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ArribaAbajoCapítulo XII

Los embajadores persas


La victoria de Villanueva no solo inflamó y acrecentó el entusiasmo del ejército español, sino que enriqueció de todo punto a los soldados con los preciosísimos despojos que encontraron en los edificios de los sarracenos. Collares de gruesísimas perlas y grandes piezas de oro abundaban con tanto exceso que apenas podían darse a entender los cristianos que dentro de la ciudad quedase riqueza alguna. Regocijados en extremo con el botín y encantados, por decirlo así al admirar la diáfana hermosura de aquel cielo despejado y sereno, y donde el sol brilla con toda su pompa y majestad, discurrían por las fértiles riberas del Turia, cuyas olorosas hierbas despedían una aromática fragancia.

Valencia, situada en un dilatado llano y a la orilla misma del río, era por su templado clima, abundante suelo, feracísimos campos y por su proximidad al mar, una de las ciudades más hermosas de Europa, y al mismo tiempo más ricas. Prosperaba en ella el comercio con África y con los distintos puntos de España que poseían los árabes; y dando salida los naturales a los granos que les sobraban, adquirían los otros objetos necesarios para hacer deliciosa la vida. Atravesaba el Turia a Valencia corriendo por medio de sus principales plazas plantadas de pomposos olmos y sauces que le daban un aspecto campestre y agradable; y aunque sus calles eran estrechas según costumbre de los sarracenos, no por eso carecía de asombrosos edificios. Alrededor de sus murallas había muchos y muy bellos jardines que servían de recreo y solaz a los ciudadanos; y aun si hemos de dar crédito a una antigua crónica, hermoseábanla graciosísimos paseos decorados con fuentes.

La belleza de la ciudad no podía de modo alguno compararse con sus contornos; necesario era ver reverdecida la tierra en las cuatro estaciones y llena de colmados frutos, que abundantemente se desprendían de las ramas desgajadas con su peso, para dar una idea de la amenidad de este amoroso vergel. Veíanse dilatados bosques de frondosos árboles que regados por los cristales del vecino río levantaban la erguida copa cercada de lustrosas hojas. Alfombraba a todas horas la arena, olorosa azahar que el viento arrancaba de los ordenados naranjos que ostentaban la nívea flor y el dorado fruto a un mismo tiempo, y confundíanse sus caídos y olorosos cálices con el jazmín, la rosa, la violeta y el áureo aroma. Deslizábanse las aguas susurrando blandamente, o quizás saltando a un suelo más hondo se deshacían en líquida, espuma que argentaba su corriente.

Tantas delicias no podían menos de alegrar el corazón de los guerreros, haciéndoles concebir una ventajosa idea de la holgada vida que podían pasar en tan amena morada, donde los más sabrosos y delicados alimentos se vendían al más ínfimo precio. Experimentaban entonces por sí esta verdad: pues los colonos que no podían introducir en Edeta las producciones de sus campos, las ofrecían a los sitiadores con magnifica abundancia. Descubríanse en los arrabales que habían tomado los cristianos elevados montones de dulces naranjas, cestas de coloradas fresas, ricas carnes, verdura de todas clases y un pan tierno y delicado para aquel tiempo. Y mientras en el campamento del Cid andaban tan abundantes los manjares, principiaban ya a escasear en la ciudad, poniendo en mucho aprieto a los sarracenos siempre confiados en los socorros que aguardaban de los almorávides.

Sonó a deshora una armoniosa música en el arrabal y apareció montada en suntuoso palafrén y rodeada de caballeros que a fuer de corteses alternaban en tener las riendas a la hacanea, la donosa hija del Cid, doña Sol, que había permanecido hasta entonces en el castillo de Cebolla. Cual suelen las canoras avecillas disparar en suavísimos trinos y amorosas alboradas al salir encendido de las brillantes hondas el padre de la luz, y saltan de rama en rama ejercitando sus arpadas lenguas en cien distintos y dulcísimos tonos, no de otro modo al ver a la doncella los paladines del ejército del Campeador rompieron los aires con festivos vivas y voces de algazara. Correspondía doña Sol con graciosas sonrisas y cortesanos saludos a estas públicas demostraciones de alegría; y su nombre repetido de labio en labio encendía en los corazones la llama de la admiración y del patriotismo. Cubría el rostro de la hija de Rodrigo un delicado velo que tuvo la cortesía de alzarse, y dejar sostenido por detrás de los rizos el que contornando sus delicadas facciones daba mayor realce a su hermosura. Arrojaron al aire los guerreros sus celadas al gozar de lleno en lleno las miradas de la apuesta señora y por todas partes se compitieron los aplausos y las alabanzas a su gentileza y donosura.

-¿Y no halla ya entre nosotros -decían algunos- a su adorada madre? Esta reflexión hacía asomar a sus ojos tiernas lágrimas de despecho, pareciéndoles que era una mengua para los que se llamaban caballeros de Castilla el no haber libertado ya a Jimena de la esclavitud en que yacía pero en aquel punto llamó la atención universal una escena patética de amor conyugal y filial. Al instante que llegó doña Sol al edificio que habitaba Rodrigo, y que estaba vecino a la mezquita donde el aire tremolaba al estandarte de Castilla, abrazó a su hija y encaminándose juntamente con su fiel amigo Ordóñez de Lara a lo alto del alcázar, subieron a un torreón de arquitectura gótica, que en forma de aguja o miramar se elevaba a una prodigiosa altura. Tendió el amoroso héroe los ojos al palacio del rey moro y mostró a su hija el techo bajo el cual habitaban su madre y hermana, pero no bien había expirado en sus labios la frase, cuando divisaron y claramente reconocieron a la enamorada Jimena, que con el fin también de contemplar de lejos la bandera de su esposo, habíase encaramado a la techumbre o tejados de palacio. Descubriolos sin dilación la matrona, y agitando con presurosos movimientos el blanco pañuelo que llevaba en sus manos, dio muestras de indudables señales de que fácilmente los distinguía. Tendía doña Sol los brazos hacia su madre con cariñosos ademanes, mientras Rodrigo, enternecido con la vista de su esposa, le dirigía afectuosas miradas. Así permanecieron largo rato excitando la ternura de cuantos los miraban, que no podían menos de llorar ardientemente, viendo el extremo en que rayaba el mutuo afecto de aquella ilustre y virtuosa familia.

Descendieron unos y otros tristes en demasía, considerando los peligros que todavía los cercaban y que quizá serían parte a separarlos para siempre. Ordóñez, con el fin de distraer la melancolía de su amigo y apartar de su imaginación los objetos que le conmovían demasiado, le convidó a pasear aquellas florecientes riberas bañadas entonces con el aljófar de la mañana. Reía de puro alegre la huerta, y caminando los héroes por el borde mismo del agua vinieron a sentarse bajo de dos tilos en un escaño de piedra. Levantábase por las espaldas el majestuoso y aurífero sol, bordando de púrpura, zafiro y oro las lejanas nubes; y mil parleros ruiseñores le entonaban himnos de regocijo escondidos entre las verdes hojas de donde le veían encumbrarse al cénit. Daban rostro el de Lara y el de Vivar a una espesísima selva de árboles frutales, donde todavía en agraz se descolgaban la pera, la manzana y el melocotón, tal vez interpolados de dulces cerezos. Refrescaban tan apacible sitio limpios y sosegados arroyuelos que nacían del Turia corriendo en diferentes y sesgas direcciones y descubriendo en su claro fondo guijas de vistosos matices. Poblábanlos invitando a la pesca pequeños barbos y ligeras anguilas, para que nada quedase que desear; y triscaban jugueteando y recogiendo la verde fruta lindísimas zagalejas cubiertas con delgadas y sutiles telas, que velando sus encantos los subían de punto, porque en aquellos tiempos de ignorancia y sencillez bastaba en los campos cualquier traje para tener a rienda los humanos pensamientos que no se despertaban tan fácilmente como en nuestros días en que la amorosa solicitud penetra por los resquicios y por el aire.

Veo -dijo el Cid- que es este el más bello país de Europa y que lleva grandes ventajas a la misma Italia, a la que tantos elogios prodigan los extranjeros. En verdad que me pasma y encanta la abundancia de las exquisitas frutas que penden de aquellos árboles, y pienso morir en este cielo de felicidad, pues mi admiración no acierta a darle otro nombre.

-Pues a mí -respondió el de Lara-, no tanto me arroban la amenidad y belleza de tan plácidas riberas, como la singularidad de algunos usos del país y la alegría de sus habitantes. He recorrido todas las cercanías y pueblecitos inmediatos que se descubren en esta llanura y he tenido tan sabrosas pláticas con algunos aldeanos que, por malos de mis pecados, en un siglo no los hubiera puesto fin. Es de saber que son todos gente alegre y de lucios cascos, tan dispuesta a dar dos zapatetas y entonar una jácara, como a romper los terrones y empuñar la ballesta. Cómense las manos tras la armoniosa dulzaina, que es la música a que se muestran más aficionados, y los muchachos van alrededor de los músicos que la tañen danzando y brincando; y de tiempo en tiempo ponen la cabeza en el suelo y los pies en el aire, haciendo una voltereta que es señal de sumo regocijo entre ellos.

-¡Válgate Satanás por la invención -gritó el Cid-, y qué ligeros deben de ser los tales rapaces! Diera de buena gana una dobla de oro por verles ejercitar tan extraña habilidad, que por la cuenta les vendrá como anillo al dedo.

Y cuando tanta soltura cae sobre sus hermosas figuras como generalmente tienen, tal sea mi vida siempre, como ella parece, ¿Y no has observado, si te place, qué gracia o raro saber distinguen a las zagalejas de estos contornos, que si se asemejan a las que he visto, son tan blancas coma el ampo de la nieve y tienen unos negros y brillantes ojos?

-Mal año para mí si no pueden tomar un púlpito en cada mano e irse a predicar agudezas por esos mundos, según es de donosa y picante su lengua. Digo que a pesar de mi natural aversión a las hazañerías de este sexo, estaba colgado de sus palabras que me sabían a almíbar sobre buñuelos. Pero lo que principalmente ha llamado mi atención es la limpieza de sus casas, que parecen escudillas de plata; alfombradas con hermosos azulejos, de modo que el piso puede servirles de espejo para rizarse el cabello, y para aldeanas gastan, un lujo y un aseo que sorprende a primera vista.

-Vuelvo a decirte, Ordóñez -replicó Rodrigo-, que este es el más encantador país del mundo y que resuelvo acabar en él mis días si consigo tener a rienda el natural entusiasmo por las armas que me lleva de guerra en guerra sin dejarme vivir holgado y pacífico en brazos de la más amada de las esposas. Porque es de todo punto imposible reunir más bellezas y mayores ventajas para regalo del hombre y alegría del corazón que las que anteveo y observo cada día en esta tierra. No puede menos de ser eterno en ella el siglo de oro de que nos cuentan cosas asaz admirables los poetas. Y si tú, amigo mío, quieres permanecer aquí a disfrutar las riquezas que deben pertenecerte y tocarte de esta grande conquista, holgaré de vivir en compañía tuya, y nos daremos traza todos juntos para llenar la medida de la humana ventura. Pienso a las orillas de este mismo río, o por mejor decir, sobre él, levantar un alcázar de placer o recreo, donde gocemos las deliciosísimas auroras de mayo, y respiremos el fresco ambiente en los calurosos días de agosto. Y si agregas a estas delicias una compañera amable, hermosa, discreta y adornada de virtudes, ¿quien duda que tu dicha será envidiada de los más poderosos monarcas del orbe?

-Huelgo -contestó el de Lara- de todas esas felicidades que me anuncias, y procuraré solazarme con la fortuna que me quepa, metiendo las manos hasta los codos en ellas, excepto en el último punto: porque pensar que he de sujetarme a los caprichos de una hermosura y renunciar los verdaderos gustos que en la errante vida de los caballeros se prueban, es pensar en lo excusado.

-¿Sabes lo que te digo, Lara? -le atajó el Cid-, que a los ojos de algunos eclipsas en parte las brillantísimas cualidades que te hacen acreedor al renombre de héroe, por andar algunas veces cruel en demasía contra las bellezas a quienes estamos obligados los paladines a acatar, reverenciar y adorar a todo ruedo. Una de las causas por que a mi entender es más útil y alabada la caballería, es por la protección que dispensa al sexo débil, defendiéndole contra los que le hacen desaguisado, enderezando sus desaciertos y amparando sus necesidades. Así encarecidamente te ruega que calmes y pongas freno a esa aversión, que no sé cómo conciliar en hombre de tantas prendas.

-Ya sé -dijo algo sonrojado Ordóñez- que es mi deber derramar hasta la última gota de sangre por obedecer la menor mirada de una beldad en cumplimiento de las órdenes de nuestra caballería, pero al mismo tiempo conozco que tanto como valen esos astros mirados de lejos, pierden de quilates a medida que una se acerca; y así me contento con tributarles el culto a que soy obligado sin besar, empero, las reliquias, no sea que se desvanezca el prestigio. Y como las ideas de los hombres son varias y cada cual descuella por un capricho, el mío es ese, sin que esté en mi arbitrio trocar la naturaleza y cambiar las inclinaciones que me han cabido, según el signo en que nací, que o yo sé poco de astronomía, o no debía ser la estrella de Venus.

Rióse Rodrigo de Vivar de la extraña aprensión de su amigo, y en esto vieron llegar a Nuño que recorría aceleradamente la vega en su busca, para comunicarles una alegre nueva.

-Señor -dijo al Cid-, vuestras hazañas llenan ya con su fama el orbe todo, y no hay rincón alguno tan escondido ni tan poco favorecido de los rayos del sol donde no hayan resonado en boca de los trovadores. Acaban de saltar a la arena unos embajadores de Persia, a quienes envía el gran Soldán a felicitaros por vuestros triunfos, movido de la gran admiración en que le han puesto y acompañan la embajada con riquísimos y exquisitos presentes que valen un reino.

-Por San Lázaro -gritó Lara-, que cuando se sepa en Burgos este hecho han de morderse las manos los señores aduladores que trastornan con sus calumnias la cabeza de Su Majestad. En Dios y en mi conciencia, que es este el día en que me anda brincando el gozo por el alma al ver premiados el mérito y la virtud, y que he de poner sobre las niñas de mis ojos a ese valeroso Soldán, que tan levantados pensamientos concibe. ¿Pero no os han dicho, amigo Nuño, por qué camino han penetrado a tan dilatada distancia los heroicos hechos de armas de nuestro jefe?

-Dicen -respondió Nuño- que fue a Persia un mercader de Flandes con hermosos cuadros, en cada uno de los cuales estaba pintada al natural una de las grandes victorias del inmortal Cid, y que habiendo comprado las pinturas el Soldán, enamoróse tanto del valor y felicidad de nuestro héroe, que pasaba las noches y los días mirando y remirando los cuadros. Pero el que principalmente le dio una elevada idea del patriotismo y del amor a su nación fue uno que representaba el concilio celebrado en Roma. Veíase la iglesia de San Pedro con las siete sillas colocadas para otros tantos monarcas, unidas la del Padre Santo y la del Rey de Francia; y la del de Castilla puesta una grada más abajo. Estaba nuestro héroe en ademán de romper de un puntillón el ebúrneo asiento de Francia y encumbrando con sus manos el escaño del soberano de Castilla; su Santidad parecía en el acto de descomulgarle con general agitación de los príncipes que se hallaban presentes.

-¿Y no se notaba allí -preguntó Rodrigo- al Pontífice alzando la descomunión, y absolviendo aquel primer ímpetu de su entusiasmo? Porque entonces deberán de creer por aquellas tierras que todavía huelga de mi pobre sallo la tal descomunión, y vive Dios que me pesaría que el señor Soldán me hubiese cobrado cariño por esta causa.

-No han dicho nada de eso los embajadores -contestó Nuño-, quienes se hacen lenguas de vos y así desean veros y daros la embajada como si les fuese en ello la vida.

-Lo que yo no sé -le interrumpió Ordóñez- quién les haya podido dar noticia del sitio donde a la sazón residimos, porque si en Persia por la cuenta les dieron a entender que en Burgos, ¿cómo han desembarcado en este mar y han venido de hilo a buscarnos?

-A lo que pude comprender -replicó Nuño-, se dirigieron en derechura a la Andalucía con resolución de tomar los informes necesarios, sabiendo que el espíritu guerrero del Cid le lleva de pueblo en pueblo sin morada fija; y como entre los señores andaluces no se habla de otra cosa sino del sitio de esta insigne ciudad, fácilmente pudieron saber a punto fijo el camino que debían tomar.

-Ahora, pues, lo que importa -añadió el de Vivar- es que se pongan en buen orden las haces del ejército, no solo para recibir con la debida pompa a los embajadores en premio de las muchas leguas que han tenido que pasar para cumplir con su mensaje; sino también para que los paladines de la Cruz se alienten y regocijen al ver el público testimonio y homenaje que tributan los soberanos al escaso mérito que en mí reconocen. Porque al considerar alguno que ando desterrado de Burgos, no digan, como dicen, que la fortuna y las cortes persiguen siempre a los que se distinguen con nobles y heroicos hechos; porque cuando a los que obran bien les quedase solamente el convencimiento propio, bastaba para hacerles felices, cuanto más que la fama que siempre es justa no respeta cetros ni coronas, ni a despecho de los envidiosos premia los esfuerzos de la virtud con una buena opinión, que debe ser el más grande estímulo para las almas elevadas. Dulce es andar por esos mundos en boca de las gentes con general aprecio: porque a pesar de que ninguna ventaja proporciona en vida la fama póstuma, es, sin embargo, una verdad que el pensar en ella lleva consigo un no sé qué delicioso que halaga nuestro amor propio; y aunque no la hallamos de disfrutar, nos agrada imaginar que nos cabrá en suerte. Sea enhorabuena un sueño, sea un bien puramente hijo de la imaginación la gloria y que está cercado de espinas; ¿no goza el hombre más arrobado a un mundo ideal y perfecto, que rastreando por la árida tierra que habita? ¿Y qué diremos cuando este sueño produce las hazañas más útiles al género humano, cuando es el aliciente y más poderoso despertador del amor patrio? ¿Hubiérase Leónidas sacrificado en las Termópilas a no antever la gloria que a su patriótico arrojo se seguiría? ¿Hubiérase Mucio abrasado el brazo, a no estar seguro de las alabanzas que merecería su generoso sacrificio? Pues si el único resorte para levantar las alas del humano corazón a grandes y atrevidas empresas es el amor propio, y a este se le halaga y pone en movimiento con la esperanza de la inmortalidad, estimulemos su acción en vez de procurar inutilizarla. Y por ahora vayamos a festejar a los enviados persas y a ver los presentes del Soldán, que no pueden menos de ser ricos y apreciables, según es de poderoso el que los manda.

-Juro en mi ánima -dijo Ordóñez de Lara, levantándose del asiento- que me has dado un rato delicioso y bien diferente de aquellos en que te pones a quemar inciensos a la belleza. Porque en mi concepto hay tanta distancia del mérito del valor al de la hermosura, como de la luz del sol a la de las estrellas. Las gracias son un don que da de balde la naturaleza, sin que tengan que hacer más para recibirlo y conservarlo, que echarse a dormir y adornarse y acicalarse como mejor plazca a cada dama; cuando el arrojo, a más de adquirirse con la educación, requiere un temple de alma muy al propósito y vencer para sacarlo a plaza cuantas incomodidades traen consigo la guerra y sus reveses.

Entró el Cid en el edificio y ordenáronse las haces cubriendo las calles del arrabal por donde habían de pasar los embajadores persas a ofrecer los regalos del Soldán. Leíanse en los semblantes de los guerreros la alegría y el pasmo que les ponía aquel ejemplo extraordinario de la altura a que se encumbra el valor; y por todas partes reinaba la algazara mezclada con tumultuosas y repetidas aclamaciones. Porque la gloria del general ufana y anima al soldado que piensa tener en ella una parte como resultado de las victorias a que ha contribuido con la fuerza de sus brazos; y porque el orgullo militar se complace de poder decir: «He peleado bajo las banderas de un héroe cuya fama eclipsa y pone en olvido la de los Pompeyos y Alejandros.»

Los enviados del Soldán, admirados de tanta pompa, se presentaron a Rodrigo de Vivar con timidez y embarazo; y después de saludarle a estilo oriental con profundas reverencias y genuflexiones, tomó la palabra uno de ellos y dijo:

-Nuestro poderoso soberano, el Soldán de Persia, nos envía, sol de Castilla, a saludarte en nombre suyo. Porque la alta opinión de tus hazañas ha penetrado hasta su imperio y henchido de entusiasmo por tu noble persona su real corazón. Dondequiera que los hombres amen a su patria y dondequiera que el honor sea el ídolo de los ciudadanos, han de rendir este vasallaje al heroísmo que conserva y defiende a la una, y asegura y hace resplandecer el otro. Justo es, pues, que desde las más ocultas y lejanas naciones tributen los monarcas de la tierra inciensos al héroe de su siglo, llamado con razón el rayo de los combates y el águila de Occidente. Y para que traigas a tu memoria, Cid valiente, la amistad de nuestro soberano y el público testimonio que a la faz del universo paga a tu mérito en ínclitos hechos de armas, te suplica te dignes admitir este corto don que te ofrecemos.

Calló el orador y al punto los criados pusieron sobre ricas mesas preciosas alhajas y barras de oro y plata, incienso, mirra, hermosos mantos de púrpura y algunas tiendas de campaña de seda labradas con exquisito primor y maestría. Y al propio tiempo preguntaron a quién debían entregar gran copia de camellos que componían igualmente parte del regio presente. Absortos estaban todos con la riqueza de los enviados que en sus trajes y finos modales mostraban ser, como en efecto eran, parientes del Soldán. Rodrigo se regocijaba de que sus armas hubiesen ilustrado así su nombre, y de que se pusiese en claro la injusticia con que le habían echado de Burgos, cuando España debía honrarse de haber sido su cuna. Respondió, pues, a los persas en estos términos con aquella amabilidad que le distinguía de todo punto de los otros guerreros que por lo común eran de carácter áspero y brusco:

-Mucha satisfacción me causa que el haber cumplido mis deberes con mi patria y con mi Rey me haya granjeado una buena opinión, que es el premio más lisonjero a que podía aspirar. Decid a vuestro soberano, que admito con sincero reconocimiento su amistad; y que si la diferencia de nuestros cultos y mis años no cortasen las alas a mis deseos iría personalmente a pagarle la prueba de singular cariño con mis servicios, porque no debe ser cobarde quien acata y honra tan particularmente al valor. Pero ya que el cielo niega este desahogo a la gratitud que inflama mi pecho, confío que vosotros le significaréis mis sentimientos del modo mismo que yo hago con vosotros. Dadle en mi nombre repetidas gracias por el don que con mano generosa me ofrece por vuestro medio, y rogadle que tenga a bien recibir una prueba de mi respeto.

El héroe de Vivar presentó en seguida a los embajadores los principales jefes del ejército, y mandó desfilar por frente del edificio a las ordenadas haces para que hiciesen ostentación de su bizarría y marcialidad. Tras esto, acomodó a los persas en su mismo alojamiento, llegando su bondad hasta el punto de agasajarles con fiestas y otras demostraciones de contento, y pidioles que no regresasen a su país hasta verle entrar triunfante en la hermosa Valencia. Mucho gusto dio a los enviados del Soldán la cortesía del Cid, cuyo arrojo y afabilidad no sabían cómo aunar, juzgando la una prenda incompatible con la otra. Ordóñez los acompañaba por hacerles merced, a visitar los pueblos inmediatos, recorriendo las floridas vegas del Turia y del Júcar, cuya situación y graciosas campiñas alababan con muchas veras.

Este acontecimiento imprevisto contribuyó también a la conquista de la ciudad, no solo por el orgulloso arrojo que despertó en los soldados de Rodrigo, sino también por el pasmo que causó a los moros al ver que hasta los soberanos de su culto y de tan lejanas tierras se honraban con la amistad de un adalid cuyo poder era ya formidable. Admíranos en verdad, el que un hombre solo desbaratase a las veces y venciese numerosos ejércitos, pero si consideramos el espanto que causaba su nombre, fácilmente comprenderemos este arcano. Semejante al estallido del trueno el grito de «el Cid vence» aterraba a los musulmanes, que se atropellaban en su fuga por escapar de aquel acero cuyos golpes eran de muerte. Su prestigio, pues, la aureola que brillaba en su cabeza, bastaban sin el auxilio de su brazo invencible a inclinar a la victoria, cuyo carro rodaba siempre en derecho de Castilla, como si aquel fuese el punto donde debía dirigirse.




ArribaAbajoCapítulo XIII

La sorpresa


La hora del alba sería, cuando la linda Elvira, que pasaba por muy amiga de madrugar, salió a esparcirse por la florida vega que humedecían los cristales del ameno Turia, por frente del real alcázar de Abenxafa. Seguíanla en zaga y a larga distancia fray Lázaro y Gil Díaz, que se profesaban singular cariño, y que holgaban también de gozar los encantos de la aurora que en aquella estación y en aquel en extremo regocijado país no podía menos de ser deliciosísima. Cubrían en otro tiempo la espaciosa plaza, a esta misma hora, las ricas producciones de la tierra, amontonándose las dulces frutas y sabrosas verduras; al presente, escaseaban ya los comestibles, por el asedio, y estaba casi desierta y desprovista del necesario alimento.

Caminaba delante sola y señora nuestra doncella, como hemos dicho, y nuestros dos amigos, que iban con más reposado continente, se detuvieron un momento para corresponder a los saludos de un moro que al principio no reconocieron, o sea por el espacio que mediaba, o sea porque todavía era débil la vislumbre del día. Mas luego vieron ser el señor Vellido Dolfos, que se les reunió con muestras de mucho agasajo, y les dijo:

-Vengo a solicitar de vosotros una gracia, amigos míos, confiado en el retorno que merece el amor que os mostré mientras la suerte de la guerra os hizo esclavos míos.

-Si así es -le interrumpió Gil-, cuente su merced con una tanda de azotes, igual a aquella de marras; cuente con que nos ha de servir trabajando a destajo, entre tanto que nosotros nos solazamos bonitamente con descargarle sendos latigazos que le pongan como nuevo; y cuente con que ha de comer solamente queso, pan y agua. Porque justo es que a quien pide tortas se le dé sahumadas y nosotros no somos hombres para hacer pleito por punto más o menos.

-Bendiga Dios esa lengua -exclamó fray Lázaro-, para que podáis algún día tenerla a raya y no encajar a cada triquete tamaños disparates. Si todavía ignoráis, hermano, lo que quiere el señor Vellido, ¿a qué viene esa cáfila de sandeces? ¿No podía desear confesión, arrepentido de sus muchos y enormes delitos? ¿Y os parece que en ese caso podía yo en conciencia negarle su demanda, por más que muestren todavía mis carnes señales de su crueldad para con nosotros?

-Vuelvo otra vez a mi cuerpo -contestó Gil- cuanto he dicho y de ahora para siempre lo anulo y doy por mal pensado y peor hablado.

-Lo que os ruego -añadió entonces Vellido- es que uno y otro intercedáis con doña Jimena, a fin de que me dé una recomendación para su esposo con seguridad plena de no tomarme cuenta del pasado tiempo; y con este documento pienso fugarme a su campamento y abandonar esta ciudad, que, voto al diablo, no tardará en caer en manos de los sitiadores.

-¿Y eso no más exige de nosotros su merced? -preguntó el socarrón del criado-. Pues a fe mía que he recomendado más de una vez a su merced con tales veras a las señoras mis amas, que han ofrecido encumbrarle tanto, que no le alcancen sino con llamarle señoría. Me dejaría yo pelar las barbas antes que consentir que tocasen los vencedores un solo cabello de la cabeza del buen Dolfos mi antiguo camarada, y poco ha dueño de mi persona. Y así tengo por excusada la petición, pues ahora vaya con documentos, ahora sin ellos, le recibirán de perlas los cristianos.

-Pues yo -replicó fray Lázaro- he de interceder con doña Jimena para lo que pide Dolfos, porque mi conciencia me manda que pague el mal que me ha hecho con bienes.

-Es su paternidad -le atajó Gil- espíritu de quimera conmigo, y no haya miedo de que una sola vez esté a mi razón. Así recomendará mi señora a un traidor, como lloverán torreznos; y juro a tal que no le han de valer excusas, y ha de satisfacer la deuda que conmigo tiene sobre los azotes que me mandó dar. No, sino andaros con rodeos y melindres, que en cayendo su merced en manos de Reynaldos y Gayferos, mis amigos, sabrá con quién las había.

-Bellaco -gritó Vellido-, ve y cuenta a esos señores que mi mano ha visitado tus carrillos.

Dicho esto, descargó sobre el pobre Díaz tal bofetada, que casi dio con su cuerpo en tierra; pero saliendo el escudero de su acostumbrado paso, con aquel insulto, asió de las barbas a Dolfos, y comenzaron los dos una escuderil pelea de araños, mojicones y patadas. El criado sacudía al regicida, el regicida al criado, fray Lázaro gritaba haciendo ademanes para ponerlos en paz, y al ruido del alboroto, de los porrazos y de las voces del religioso, volvió la cabeza Elvira, y soltó las riendas a la risa, al ver los hinchados mofletes de Gil que chispeaban de puro colorados, los hundidos ojos de Dolfos que arqueaba las cejas y apretaba los dientes haciendo graciosos visajes a cada golpe que recibía, y la flema y remanso de fray Lázaro, que se contentaba con darles voces, sin tomar parte en el combate.

Acercose la doncella, y al verla, por un natural movimiento de respeto, cesaron ambos combatientes en la pelea, poniendo unos rostros compungidos y melancólicos.

-¿Qué es esto -preguntó Elvira, sonriendo cariñosamente-, amigo Gil? ¿Y el voto de vivir pacífico y sosegado, qué se ha hecho?

-Señora -respondió el escudero-, los primeros ímpetus de la cólera no son en manos del hombre; y el más reposado pierde los estribos cuando le acriban y asaetean. Ahí tiene su merced al señor Vellido Dolfos, que todavía pretende ponerse a cuentas conmigo, por si mi señora doña Jimena le ha de recomendar o no a mi amo para que deje impunes sus delitos.

-Si tal es la causa de la disputa -contestó la hija del Cid-, viva mi buen escudero quieto y sosegado, que mi madre no escucha a renegados, ni los escuchará jamás; y el asesino del rey Sancho y el que puso en venta la cabeza del caballero del Armiño, valiéndose de mi nombre, puede estar seguro de que tarde o temprano morirá, como le predijo Díaz, en lugar alto; y veamos si quiere vengarse también de mi predilección, que puede ser que con solo pestañear yo, le mande Abenxafa colgar de uno de estos árboles. Quítese de mi presencia el vil traidor y otra vez no ose alzar los ojos a mirarme, si aprecia en algo la vida, pues por la Cruz de que ha maldecido el fementido, que no necesito de los cristianos para castigar sus infinitas maldades; que de un renegado y regicida todos reniegan y a todos place deshacerse de un miserable y criminal.

Vellido se alejó con indignados ojos, sin atreverse a mirar a la irritada hija de Jimena, conociendo cuán fácil le sería en una u otra época, es decir, ahora o después de tomada la ciudad, recompensar sus merecimientos. Fray Lázaro, que ansiaba sacar a plaza su humildad, para dar ejemplo de que los agravios deben ponerse en olvido, alzó los ojos al cielo, y después de haber exhalado un robusto y pausado suspiro, exclamó:

-¡Es posible que la hiel de la venganza halle cabida en el blando y tierno pecho de doña Elvira! No, no puedo darme a entender que se haya así trocado la naturaleza de las palomas: interceda su merced, señora, con su padre a favor del desgraciado Dolfos, que quizá por el arrepentimiento lavará sus pasadas acciones.

-Su paternidad perdone -respondió la doncella-, pero por esta vez no soy de su opinión: nunca emplearé mis ruegos para salvar a un cobarde y alevoso renegado.

Adelantose con gentil continente por la vega, más ligera que la liebre, y dio orden a Díaz que regresara a palacio, y aguardase allí su vuelta que daría al instante. Dirigíase la belleza de Castilla a un escaño inmediato que ocultaban unos altos rosales, a cuyo agradable sitio debía venir el caballero del Armiño a despedirse de su amada. No tardó en llegar el paladín vestido ya con su magnífica coraza y cubierta la cabeza con un casco de bruñido acero que le había regalado Pelayo. Llevaba caída la visera como en otro tiempo, y en vez de las blancas plumas que le distinguían de los otros guerreros, coronaba su casco una marlota negra graciosamente inclinada al lado izquierdo. Tembló el corazón de Elvira al ver armado al valiente caballero, agitada por un presentimiento fatal que aguó la natural alegría que en aquellos días retrataba su rostro. Deslustráronse súbitamente las rosas que coloraban su fresca tez, quedando esta pálida como las aguas del mar iluminadas por la lumbre del nocturno astro. Sin duda hay en la mente humana una chispa de adivinación que alarma nuestras potencias y facultades físicas antes de acontecer la desgracia. Admiró al incógnito paladín la súbita mudanza del color de su amante, y recelando en un punto mil contrarios accidentes, preguntó turbado y cuidadoso:

-¿Qué áspid has pisado, hermosa Elvira, que así ha conmovido tu pecho y eclipsado la púrpura de tus mejillas? ¿Será posible, eterno Dios, que cuando se acercan a su ocaso nuestras penas nazca de repente una estrella de mal agüero? Rompe ese silencio, dueño mío, y si nuevas borrascas me roban la luz de tus soles, permite a el alma saborearse con tu vista los breves momentos que el destino nos concede.

-Ignoro la causa -respondió le hija del Cid-, pero agita mis miembros un frío mortal; y siento tal inquietud, que apenas podré explicarla con palabras. Quizá la proximidad de la dicha causa en mí sensaciones desconocidas, porque parece que los grandes acontecimientos se anuncian ellos mismos como el trueno al que preceden los relámpagos. Pero una preocupación no debe ser parte a privarnos del gozo de volvernos a ver en el feliz momento en que el ejército cristiano va a recobrar su mejor lanza.

-¿Quieres -dijo el caballero- partir conmigo y recobrar también la libertad? Juro en mi ánimo sacarte en mis brazos por entre un millón de combatientes, y restituirte a tu adorado padre. Mi empresa, si bien se considera, es arriesgada porque cerradas como están las puertas de la ciudad, no me queda más recurso que arrojarme al río, y a nado salir al campo cristiano despreciando la nube de flechas y saetas que al verme huir lanzarán contra mí los sarracenos. Pero si me concedes la gloria de ser tu libertador, saltaré con la espada desnuda al muro, y de allí nos deslizaremos al arrabal con el aliento que tu divina presencia infundirá a mi pecho.

-¿Piensas -contestó Elvira con patético entusiasmo- que sería capaz de abandonar a mi querida madre, y exponerla a mayores insultos y peligros por todos los bienes que encierra el orbe? Mi felicidad es muy despreciable a mis ojos comparada con la suya; renunciaría a la vida y a las delicias mismas del amor por proporcionarle un solo consuelo. ¡Oh!, tú no llevarás a mal el que ame con tanto extremo a la que me alimentó con la sangre de sus venas, aquella a quien dirigí la primera sonrisa desde la cuna para significarle que ya la reconocía el corazón. Pero observo que es temerario arrojo entregarse al cielo abierto y a la luz del sol en manos de la muerte, cuando protegido de las tinieblas de la noche podías fácilmente ponerte en cobro sin tantos peligros. Y aunque la vida sea para los héroes un objeto de poco precio porque los espera la inmortalidad, deben, sin embargo, procurar salvarla, si no por ellos, por aquellas personas a quienes costaría su pérdida la ventura.

-Los árabes -replicó el joven- recelan que los cristianos han de asaltar la ciudad, y no hay precaución que no tomen por las noches para evitar una sorpresa que les podía ser funesta; mas fiados durante el día en su claridad, andan menos solícitos, y es más agible el burlar su vigilancia. Sin embargo, a decir verdad, aunque así no fuese, nunca reputaría digno de un individuo de la alta caballería el escapar a la sombra de la noche por temor, a manera de un criminal que huye por no esperar la sentencia de muerte en castigo de sus delitos. ¿Qué dirían mis soldados de que su jefe que tantas veces les había mostrado el camino del verdadero honor necesitaba de las nieblas y de los ardides para vencer a tan cobardes enemigos? No, ellos me han de ver entrar a buena luz y con la cabeza erguida, como quien no teme mostrarse después de una batalla, seguro de que no le darán en rostro su cobardía.

-Si así es -exclamó la doncella-, nada debo decir en contrario, porque amo tu gloria tanto como tu corazón. Tu regreso al campo cristiano lisonjea agradablemente mis esperanzas, y no dudo de que en breve gozaré el placer de hablarte más tranquila en esta encantadora vega. ¡Qué deliciosa está! Mira cómo la aurora ha erguido las florecillas que esmaltan las márgenes de los riachuelos, corriendo sus líquidos cristales entre pardas y blancas guijas. La tierra floreciente, el cielo despejado y el aire puro, todo da claros indicios de la plácida bonanza que reina en la naturaleza. ¿Por qué no ha de haber en mi interior la misma calma?

-Deja que mi brazo victorioso -gritó conmovido el paladín- derribe al suelo los pendones de Mahoma, y ponga a tus plantas una laurífera corona; deja que la cabeza del vil Abenxafa, clavada en la punta de mi lanza, aterre a los tiranos que oprimen injustamente a la virtud, y entonces, regocijada y satisfecha, probarás las dulzuras de la amable tranquilidad. Ahora que los riesgos hormiguean a tu alrededor y ardes en deseos de contemplar, dichosa y reunida a tu familia, ahora que presencias a todas horas las lágrimas de una esposa enamorada no es posible que encuentre de todo punto la calma. Parto sin poder tributar mis respetos a tu madre como deseaba; parto a buscar una muerte gloriosa, o a romper las cadenas y libertar a la más hermosa de las ciudades del yugo sarraceno; al lado de tu ilustre padre y a la sombra de sus laureles penetraré proclamando vencedor tu dulce nombre. Si la cruel fortuna nos separa y me espera el sepulcro, acuérdate alguna vez de un caballero que todo lo ha sacrificado a tu amor.

-Demasiado me acordaré -dijo suspirando la hija de Jimena-, porque no es fácil borrar la imagen que está impresa en el corazón. Adiós, valeroso joven, saluda a mi amado padre, y dile que los brazos de su hija no han ceñido días hace su cuello. Dile... Pero ¡Dios mío! ¿Quién se acerca?

En efecto, venía hacia ellos con presurosos pasos y ademán amenazador el monarca de Valencia, saliendo, de entre unos enramados jazmines que enzarzándose por los troncos de los vecinos árboles formaban como una pared de verdes hojas que ocultaban del todo los objetos que por aquellas sendas vagaban. Centelleaban los ojos del tirano, y sus blancos labios manifestaban el coraje y ávida rabia que despedazaban su alma al reconocer a la que amaba discantando con un guerrero de la Cruz y con muestras de enternecimiento. Sin embargo, no colgaba de su tahalí alfanje alguno, ni brillaba en el cinto el mango de su puñal; pendía, sí, de sus hombros una sutil capa de púrpura recogida enteramente a las espaldas, y en el magnífico turbante que cubría su cabeza se veían sartas de perlas ondeando en graciosos pabellones.

-¿Quién eres? -preguntó el airado Abenxafa al caballero del Armiño con impetuoso tono-. ¿Qué buscas en esta ciudad y por dónde has penetrado?

-¿Y con qué derecho -le contestó el cristiano- exiges de mí que responda a tus preguntas? ¿Piensas que soy algún esclavo tuyo a quien puedes mandar como te plazca? Jamás satisfago a nadie con la lengua; empuña la espada, y te enseñaré segunda vez cómo has de tratar a los paladines de Castilla.

-Orgulloso eres, soldado -respondió el morisco-, y siento no poder probarte el desprecio con que te miro, pues por azar me hallo sin arma alguna. Sin embargo, soy el soberano de esta ciudad, y me parece que me asiste algún derecho para preguntarte quién eres. Y si estas razones no bastan, sabe que me pertenece el corazón de esta cristiana, y que debo conocer con qué motivo has venido a hablarla.

-Por la Cruz santa juro, insensato y presumido árabe, que a no verte desarmado te cortaría la lengua para que no tornaras ya a blasfemar de la belleza más perfecta que posee España. ¿Juzgas que te pertenece su corazón porque lo has ganado en alguna singular batalla? A risa me provoca tan infundada presunción y si te place seguir mis consejos cesa de cansarme con necias interrogaciones, de las que sacarás igual fruto que de tus amores con la hija del Cid.

-Por Alá -gritó el árabe- que si me permites volver a palacio por un sable, que he de paladearme con mirar tu cabeza clavada a la puerta de mi alcázar.

-Hombre vil -dijo el del Armiño-, de muy buena gana haría semejante concesión a un guerrero de honor, a un guerrero valiente que no hubiese recurrido ya otras veces a la traición para asesinar a sus enemigos. ¿No fuiste tú quien arrebató del campo cristiano con la más negra perfidia al caballero del blanco escudo para vengar sin riesgo la gloria que le había cabido, haciéndote morder la tierra a las puertas mismas de la ciudad? Te cubriste de infamia con tan despreciable acción, y desde entonces perdiste ya los derechos a la confianza que antes inspirabas; ¿cómo quieres merecerme la menor sombra de ella si veo tus manos teñidas, no con la sangre que derraman los valientes en la liza, sino llenas de las manchas que ostenta el verdugo después de haber sacrificado a la víctima? Aquí tienes presente la sombra de tu rival: yo soy el caballero del Armiño, el que te venció en singular combate, el que juró derribarte del trono a que te encumbraron tus crímenes, soy aquel al que seducido y vilmente engañado sepultaste en el panteón donde descansan las cenizas de tantos monarcas de tu culto. Tiembla delante de mí he venido a anunciarte que se acerca el día de tu perdición, y que está escrita en las celestes bóvedas tu sentencia. ¡Ay de ti si osas profanar con una sola mirada los encantos de esta celestial criatura! Se abrirá el abismo a tus plantas, y saldré yo a defenderla inocencia. ¿No me reconoces en el acento, en el veneno que respiran mis palabras, en el desprecio con que te hablo, en mi coraza y espaldar? Acuérdate de mis palabras: cumplirase mi predicción, y me paladearé insultando con la sonrisa del menosprecio los postreros alientos de un tirano. Y tú, hermosa Elvira, adiós; nada temas de este malvado que dondequiera que él ose atormentarte, allí me verás aterrarle con la súbita aparición de mi sombra.

El caballero, pronunciada su terrible profecía, con misterioso tono desapareció como un rayo siguiendo la ingeniosa ficción que sin duda le salvaba, pasó a nado el río, y aunque los centinelas de la muralla le dirigieron y asestaron continuas saetas, tuvo la felicidad de que se hiciesen pedazos sus puntas resonando sobre el espaldar del finísimo acero, que era el único blanco a que podían encaminarlas. Permanecía Abenxafa atónito y consternado, sin alzar los ojos del suelo donde los había fijado, porque su imaginación supersticiosa y llena de las preocupaciones que el espíritu de fatalismo y las doctrinas del Alcorán infunden a los musulmanes añadían al fanatismo de su secta ciertas ideas confusas y horrorosas que acerca de los muertos había aprendido en algunas regiones de África. Así no dudó un solo momento de que el caballero del Armiño era una espantosa visión que el ángel de las tinieblas le enviaba para poner pavor a su alma. Recordaba el acento del paladín que había oído durante la batalla que tuvieron, y en la noche de su prisión, y como no podía menos de reconocerle, cayó en tan extravagante creencia. El ingenio lo conseguía todo en aquellos tiempos de ignorancia, y trasformando los sucesos más sencillos con la magia de la reinante superstición, suponía prodigiosos y sobrenaturales, unos acontecimientos que en sí mismos no tenían nada de extraordinario. De aquí nacen las maravillas, apariciones y encantamientos que nos refieren las antiguas leyendas, y que examinados a buena luz no son otra cosa que rasgos de desenvoltura y agudeza con que hombres superiores a los otros en ingenio y conocimientos utilizaban en su provecho la ajena ignorancia. Nada más fácil que hacer ver a una imaginación exaltada por el terror, fantasmas y sombras gigantescas; y si el embelecador poseía, por fortuna, algunos secretos físicos, pasaba plaza de mago, y se captaba la universal admiración.

-Elvira -exclamó por último Abenxafa con apagada y doliente voz-, deseo hablarte cuando torne a reinar la calma en mi agitado ánimo. Iré dentro de algunos momentos a tu aposento, y espero hallarte allí: porque quizás será la última vez que nos veremos.

El aterrado musulmán miró tiernamente a la atildada doncella, suspiró, y se alejó de su presencia con presurosos pasos, y casi temblando como si todavía le persiguiese la infausta visión. La hija del Cid a pesar del gozo que debía inspirarle el feliz desenlace de una escena que pudiera haber sido horrorosa, parecía, sin embargo, meditabunda como dudosa de la suerte que habría corrido el caballero del Armiño en su fuga. Regocijábase, en verdad, recordando la ingeniosa idea del paladín que había pasado plaza de sombra a los ojos del crédulo sarraceno, quien no había aún conseguido salir del pasmo que le había puesto la supuesta aparición. Pero cuando volvía a imaginar los riesgos innumerables que había de vencer el joven incógnito para ponerse en cobro y llegar al campamento cristiano, se entregaba por segunda vez a sus melancolías.

Combatida de tan contrarios pensamientos, iba ya a encaminarse a palacio a solazarse en brazos de su amada madre, cuando salió de detrás de los rosales que allí había el anciano Pelayo, y deteniendo sus pasos, le dijo:

-¿Vagáis todavía por aquí, mal aconsejada doncella, y en la ciudad reina por todas partes la confusión? ¿No han llegado a vuestros oídos el son de los roncos atambores, el estruendo de los hombres de armas y las pisadas de los caballos? Ya los hijos de Agar corren a la plaza, encendida la sedición, y juran por su profeta derramar la sangre de los que reputan traidores: levántase la llama de la discordia y solamente se escuchan amenazas y vituperios a las ilustres prisioneras. ¿Y vos, en medio de este desorden, os dirigís con tanto remanso al alcázar?

-Decidme, venerable anciano -preguntó la bella Elvira-: ¿sabéis qué ha sido del caballero del níveo escudo?

-Se ha salvado -respondió Hamete-, ocasionando el popular tumulto de que os hablo; en vano los centinelas del muro han hecho llover las flechas y saetas sobre su fuerte espaldar, pues el paladín, cortando las aguas con intrepidez y ligereza, ha burlado su rabia, y ha llegado, según ellos mismos declaran, al campamento de vuestro padre sin lesión alguna. Más los árabes han creído que su fuga era efecto de alguna traición, y dicen que están vendidos, y que es necesario purgar la ciudad de los que defienden a los nazarenos. Han redoblado los centinelas; han ordenado un muro de barcas que cierra el paso del Turia, y han tomado infinitas precauciones para que no pueda ya penetrar ningún paladín.

-¡Justo Dios! -dijo la doncella de Castilla-, si se ha salvado el valeroso mancebo, caigan sobre mi cabeza cuantas desgracias plazcan a la divina Providencia. Anteveo, generoso Pelayo, una furiosa borrasca que amenaza nuestras vidas; Abenxafa me ha sorprendido hablando con el caballero cristiano; y aunque este por una feliz inspiración, le ha obligado a creer que no era en realidad un ser viviente, sino una sombra que le anunciaba su próxima muerte, temo, no obstante, algún desmán.

-Hacéis bien en temerle -replicó Hamete-, porque esa ilusión se desvanecerá como la niebla al primer rayo de luz, cuando sus soldados le refieran la manera como ha salido de la ciudad el guerrero. Entonces no le quedará duda ninguna de que se ha dejado engañar, y caerá sobre nosotros su venganza. Confiemos solo en el soberano Autor de la naturaleza, que nunca abandona al hombre virtuoso en la espinosa senda de la vida, y despreciemos los esfuerzos de un tirano a quien un soplo, una mirada del Eterno Dios puede despojar de la vida.

-¿No queda -añadió Elvira- resquicio alguno por donde pudiésemos escapar y salvar la vida de mi pobre madre? ¡Ah! ¡Si supiérais con qué desprecio desdeñaría yo mi libertad y mi existencia si lograra ver en brazos de mi padre a la más amada de las esposas!

-No os canséis -la interrumpió Hamete-, valerosa doncella. Es necesario cerrar los ojos a lo futuro y entregarnos en brazos de la suerte. Por ahora partamos a comunicar a Jimena los acontecimientos de este día, pues no es ya tiempo de emplear los misterios. Contad, por mi parte, con que verteré en vuestra defensa hasta la última gota de mi sangre; porque si tengo en algún precio la vida es únicamente por poder consagrarla a mis ilustres parientes. ¡Cuán lejos estará vuestro padre de juzgar que Pelayo, cuyos funerales celebró en su campo con tanta pompa, existe y vela por la salvación de su familia! No nos detengamos, gentil Elvira, y apresurémonos a penetrar a las habitaciones de palacio por el jardín.

Aceleraron, en efecto, su marcha los afligidos cristianos, y, por fortuna, llegaron sin tropiezo alguno al vergel, por donde fácilmente entraron en el aposento de la doncella. Veíanse desde allí los amenazadores gritos de la frenética plebe, semejantes al lejano murmullo de las agitadas ondas en una noche de invierno. Todo estaba, sin embargo, silencioso en aquellas estancias, y apenas se percibía pisada alguna; resonaban tal vez las alegres canciones de algunos soldados que, sin tomar parte en el motín se paseaban por el patio del alcázar con mucho desenfado y con la misma indiferencia que si nada extraordinario aconteciese. Cesó por grados el rumor del lejano tumulto, porque corriendo Abenxafa a los amotinados, les representó los males que podía ocasionar la discordia en tan críticas circunstancias, y ofreciendo castigar a los culpables en la fuga de aquel cristiano, obligó con su política y sus esfuerzos a que se retirasen a sus casas. Pacificada la sedición y cortada de raíz, voló al aposento de Elvira con la rabia del tigre, y entrando en el punto mismo en que la doncella acompañada de Pelayo imprimía las plantas en la estancia, gritó:

-Vil criatura, ¿dónde está tu madre? Y vos, Hamete, ¿qué hacéis en este sitio?

-Lo ignoro -respondió la hija del Cid-, y en cuanto a este anciano, hele suplicado que no me abandonase, temiendo el furor de los sediciosos.

Abenxafa, sin esperar más razones, recorrió frenético las cuadras del alcázar, registrándolas de una en una; pero todas sus diligencias eran infructuosas, sin que persona alguna pudiese decir qué había sido de la noble matrona de Castilla. Su hija lloraba tiernamente juzgando que habría perecido a manos de algún traidor, e imputaba este crimen al monarca de Valencia, que se enfurecía al oír las sospechas de la doncella. Pelayo no podía tener a rienda su despecho, y casi descubría sus verdaderos pensamientos, porque se daba a entender que de ningún provecho le era ya una vida que no había sido útil a la ilustre Jimena. En resolución, a fuerza de pesquisas, se pudo averiguar por un esclavo que la matrona de Castilla holgaba ya libre y dichosa en brazos de su amado esposo en el campo de los cristianos; pero nadie supo cómo ni cuándo había roto sus cadenas. Abenxafa, convencido de que todo era obra de Elvira, soltó el freno a su venganza y rabiosos celos, y dándose a entender que estaba vendido por un rival osado y poderoso, mandó que cargasen de cadenas a la infeliz castellana, y que la sepultasen en oscuro y reducido aposento. Pero trasladémonos a la vega que habitaba el ejército del Cid, y veamos por qué milagroso acaso consiguió su libertad la virtuosa y enamorada Jimena.




ArribaAbajoCapítulo XIV

El Cid y Jimena


Había en el ejército de Rodrigo de Vivar un soldado cuyo nombre era Gayferos, y cuya fama llegaba a las estrellas por el singular ingenio y rara travesura que en él descollaban. Era el más hazañero, desenfadado y regocijados de sus amigos: andaba siempre haciendo figuras y hablando en chilindrinas, que era cosa de comerse las manos tras los dedos con el gusto de oírle; y podía dar una mano de coces de ventaja a cualquiera en esto de pulsar la lira, y acompañarse él propio con una voz que tenía como la plata. Con él no valían asedios ni prohibiciones, porque así que llegaba á un punto conocía al instante los más ocultos arcaduces, y envasándose un traje desconocido recorría la plaza enemiga, y daba después cuenta al Cid letra por letra. Pero lo que principalmente le distinguía de todos sus compañeros, era un entusiasmo que rayaba en idolatría por el glorioso héroe bajo cuyas banderas peleaba; y su valor subía tan alto, que más de una vez enristró la lanza él solo contra seis moriscos, dejándolos tendidos por el suelo.

A este, pues, llamó Rodrigo para acometer la más atrevida, la más gloriosa, y la más nueva de cuantas aventuras se habían emprendido en toda la ancha faz de la tierra, desde que doncella alguna calzó la espuela al primer caballero andante de los pasados siglos, cuyo nombre no declaran las historias. Era la noche, y saliendo el inmortal campeador a la huerta de su tienda vestido de todas armas, con visera calada, las manoplas puestas, la celada sin plumas y el escudo sin empresa, asiendo con la diestra la empuñadura de la espada, y caída la siniestra sobre el hombro del militar, le dijo así:

-Has de saber, buen Gayferos, que yo he nacido por querer del cielo para repetir en nuestra nación las altas e inauditas hazañas que a orillas del Eleusis y del Pactolo llevaron a felice cima los héroes griegos, y es vergonzoso a quien tiene a su cargo tan honorífico arrojo el necesitar de todo un ejército para libertar de la esclavitud a su familia, sin que su invencible brazo baste por sí y sin ayuda de otro a romper tan ignominiosas cadenas. Por cuya razón he resuelto entrarme solo en la ciudad sin mirar a riesgos ni a muertes, y sacar libres a mi esposa e hija, y mostrar al mundo entero que Dios me ha puesto en razón de romper por medio de murallas de bronce, sin faltar un punto a mi valor a lo que a sí mismo se debe. Indícame, pues, el subterráneo camino de que tantas veces me has hablado, y me verás hundirme en las entrañas de la tierra, y caminar impávido por la región de las sombras, sin que me pongan temor o hagan retroceder los trasgos, vestigios y demás gentes de ese jaez. Porque en Dios y en mi ánima, que al rayar el día he de hallarme entre los brazos de mi Jimena regocijado y dichoso, aunque se opongan a mi resolución los árabes de toda el África y el Asia, unidos a los que habitan aún en España.

-¡Vive Cristo -respondió Gayferos- que su merced habla como valiente y esforzado militar, y que he de acompañarle en esta temeraria empresa, por más que se me trasluzcan las dificultades que nos saldrán al paso! Valencia está minada de acueductos y arrequives, que recibiendo sus aguas en acequias la sacan fuera de la ciudad por bajo de las murallas, y estas acequias son subterráneas y no salen a la luz hasta un buen espacio más allá de la huerta. Para poder, pues, penetrar a sus calles, es necesario sepultarse en una de ellas y sumirse por sus arcos hollando un terreno hundido y pantanoso, y tan angosto a las veces, que apenas puede caber un hombre; hay, además, multitud de reptiles y nocturnas aves, que a bandadas cierran el tránsito e impiden dar un paso más. Pero si todos estos peligros no debilitan el valeroso ánimo de su merced, aquí estoy dispuesto a servirle de guía, y a morir en defensa del más perfecto de los paladines del mundo todo.

-Te agradezco -replicó Rodrigo- la buena voluntad que me muestras, queriendo partir conmigo los peligros que correré en esta aventura que emprendo, aunque a decir verdad, cuanto más considero la gloria que debe resultarme de ella tanto más me mueve y aguijonea el deseo de darle fin para arrancar del pecho de mi Jimena las espinas que lo destrozan y martirizan. Y si, como me doy a entender, logro ver coronadas felizmente mis esperanzas, he de premiarte de mil maneras, poniéndote en tan encumbrada dignidad que no te alcancen sino con llamarte merced.

-Arriesgado negocio es el que traernos entre manos -contestó Gayferos-, pero mal día me dé Dios, y sea el primero que amanezca, si no quisiera morir a manos de una bruja que acribillase a puros alfileres, antes que recibir paga alguna de su merced. Porque si la recompensa libra de la carga del agradecimiento al deudor, pierdo por ella el más alto premio a que podía aspirar. Y lo que hay que hacer en este asunto es no dejar que nos sorprenda el día, no sea que al hundirnos en la embocadura del subterráneo nos vea algún morisco aljamiado de los que andan por esas huertas, y avise a los centinelas para que nos descubran y acometan.

-Dices bien -gritó Rodrigo de Vivar-, y así disponte para antes que la luz del alba raye las cumbres de los montes, y nos entregaremos en manos de la fortuna, que o yo sé poco de achaques de aventuras o nos ha de ser favorable en estas. Ensancha ese ánimo, hijo Gayferos, y no te des cata de los tormentos y estrecheces que nos aguardan, que por esos caminos angostos y escabrosos y no por los anchos y lisos se llega a la gloria; el soldado más bien parece caído, polvoroso y con las carnes desgarradas, que enhiesto, enrizado y lleno de atildaduras que huelen a almizcle y a cobardía. Aunque sé bien que contigo no hay por qué encarecerte el valor, que nunca le has dado las espaldas, sino el rostro; y la fama se hace lenguas de ti como de aquel que campea bajo el estandarte de Castilla, que no admite cerca de sí a ningún malandrín.

Separáronse los dos guerreros para hacer los preparativos de tan inaudita y peligrosa empresa, porque todavía las estrellas lucían en el despejado cielo despidiendo una escasa y suave vislumbre. Oíanse solamente los gritos de los centinelas mezclados al lejano rumor de las olas del mar que clara y distintamente se percibían desde los reales. Ordenó el Cid que celebrase un sacerdote el santo sacrificio de la misa al que asistió acompañado de Gayferos para implorar el favor del Omnipotente Dios y la ayuda de su brazo. Quemó por sus propias manos el incienso que elevándose por el templo en humeantes nubes lo inundó todo de suave fragancia; puso en manos del digno eclesiástico don Jerónimo, que después fue arzobispo de Valencia, alhajas de oro y plata para levantar en aquel sitio un convento de vírgenes que prodigasen incesantes alabanzas al Eterno; y recibió la bendición del sacerdote con muestras de singular alegría. Habiendo cumplido con los deberes de la religión tan a gusto suyo, pensó que el cielo favorecería sus designios, y que había llegado el ansiado momento de poner en libertad a su adorada Jimena y a Elvira sin ayuda ni socorro de su ejército, pues no quería darle parte en tan glorioso acontecimiento.

Caminaban el héroe y su guía por entre altos y pomposos cañaverales que guarnecían las orillas de los líquidos riachuelos, y que agitados por la brisa de la mañana hacían un son confuso y variado. Pero veis aquí, cuando al rielar el primer rayo del alba en el olimpo, principiaron a percibir los ladridos de los perros en la oscura floresta; el subterráneo ruido de la tierra que parecía abrirse debajo de sus pies y el movimiento de los lejanos árboles que se desgajaban a la vista sacudidos por el viento.

-Aquí está -exclamó Gayferos- la embocadura por donde hemos de entrar; lejos de nosotros el temor. Y vos, invicto héroe, empuñad la desnuda espada; ahora necesitamos el valor, ahora ha de asistirnos la entereza de nuestros pechos.

Pronunciadas estas palabras, se ahondó el soldado en la acequia, y separando las yerbas que cerraban una especie de abertura practicada desde la tierra hasta el fondo del agua, se entró de hilo en aquella región de las tinieblas con el brillante acero en la mano y seguido del valiente Rodrigo de Vivar, que con impávido corazón y gentil denuedo se caló por aquella singular boca del abismo. Duendes a cuyo cargo está la custodia de tan umbrosos y horrorosos sitios; y tú, soberana noche, que reinas allí de continuo, alumbrad mi mente para que pueda referir los trabajos y peligros que afrontaron los dos castellanos durante su empresa.

Al punto que Gayferos separó las yerbas que dificultaban la entrada, salieron de cien en cien los reptiles y las aves nocturnas acometiendo de frente a los arrojados paladines, que ni con la espada, ni con inclinar la cabeza, ni con calarse la visera podían libertarse de aquellos malandrines y desaforados animales. Hundíase el suelo que pisaban quedando enlodados hasta las rodillas, y cayendo aquí y agarrándose allá consiguieron penetrar a lo interior del camino subterráneo, que se ensanchaba a medida que se alejaban de la embocadura, Marchaban solos y cercados de las tinieblas más espesas por la espantosa caverna del horror, del mismo modo que suele caminar el navegante por una selva a los mustios reflejos de la escasa y moribunda luna, cuando las nubes entoldan los cielos y la oscuridad se apodera del universo.

-¡Válgate Dios por el hombre -exclamó Gayferos-, y cómo parece que nos hayamos abismado en el infierno! Hubiera venido aquí como anillo al dedo una linterna, que por lo menos nos hubiera mostrado estas extrañas y no vistas sendas que, a mi entender, deben ocultar preciosidades. Porque hago saber a su merced que andamos por debajo de altos y prodigiosos arcos de piedra, según diferentes veces me han dicho; y diera yo por verlos un dedo de la mano. Todo es obra de los señores moriscos, que como hacen en esta ciudad su principal comercio, han empleado el mayor esmero y diligencia en perfeccionarla y establecer en ella cuantas comodidades pueden apetecerse: y no debe ser maravilla el que hayan encerrado en estos subterráneos objetos dignos de admiración.

-Como no fuesen -respondió Rodrigo- infinitos e inmundos avestruces que me tienen molido a puro de batirme con ellos a brazo partido, dudo que hallásemos cosa alguna capaz de detenernos un solo punto. Así saltan los malditos sobre él rostro, como si fuesen de alfeñique, y quisiesen darse en él un hartazgo; y en cuanto al suelo pantanoso, de donde apenas puedo levantar las plantas, si oculta alguna rareza, como dices, será la virtud del lodo, que a blando y suave puede apostárselas al mismo mar. Pero aunque ningún prodigio nos hiciese ver la tal linterna, soy de parecer que nos hubiera sido de mucho cómodo y provecho para mirar dónde fijábamos el pie, y excusarnos algunas cortesías que mal de nuestro grado hacemos a los señores arcos de piedra; y así, lo que debemos pensar por bien de paz al darla vuelta con mi Jimena, es tomar una luz que nos sirva de norte, porque a las incomodidades del tropezar, se uniría entonces el terror de mi esposa que, aunque no es medrosa de suyo, juzgaría ver en estas sombras una cáfila de duendes, que no parecen otra cosa los vapores o nubes que se ofrecen continuamente delante de mis ojos.

-Es que, sin duda -contestó el soldado-, tienen su asiento en estos lugares los malos bichas que de cuando en cuando asoman su cabeza por el mundo; y he oído decir que aquí habitan los vestiglos, endriagos y familiares a que por allá arriba se teme tanto. Cabe la misma entrada o garganta de este subterráneo, mora el dolor rodeada del afán y del cuidado; síguese a su morada la de las pálidas enfermedades, de la vejez, del pavor, de la insufrible hambre y de la indigencia: aspectos que da horror el mirarlos. Viene tras estos la muerte, la desgracia, el sueño, hermano de la muerte, y los remordimientos; y frente por frente está la sangrienta guerra, despedazándose a sí propia, en torno de la cual yacen las furias y la civil discordia, con los cabellos sueltos a la espalda, que son otra tantas culebras que andan enroscándose por su frente, que parece cubierta de vendas. Note su merced qué hubiera sido de nosotros pecadores, si estas alimañas y otras muchas que dejo olvidadas se hubieran abalanzado de golpe contra nosotros, y nos hubieran principiado a cribar y a asaetear con sus largos picos, que picos deben de tener como toda ave de rapiña.

Soltó el Cid una carcajada qué resonó por el vacío reino de la sombra al oír las sandeces del socarrón. Gayferos; que se paladeaba con ensartar semejantes despropósitos por entretener y suspender agradablemente a su amo para quien era muy sensible el camino por los continuos traspiés que hacía. Y alzándose del suelo que acababa de besar, respondió con levantada voz de esta manera:

-Por malos de mis pecados, que has descrito con toda puntualidad la garganta del averno, por donde Eneas descendió al tártaro en busca de su amado padre; y ríome de pensar que quizá aquí el camino debía estar como este pantanoso, inmundo, y oliendo a azufre en vez de algalia, y la imaginación del poeta lo adornó tanto, que más de dos veces, si no fuese ficción de un gentil, le vendrían a unos deseos de secundar aquella grande y estupenda aventura, que a ser verdadera, no había otra que se le pudiese igualar. Pero o yo me engaño, añadió a media voz, o suena a lo lejos un rumor de pasos y de voces que indica que nos acercamos a algún punto donde hay seres vivientes.

-Así es verdad -dijo pasito el soldado-, y juro en mi ánimo que aventura tenemos; apostaría a que es algún espía de los que Abenxafa envía cada instante a nuestro campamento; y en algunas ocasiones, según noticias, suele visitarnos el traidor de Dolfos, a quien yo daría si lo encontrase en este sitio una cuchillada de mejor gana que al más poderoso rey de los moriscos. ¿Y percibe su merced un débil reflejo de luz a lo última del subterráneo que se mueve a intervalos como si alguien la llevase en la mano?

-Sí percibo -contestó Rodrigo de Vivar- y por eso me confirma en que es gente que sabe muy bien este camino, y que así como nosotros nos dirigimos a Poniente, ellos caminan hacia oriente. Lo que hay que hacer, pues, de primeras a primeras, es agazaparnos tras el primer arco que encontremos y dejarlos pasar: pero si por azar fuese Vellido, me lanzaré sobre él y le haré añicos antes que tenga tiempo para respirar.

-Dios nos libre -exclamó Gayferos- de manos de duendes y encantadores. En esto se colocaron como mejor supieron tras de las piedras de un arco, y esperaron a que viniesen los viajeros que ya se acercaban con mucho remanso y prosopopeya: eran dos al parecer vestidos de guerreros cristianos, y llevaban en la mano una luz que iluminaba a medias aquel oscuro recinto. Iban platicando entre sí los fantasmas; y como el sitio estaba vacío y reinaba de todo punto el silencio, desde muy lejos comenzaron ya los escondidos guerreros a oír cuanto hablaban, sin perder una sola sílaba del interesante diálogo.

-Yo, Vellido -dijo el uno-, le acompaño solamente hasta la salida del subterráneo; pero así entraré en el campo de los cristianos, como volaré. Si hubieras conseguido la recomendación que pretendías de la hija o esposa del Cid, ya por fin contabas con una esperanza en el supuesto de ser descubierto; lo que es en el caso presente, te doy por muerto, y juzgo tu empeño temerario e inútil. ¿Cómo has de dar muerte a un héroe a quien rodean miles de soldados, y cuyo valor raya en el último punto? ¡Ah, desdichado de ti, cómo vas a hacer unas cuantas zapatetas en el aire colgado de las ramas de un nogal!

Mira -contestó el otro, que según trazas era Vellido Dolfos-, esta mañana, ahora mismo, acabo de hacer cuantos esfuerzos he podido para arrancar una seguridad a la familia de ese dichoso aventurero, a quien tú llamas héroe; y no he sido poderoso a lograrla, sino por el contrario me he convencido de que están todos los nazarenos tan irritados conmigo por la muerte del caballero del Armiño, que no hay uno que no holgase de verme ahorcado si conquistasen Valencia. Días hace que había yo ofrecido a Abenxafa clavar mi puñal en el pecho de Rodrigo; pero me retraía del cumplimiento de esta oferta por las dificultades y peligros que en ella anteveía; hasta que hoy me he decidido por necesidad y por despecho. Si triunfan los cristianos, ya te he dicho que no me resta ninguna esperanza de vida; y pensar que no vencerán por el orden natural, es pensar necedades. La única confianza, pues, que puede alimentarme, es disipar con la muerte del caudillo ese ejército que se deshará entonces como la sal en el agua.

-Mala ventura te mando -replicó el primero que había hablado- a fe del profeta, que no doy un ardite por tu existencia. Mas tú lo quieres, despolvoréate con la suerte que a mi casa me vuelvo; y ahora entren o no entren los sitiadores nada dirán a quien no se entremeta en negocios que huelen a muerte. Y si algún ruego o amistad puede contigo, te suplico cuan encarecidamente puedo, que eches pie atrás, y abandones tamaño proyecto, que tan caro ha de costarte.

-Será en vano cuanto me digas -gritó Dolfos-, y si tu cobardía te hace temblar de miedo al ver la cara del enemigo, yo desprecio los riesgos, y más quiero morir tentando medios de salvación, que no aguardar a que caigan contra mí los contrarios, y me hallen tendido pierna sobre pierna, y hagan conmigo desaguisado. Y desde aquí puedes volver la espalda y encaminarte a tu casa, fementido compañero, que no mereces vestir traje de hombre, sino enfaldo y pañizuelo como las esclavas. ¿Juzgas que por verme solo decaeré de ánimo? Vete, o por Mahoma que te rompo una pierna, para que traigas a la memoria cada día el valor que te asistió en esta empresa; pues el cobarde que teme las heridas del combate, razón es que las reciba del acero de sus jefes para que aprenda a llevar con paciencia los dolores que causan.

Diciendo esto habían ya llegado cerca del Cid y de Gayferos, quienes poniéndose súbitamente delante de Dolfos y de su compañero, los acometieron con la espada, desarmándolos en un abrir y cerrar de ojos. Al movimiento que hizo el morisco sorprendido por la repentina aparición de los dos cristianos, se le cayó la linterna de la mano, y apagada la luz volvió a reinar la oscuridad en el subterráneo. Descargaba Rodrigo sendos fendientes sobre el aterrado Dolfos, hiriendo muchas veces el aire por acuchillarle a destajo y sin ver a tan despreciable enemigo, tantas eran las tinieblas en que todos estaban. Cayó por último el renegado en el suelo maldiciendo de su fortuna, abierta la cabeza en dos mitades y pagó con una muerte temprana los muchos crímenes que ennegrecían su alma, no siendo el menor el regicidio cometido en la persona del rey de Castilla.

Daba voces entre tanto el compañero del herido, pidiendo con muchos ruegos que le perdonasen la vida, pues había sido seducido y arrastrado contra su voluntad a aquel sitio. Compadeciéronse de sus lágrimas, movido por las razones que le habían oído antes de la refriega y teniéndole Rodrigo asido de los brazos le preguntó con levantada voz:

-¿Quién eres?

-Señor, o ánima, o sombra, o lo que fueses, pues yo no lo sé -respondió el morisco-, soy Alí, uno de los musulmanes y pacíficos habitadores de Valencia, a quien mis pecados pusieron en la mente la idea de acompañar a Dolfos. Pero si alguna piedad se alberga en vuestro noble corazón, permitidme regresar a mi casa, y vivid seguro de mi agradecimiento, y de que no tornaré en mi vida a pisar esta silenciosa morada, ni a interrumpir el sueño de las sombras, si vos lo sois como presumo.

Temblaba todo al pronunciar estas palabras el valenciano, dando unos dientes con otros, como aquel que no juzgaba encontrar piedad en su enemigo. El invicto héroe de Vivar no podía tener a raya la risa al oírse llamar con tales nombres; y reprimida la cólera con la muerte del malvado regicida, comenzó a discurrir cómo podría salvar la existencia del morisco sin comprometer la suya. Porque si le daba libertad y le permitía volver a salir del subterráneo claro está que daría aviso de lo acaecido a Abenxafa y alarmaría contra ellos el poder de cuantos árabes guarnecían a Edeta. Dudoso de lo que debía hacer, y revolviendo en su imaginación distintos proyectos, dijo al sarraceno:

-Tu vida pende de tus labios: si sales un punto de la verdad, ten por cierta en el mismo instante tu muerte. Yo soy Rodrigo de Vivar generalmente conocido por el Cid, de quien habrás oído hablar más de una vez desde que tengo sitiado a tu monarca; diríjome por tan extraña vía a libertar a mi adorada esposa, que gime agobiada con el peso de la esclavitud. Este fiel y valiente soldado que me acompaña quedará contigo antes de salir a la luz del cielo, para no verme en la necesidad de poner fin a tus días; pero esto ha de ser con la condición de que como más práctico en el subterráneo, nos saques a salvo y conduzcas con religiosa fidelidad a su salida.

-Alá -contestó el morisco- conceda a vuestro acero más victorias que logró el Profeta, y ponga en vuestros brazos a esa mujer que decís. Os guiaré con entera voluntad, pues os debo el aire que respiro, por estas moradas, y vos veréis que aunque agareno, no soy ingrato a los beneficios que recibo. Conozco un resquicio que sale al jardín mismo de palacio y que viene de molde a vuestro intento; y donde vos queráis aguardaré vuestro retorno confiado en que después me concederéis la libertad.

-Te la ofrezco -gritó el Cid- y no hay más que acelerar el paso. Cuando tocaron el término del subterráneo, el morisco mostró a Rodrigo de Vivar la salida, dándole las instrucciones más exactas; y el héroe ordenó a Gayferos que aguardase en aquel sitio, sin permitir al valenciano que se moviese de allí. Púsose de un salto en el patio del palacio de Abenxafa, y entrando sin detenerse en el jardín, descubrió a lo lejos a Jimena que andaba divirtiendo sus penas por aquel plácido y ameno sitio.

Mostraba ya el sol entonces su dorados rayos iluminando las espumosas cascadas que saltaban al valle con magnífica abundancia y tan solo se percibía al compás de su estruendo la suave música de los alegres pajaritos que entonaban la alborada a la luz del día. Subiendo la pendiente del montecillo, en cuyas cumbres estaban las grutas, se dominaba con la vista la anchurosa vega por la que atravesaban los cristales del padre Turoa, y descubrían los admirados ojos un espectáculo maravilloso.

Ofrecíase por la parte de poniente un bosque de árboles frutales, cuyas ramas se habían entretejido con tal arte que formaban una especie de toldo impenetrable a los rayos del sol; el río se deslizaba mansamente por medio de este bosque retratando en su diáfana corriente las copas de los manzanos, perales y naranjos majestuosamente doradas. Por encima de estos árboles y a corta distancia del Turia, traslucíanse las agujas de algunas mezquitas que eran otros tantos pueblecitos alegres y ricos que parecían sembrados por la florida vega. Por el lado de Oriente se extendían hermosos paseos, según el gusto de aquellos tiempos, y se divisaban los débiles muros de la ciudad coronados de bulliciosos centinelas que se paseaban con reposado continente, y entonaban versos a sus amadas. Mil cuadros distintos y animados herían la vista por aquella parte; aquí estaban los esclavos llenando sus cántaros de agua y cargándolos sobre sus espaldas con la cabeza inclinada; allí dos mancebos hacían respetuosos ademanes y señas a una mora que con el velo caído caminaba seguida de sus siervas; más allá dos ancianos con el brazo apoyado sobre un palo, el dedo en los labios y los ojos en tierra aparecían meditabundos como si discurriesen entonces sobre el sitio de la ciudad y la suerte que les podía caber; y por último, en un espacio más lejano, brillaban los cascos y corazas del bruñido acero de los cristianos, en los que el sol, marchando de frente, reflejaba su clarísima lumbre.

Detuviéronse los ojos de Rodrigo de Vivar involuntariamente un momento en este bellísimo espectáculo, antes de haber reconocido a su esposa que con detención le miraba desde la entrada de una gruta, como dudando de la visión.

Pero cuando uno y otro se persuadieron de la verdad de aquel súbito e inesperado encuentro, corrieron ambos con los brazos abiertos a reunirse, y un grito de sorpresa lanzada por la matrona de Castilla rompió los aires, y llevó a los oídos del esposo aquel dulce y amoroso acento.

-¡Dios mío! Rodrigo es -gritó Jimena, y estrechó al guerrero con ternura y vertiendo lágrimas de gozo.

-Yo soy, amada esposa -respondió el sensible héroe de Vivar-, yo soy que vengo a romper tus cadenas -dijo-, y regó también con una lágrima la mano de su adorada consorte, y exhaló un profundo suspiro tendiendo la vista al campo cristiano.

Un momento de elocuente silencio, durante el cual se encontraron dulcemente los ojos del Cid y de Jimena, siguió a este primer desahogo del amor conyugal; el mundo entero desapareció de su mente ocupada de todo punto en el legítimo cariño que los inflamaba.

¿Y cómo he de describir tan tierna escena? ¿Dónde está el pincel que sabe expresar los secretos sentimientos del corazón, la llama del amar y la suave conmoción del gozo? Tú, ¡oh patético Virgilio!, tú debieras prestarme el tuyo, para retratar un cuadro digno del glorioso héroe que me inspira; entonces la doncella enternecida con mi narración diría toda alborozada: «Solamente las virtudes conyugales pueden darme la ventura», y el corrompido mancebo comparando las puras delicias de los dos esposos con la saciedad y los remordimientos del vicio, correría a las aras a jurar eterna felicidad a una hermosura inocente y digna de sus caricias. Daxne, dame tu lira; y vosotros, trovadores del Tay y del Sena, enardeced mi espíritu con una chispa del divino fuego que distingue vuestros melodiosos cantos.

-Jimena -añadió Rodrigo-, soy feliz, porque te veo, y mi alma no sabe existir sin ti. ¿Ah? ¿Pensabas tú que podía vivir tranquilo ni sosegar mi pecho hasta ponerte en libertad?

-Cruel -contestó la matrona-. ¿Por qué expones así una existencia tan necesaria al mundo y que me es tan cara? ¿Por qué no aguardas el momento de venir seguido de tus soldados y rodeado de tus fuertes escudos? ¿No sabes, amado Rodrigo, que los peligros que te amenazan me causan más tormentos que la esclavitud y la muerte? ¿Cómo es posible libertar tu vida en este alcázar guarnecido de miles de sarracenos? No, no hay remedio: muramos juntos, y hasta con mi último suspiro defenderé tu aliento; soy una mujer débil y sin valor, pero el amor que enciende mis venas me hará osada y valiente.

-No temas, mi Jimena -replicó el Cid-, he venido por un camino cubierto y subterráneo, y por el mismo llegaremos a mi campamento- sin correr riesgo alguno. Aceleremos nuestra partida cuanto podamos, avisando a nuestra hija, y bien pronto daremos la espalda a este alcázar.

-Desgraciada de mí -exclamó Jimena-. Elvira ha salido a solazarse por esos campos y sabe Dios cuándo regresará porque la acompaña Gil Díaz, y su único consuelo es vagar por las plácidas riberas del río entreteniendo sus penas. Y si aguardamos su vuelta, corremos riesgo de que entre alguno en el jardín, y nos descubra y sorprenda; mas ¿cómo hemos de decidirnos a abandonarla?

No hay completa ventura en este mundo -dijo el héroe de Castilla asaz triste por la ausencia de su hija-, pero consolémonos con que nuestro ejército no tardará en asaltar esta ciudad, y me he adelantado solo al asalto para ganar la prez y la gloria de ser el único libertador de mi esposa; sí, adorada Jimena, hubiera experimentado cierto desasosiego al considerar que otros guerreros eran también acreedores a tu agradecimiento; ahora me paladearé con el gusto de saber que si tus ojos buscan alguna vez a un amante, a un esposo y a un libertador, deben fijarse en mí que reúno tan gloriosos títulos. El destino me hace comprar a mucho precio la dicha de verte, esposa mía; errante y solo desde que te deposité, desterrado de Burgos, en el monasterio de San Pedro, estaba privado de tu deliciosa presencia; y cuando mis brazos se abrían ya para recibirte, te sumió la traición en esta ciudad, llenando de despecho mi corazón. Llego por último el ansiado instante, y disfruto el gozo de arrebatarte de este alcázar, gozo que acibara la ausencia de mi hija. Pero no es posible detenernos más tiempo; partamos, Jimena mía.

-Ya te sigo, esposo -respondió la matrona.

Y ambos corrieron al patio del palacio por donde entraron; sin sucederles desmán alguno en el subterráneo. Jimena derramó abundantes lágrimas al pensar que dejaba expuesta a tantos riesgos a Elvira; pero el amor que profesaba a Rodrigo y la idea de verle amenazado por la muerte si le descubrían, fueron poderosos a hacerle tomar aquella resolución. A corto espacio que hubieron caminado, se reunieron con Gayferos y con el morisco, a quien el Cid mandó que los acompañase hasta la mitad del subterráneo, y desde allí le concedió la libertad ordenándole que declarase a Abenxafa la muerte de Vellido Dolfos.




ArribaAbajoCapítulo XV

El caballero del Águila


Llegando a la abertura del subterráneo los enamorados esposos, salieron felizmente a la luz del día en compañía del alegre Gayferos que pedía albricias por tan próspero acontecimiento. Una súbita y tumultuosa aclamación acompañada de alegres músicas y de repetidas demostraciones de júbilo, manifestó a los dos esposos el entusiasmo que su presencia infundía en los ánimos de las valientes guerreros. Cual suele una banda de pintadas avecillas prorrumpir en dulces trinos y suavísimas alboradas al aparecer en la azulada esfera el lucero del día, y unas baten sus alas, otras cercan el aire con ligeras vueltas, aquellas trasvuelan, y estas se levantan a las nubes dando todas claras muestras del gozo que enajena su pecho; no de otra suerte los paladines del ejército del Cid al descubrir al héroe que caminaba hacia ellos con gentil gracia y noble ademán conduciendo a su adorada consorte asida de la mano victorearon a Rodrigo, y arrojando al aire los pañuelos, alzando los brazos y batiendo las palmas, corrieron a recibirlos en presuroso tropel.

A estas muestras de regocijo correspondieron Jimena y su esposo con graciosos saludos, hasta que detenidos por la multitud, oyeron de boca de los principales jefes repetidos parabienes. El impávido Ordóñez de Lara abrazó a Rodrigo de Vivar con el entusiasmo que el espíritu caballeresco despertaba en su pecho todas las veces que presenciaba las brillantes hazañas del ilustre campeador. Pero quien más se distinguió con pruebas de singular alegría fue el caballero del Armiño, a quien el Cid y su esposa pagaron las cariñosas y leales muestras de correspondencia a su afecto.

Cesó el melifluo sonido de la música marcial al llegar los dos esposos al edificio, en cuya cumbre ondeaba el santo estandarte de la cruz: allí una nueva y patética escena se llevó tras si los ojos de los guerreros. La tierna doña Sol salió al encuentro de su madre, y colgándose de su cuello prorrumpió en sollozos y amorosas lágrimas al apretar contra el suyo el rostro de aquella madre por tanto tiempo ausente y a la que adoraba más que a las niñas de sus propios ojos. Parecía declarar con aquellos extremos el extraordinario dolor que había martirizado su corazón durante la esclavitud de Jimena. Y como si entonces recobrara súbito la vida y el placer, entregábase a la dulcísima conmoción que sentía.

Mientras la matrona de Castilla y su hija doña Sol gozaban la una en brazos de la otra unas delicias que solamente la naturaleza puede producir, el Cid, rodeado de los primeros jefes del ejército, se volvió a los soldados y les dijo:

-El gozo que os causa, valientes adalides, el triunfo que he conseguido de un tirano, me declara abiertamente vuestro deseo de pelear. He querido, hame estimulado mi ambición por la gloria a librar a Jimena de la esclavitud por mi solo, para manifestar a ese déspota feroz que Rodrigo de Vivar no necesita de ajeno apoyo cuando ansia llevar a cima una acción gloriosa. Pero esto ha sido solo adelantarme algunas horas a vosotros: coger una hoja de laurel y dejaros el árbol para que os coronéis con sus ramas logrando nuevas victorias; ha sido enseñaros el camino del triunfo, porque tal es el deber de un jefe. Preparaos, pues, para correr al campo de batalla; no tardará en herir vuestros oídos el eco del clarín guerrero. ¡Oh España, oh dulce patria de los ánimos denodados!, serás libre, serás feliz. ¡Dichosos una y mil veces los paladines que mueran gloriosamente al pie de estas murallas combatiendo por la libertad. Los siglos venideros repetirán su nombre y la gloria los escribirá con letras de oro en su templo!

Calló Rodrigo, y resonó el campamento en nuevas aclamaciones y gritos de entusiasmo. Como suele el mar agitarse y levantar sus olas con estrépito amenazando a las nubes y al abismo, y los solícitos marineros asiendo con sus manos las cuerdas amainan unos las velas, otros se ponen al remo, y todos en movimiento corren por el barco adonde el deber los llama, no de otro modo los denodados cristianos vuelan sin esperar señal alguna a sus cohortes, ordénanse en ellas y piden al Cid por medio de sus jefes que no dilate el asalto de Valencia. En este punto llegó un mensajero de la playa, y avisó al Campeador que acababa de llegar la poderosa armada del rey Juzef Tefin, de África, con un ejército numerosísimo que se disponía a saltar a la arena. Lejos de disminuir esta nueva el ardor del héroe; lo aumentó; recorrió el campo con increíble presteza; alentó a los guerreros, y dividiendo en dos mitades sus fuerzas, resolvió asaltar con una la ciudad, y partir con la otra a la playa a batir el ejército del rey africano. Entonces reunió el consejo de los jefes, y les declaró su plan. Esperar a que se juntasen las falanges de Abenxafa al ejército africano, hubiera sido poner en duda la victoria. Por desigual que fuese el número de los combatientes, aunque los castellanos las hubiesen con triplicados escuadrones, valía más sorprender a los árabes y decidir la suerte de la batalla con una estratagema militar. Los paladines cristianos admiraron el arrojo y la pericia del Campeador, y juraron obedecer ciegamente sus órdenes, muriendo en aquel día con gloria o coronándose de laurel.

Rodrigo de Vivar debe mandar personalmente el ejército que se encaminara a la playa, porque allí existen los verdaderos peligros; todos desean acompañarle al campo del honor. Para satisfacer el ansia de aquellos héroes, determina el Cid decidir por suerte los que deben seguirle, y batirse con el monarca africano; y ofrece a los que han de asaltar la ciudad, que volverá a socorrerlos en el punto en que quede vencedor de los recién llegados adoradores de Mahoma. Llama al caballero del Armiño y a Ordóñez de Lara, y les confía el mando de los escuadrones que han de acometer a Abenxafa, pero ellos se niegan a esta distinción, y el paladín del Armiño le dice así:

-No rehúso, valeroso héroe, ser el primero que suba a la muralla y que plante en ella el real estandarte de Castilla; porque a mí principalmente toca cumpliros la palabra de poner a vuestros pies la cabeza del inicuo tirano que tiene encadenada a vuestra hija Elvira, y que decretó mi muerte. Debo también librar la vida de un bienhechor, del desgraciado padre de Peláez, si es que llego bastante pronto para estorbar que el filo de la espada sarracena se haya embotado en su pecho. Estos deberes me hacen recibir con regocijo el permiso de pertenecer a los valientes adalides que van a sembrar por Edeta el pavor y la muerte; pero si me glorio de poder acompañarlos en tan hermosa jornada, no puedo admitir la honra de marchar a su frente. Acaba de llegar a este campamento un guerrero en cuyo escudo brilla una águila de oro y si mis labios pudieran revelaros los secretos que el honor no me permite descubrir, no vacilaríais en darle el mando de las ordenadas haces. Pero llevad a bien al menos el que os le presente, para que pueda rendiros el homenaje de admiración que se debe a los héroes.

-Impávido adalid -respondió Rodrigo con singulares demostraciones de gozo-, un caballero presentado por vos merecerá desde aquel punto mi confianza.

Inclinose respetuosamente el del Armiño, y ofreció volver al instante con su compañero de armas.

Resonó en breve el sonido de doce marciales clarines seguidos de cincuenta heraldos majestuosamente vestidos; tras estos venían lindísimos pajes cubiertos de seda, todos donceles que apenas contaban quince abriles, y que caminaban alrededor del magnífico carro de plata con ruedas de bronce donde iba sentado el caballero del Águila. Eran blancos como el ampo de la nieve los bridones uncidos al carro, y parecían sus crines sutiles hebras de plata con los jaeces y las bridas de oro; estaba recamada de perlas preciosas la áurea celada del guerrero llevando por crestón un diamante que servía de broche y afianzaba las hermosísimas y níveas plumas que lo coronaban. Atravesaba su pecho una rica banda y, al lado del águila que le servía de escudo, se descubrían las armas de Castilla con una nube encima que ocultaba una corona real. Saltó del carro el paladín con la visera caída, y retembló la tierra con el peso de sus armas, que resonaron agradablemente por ser de plata; dirigióse luego con dignidad a Rodrigo, y abrazándole con cariño, le habló así.

-Vengo de lejanas tierras a ver si la fama exagera las hazañas que de tan ilustre castellano pregona, y que ya se repite de labio en labio por toda España. ¡Dichoso paladín! Tú has sabido ahogar la envidia en su cuna, e inmortalizar tu nombre con ilustres hechos de armas que repetirán los futuros siglos. Permite que permanezca incógnito, hasta que pueda alzarme la visera con orgullo, y envanecido con algún triunfo que consiga bajo tu estandarte, porque aunque fuese yo un monarca de la tierra, ¿con qué título me presentaría a tan famoso capitán sin más empresa en mi escudo que unos timbres heredados de mis abuelos?

-Señor -le interrumpió el Cid-, es demasiado penetrante vuestra voz para los pechos leales, y no es fácil desconocerla. Respeto el disfraz y la ocasión con que vuestra majestad se ha dignado venir a vuestro campo; recibid de mi diestra, siempre pronta a defender a vuestra majestad, a pesar de los falsos aduladores, el bastón del mando, y dictadme las órdenes que deba obedecer,

-Te engañas, Rodrigo -replicó el caballero-, y si no te engañas, te ordeno seguir como hasta aquí, siendo el jefe de tu ejército.

Habló en seguida al oído al Campeador, y volviendo a subir en su magnífico carro en compañía del paladín del Armiño, corrió a ponerse al frente de los cristianos que ya caminaban hacia la ciudad, cuyos muros aparecían coronados de árabes ufanos con la llegada del rey Jusef que ya sabían.

El amable héroe de Vivar llamó a su esposa y a su hija para darles el último adiós, por si perecía en un combate tan peligroso, en el que cada cristiano tendría que vencer a diez enemigos, o morir, Aún gozaba la sensible Jimena de las caricias de su hija; aún estaban los labios de esta pegados a los suyos, y, extasiada en el amoroso delirio de una enamorada madre, vertía ardientes y consoladoras lágrimas. ¡Qué dulce es llorar de gozo, de felicidad! ¡Qué puro es este placer, y cuán superior a todos los que pueden probar el corazón humano!

El mensajero de Rodrigo sacó de su delicioso enajenamiento a las castellanas, y corrieron a encontrar al más tierno y virtuoso de los guerreros. Habíase vestido su más rica armadura, y brillaba en sus manos aquel acero aterrador tan temido en la pelea; sus ojos resplandecían con el fuego del amor y una suave sonrisa entreabría sus labios.

Adiós, caras mitades de mi alma, -exclamó- adiós; parto a pelear. Cuando vuelva a vosotras, será para sentaros en el carro del triunfo y conduciros a los brazos de Elvira.

Hablando así, ciñó con los suyos el cuello de su esposa, que correspondió a la ternura de Rodrigo con iguales muestras, y al querer asir el de Vivar con la mano en que empuñaba la espada la diestra de la matrona, cayó el acero en tierra. Asustose con el ruido la castellana, y dio dos pasos hacía atrás; pero Rodrigo levantando el acero y volviéndole a la vaina, tornó a acariciar a su consorte.

-Consuelo de mi vida le dijo-, no te aterres; el sonido de las armas debe ser grato a la compañera de un soldado. El deber me llama, y no es posible que me detenga más tiempo. Si una flecha lanzada al azar, si un bate de lanza casualmente diestro me impiden tornar a tu presencia, cuida de nuestras hijas, y háblales sin cesar de su padre. Conmovidas Jimena y doña Sol al oír de boca del Cid estas razones, le estrecharon con más cariño, bañando su rostro varonil con las lágrimas que abundantemente se desprendían de sus ojos. Reconociendo el guerrero que aquella escena afectaba demasiado su sensibilidad, se desprendió de repente del cuello de su esposa, y corrió al campo apresuradamente con muestras de una agitación violenta.

Ya los ordenados escuadrones, al son de bélicos clarines, se adelantaban a la playa; y el Cid saltando sobre su hermosísimo caballo, desnudó la espada, y se colocó al frente del ejército. Volvió el héroe una y otra vez la cabeza, y vio a su esposa y a su hija puestas de pecho sobre una ventana, y haciendo extremos de desesperación con el dolor de la partida. Suspiró Rodrigo pronunciando el dulce nombre de su consorte, y dando de espuelas al caballo, llegó primero que todos a la playa del mar. Iba a su lado Ordóñez de Lara, por haber nombrado para jefe del ejército que había de asaltar a Valencia al caballero del Águila en lugar de Ordóñez; y habiendo ambos reconocido las fuerzas del enemigo que había ya saltado a la arena, comenzaron a dirigir el ataque. Rompiéronle los flecheros que fueron recibidos por los africanos con serenidad, ordenados en línea de batalla a lo largo de la playa y a la orilla misma del mar, donde se veían anclados los veleros bajeles que habían venido. Acometían los cristianos con su natural valor, arrojando una nube de flechas a los árabes, que lanzando alaridos y adelantando con rabioso denuedo hacia las falanges del Cid, intentaban prevalidos del número cercarlas y ponerlas en fuga. No son más firmes los promontorios donde se estrellan las olas del embravecido océano, volviendo a caer en el piélago insondable sin conmover sus peñascos, que valerosos y constantes aparecían los adalides castellanos, en cuyos bronceados cascos brillaban los rayos del hermoso sol. Pero los continuos refuerzos de los que descendían de los bajeles y volaban a auxiliar a sus compañeras, hubieran desalentado a los héroes de Castilla, si no hubiesen visto relucir semejante al astro de la noche la lanza de Rodrigo de Vivar, que seguido de unos cuantos paladines, todos héroes, se abalanzó a los contrarios y principió a sembrar la muerte por sus escuadrones, haciendo morder la tierra a sus principales jefes. Y cuando atónitos los africanos ciaban besando ya sus plantas las humildes olas, y los castellanos los llenaban de terror con el grito de viva el Cid, oyeron a deshora el marcial estruendo de cien guerreros clarines que atronaban los vecinos campos por una estratagema militar del de Vivar para hacerles creer que se acercaba un poderoso y numerosísimo ejército. Al verse rechazados con tanto arrojo, y creyendo que iban a caer sobre ellos triples tropas auxiliares, volvieron la espalda a los cristianos, y se encaminaron con precipitada huída hacia los bajeles. Corrían por dentro del agua tirando las armas y sembrándola de despojos; mientras los guerreros de la Cruz los seguían; matando a los que alcanzaban, y obligando a otros a sumergirse en las olas, y buscar en su abismo la salvación si no hallaban en él su ruina.

En vano el rey Juzef, montado en soberbia caballo árabe y metido en el agua hasta el cuello del animal, les mandaba replegarse a un punto y retirarse con orden para evitar y economizar su propia sangre que coloraba el Mediterráneo. Nada bastaba a detener en su carrera al Cid, que abalanzándose al rey y dando muerte a los que le rodeaban y procuraban defenderle, gritó:

-Ahora verás, orgulloso mahometano, si todo tu poder y el de la media luna son bastantes a libertarte de los furibundos golpes de mi acero.

Dice así, y Juzef, aflojando las riendas al diestro caballo, le obliga a nadar por el piélago sembrado de cadáveres, respondiendo al de Vivar:

-No seas tan arrogante, nazareno, que puede trocarse la fortuna, y apagarse la estrella que te guía a la victoria.

No son obstáculos para el Cid las olas, y apeándose de Babieca se precipita a nado tras el monarca de África, y llega por fin a desnudarle la cabeza, tirándole la corona con el regatón de la lanza, Juzef no halla entonces otro medio para salvar la vida que volver el rostro al Campeador, y decirle:

-No es honroso a los héroes triunfar de enemigos desarmados; si quieres derramar mi sangre o conducirme atado al carro de tu triunfo, hazlo con honor. El último soy que me retiraba del combate, y no puedes tacharme de cobardía, aunque la suerte se me muestre contraria. Salgamos a la arena, y en pelea igual logra la gloria de vencerme si Alá te la concede.

-Acepto el combate -contestó Rodrigo-, aunque no llevas más objeto que dilatar una existencia que iba a finar en este punto.

Asió el Cid otra vez de la dorada brida a su caballo, y salió a la arena aguardando a su enemigo que le siguió con ánimo resuelto, esforzando su valor para pelear por la dulce vida.

Brillaba la playa a intervalos con los áureos cascos y pavonados arneses que yacían por tierra, y hollaban los pies, caídos estandartes de la media luna casi sepultados o desprendidos de los astiles; aquí herían los oídos los lamentos de los moribundos, y más allá resonaban cánticos alegres que entonaban los vencedores. Ocupábanse unos en despojar a los cadáveres y amontonar ricas preseas y soberbias armaduras mientras otros se vendaban las heridas o reparaban las perdidas fuerzas apurando los zaques de suavísimo vino del Betis. Las olas se deslizaban blandamente, llegando a rociar en sus últimos momentos a los infieles africanos próximos a exhalar el postrer aliento lejos de su amada patria, donde dejaron a sus esposas y a sus tiernecitos infantes, a quienes no tornarán a ver sus ojos que se cierran para siempre. Y quizá antes de expirar presencian el espectáculo triste de ver a sus compañeros con las manos atadas a la espalda y hechos esclavos por consecuencia de la victoria y bendicen la muerte que los ha libertado del prolongado tormento de arrastrar una s cadenas tan pesarlas e ignominiosas. Así el hombre se entrega él propio a nuevos y acerbos infortunios, como si la naturaleza no le hubiese condenado a hartos dolores, y no naciesen de su constitución física y moral continuos males.

Rodrigo de Vivar tomó un buen espacio de la playa después de haber saltado sobres Babieca; y Juzef, en cuyo traje remojado por las olas se ostentaba la riqueza de los orientales, abrochó, con un diamante la túnica al pecho, púsose la corona de perlas preciosas salpicada, y aguijó al caballo con el sonoro látigo de oro. Encontráronse ambos combatientes en mitad de la carrera, y dirigieron la punta de su lanza a la coraza; pero la de Juzef dando contra la finísima armadura de Rodrigo, dobló su punta, y se rompió. Penetró la del héroe las siete planchas del mismo metal que defendían el pecho del africano, y cayó herido del bridón, lanzando un penetrante suspiro. El caballo árabe, libre del peso de su señor, echó a correr por la llanura, más veloz que el viento, relinchando una y muchas veces, y sembrando de espuma la arena. Juzef, afirmando las palmas de las manos sobre el suelo, procuró sentarse, y quitándose con la diestra la real diadema, la alargó al Campeador, y le dijo:

-Vencido estoy, y a ti entrego y rindo las insignias de mi poder. Toma, valiente nazareno, y si alguna compasión te inspiran mis desgracias, escucha las últimas palabras que te dirijo: Tengo una esposa y un hijo que eran el consuelo y la delicia de mi existencia; mil veces les he rogado durante mi mansión en África, que sepultasen mi cadáver a la falda del Atlas, junto a un manantial cercado de pomposos árboles. Ellos me ofrecían cumplir mi mandato, e ir por las noches a mi tumba a platicar conmigo y a recordar los deliciosos días de felicidad que juntos hemos pasado. No me prives de este único consuelo, héroe cristiano; si tu corazón es sensible y ha palpitado alguna vez por una hermosura, si eres padre y sabes cuán dulce es el alma este nombre, si en alguna ocasión se ha enternecido de gozo tu pecho al acercar tus labios a los frescos labios de una joven amada, concede a mis parientes mis despojos mortales. Descenderán de las naves a recogerlos, y dando después las velas al viento quedarás libre de esta armada en mal punto venida a las playas del Mediterráneo.

Hablando así se detenía a cada instante para esforzar el aliento, porque iban agotándose sus vitales fuerzas. Volvió los ojos al mar, miró los bajeles, vertiendo lágrimas, y alzándolos después al cielo, dejó caer su cuerpo sobre la arena para nunca tornar a levantarle. Expiró el desdichado rey, y conmovió a quienes sus últimas y tiernas súplicas habían inspirado el más vivo interés. Rodrigo de Vivar, enternecido sobremanera con el ruego de Juzef, porque en aquel punto recordó la despedida de su esposa y de su hija, ordenó que uno de los soldados botase al agua un batel, y enarbolando una blanca bandera en señal de paz corriese a las naves y dijese a la triste esposa de Juzef que podía disponer del cadáver de su marido. La desgraciada reina había subido a la popa del barco al ver la deserción de los fugitivos que se acogían a las lanchas y esperaba en vano a su esposo muerto en descomunal batalla. Y cuando cesaron de llegar los que huían del combate, y no descubrió entre los venidos al monarca, un involuntario temblor estremeció su cuerpo, y se sentó al lado del pequeño hijo que estaba asido a su manto y preguntaba por su padre. El niño subió a sus rodillas al verla sentada, y comenzó a prodigarle caricias besando el rostro de la madre, y ciñendo su cuerpo con los delicados brazos brillantes con los brazaletes de oro que los cercaban.

Cuando el mensajero de Rodrigo dio la funesta noticia a la viuda, desmayose al oírla, y solo recobró el aliento para manifestar con claras muestras el dolor de la herida que acababan de abrir en su pecho. Arrojó al mar el rico velo y las joyas que adornaban su cabeza, y tendiendo al viento sus hermosísimas melenas, cubriose con ellas el rostro, y se puso en el batel del mensajero, llevando en sus brazos al hijo de su corazón. Precipitose después a la arena con increíble presteza para abrazar al yerto esposo; pero al descubrir el cadáver, se horrorizó, y detuvo la inmóvil planta. El niño reconoció las facciones de su padre, y saltando de los brazos al suelo, se abalanzó a Juzef, e iba a imprimir un beso en sus mejillas, cuando observando que no se movía y no respondía a sus halagos como otras veces, echó a llorar, y corrió a ocultarse de miedo bajo el manto de su madre, abrazado a su rodilla.

No pudo el ilustre Campeador tener a raya su natural ternura, y acercándose a la desesperada reina que se arrancaba los cabellos y hacía extremos de locura, le dijo:

-Desgraciada señora: cesad de traspasar mi alma con vuestro llanto: os entrego el cuerpo del rey para que le conduzcáis a África y le deis la sepultura que deseaba; mis guerreros os ayudarán a colocarle en el batel.

Mirole la africana con ojos airados, y hubiera prorrumpido en quejas y amargos denuestos, si un nudo que le apretaba la garganta no le impidiera pronunciar una sola palabra. Apartó con sus manos a los soldados que en cumplimiento de la orden del Cid intentaban levantar el cadáver, y abrazándolo con todas sus fuerzas lo puso en la lancha, y subiendo a ella en compañía de su hijo desapareció con la rapidez del rayo.

Reunió el héroe de Castilla las falanges que celebraban con alegres músicas el obtenido triunfo, y se encaminó a las murallas de Edeta a auxiliar al ejército que había destinado al asalto. No bastaba haber triunfado de Juzef y haberle derrotado; era necesario aprovecharse de la victoria, y dar felice cima a la conquista de la ciudad, no dilatando más tiempo el asalto. Por otra parte, al verle los sarracenos vencedor del monarca africano y con su corona en la diestra, debían quedar desalentados y rendirse con menos efusión de sangre. Al pasar el Cid por el arrabal donde se hallaban su esposa y su hija, saludolas con graciosos ademanes, y ellas que ya sabían su victoria, agitaron los pañuelos, y sonriéronse dulcemente en señal del placer que henchía sus corazones, pero el héroe no quiso detenerse un solo punto porque ignoraba los acontecimientos de los combatientes, y no tenía a buen agüero el silencio que reinaba en los contornos y que manifestaba, si no la inacción de los castellanos, al menos alguna suspensión de armas, a la que los hubieran obligado militares estratagemas. Mas vémonos precisados a cambiar el lugar de la escena, para declarar al lector los sucesos que habían causado tan extraño silencio.

Hemos dicho en el capítulo XIII que cuando Abenxafa supo la partida de Jimena, mandó cargar de cadenas a su hija doña Elvira, creído de que todo era obra suya, y llamando en seguida a Hamete, a quien confiaba sus más secretos pensamientos, descendió con el anciano al jardín, y le dijo:

-La fortuna me abandona, sabio Hakim, y no cesan de caer sobre mí desgracias; ni sé qué hacer, ni qué resolución tomar. Mi esperanza de reducir al Cid a que me concediera treguas en una situación apurada se cifraba en el cautiverio de su esposa, a la que hubiera amenazado con quitarle la vida, si no le persuadía a que levantase el sitio. Pero se ha fugado, y ningún recurso me resta cuando más le necesito. El pueblo se queja del hambre que padece; las calles están cubiertas de los míseros que perecen por falta de alimento; mis tropas débiles y extenuadas; y los auxiliares no llegan. ¿Quién evitará una sublevación, cuando los principales jefes que conocen la clemencia con que ese perro cristiano trata a los vencidos, arengan al pueblo en favor suyo, y le dicen que Alá los castiga por la muerte de Hiaya? ¿Quién podrá contener a este partido sedicioso y ufano con mis infortunios? ¡Oh Hamete! Podía decirte que tú tienes la culpa de todo, tú que contribuiste a que saliera con vida de mi ciudad el jefe del ejército nazareno, pero no quiero culparte, pongo en olvido lo pasado, y desprecio las negras sospechas que pérfidos palaciegos me hicieron concebir contra ti. Exijo, sí, de tu sabiduría que me saques a puerto, con tus consejos, de mis desdichas; indícame cómo debo portarme.

-Grande Abenxafa -respondió El-Hakim-, el siervo del Profeta no debe mentir: Alá ha resuelto vuestra ruina, y mis consejos no pueden libraros de una tumba que se abre ya para tragaros.

-¡Bárbaro! -gritó Abenxafa-. ¿Sabes que estás en mi presencia, y que me resta aún poder para despojarte de la miserable vida?

-Pues ¿por qué me habéis preguntado mi opinión? -le interrumpió el anciano en tono resuelto-. ¿No han de herir los oídos del tirano sino dulces lisonjas? No, comience a percibir los acentos de la verdad a medida que se aproxima su fin. Lo repito: no hay salvación para el verdugo de Hiaya. ¿No veis vuestras manos tintas en sangre? ¿No escucháis su voz que os amenaza, sus ojos que os miran con execración, y que vibran rayos de venganza? Sí, desgraciado rey: quedarás vengado antes que el sol se sepulte en los mares del ocaso; y escribiré en su tumba: pereció tu asesino,

-¡Traidor! -gritó el monarca de Valencia; mas El-Hakim había desaparecido más ligero que el viento, y se dirigía a consolar a la desgraciada Elvira.

-¡Oh Dios! -exclamó Hamete al entrar en la estancia donde habían sepultado a la doncella-, nuestra suerte depende de un hilo. Pero ya el ejército cristiano se acerca con precipitación; viene a asaltar la ciudad y los sarracenos se disponen a defenderla; no me separaré ya de vuestro lado.

Elvira inclinó la cabeza en señal de gratitud, porque agitada por dudosos pensamientos no tenía valor para responder una palabra. Mas advirtiendo que Abenxafa se acercaba con pasos acelerados, hizo retirar al anciano al extremo oscuro de la estancia, y se dispuso para sufrir el más triste y funesto coloquio.

-Cristiana -dijo el tirano luego que puso los pies en el aposento-, disponte para morir, que tal debe ser el destino de la vil mujer que me ha arrastrado a mi perdición. Aquel guerrero de la cruz con quien te sorprendí no era una sombra, como me obligaste a creer; era mi indigno rival, a quien tú has vuelto a la vida con ensalmos. Mis soldados le vieron partir al campamento de tu padre, y le lanzaron una nube de flechas al pasar a nado el río. Pérfida, tú has dado libertad a tu madre, tú has entretenido con tus dulces y venenosas palabras mi amor, tú te has reído de mí; pero ya trocado en ira el cariño, llegó tu hora, y morirás.

-¿Y qué me importa morir -respondió la doncella- cuando tengo el placer de que hayan recobrado la ventura las personas que me son caras? Si tu rabia había de sacrificar una víctima, si necesita sangre tu inhumano corazón, vierte la mía.

-¿Y ni aun a negar te atreves -replicó el árabe- los cargos que te he dirigido, para consuelo mío?

-Ni los otorgo ni los niego -contestó Elvira-. Sé que soy el blanco de tu furor, y no aguardo sino la muerte.

-¿Y he de bañarme en tu sangre? Escucha: acaban de decirme que las huestes africanas han llegado a este mar, y que miles de soldados de la Media Luna discurren por las vecinas playas corriendo a socorrerme. Tu padre desesperado busca un asilo en esta ciudad, y se dirige a asaltarla para librarse de los alfanjes africanos. Pero hallará su sepulcro en estas murallas, que yo animaré a mis valientes sarracenos, y pereceremos todos antes que sucumbir. No pienses, sin embargo, que si la suerte de las armas me es contraria escaparás de mi venganza. Te conduciré al muro y a los peligros; y a la primera herida que reciba, envainaré en tu pecho mi acero. O serás mía si venzo, o morirás conmigo. Partamos.

Asió del brazo a la infeliz doncella así hablando, y la obligó a caminar cargada con el peso de las cadenas, y seguida de Hamete, que en vano empleaba su sabiduría para persuadir al déspota la clemencia. Rabioso y amartelado juraba cumplir al pie de la letra lo que había ofrecido y atormentaba a la castellana con públicas afrentas y odiosos dictados: que de todo es capaz el amor lascivo. Mandó también para doblar sus dolores que condujesen a Gil Díaz y a fray Lázaro, y los ató con fuertes ligaduras colgados de las almenas de la muralla; y púsose junto a ellos al lado de Elvira, que con llorosos ojos y espíritu abatido veía a los cristianos acercarse a la ciudad.

Descubríase al frente de las falanges la áurea carroza de los caballeros del Águila y del Armiño, semejantes al astro del otoño que brilla por la noche, y se distingue de las estrellas con su esplendor. Venían tras estos el conde de Oñate y el denodado Nuño Cabeza de Vaca empuñando una descomunal maza de armas; seguíanlos Arias Gonzalo, que sonreía con la delicia que le causaba la vista de la ciudad donde había de repetir sus heroicos hechos de armas; el arrojado don Alvar Salvadores, a quien una muerte gloriosa privaría de las dulzuras de la victoria; y el intrépido Ordoño, condenado por la parca a no pisar las calles de la hermosa Valencia. Caminaban todos con la frente levantada y gozosos de ostentar su denuedo y su pujanza, hiriendo los aires con alegres gritos y amenazas a los sarracenos, que confiados en el socorro del rey Juzef denostaban a los castellanos desde las altas y débiles almenas que ocultaban a trechos sus cuerpos.

Los valientes caballeros, tirando de la brida a los caballos, hicieron parar la carroza, y saltaron a tierra desnudando sus limpios aceros relucientes como los rayos de la luna. Pero al ir a ordenar a los más denodados paladines del ejército para acometer con ellos a los musulmanes y arribar las escalas a los muros, hirió sus ojos un espectáculo que los dejó inmóviles. Vieron anudados por la parte exterior de una almena y colgando de ella a los infelices fray Lázaro y Gil Díaz; y cargada de pesadísimas cadenas a Elvira con la cabeza inclinada y colocado su cuerpo en el vacío que había entre uno y otro torreón, como si sirviese de antemural al fiero Abenxafa, que con el puñal desnudo estaba tras ella en ademán de envainarlo en su pecho. Horrorizose el caballero del Armiño al observar el eminente peligro que amenazaba la vida de su amada, y rogando al del Águila que retardase con cualquier pretexto una sola hora el asalto, llamó a diez de los más esforzados héroes, y partió con ellos después de haberles declarado su idea. Eran estos: Fernán Sánchez, Fernán González, don Alvar Salvadores, Nuño, Bermúdez, Raimundo, conde de Borgoña, Enrique de Besanzón, de la casa de Lorena, Gormaz, Berenguel y el conde de Oñate. Apeáronse todos de los caballos, y siguiendo la línea de la muralla llegaron al Turia y a la parte por donde este río entraba en la ciudad, y por donde había poco antes atravesado al campamento del Cid el paladín del Armiño. Habían levantado los árabes un puente de barquichuelos, y abalanzándose los héroes a los centinelas que le custodiaban, se abalanzaron a ellos con increíble ímpetu y, arrojándolos muertos en el agua, siguieron a nado la corriente del río.

Los sarracenos, aterrados, corrían por las calles creyendo que los acometía Rodrigo de Vivar. Y reinaban el desorden y la confusión; entre tanto los guerreros de la Cruz, con frente impávida y corazón valientes atravesaban la ciudad. Llegaron por último a la parte del muro que ocupaba Abenxafa, y los guardias que custodiaban sus espaldas por si acontecía algún tumulto popular, trabaron con ellos el combate más sangriento. Mandábalos Alboraya, árabe valeroso, que rugía como el león a la vista de los cristianos, y que estimulaba y enardecía con elocuentes palabras a sus compañeros. Rodeábanle Almanzor, Abdelkadir y el siempre vencedor Alí-Abenajá, azote de los adoradores de la Cruz en cuantos puntos fijaba la destructora planta, ora empuñase la maza o el acero. Dirigió Alí la punta de su lanza al pecho de don Alvar Salvadores, y pasando con ella la coraza de finísimo acero, bañola en su sangre, y al caer el héroe resonó el suelo con el ruido de las armas; la espada del fuerte Nuño cortó a cercén la cabeza de Almanzor, penetrando por junto a la gola y salpicando con la roja sangre el rostro de Alboraya, que redoblando su furor con la muerte de su amigo descargó un descomunal golpe en el casco del caballero del Armiño. Pero era tan fino el oro de que estaba fabricado, que al dar el acero sobre él, saltó hecho pedazos sin hacer mella en el casco; el paladín rompió con el suyo la cota de malla del sarraceno e hiriéndole junto al corazón cayó de espaldas llamando a su amada Zoraida. Atónitos del valor de los castellanos los soldados de Abenxafa huyeron precipitadamente, dejando libre la escalera que conducía a la parte del muro donde el feroz Abenxafa permanecía amenazando a la donosa Elvira.

-Aguardaos -dijo el del Armiño-, compañeros míos. Si acometemos con este traje al tirano, posible es que al verse perdido clave su puñal en el pecho de la hija del Cid. Troquemos de escudo y de almetes; los guerreros que yacen tendidos por el suelo nos ofrecen este arbitrio; y fingiendo que nos retiramos, podremos asegurar su brazo, y salvar la vida de la más linda castellana.

Dijo, y desencajándose el yelmo de espaldas a sus amigos se puso el de Alboraya adornado con una media luna de rubíes; e imitando su ejemplo los demás paladines dejaron también sus escudos en el suelo, y embrazando los que hallaron por tierra se transformaron en mahometanos. Fingiendo entonces que retrocedían acosados por cristianos, subieron al muro precipitadamente, y asiendo con todo su poderío el caballero del Armiño el brazo de Abenxafa cuando más lejos estaba de imaginarlo, lo apretó con tanto ímpetu, que abriéndose la mano con la fuerza del dolor, dejó caer el puñal en tierra. Ya en esto el paladín del Águila, que observaba los movimientos de los sarracenos, había presumido la victoria de su inmortal compañero de armas, y acercaba las escalas a la muralla, al propio tiempo que las trompetas del Cid le anunciaban vencedor de los africanos. Rodrigo de Vivar aguijó a su bridón, y con la bandera real de Castilla en la mano saltó por encima de la multitud de guerreros, y ascendió primero que todos al torreón, y enarboló el estandarte sagrado de la Cruz, a cuyo espectáculo doblaron una rodilla sus falanges, y las marciales músicas resonaron dulce y armoniosamente al compás de los gritos de «Viva España. Viva el Cid. Viva Castilla».

Entre tanto, Abenxafa, retrocediendo con la furia del león, logró desasirse del paladín cristiano, y comenzó a correr por el muro más ligero que el águila cuando ejerce sus rapiñas en la región de los Alpes. Siguiole el cristiano con increíble ligereza hasta que, acosado el sarraceno, y no hallando camino por donde escapar, revolvió súbitamente y desnudando el acero, le dijo:

-No huiré ya, perro nazareno, que, vive Alá, he de vender cara mi vida.

-El caballero del Armiño soy -respondió este-, el genio del mal para ti, el que asistirá a tu aciago fin. Déspota feroz, ¿no sabías que los tiranos, tarde o temprano, sucumben al poder de la virtud? Con cien vidas no podrás pagarme los males que me has causado, los tormentos que ha sufrido mi corazón. Tú ordenaste mi muerte con la más negra perfidia, tu acibaraste los días del dulce objeto de mis amores, tú...

Los ojos de Abenxafa centelleaban al oír al caballero, y las furias y los roedores celos despedazaban su corazón. Cegábale su propio furor, y peleaba desesperadamente y a la ventura. El cristiano después de haberle burlado una y otra vez, parando con su acostumbrada destreza los golpes de su espada, logró secundar un fendiente en el medio del casco, y dividió la cabeza en dos mitades. Expiró el tirano antes de caer y el incógnito voló a romper las cadenas de Elvira, cuando el Cid y el del Águila y los otros paladines se batían con los mahometanos. Aún logró pasar con su lanza al asesino del valiente Ordoño: y corriendo en seguida a la castellana, la tomó comedida y cortésmente en sus brazos, descendió ligero por una de las escalas agarradas al muro, la sentó en la carroza del caballero del Águila y aguijando con el látigo a los caballos, principió a correr hacia el barrio de Villanueva con el cadáver de Abenxafa arrastrando del carro. Una nube de polvo envolvía al héroe y a su amante al atravesar las filas de los regocijados guerreros, que ponían en el último cielo de la alabanza el valor del incógnito paladín.

Rodrigo de Vivar volaba, con el estandarte en la diestra, los muros, y caían de ciento en ciento los cobardes adoradores de Mahoma, que enarbolaron por último una bandera blanca en señal de rendición.

El-Hakim Hamete, o por mejor decir, el anciano Pelayo, corría con la espada desnuda y vertiendo lágrimas de gozo en seguimiento de los mahometanos. Exhortábalos a que implorasen la clemencia del vencedor y no acrecentasen con una resistencia inútil el ardor de los castellanos. Encontrose con el Cid, y colgándose de su cuello descubriole quién era; lo que ya sabía el Campeador por relación del caballero del Armiño.

Cesó en aquel punto la matanza y los principales jefes de los árabes se arrojaron a los pies de Rodrigo, suplicándole que perdonase las vidas a los infelices habitantes de Valencia. Exigioles el Cid que le entregasen a su hija, a Abenxafa, a fray Lázaro y a Gil Díaz, sin lo que no quería oír propuesta alguna, y habiéndole dicho que el caballero del Armiño conducía ya libre a Elvira a los brazos de su madre y que Abenxafa no existía, otorgó a los vencidos la gracia que solicitaban, y desató a los desgraciados fray Lázaro y Gil Díaz, que permanecían aún maniatados, aunque separados de la almena. Dispuso en seguida que algunas falanges desarmasen a los moriscos y regresó a sus reales a preparar la entrada de su ejército entero en la ciudad.




ArribaCapítulo XVI

La entrada triunfal


Jimena y su hija, regocijadas con el triunfo que el Cid había obtenido de el rey Juzef, permanecían en la ventana, aguardando con ansía, nuevas de lo que pasaba en el asalto, cuando descubrieron una nube de polvo que se acercaba con presteza, cual si la impeliese un recio viento. Traslucían por entre la polvareda el brillo de la carroza, en la que el sol reflejaba sus auríferos rayos; y las castellanas experimentaron una especie de conmoción cuya causa no era fácil adivinar.

-Dulcísima Elvira -decía entre tanto el caballero del Armiño a la hija del Cid-, tengo la gloria de restituirte al seno de tu adorada madre. ¿Podré lisonjearme de merecer alguna recompensa?

-Valeroso joven -respondió la doncella-, hemos tocado el término de nuestros infortunios. Y si las escenas que has presenciado no te han dicho los sentimientos de mi corazón, ¿podrán expresarlo mis palabras? Sin embargo, debo quejarme de ti en medio de los sacrificios que mi amor te ha causado. ¿Qué dama ignorará por tanto tiempo el nombre de su caballero?

-Tienes razón, vida mía -replicó el joven, sacudiendo con el látigo a los caballos para que corriesen aún más-, tienes razón, y no deberías admitirme disculpa alguna, sino mediasen poderosos motivos. Quería deberlo todo a la gloria y al valor y nada a mi nombre ni a mi cuna; lo he conseguido ya; hame ofrecido tu padre que premiará con la mano de su hija a quien le entregue la media sortija de Abenxafa, que conservo, y su cabeza. Ves el cadáver del tirano barriendo el polvo y arrastrando por tierra detrás de esta carroza; llegó, pues, el instante de mi felicidad; y vas a conocer que no es inferior a la nobleza de los condes de Castilla, de quienes desciendes, la generosa sangre que circula por mis venas. Sí, embelesadora doncella; después de las borrascas que han agitado nuestro espíritu lucen los días de la bonanza, los hermosos días que alegra con sus rayos el sol.

Los ojos de Elvira miraron con dulzura a su amante, a aquel amante que a la virtud, al heroísmo y a la más ardiente pasión por ella unía los encantos y la gracia de la juventud. ¡Es tan natural amar lo que es amable! El mancebo, lleno de polvo y de sudor, y tal vez con la armadura salpicada de sangre, dejaba ver por entré las barras de la visera unos ojos hermosos y brillantes que retrataban al vivo la grandeza y sublimidad de su corazón.

Llegaron los caballos al edificio donde la dichosa Jimena los aguardaba impaciente, y saltaron con gracia ambos jóvenes de la carroza, corriendo a los brazos de la matrona de Castilla. No es posible pintar con el colorido de la verdad esta escena; las almas sensibles adivinarán los transportes y suavísimas conmociones que experimentaron la madre y las hijas al verse reunidas después de una ausencia que acibaró por largo tiempo su dicha. Estrechándose suavemente una a otras, imprimiendo en sus frescas y coloradas mejillas ósculos de amor, y uniendo sus labios de rosa, desahogaban la natural alegría que las agitaba, aquel gozo que todos sentimos, y que, sin embargo, ninguno acierta a definir. La presencia del objeto amado daba incremento a la sensibilidad de Elvira, que halagando a su familia y sacando a plaza su ternura, manifestaba que no podría menos de ser una esposa cariñosa la que era hija tierna.

En medio de estos transportes y halagüeñas fruiciones, hirieron súbito los oídos las pisadas de los caballeros que junto con el resonar de las armas de los paladines dejábanse oír a larga distancia. Apeáronse el Cid y el caballero del Águila, a quienes seguían algo zagueros Ordóñez de Lara, el anciano Pelayo, el conde de Oñate, fray Lázaro, Gil Díaz y la flor de la caballería castellana. Todos se abrazaron, y tributaron rendidos parabienes a Rodrigo de Vivar, a su esposa, a sus hijas y al guerrero del Armiño. Este valeroso mancebo clavando en la punta de su lanza la cabeza del tirano odioso la puso a los pies del campeador, y dándole la media sortija que tenía guardada, se alzó la visera, y habló así:

-Soy don Ramiro, hijo de don Sancho García, poderoso rey de Navarra, como estáis mirando. La fama de vuestro valor, la gloria de que habéis cubierto vuestro nombre inmortal y el ansia de distinguirme con heroicos hechos de armas me sacaron de mi corte para asistir al último torneo que celebrásteis en una de vuestras villas. Los ojos de vuestra hermosa hija fijaron mi suerte, y juré seguiros a todas partes, y ser su caballero para conseguir fama y amor, no por el lustre de mi nacimiento que debí al acaso, sino por mi sentimiento y por mis obras que son adquisiciones mías. Tengo el placer de que la propia sorpresa que os causo con esta declaración, cabe también a Elvira porque hasta ahora ha ignorado mi clase y mi nombre. Reclamo la palabra que dísteis de casarla con quien os entregase das dos prendas que acabo de poner a vuestra disposición.

-Y si, olvidando las pasadas injurias, algún cariño me profesa el Cid -añadió el guerrero del Águila, alzándose igualmente la visera-, le ruego que apruebe este matrimonio.

-Señor -exclamaron todos a una voz, doblando la rodilla-. ¿Por qué ventura gozamos el placer de ver a nuestro rey Alfonso, al soberano de Castilla?

-Levantaos -respondió su majestad-, unos guerreros como vosotros a nadie deben humillarse. Voy a explicaros la causa de mi venida. Nadie ignora que los poderosos enemigos de Rodrigo de Vivar, los lisonjeros cortesanos, me obligaron a desterrarle de Burgos, pintándome su fidelidad como sospechosa, y dando a cada uno de nosotros el nombre de traición. Engañado y deslumbrado con falsas apariencias, que miradas desde el trono parecían realidades, consentí en un destierro, aunque con ánimo de averiguar por mí propio la verdad. Habíanme dicho que en el sitio de la hermosa Valencia había enarbolado un estandarte distinto del de Castilla, y que mis reales insignias y banderas habían sido holladas y arrojadas a una hoguera. He venido a presenciar este desacato, o a certificarme de la calumnia, como es en efecto. Te prometo, valiente Cid, que será más cruel la venganza con que satisfaré tus agravios, que los tormentos y penurias que habrás sufrido lejos de tu patria y de tu amable familia, buscando con la espada en la mano ocasión en que mostrarme la lealtad de tus sentimientos.

-Señor -contestó el Campeador-, a Dios plazca que mis contrarios sean tan felices como deseo. Lejos de nosotros la venganza; pues la más noble que podía desear es desengañar a mi soberano y ponerle de manifiesto mis acciones. Vuestra es la ciudad que acabo de conquistar, y la mano de mi hija del infante don Ramiro.

-Generoso héroe -replicó enajenado el monarca-, te nombro alférez de todas mis tropas, y mando que desde hoy se llame esta ciudad Valencia del Cid. Resuelvo, además, ser el padrino de la boda de tu hija con mi querido amigo.

-Albricias pido -gritó Gil Díaz, acercándose a Elvira-. ¡Válgate San Andrés! ¡Y quién había de decir que anochecerían con torreznos y almíbares unos días que amanecían con lágrimas y mortajas!

-Te mando -contestó Elvira- un real por cada azote de los que descargó sobre tus costillas el despiadado Vellido. Conque haga el buen Gil la cuenta, y tráigala ajustada, que yo le pagaré real sobre real.

-Benditas sean -dijo alborozado el escudero las manos que tal me pusieron, y déjame tomar el pulso a la cuenta, que a buen seguro que he de equivocarme.

El caballero del Armiño descubrió a Pelayo, y corriendo a donde estaba, le abrazó y presentó al soberano de Castilla llamándole su libertador y el único a quien debía la existencia. Todos tributaron los mayores elogios al anciano, a cuyos ojos asomó una lágrima arrancada quizá por la memoria de su hijo.

En esto, el rey Alfonso principió a repartir mercedes a los guerreros que más se habían distinguido en el asalto, dando a unos títulos, a otros pueblos, y a fray Lázaro permiso para levantar un convento de su orden con el nombramiento de abad perpetuo. Prodigó repetidas caricias con su amable franqueza a la esposa y a las hijas del inmortal Rodrigo de Vivar, diciéndoles que envidiaba su gloria y su felicidad al verlas unidas por los lazos del parentesco a un héroe que al valor y a las virtudes guerreras y cívicas añadía la amenidad y la cortesanía en el más alto grado.

El sol despedía brillantísimos rayos de luz desde el cénit, dorando las almenas y agujas de Edeta, cuando los héroes castellanos resolvieron verificar su entrada triunfal en la ciudad. Adornáronse con las más ricas corazas y con los cascos de gala adornados con marlotas de variados matices y empuñaron las lanzas con cuentos o regatones de luciente bronce, y con astiles de boj. Los soldados se vistieron los almillos y pespuntes de piel de leopardo y de león, y acicalaron el alto crestón de sus celadas con plumas pintadas o con pequeñas águilas de acero.

Tendieron al viento los sagrados estandartes de la cruz y los clarines, atabales y trompetas, unidos a los alelíes y añafiles rompieron con estruendo la marcha militar. Llenaban el aire gritos de entusiasmo y voces de alegría en que prorrumpía el ejército entero victoreando a la patria, al rey de Castilla y a Rodrigo de Vivar. Los jefes en sus cifras y preseas declaraban la parte de los peligros que les había cabido en el combate, y todo respiraba el ardiente amor a España y a la libertad que alentaba en los pechos castellanos.

Los feraces campos que regaba el Turia, y en cuyas floridas praderas se elevaban los muros de Valencia, aparecieron entonces coronados con los frutos del estío y matizados de hermosísimos tapetes de flores. Unidas las ramas de los árboles que a una y otra parte del río estaban plantados, corrían las aguas bajo un toldo de verdura que aumentaba la frescura y amenidad de tan delicioso sitio. Eran tan puros y transparentes los cristales del Turia, que se veían en su fondo las guijas que lo alfombraban, interpoladas de graciosas conchas y caprichosos mariscos.

Al llegar el ejército de Castilla a las puertas de la ciudad, descubrieron una banda de alegres dulzainas que salían a regocijarles, por ser la música del país, y el festejo más grandioso que imaginaron los moriscos para recibir al vencedor. Donosas y apuestas moras, de las que ninguna pasaba de quince años, vestidas de blanco; y con una especie de sobrevestes azules, veíanse ordenadas al lindar mismo con las llaves de oro de las puertas en un rico azafate de plata; otras llevaban en la mano lindos ramos de azucenas, palomas inocentes y pomos de agua de rosa.

Entraron los flecheros magníficamente engalanados y ordenados con un arco en la mano y su carcaj al lado, cuyas flechas resonaban dulcemente al andar; seguían a éstos los lanceros del Cid, cuyo lujo oriental y extremadísima bizarría daban claras muestras de la riqueza y poderío de su señor. Venían tras estos trescientos trompeteros atronando con el marcial sonido de las trompetas, cubiertos de telas coloradas y con bronceados almetes, y anunciando que se acercaba el inmortal Rodrigo. Quinientos pajes vestidos de seda azul con áureas palmas en la mano, y de los cuales el uno traía la corona real de Juzef-Tefin vuelta hacia abajo, en señal de vencimiento, otro la espada de Abenxafa y distintos despojos ganados en el campo de batalla, rodeaban la carroza de oro, con ruedas de plata, donde iban sentados el Cid y su esposa; a los pies del arrogante héroe de Vivar yacía la diadema y cetro del vencido monarca Abenxafa, y empuñaba el paladín el gran estandarte de Castilla. Su preciosa armadura, el riquísimo traje de su esposa, brillante como la luz del día, los áureos jaeces de los bridones, y sus riendas engastadas de perlas preciosas, dejaron deslumbrados y atónitos a los edetanos, que apenas creían a sus propios ojos.

Al pisar los caballos el lindar de la puerta, resonaron súbito las dulzainas y deliciosas músicas, y detuvieron las doncellas la carroza para entregar al héroe las llaves de la ciudad. Vertieron también los pomos de agua embalsamando el aire con suave fragancia, y ofrecieron, arrodilladas, a la matrona cristiana los ramos de flores dispuestos con este objeto. Colocáronse en seguida alrededor del carro, para conducir, unas, los caballos, y danzar, otras, al compás de las dulzainas, dando repetidas muestras de su agilidad y destreza. Entonces, los soldados de las falanges de Rodrigo, que llenaban las vecinas calles, entonaron el siguiente:




Cántico



CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

Voz 1.ª

¿Qué ninfa tan linda
los aires rompió,
sus alas doradas
desplegando al sol?
El dulce amor patrio,
infante gentil,
la tea agitando,
le sigue feliz.

CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

Voz 2.ª

Cayó el cruel tirano que oprimía
de la fértil Edeta
la opima y floreciente pradería.
Sobre su tumba se levanta augusta
la libertad de España,
Y a los campos que el áureo Betis baña
nuncia con voz robusta,
que doblarán sus hijos la rodilla
ante el soberbio carro de Castilla.

CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

VOZ 3.ª

Cuando oscuro muere,
¿qué le resta al hombre?
Perece su nombre
en el polvo vil.
Dulce es morir, dulce
al sol reluciente,
y ostentar la frente
con heridas mil.

CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

VOZ 4.ª

Por ti, oh patria, se lanzan los guerreros
a la sangrienta liza
cuando tu fuego atiza
sus corazones fieros.
Retiembla el suelo con el son horrendo
de sus nudos aceros,
y el movimiento de su casco de oro
y del peto sonoro
compone su armonía
más suave y dulce al pecho valeroso,
que al rayar en el cielo el albo día
del ruiseñor el canto melodioso.

CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

VOZ 5.ª

¿Quién me diera rasgar el denso velo
que encubre los arcanos,
y cantando anunciar a los hispanos
sus futuras hazañas!
Un día brillará, lo juro, oh patria,
en que libre del árabe insolente
alces la altiva frente
al alto Olimpo, y estremezca el mundo
el valor de tu brazo furibundo.
De lauro entonces y arrayán ceñida
sobre nube de plata
te elevarás a la región del viento
y las naciones todas humilladas
si pretenden gozar de tus miradas
habrán de alzar el rostro al firmamento.

CORO.

Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.

Montadas en soberbio palafrén y servidas de lindísimas esclavas, seguían a sus padres las bellas hijas del de Vivar, acompañadas por el rey de Castilla y el infante de Navarra, don Ramiro, armados de punta en blanco. El soberano llevaba la visera caída y el escudo del águila conservando el incógnito, pues de otro modo, debería haber ocupado el asiento principal de la carroza. Asían uno y otro caballero las bridas de los palafrenes de las doncellas, y recibían los aplausos de la multitud, con señales de gratitud y cortesanía. Tras estos aparecían los guerreros de más nombradía del ejército, capitaneados por Ordóñez de Lara, y cerraban la marcha Gil Díaz y fray Lázaro, riendo el uno, con los carrillos chispeando de puro colorados, y echando bendiciones, el otro, a la atónita plebe que le observaba con admiración.

Rodrigo de Vivar acabó sus días en esta ciudad, después de haber regresado a Castilla el rey Alfonso, y haber celebrado las bodas de doña Elvira con el infante de Navarra. Ordóñez no quiso nunca casarse, y murió en Burgos, habiendo acompañado el cuerpo de su amigo al monasterio de Cardeña, donde murió Jimena.

Gil Díaz, recibidas muchas mercedes de sus señores, casó con una linda valenciana, con la que pasó una vida laboriosa y alegre; y fray Lázaro expiró, después de muchos años, en olor de santidad.

Pelayo tuvo el consuelo de levantar un magnífico sepulcro a su hijo, y consiguió que le enterrasen a su lado cuando llegó el fin de su vida.




 
 
FIN DE «LA CONQUISTA DE VALENCIA POR EL CID»
 
 


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