Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La configuración discursiva de la realidad en «Libro de navíos y borrascas» de Daniel Moyano

Cristina Beatriz Fernández





El objetivo de este trabajo es ofrecer un acercamiento crítico a los sistemas de remisión que se organizan en el texto literario para referirse al mundo, a la realidad histórico-social.

Partiendo del presupuesto de que toda vinculación con el contexto debe inferirse del mismo texto, comenzaré con el análisis del concepto de realidad que éste propone, así como la función que le asigna a la escritura de ficción. Por otra parte, entiendo que la relación entre el personaje y el autor empírico, tanto como el funcionamiento de la categoría autoral, son terreno fértil para el debate teórico sobre estas cuestiones, por lo cual dedico a cada uno de esos aspectos un apartado.


1. La desaparición de la realidad

La problematización del carácter y límites de la realidad queda presentada en la voz del personaje de Contardi:

[...] La realidad se me ha ido de las manos, no sé qué es lo que miro ni lo que toco. La realidad es un desaparecido más1.


La cuestión se concentra aquí en una palabra clave: «desaparecido», esa «noción falsa pero terrible» (214) que hace referencia a un modo de existencia que se ubica en la imprecisa línea fronteriza entre lo vivo y lo muerto, lo que existe y lo que no. Podría parecer, en principio, que la interrogación por la realidad es materia propia de disciplinas filosóficas o científicas. Sin embargo, el traslado de la cuestión al terreno literario es característico de un conjunto de textos, entre los cuales se encuentra LNB (Bocchino, 40), los que conforman un corpus para el cual ha sido propuesto el rótulo de «literatura exiliada» y que comparten el intento de configurar en la escritura el concepto de realidad, desmitificándola como una entidad transparente, claramente definida, perceptible sin dificultad ni mediaciones. De acuerdo con lo antedicho, en varios pasajes del texto la realidad se cuestiona y redefine, primando una faceta del asunto: el carácter complejo de su percepción y conceptualización.

En relación con esto, sería productivo atender a la clase de relaciones que en el texto se establecen entre los conceptos de realidad y ficción, pues las diferencias que se señalen -o no- entre ambos dominios, pueden colaborar en la delimitación de los caracteres que se le acuerden a la realidad. Así, por ejemplo, cuando en el texto se aborda la dupla realidad/ficción, esta no es introducida en forma neutra respecto del viejo -y no por ello excusable- problema de la verdad, como puede apreciarse en el pasaje en que el cocinero español exiliado en el Cristóforo dice:

[...] La razón, en poder de las máquinas, demuestra cualquier cosa según se lo propongan y la intención elegida. Y si la verdad obtenida contrariara la intención y los fines, con el mismo procedimiento es posible transformar esa verdad en una falsedad, todo lo cual convierte al mundo en una ficción pura [...] A ese callejón sin salida llaman realidad [...] cuando esa supuesta realidad es ficticia desde el momento en que sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas [...]


(53)                


La línea demarcatoria entre realidad y ficción no es ya tan clara. Al hablarse de una «supuesta realidad» y, más explícitamente, de una «realidad obtenida», se está postulando el carácter de constructo de toda realidad, lo que la hace equiparable a una ficción. Los criterios de verdad, desde que esa misma verdad depende del «procedimiento» empleado, no son parámetro suficiente para desambiguar los límites entre realidad y ficción, lo cual se evidencia en la aparente contradicción de convertir a una en atributo de la otra, al hacer referencia a una «realidad ficticia». A esto se agrega, además, la presentación en el texto del quiebre de la confianza en la percepción sensorial del universo físico, como cuando el personaje de Bidoglio dice, en una versión muy simplificada de la teoría de la relatividad: «a lo mejor [la estrella] se apagó hace añares y lo que vemos es pura ilusión» (185).

Tanto en el orden físico-natural como en el político-social, la posibilidad de acceder a una realidad unívocamente determinada queda anulada. Ni la razón ni los sentidos pueden ofrecer una vía de acceso a ella. Lo verdadero y lo falso, lo que existe y lo que no, lo ficticio y lo real, el objeto y la «ilusión» que perciben los sentidos, son dominios de fronteras poco claras, que se invaden y enrarecen mutuamente.

Por otra parte, es posible inferir una concepción de las relaciones entre la realidad y la ficción, de una de las frases iniciales del texto en que se declara: «El juego consiste ahora en mover un barco italiano real» (11). El hecho de presentar un texto de ficción como un «juego» en el cual no sólo tiene cabida lo «real» sino que también se determina su curso, sus movimientos, apunta a poner de relieve la falacia de la ilusión de representatividad. Porque la relación del texto con la realidad es puesta en evidencia como una jugada, y no como un testimonio, reflejo, duplicación o algo por el estilo y que respondería, al menos programáticamente, al canon de la representación realista. La realidad -esa construcción efectuada sobre lo real2-, no es un referente externo que se impone al texto, sino que es desde la ficción que se decide cuál es la realidad con que se va a jugar.

Hay, además, otros procedimientos utilizados en el texto para poner en entredicho los límites de lo real. Entre ellos observamos el pasaje en el que el imaginario nacimiento del hijo de Rolando trastorna la rutina del barco. Allí se postula cómo un suceso imaginario se convierte en un acontecimiento al creérselo efectivamente acaecido, lo que homologa a toda realidad con un acto de fe. Paralelamente, también de la «irrealidad» se expone una caracterización en el texto. Curiosamente, la irrealidad queda implícitamente definida como lo inverosímil -en el sentido de lo no creíble- o lo negativo desde un punto de vista ético. Así, se califica de irreales a los interrogatorios «porque uno a esa situación no puede creérsela» (46) o se dice, en referencia a la historia nacional:

[...] Lavalle lo derroca [a Dorrego] y después lo hace fusilar. Como su acción no tiene fundamentos éticos, es irreal. Dorrego no puede superar esa irrealidad, donde las palabras, que existen, suenan falsas [...] Con Lavalle y Dorrego parece que empezaron estas cosas, y todavía no nos hemos dado cuenta de que el verdadero peligro es la irrealidad.


(47)                


Deslindar entre lo real y lo irreal es un problema ético. Por un lado, lo real, responde a un orden éticamente lógico y, por tanto, verosímil. Por el otro, lo irreal, un ámbito donde no hay «fundamentos éticos» que justifiquen los hechos ni el discurso sobre ellos y cuyas palabras, éticamente inverosímiles, «suenan falsas».

Otro mecanismo tendiente a desdibujar los límites de lo ingenuamente tenido por real es el de colocar, en un mismo nivel, a personajes cuyo grado de ficcionalidad se supone diferente. En el capítulo donde se narran, en una versión poco ortodoxa, las maniobras económicas del gobierno de Rivadavia, los personajes del tablado de marionetas y los pasajeros del barco terminan siendo involucrados en una gran representación teatral que los contiene a todos. Esto se logra mediante la introducción de los diálogos de los últimos en el mismo estilo dramático utilizado para los primeros, y la presentación de miembros del «público» como personajes en cada uno de los actos de que consta la función de títeres. Pero también la realidad «histórica» es equiparada a un constructo ficcional, cuando el personaje narrador se compara con individuos de existencia empírica:

[...] los que vamos en este barco somos setecientos idiotas que no estuvimos con nadie. Ni siquiera intelectuales, para eso lo tenemos a Borges condecorado por Pinochet, y a otros que se quedaron porque no pudieron salir y se aguantan como pueden la tormenta o el olvido, en la calle, en la cárcel o en la tumba, porque agarraron los fierros o se les fue la pluma, como dicen de Paco Urondo y de Rodolfo Walsh, o por bueno y despistado, como dicen de Haroldo Conti, y paremos de contar, que la lista es larga [...]


(192)                


La mención de sujetos como Pinochet o Rodolfo Walsh inscribe en el texto el debate ideológico. Puesto que ambos comparten el estatuto de una existencia histórica, empírica, que sólo podría negarse desde algún marco filosófico algo extremista, el nombrarlos contribuye a anclar el sentido del texto en la historia nacional, la cual se convierte así en una instancia más en el proceso de ficcionalización.

Personajes de la historia, del texto ficcional o de la ficción dentro de la ficción -las marionetas-, todos terminan siendo equiparados para establecer -cuando mucho- gradaciones entre la ficción y la realidad, pero jamás límites tajantes3.

Para finalizar este apartado, diremos que el debate tocante a la relación de toda realidad con el discurso que pretende representarla, está sostenido en las voces de distintos personajes. Relatando la historia del húngaro que había aparecido en el norte con el Gryga, el violín, el narrador dice que aquél había llegado en un barco al cual «no podía nombrarlo, no tenía la palabra y era como si no existiese» (38). En la misma línea, refiriéndose a la tortura padecida, Sandra dice: «preferiría no mencionarlo para que no exista» (194). La refutación a esto se encuentra en el discurso atribuido a los psicólogos:

-Evitando hablar de ellos no vamos a suprimir su realidad. Existen, y ocultarlos es la peor manera de perdernos, seríamos cómplices de ellos en nuestra propia destrucción [...]


(186)                


La relación entre realidad y discurso es compleja, y el debate entre los personajes revive el viejo dilema de determinar si sólo es real lo que puede ser nombrado o si existe lo que no ha ingresado en el orden del lenguaje. Lo único claro es que realidad y discurso no son órdenes simétricos. Y desde esta perspectiva, la ficción se presenta como un discurso alternativo, tan válido como cualquier otro para hablar de la realidad. En efecto, son varios los pasajes en que el discurso ficcional es homologado a otros a los que normalmente no se atribuye un rango ficticio. Eso ocurre, por ejemplo, cuando se declara que creer en las leyes «es como creer en las letras de tango» (192) o que «una canción [...] al final tiene tanta realidad como cualquier otra cosa» (226). Además, la ficción no es confinada al desván de lo no existente: cuando se dice de un gaucho que «existió hace mucho en una zamba» (227), se está postulando, implícitamente, que el discurso ficcional es un modo de existencia. Todo lo cual contribuye, en definitiva, a situar al discurso de ficción en posición de dialogar con la realidad, enfrentando «Ficción contra ficción» (61) según la propuesta del personaje-narrador. Es en este mapa de márgenes borrados que se sitúa la relación entre el texto y el mundo.




2. Un espacio de resistencia: la escritura de ficción

Respecto de la ficción en general -no necesariamente verbal- una teoría puede inferirse del texto: la ficción operaría como un medio de conocimiento. Es muy ilustrativo al respecto un pasaje en el cual el personaje protagónico, a quien se le había preguntado si conocía el mar, contesta: «Bueno, lo vi en el cine, viene a ser casi lo mismo, la idea la tengo» (18). En la misma línea de lectura puede inscribirse la utilización de una función de títeres para ofrecer una versión diferente a la oficial de la historia nacional. Esta capacidad de la ficción de integrar un proceso de conocimiento es propia también de la ficción literaria, y a este objetivo declara someterse el narrador al iniciar el relato de la novela:

[...] Y tomando prestado el clima de los viejos relatos sobre fantasmas, mi burda historia real puede ganar en fantasía y entrar decentemente en el mundo de la comprensión, contándola como al descuido y un poco para olvidarme de ella [...]


(10)                


Adecentar lo real para comprenderlo: una función de la escritura de ficción que responde a un proyecto en el cual se declaraba programáticamente el objetivo de escribir «más que por un goce estético, por necesidad de saber algo más»4.

Así, la escritura -en tanto que representación verbal- permite conocer acontecimientos por ella registrados. Un ejemplo en el texto es el pasaje en el cual se recurre al naufragio como metáfora de desgracias personales y colectivas para decir:

[...] De los millones [de barcos] que naufragaron en los millones de kilómetros cuadrados que tienen los océanos, han quedado sólo las palabras [...]


(100)                


De ahí la importancia de escribir un diario de migraciones, «que le ayude a uno a salvarse del olvido y que sirva de apoyo a futuros emigrantes» (172). De modo semejante, se dice del papelito donde el cocinero había anotado la dirección de su sobrina, que era su presencia lo que impedía «anular el paso de Nieves por la vida como si jamás hubiese existido» (56), que ese trozo de papel era «un puente real que la fijaba» (58). La escritura adquiere la funcionalidad de conferir existencia a las cosas y los hechos, de resguardarlos en la memoria. Incluso aquello a lo que no se remite directamente, adquiere el estatuto de existente al ser introducido como una ausencia declarada:

[...] Y a lo omitido no voy a nombrarlo por ningún motivo, aunque por esa omisión todo se deforme [...] Porque lo que ocurrió en ese largo tiempo fue un naufragio. Todo se ha hundido y sobreviven las palabras, flotando [...]


(103)                


Declarada la «omisión» por el propio texto, puede decirse que la escritura de LNB responde a esa modalidad de lo oblicuo de que habla Beatriz Sarlo. Al respecto, en el pasaje en que sale a relucir la tortura de Sandra, el narrador expone una poética mediante la metáfora musical: «Hubiera preferido seguir tocando con sordina, poetizar la cosa en otro capítulo como el de la bahía» (193). El tocar con sordina, el poetizar, aparecen como las poéticas deseadas, las modalidades de lo oblicuo. Pero ciertas cuestiones se imponen, según se dice, a pesar de lo que el narrador «hubiera preferido». Una forma de presentar a la literatura, al contar, como una práctica profundamente comprometida con el mundo:

Salvo que a esta altura final del segundo milenio y la destrucción de casi todo no valga realmente la pena contar nada, para qué. Más práctico y menos duro sería intentar una canción, vidala o baguala qué sé yo, algo que en vez de meterte más en el mundo te saque un poco de él [...]


(14)                


Imprecisa, desdibujada, la realidad, «el mundo», sigue siendo un ámbito significativo para el texto. De acuerdo con esto, se ha llegado a hablar de la presencia de una «intención» de denuncia a pesar del carácter lúdico del texto (Zockner, 105). Si dejamos a un lado el hecho de que todo texto es más o menos lúdico y que la intención -que suponemos se le atribuye al autor- es materia escurridiza, el carácter comprometido del texto podría inferirse de sus condiciones de aparición. Pues, en efecto, si acordamos con Michel Foucault en que el texto literario es un enunciado que mediante la dimensión material del libro adquiere un especial mecanismo de reiteración, y aceptamos que «las coordenadas y el estatuto material del anunciado forman parte de sus caracteres intrínsecos» (Foucault, a, 168), las condiciones de aparición del texto-enunciado pueden colaborar en la conformación de una clave de lectura. Así, las modalidades de lo oblicuo no serían estrategias de evasión, sino un modo de colocarse «en una relación significativa respecto del presente» (Sarlo, 34). Y aún las omisiones apuntalarían esa concepción del texto como instrumento de conocimiento, ya que al desenmascarar el silenciamiento que toda omisión significa, se invita a buscar en la figuración literaria aquello que no está referido de forma explícita o directa.

En relación con lo arriba expuesto analicemos la poética que se infiere del episodio de la escritura del cuento para Contardi. En el mismo, la ficcionalización de las circunstancias de producción de un texto ficcional otorga una clave para extender esa poética al texto entero de LNB. En ese pasaje, dice el Gordito: «Propongo que se tache la palabra desaparecidos y se la sustituya por náufragos o algo semejante» (225). La referencia al tópico del naufragio, semánticamente asociado con los navíos y las borrascas del título, postula una posible lectura metafórica de la novela. El eufemismo, la perífrasis, toda forma figurada del discurso, se ponen al servicio de «explicar las cosas sin tener que nombrarlas por sus verdaderos nombres siempre feos» (270). Pero, por supuesto, alguna vez es posible que ocurra lo que al capitán clarinetista del cuento, de quien se dice que «la única palabra que no pudo explicar ni sustituir fue desaparecido» (270).

Del texto de LNB puede decirse que, como todo enunciado, se posiciona no sólo en un campo discursivo sino en un orden de acontecimientos no discursivos (Foucault, b, 99). El contar una historia «supone enredarse enteramente con el lenguaje» (10) a la vez que implica meterse en el mundo. El texto revela su doble condición: verbal, lingüística, por un lado, polémica, políticamente estratégica, por otro (Foucault, e, 160). El ejercicio de la palabra es presentado como un arma en el enfrentamiento ideológico, un recurso de supervivencia frente a la amenaza de la desaparición: «les dejamos nuestras palabras, nuestras supervivencias del naufragio» (208).

Si es cierto que «los discursos son elementos o bloques tácticos en el campo de las relaciones de fuerza» (Foucault, c, 182), el discurso de la ficción se arrogaría, en este caso, una función política, enfrentándose al discurso oficial del poder. Es por ello que del corpus textual que incluye a LNB y que antes mencionaba, se ha dicho que lo singulariza:

[...] un discurso caracterizado por formas figuradas sobre el conjunto de hechos y experiencias que se rehúsan a incorporarse dentro de las nociones convencionales de realidad, verdad o posibilidad [...] que [plantea] lecturas diferentes y alternativas del orden de lo real, según una pluralidad de regímenes discursivos y de estrategias de ciframiento.


(Sarlo, 46)                


La escritura de ficción se torna significativa en lo cognoscitivo, lo social, lo político. Y hace las veces de un arma para aquellos que declaran que «pelear no podemos» (194). No obstante lo cual, a lo largo del texto, la dimensión estética es abordada en su especificidad, como en el pasaje en que los personajes se encuentran escribiendo el cuento del viejo farero y en el que Rolando dice:

[...] A mí las palabras me gustan más por su sonido que por su significado y no me tiembla el pulso para usarlas, aunque sepa que me estoy desviando de los contenidos [...]


(258)                


Teniendo en cuenta que el personaje de Rolando es el narrador básico del texto, la poética que se infiere de la frase arriba citada podría proyectarse a todo LNB, donde el narrador declara ser quien va «a poner las intenciones», aunque las palabras procedan «de acuerdo con sus propios juegos y necesidades» (13).

El entrecruzamiento de lo estético con la supuesta fidelidad al acaecer histórico se revela en el relato de las proezas del Chacho Peñaloza, que el narrador confiesa alterar porque «queda mejor» (174). Y es significativo que el cuaderno destinado a la escritura del Diario de a bordo termine siendo utilizado para escribir un cuento. Quizá una forma de delegar la función testimonial -esperable de un diario- en la más evidente de las ficciones: un cuento que expande el núcleo temático de una canción de evasión y que acaba conduciendo una historia de amor y aventuras hacia una alegoría de la lucha política.

La opción por una estética determinada acompaña, como ya lo había señalado Benjamín, el posicionamiento político. Y el écrivant -para usar la terminología de Barthes- es también un écrivain, desde que la escritura de ficción convierte a toda explicación en espectáculo. La escritura no es ya sólo un documento o rastro de otra cosa. Es también un gesto autosuficiente, una práctica que se resguarda en la institución literaria y en el carácter de la ficción para cuestionar a toda autoridad y a todo poder en un terreno en que no se tema a la sanción. La escritura de ficción podría ser un punto de anclaje, uno de esos espacios que, en la metáfora del universo-tapiz expuesta por el timonel (95) deben ocuparse. Un espacio, en este caso, discursivo.

Antes de pasar al punto siguiente, nos detendremos en una breve nota sobre fantasmas. La equiparación inicial del relato con los «cuentos de aparecidos», pone en juego varios sentidos significativos. Por una parte, la noción de «aparecidos» remite a una zona de existencia dudosa, ambigua, fantasmal, vacilante, puesto que «aparecidos» se llama a aquellos que regresan de la muerte. Pero este sentido de la noción de «aparecidos» adquiere otros matices, al oponerse, paradigmáticamente, al concepto de «desaparecidos», que tanto en el texto como en la cultura argentina tiene lamentables connotaciones.

Decir, entonces, que «esta historia también es de fantasmas» (10) no se contradice con su caracterización final como «una crónica muy simple» (239). Para hacer la crónica de esa zona imprecisa, en el límite entre lo real, lo irreal y lo ficticio, en la que se ubican los aparecidos/desaparecidos, para convocar a los fantasmas, la escritura de ficción sigue siendo la instancia más adecuada.




3. El personaje y el autor

Indudablemente, el hecho de que el personaje de Rolando, narrador básico y protagonista, esté caracterizado como un argentino, habitante de La Rioja, músico de profesión, detenido y exiliado por el régimen militar y que busca asilo político en España, favorece la identificación del mismo con el sujeto biográfico Daniel Moyano, al menos para un lector cuya enciclopedia registre alguna información sobre la vida del escritor. De algún modo este efecto de lectura influyó en la crítica de la producción de Moyano, cuya narrativa fue entendida, en general, como una suerte de autobiografía (Delgado, Gregorich, 1306), llegándose a decir, para el caso concreto de LNB que el texto conllevaba un «acento autobiográfico» (Sarlo, 52).

Ahora bien, la introducción del narrador-protagonista Rolando se aparta de los cánones de la autobiografía tradicional. Con el «Hagamos de cuenta» con que se inicia el texto, se pone en evidencia el carácter ficcional del relato. Inmediatamente el narrador introduce al personaje de un viajero «que acaba de llegar y va a contarnos una historia», para luego declarar que va a ocupar «el lugar» de ese viajero, con el propósito de relatar lo que llama «mi propio viaje». Relato que se equipara a un testimonio al decir que se trata de «mi burda historia real». Todo lo cual construye un proceso circular: la voz narradora atribuye, desde el inicio, el carácter ficcional al texto, introduce un personaje en esa ficción y pasa luego a identificarse con él fundiendo los roles de narrador básico y del mítico viajero-contador de historias, arrogándose el protagonismo del relato al referirse a lo que llama su propia «historia real».

Por la identificación entre quien narra y el personaje protagónico, además del declarado afán testimonial, podría tratarse de una autobiografía. Sin embargo, la compleja introducción de este narrador-personaje nos alerta sobre la ingenuidad de una lectura que busque la coincidencia del narrador protagonista con el autor, identificación clave de la autobiografía. Y esa alerta está dada no sólo por la diferencia del nombre -Rolando/Daniel Moyano-, sino también por la concepción de la escritura que de este primer pasaje se infiere. Pues, en efecto, detentar la voz se equipara al ocupar «un lugar», quien habla no es un sujeto absoluto, génesis del discurso, sino que la posibilidad de enunciar algo, tal como aparece representada en la ficción, es cuestión de posición en una red situacional determinada. Pero, eso sí, el lugar ocupado por la voz narradora -en este caso el del viajero de los mares del sur es un lugar establecido por esa misma voz, cuya sola presencia inaugura el relato. Paradojalmente, narrar es presentado como un espacio que se instaura a sí mismo.

Volviendo al problema, no estamos ante una autobiografía como género del discurso, puesto que el propio texto alerta sobre no confundir ingenuamente persona del autor y personaje. Entonces, ¿qué sentido tiene esa diseminación de indicios que señalaba al inicio de este apartado y que favorece la identificación de Rolando, personaje de ficción, con Daniel Moyano, sujeto biográfico?

Si toda autobiografía, en tanto que relato, es una ficción, el relato que Rolando hace de su propia historia podría leerse como una autobiografía atribuida a un personaje. Ficción de ficción, un modo de extremar la separación entre autor del texto de LNB y narrador del relato autobiográfico, de modo de poner en entredicho todo intento de hacer coincidir lo real externo al texto con el universo construido en el mismo.

Para el caso del personaje de Rolando y la narración de su «historia real», pueden ser útiles las consideraciones de Marta Morello-Frosch, según las cuales éste sería uno de esos casos en que se reconstruye en la ficción una subjetividad contra un marco de experiencias históricas, así como se centra el discurso en un sujeto excluido de la historia oficial (Morello-Frosch, 60-1).

En cuanto a lo primero, la pregunta por la identidad, tematizada a lo largo de todo el texto, parte de la situación del personaje para proyectarse en una lectura de la historia y la cultura nacionales. Lo cual coloca nuevamente al texto de ficción en la posición de un interlocutor con otros discursos no considerados tradicionalmente ficcionales -el de la historia, principalmente, pero también la ciencia, la filosofía- lo que ayuda a establecer ese diálogo entre la ficción y la supuesta realidad de que antes hablaba.

Pero además, y tocante al segundo punto que rescato de las apreciaciones de Morello-Frosch, es significativo el carácter de exiliado y ex preso político atribuido al personaje, ya que el texto entero, presentado como la historia que narra un sujeto signado por su marginalidad respecto de la ideología dominante, se arroga una posición enfrentada a la del discurso del poder.

Desde que el personaje de Rolando es el narrador básico, su caracterización incide en el papel que desde el texto se propone para la ficción. Quién habla en este relato es una cuestión que se liga muy estrechamente con lo que se dice. Que un exiliado hable del exilio funciona, dentro de la ficción, como un mecanismo para instalar en el discurso la posibilidad de una mirada diferente sobre lo nacional, una mirada entre propia y ajena al objeto de su discurso, una mirada exiliada, en definitiva.

El exilio, por otra parte, parece ser una categoría que atraviesa distintas instancias: el personaje, el tema de la novela, el sujeto biográfico Daniel Moyano, las condiciones de producción de textos que, como LNB, se inscriben en una «literatura exiliada». Es cosa sabida que la condición del exilio signó la vida de Daniel Moyano5. Pero ¿alcanza eso para deducir que la voz del personaje es la suya y que habla de sí mismo? Al menos, algo puede notarse en el texto: la construcción de un linaje de exiliados en el que se incluye a Rolando. Un linaje que empieza por Adán:

[...] el más respetable de los exiliados, echado del paraíso no por un cabo o sargento de turno sino por el mismísimo Jehová de los Ejércitos [...]


(304)                


Un linaje biológico y cultural, que cuenta con un abuelo inmigrante -que permite leer el nuevo exilio como un retorno al origen- y con la herencia del lenguaje de la música, herencia fundada en la vinculación que el Gryga, el violín, establece entre Rolando y el húngaro que trajo el instrumento, cuya historia evidencia cómo el exilio es, ante todo, «exilio de un idioma».

El carácter de exiliado paradigmático de Rolando se consumará, entonces, al fundir su voz con la del músico exiliado, al narrar el momento de la partida del Cristóforo utilizando el registro lexical acordado en la ficción al personaje del húngaro:

El Gordito llora. Yo también llora. Cristóforo cada vez más lejos de violino que quedaba colgado bajo el parra. Violino antes siempre conmigo y ahora está sinmigo. Avispos negros zumbando dentro de violino mío, otoño llueve y caen hojas y violinos.


(42)                


Concentrar en un personaje un linaje de exiliados tiende a privilegiar la condición de exilio por sobre las subjetividades representadas en el texto. Y en ese sentido, hablar de un exiliado es hablar de todos los exilios y todos los exiliados, como cuando se dice que los setecientos pasajeros «indeseables» del Cristóforo son setecientas «fotocopias» de una misma historia.

La relación entre el personaje y el sujeto biográfico es la clase de relación que hay entre todos los exiliados, reales o ficticios. Una relación que se condice muy bien con la concepción autoral de la existencia de «armónicos» entre las cosas y los seres, utilizando la metáfora musical para referirse a una suerte de correspondencia que no llega a ser la identidad, ya que los armónicos son las notas musicales que, como el nombre indica, armonizan entre sí, pero son notas diferentes. Y en este caso los armónicos podrían ser el sujeto empírico y un personaje de ficción (Roffé, 2). La relación no es entonces la identificación, sino la correlación, la correspondencia de elementos pertenecientes a dos series heterogéneas6.




4. Sobre el autor

Un problema que no ha quedado resuelto es precisamente la cuestión que planteaba Michel Foucault cuando se preguntaba ¿qué es un autor? En el caso de LNB es interesante analizar esa propiedad discursiva que es la clase de relación que un texto establece con su autor (Foucault, d, 41). Y para empezar, nada mejor que buscar si desde el texto se propone algún concepto o definición de lo que es un autor.

La categoría autoral aparece por primera vez al hablar del violín:

[...] estaba firmado por un artesano de nombre probablemente checo, casi ilegible, Gryga o algo así, nombre que sin embargo lo sacaba de la triste familia de los violines de serie y lo llevaba a la categoría de violín de autor, por más desconocido que éste fuese [...]


(13)                


De este fragmento se infiere la relación entre el autor y la firma. Ser el autor significa ser ante todo un nombre que diferencia el objeto producido de los demás. Ser el autor es trasladar el propio nombre al objeto.

El nombre del autor es una marca, una señal que, como ya sostenía Michel Foucault refiriéndose al campo literario, ejerce una función clasificadora de los discursos, otorga cierto estatuto a la palabra y orienta sobre su recepción (Foucault, d, 20). Ahora bien, el mismo Foucault reconoce que postular la desaparición del autor como categoría antropológica -en beneficio del autor/función discursiva-, otorga a la escritura, signada por esa ausencia, cierto transcendentalismo (Foucault, d, 16). En el caso de LNB cabría preguntarse si el nombre de autor no es parte de un sistema de remisión del texto a lo real.

Una lectura posible podría organizarse a partir del pasaje en que el narrador, haciendo referencia a un texto de ciencia-ficción -1984-, establece una relación con la situación política de la represión:

[...] El nombre de los individuos en cuestión (conosurenses o no), no estará más en los registros, se borrará de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho [...] y su paso por la vida quedará anulado como si jamás hubiese existido [...]


(55)                


La permanencia del nombre registra «el paso por la vida». Y como ser el autor -pongamos por caso, de LNB- es firmar con el propio nombre, esa firma se convierte en un gesto que desafía a la muerte, a la desaparición.

La función discursiva y lo biográfico se ligan mediante el nombre de autor. Y es innegable que, aún como simple efecto de lectura, el conocimiento que se tiene del sujeto biográfico Daniel Moyano opera orientando la recepción del texto, pues un texto sobre el exilio escrito por un sujeto empírico exiliado, contribuye a construir la figura del autor en el sentido primigenio de autoridad (Williams, 220). Y respaldado en esa autoridad el texto establece su diálogo con lo real.

La escritura, como toda práctica, implica la posibilidad del compromiso (Williams, 234), el que se hace efectivo mediante la elección de formas, estilos, procedimientos, contenidos, como se declara en la siguiente reflexión metaescritural:

Sí, pero lo que me revienta es tener que hablar de perros y gatos y de tigres que se matan, odio todo eso y no puedo cambiar de realidad. Qué hermoso no haber nacido en el Cono Sur, ser de Andorra por ejemplo. O del Cono Sur pero sin comprometerme con lo que sucede. Escribir una novela pastoril, qué mierda, por qué no, en una pampa soñada, como la de don Enrique Larreta por ejemplo. O ser un poeta como Arturo Capdevila, metido en problemas orientalistas que nunca hacen mal a nadie, o en plan evocativo poder escribir algo parecido a Allá lejos y hace tiempo; o cantarle a los ganados y las mieses, maravillosos mundos sin desaparecidos ni asesinos [...]


(207)                


Por otra parte, el hecho de que a lo largo de LNB se mencionen tantos escritores de los que se pronuncian valoraciones ideológicas -Lugones, Borges, Conti, etc.- favorece la concepción de la escritura como un gesto susceptible de evaluarse desde el punto de vista del compromiso político. Desde que entra en juego la ideología, la dimensión empírica del autor no puede despreciarse. Las condiciones biológicas, históricas, sociales, culturales, que afectan al sujeto biográfico son las que ubican a esa individualidad en un marco de formas heredadas que se engarzarán en la práctica de escritura, formas heredadas de las cuales la principal para un escritor es, seguramente, el idioma (Williams, 221).

El nombre de autor es, quizá, la instancia más adecuada para soportar una lectura según la cual el texto de LNB haría rizoma -para utilizar la terminología deleuziana- con la realidad, esa realidad que el mismo texto presenta sin ingenuidades y que es un referente privilegiado, una instancia permanentemente convocada por el discurso de Libro de navíos y borrascas.








Bibliografía

  • Adorno, Theodor W. «El artista como lugarteniente» en Crítica cultural y sociedad. Madrid, Sarpe, 1984, 203-19.
  • Barthes, Roland. «Ecrivains y écrivants» en Ensayos críticos. Barcelona, Seix-Barral, 1983, 177-185.
  • Bocchino, Adriana. «Libro de navíos y borrascas de Daniel Moyano: el viaje del exilio (de dónde? a dónde?)», Letras, 41-42 (1992-1993): 37-44.
  • Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Barcelona, Paidós, 1989.
  • —— y Félix Guattari. «Introducción» a Rizoma, México, Premia editora, 1978,7-39.
  • Delgado, Josefina y Luis Gregorich. «Las nuevas promociones: la narrativa y la poesía» en Historia de la literatura argentina/3. Los contemporáneos. Bs. As., CEAL, 1976, III, 1297-1320.
  • Foucault, Michel. La arqueología del saber. México, Siglo XXI, 1991.
  • ——. «Contestación al Círculo de Epistemología» en El discurso del poder. Presentación y selección de Oscar Terán. Bs. As., Folios, 1983, 88-124.
  • ——. «Método» en ídem, 174-182.
  • ——. ¿Qué es un autor? México, Universidad Autónoma de Tlaxcala, s. f.
  • ——. «La verdad y las formas jurídicas» en El discurso del poder, op. cit., 158-173.
  • Morello-Frosch, Marta. «Biografías fictivas: formas de resistencia y reflexión en la narrativa argentina reciente» en AA. VV., Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Minnesota: Institute for the Study of Ideologies and Literature / Bs. As., Alianza, 1987,60-70.
  • Moyano, Daniel. Libro de navíos y borrascas. Bs. As., Legasa, 1983.
  • Roffé, Reina. «El fuego interrumpido. La desconocida y triste historia de Daniel Moyano», Primer plano, 27.VI.993, 2-3.
  • Beatriz Sarlo, «Política, ideología y figuración literaria» en AA. VV., Ficción y política..., op. cit., 30-59.
  • Williams, Raymond. «Los autores» y «Alineación y compromiso» en Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 220-235.
  • Zockner, Cecilia. «Libro de navíos y borrascas: exilios e outras múdezas», Letras, 38 (1989): 102-113.


Indice