajo los demás. Sólo al precio de esta dificultad es como obtenemos una enorme economía de trabajo intelectual.

Cuando nos hallamos en presencia de una multitud de objetos particulares, y que relámpagos de identidad destruyen su aparente aislamiento, hemos hecho ya un progreso en su conocimiento, y expresamos nuestra satisfacción diciendo que comprendemos el hecho de que se trata, y que nos damos cuenta de él. El relámpago se encontró explicado el día en que comprobaron su identidad con la chispa eléctrica. Este descubrimiento dio a luz dos emociones: primero, la sorpresa agradable causada por la identidad de dos hechos tan diferentes y tan distintos uno de otro por su naturaleza, y luego la satisfacción de poder decir que ya se sabía lo que era relámpago. Así es que los descubrimientos de identidad nos permiten explicar el mundo, averiguar las causas de los fenómenos, y disipar en parte la oscuridad misteriosa que nos rodea por todas partes.

Cuando hemos descubierto la identidad de objetos particulares que habíamos considerado, hasta entonces, como distintos, el placer del descubrimiento basta sólo para interesarnos. Tal es la parte agradable de las generalidades. Su lado repugnante es el lenguaje técnico que ha sido preciso inventar para retenerlas y expresarlas -expresiones generales o abstractas, figuras, fórmulas-. Cuando se quiere iniciar primero el entendimiento a este mismo lenguaje, mientras que no se ha revelado aun el poder de la condensación y de la elucidación de las identidades, todo este aparato no parece ser más que una jerga deforme.

Por esta razón es por lo que han querido dar algún alivio al entendimiento, enseñando los símbolos áridos de la aritmética y de la geometría con ayuda de ejemplos concretos, y dando para todas las ciencias abstractas, un número suficiente de hechos particulares para hacer comprender las generalidades. Este método es bueno por sí mismo, pero el interés verdadero que triunfa de la aridez del asunto, no nace más que cuando sabemos servirnos de las generalidades para descubrir las identidades, para superar las dificultades, y para abreviar el trabajo.

La condición mejor para llegar a este resultado es estar ya familiarizado hasta cierto punto con los objetos a que las fórmulas sean aplicables. La afición al álgebra y a la geometría se desarrolla rápidamente en los que han podido ver, en el primero, el modo maravilloso con el cual descubre las propiedades curiosas de los números, y en la segunda, las de las figuras. Basta cierta facilidad en retener los símbolos abstractos, después de un moderado esfuerzo, para hacer que encontremos un verdadero placer en este estudio. Sucede lo mismo para las generalidades de todas las ramas de conocimientos humanos.

Si perseveramos hasta que nos den frutos, haciéndonos comprender los hechos que habían ya llamado nuestra atención, nos encontramos sostenidos en nuestro trabajo por un interés esencialmente científico, cuyo fundamento real, aunque oculto, es el placer causado por el descubrimiento de semejanzas entre diferentes objetos particulares, y por el aligeramiento del trabajo intelectual necesario para comprender el mundo. Estos son los sentimientos que es preciso despertar en el entendimiento de los discípulos cuando está abrumado por el peso de las abstracciones.

La oposición entre lo concreto y lo abstracto, que no es más que otro modo de expresar la oposición entre lo particular y lo general, hace resaltar aun mas el carácter eminentemente compuesto o complejo de lo particular. Todo objeto particular es ordinariamente un compuesto de gran número de cualidades que deben apartarse de él cada una a su vez para poder llegar a las ideas generales: una bola, por ejemplo, posee además de su forma redonda, las propiedades llamadas peso, dureza, color, etc. Así, pues, esta naturaleza compuesta, halagando varios sentidos a la vez, da un atractivo más grande a los individuos, y nos inclina a resistir al procedimiento de descomposición y de estudio separado que se designa bajo los nombres de abstracción y de análisis.

Los individuos con todas sus influencias múltiples son los que nos inspiran gusto o afección; y cuanto más prendados estén nuestros sentidos, particularmente el del color, más repugnancia experimentamos para el acto de clasificación o de generalización.

El fuego es un objeto que produce una impresión particular muy viva; pasar de esta impresión a la idea general de la oxidación del carbono bajo todas sus formas, incluso unos actos que no tienen absolutamente ningún atractivo intrínseco, es dejar con repugnancia una contemplación agradable. Los sentimientos que acabamos de indicar -el placer de la identidad y el aligeramiento del trabajo, sirven para combatir esta repugnancia.

El segundo de los dos móviles que hemos reunido -el aligeramiento del trabajo intelectual- puede considerarse bajo otro punto de vista. Los objetos, considerados como agentes activos en la economía general del universo, o como causas o instrumentos de cambios, obran a parte por tal o cual de sus cualidades o de sus propiedades, y no por su individualidad total ni por su conjunto. Una barra de hierro a un atizador es un objeto particular concreto; pero al hacer uso de él, ponemos en juego sus diversas cualidades tomadas separadamente. Podemos emplearlo como peso, y en este caso, sus demás propiedades no sirven para nada. Podemos también usarlo como palanca, y entonces no sacamos partido más que de su longitud y de su cohesión, y por fin puede servirnos como motor, y su inercia, y tal vez su forma, son las únicas propiedades magnéticas, químicas y medicinales del hierro. Esta consideración nos revela un importante medio de ayudar a la abstracción; queremos hablar de la separación analítica de las propiedades que pueden oponerse a la tendencia con la que el entendimiento se inclina a la individualidad concreta.

Cuando queremos conseguir un fin práctico, debemos seguir el método adoptado por la naturaleza, y obrar, como ella, aislando las cualidades diferentes; debemos aislarlas por el pensamiento, es decir abstraer o considerar una propiedad con exclusión de las demás.

Cuando se trata de ejercer una fuerte presión, no pensamos en los diferentes cuerpos más que bajo el punto de vista de su peso, cualesquiera que sean todas las demás maneras con que encantan o atraen nuestros sentidos; por esto, generalizamos o nos formamos una idea general de peso; el motivo de esta concepción ha sido la necesidad práctica.

Este motivo de necesidad práctica nos conduce directamente al corazón mismo de la idea de causalidad, considerada bajo un aspecto puramente teórico. La causa de un fenómeno es el agente que determinaría este fenómeno si tuviéramos necesidad de ello. La causa del calor en una habitación es la combustión economizada en ciertas condiciones. Hacemos uso de este hecho con un fin práctico y podemos también emplearlo simplemente para satisfacer nuestra curiosidad. Cuando entramos en una habitación caliente, queremos saber de qué proviene este calor, y estamos satisfechos cuando nos dicen que ha habido alguna parte, o que hay todavía un fuego en comunicación con esta pieza.

Así pues, a medida que entramos en comunicación con el mundo exterior, y que de allí pasamos al examen de la idea general de causalidad, nos encontramos impulsados hacia la abstracción y el análisis, actos que repugnan tan vivamente a la mayor parte de nuestros sentimientos.

He aquí un punto por el que puede penetrar la ciencia en el entendimiento; sin esto sería, tal vez, necesario abrirla paso por medio de una operación quirúrgica.

Estas observaciones pueden servir para hacer comprender la acción del sentimiento llamada curiosidad, y que se consideran con razón, como un poderoso medio de instrucción. La palabra curiosidad expresa la emoción del conocimiento considerada como deseo, y más especialmente, el deseo de superar una dificultad intelectual ya experimentada.

La verdadera curiosidad pertenece a la fase de las ideas avanzadas y exactas sobre el mundo exterior.

Muy a menudo, la curiosidad de los niños, así como la de otras muchas personas, es de mala ley. Puede ser sencillamente un movimiento de egoísmo, un deseo de molestar, de hacerse admirar y servir. Se hacen preguntas, no para instruirse, sino para procurarse una emoción.

Las preguntas de un niño nos proporcionan, algunas veces, la ocasión de enseñarle algo, pero esto es poco frecuente. Por proximidades hábilmente dirigidas hacia un hecho científico, cuando éste está al alcance de un niño, podemos despertar su curiosidad y conseguir grabar aquel hecho en su memoria. Pedid a un niño que levante un peso considerable, primero con la mano, y luego con ayuda de una palanca o de un conjunto de poleas, y excitarán Vds., en él, cierto grado de sorpresa, seguido del deseo de saber más sobre la causa de la diferencia que acaba de observar.

Un gran defecto del entendimiento de los niños es la facilidad que tienen en admitir la idea personal o antropomórfica de causa. Esta disposición es favorable, sin duda alguna, a la explicación teológica del universo, pero no conviene de ningún modo a las ciencias físicas.

Un niño algo curioso querrá saber como crece la yerba, de que proviene la lluvia, porque silba el viento y, en general, la causa de todo lo que es accidental y excepcional; por el contrario, estará indiferente a lo que le es familiar, constante y regular. Cuando algo va mal, el niño quiere remediarlo, y busca los medios de conseguirlo: la práctica abre así una entrada por la que la verdad puede penetrar en el entendimiento con tal que la facultad de comprensión tenga bastante madurez; pero el obstáculo fundamental subsiste siempre, y este obstáculo es la imposibilidad de abordar la ciencia por un punto cualquiera y de trastornar su orden a voluntad; es preciso empezar de un modo regular, y puede suceder que no consigamos despertar la curiosidad del discípulo sobre un punto que convenga exactamente a la fase intelectual en que se encuentra.

Todos los maestros conocen, o por lo menos debían conocer el arte de dar a un hecho un aire sobrenatural o misterioso antes de explicarlo; este artificio, siempre eficaz en la marcha regular de una exposición científica, no es más que trabajo perdido en cualquier otro caso.

Los niños pequeños, es decir los que queremos atraer por la dulzura, no están en estado de aprender el porqué de un importante fenómeno natural; es hasta imposible hacérselo desear, pues no son accesibles más que a lo que halaga los sentidos, a la novedad y a la variedad que, de conformidad con tal o cual gusto accidental, dejan en su entendimiento la impresión de los aspectos pintorescos o concretos del mundo exterior, sea en reposo o sea en movimiento, siendo la última impresión más poderosa. Pueden también comprender las condiciones más salientes de un gran número de cambios, sin llegar, sin embargo, hasta las primeras causas. Aprenden, por ejemplo, que para hacer lumbre, se necesita un combustible que se enciende; que para que salgan legumbres, es preciso plantarlas o sembrarlas y que, después, el verano las dé lluvia y sol.

El niño debe siempre, para llegar a la ciencia, pasar primero por el conocimiento empírico del mundo exterior que ha precedido a la ciencia; en este paso, podemos guiarle de manera que esté preparado a lo que debe serle revelado más tarde. Bajo otro punto de vista, la supuesta curiosidad de los niños sirve sobre todo para sugerir a nuestra literatura satírica situaciones cómicas.

LOS PLACERES DE LA ACTIVIDAD

Recomiendan, muchas veces, a los maestros que inciten la actividad de los discípulos, haciéndoles hallar, en sí mismos, los hechos y los principios que necesitan conocer. Este asunto pide ser estudiado con cuidado.

Los seres humanos tienen en sí cierta espontaneidad de acción debida a una fuerza principal e independiente de los sentimientos que pueden acompañar su ejercicio. Esta espontaneidad es muy grande en los niños; se nota más en ciertas personas, y se dice entonces que tienen un temperamento activo. Distingue ciertas razas y ciertas naturalezas, se encuentra hasta en las diferencias que existen entre las diferentes familias de animales; varía también según el estado general de las fuerzas físicas. Esta actividad estallaría y se gastaría bajo la forma de un esfuerzo cualquiera, útil o inútil, aun cuando el resultado tuviera que ser perfectamente indiferente bajo el punto de vista del placer o del sufrimiento. Quieren ordinariamente sacar provecho de ella dándole una dirección útil, en vez de dejarla, si no servir para el mal, al menos perderse sin fruto. Tarda mas o menos tiempo en agotarse; pero mientras dura, el trabajo se hace con más facilidad.

Por más que la corriente espontánea de la actividad se demuestre y se comprenda más fácilmente en el dominio del ejercicio muscular, pertenece también a los sentidos y a los nervios, y comprende la acción del entendimiento tan bien como la del cuerpo. El esfuerzo intelectual de la atención, de la volición, de la memoria y del entendimiento proviene, hasta cierto punto, de una acumulación de fuerzas, después del reposo y de la refección; y, en esta medida, puede ser considerado como no teniendo nada verdaderamente laborioso. En esto, pues, para obtener un resultado útil, no se necesita más que una buena dirección.

La actividad, que consideramos como independiente del sentimiento, está, sin embargo, acompañada por él, y no de un sentimiento cualquiera, sino de uno de placer, cuyo grado máximo se manifiesta al principio de la acción. El placer es el móvil permanente de la actividad, y toda actividad natural del organismo humano -muscular o nerviosa, poco importa-, es una fuente de placer, hasta que el organismo llegue a cierto punto de depleción.

Si nuestra actividad se ejerce además de una manera productiva, es decir si da alguna satisfacción fuera de la que causa el ejercicio, el placer que nos produce la acción misma se aumentará. Cuando añadimos al placer de ejercer nuestra inteligencia la satisfacción que produce la adquisición de algún nuevo conocimiento, tenemos, en nuestra opinión, el máximum de placer que puede procurar el trabajo intelectual.

Decimos todavía mucho más cuando hablamos de satisfacer la actividad espontánea del discípulo. Esta expresión se aplica a la adquisición de los conocimientos nuevos, menos por comunicación directa que por los esfuerzos independientes del entendimiento que los saca hasta de filones no explorados.

Es necesario, para esto, poner al discípulo, tanto como sea posible, en la vía seguida por el primer explorador, y darle, a la vez, los placeres del descubrimiento y los del triunfo y del éxito.

Presentan, algunas veces, este lisonjero cuadro como uno de los medios regulares a disposición del maestro; pero preferimos considerarle como expediente excepcional, que no puede servir más que en circunstancias especiales.

No es bueno que el profesor hable constantemente, sin pedir nunca a sus discípulos que reproduzcan y apliquen ellos mismos lo que les ha explicado. Hay, en esto, un olvido de la actividad espontánea de los discípulos, pero más bien en la forma que en el fondo.

Escuchar lo que nos explican y comprenderlo bien, son modos de actividad; pero puede haber exceso y desigualdad con los otros ejercicios que son necesarios para grabar los conocimientos en el entendimiento. Cuando todas sus facultades están regularmente ejercidas, puede experimentar el discípulo cierta satisfacción de la manera con que aprende, y esto no es más que una legítima recompensa de sus esfuerzos.

No suponemos aquí que el espíritu independiente del discípulo pueda bastarse a sí mismo; solo admitimos que posee una inteligencia a la altura de su tarea, y que puede reproducir fielmente la enseñanza que ha recibido. Las lisonjas o la aprobación del maestro y de los que se interesan por el discípulo, son un aumento de recompensa.

El sentimiento de invención o de creación tiene diez veces más poder; pero, como no puede casi nunca ser real, hay que tratar de reproducirle por lo menos en la imaginación. Para conseguirlo, un profesor hábil debe exponer a sus discípulos una serie de hechos que tiendan todos a cierta conclusión, y dejarles el cuidado de hallar esta misma conclusión.

Escoger el término medio entre un esfuerzo demasiado pequeño para tener mérito, y otro demasiado grande para los discípulos, es en lo que consiste la habilidad del maestro; pero todo esto no forma parte más que de las golosinas y de los dulces de la enseñanza, y no entra para nada en el método regular.

No debemos olvidar que, por más que el placer de inventar sea un móvil de extraordinario poder que prima todos los demás en ciertos entendimientos, y que está todavía lleno de atractivos cuando es imaginario, no es, para todos los entendimientos, el único móvil extraño que pueda ayudar al maestro. Existe otro móvil opuesto a este, de simpatía, afección y admiración para una sabiduría superior, que obra en otro sentido, que nos hace desear aprender al pie de la letra lo que nos enseña el maestro, y que reprime con severidad todo ejercicio independiente de nuestro juicio, por el que quisiéramos apropiarnos una parte de su mérito. Esta tendencia puede, sin duda alguna, degenerar en servilismo; puede favorecer la perpetuación del error y la estagnación del entendimiento humano; pero cuando no va muy lejos, no es, después de todo, más que la actitud que conviene a un discípulo. Acompaña a un sentimiento conveniente de la realidad: el discípulo no es, en efecto, más que un discípulo, y no un profesor ni un inventor; debe escuchar, mucho tiempo, humildemente, antes de atreverse a proponer, algo mejor. Los que empiezan un arte o una ciencia, deben tener una fe ciega y sin discusiones; debe un discípulo adquirir muchos conocimientos antes de tener bastantes materiales para dedicarse a un trabajo original o a hacer descubrimientos.

Llega un momento en que debe cambiar esta actividad, y en que tiene el discípulo el derecho de ser independiente; pero pocas veces llega antes que el maestro haya terminado su obra. Hasta para los que estudian en nuestras grandes escuelas, salvo algunos entendimientos privilegiados, la independencia sería prematura; y siempre que los profesores han querido hacer de ella un medio de acción, y han alentado los discípulos a criticar libremente la enseñanza, los resultados obtenidos han sido de los más mínimos.1

LAS EMOCIONES ARTÍSTICAS

Este asunto es necesariamente muy extenso; pero algunos puntos convenientemente escogidos bastarán para el fin que nos proponemos.

El objeto principal, el fin positivo de las bellas artes es el goce. Según esto, todo lo que puede contribuir en gran escala a nuestros goces, extiende su influencia sobre todo lo que hacemos. Veremos ahora cuales son, para la educación, las consecuencias de este principio.

Las emociones que causan las artes están, pocas veces, consideradas como siendo, únicamente, una fuente de goces. Las consideran, casi siempre, como una influencia moral y como un medio precioso de educación. Debemos, sin embargo, ver en ellos una fuente de placer y un objeto final bajo este concepto. Su papel en la educación intelectual es el de todo placer que no es excesivo: nos animan, nos hacen descansar y nos alientan al trabajo.

Ciertos efectos generales de las artes, ejercen buena influencia al principio. Tales son la simetría, el orden, el ritmo, y hasta la simplicidad regular y la proporción, cualidades que deben encontrarse lo mismo en la vida de colegio que en la vida doméstica.

La proporción, la simplicidad regular, colores bien escogidos, son los elementos que convienen al interior de una escuela y, para los mismos discípulos, el orden, el aseo y la buena compostura, sin que las exigencias de esto sean tiránicas.

En los ejercicios de la infancia, la medida y el ritmo desempeñan un gran papel.

De todas las artes, la más accesible, la más esparcida y la de más poder, es la música. De todos los placeres del hombre, es el más inocente y el más barato. En todos tiempos, han estado los hombres ávidos de música, hasta el punto de preguntarnos como se podría vivir sin ella. En las épocas primitivas, estaba unida a la poesía; el elemento poético tenía un valor igual al de su acompañamiento musical y, algunas veces, mayor.

Como los moralistas han vituperado siempre la averiguación del placer, y no lo han autorizado más que como auxiliar de la moral y de los deberes sociales, los legisladores se han ocupado únicamente de determinar el género de música más propio para desarrollar las virtudes morales y las cualidades más elevadas entendimiento. Esta es la idea que se halla en las teorías de organización de Platón y de Aristóteles. Es, en efecto, incontestable, que los diferentes géneros de música ejercen en el entendimiento una acción muy distinta: los dos géneros opuestos, la música militar y la música religiosa, son muy conocidos de todos, y la imaginación puede suministrarnos sin trabajo un gran número de matices intermediarios.2

Seguramente, el poder de la música es muy grande, pero es momentáneo; anima el espíritu, le alienta, le tranquiliza y le consuela; mas el estudio de los hechos no nos permite atribuirle una persistente influencia moral; nada más fugitivo que la emoción producida por una pieza de música. Fuera de su valor como adición a los goces de la vida, no nos atreveríamos a afirmar que ejerce en la educación alguna influencia moral o intelectual. Por lo menos, si tiene alguna influencia sobre la esfera moral, no le reconocemos ninguna sobre la intelectual. Como diversión recreativa a un trabajo penoso, merece nuestros elogios. Durante los ejercicios que son tanto asunto de recreo como de educación, lo mismo que la gimnasia y el ejercicio militar, una orquesta es un excelente estimulante.

En el Kindergarten (pequeña escuela de párvulos) es una cosa excelente para terminar el trabajo de la mañana; pero durante la clase, o durante cualquier trabajo intelectual, la música no puede hacer más que turbar las ideas, como lo saben ya los que han sido molestados, muchas veces, por músicos ambulantes u organillos.

El abuso de la música, como cualquier otro exceso, perjudica a la cultura intelectual. Sin embargo, muchos de los hombres más eminentes que hayan jamás existido, han tenido por la música una verdadera pasión.

Lutero la amaba tanto que parecía formar parte de su ser; Milton se servía de ella para atraer la inspiración poética. Estos eran hombres cuyo ingenio estaba íntimamente ligado con sus emociones; sin embargo, para Jeremy Bentham la música no tenía, con sus trabajos, otra relación que la del goce que le procuraba.

La poesía es música con algo más. Sus relaciones son más numerosas y más complicadas. En los primeros años de la música, cuando acompañaba a la poesía, esta última era la que más dominaba. La forma poética -ritmo y medida- obra sobre el oído y ayuda a la memoria; por esta razón, es por lo que la han hecho abandonar a menudo su puesto verdadero para aplicarla, como medio mnemónico, a los objetos más prosaicos del mundo. Entre los puntos poéticos, deben contarse los cuentos conmovedores que ejercen una influencia enorme en la vida humana, y que constituyen el primer estímulo intelectual de que pueda hacerse uso en la educación.

LOS SENTIMIENTOS MORALES

Los sentimientos que llaman morales son, por su tendencia, la base de toda conducta buena y virtuosa. Los demás sentimientos pueden girarse hacia el mismo fin, pero puede suceder también que obren en un sentido muy diferente.

Cuando habla el maestro de estos sentimientos en términos más precisos, pero verdaderamente equivalentes en el fondo, insiste especialmente sobre el deseo de contentar, o el temor de descontentar a los padres o a los superiores, así como sobre el espíritu de obediencia: todos estos sentimientos se adquieren, pues, por la práctica.

Todos los sentimientos primitivos que nos inducen a conducirnos bien, tienen que ser de naturaleza igual a los sentimientos de simpatía o de sociabilidad, que se despiertan por medios definidos muy conocidos por todos los que han estudiado la naturaleza humana. De todos los motivos que nos inclinan a ser buenos para nuestros semejantes, el más poderoso es la bondad de estos para con nosotros: el que pueda resistir a esto, merece ser gobernado sólo por el temor. Dice la ley divina: «Haced a los demás lo que quisierais que os hiciesen»; pero la práctica, que no se eleva a tanta altura, dice sencillamente: «Haced a los demás lo que os hacen». Tratándose de virtud moral, los niños no van mucho más allá.

Es exigir demasiado a los niños pedirles sentimientos generosos y desinteresados para los que no se portan bien con ellos. No poseen los niños más que muy pocas cosas; son verdaderamente pobres. Tienen, por todo caudal, una vivacidad franca y sin trabas, una gran elasticidad de humor, y esperanzas. Si renuncian con gusto a una parte de estos bienes, no es más que a cambio de bienes equivalentes.

Puede lograrse provocar, en ellos, arranques de abnegación, en los que comprometan, a veces, hasta su porvenir de una manera irrevocable, sin saber lo que se hacen; pero no hay que esperar de ellos una violencia prolongada y de todos los instantes, si no se les ofrece alguna recompensa en el presente o en el porvenir. Es muy difícil inducir a cualquier persona a devolver siempre el equivalente de lo que recibe.

LOS SENTIMIENTOS CONSIDERADOS BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA DISCIPLINA.

El examen que acabamos de hacer de los sentimientos del entendimiento humano que pueden emplearse como medios de acción, nos ha preparado suficientemente al estudio de la disciplina en la educación. Un profesor conoce que, durante las clases y para que éstas sean más eficaces, debe reprimir todos los movimientos irregulares, y triunfar de la inercia intelectual de ciertos niños. Puede, para conseguirlo, emplear muchos medios que corresponden al vasto campo de las sensaciones y de las emociones que hacen latir el corazón humano.

La cuestión de los medios que deben emplearse para mantener la disciplina entre multitud de seres humanos, tiene un gran alcance, y por consiguiente, ha sido el objeto de experiencias muy diversas. El vasto dominio del registro moral, comprende una de las principales funciones del gobierno, tal es la represión de los crímenes, acción de la que se han ocupado muchos desde hace algunos años. Reunir todas las luces que nos suministra cada una de las esferas en que debe ejercerse el registro moral, es contribuir a alumbrarlas todas. Sin duda alguna, ha presentado el pasado grandes abusos en todas las regiones en que se ejerce la autoridad represiva -en el Estado, en la familia, en las escuelas-, y estos abusos han producido casi siempre una cantidad enorme de sufrimientos inútiles. En la familia, especialmente, es donde se ha generalizado más el mal, y donde lleva consigo consecuencias peligrosas.

Han reconocido, poco a poco, diversos errores de que estaban contaminados los antiguos métodos disciplinarios, tanto en las instituciones del Estado como en la familia. Se han descubierto los graves inconvenientes de una acción fundada sólo en el temor, y sobre todo en el temor de castigos brutales, dolorosos y degradantes. Se ha averiguado que las ocasiones de hacer el mal pueden evitarse con mil precauciones saludables que hacen desaparecer hasta el deseo de desobedecer. Se ha visto y sentado como principio que, tratándose de castigos, la certidumbre es más eficaz que la severidad; añadiremos que todo castigo debe ser proporcionado a la falta.

Nuestra opinión es que una educación convenientemente dirigida puede ahogar el germen de toda propensión al vicio y al crimen y que, hasta que esta educación haya tenido tiempo de producir efecto, no debe exponerse el entendimiento a la tentación. En esta época, se da más importancia que la que se daba antiguamente, a la cultura de las relaciones benévolas entre los hombres, cultura que tiende a restringir en límites más estrechos el espíritu malévolo entre los individuos.

La disciplina en la educación supone necesariamente la relación de un maestro con una clase, un hombre o una mujer ejerciendo sobre un gran número de discípulos la autoridad indispensable para el trabajo que se han propuesto. Excusado es recordar aquí los principios que se aplican a la autoridad en general.

La autoridad, el gobierno, el poder sobre los demás, no es esencialmente un fin: no es más que un medio. Además, su acción es un mal, disminuye la dicha de un modo notable. Restringir la libre acción del hombre, imponerle penas, establecer el reinado del terror, todo esto no puede justificarse más que cuando se trata de impedir males infinitamente más grandes que los sufrimientos causados por sí mismo.

A primera vista, este principio parece no necesitar demostración; pero está muy lejos de ser generalmente reconocido. La maldad y el amor de la dominación tan profundamente arraigados en el corazón del hombre, hacen de la necesidad de un gobierno el pretexto de mil excesos de severidad y de represión, añadiendo aun a estos motivos la facilidad para los gobernantes de enriquecerse a costa de los gobernados.

La filosofía social trabaja, en nuestra época, para formular los límites que deben imponerse a la autoridad y al empleo de los medios de represión. Pide a la autoridad que no emplee, no solo las penas mas dulces que puedan alcanzar el fin que se propone, sino que justifique cada vez, de su misma existencia.

La autoridad no es siempre indispensable en las relaciones del maestro con el discípulo. Un discípulo que viene, de su motivo, a recibir la enseñanza de un profesor, no se somete, en ningún modo, a su autoridad; no hay en esto más que un pacto voluntario, que puede romperse a voluntad de cada una de las partes. Un profesor no ejerce más autoridad sobre los hombres que siguen su curso, que la que ejerce un predicador sobre su auditorio o que un actor sobre los espectadores. No hay en estas reuniones más que el grado de tolerancia mutua que exige el bien general; si algún perturbador faltara a este, la asamblea misma, o la policía, haría justicia. Ni el profesor, ni el predicador, ni el actor, están investidos de una autoridad que les permita impedir todo desorden en el auditorio.

La autoridad se manifiesta primero en la familia, que la transmite, con ciertas modificaciones, a la escuela. La comparación entre estas dos instituciones es la que instruye sobre todo. El padre provee a todas las necesidades de sus hijos y ejerce al mismo tiempo, sobre ellos, una autoridad casi sin límites. Esta autoridad está atemperada por el cariño que depende de un cambio de relaciones benévolas, y supone además un número ilimitado de hijos. El profesor no tiene que proveer a las necesidades de sus discípulos: le pagan por los cuidados que tiene por ellos; su única obligación es darles cierta instrucción definida. Los elementos necesarios al cariño faltan a su autoridad porque el número de aquellos sobre quienes se ejerce, es demasiado considerable, y la comunidad de intereses, demasiado limitada; a pesar de esto, el cariño no está absolutamente excluido de las relaciones del profesor con el discípulo, y en ciertos casos notables, puede desempeñar también su papel. Por otro lado, la familia y la escuela tienen algunos puntos comunes bastante importantes. Las dos tienen que habérselas con entendimientos aun jóvenes, sobre los que ciertos móviles no tienen presa ninguna.

Ni una ni otra pueden emplear móviles que no convengan más que a hombres hechos; no pueden hacer valer a los ojos de los niños las consecuencias que tendrá su conducta en un porvenir lejano y desconocido. Los niños no se dan cuenta de un efecto lejano, ni siquiera comprenden muchas cosas que ejercerán un día una gran influencia sobre su conducta.

En vano les hablarían de riquezas, de honores y de satisfacción de conciencia. Medio día de asueto tiene, para ellos, más valor que la perspectiva de encontrarse un día, dueños de un establecimiento importante.

No es siempre fácil hacer comprender a los niños las razones por las que tal o cual regla les está impuesta; sin embargo, con los de cierta edad, se consigue. Así, pues, la comprensión de los motivos que han hecho adoptar una regla, es una preciosa ayuda para asegurar su ejecución, aun tratándose de cualquier orden de gobierno.

El ejercicio de la autoridad en cualquier esfera que sea -en la familia, en la escuela, en las relaciones de amo a servidor, de soberano a súbdito, en el Estado o en las sociedades secundarias- está sometido a muchas reglas comunes. Así pues:

1º. Es necesario evitar, tanto como sea posible, multiplicar las prohibiciones.

2º. Los deberes y las faltas deben ser claramente definidos, de manera que sean bien comprendidos. Esto podrá no ser siempre posible, pero deberá tratarse de conseguirlo.

3º. Las faltas deben ser clasificadas según su gravedad. Para esto, las distinciones establecidas deben ser precisas, y su lenguaje claro.

4º. La aplicación de las penas está arreglada según ciertos principios que Bentham ha sido el primero en sentar claramente.

5º. Es necesario aprovechar las disposiciones voluntarias según el grado de confianza que merezcan.

6º. Una buena organización previene toda ocasión de desorden. Se evitan las querellas, prohibiendo los grupos, las groserías y las colisiones. Se impide la improbidad, no dejándole ninguna ocasión de ejercerse, y la negligencia, por una vigilancia activa y por exámenes regulares.

7º. La observación de ciertas formas y de cierta etiqueta, contribuye a asegurar a la autoridad el respeto y la influencia a que tiene derecho. Todos los actos de la ley están acompañados de ciertas formas, y sujetos a cierto ritual; las personas revestidas de autoridad son inviolables. Cuanto más necesaria es la obediencia, más severas e imponentes son las formas de la autoridad. Los Romanos, que fueron los legisladores más grandes del mundo, se han distinguido entre todos por la pompa de sus ceremonias oficiales. Hasta los grados menos elevados de la autoridad deben ser rodeados de una ligera tinta de etiqueta.

8º. Debe entenderse que la autoridad, con todos sus atributos, no existe más que para ventaja de los gobernados y no para la del gobernante.

9º. Toda acción suscitada por el espíritu de venganza debe ser reprimida con el mayor cuidado.

10º. Toda persona revestida de autoridad debe, tanto como lo permitan las circunstancias, mostrarse benévola, procurar el bien de sus subordinados, y obrar sobre ellos por la persuasión y los buenos consejos, de modo que no se vea obligada a recurrir a la fuerza. Para que esta política dé su máximum de efecto, es necesario que el que la emplee conozca exactamente sus límites, y no los traspase nunca.

11º. Los motivos de los castigos y de las reglas de disciplina deben, tanto como sea posible, ser explicados a los que conciernen; no deben fundarse más que sobre el bien general. Es preciso, para esto, que la educación nacional comprenda el conocimiento de la constitución de la sociedad, que no es más que una reciprocidad regular de todos sus miembros para el bien de todos, y de cada uno en particular.3

Hemos indicado las relaciones y las diferencias que existen entre la escuela y la familia. El carácter distintivo de la escuela con relación a la autoridad considerada en general, resulta del fin principal a que es destinada, es decir de la instrucción, para la cual las condiciones que deben imponerse son la atención y la aplicación, indispensables las dos para la permanencia de todas las impresiones intelectuales y demás. Despertar la atención, sostenerla por la dulzura o por la fuerza, tal es el primer objeto de toda enseñanza. Entre las influencias contrarias de que debe triunfarse, citaremos la incapacidad y el aniquilamiento físicos, el hastío que causa el trabajo, las distracciones que dan otros gustos, y la tendencia que tiene todo ser humano a rebelarse contra la autoridad.

Los medios que deben emplearse con un discípulo solo o con una clase entera no son los mismos. Pueden estudiarse y sacarse partido de las cualidades individuales de un solo discípulo; no se puede hacer otro tanto con una clase. En este último caso, lo esencial es el elemento del número que trae consigo ciertos obstáculos y ciertas ventajas, y exige una acción especial.

Se distingue el maestro del padre en que tiene que tratar con un gran número de individuos, y que presenta su acción cierta relación con la de las autoridades públicas: su misión es más extensa, sus riesgos más grandes, y su mano tiene que ser más firme. Con un solo discípulo, no necesitamos más que móviles personales; con muchos, estamos obligados a castigar muchas veces, para el ejemplo de los demás.

Conocida es ya de todos la importancia que buenas condiciones materiales pueden tener para el éxito. Un edificio vasto y bien ventilado; bastante espacio para que se ejecuten todos los movimientos sin choque ni confusión; estos son los dos elementos fundamentales que hacen la disciplina mucho más fácil. Sigue luego a esto la buena organización, es decir el método y el orden regular de todos los movimientos, que hacen que se encuentre siempre cada discípulo donde deba estar, y que la masa entera esté bajo el ojo del maestro. Hay que colocar después la sucesión regular de los cambios y de las suspensiones de trabajo, que tiene por resultado evitar la fatiga y sostener el espíritu y las fuerzas mientras duran las clases.

Después del material y de las disposiciones generales, vienen los medios y los métodos de enseñanza, que deben tender a dar claridad a las explicaciones, y a hacer más fácil el inevitable trabajo de la comprensión. Si se puede añadir a esta claridad, primera de todas las cualidades en la enseñanza, un interés o un atractivo exterior, será mucho mejor, pero el interés no debe nunca comprarse a costa de la claridad, sin la cual es imposible alcanzar el fin.

Puede suceder que las cualidades personales del maestro contribuyan a aumentar su influencia, y que tenga un exterior amable, una voz y unas maneras agradables, así como una expresión amistosa, cuando cree poder aflojar un poco la severidad, tantas veces indispensable. Este es el lado del atractivo y de la dulzura. El otro lado es la actitud fría, imponente y severa por la cual el maestro sabe representar la autoridad, y recordar siempre el deber a los que tuviesen propósito de separarse de él. A pocos hombres y mujeres es dado el saber tomar esas dos actitudes en toda su perfección; pero, en cualquier circunstancia y en cualquier medida que se haga, se encontrará en esto un medio eficaz que oponer a la mala voluntad y a la pereza.

Un aire fanfarrón y presumido perjudica siempre a la influencia del maestro por las ganas que da de reírse de él. Por el contrario, la autoridad puede atemperarse por un exterior modesto y sencillo.

Nos parece inútil insistir sobre la importancia del tacto, es decir de una atención siempre alerta, a la que nada de lo que suceda pueda pasar desapercibido. Si el maestro no ve o no oye bien, resulta infaliblemente de esto un desorden; pero aun cuando este, goce de estos dos sentidos, puede suceder que no los emplee con suficiente vigilancia.

Sólo esta imperfección es un defecto natural que hace a un hombre impropio para la enseñanza, lo mismo que un orador puede tener seguridad de no gustar, cuando tarda demasiado en conocer el efecto que produce sobre su auditorio. Un maestro no debe notar solo el desorden en el momento mismo en que estalla; debe leer en los ojos de sus discípulos el efecto producido por su enseñanza.

La tranquilidad que proviene, no sólo de la debilidad, sino de la serenidad y de mucho imperio sobre sí mismo, y que se transforma fácilmente en energía cuando es preciso, es un precioso auxiliar de la disciplina. Por el contrario, la turbación y la agitación del maestro se comunican infaliblemente a la clase, y perjudican igualmente a la enseñanza y al orden.

Todo error, toda falsa medida del maestro, perjudica, momentáneamente, su ascendiente. Estos pequeños percances suceden algunas veces, por más que se haga, y hacen entonces más peligrosos los aires de superioridad impropia que han podido darse.

Los movimientos tumultuosos a que toda muchedumbre está sujeta, constituyen la dificultad más grande que el maestro tiene que combatir.

Seres humanos reunidos en masa se conducen de un modo muy distinto que tomando estos mismos seres uno por uno; y se produce en los primeros, toda una serie nueva de fuerzas y de influencias. Un hombre solo, en presencia de una muchedumbre, está siempre en peligro. Todo individuo que no es más que una unidad en una masa, toma un carácter enteramente nuevo.

La pasión antisocial o malévola, el placer de triunfar, que no existe en el individuo en presencia de otro más poderoso que él, se aviva y se enardece cuando se siente sostenido por otros. Cada vez que un ataque general se hace posible, la autoridad de un hombre aislado pesa muy poco en la balanza.

Se dice, muchas veces, que el maestro debe hacer de modo que la opinión general le sea favorable; en otros términos, que debe crear en la clase una opinión en favor suyo. Mas fácil es, en esto, merecer el éxito que asegurarlo. De temer es que, hasta el fin de los tiempos, la simpatía de la multitud no se manifieste en las escuelas contra la autoridad. En ciertas ocasiones, la influencia de las masas podrá ser una garantía de orden: por ejemplo, cuando la mayoría de los discípulos quieren trabajar y que algún perturbador quiere impedirles hacerlo, o también cuando la clase está bien dispuesta, en general, para el profesor, y no tiene más que algunos movimientos excepcionales de desorden. Aun cuando el mérito del maestro le diera esta ventaja, no se vería por esto libre de una explosión, y por consiguiente, debe estar siempre pronto a reprimirla por medios disciplinarios y por castigos. Podrá emplear a menudo los calmantes, las reprensiones amistosas; podrá con una táctica vigilante, impedir el espíritu maligno de esparcirse y demostrar a los promovedores del alboroto que no los pierde de vista; pero siempre tendrá que concluir por castigar.

Esta necesidad de estar siempre pronto a reprimir el desorden, unas veces en casos aislados, otras en la masa entera, es lo que exige de parte del maestro un porte y una actitud de autoridad que entrañan cierto grado de altanería y de reserva; la necesidad de esta actitud es tanto más grande cuanto más desarrollados están los elementos hostiles.

El buen orden de una clase está turbado, en general, por dos clases de discípulos: los que no tienen por naturaleza gusto ninguno para el estudio, y los que están demasiado atrasados para seguir la lección.

En toda escuela bien organizada, estas dos categorías se excluyen de la clase.

Todas estas reflexiones nos conducen a nuestro objeto final: el castigo; añadiremos que las casas de educación, como todos los demás géneros de gobierno, han hecho grandes adelantos bajo este concepto. Hemos dado ya a conocer los principios generales de los castigos: nos queda ahora averiguar de qué modo se aplican a las escuelas; pero, antes, diremos algo del empleo de las recompensas.

LA EMULACIÓN.- LOS PREMIOS.- LOS PUESTOS

Estas palabras representan un solo hecho, un solo móvil, que es el deseo de sobreponerse a los demás y de distinguirse; hemos hablado ya del valor de este móvil. De todos los estimulantes del trabajo intelectual, es el más poderoso que conocemos, y cuando ejerce toda su influencia, ocupa el primer lugar; pero presenta varios inconvenientes: es un principio antisocial; puede llegar a ser excesivo, no obra sobre todos, y por fin hace un mérito de la superioridad de los dones naturales.

Es incontestable que los más grandes esfuerzos de la inteligencia humana han sido siempre determinados por la emulación, la lucha, y la ambición de querer ocupar el primer puesto. Lo principal es, pues, saber si un grado más pequeño de perfección, accesible a las facultades medianas, no podría obtenerse sin ayuda de este estimulante. Si así fuera, la ventaja moral sería evidente. De cualquier modo que sea, no es necesario hacerle intervenir demasiado pronto, o hacer uso de él desde el principio. Durante la niñez, al tratar de desarrollar los sentimientos benévolos, más vale no recurrir a la emulación. Para un trabajo fácil e interesante, sería inútil. Para los discípulos dotados de una facilidad poco ordinaria, mejor sería desarrollar la modestia que el orgullo.

Los premios y las principales distinciones no alcanzan más que a un pequeño número de discípulos. Los puestos obran poco mas o menos sobre todos; sin embargo, no tienen más que poca importancia para los últimos de una clase. Demasiado a menudo, lo que saben puede representarse con un cero. Un pequeño número de discípulos que se disputan con ardor el primer puesto, y una masa indiferente, no constituyen una buena clase.

Los premios pueden tener valor por sí mismos, y también como prueba de superioridad. Pequeños regalos dados por los padres son muy útiles para excitar los niños al estudio; en cuanto a la escuela, sus premios son la recompensa de una superioridad a la que sólo puede aspirar un número reducido de discípulos. Las recompensas de que dispone el maestro son principalmente la aprobación y las lisonjas, medio de acción poderoso y flexible, pero que pide ser manejado con tacto. Ciertas clases de mérito son bastante palpables para ser representadas con números. Decir que una cosa está bien o mal hecha, en todo o en parte, es un juicio igualmente claro; es pues, una aprobación suficiente declarar que una respuesta es buena, que un pasaje ha sido bien explicado. Estas son lisonjas que no puede atacar la envidia. Expresar bien una alabanza es un asunto delicado; se necesita mucho tacto para hacerla a la vez exacta y precisa.

Debe apoyarse siempre sobre hechos apreciables; pero un mérito superior no necesita siempre lisonjas ruidosas; la aprobación expresa debe ser motivada por hechos que impongan admiración hasta a los más envidiosos. El verdadero regulador es la presencia de toda la clase reunida; no habla el profesor solo en su nombre, no hace más que dirigir el juicio de una multitud con la que debe estar siempre de acuerdo; su opinión propia debe ser expresada siempre en particular. El principio de un jurado de discípulos, propuesto por Bentham, por más que no esté formalmente reconocido en los métodos modernos de educación, se aplica siempre tácitamente.

La opinión de una clase, cuando tiene todo su valor, es el acuerdo de la cabeza con el de los miembros: del profesor y de los discípulos.

Cualquier otro estado de cosas es un estado de guerra, pero este último es, a veces, inevitable.

LOS CASTIGOS

La primera forma de castigo, la que es a la vez más rápida y mejor, es la censura, la desaprobación, la vituperación; todas las máximas ya sentadas para el elogio pueden aplicarse a ella.

Un relato claro y preciso de una falta evidente, sin observaciones ni comentarios es, de por sí, un medio de castigo. Cuando está acompañada la falta por circunstancias agravantes, tales como una negligencia flagrante, pueden añadirse algunas palabras de vituperación; pero haciéndolo, debe tenerse el mayor cuidado de no hablar más que con el discernimiento y la justicia más estrictos. Los grados de una misma falta pueden representarse algunas veces por cifras; podrán, por ejemplo, tomar por base el número de lecciones no sabidas, la de los deberes no cumplidos. En este caso, la simple relación de los hechos es más elocuente que todos los epítetos que pudiesen darse.

Las represiones enérgicas deben escasear para producir luego más efecto; el tono de la cólera debe ser menos frecuente aun. Cuando el maestro se encoleriza, por más que su cólera sea disculpable, es una verdadera victoria para los malos discípulos, aunque aquella les inspire un terror momentáneo. Un profesor que se deje llevar de sus arrebatos coléricos, a no ser que sea de muy mala naturaleza, no puede poner sus actos de acuerdo con sus palabras; por el contrario, la indignación contenida es un arma poderosa; pero sería una prueba de debilidad, amenazar cuando se sabe que no se pueden realizar las amenazas. Nada es más perjudicial a la autoridad que alabarse demasiado; es el medio infalible de caer en el ridículo.

Los castigos deben ir mas lejos que las palabras, pues en el fondo, la eficacia de la vituperación proviene de las consecuencias que lleva ésta consigo. Hemos dado ya a conocer las malas tendencias que la disciplina de las escuelas trata de combatir, y hemos probado que la falta de aplicación es lo más común; pasaremos ahora revista a los diferentes castigos que tiene el maestro a su disposición. Tiene también que combatir, algunas veces, el desorden y la sublevación, pero siempre en vista del objeto principal.

Se han inventado medios sencillos de obrar sobre el sentimiento de la vergüenza, tales como posturas humillantes y un aislamiento mortificante. Estos medios producen buen resultado en algunos, y son sin acción sobre otros; su poder varía según el modo con que los considera la clase, y también según la sensibilidad del culpable. Son suficientes para faltas ligeras, pero no para las más graves; pueden ser eficaces al principio, pero, repitiéndose a menudo, pierden todo su prestigio. Empezar por castigos ligeros, es una regla; para las buenas naturalezas, solo la idea de un castigo basta, y la severidad es siempre inútil. Muy mal sistema es no emplear más que castigos severos y degradantes.

El arresto o privación de recreo, es muy desagradable para los niños, y debía ser suficiente hasta para las faltas graves, sobre todo si se trata de desorden y de desobediencia, faltas contra las que está indicado este castigo por su naturaleza misma. Todo, exceso de actividad y de agitación debe reprimirse por la supresión temporal del ejercicio legítimo de estas facultades.

Los deberes suplementarios son el castigo ordinario de la falta de trabajo y pueden también emplearse contra la falta de sumisión o de respeto.

La verdadera pena consiste en el fastidio impuesto al entendimiento, castigo muy grande para los que no pueden ver los libros bajo ninguna forma.

El exceso de trabajo lleva también consigo el fastidio de la reclusión y del ejercicio disciplinario; puede juntarse con la vergüenza, y la reunión de estos dos medios constituye un temible castigo.

Con todos estos recursos hábilmente empleados -emulación, elogio, vituperación, humillaciones, arresto, aumento de trabajo-, la necesidad de castigos corporales está anulada. En un establecimiento de instrucción pública bien dirigido, donde esté bien establecida una gradación bien calculada de los diversos móviles, un sistema que proporciona una larga serie de privaciones y de penas, cada vez más fuertes, debe bastar a todas las necesidades de la disciplina.

La presencia de discípulos rebeldes a estos medios de acción sería una anomalía y una causa de desorden, y el verdadero remedio que emplear sería mandarles a algún establecimiento destinado especialmente a naturalezas inferiores. La desigualdad del tono moral debe evitarse en una clase con tanto cuidado como la desigualdad del desarrollo intelectual. Se necesitan casas de corrección, o establecimientos especiales, para los que no pueden gobernarse como la mayoría de los niños de su edad.

En las casas en que se aplican los castigos corporales, es preciso poner esto al cabo de la lista de los castigos; el más pequeño de estos debe ser considerado como una verdadera deshonra acompañada de formas humillantes. Todo castigo corporal debe ser considerado como una injuria grave para la persona que lo impone; y para los que se ven obligados a ser testigos de él, como el colmo de la vergüenza y de la infamia. No debe repetirse para el mismo discípulo: si dos o tres aplicaciones de esta pena no fuesen suficientes, no queda otro recurso que echar al discípulo del establecimiento.

Lo malo es que las escuelas nacionales tienen obligación de admitir las naturalezas peores y más incultas; pero estas naturalezas no deben pervertir toda la escuela. Hasta para los niños que están acostumbrados a que sus padres les peguen, sería perjudicial seguir el mismo sistema en la escuela: los padres son pocas veces entendidos en materia de educación; los demás medios de influencia pueden faltarles en cierta medida; el caso puede ser apremiante. Puede suceder con facilidad que reciba el niño mejores tratamientos en la escuela que en su familia. En muchos casos, la escuela será un puerto seguro para los niños maltratados en su casa, y estos sabrán luego, por su buena conducta, mostrarse agradecidos por este régimen.

Sin embargo, no siempre son los niños pobres los que más trabajo dan, y no es en las escuelas que les son destinadas, donde se aplican más castigos corporales. Los sujetos más difíciles de dirigir pertenecen, muchas veces, a familias muy buenas, y se encuentran en las escuelas más aristocráticas.

No debían titubear en echar de las instituciones superiores todos los que es imposible disciplinar sin el degradante castigo de las correas.4

LA DISCIPLINA DE LAS CONSECUENCIAS

Rousseau ha dicho que los niños, en vez de castigarse, debían ser abandonados a las consecuencias naturales de su desobediencia; esta es una idea muy plausible y que ha sido continuada por muchos de los que han escrito sobre la educación. Mr. Herbert Spencer, entre otros, ha insistido mucho sobre este método.

Hay que hacer, sin embargo, una objeción a este principio; y es que puede haber consecuencias demasiado graves para que pueda permitirse hacer de ellas un medio de disciplina: hay que preservar a los niños de las consecuencias fatales que podrían tener sus acciones.

Lo que se quiere en realidad, es desembarazar a los padres, y a los que les reemplazan, de la responsabilidad del castigo impuesto, para echar ésta por completo sobre agentes impersonales contra los que los niños no pueden tener ningún resentimiento; mas, antes de contar con este resultado, hay que considerar dos cosas. La primera es que el niño sospeche la superchería y reconozca que el sufrimiento que experimenta no es más que el resultado de un plan hábilmente concebido con anterioridad -por ejemplo cuando un niño que llega tarde se ve castigado luego, no saliendo de casa.

La segunda es la tendencia antropomórfica, es decir la tendencia de personificarlo todo, que, siendo más grande en los niños, hace que todo mal natural se atribuya a algo conocido o desconocido. La costumbre de considerar las leyes de la naturaleza como frías, sin pasión y sin intención, no se adquiere hasta más tarde y con mucho trabajo; es uno de los triunfos de la ciencia o de la filosofía. Empezamos primero por aborrecer todo lo que nos hace daño, y estamos siempre demasiado dispuestos a buscar alrededor nuestro un ser cualquiera sobre quien poder descargar nuestra cólera.

Otra dificultad proviene de la imprevisión de los niños y del poco cuidado que les da el porvenir; así que se encuentran bajo la influencia de una mala tendencia, va no existen consecuencias para ellos. Este defecto disminuye naturalmente con la edad; y a medida que va desarrollándose el sentimiento de las consecuencias, éstas llegan a ser un medio más poderoso que oponer a la intención de obrar mal. Es entonces indiferente que sean naturales o preparadas con anticipación.

Entre las consecuencias naturales que, en la familia, sirven como medios de castigo para un niño, podemos citar las siguientes: obligarle a llevar los trajes manchados por culpa suya; no darle juguetes nuevos cuando rompe los suyos. El caso en que está un niño obligado a indemnizar a otro de lo que le ha estropeado, forma también parte de la categoría de lo que Bentham llama castigos característicos.

En la escuela, la disciplina de las consecuencias resulta de las reglas según las que el mérito de cada discípulo se determina por sus propios actos, y sin que la voluntad o el carácter del maestro entre para nada en ellos. Siendo el reglamento invariable y bien comprendido, toda falta lleva su propio castigo.




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Capítulo VI

Definición de los términos


Necesidad de empezar por definir con claridad los términos principales.- LA MEMORIA: Condiciones de su desarrollo.- EL JUICIO.- Sentidos diferentes de esta palabra.- Oposición entre el juicio y la memoria.- LA IMAGINACIÓN.- La concepción.- Dificultad de desarrollarla de una manera sistemática. La facultad creadora.- Los libros de imaginación son, sobre todo, fuentes de emoción.- PASO DE LO CONOCIDO A LO DESCONOCIDO.- La aplicación del principio no es siempre fácil.- EL ANÁLISIS Y LA SÍNTESIS.- Sentidos diferentes de la palabra Análisis.- La aplicación de la palabra Síntesis no es siempre justa.- LAS LECCIONES DE COSAS.- Origen de esta expresión.- Una lección de cosas sirve para hacer comprender las palabras.- Lecciones sobre ciertos objetos.- LA INSTRUCCIÓN Y LA DISCIPLINA: Sentido que debe aplicarse a cada una de estas palabras.- SABER BIEN UNA COSA.- Estudio de un tema en todos sus detalles.- Utilidad de un estudio general de ciertos temas.- Importancia de la unidad de métodos.- Abuso de la máxima multum, non multa.


Cuando se discuten cuestiones de educación, se presentan expresiones y términos muy importantes, pero cuyo sentido es ambiguo. Algunos de estos términos se relacionan con facultades del entendimiento, tales como la memoria, el juicio y la imaginación, y es indispensable comprender claramente su alcance. No lo es menos precisar el sentido que debe aplicarse a las palabras educación, cultura, y disciplina, cuando las oponen a lo que se entiende por instrucción.

LA MEMORIA Y SU CULTURA

Aprender de memoria es una expresión que designa la acción de aprender o de adquirir los conocimientos que no parecen exigir el ejercicio de las facultades más elevadas a las que damos los nombres de razón y de juicio: por ejemplo, los nombres, las listas de palabras en la gramática y en el estudio de las lenguas en general. Los acontecimientos de que hemos sido testigos se graban también en nuestra memoria, por el hecho solo de haber llamado nuestra atención. Sabemos también que una gran parte de la primera educación de los niños consiste en retener la disposición ordinaria de los objetos en medio de los cuales viven habitualmente. En fin, las relaciones más sencillas de causa y efecto no se conservan más que por la acción de la memoria.

Para hacer estas adquisiciones más rápidas, es necesario llenar ciertas condiciones que hemos indicado ya como siendo las condiciones de la retentividad o memoria. Cuando se llenan dichas condiciones se dice, algunas veces, que se ejerce, o que se cultiva la memoria; entonces los que dicen esto, se hacen estas preguntas: ¿Podemos por algún artificio cultivar o fortalecer la memoria, o la facultad de retentividad en su conjunto? -Podemos adquirir conocimientos; esto es un hecho admitido.- ¿Podemos fortalecer o acrecentar la facultad natural de adquisición? -Se dice con razón que toda facultad puede fortalecerse por la práctica; pero para las facultades intelectuales este efecto no suele producirse.

El poder absoluto de la retentividad en un entendimiento dado, es una cantidad limitada. El único medio de extender sus límites es usurpar algo de las otras facultades del entendimiento, o también de sobrexcitar todo el conjunto de las facultades intelectuales, a expensas de las funciones del cuerpo. Puede conseguirse una memoria extraordinaria a expensas de la razón, del juicio y de la imaginación, o también sacrificando la sensibilidad; pero este no es un resultado que haya de desearse.

La forma más común que toma el desarrollo anormal de la memoria, es la especialidad que proviene de la aplicación a tal o cual orden de hechos, y resulta de los hábitos de atención que contraemos para nuestros principales estudios. Por esta tensión artificial es como un orador aprende sus discursos de memoria con una relativa facilidad. La memoria de los lugares se fortalece por la costumbre de la atención que resulta de nuestras ocupaciones especiales: un ingeniero, o un artista, recuerda los lugares, no por la superioridad de su memoria general, ni tampoco por una memoria particular, sino por la dirección constante de su atención sobre el punto que prefiere, con exclusión de todos los demás.

Por consiguiente, en vez de tratar de cultivar la memoria, debemos buscar sencillamente los medios de favorecer tal o cual clase de adquisiciones, conformándonos con las leyes conocidas de la retentividad.

EL JUICIO Y SU CULTURA

La palabra juicio se emplea por oposición a la palabra memoria, y como sinónimo de las palabras entendimiento y razón. Se pide al maestro que cultive en sus discípulos a la vez la memoria y el juicio.

El acto de juicio más sencillo que pueda imaginarse, es el que consiste en comparar dos objetos bajo el punto de vista de su diferencia, de su semejanza, o de las dos cosas a la vez. Si se trata de objetos perceptibles por los sentidos, de dos matices de un mismo color, por ejemplo, no es más que un asunto de distinción que debe establecerse por los sentidos, distinción que dependerá, para el ejemplo que hemos escogido, de la delicadeza del sentido de la vista, del grado de atención del que mira, y de la yuxtaposición de las dos muestras comparadas. El discernimiento de las semejanzas está sometido exactamente a las mismas condiciones.

Cuando los dos objetos que se trata de comparar entre sí son objetos complejos de los sentidos como dos máquinas, dos casas, dos árboles, dos animales, el número de puntos que hay que considerar es más grande; pero, bajo todos los demás conceptos, la operación es la misma. Si los objetos son conocidos en parte por el testimonio de los sentidos, y en parte por la descripción verbal de propiedades que la experiencia ha revelado, como cuando se trata de dos minerales, se necesita un trabajo todavía más grande, y precauciones más minuciosas. Existe, en efecto, cierta dificultad en considerar un todo complejo bajo el aspecto más favorable a su comparación con otro, es decir representándose en el mismo orden las propiedades del uno y del otro. Este género de esfuerzo es el resultado de una disciplina intelectual. La comparación de dos puntos de derecho, de dos teorías científicas, de dos maneras diferentes de presentar la misma doctrina o de explicar el mismo hecho, son actos de juicio que el orden con el cual las circunstancias y los rasgos particulares a cada caso se presentan, facilita mucho.

Un acto de naturaleza aun más elevado es aquel por el cual se juzga un objeto que se tiene a la vista, según un punto de comparación intelectual, suministrado por un conocimiento y una experiencia anteriores; por ejemplo, cuando juzgamos la conveniencia de una obra de industria, de una obra de arte o de proyecto político. Aquí, el campo de comparación es vasto, se trata de examinar los hechos colaterales y de seguir unas consecuencias. Este acto intelectual puede designarse de un modo más exacto que por el nombre de juicio: es en realidad la aplicación de un saber que se extiende a la determinación de las causas y de los efectos. Esto no es solamente una facultad, es un gran talento, resultado de una larga experiencia y de estudios profundos sobre un objeto determinado.

Un acto intelectual del mismo género, es aquel por el cual conseguimos precisar con acierto en medio de circunstancias contradictorias, tener cuenta de todas las partes de un asunto, en vez de ocuparnos sólo de uno o de dos puntos. El hombre que estudia un problema a fondo y bajo todos sus conceptos, sin omitir nada de lo que se relaciona con la solución, se llama hombre de juicio; pero es igualmente impropio decir que esto constituye una facultad, y tratar de perfeccionarla.

Estos son ejemplos muy elevados del ejercicio de la facultad de juicio, y que exigen la mayor madurez de la inteligencia humana aplicada a cada clase de asuntos. Este orden de juicio no pertenece al dominio del maestro de escuela; pero existe una explicación más familiar de este término, aunque menos exacta, fundada sobre su oposición con la memoria, representa entonces la facultad de comprender con oposición a la facultad de retener por la memoria. Hay en esto una distinción verdadera e importante que se expresaría mejor por la palabra inteligencia o comprensión que por la de juicio. Un profesor necesita, muchas veces, en su enseñanza, cerciorarse de si su discípulo comprende bien un trozo, un principio o una regla que ha aprendido de memoria.

Discutir, explicar un hecho, dar a conocer su razón de ser, son operaciones intelectuales que forman casi parte de ciertos significados de la palabra juicio. Estos términos están mejor definidos y con más precisión, porque se hace uso de ellos en la lógica, así es que en esta, mas bien que en cualquier otra parte, es donde debe buscarse su sentido.

LA IMAGINACIÓN

La palabra imaginación tiene un sentido muy extenso. Se aplica a unos actos de naturaleza muy distinta, y empleándola se corre el riesgo de hacer algunos de los procedimientos más delicados de la educación, muy oscuros. Algunas de sus acepciones tienen cierta relación con funciones muy elevadas, y otras expresan la degradación completa de las facultades humanas.

«Sin la imaginación, dice Godwin, no puede haber ardor verdadero para ningún trabajo, para ninguna adquisición intelectual; sin ella, ninguna moral verdadera, ningún sentimiento profundo de las penas de los demás, ningún celo ardiente y perseverante para sus intereses».

Esta definición usurpa algo de varias facultades intelectuales distintas, cuyo conjunto constituye lo que llaman simpatía.

La primera acepción de la palabra imaginación se expresa igualmente por las palabras concepción, facultad de concebir, gracias a la que podemos representarnos la imagen de un objeto que no hemos visto, pero que nos ha sido descrito verbalmente con, o sin ayuda de medios gráficos.

Esta facultad aumenta según el número de escenas y de situaciones que hemos podido ver, y depende de la bondad de nuestra memoria pintoresca. El acrecentamiento de conocimientos parece ser casi el único medio de cultivar o de aumentar esta facultad; el profesor no podría hacer más que muy poco para ella si lo intentara. Puede ejercitarse un discípulo a que conciba objetos según su descripción, pero el arte verdadero que debe conseguirse, es el de la descripción misma.

Participar de los sentimientos del prójimo, concebir estos sentimientos, es un acto de simpatía, un ejercicio de educación moral, indispensable a los que quieren gozar de la historia, de la poesía y de la novela. La simpatía es una de las consecuencias de nuestra experiencia de la vida, de nuestras disposiciones sociales y de nuestros conocimientos adquiridos; pero no es fácil reducirla a lecciones. Puede ser excitada por un maestro hábil para escoger el momento propicio, como cualquier otra enseñanza moral; pero no creemos que sea posible hacerla intervenir según un plan concebido con anticipación.

Hablando de la concepción como de una facultad que puede desarrollarse por la práctica, se comete el mismo error que hemos señalado ya al tratar de la memoria. Puede ejercitarse a un discípulo a que conciba ciertos objetos, tales como un buque de guerra, una selva de los trópicos, o un paraíso, empleando para esto una descripción bien hecha, así como también bosquejos y dibujos; pero el único resultado de este modo de cultivar la facultad de concebir, es hacer que un esfuerzo feliz produzca otros de igual naturaleza. Como sistema práctico, no entra en ningún modo de enseñanza actualmente empleado, y por más que sea un accesorio de un número bastante crecido de nuestros ejercicios escolares, este procedimiento no se aplica a ninguno de ellos de un modo continuo.

La acepción más elevada de la palabra imaginación es la que representa la facultad creadora del poeta o del artista y que escapa en absoluto a la enseñanza directa, por más que todas las maneras de enriquecer nuestra inteligencia puedan contribuir a ella. El desarrollo de esta facultad no entra en ningún plan de educación porque es un trabajo muy elevado para una escuela; pero tiene con los esfuerzos menos elevados y más fáciles de la imaginación un elemento común: el sentimiento, o la emoción, que distingue las creaciones del arte y las de la ciencia.

Cualquier obra de arte puede satisfacer uno de nuestros más vivos sentimientos: amor, cólera, ideas de venganza, sentimiento de lo sublime o de lo ridículo, y otras muchas cosas aun. Una invención científica es un asunto de pura utilidad, y su valor se mide por pesetas y céntimos.

Para llegar a obrar sobre los sentimientos, el artista que posee imaginación, trata su obra enteramente según su gusto; exagera, suprime, aumenta, se permite la ficción y la extravagancia; en una palabra, no se conforma con la realidad. Es lo que da tantos atractivos a los libros de imaginación, especialmente a los ojos de la juventud. La novela puede procurar emociones mucho más fuertes que los acontecimientos de la vida real, y estos poderosos efectos son los que nosotros deseamos obtener; pero esto es más bien gozar de la imaginación y pedirla emociones violentas que cultivarla. Dejarse guiar por la imaginación, es entregarse a las emociones, y lo único que hay que preguntar, es: ¿cuáles son estas emociones?

Este ejercicio de imaginación debe considerarse, en primer lugar, como una fuente de placer, un elemento de las satisfacciones de la vida. Sin contentarnos con los goces que nos procura la realidad, buscamos los que la idealidad puede darnos. La idealidad difiere según las edades: los cuentos de hadas y las extravagancias gustan a la niñez; la poesía de Milton, en la edad madura. Nada de esto concierne a la educación; no buscamos en ello la instrucción, sino sólo las emociones. El padre de familia es quien debe dar a sus hijos la diversión de los libros de imaginación, del mismo modo que les concede el placer de un día de campo o de una buena merienda, los días de vacaciones. Tienen estos libros un lado bueno y otro malo, que no se puede apreciar más que por un examen profundo de la utilidad y del abuso de la ficción considerada en general.

Por más que la verdadera base del interés de las obras de imaginación esté en las emociones que excitan, hay, sin embargo, cierto elemento intelectual en los cuadros, las escenas y los incidentes que determinan estas emociones. Éstas se imprimen en la memoria por el vivo sentimiento que despiertan; llegan a formar parte del mobiliario intelectual y pueden servir luego como tales. Pueden servir también a las creaciones de nuestra propia imaginación, y contribuir a hacer comprender y a adornar las verdades más severas que nos enseña la razón. Si pasamos a las ficciones del orden más elevado, tales como las obras de los poetas célebres, nos suministran conjuntos de imágenes aun más bellas, grabando en nuestra memoria los rasgos más sublimes del ingenio humano. Entonces la ficción viene a ser un elemento de educación. ¿Qué lugar debe ocupar este elemento en nuestras escuelas? Esta es una cuestión que se discutirá más adelante.

Sin embargo, es evidente que la presencia de una emoción violenta es una ayuda para la facultad de concepción, de la que ya hemos hablado; pero esta ayuda es, al propio tiempo, un límite, y una influencia directora. La concepción está íntimamente relacionada con el sentimiento experimentado. La concepción de una batalla es un gran esfuerzo de combinación intelectual, pero no es nunca completa. Los incidentes que más interés excitan, están concebidos con bastante claridad; escogeremos los episodios más notables de la acción, pero nos enteraremos muy poco de las disposiciones generales.

La intención del maestro en la cultura de la imaginación debe tender a reprimir toda preferencia emocional exagerada, y a favorecer el ejercicio completo e imparcial de la gran función intelectual -concepción, en toda la exactitud de sus proporciones y de sus detalles, de escenas y de acontecimientos que no hemos visto-, que se llama imaginación histórica, con oposición a la imaginación poética. Sin despreciar la ayuda del interés emocional, el maestro tratará de combatir sus tendencias injustas y su parcialidad, sin hablar de la manera con que desnaturaliza e interpreta mal la realidad. La facultad de hacer los hechos, por decirlo así presentes al entendimiento, exige un gran esfuerzo intelectual que no es dado más que pocas veces, hasta a aquellos cuya educación es completa: constituye un talento verdadero y los mágicos cuadros que nos hace, a veces, entrever la emoción de lo maravilloso, no son más que manifestaciones muy débiles de esta facultad.

PASO DE LO CONOCIDO A LO DESCONOCIDO

Caminar de lo conocido a lo desconocido es una de las reglas favoritas del arte de enseñar; pero esta regla está, pocas veces, expuesta de modo que pueda guiarnos de una manera bien definida. En los casos fáciles, su sentido es bastante claro: toda explicación, por ejemplo, debe recordarnos hechos ya conocidos, sin los cuales la explicación no podrá ser comprendida. No hay en esto más que el paso de lo simple a lo compuesto, la regla que exige que nos hagamos dueños de un grado antes de pasar al siguiente. El que vicia, a sabiendas, un precepto tan evidente, puede estar seguro de no conseguir nunca nada; mas el que pudiera decir, en conciencia, que no lo ha violado nunca, merecería una gloria inmortal.

Si una demostración se funda sobre principios mal comprendidos, si una descripción contiene términos que no tienen sentido para aquel a quien se dirige, si una instrucción encierra actos que no han sido nunca ejecutados, resultará necesariamente de esto un golpe fatal para las ideas. Cuando la instrucción se da bajo una forma rigurosamente metódica, como en un curso regular de ciencia, se sigue más o menos el orden lógico, pero muchas veces con cierta dificultad. En las fases que preceden a ésta, y en la enseñanza, se da con bastante descuido, nada garantiza la observación de este orden. En el fondo, los espíritus menos maduros son los más expuestos al desorden, y parece extraño que puedan retener unos conocimientos presentados en semejantes condiciones. Este desorden, es tal vez, inevitable, pero no es, por cierto, ventajoso.

Examinaremos más adelante, detalladamente, las causas de esta necesidad y los medios de prevenir sus malos efectos.

La palabra no puede presentar más que un solo objeto a la vez; los hechos y los principios no pueden llegar más que unos después de otros. Así pues, para hacer comprender un punto difícil, sería de desear, algunas veces, que dos o tres hechos fuesen presentados juntos, y concebidos simultáneamente. Este es un obstáculo que el discípulo debe superar. Otro inconveniente hay: es que la expresión del hecho más claro y más elemental puede, a pesar de nuestros esfuerzos para impedirlo, introducir otros hechos que no han sido aun comprendidos, y dejar por consiguiente, en el entendimiento, un punto oscuro que perjudica a la inteligencia de todo lo que sigue, hasta que lleguemos a un hecho que lo aclare todo.

EL ANÁLISIS Y LA SÍNTESIS

Estas dos palabras se encuentran a menudo en las reglas destinadas a servir de guía a los que enseñan. El sentido que se aplica ordinariamente a éstas, es muy poco claro. La palabra análisis es la más clara de las dos, gracias a ciertos ejemplos especiales y bien conocidos, tales como el análisis gramatical de una oración. Su sentido no es tan preciso cuando le aplican a lecturas; en este caso, se entiende generalmente por análisis, la acción de considerar separadamente cada una de las partes de un todo complejo. Por ejemplo, para analizar una máquina de vapor, se podrá distinguir el cilindro, el paralelogramo de Watt, el volante, el regulador, etc., pero esta operación no merece un nombre tan pomposo; la palabra descripción sería bastante conveniente.

La acepción más científica de la palabra análisis es la que tiene relación con el procedimiento de abstracción. Analizamos una sustancia concreta, tal como un mineral o una planta, y separamos de ella sus propiedades constituidas por una serie de abstracciones que nos permiten estudiar separadamente cada propiedad a su vez.

Así es como la historia natural describe un mineral, enumerando sus propiedades matemáticas, físicas y químicas. En este sentido, la palabra análisis es casi superflua y puede llegar a ser, algunas veces, una causa de error.

En otra de sus acepciones, la palabra análisis se entiende por la separación de un efecto complejo en sus elementos constitutivos, como cuando se liga el movimiento de un planeta con otros dos: el movimiento centrípeto y el movimiento centrífugo. En el mismo sentido hablamos de analizar el carácter de un hombre o sus motivos. Podemos analizar igualmente una situación política, poniendo todas las influencias en juego para producirla. Todos estos sentidos diversos son bastante distintos, pero no exigen todos este nombre especial, porque tienen otro que les basta.

Salvo el caso bien comprendido del análisis gramatical y de la composición de las fuerzas o de los agentes, tendríamos ventaja en abandonar la palabra análisis. El análisis químico y el análisis geométrico son casos particulares de que no tenemos que ocuparnos aquí.

La palabra síntesis es todavía menos definida, por más que debiera ser, bajo todos conceptos, lo contrario del análisis. Existe una síntesis gramatical de la que M. Dalgleish ha hecho un ejercicio gramatical, que consiste en volver a poner en su lugar correspondiente los miembros separados de una oración. Cuando se trata de la consideración de las partes distintas de un objeto complejo, para describirlas una después de otra, no hay síntesis correspondiente; esta palabra no tiene entonces ningún sentido.

La separación por vía de abstracción de las propiedades de un cuerpo, no necesita síntesis. Cuando la abstracción nos prepara a hacer una generalización inductiva como la ley de gravedad, existe un procedimiento de aplicación deductiva de la ley para casos nuevos, y esta acción puede llamarse síntesis; pero el nombre de educación es más propio.

Cuando analizamos las fuerzas que entran en juego en una operación física, intelectual o social, no necesitamos reunirlas todas, a no ser que se supongan situaciones nuevas, en que se efectúa la composición de una manera diferente. Podríamos dibujar la órbita de un planeta cuya distancia del sol y de los demás elementos fuese diferente de todos los planetas conocidos.

Emplear las palabras análisis o síntesis para representar el método que debe seguirse en cualquiera lección, es hacer nacer en el entendimiento de un joven maestro la más deplorable confusión, porque todo lo que expresan estas palabras está representado por otros nombres más expresivos y más fáciles de comprender: descripción, explicación, abstracción, inducción y deducción.

LAS LECCIONES DE COSAS

La expresión «lección de cosas» está muy lejos de ser clara. Su origen remonta probablemente al sistema de Pestalozzi, que empleaba ejemplos concretos para enseñar las ideas abstractas de número y otras del mismo género. Este es un sentido perfectamente inteligible, y este método sirve de base a la enseñanza de todos los conocimientos generales.

El maestro que quiere hacer uso de él, presenta a sus discípulos objetos concretos escogidos de modo que puedan producir todos cierta impresión general, por distintos que sean unos de otros bajo otros conceptos. Para grabar el número cuatro en el entendimiento de los discípulos, les presentará un gran número de grupos de cuatro objetos; para darles una idea del círculo, les enseñará muchos objetos redondos, pero diferentes entre ellos por el tamaño, la materia, y todos los demás caracteres exteriores.

Una lección de cosas representa un estudio enteramente distinto, cuando se trata de ejercitar los sentidos o de madurar las facultades de observación.

En el caso precedente, se ocupan de generalidades; en este, se buscan, por el contrario, las especialidades. Cuando se quiere enseñar a un discípulo a distinguir matices delicados de un mismo color, o diferencias de tono en la música, es preciso presentarlos a sus sentidos y llamar su atención hacia aquel lado. ¿En qué medida puede servir esto a la educación de la escuela? Este es un punto bastante dudoso. Cuando se enseña un arte especial como la pintura o la música, la distinción delicada de los matices de color o de tono, forma parte de la enseñanza misma; pero cuando se trata de conocer el universo, esta enseñanza especial se hace innecesaria si no es en ciertas ocasiones, o para un fin especial. Una gran habilidad en medir las longitudes sólo con una mirada, o en evaluar un peso con la mano, no forma verdaderamente parte del profundo conocimiento del universo.

Por lo menos, el nombre de lecciones de cosas no es, en ningún modo, necesario para representar este talento especial. «Cultura de los sentidos» sería una expresión más propia, y esta cultura es un género de ejercicio muy comprensible, así que se demuestra su utilidad.

Un tercer punto de vista de las lecciones de cosas es el que tiene relación con la adquisición de palabras nuevas, es decir, ante todo, con la asociación de los objetos con sus nombres respectivos. Para establecer una relación entre una palabra y una cosa, es preciso que tengamos alguna idea de esta cosa, idea que será suministrada por los sentidos, por la observación, o, en una palabra, de cualquier modo. Los primeros nombres que aprendemos son los de los objetos comunes en medio de los cuales vivimos, objetos en su mayor parte individuales y concretos. La atención se fija en un objeto: al mismo tiempo, se pronuncia su nombre, y la asociación de las ideas o de la memoria no tarda a establecer entre los dos una unión íntima. Acrecentar el conocimiento del lenguaje, es aumentar el conocimiento de los objetos, y cuando se presenta la ocasión de enseñar objetos nuevos y de llamar la atención sobre estos objetos, desarrollamos el empleo inteligente del lenguaje, con el que se extiende nuestro conocimiento del universo, al menos por las propiedades características de los objetos. Para emplear convenientemente las palabras, no deben confundirse objetos diferentes; hay que conocerlos bastante para distinguirlos entre sí, por más que no se sepa todo lo que les concierne. No debe confundirse por ejemplo, un perro con un gato, ni la lámpara con el fuego.

No parece, a primera vista, que las lecciones del maestro puedan hacer mucho para este conocimiento de las cosas; viene, en realidad, con la experiencia de la vida.

Además, la expresión de conocimiento de las cosas no conviene mucho aquí. Un gran número de los objetos que los niños notan, y especialmente los primeros en que se fijan, son los objetos particulares que les rodean; pero este no es más que el primer paso; bien pronto le sigue una operación más importante. El niño no tarda en emplear y comprender términos generales. Estos términos son, sin duda alguna, muy fáciles de comprender: luz, oscuridad, gordo, pequeño, silla, cuchara, muñeca, hombre, agua, etc.; a pesar de esto, para comprenderlos, no basta mirar sólo un objeto, hay que comparar varios diferentes, coger sus puntos de semejanza y hacer abstracción de las diferencias.

Sabemos también que un gran número de términos representan situaciones de objetos, mas bien que objetos mismos. Tales son todos los nombres de tiempo y lugar, y todos los que expresan circunstancias. Ayer y mañana, no son objetos; fuera o dentro de la casa, son situaciones. Las palabras que expresan acciones, nos ofrecen también un modo diferente de considerar el universo: beber, estar de pie, venir, hablar, llorar, traer, son palabras que los niños más pequeños comprenden, por haber observado todo un conjunto, todo un grupo de circunstancias.

¿Qué diremos todavía de los estados subjetivos que se presentan muy pronto, a primera vista, con los objetos del mundo exterior? El niño no tarda mucho en aprender lo que es estar contento o triste, amar o no amar, y comprende y expresa muy pronto estos estados elementales.

Así pues, en la adquisición del lenguaje, hay varias operaciones bien distintas que deben ser consideradas separadamente a medida que entran en la enseñanza, y que es preciso designar cada una por una expresión propia, y no por la expresión vaga de lecciones de cosas, que no sirve más que para desconcertarnos.

Nos queda que considerar todavía otro sentido de esta expresión.

Queremos hablar de la costumbre de elegir, en el curso de la enseñanza ordinaria, tal o cual objeto particular para hacer de él el tema de una lección especial y completa. Tomemos como ejemplo un pedazo de hulla. El profesor enseña una muestra de esta sustancia y llama la atención sobre su aspecto y sus diferentes propiedades exteriores, lo que tiene, generalmente, por resultado, convidar al discípulo a mirarla con más cuidado y más atención que antes. Hasta entonces, esto es lo que podríamos llamar una lección de ejercicio de los sentidos o de observación; pero el profesor no se contenta con esto: entra en todos los detalles relativos a la historia natural y a la química de la hulla; dice de donde proviene, como se produce primero, para qué sirve, y a qué propiedades debe su utilidad. Esto podría llamarse una lección de averiguaciones sobre un objeto. Una sustancia dada está tomada por texto de una disertación sobre acciones y propiedades que se aplican a gran número de otras sustancias. Imposible es referir la historia de la hulla sin hablar de la estructura de las plantas; no puede tampoco tratarse de sus usos sin hacer mención de la unión química de los cuerpos, y sin hablar del calor. El a propósito de este género de lecciones depende de diversas circunstancias sobre las que tendremos ocasión de volver a ocuparnos. Esto es más bien el empleo de un objeto tomado como texto, que una lección de cosas; nos permite agrupar alrededor de una unidad concreta una multitud de ideas y de propiedades muy abstractas. Esta forma es muy cómoda para una conferencia popular, como nos lo han demostrado los Sres. Huxley y Carpenter en sus conferencias sobre un pedazo de tiza.

LA INSTRUCCIÓN Y EL EJERCICIO

La diferencia que existe entre la instrucción por una parte, y el ejercicio, la disciplina, y el desarrollo de las facultades intelectuales por otra, desempeña un gran papel en todas las discusiones sobre la educación. Lo mejor es establecer esta diferencia de la única manera verdaderamente práctica, es decir por ejemplos de una y de otra. Alegan a menudo que ciertos estudios no tienen más que poca importancia bajo el punto de vista de la instrucción, pero son tan útiles como ejercicios intelectuales que deben preferirse a cualquier otro estudio que no sea más que instructivo. El objeto de la educación no es enseñar verdades, sino desarrollar y ejercitar las facultades y las fuerzas de la inteligencia.

Veamos primero lo que tiene relación con la instrucción. Las reglas fundamentales de la aritmética: adición, multiplicación, etc., enseñadas sólo bajo el punto de vista de la práctica, sin consideración a su teoría o a sus principios, se tendrían probablemente como una instrucción útil, pero no como un ejercicio para el entendimiento. Así están consideradas, en efecto, por la mayoría de los discípulos.

Consideremos, en segundo lugar, nuestra lengua materna.

Todas las particularidades de la lengua, incluso las reglas de corrección y de propiedad más elevadas, pueden enseñarse bajo el único punto de vista de la práctica del lenguaje escrito o hablado, sin que se trate siquiera de conducirlas a un plan metódico, o de dar de ellas una explicación racional. Esto no sería más que un hecho de instrucción, y nada más; la enseñanza de una lengua, así dirigida, sería muy útil, pero no podría llamarse ejercicio intelectual. Cuando se ha vivido siempre con personas que hablan de una manera correcta y elegante, se habla también con corrección y elegancia, sin necesidad de maestro.

Podría aprenderse, del mismo modo, una lengua extranjera; hasta las lenguas muertas podrían enseñarse sin gramática ni reglas, por la sola costumbre de leer buenos autores.

El estudio de los hechos históricos no es, en general, más que una sencilla instrucción. Es preciso observar el orden de los tiempos, pero esta violencia no constituye un ejercicio intelectual. La cronología nos enseña el orden en que se han producido los principales hechos históricos; suministra a nuestra memoria tantos elementos instructivos como ésta puede retener, pero no aspira ni a desarrollar ni a cultivar ninguna facultad; no es más, después de todo, que uno de los mil modos que existen de emplear la memoria.

Los hechos geográficos pueden ser también simplemente instructivos. Mientras se presentan sin unirlos entre sí y a parte de todo sistema, no son más que materiales de instrucción; pero si los reúnen según un plan regular, siguiendo un método descriptivo concebido de modo que se puedan retener y comprender con más facilidad, llegan a ser, en cierto modo, ejercicios intelectuales. Obligan a los discípulos a comprender el plan según el que se presentan, y se les entrega como un arte del que pueden servirse ellos mismos para todos los detalles análogos.

Todos los hechos relativos a las operaciones de las artes de la vida práctica que sirven para dirigir a los artesanos en sus trabajos, y para enseñar a todos, los medios de conseguir ciertos resultados ventajosos, constituyen un vasto conjunto de conocimientos útiles.

Las recetas de cocina, los procedimientos de la agricultura y de la industria, los medios que deben emplearse para combatir ciertas enfermedades, el procedimiento de los tribunales, son conocimientos preciosos, pero que no deben considerarse como ejercicios para el entendimiento. Nuestros libros sobre el arte de dirigir una casa, de criar animales, son colecciones de datos excelentes, pero nada más.

Las ciencias propiamente dichas pueden contener hechos que aprende el discípulo simplemente como conocimientos útiles. Se pueden tomar las conclusiones prácticas de ciertos principios científicos y sacar partido de ellas dejando sin embargo, completamente a un lado, las demostraciones, las deducciones y las pruebas, como lo hemos dicho ya relativamente a la aritmética. Hasta para la geometría puede el discípulo retener los teoremas como otras tantas verdades aplicables a la práctica, sin comprender de qué modo se encadenan, es decir sin saber la geometría como ciencia. Podemos poseer del mismo modo una cantidad considerable de hechos físicos, químicos y fisiológicos, y exponerlos sin error ninguno, sin conocer ninguna de estas ciencias. La misma consideración se aplica al conocimiento del entendimiento.

Sin embargo, es preciso que una inteligencia esté bastante elevada para asimilarse, recordar y aplicar un número considerable de reglas prácticas y útiles, suministradas por las diferentes ciencias. Este hecho no prueba que el entendimiento haya sido bien dirigido; pero demuestra por lo menos que ha habido un gasto bastante grande de fuerza intelectual.

Cuanto más elevado sea el carácter de un trabajo, mas delicadeza exige en el discernimiento, y exactitud en la percepción, para proporcionar medios al fin que se han propuesto. Para conducir un buque, para ejercer la medicina, una instrucción conveniente es suficiente; pero esta instrucción es de un orden superior. En una palabra, lo que llamamos puramente instrucción presenta diferentes grados bajo el punto de vista de la cantidad y de la calidad, y los grados más elevados exigen por su naturaleza el empleo de las principales facultades y de las mayores fuerzas de nuestro entendimiento.

En realidad, las profesiones superiores exigen tal extensión de conocimientos prácticos, que es imposible abarcarlas todas, unirlas y hacerlas bastante precisas sin recurrir a una ciencia o a un método científico que entran evidentemente en lo que llamamos disciplina intelectual.

Examinemos ahora las diferentes acepciones de la palabra disciplina. Se da el nombre de instrucción a la aplicación práctica de los hechos científicos; pero el método de la ciencia, su orden sistemático, la facultad de encadenar una verdad con otra, o de sacarla de ella, se considera como una cosa diferente y superior.

El desarrollo completo del método de Euclides, la reducción de las reglas de aritmética y de álgebra a sus principios fundamentales, se considerarían como una disciplina, un ejercicio o un desarrollo de las facultades.

La mayor parte de las definiciones de la palabra ejercitar se hacen oscuras por la costumbre que se contrae de representar el entendimiento por sus facultades. Hemos visto que la expresión «ejercitar la memoria» es muy vaga; ejercitar la razón, la concepción, la imaginación, etc., no son tampoco expresiones claras.

El término «educación moral» es mucho más fácil de comprender; representa la costumbre de reprimir ciertas tendencias activas del entendimiento y favorecer otras, lo que se hace por medio de una disciplina especial, lo mismo que para el domo de los caballos o para la instrucción de los soldados. La analogía no es muy grande entre estos ejercicios y el desarrollo de las facultades intelectuales; pero sin embargo, puede dar a comprender lo que queremos decir. Instruir a un soldado, es conseguir por una serie de ejercicios graduados, que ejecute rápidamente cierto número de movimientos combinados. Un trabajo de cabeza, es decir la adquisición de ciertos conocimientos, está unido al ejercicio del cuerpo, pero puede considerarse separadamente. Todas las demás profesiones que necesitan cierta habilidad, exigen un elemento de instrucción análogo; solo que las aptitudes físicas no desempeñan siempre el papel principal en esta instrucción que, para muchas profesiones, se dirige más bien al pensamiento o a las ideas. Por ejemplo, la educación de un oficial es más bien intelectual que física: es necesario que conozca las configuraciones, los movimientos, los agrupamientos de las masas de hombres, y que esté siempre pronto a mandar el movimiento que convenga a cada situación. Es el conocimiento aplicable a la práctica con la rapidez del instinto.

Hemos dicho ya que la ciencia puede adquirirse bajo una forma que no salga del dominio de los informes sencillos; por el contrario, el arte de la observación científica y el de las averiguaciones científicas, exigen una instrucción especial. Hay que excitar los sentidos, dirigir la atención, enseñar procedimientos, hasta que todo esto haya pasado al estado de hábito: se unen a estos muchos conocimientos detallados, pero son distintos de la instrucción propiamente dicha.

La palabra, esta facultad tan extensa, nos presenta muchos hechos que merecen el nombre de instrucción práctica. El arte de cuidar la voz, no es más que un ejercicio práctico.

La adquisición de palabras aisladas es por el contrario un ejemplo de conocimiento puro y simple; es la memoria de las palabras. La unión de palabras en frases, de conformidad con las formas gramaticales y con todas las demás reglas de la oración, debe considerarse como resultado de un ejercicio práctico. El arte aun más elevado de presentar los pensamientos bajo una lucida forma, si no fuese conocido más que por las reglas o por la teoría, podría llamarse conocimiento; pero una vez llegado al estado de costumbre, merecería el nombre de ejercicio práctico. Por esta razón se dice: un orador, un escritor ejercitado. En este sentido es como la enseñanza moral y el ejercicio moral son cosas enteramente distintas.

La forma, el método, el orden, la organización, considerados en oposición al punto considerado en sí, tienen un valor propio, y todo lo que los hace plenamente resaltar, y facilita su adquisición, se halla justificado por esta misma razón. Los blancos que sirven para enseñar a tirar, las figuras de madera sobre las que se ejercitan los soldados al manejo del sable, son muy útiles, por más que no representen el verdadero fin que se han propuesto.

Un objeto de estudio, cualquiera que sea, tiene un valor positivo así que sirve para enseñarnos métodos cuya utilidad se extiende mucho más allá de aquel mismo objeto. Las ciencias cuyas aplicaciones representan un conjunto de reglas destinado a ayudar el entendimiento -por el método deductivo, como la geometría y las ciencias físico- matemáticas; por la observación y la inducción, como las ciencias físicas; o también por la clasificación, como las ciencias naturales- deben, por este solo motivo, colocarse en la categoría más elevada de los medios de disciplina o de ejercicio intelectual, independientemente del valor de los hechos y de los principios que enseñan, considerados aisladamente o en detalle. Depende a la vez del maestro y del discípulo hacer resaltar y desarrollar el elemento del método, o limitar los resultados de cada estudio para que suministren solamente ciertos conocimientos útiles.

La lógica no existe realmente más que como ejercicio de disciplina. Los conocimientos que están unidos con ella deben servir todos para ejercitar la inteligencia. El elemento de forma científica es el que mejor se graba en el entendimiento, aislándole para hacer de él el objeto de un estudio especial. Es la gramática del conocimiento.

Existe una forma de acción intelectual que acompaña, más o menos, cualquier esfuerzo productivo; es la que tiene cuenta de todas las reglas y de todas las condiciones necesarias para conseguir el fin deseado. No podemos ejecutar un trabajo sin hacer todo lo que exige, no podemos conducir un barco sin virar la vela o el timón según la dirección del viento. No podemos construir una buena frase sin llenar muchos requisitos. Para seguir reglas escritas, es preciso comprenderlas bien, y saberlas aplicar de una manera exacta. Esta es una disciplina que nos enseña todo lo que tenemos que hacer: no es el privilegio de tal o cual estudio o de cualquiera ocupación particular, y esta enseñanza no se extiende más allá del objeto especial a que es debido. Porque un hombre sea buen cazador, no se deduce de esto que tenga que ser hábil político o buen juez, por más que todas estas ocupaciones tengan esa particularidad que el que se entregue a ellas, debe tener en cuenta todas las condiciones necesarias para obtener un efecto dado. Un entendimiento superior, como el de Cromwell por ejemplo, sabrá probablemente pasar de las condiciones indispensables al éxito de un género, a las que exigen otros géneros muy distantes, y llegará muy pronto, de este modo, a ser propio para la práctica de otros trabajos. Al ocuparnos más adelante de los valores educacionales, haremos resaltar todavía mejor la diferencia que existe entre el conocimiento y el ejercicio.

APRENDER BIEN UNA COSA

Esta es una de las máximas favoritas de la enseñanza pública y privada. Se apoya sobre esta idea que, más vale poseer a fondo una limitada rama de conocimientos o un arte solo, que recorrer superficialmente un campo más vasto.

Aprender bien una cosa es una expresión susceptible de muchos y diferentes sentidos. Primero, puede indicar simplemente una costumbre bastante grande de un conocimiento o de una aplicación práctica para que el uno y la otra lleguen a ser casi maquinales y de éxito seguro, como sucede para las personas muy entendidas en cálculos algebraicos. Una repetición continua produce este resultado para todos los géneros de trabajo, y es indispensable para todas las profesiones.

En segundo lugar, aprender bien una cosa puede entenderse en un sentido más elevado: esta expresión puede indicar el conocimiento completo y minucioso de todos los detalles, de todas las modificaciones, de todas las excepciones, y, en una palabra, de todo lo que se necesita para poseer a fondo un sistema extenso y complicado. Tales son los conocimientos de un buen abogado o de un buen médico: tienen que estar los dos al corriente de todas las doctrinas principales de su arte y de sus diversas aplicaciones para una multitud de casos diferentes. Tan grande es la extensión del saber que exigen estas dos profesiones, que es casi imposible abarcar más de una. Las principales ciencias son también igualmente múltiples y absorbentes, ya se trate de las innumerables combinaciones de fórmulas matemáticas, o de todos los detalles de una ciencia experimental como la química, o ya del campo, al parecer, todavía más vasto de la botánica o de la zoología. El que quiera poseer a fondo una de estas ramas de conocimientos humanos deberá contentarse con no estudiar las otras más que en parte. La expresión más conveniente para representar este conocimiento superior es más bien multa que multum; el campo puede limitarse, pero su estudio detallado y completo supone un conocimiento múltiple. Para aquel que quiera llegar a la ciencia más elevada, es el único medio de conocer que tenga verdadera utilidad.

Bajo el punto de vista del saber, sólo un hecho, si está bien comprendido, es importante, aun cuando ningún otro se sacara de la misma procedencia.

La disciplina misma, tornando esta palabra en el sentido de método especial, se aprende sobre todo con materiales escogidos y limitados, como cuando nos servimos de la botánica para estudiar la clasificación. Ni uno ni otro de estos puntos de vista exige que consagremos exclusivamente nuestro tiempo a un solo objeto. Con un fin bien determinado, es preciso escoger entre muchos puntos diferentes, y la máxima que nos ocupa está aquí sin aplicación.

En una educación científica bien entendida, los principios fundamentales de todas las grandes ciencias, apoyados sobre ejemplos importantes y detalles escogidos, son la base indispensable del estudio completo y profundo de una ciencia cualquiera. Esto puede no parecer evidente para las matemáticas, primera de las ciencias fundamentales; pero es un principio aplicable a todas las demás ciencias. Es imposible ser buen químico sin un conocimiento suficiente de la física, apoyado, por una parte sobre las matemáticas, y por otra, algún conocimiento superficial de fisiología. El profundo conocimiento de un objeto supone necesariamente todo lo que tiene relación con él, así como todo lo que puede contribuir a aclarar, aunque sólo sea indirectamente, el objeto principal. Inútil es decir que los objetos accesorios no deben estudiarse con tanto cuidado como el principal.

Casi todos los estudios presentan grados diversos en los que puede detenerse el que estudia según el fin que se haya propuesto. Para las lenguas, es para lo que esto resulta menos verídico, pues mientras no conseguimos hacer uso de un idioma para comunicar con nuestros semejantes, no hemos adelantado casi nada.

El que empieza a estudiar una ciencia, debe adoptar un método, un plan o un autor, aun cuando no sean éstos absolutamente perfectos.

Cuando se trata de sentar las bases, hay que evitar todo lo que podría echar alguna confusión en las ideas. Antes de criticar, combatir o corregir un sistema, el maestro debe hacer de modo que sus discípulos conozcan bien todos los detalles de aquél. Para la geometría, por ejemplo, se toma un autor cualquiera, y se le sigue al pie de la letra, como si fuese una revelación infalible; sólo cuando los discípulos le conocen a fondo, es cuando conviene señalar sus defectos e indicar los modos de demostración que pueden sustituirse a los suyos. Es preciso, antes de empezar, elegir el autor que tenga menos defectos. Algunos pretenden, sin embargo, que las faltas de un autor sirven para ejercitar las facultades de los discípulos; pero fácil es encontrar, para estas facultades, ejercicios más provechosos que la crítica de las faltas que, no habiendo sido hechas de intento, no pueden contribuir más que en muy pocos casos, a los adelantos de los discípulos.

Abusan todavía en nuestra época de la máxima Multum non multa en las universidades inglesas, y algunos se sirven de ella para limitar los estudios a los antiguos clásicos tradicionales, y excluir de ellos las ciencias y el pensamiento moderno. Pretenden muchos que dos o tres puntos bien enseñados -quieren decir con esto el latín, el griego y las matemáticas- son más provechosos para el entendimiento que otros seis o siete peor aprendidos, a pesar de contarse en el número de estos el inglés, la física y la química. La misma tendencia exclusiva es, además, manifestada por ciertos partidarios de los estudios modernos que quisieran exigir de los discípulos un práctico y minucioso conocimiento de ciencias tales como la química, la fisiología y la zoología. Para darnos una cuenta exacta del valor de un estudio, debemos considerar, a la vez, lo que nos proporciona y lo que nos hace perder, absorbiendo nuestro tiempo.

La máxima Multum, non multa, no está ciertamente conforme con la definición de la educación más generalmente admitida, por la que la educación no es más que la cultura armoniosa y bien equilibrada de todas las facultades.




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Capítulo VII

Importancia relativa de los estudios diferentes


El examen de los valores relativos de los diferentes estudios se aplica a la vez a las ciencias y a las lenguas.- La ciencia acostumbra el entendimiento a buscar la verdad.- Oposición entre lo individual y lo general.- Las matemáticas nos ofrecen el tipo del método deductivo.- Algunas de sus fórmulas importantes pueden aplicarse de un modo general a otras ciencias-Las matemáticas son, sobre todo, una disciplina para el entendimiento.- No le dan todas las cualidades.- Las ciencias experimentales e inductivas nos enseñan a observar.- Las aplicaciones.- Las ciencias naturales.- La psicología.- La lógica.- Efectos saludables del estudio de las ciencias.- Las ciencias prácticas o aplicadas.- Las ciencias lingüísticas.- Las lenguas.- Su valor depende de los servicios que deben prestarnos.- La educación mecánica no debe llevarse muy lejos.- La educación de los sentidos.- Sus diversas aplicaciones.- El dibujo considerado de un modo general.


Pasaremos ahora revista a los principales estudios que sirven para la cultura intelectual, con el fin de determinar la acción particular que cada una de ellas ejerce sobre el entendimiento. Nuestra intención no es examinar todas las adquisiciones intelectuales que es posible definir, sino sólo aquellas que forman parte del plan ordinario de instrucción pública. Cierto número de cosas muy importantes de saber, entran más bien en el cuadro de los conocimientos que cada uno adquiere por sí: tales son, por ejemplo, los juegos y las artes generalmente llamadas artes de adorno.

El plan que nos hemos propuesto, exige el examen detallado de los dos principales estudios de que se ocupan en la instrucción pública, las ciencias y las lenguas. Estas dos ramas nos presentan los tipos más perfectos de los conocimientos humanos, y es indispensable establecer con claridad su valor verdadero antes de abordar los estudios mixtos, tales como la geografía y la historia.

Diremos también una palabra de las bellas artes, y luego hablaremos de ellas en capítulo especial. En cuanto a los talentos puramente mecánicos, como el dibujo y la habilidad manual, no los consideraremos más que bajo el punto de vista de sus relaciones con la educación intelectual.

LAS CIENCIAS

Si consideramos la ciencia en general, podemos decir, ante todo, que es la expresión más perfecta de la verdad y de los medios de conseguirla. Ella es sobre todo la que hace comprender bien al entendimiento lo que es una prueba, y cuánto trabajo y precauciones se necesitan para probar un hecho. La ciencia es el gran correctivo de la ligereza demasiado natural al hombre, que le lleva a admitir hechos y conclusiones desnudos de fundamentos. Nos hace comprender los diferentes medios de establecer un hecho o una ley en todos los casos posibles, y nos inspira una desconfianza saludable por toda afirmación desprovista de pruebas.

Antiguamente, cuando la ciencia no había aun nacido, la mejor garantía de la verdad era la práctica, y hoy sucede lo mismo con todos los que no han recibido educación científica. Si no se tienen en cuenta las condiciones naturales, imposible es llegar en este mundo a resultados prácticos: para construir un dique capaz de resistir a una corriente, hay que calcular primero la fuerza de esta corriente; para cerciorarse de los servicios de un hombre, es preciso empezar por conocer los móviles a que obedece. Nuestro poder sobre el mundo material y sobre el mundo moral es directamente proporcional con nuestro respeto para la verdad, y con los medios que tenemos para conseguirlo. La mejor prueba de nuestros conocimientos está en sus aplicaciones prácticas; así es como los juzga el hombre de ciencia, y en este terreno, el hombre práctico y el científico se encuentran.

El hombre práctico tiene un defecto: no busca pruebas más que en su propia esfera de acción; sabe muy pocas veces ir a buscarlas más lejos. Puede un hombre ser muy buen ingeniero, y estar al propio tiempo lleno de prevenciones sobre los sentimientos del hombre.

Un legista distinguido no puede ser buen administrador.

La ciencia tiene otro gran carácter más extenso en el modo de exponer los conocimientos generales o generalizados, la oposición entre lo individual y lo general, con los diversos grados de generalidad y las diferentes relaciones de coordinación y de subordinación que lleva consigo, siendo el alma del método que aplicamos a los hechos múltiples y complicados. Un entendimiento sin cultura confunde en un barullo inextricable lo general y lo particular, lo coordinado y lo subordinado. Es la ciencia que mejor nos hace comprender el método que debe seguirse para desarrollar un tema, yendo de lo simple a lo compuesto.

Para examinar las ciencias en un orden metódico, podemos dividir en tres grupos las que se refieren al mundo exterior: las matemáticas, es decir la ciencia abstracta y demostrativa; las ciencias experimentales -física, química y fisiología; y por último, las ciencias de clasificación, vulgarmente llamadas historia natural.

La ciencia del entendimiento pide ser considerada separadamente.

LAS CIENCIAS ABSTRACTAS

Las MATEMÁTICAS, incluyendo en ellas, no sólo la aritmética, el álgebra, la geometría y el cálculo diferencial e integral, sino que también las aplicaciones de las matemáticas a la física, tienen un método o un carácter bien marcado y especial; este carácter es, por excelencia, deductivo o demostrativo, y nos presenta bajo una forma muy aproximada a la perfección, todo el mecanismo de este modo de llegar a la verdad. Después de sentar un número muy pequeño de primeros principios, evidentes por sí mismos o muy fáciles de demostrar, las matemáticas sacan y deducen de ellos un enorme número de verdades y de aplicaciones, por un procedimiento eminentemente exacto y sistemático. Así pues, por más que este mecanismo esté hecho para servir en el dominio de la cantidad, sin embargo, como en todos los puntos discutidos por la inteligencia humana se presentan muchas ocasiones de recurrir al procedimiento deductivo o demostrativo, considerado con oposición al llamamiento directo de la observación, de los hechos, o de la inducción, el conocimiento de las matemáticas es una excelente preparación al empleo de este procedimiento. La rigurosa definición de todas las ideas y de todos los términos principales, la enunciación explícita de todos los primeros principios, el adelanto por vía de deducciones sucesivas, cuyas deducciones descansan cada una sobre una base ya firmemente establecida; ni petición de principio, ni admisión de hechos sin demostración, ni cambio imprevisto de terreno, ni variación en el sentido de los términos: tales son las condiciones que supone el tipo perfecto de una ciencia deductiva. Es necesario que el discípulo comprenda bien que no ha aceptado nada sin una razón clara y demostrada, y que no ha sido influido por la autoridad, por la tradición, por ninguna conjetura falsa, ni por el interés personal.

Esta es, poco más o menos, la impresión que producen los estudios matemáticos regulares. Esta impresión sería aun más fuerte si fuese la ciencia más fiel a sí misma, y si no permitiera a veces que las definiciones, y especialmente los axiomas, fuesen demasiados vagos; y por fin si en las demostraciones, simples transiciones verbales no se presentaran algunas veces, como nuevos pasos dados hacia adelante. El tiempo hará desaparecer poco a poco este defecto, y será entonces la ciencia lo que no ha llegado aun a ser, es decir, la realización de la educación pura.

Además de esta vista general del razonamiento demostrativo, los detalles de la ciencia de las matemáticas suministran a la constitución de las facultades racionables algunos de sus mejores elementos.

De este modo es como las matemáticas nos hacen comprender la manera de sacar partido de varios elementos que concurren a un mismo fin. Tenemos un resultado determinado por dos o tres factores, y aprendemos a calcular la influencia ejercida por un cambio hecho a uno o a varios de estos mismos factores. Vemos que uno o dos de ellos no cambian y que, sin embargo, el resultado varía por causa de un cambio del tercer factor; vemos también que pueden cambiar todos los factores sin que deje el producto de ser constante, porque los cambios han sido de naturaleza neutralizadora; y así sucesivamente.

La aplicación regular de este procedimiento simple a las operaciones más complicadas de la naturaleza y de la inteligencia, es la demostración de un entendimiento cultivado. El mismo ejercicio puede repetirse en el estudio de la mecánica, en relación con las fuerzas, y este trabajo hace las aplicaciones ulteriores de aquel todavía más provechosas.5

He aquí un ejemplo que tomamos de los Ensayos de Addison sobre los placeres de la imaginación: «Consideraré primero los placeres de la imaginación que nos suministra la vista y el examen de los objetos exteriores; según mi opinión, estos placeres son debidos a la vista de cualquier objeto grande, poco común o muy bello. Cierto es que algunos objetos pueden ser bastante terribles o bastante repugnantes para que el horror que inspiran borre el placer causado por su tamaño, su novedad o su belleza; pero quedará sin embargo cierta mezcla de placer en este horror, si esta cualidad es mayor que las demás». Esta es una alusión hecha al tratar del principio de la composición de fuerzas. Un entendimiento bien ejercitado en las matemáticas puras y aplicadas, las haría desempeñar un papel importante en todo este estudio.

Tomaremos también como ejemplo las influencias complejas que entran en la idea de nacionalidad, tales como J. S. Mill las expresa:

«Puede decirse que muchos hombres forman una nacionalidad, cuando están unidos entre sí por comunes simpatías que no existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsa a obrar juntos más bien que con otros hombres, deseando vivir bajo el mismo gobierno y queriendo que se ejerza este gobierno exclusivamente por sí mismos o sólo por una parte de ellos. Este sentimiento de nacionalidad ha podido producirse por causas diversas. Es, algunas veces, el resultado de una identidad de raza y de origen. La comunidad de lengua y de religión contribuye mucho a desarrollarle. Los límites geográficos deben contarse en el número de sus causas; pero la más eficaz de todas, es la identidad de antecedentes políticos: la existencia de una historia nacional, y por consiguiente de comunes recuerdos, de motivos iguales de altanería y de humillación, de placer y de sentimiento, relacionándose con los mismos sucesos ya acontecidos; mas ninguna de estas circunstancias es indispensable, ni necesariamente suficiente de por sí». Para tratar bien una cuestión de este género, el conocimiento de los hechos no basta; es preciso unirle un espíritu penetrado de la concepción de los elementos concurrentes y de los diferentes resultados que pueden facilitar las variaciones de estos elementos. Por el estudio de las ciencias matemáticas es como mejor y más pronto puede conseguirse establecer esta concepción.

Para dar a conocer los signos que marcan un carácter depravado, Bentham se sirve muy a propósito del lenguaje matemático. He aquí un ejemplo: «Dada la fuerza de la tentación, la maldad de carácter manifestada por una tentativa, es igual a la de la acción misma». Otro ejemplo: «Dada la aparente maldad de una acción, la depravación del que la comete es tanto más grande cuanto más pequeña es la tentación a que ha cedido».6

Por las matemáticas es como mejor puede comprenderse lo que hace un problema definido o indefinido. La idea tan importante de la resolución de un problema con una aproximación dada, es un elemento de cultura nacional que sale de la misma fuente. El arte de hallar la suma de las fluxiones7 por medio de las curvas puede extenderse por el entendimiento, mucho más allá del dominio de las matemáticas, en que se aprende primero. La distinción entre las leyes y los coeficientes encuentra su aplicación en todas las teorías sobre las causas. La lógica debe a las matemáticas la teoría tan importante de la probabilidad de los testimonios.

En todos estos ejemplos, considerarnos las matemáticas como ejercicio intelectual, es decir como suministrando formas, métodos e ideas que forman parte del mecanismo y del razonamiento, siempre que éste reviste una forma científica. Bajo este punto de vista es como puede el estudio de las matemáticas imponerse a todos los discípulos; pero entonces estas fecundas ideas deben dominar toda la enseñanza, y el maestro debe hacer de modo que su influencia pueda ejercerse sobre los demás estudios. No debe olvidar nunca que para las nueve décimas partes de los discípulos, la principal utilidad de las matemáticas proviene de estas ideas; y de estas formas de pensamiento que puede aplicar a otros conocimientos; la resolución de un problema no es el fin principal más que para una minoría muy débil.

Bajo el punto de vista de los conocimientos adquiridos, la utilidad de las matemáticas es más evidente; pero esta utilidad, llevada tan lejos como pueda ser, no existe más que para ciertas profesiones especiales. Bueno es que todo el mundo pueda resolver, sin trabajo, una cuestión de aritmética, y podrán hacerlo más fácilmente los que hayan estudiado más profundamente el álgebra.

Sin hablar de la utilidad práctica de la geometría para los agrimensores, los ingenieros, los marinos, y otros muchos, esta ciencia es de una utilidad más general aun por la costumbre que da de juzgar, con bastante exactitud y sin pena, de la forma, distancia, posición y configuración de los objetos, tanto en pequeña escala como en grande. Los ejemplos a los cuales aplicamos las operaciones de la aritmética y las del álgebra, nos dan además muchos conocimientos prácticos muy útiles, y con un poco cuidado nos darían, sin duda alguna, otros muchos más.

Los que triunfan, sin mucho trabajo, de las dificultades de las matemáticas, encuentran en este estudio un atractivo que llega a ser algunas veces una verdadera pasión. Esto no sucede sin embargo a todo el mundo; pero puede decirse que esta ciencia tiene en sí elementos del vivo interés que es la base de los placeres del estudio. El admirable mecanismo de la resolución de los problemas, da al entendimiento la satisfacción que procura el sentimiento del poder intelectual, y las innumerables combinaciones de las matemáticas nos llenan de admiración.

Entre las ventajas de las matemáticas, hay algunas que no les pertenecen de un modo exclusivo. Se dice a menudo que para seguir una larga demostración, es indispensable la costumbre de la atención sostenida: esto es positivo, pero otros diferentes estudios exigen también la misma atención.

Las ventajas que hemos expuesto hasta aquí son las que pertenecen exclusivamente a las matemáticas, y que sólo éstas, por decirlo así, pueden procurar. Si las ciencias físicas parecen presentar algunas, lo deben únicamente a las matemáticas que han preparado las vías de aquellas.

Después de este rápido examen de lo que hacen las matemáticas, deberíamos, para más claridad, hablar también de lo que no pueden conseguir, y que no obtendremos nunca por ellas solas. Las matemáticas no nos enseñan a observar, ni a generalizar, ni tampoco a clasificar.

No nos enseñan el arte indispensable de definir por el examen de objetos particulares. Nos ponen en guardia contra algunos de los artificios de la palabra, pero no contra todos; no nos ayudan en ningún modo cuando los enunciados y los razonamientos son confusos por la chacharería, los giros raros, las inversiones o las elipses.

No tienen la propiedad del silogismo en lógica, y a pesar de ser ellas mismas un excelente ejercicio de lógica, no pueden reemplazar a esta, bajo ningún concepto. Su cultura exclusiva engaña el entendimiento bajo el punto de vista de la averiguación de la verdad en general, y la historia prueba que ha introducido graves errores en la filosofía y en las ideas generales.

LAS CIENCIAS EXPERIMENTALES E INDUCTIVAS

Abandonamos ahora el dominio de las matemáticas puras y aplicadas, que comprende una parte considerable de la física, para entrar en el de las ciencias experimentales e inductivas, que tienen todas un carácter común bajo el punto de vista de la disciplina intelectual. La parte experimental de la física, la química y la fisiología enteras nos presentan el método experimental y el método inductivo en toda su pureza.

En este vasto campo científico es donde podemos aprender cuáles son las precauciones necesarias para llegar a la verdad por la vía de la observación y de la experiencia. En las ciencias que acabamos de citar, la comprobación de un hecho aislado, al que los ignorantes no darían ninguna importancia, llega a ser un trabajo serio. Para encontrar el cambio de volumen que sufre el oxígeno cuando se trasforma en ázoe bajo la influencia de la chispa eléctrica, el Sr. Andrews ha repetido más de cien veces la misma experiencia.

A la determinación de los hechos se une la generalización por inducción, trabajo del que estas ciencias nos ofrecen los mejores modelos.

Por su estudio, más que por cualquier otro, es como aprendemos a reprimir la tendencia natural que tiene nuestro entendimiento a generalizar demasiado. La historia de los descubrimientos de la física es una advertencia perpetua contra las generalizaciones demasiado precipitadas, y la lógica de las ciencias experimentales nos suministra los ejemplos y las reglas que debemos seguir para llegar a la verdad. Estableciendo la ley de gravitación, Newton ha dado una gran lección de generalización. Nos ha demostrado de una manera precisa toda la diferencia que existe entre una inducción establecida y una hipótesis provisional, y esto no debe olvidarse.

El método inductivo ha sido trasportado del dominio de las ciencias físicas a otros estudios, como por ejemplo al del entendimiento, de la política, de la historia, de la medicina y de otros muchos.

Las mismas ciencias nos enseñan en qué circunstancias y hasta qué punto debemos fiarnos de las generalidades empíricas y limitadas. Nos presentan también una aplicación práctica de las reglas de pruebas probables, cuyas bases han sido sentadas por las matemáticas. Sobre este punto y otros muchos, las ciencias físicas son la mejor transición de las fórmulas abstractas de las matemáticas y de la certidumbre de sus demostraciones, a las regiones de la simple probabilidad que presentan los asuntos humanos.

No hemos hecho más que indicar algunas de las lecciones de método más importantes que nos dan las ciencias físicas. Un largo capítulo sería necesario para demostrar, como lo hemos hecho ya para las matemáticas, como se infiltran y penetran poco a poco en nuestros otros conocimientos, las ideas suministradas por estas ciencias.

Bajo el punto de vista de los conocimientos prácticos y de una utilidad directa, las tres ciencias que nos ocupan son la fuente de los conocimientos útiles por excelencia. Brotan de la física, de la química, y de la fisiología, mil corrientes fertilizadoras que se esparcen sobre todas las artes y toda la práctica de la vida. No sólo son estas ciencias las bases de un gran número de profesiones especiales, sino que también sirven para guiar a los hombres en muchas circunstancias diferentes. Para ciertos conocimientos, recurrimos a los consejos de un hábil especialista; pero cada uno de nosotros se ve obligado a aplicar alguna ley física, química o fisiológica en circunstancias en que no puede pedir más que consejos. En la vida civilizada de nuestra época, un jefe de familia necesita poseer aun más ciertos conocimientos científicos.

Es casi innecesario indicar aquí las aplicaciones de la física para nuestros actos más ordinarios. Entre nuestros utensilios de cocina se encuentran palancas, poleas, planos inclinados y otras muchas máquinas.

Hacemos también uso de ventanas, de rejas, de campanas, de relojes; tenemos que examinar a cada instante si tal o cual objeto está suficientemente sostenido. La circulación del agua en nuestras casas y en nuestros jardines nos obliga a aplicar sin cesar principios de hidrostática y de hidráulica. Las necesidades de circulación del aire, de calórico, de ventilación, de alumbrado con gas, nos obligan también a conocer los principios aplicables a los fluidos aeriformes. Los del calor se presentan a nosotros tratándose de la tensión del vapor de agua y de la explosión de las calderas. No basta mandar llamar operarios cuando algo se descompone; debe comprenderse por sí mismo la acción de todas las fuerzas naturales para poder tomar siempre las precauciones convenientes, y si se consigue por medio de los conocimientos empíricos, se conseguirá mucho mejor aun por principios científicos.

Las aplicaciones inmediatas de la química a la vida ordinaria son tal vez menos numerosas, pero no son menos importantes que las de la física. La acción corrosiva de los ácidos y de los alcalinos, el poder disolvente del espíritu de vino y de la esencia de trementina para las superficies barnizadas sobre las cuales el agua está sin acción, la protección de las telas y de los muebles contra las sustancias químicas peligrosas que se emplean para ciertos usos domésticos, y muchos hechos relativos al planchado, a la cocina y a la conservación de provisiones de casa: todo esto exige ciertos conocimientos químicos.

La utilidad de la fisiología para la conservación de la salud y de las fuerzas físicas aumenta todavía el valor de los estudios preparatorios de física y de química, sin los cuales la fisiología no puede ser más que imperfectamente comprendida. Por más que los resultados más importantes de la fisiología se resuman en ciertos principios prácticos -necesidad de respirar un aire puro, tener una alimentación sana y bastante abundante, hacer alternar el ejercicio con el reposo, asegurar la fuerza intelectual por medio de buenas condiciones físicas-, sin embargo no se atreve uno con todos estos grandes principios cuando no se ha familiarizado antes con la ciencia fisiológica. Además, por más que la mayor parte de las enfermedades exijan la ayuda de un buen médico, sin embargo el concurso inteligente del enfermo es de mucha utilidad para la curación; pero como la ciencia fisiológica es todavía imperfecta, hasta para las manos más hábiles, no hay que exagerar su poder. Lo que produce es bastante importante para servir de recompensa a los que la estudian; mas, pretender, como lo han hecho ya, que puede enseñarnos la moderación en el apetito sexual, es atribuirle un resultado que ninguna ciencia ha dado.

Las ciencias experimentales que acabamos de indicar abrazan un gran número de fenómenos que, bien comprendidos, nos dan la llave de muchas acciones ocultas de la naturaleza. La satisfacción que proporcionan estas ciencias a una curiosidad inteligente, debe contarse en el número de nuestros placeres más elevados; la historia de sus principios y de sus adelantos actuales procura al entendimiento una ocupación útil que da un nuevo atractivo a la vida, y por fin, de todas las relaciones que tenemos con nuestros semejantes, las que se fundan en la instrucción dada o recibida, son seguramente las más nobles y las más dignas.

LAS CIENCIAS DE CLASIFICACIÓN

La tercera gran región científica abierta a nuestras averiguaciones es la que lleva ordinariamente el nombre de historia natural, que comprende la mineralogía, la botánica y la zoología, ciencias que tienen por carácter especial crear un sistema de clasificación indispensable por el enorme número de objetos a los cuales se aplican.

Estas ciencias pueden ser consideradas también como ciencias de observación, de experiencia y de inducción; en efecto, son todavía, en el fondo, las ciencias de que hemos hablado ya; pero prestándose a la necesidad de presentar con orden la multitud innumerable de minerales, plantas y animales.

Así pues, aprender a clasificar es en sí una verdadera educación. Por esto, para todas las ramas de la historia natural, este arte ha sido cultivado y llevado tan lejos como ha sido posible. La botánica es la que nos presenta el método más completo, y que, bajo este punto de vista, debe recomendarse para la primera educación. La mineralogía y la zoología tienen que combatir dificultades más serias; por esta razón, su éxito es mayor cuando se vencen.

Muchos detalles de la física, de la química y de la fisiología se hallan repetidos de un modo más agradable en las descripciones de historia natural: un mineral es presentado como teniendo propiedades matemáticas, físicas y químicas; cada animal tiene su estructura anatómica y sus funciones fisiológicas.

Las ciencias naturales contienen una cantidad muy grande de conocimientos más útiles tal vez para las artes especiales que para las aplicaciones generales; pero el interés de los detalles concretos es enorme, y es la forma más fácil de todas las de interés científico. Muchas personas estudian los animales, las plantas y los minerales, y hacen colecciones, sin profundizar las leyes de la fisiología y de la física. Sucede a menudo que vemos el interés más pronunciado acompañar a una ciencia mínima, como por ejemplo buscar plantas; pero este gusto es bueno por sí mismo y prepara además para estudios mas serios.

En las discusiones tan frecuentes en nuestra época entre los partidarios de la teoría de la creación y los de la evolución, el conocimiento de la organización de las plantas y de la de lo animales es necesario para los que quieren juzgar del valor de los argumentos invocados de una parte y de otra. Las grandes ideas emitidas en nuestra época sobre la difusión de los vegetales dan al estudio de la botánica una gran importancia cósmica.

La zoología es la sirvienta de la anatomía y de la fisiología humanas, cuya utilidad prima, es evidente, a la de los demás estudios.

Cualquiera que haya estudiado las ciencias madres, tales como la física, la química y la fisiología, puede discutir las ramas correspondientes a la historia natural, por más que un solo entendimiento no pueda asimilarse todos los detalles, ni siquiera los de una de aquellas. Un maestro hábil tendrá, pues, que elegir ciertos puntos principales suficientes para representar todos los demás, de modo que pueda impedir a los discípulos que se pierdan en medio de una cantidad exorbitante de hechos. El método debe ser bien comprendido, pues en todos los estudios de tal, tales como medicina, derecho, geografía, historia, es indispensable para todo orden lúcido. Hasta en el estilo y en la composición, la claridad no depende menos del orden de las ideas que de la manera de expresarlas, y nada es más propio para enseñar este orden que el método cuyo ejemplo nos ofrecen las ciencias naturales.

De estas ciencias podríamos pasar a la geografía, que es aun más concreta y más general. Como usurpa la ayuda de casi todas las ciencias, parece comprenderlas todas, lo que le da un atractivo ficticio y engañador, haciendo que aparezca como la puerta de todas las demás. Considerada sin exageración, la geografía nos presenta un rico fondo de conocimientos prácticos; llena la imaginación de ideas grandes, variadas e interesantes, y constituye por fin la base esencial del estudio de la historia.

LA CIENCIA DEL ENTENDIMIENTO

Al tratar de los objetos principales de nuestros estudios, no hemos hablado aun del entendimiento que se explica por medio de una ciencia especial, conocida bajo el nombre de fisiología.

Dicen generalmente que es bueno tener cierto conocimiento de la constitución del entendimiento; pero poco frecuente es que le busquen en la ciencia del entendimiento; en general se contentan con un conocimiento sacado de otras fuentes, y que se piden a su experiencia personal, a las máximas usuales, a la historia, a los discursos y a las novelas. Como instrucción, todo esto puede ser bueno o malo; pero como método y como ejercicio intelectual, es absolutamente sin valor. Gran parte de lo que se aprende de este modo es falso e inexacto, y la ciencia del entendimiento tiene precisamente por objeto rectificar estas falsas ideas.

No debe discutirse la ciencia del entendimiento más que cuando se han preparado bien por la disciplina y los conocimientos que dan las otras ciencias y más particularmente las matemáticas y las ciencias experimentales. Apoyada sobre esta base, la psicología traerá al entendimiento su propia disciplina con un conocimiento nuevo y más exacto de los hechos intelectuales.

Algunos de los grandes problemas que puedan ocupar nuestra atención están fundados sobre la naturaleza del hombre, y el estudio científico del entendimiento ha sido, muchas veces, paralizado por las soluciones demasiado parciales de cuestiones tales como la del ser absoluto, de las ideas innatas, y del sentido moral. Sin una completa imparcialidad en el estudio de estas cuestiones sutiles, la teoría del entendimiento puede oscurecer todo aquello que toca, en vez de traer luz.

Acostumbran a asociar la lógica con la ciencia del entendimiento, por más que existe la primera independientemente de la segunda.

La lógica, considerada según la extensión de las ideas modernas, va bien con las ciencias tales como las hemos descrito. Llama la atención sobre lo que, en cada ciencia, constituye el método o puede servir de disciplina, puntos demasiado abandonados por el discípulo a causa de su celo para la adquisición de conocimientos nuevos.

Hasta para las matemáticas, es bueno añadir un comentario de lógica, y no es menos útil hacerlo para las ciencias de inducción y de clasificación.

El cuadro que acabamos de bosquejar a grandes rasgos comprende las ciencias teóricas, a las que debemos todos nuestros conocimientos, y que nos dan la vista más completa y más sistemática de los fenómenos naturales de cualquier orden. Nos presentan el método y el espíritu científicos en toda su perfección, y nos dan al propio tiempo la mayor cantidad de conocimientos exactos. Todo lo que puede hacer la cultura científica está hecho por el conjunto de estudios que acabamos de presentar; pero su resultado más importante es la abnegación a la verdad, que debe necesariamente resultar de esta iniciación de todos los medios empleados por las averiguaciones modernas, haciendo, por supuesto, la parte de las debilidades humanas. Inútil es insistir aquí sobre la influencia que la cultura de esta virtud esencial ejerce sobre todos los detalles de la vida. La disposición natural de la veracidad no sirve sin los métodos y el conocimiento de los signos por los que se distingue lo verdadero de lo falso; por el contrario, los que los poseen están casi siempre de acuerdo sobre los hechos, y no se empeñan en discusiones irritantes sobre lo que es o lo que no es. Las discusiones de los que han recibido una educación científica, no tratan más que de algunos puntos especiales y particularmente difíciles.

El método de análisis que domina todas las ciencias, está en oposición directa con el procedimiento primitivo y grosero del entendimiento inculto, que tiende a considerar siempre las cosas en conjunto.

El racionador vulgar hablará del conjunto como de un todo indivisible.

Las relaciones de la ciencia con las bellas artes necesitan ser bien comprendidas. Primero, la ciencia reprime toda tendencia extravagante que tienen las artes para apartarse de la verdad, y contribuye de este modo a purificar las obras de arte. Este es un resultado negativo muy importante, pues las artes tienen una tendencia incontestable a apartarse de la verdad para halagar el gusto de lo ideal y las aspiraciones exageradas del hombre.

En segundo lugar, la ciencia revela hechos, leyes, aspectos nuevos, que tienen más o menos interés para nuestros sentimientos, y suministran así materiales al artista. Los descubrimientos de la astronomía han modificado y engrandecido nuestras ideas sobre la esfera celeste, de manera que desarrollen en nosotros el sentimiento de lo sublime. Los descubrimientos de la física nos han presentado las fuerzas terrestres bajo unos aspectos nuevos y sorprendentes que tienen por resultado favorecer el sentimiento de la poesía y poetizar la ciencia misma.

En tercer lugar, es preciso reconocer que la ciencia y las bellas artes siguen unas vías cuya indiferencia llega hasta un antagonismo marcado. El análisis, indispensable a la ciencia, está en desacuerdo con la tendencia que tiene la poesía a no considerar más que el conjunto de las cosas; las expresiones abstractas, poco elegantes, y técnicas, por las cuales la ciencia expresa la verdad, están en contradicción con los gustos artísticos; por último, la barrera que el rigor de la verdad científica opone al idealismo de la poesía, disminuye necesariamente nuestros placeres.

Haciendo la parte de cada una de estas tres consideraciones, deduciremos de esto que, si el artista debe prepararse a su arte por medio de cierto grado de educación científica, no debe, sin embargo, tener siempre el entendimiento sumido en las ideas y las formas científicas más extrañas a la cultura estética. Dos de los espíritus de este siglo mejor dotados bajo el concepto de la imaginación, Tomás Chalmers y Tomás Carlyle, han sido en su juventud buenos matemáticos; y con más motivo, el estudio de las ciencias de inducción y de clasificación, y el de la psicología convendrían a un hombre dotado de disposiciones artísticas.

LAS CIENCIAS PRÁCTICAS O APLICADAS

Las ciencias aplicadas se apoderan de los materiales suministrados por las ciencias puras que hemos enumerado ya, y los utilizan sacando de ellos algunos resultados prácticos. En la ciencia práctica de la agrimensura, las proposiciones de la geometría, las reglas de la aritmética y las fórmulas del álgebra están separadas del conjunto general que ofrece la reunión de estas ciencias en un curso de matemáticas, y presentadas en el orden que mejor conviene al fin que se proponen. En las ciencias aplicadas, se deja a un lado el encadenamiento científico para no tener cuenta más que de las necesidades del hombre práctico que se trata de formar. Las ciencias prácticas de la navegación, de la mecánica, del ingenio, de la metalurgia, de la agricultura, de la medicina, de la cirugía, y de la guerra, que todas tienen algo de las ciencias físicas, deben quedar como dominio especial de profesiones distintas.

Las ramas prácticas de la ciencia del entendimiento humano: política, moral, derecho, gramática y retórica, ofrecen un interés más general. Hay, pues, precisión de detenernos aquí algunos instantes.

Empecemos por el grupo sociológico, que comprende la política, la economía política, la legislación y el derecho o jurisprudencia.

La política es la ciencia del gobierno, considerada bajo el punto de vista de la forma de aquél -monárquica, aristocrática o republicana-. Está en relación íntima con la historia, cuyo fin más elevado es hacer comprender la constitución y la acción del gobierno, y llegar a ser, de este modo, una ciencia independiente bajo el nombre de filosofía histórica o de filosofía de la historia. Esta ciencia, que no está definitivamente constituida, tiende sin embargo, en nuestra época, a organizarse bajo el nombre de sociología.

La economía política es una rama distinta de la ciencia política, que tiene por objeto el estudio de las leyes y de las condiciones más favorables a la industria. Como parte de la educación, ocupa un lugar muy elevado entre las ciencias prácticas. Para los entendimientos acostumbrados al razonamiento científico, no es un objeto difícil; pero exige sin embargo, la ayuda de la enseñanza pública.

Siendo útil que la opinión esté aclarada en lo relativo al comercio, toda persona que haya recibido una educación completa debe saber un poco de economía política; en cuanto a los que tienen que tomar parte en el gobierno, esta ciencia les es indispensable.

Presta un apoyo indirecto a las costumbres morales del entendimiento, de justicia y de veracidad, y merece con este título ser enseñada en todas partes; más aun, es necesario dirigir la enseñanza de modo que se insista sobre estas virtudes.

La legislación, en su acepción más lata, comprende todos los trabajos de la legislatura suprema; pero una parte de estos trabajos se relaciona con la constitución del gobierno, es decir, con la política propiamente dicha, y otra parte comprende las leyes relativas a la industria, consideradas bajo su relación con la economía política.

La legislación penal constituye otra rama muy importante, cuyo objeto es impedir los crímenes y proteger los derechos de cada uno. La legislación determina también las relaciones de familia y las condiciones de servicio; se ocupa del pauperismo y de la educación; reglamenta las relaciones del Estado y de la religión. No hay ciencia que abrace a la vez todos estos puntos.

El derecho, o la jurisprudencia -lo que es casi idéntico- es una ciencia bien definida, que se ocupa de la forma y de la expresión de las leyes, abstracción hecha de su sustancia. El derecho nos enseña cómo hay que codificar las leyes para hacer un conjunto inteligible, y en qué términos deben expresarse para poder ser interpretadas de un modo exacto. Comprende la prueba y el proceso.

Existen sobre la moral tantas teorías contrarias, que el estudio de sus bases forma parte de la educación superior, y que la asocian en general a la ciencia del entendimiento. Sus preceptos pertenecen a los conocimientos populares; se inculcan en todas las épocas de la vida, y constituyen lo que llaman educación moral.

Las ciencias relativas al lenguaje son la gramática, la retórica y la filología; las dos primeras nos enseñan a emplear la palabra de una manera correcta y eficaz; la tercera, la filología general, nos presenta vistas teóricas más elevadas, y se liga a la evolución histórica de las razas. Cada idioma tiene su gramática especial, que se aprende con el idioma. La retórica sienta principios aplicables a todas las lenguas, pero con ciertas modificaciones especiales para cada una de ellas: una lengua de inflexiones y otra que no las tenga, no sabrían admitir las mismas construcciones.

El alcance de todas estas ciencias prácticas no se extiende más allá de sus aplicaciones inmediatas. Ninguna de ellas puede ser considerada como ciencia de método, de disciplina o de ejercicio.

Muchos sostienen lo contrario para la gramática; más adelante tendremos ocasión de examinar los argumentos que invocan. Entre tanto, tenemos para nosotros que estas ciencias, por su apropiación exclusiva a su fin práctico, no hacen siempre resaltar los métodos y los medios esenciales para la ciencia, y repiten, bajo peor forma, la enseñanza que nos dan por excelencia, las ciencias fundamentales o ciencias instructivas. Cierto es que como ramas de conocimientos prácticos, no deben presentarnos más que hechos exactos y apoyados sobre pruebas suficientes; pero no tienen la pretensión de enseñarnos las reglas de la demostración.LAS LENGUAS.

Entramos ahora en el vasto dominio de las lenguas. Si es cierto que el conocimiento de la lengua materna nos es indispensable, no lo es menos que las lenguas de las otras naciones tienen para nosotros gran interés; por esta razón deben entrar en todo plan completo de educación.

El aprecio que debemos tener al conocimiento de una lengua, depende del uso que tenemos que hacer de ella; este es un hecho generalmente admitido. Si tenemos, por ejemplo, que oír hablar, leer y escribir el francés, nos precisa aprender este idioma. Así es como el latín, lengua literaria de la edad media, tenía que ser estudiado por todo hombre instruido; pero si no debemos hacer uso de una lengua, o por lo menos muy poco, como suele suceder para la mayoría de los que aprenden el latín y el griego en el colegio, ¿puede este estudio justificarse por otras razones? Tal es la cuestión debatida en nuestra época sobre la utilidad de las lenguas muertas. Más adelante examinaremos los argumentos invocados por una y otra parte. Nos contentaremos con decir, por ahora, que según nuestra opinión, el estudio de las lenguas tiene por principal, sino por única justificación el deseo de emplearlas, tanto como lenguas, para comunicar y adquirir conocimientos. Esto no excluye el placer que pueden procurarnos las composiciones poéticas de una lengua extranjera.

Una lengua, considerada en sus primeros elementos, es una serie de vocablos que se dirigen al oído y a la vista, y se reproducen por la voz y por la mano; tenemos que asociar estos signos con los objetos que tienen relación con ellos, lo que constituye un trabajo de memoria muy considerable. Otro trabajo se impone a la memoria por la necesidad de retener el arreglo usual de las palabras y de las frases, pero aquí interviene la ciencia práctica de la gramática, seguida de otra ciencia, la retórica. Sin embargo estas ciencias no tienen valor más que porque nos ayudan a aprender una lengua; si se emplean para adquirir una lengua superflua, puede decirse que ellas también lo serán. Cierto es que la retórica no se ha limitado a un idioma solo; preceptos casi idénticos pueden aplicarse a todos; pero esto no es razón para emplearla al estudio de un idioma del cual no se ha de hacer uso; es siempre fácil aplicarla a las lenguas que deben hablarse o escribirse.

Las ciencias y las lenguas constituyen el vasto campo de la educación intelectual, y comprenden también la parte más elevada de la educación profesional. No puede unirse la educación mecánica a la de los sentidos más que accesoriamente, así como la educación artística o moral. Queremos consagrar capítulos especiales para el arte y la moral, pero diremos ahora algunas palabras sobre los dos primeros puntos.

LA EDUCACIÓN MECÁNICA

La educación mecánica comprende la adaptación de los órganos a todos los actos de la vida ordinaria, y la educación especial en vista de aptitudes especiales. La educación espontánea del niño empieza la obra que la imitación y la instrucción vienen luego a terminar. La escritura y el dibujo, que pertenecen a la enseñanza escolar, tienen una parte mecánica; lo mismo sucede con el manejo de los útiles y del aprendizaje de los muchos oficios que existen; y lo propio también para los juegos en que se ejercita el cuerpo. Para aprender a tocar un instrumento de música, hay que dar a la mano una educación especial. Puede compararse la educación de la mano con la de los órganos de la voz para aprender a hablar o a cantar; por fin, en el estudio de las actitudes graciosas existe también una educación de los gestos y de todo el cuerpo.

Una de las ideas de la teoría de la primera educación dada a los niños en las escuelas de párvulos en Inglaterra, es desarrollar en aquellos los talentos manuales, es decir, enseñarles a hacer pronto uso de sus manos. Sin hablar de tal o cual arte especial, ya se sabe que no tenemos todos la misma habilidad manual en todas las pequeñas circunstancias de la vida, y que es una gran ventaja ser diestro.

Sin embargo, este es un punto del que no puede ocuparse el maestro más que en vista de su enseñanza regular. Si tienen los niños interés en una ocupación manual, llegarán a tener mucha destreza; pero harían mal en permitirles que su entendimiento estuviese absorbido por trabajos inferiores, con detrimento de ocupaciones más elevadas.

LA EDUCACIÓN DE LOS SENTIDOS

Se habla mucho de ejercitar los sentidos y hacer su educación, sin definir exactamente lo que se entiende por esto. Aquí todavía, existe una educación general buena para todos, y una educación especial para ciertas artes. Ejercitar un sentido, es acrecentar su facultad natural de discernimiento: de este modo se aprende a distinguir los matices más delicados de colores, de tono, de olor, de gusto y de sensaciones producidas por el tacto. Un artista que se ocupa de colores, empieza por ejercitarse a distinguir bien todas las diferencias; un músico, un orador, llega, por medio de la práctica, a adquirir una gran delicadeza de oído; un cocinero hace la educación de su paladar.

Así pues, el significado más preciso de la expresión es educación de los sentidos. Esta facultad superior de coger los matices de las sensaciones dará mejor memoria para todo lo que puede verse, oírse y probarse, de modo que la facultad concreta de concepción se encontrará al propio tiempo acrecentada.

La primera educación de los sentidos tal como la aconsejan y la practican ordinariamente para los niños, puede dar resultados muy diferentes. Puede acrecentar en ellos la facultad de discernir los matices de colores; puede igualmente desarrollar su aptitud para distinguir las formas y los tamaños visibles, de modo que pueda darles un sentimiento más delicado de los tamaños y de las propiedades de los objetos. Se quiere conseguir, por este medio, sentar las bases de tres talentos diferentes por lo menos: primero, el de juzgar, con exactitud y por la vista, de los colores, de las formas, y de las dimensiones de los objetos; después, el de arreglar los colores y las formas por grupos simétricos, de modo que satisfagan el sentido artístico; y por fin, el de comprender las figuras geométricas.

El primero de estos talentos, el de juzgar con exactitud y por la vista, de los colores, de las formas y de las dimensiones de los objetos, no es de utilidad general; sirve para las artes especiales, y particularmente para el dibujo y el trazado de los planos, para los cuales es indispensable.

Lo mismo sucede con el segundo talento, que da maravillosos resultados en las escuelas de párvulos, en que los niños consiguen imitar y ejecutar conjuntos simétricos muy elegantes, agrupando figuras sencillas de mil modos distintos; pero esto no debía llamarse educación de los sentidos; es una enseñanza especial del dibujo y del arte de combinar.

En cuanto al tercer resultado, que es la preparación del entendimiento para la geometría, nada demuestra que tenga esta necesidad de semejante educación, ni que dependa de ella. Las bases materiales de la geometría son tan poco numerosas y tan sencillas que es difícil escapar a la impresión que producen, y la ciencia misma no tarda en exigir de un modo perentorio que los sentidos cedan su puesto a la demostración razonada. Un geómetra no debe confundir un triángulo con un cuadrado, o un círculo con una elipse, pero no necesita saber apreciar rápidamente, y de un solo golpe de vista, las proporciones exactas de la elipse; no se fía nunca de los ojos para medir cualquier cosa que sea; no necesita tampoco conocer inmediatamente una ligera desviación de la perpendicular.

No debe exagerarse la utilidad del dibujo considerado bajo un punto de vista general. Es, evidentemente, una habilidad de mano preciosa, y hasta indispensable para ciertos trabajos especiales; pero considerándola como base de educación intelectual, puede haber equivocación relativamente a su influencia. Se supone que desarrolla la facultad de observación, y que contribuye de este modo a dar al entendimiento el conocimiento de los objetos visibles; pero esta consideración es demasiado vaga para ser justa. El dibujo obliga al niño a observar únicamente lo que es necesario para el objeto que se propone, y nada más: si se trata de copiar un dibujo, deberá observar las líneas con cuidado; si se trata de dibujar del natural, se ocupará de la forma y de la perspectiva del modelo; pero estos son actos muy limitados, y que no exigen que sepa el ojo observar de un modo general los objetos exteriores y todos sus caracteres importantes. El discípulo no está obligado a fijarse más que antes en los objetos que no se propone dibujar. La observación, considerada en toda su extensión, no es solamente un asunto de sentido: nos hace interpretar las indicaciones exteriores por la aplicación de los conocimientos ya adquiridos, y constituye una educación especial en una esfera limitada. Esta es la observación del astrónomo, del geólogo y del médico.

Cuando llega el dibujo a ser un placer y una pasión, absorbe demasiado, rompe el equilibrio del entendimiento y le inutiliza para otros trabajos. En vez de preparar sus vías para la ciencia, contribuyendo a grabar en la inteligencia los grupos de detalles que le son indispensables, le impide elevarse de lo particular a lo general, y reviste los detalles particulares de un interés concreto tan agradable, que el entendimiento prefiere entonces atenerse a este género de interés. Un gusto y una aptitud moderados para el dibujo pueden ser útiles en las ciencias que tienen un carácter concreto, sobre todo ateniéndose a esto solo; pero si se pinta y se llega a tomar demasiada afición a la pintura, el entendimiento toma un carácter demasiado artístico, y se hace rebelde a los procedimientos abstractos y analíticos de las ciencias.






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Libro II

Los métodos



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Capítulo I

El orden de los estudios considerado bajo el punto de vista de la psicología


El maestro tiene que habérselas con un cerebro en vía de desarrollo.- Orden en que se manifiestan las facultades intelectuales.- Caracteres particulares de la inteligencia naciente.- Los primeros móviles del conocimiento.- La actividad y el placer.- Influencia de la intensidad de las sensaciones.- Las fuerzas activas producen la experiencia.- Medios de llamar la atención sobre lo Indiferente.- Toda fuente de placer llama la atención.- Los sentidos activos están siempre ocupados.- Necesidad del retraimiento,-Preguntas que deben examinarse:-¿A qué edad debe empezarse la educación?-¿Cuál debe ser el orden relativo de los diferentes estudios?-¿En qué edad está la memoria más desarrollada?-¿Cuales son las ciencias que no deben tratarse más que bastante tarde?-¿Cuál es la edad más favorable para las impresiones morales?


En los tres capítulos sobre la base psicológica de la educación, hemos omitido hablar de un punto importante: el orden en que se manifiestan las facultades del entendimiento. Muy útil es darnos cuenta, no solamente de los principales elementos de nuestra organización intelectual, sino también conocer en qué orden se desarrollan estos elementos.

Si pudiéramos suponer que, el día de nuestro nacimiento, nuestro cerebro poseyera todas las facultades físicas que tendrá a la edad de veintiún años, y que, al propio tiempo, presentase tabla rasa bajo el punto de vista de las impresiones de todo género, el orden de nuestras adquisiciones sería exactamente el orden de dependencia de los objetos entre sí. Primero vendrían las impresiones elementales sencillas, seguidas de otras más complejas; las impresiones concretas precederían a las abstractas, y así sucesivamente. El orden de estudios estaría arreglado con gran facilidad, y según el orden analítico o lógico; pero en la realidad sucede todo lo contrario.8

La ley del orden lógico no sufre en ningún modo de que el maestro obre sobre un cerebro en vía de crecimiento, y no sobre un cerebro perfecto; este hecho no hace más que agregar condiciones nuevas.

Algunas suposiciones imaginarias harán comprender mejor como suceden las cosas en realidad.

Puede suceder que el estado incompleto de los primeros años llegue hasta una incapacidad total de algún órgano importante, como por ejemplo, el de la vista o del oído. En este caso, faltarían ciertas impresiones que entran como elementos esenciales en ciertos conocimientos. La imposibilidad de distinguir los colores sería un obstáculo para el conocimiento de los objetos exteriores; y, si faltara el sentido de las formas, el hecho seria aun más grave. De este modo una parte muy considerable de nuestra educación se quedaría paralizada.

Por otra parte, podrían existir los sentidos, pero en un estado tan imperfecto durante la primera edad que sería tiempo perdido si intentaran fundar algo sobre tales bases. Podría también suceder que el curso natural del crecimiento del cerebro fuese tal que, esperando un año o dos mas, se pudiesen realizar con facilidad adquisiciones que, anteriormente, hubieran costado mucho poder conseguir.

En tercer lugar podría la inteligencia ser accesible a todas las propiedades esenciales de los objetos exteriores, pero incapaz de fuerza de atención. Contener el entendimiento en esa época de la vida, sería entonces desperdiciar las fuerzas del organismo perjudicando su desarrollo físico.

Por último, la inteligencia podría abrirse, y hasta ser capaz de atención, sin que los motivos ni los sentimientos de interés indispensables, estuviesen suficientemente desarrollados. Los sentimientos y las tendencias podrían ser momentáneamente contrarios al trabajo intelectual, absorbidos por placeres y emociones proporcionados por los sentidos, cuyos resultados, bajo el punto de vista de los adelantos del entendimiento, no podrían ser más que accidentales, irregulares y sin continuidad; en una palabra, podría suceder que la imaginación se adelantase al estudio de los hechos.

Estas cuatro hipótesis corresponden todas, en cierto modo, a unos hechos positivos. Cierto es que retardamos el principio de un gran número de estudios porque, en la niñez, el entendimiento no está abierto ni siquiera a sus ideas más elementales, y sobre todo porque, por falta de ejercicio y de perseverancia, se nos hace imposible obtener la atención necesaria.

No queremos tampoco desconocer aquí la influencia del orden analítico o lógico: puede suceder que cierta absorción espontánea y cierta fijeza de las impresiones sugeridas por los sentidos sean indispensables para permitirnos tratar la educación propiamente dicha.

El primer diseño de una determinación del orden de las facultades aparece en la advertencia, tantas veces repetida, que la observación preceda a la reflexión; es decir, en otros términos, que lo concreto marcha antes que lo abstracto, observación positiva por sí misma, pero demasiado vaga. Se dice también que la imaginación se desarrolla antes que la razón, pero esta máxima necesita también algunas explicaciones.

Entre las preguntas de que buscamos solución, nos ocuparemos de la que trata de la edad en que deben los niños empezar a estudiar, es decir empezar a leer. En la práctica y en la teoría, muy lejos están todos los maestros de entenderse, puesto que se ve variar de tres a siete años la época de este principio de estudio. Nadie ha podido tampoco ponerse de acuerdo sobre la época en que debe empezarse el estudio de las lenguas, ni el de las ciencias. Como las lenguas dependen especialmente de la memoria, deben empezarse cuanto antes, porque la memoria es entonces fuerte, mientras que el raciocinio o juicio es aun débil. Para empezar las ciencias, no se necesita solamente cierta acumulación de hechos concretos, sino que también es necesario que las facultades emocionales hayan tornado algún desarrollo, y que el niño sea capaz de fijar su atención; pero esta aptitud no se desarrolla hasta más tarde.

Una cuestión bastante delicada, mas no sin importancia, es la del momento en que principia el conocimiento consciente o subjetivo, es decir el de los hechos del mundo inmaterial, de los que un gran número son necesariamente admitidos sin demostración en los primeros libros destinados a los niños.

Examinemos primero los caracteres particulares del entendimiento del niño en la cuna, y, haciéndolo, obtendremos el diseño de las primeras lecciones que aquellos caracteres le permitirán recibir.

Pocos serán los que hayan dejado de seguir, con mas o menos atención, las fases intelectuales porque pasan los seres humanos en las diferentes épocas de su desarrollo, y que no hayan sacado de este estudio cierta idea vaga de los cambios producidos sobre las facultades por el trascurso de los años; pero, así que queremos darnos cuenta del orden de estos cambios, nos encontramos paralizados por la dificultad de encontrar términos convenientes para expresar nuestras observaciones. Existe cierto número de expresiones de que todos hacen uso. El niño, a lo que dicen, ama la actividad; quiere estar siempre ocupado de un modo o de otro, no le gusta detenerse mucho sobre un mismo objeto; es alegre y risueño; se complace en ejercitar sus sentidos y busca la sensación en general; lleva la curiosidad y el afán del examen hasta la destrucción; es muy imitador, muy crédulo y dotado de una imaginación que le impulsa a dramatizarlo todo: es sociable y simpático. Bajo el concepto más exclusivamente intelectual, el niño es observador y enemigo de la abstracción; su entendimiento es fuerte por la memoria; y débil, bajo el punto de vista del juicio.

Para poner orden a estas observaciones, es preciso reducirlas a la clasificación ordinaria de los elementos intelectuales: facultades activas, sentidos, emociones y facultades intelectuales. Lo que debe examinarse ante todo, es pues la actividad. Esta facultad es espontánea y abundante, pero variable, incierta e indirecta: es el exceso de energía natural que rebosa. Uno de los primeros ensayos de la educación debe ser tratar de dar a esa actividad una dirección útil, y el mejor medio para conseguirlo no es violentarla, sino cogerla en el mismo instante en que acaba de encontrar buena vía. Pasemos ahora a los sentidos. Como poseen toda su frescura, y que todo es nuevo, el niño encuentra la sensación deliciosa y la busca por ella misma; por esto la acción de los sentidos y los goces que resultan de ella son muy vivos en la niñez.

Sin embargo el lado emocional es el que triunfa primero; la parte intelectual que exige distinciones delicadas, no se desarrolla hasta más adelante. La fuerza emocional, a la vez que prepara la vía a la fuerza intelectual, le pone, al principio, obstáculos. Luego vienen las emociones propiamente dichas, con oposición a los goces que procuran los sentidos. Son principalmente los sentimientos sociales enérgicos -amor y cariño; luego los sentimientos antisociales- cólera, egoísmo, amor a la dominación, y por último los sentimientos de temor. Todas estas emociones son poderosas desde el principio de la vida; reduciéndolas a objetos determinados, la educación puede contribuir a acrecentar o a disminuir su fuerza total. Por último, consideraremos la inteligencia. Sus tendencias o funciones fundamentales -discernimiento, percepción de las semejanzas, retentividad o memoria-, están en movimiento desde el principio; pero la actividad del desarrollo emocional las retarda a lo primero, acumulando sin embargo materiales que han de utilizar posteriormente. La acción intelectual es indispensable para las facultades complejas, tales como la curiosidad, la imaginación, la facultad dramática, la imitación y el capricho. Las facultades superiores de la inteligencia llegan a ser necesarias hasta para la observación de los hechos, bajo una forma que merece este nombre.

La dirección de las actividades, de los placeres causados por los sentidos, y de las emociones, constituye la parte de la educación a la que se da el nombre de educación moral. Todas estas fuerzas contribuyen, bien como esenciales, bien como accesorias, a la educación intelectual; pero no debe olvidarse que, para esta, nuestra guía principal debe ser el orden en que se desarrollan las facultades intelectuales.

A las facultades de actividad y de placer es a las que debemos el principio del conocimiento; pero la fuerza más grande consiste en la facultad de ocuparnos de cosas indiferentes de por sí. He aquí como pueden representarse las fases sucesivas por las cuales pasa nuestro entendimiento.

Todo el mundo admite que nuestros primeros pasos en el conocimiento se hacen bajo la influencia de una actividad espontánea y superabundante, unida al placer que nos causan las impresiones de los sentidos, y que éstas, en toda su frescura naciente son para nosotros una fuente de grandes goces. A partir de este momento, el entendimiento sabe establecer una diferencia entre muchos objetos, y esta distinción de las diferencias es el punto de partida de todo conocimiento; pero la distinción de las diferencias no es una vocación primitiva del entendimiento del niño; el goce inmediato y continuo pasa antes que nada. En presencia de una fuente de gran placer, todo lo que causa otro menor desaparece. La observación, la atención, la concentración duran tanto como el goce y nada más. Cuando el placer causado por un objeto disminuye, el niño busca otro nuevo. Si la fatiga de la atención es más grande que el placer que procura el objeto, la atención se fija en otra parte. Semejante estado de cosas es, en cierto modo, favorable al conocimiento; el atractivo del placer impulsa el niño a examinar muchos de los objetos que atraen la atención de sus sentidos; su actividad incesante hace que cambie a menudo de punto de vista, y que, en busca de emociones, examine, repetidas veces, los objetos que le rodean. Además, la intensidad de una sensación, agradable o desagradable, es una fuerza: no llama la atención por su encanto seductor, pero la toma, por decirlo así, por asalto. Objetos indiferentes o repugnantes se graban en el entendimiento por la fuerza del choque que le imprimen. Un antiguo proverbio dice que la admiración es el principio de la filosofía. La admiración tiene muchos matices, pero la consideramos abstracción hecha del placer que puede unírsele. Si el choque es penoso, excusado es decir que el entendimiento se subleva, y busca, tal vez, otro objeto mas agradable para olvidar esta mala impresión; mas la impresión no deja por esto de existir, y esto es un elemento de conocimiento.

Antes de examinar el modo con que el niño pasa de los hechos propios a grabar en su entendimiento todos los objetos agradables o desagradables que llaman vivamente su atención, a los que le dejan la impresión de los objetos, indiferentes e insípidos, de que se compone la mayor parte de nuestros conocimientos, queremos primero traer el estudio de la actividad intelectual al mismo punto que el de la receptividad pasiva. Las fuerzas activas del entendimiento, lo mismo que las precedentes, empiezan por encariñarse con todo lo que les ofrece atractivo o encanto; por lo menos no están influidas por objetos insípidos. Ya hemos dicho que los órganos de movimiento se ejercitan primero bajo la presión de los centros activos, y que su acción está determinada y limitada por la energía central.

Una vez agotado el vapor, la acción se detiene. Cierto placer acompaña el gasto de acción; mas esta y el placer cesan a la vez, cuando las descargas nerviosa y muscular dejan de hacerse. Bajo esta influencia, no es más que por casualidad que los movimientos producen algo útil; no hacen nunca de su motivo ninguna de las combinaciones que exige un trabajo determinado. Se preparan sin duda a estas combinaciones. Imposible es admitir que los movimientos variados y repetidos de un niño no tengan por resultado dar fuerza a sus miembros y agrandar su esfera de acción, es decir traerles al punto en que puedan combinar sus movimientos de modo a hacerlos útiles. No buscamos aquí los límites exactos de los movimientos instintivos y de los movimientos adquiridos de la infancia. Nos basta comprobar que las primeras combinaciones útiles son casuales; el descubrir su utilidad es lo que hace que se repitan, de modo que se transformen, por fin, en costumbres arraigadas y en aptitudes de acción. En una palabra, el placer y la disminución del dolor son las primeras causas que determinan el desarrollo de aptitudes nuevas de los órganos. Las manos del niño aprenden pronto a subvenir a sus necesidades, a buscar placeres, a rechazar el sufrimiento: estas son las primeras aptitudes manuales. Los movimientos de la cabeza, del busto, de los ojos, de la boca, de la lengua, obedecen a los mismos móviles, y esta es la primera fase de su educación.

Entre todas nuestras facultades musculares, la más instructiva es la del lenguaje articulado. Puramente espontánea y emocional al principio, no tarda luego en prestarse a la expresión de nuestros deseos y de nuestras intenciones, y así es como toma su primer desarrollo.

El acento de la súplica, de la alegría, o del dolor, dejan de obedecer a impulsos puramente instintivos, y se vuelven instrumentos dóciles que expresan los diversos deseos y sentimientos del niño; luego este tiene gusto en oír el sonido de su propia voz, y da la preferencia a las entonaciones que le parecen más agradables. Después sigue la primera fase de imitación, aquella en que el niño se complace en reproducir los sonidos articulados por otras personas. En esto, el móvil es bastante adelantado y complejo, y no ejerce todo su poder hasta después, pero es un buen ejemplo de este primer estado intelectual en que todo lo que se hace tiene por objeto una satisfacción inmediata.

Los instintos sociales se manifiestan muy pronto, y entre sus manifestaciones debe contarse el interés que toma el niño por tal o cual persona, fuera de los servicios que le prestan bajo el punto de vista de la alimentación o de los cuidados indispensables. El niño demuestra, bien pronto, para las personas, un grado de cariño que va más allá de la satisfacción de sus primeras necesidades, teniendo sin embargo relación con ellas, y este mismo cariño es el que le impulsa a querer imitar a aquellas personas. Cuando ha reproducido un sonido articulado que acaba de oír, el niño se estremece de alegría por haberlo conseguido, y este placer le estimula a probar otra vez. Sigue este placer al niño en todas las épocas, y llega a ser una poderosa ayuda para el maestro; éste, desanimado a menudo por verse obligado a luchar contra la mala voluntad de los discípulos poco estudiosos, ve, de vez en cuando, su tarea aligerada por la acción de este deseo de imitar y reproducir con ardor los resultados de sus propias aptitudes especiales.

Pasemos ahora a la segunda fase de la cultura intelectual, es decir a la adquisición de lo indiferente, bajo su doble forma de impresiones pasivas y de facultad activa; imposible es estudiar de una manera bastante profunda esta transición crítica, cuya importancia es apenas igualada -pero nunca superada- por la de otra transición, la de lo concreto a lo abstracto.

Imposible es escapar a la influencia del placer y a la del dolor, considerados como motivos de acción. Decir que una persona se ha prendado de amor por lo indiferente y lo insípido, y que lo busca con afán, es hacer una pura contradicción de los términos. Las cosas indiferentes de por sí, no pueden llamar nuestra atención más que como medios de alcanzar un fin dado. Podemos estar en estado de distinguir una diferencia muy pequeña entre la longitud de dos bastones, el peso de dos bolas, la curva de dos arcos, los matices de dos encarnados, los sonidos de dos notas musicales; pero si esto no procura ningún placer, no remedia ningún sufrimiento, no excita admiración ni sensación violenta, nos rehusamos a ello. En virtud de la primera ley, de la primera condición de toda conciencia, una diferencia notable despierta el entendimiento causándole cierta sorpresa, y le deja una impresión que llega a ser un elemento de conocimiento. Un cambio notable en el alumbrado de una sala, una brusca variación de la intensidad de un sonido, despierta la conciencia; y cuanto más delicado es el sentido, menos considerable necesita ser el cambio que produce el choque excitador. Sin embargo, tememos que la acción de la diferencia para producir este choque o despertar el entendimiento no esté muy por bajo de nuestras capacidades y de nuestras necesidades como discernimiento. Si pasamos de una sala a otra cuya temperatura sea de diez grados mas elevada o más baja que la de la primera, sentimos necesariamente esta diferencia; notaríamos también una diferencia de cinco grados; pero necesitamos unos motivos especiales para sentir, lo que, sin embargo, no es imposible, una diferencia de un grado.

Una de las primeras señales del crecimiento de la inteligencia y de la recepción de impresiones duraderas de los objetos que nos rodean, es el descubrimiento de circunstancias que se unen con lo que causa placer; acontecimientos y objetos que preceden o acompañan las cosas que le agradan. La atención, avivada por lo agradable, se fija en estas circunstancias que se encuentran de este modo distinguidas, grabadas e impresas en la memoria. El niño llega a conocer, no sólo su alimento y lo que tiene de agradable, sino que también todo lo que lo acompaña, y anuncia su llegada. Un objeto que excita un vivo interés hace recaer éste sobre todo lo que le rodea, y este defecto es más notable cuanto más fuerza y consistencia toman las impresiones producidas por los objetos exteriores. Esta influencia aumenta mucho el número de los objetos distinguidos por el entendimiento, de que este conserva el recuerdo, siempre por un motivo interesado, que es: buscar el placer, y deseo de evitar el sufrimiento. Los motivos son los mismos, pero su esfera intelectual se extiende. Cuanto mejor distingue el niño las circunstancias accesorias de sus placeres, más inclinado está a observar y distinguirlo todo. Un sonido muy débil, que no causa ningún placer, y no produce más que un choque imperceptible puede, sin embargo, indicarla proximidad de una persona que el niño quiere, o de un placer que conoce, y esto es bastante para hacerlo percibir.

Puede no existir más que una diferencia insignificante entre la taza de leche que gusta al niño y la que contiene una medicina; pero esta ligera diferencia queda grabada en su entendimiento de un modo indeleble.

Llegamos ahora a otra consideración que nos hace dar un paso más en el dominio de la atención desinteresada. En la ausencia de todo interés poderoso, los sentidos activos no pueden menos de ejercerse momentáneamente sobre lo que está a su alcance. Si no tienen nada bueno en que ocuparse, lo hacen con lo primero que encuentran, aunque sea un trabajo pesado. Los intervalos que separan los momentos de excitación más viva son, pues, favorables a la percepción de los objetos poco agradables y a la de las pequeñas diferencias. Podrá no ser llamada la atención del niño más que por un color vivo -encarnado, azul-, o por una cantidad de matices cuyo conjunto le impresionará; mas si la costumbre despierta el interés excitado por la vivacidad del efecto, el entendimiento podrá, a falta de otros objetos más nuevos y más agradables, volver al conjunto de los colores y avivarse a la vista de los diferentes matices. El descubrimiento de una diferencia no es una ocupación muy divertida para un niño; el de una semejanza llama más vivamente la atención de su entendimiento; sin embargo, el esfuerzo del entendimiento para comprobar un hecho nuevo lleva consigo su recompensa, dando al niño conciencia de su fuerza. Lo que resalta sobre todo de esta observación, es que no hay que saciar el entendimiento de un niño. ¿Qué sería, en efecto, la alegría tan alabada de los niños, si no pudiera sostenerse más que a fuerza de estimulantes?-¿No es cierto, por el contrario, que un interés insignificante es suficiente para contentarles, dejando su facultad de atención bastante libre para fijarse sobre los objetos menos excitantes que les rodean, de modo que perciban las pequeñas diferencias que ensanchan la base de su conocimiento?

Hemos considerado hasta aquí el niño como no obedeciendo más que a sus propios impulsos y obrando por sí mismo, y hemos querido seguir el desarrollo de la inteligencia bajo la influencia de los móviles que hemos supuesto. Si pasamos ahora a la dirección artificial de su atención por la influencia y la acción de los demás, es decir a la educación propiamente dicha, tendremos en el fondo siempre los mismos móviles, pero aplicados de otro modo, siendo siempre iguales las facilidades y las precauciones que deben tomarse. Es necesario ahora que la atención del niño se fije sobre una clase de diferencias que no había tenido en cuenta hasta entonces: la diferencia que existe entre dos, tres y cuatro, los diversos matices del mismo color, la de los sonidos articulados, y por último las diferencias mínimas y sin interés que existen entre las formas visibles a las que damos el nombre de letras. No hay placer inmediato o en perspectiva, choque de sorpresa, atractivo intrínseco suficiente hasta en los momentos de vacío y de hastío más grande, que pueda llamar la atención sobre semejantes objetos, y mucho menos concentrarla de una manera enérgica; la única fuerza que pueda pues obrar sobre el entendimiento del niño es el sic volo de la persona encargada de su educación:

¿Cuál es pues, según los principios generales, la mejor marcha que debe seguirse para obtener el resultado deseado sin dejar de obrar con dulzura? Ante todo, aquel o aquella que educa al niño debe establecer su influencia sobre las más sólidas bases, de modo que esté, tanto como posible fuera, dispensado de recurrir a la severidad. Sobre este punto, todo el mundo está conforme. En segundo lugar, hay que tener cuenta de las disposiciones naturales que se han manifestado en la fase precedente, de manera que puedan avivarse, siempre que la ocasión lo permita, influencias capaces de obrar por sí mismo.

Este también es un punto igualmente admitido. Viene luego el momento penoso en que hay que tratar de lo que no tiene interés para el niño, en que es preciso conocer que ningún artificio podría hacer agradable todo lo que es indispensable aprender. El momento del trabajo difícil ha llegado; todos los medios de retardarle han acabado por agotarse. ¿Qué hacer entonces? Tratad de daros cuenta de la medida en la cual el niño es capaz del esfuerzo que exige la atención forzada. Utilizad esta facultad en toda su extensión, sin abusar de ella, si podéis juzgar del medio, término exacto. Empezad para el niño la enseñanza de la vida acostumbrándole poco a poco a unas ocupaciones sin atractivo, desagradables y penosas; pero cuidad de dar a su entendimiento intervalos de descanso y de placer.

Examinemos ahora las preguntas que suscita el orden o el desarrollo de las facultades.

¿A qué edad debe empezarse la educación? La empezarnos demasiado pronto si molestamos el desarrollo de las fuerzas necesarias al crecimiento; y hasta suponiendo que esto no tenga lugar, la empezamos también demasiado pronto si las impresiones que queremos producir exigen un gasto de fuerza intelectual mucho más grande que el que, más tarde, sería necesario. Por el contrario, la empezamos demasiado tarde si dejamos escapar el momento en que podrían producirse impresiones buenas y útiles sin el menor inconveniente para la salud general. Tan posible es el error en este sentido como en el otro.

Aquí, la única guía posible es la observación. Es preciso desechar primero los casos excepcionales bajo el punto de vista de la fuerza, o de la debilidad de la inteligencia. Sabemos que muchos niños han aprendido a leer a los tres años, sin que su salud ni su vigor hayan padecido en lo más mínimo; pero lo que no sabemos, es si habiendo empezado sólo a los cuatro o cinco años no podrían estar tan adelantados a los quince como lo están por haber empezado antes. Sin embargo, si un considerable número de niños han empezado a estudiar entre tres y cuatro años sin inconvenientes comprobados, salvo algunos casos accidentales, entonces un año más debe ser un límite sin peligro para todos, menos para algunos casos excepcionales. Nada nos prueba que sea necesario ni útil retardar hasta los seis o siete años el estudio del trabajo intelectual. Preciso sería primero demostrar de un modo positivo que los niños que empiezan tarde, adelantan luego con una rapidez que triunfa de todas las dificultades.

¿En qué época conviene empezar la educación de las manos, de la voz o de los ojos para la observación de las formas y de los colores?

Aquí, nos encontramos en presencia de una facultad natural y espontánea que necesita ser dirigida y obligada; esta violencia es en sí más o menos penosa, y no puede llegar a ser agradable más que por el interés que excitan los objetos sobre que se ejercen los sentidos.

Otra pregunta es la de la prioridad que debe darse a tal o cual género de estudios: lenguas, lecciones de cosas, aptitudes mecánicas, impresiones morales; ¿cuáles son las primeras que deben enseñarse? ¿En qué época podrá ocuparse el niño de cada uno de estos estudios, sin trabajo para su edad? Para cada uno de ellos, existe un principio espontáneo, seguido de tentativas para dar a estos esfuerzos una dirección determinada. La regla general es que las facultades activas sean siempre primeras; así pues, los estudios que contienen un elemento de actividad son primeros que los demás, teniendo cuenta, por supuesto, del estado de desarrollo de los órganos especiales. La palabra parece ser el talento más precoz de todos, y se adelanta siempre a las aptitudes manuales.

La actividad de los ojos se manifiesta también muy pronto, y aprenden estos con mucha rapidez a conocer los movimientos visibles, los tamaños, las formas, y todas las relaciones de espacio. Esta es la fase de la observación espontánea y de las impresiones concretas, base indispensable de la enseñanza artificial de las cosas. La educación que precede la de la escuela consiste en desarrollar la facultad de articulación en el niño, en hacerle observar las personas y los objetos que le rodean, y en enseñarle a dar nombres a aquellos diferentes objetos. Cuanto más lejos hayan llevado estos tres géneros de desarrollo, mejor preparado estará el niño para las lecciones más metódicas de la escuela.

Sigue luego a esto la cuestión de la edad en que la memoria es mejor, y en que las adquisiciones de pura memoria pasan antes que las demás. Este punto es de mucho interés para el problema del estudio de las lenguas, opuesto con el de las ciencias, es decir de los conocimientos más o menos generalizados, razonados, y encadenados entre sí. Parece evidente que de seis a diez años no puedan hacer más que pocos estudios que exijan un razonamiento riguroso, mientras que el entendimiento es entonces eminentemente plástico e impresionable; es, pues, probable que esta sea la edad del máximum de memoria pura, máximum que tiene por tipo las adquisiciones lingüísticas, es decir no sólo las palabras y sus relaciones con las cosas, sino también trozos seguidos, cuentos, himnos y conocimientos reducidos a fórmulas.

Los conocimientos de hecho más fáciles, para los cuales la generalización no va más allá de lo que puede contribuir a aumentar el interés y a aliviar la memoria; los detalles geográficos y los cuentos sencillos se dirigen más bien a la memoria que a una facultad más elevada, y pertenecen por consiguiente a la edad a que nos referimos.

Si las ciencias más difíciles, tales como la gramática, la aritmética y la mecánica, no pueden comprenderse hasta más adelante, esto proviene no solamente de la necesidad de amueblar primero el entendimiento con ejemplos concretos, sino que también de la ausencia de la facultad de violentar la atención para que haga las combinaciones y las separaciones de ideas indispensables; esta facultad debe, pues, depender ante todo de la edad, por más que su desarrollo pueda ser ayudado por los esfuerzos del maestro; pero las más veces, haciendo empezar demasiado pronto el estudio de las ciencias a un niño, no se consigue más que hacerlas penetrar sólo en la memoria que, en la niñez, acepta hasta frases desnudas de sentido. En el momento del máximum de plasticidad intelectual, que puede ser de siete a once años, el interés, por más que sea útil, no es indispensable; la conciencia del poder ejercido basta para que el trabajo no sea desagradable al niño.

En las familias ricas, se aprovechan generalmente de esta plasticidad de la primera edad para sentar las bases del conocimiento de las lenguas extranjeras: francés, inglés o alemán, según el país. Esta costumbre es buena en sí, pero fácil es comprender que es imposible sobrecargar la memoria. Aprovechando el instante en que esta es más flexible, no debe dejarse de desarrollar poco a poco y con una sabia lentitud la facultad de raciocinio. La edad de razón no debe, bajo ningún pretexto, retardarse, ni tampoco adelantarse demasiado. No hay que aplastar nunca las facultades bajo el peso de enormes lecciones compuestas de palabras que deben aprenderse de memoria, pues la inteligencia misma de su sentido concreto podría ser ahogada por este método, que retrasaría doblemente el desarrollo de la facultad de raciocinar. Este momento de mayor plasticidad del entendimiento presenta un interés especial bajo el punto de vista de las impresiones morales. Los mandamientos, las máximas, las instrucciones verbales se retienen con facilidad en la memoria; hasta las doctrinas religiosas, aunque más complicadas; pueden grabarse para siempre en ella por medio de una repetición bastante frecuente de los seis a los diez años; pero todo esto está fuera de la conducta propiamente dicha.

Es preciso acostumbrar el niño a la obediencia, desarrollar sus afecciones y sus simpatías, y enseñarle a prever las consecuencias ulteriores de sus actos. Para la obediencia, el temor es un poderoso medio, a causa de la debilidad y de la impresionabilidad del niño. Los demás elementos morales son más difíciles de desarrollar, y puede hasta dudarse de si esta época de plasticidad es favorable a las impresiones de placer, admitiendo que esté rodeado el niño de objetos agradables.

Lo es, según nuestra opinión, pero añadiremos que el gasto de fuerza intelectual exigido por esta adquisición es considerable, y que, en todos los casos ordinarios, puede suceder que los adelantos hechos, no sean por esta parte, muy notables. Sin embargo, estas relaciones descansan sobre la misma base que las afecciones y las simpatías morales.

En cuanto a la previsión de las consecuencias, el niño no la consigue más que con mucha lentitud. Exige un gran desarrollo de la facultad de concepción, unido a ciertas asociaciones de ideas que deben adquirir mucha fuerza antes de poder servir para el fin que se hayan propuesto. La fuerza de la oposición que tiene que combatirse por parte de los impulsos tan vivos de la infancia, da la medida de la fuerza de esta combinación.



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