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ArribaAbajoCapítulo VII

Las palabras dulces


Apenas la perezosa luz del día doró la ancha y espaciosa faz del cielo y las arpadas lenguas de los ruiseñores tornaron a renovar la suave y meliflua armonía de su canto cuando la desgraciada Elvira, abandonando las ociosas plumas, principió a pasearse por el salón, triste y pensativa. Había esquivado posar en sus párpados el sueño y la melancolía deslustrando las rosas de sus mejillas y disminuyendo el hermosísimo brillo de sus ojos, sustituía a la frescura y lozanía de una gracia el color de plata y el blanco esplendor de la luna. La imagen de su amante que creía muerto no se apartaba de su imaginación, recordando el valor y las generosas prendas que distinguían a aquel paladín que, o bien sacase a plaza su habilidad y ligereza en los torneos, o bien hiciese campear su marcial arrojo y militar continente en la refriega, siempre se llevaba la palma, fijando los ojos de las damas en las ricas y variadas plumas que ondeaban sobre el alto crestón de su celada.

Habíale referido una esclava punto por punto las circunstancias de la horrorosa traición de que había sido víctima el caballero del Armiño; a fuer de agradecida y sensible dama hubiera regado con lágrimas la tumba del denodado joven, si no tuviera a raya tan muelles sentimientos el indómito orgullo que avasallaba su alma. Porque en aquellos siglos de heroísmo y de caballeresca idolatría por la belleza, se consideraban a tanta altura las damas de elevado nacimiento y donoso rostro, que cual si fueran deidades dábanse a entender que los hombres debían sacrificarlo todo a sus plantas, mientras ellas se creían degradadas con la recompensa de una sola mirada; pues bastaba por premio la aceptación de tan respetuosos homenajes. De aquí la virtud mágica de un solo acento, que, salido de los labios de una de aquellas diosas convertían en leones a los corderos, imponía eterno silencio, lanzaba a los peligros y a la gloria a un joven, o se condenaba a temerarias y dudosas pruebas para experimentar los quilates de su valor y de su cariño.

Elvira, sin embargo, había debido a la naturaleza una ternura y una imaginación demasiado vivas para que la pérdida de su amante, tan digno por todos lados, de retorno en su amor, pudiese con el tiempo borrarse de su pecho. Y no solo fatigaba su mente esta idea harto dolorosa, sino que su actual y crítica situación, y más que todo el recelo de las nuevas desventuras que iban a precipitarse sobre su cara madre subían de punto su aflicción. Sobrado tiempo tendría para sentir la muerte del caballero del Armiño, pero urgían: los momentos para libertar a la noble Jimena del oprobio con que la amenazó Abenxafa, y que quizá realizaría mientras recorriese el espacio el naciente sol que se mostraba en el Olimpo. Valiente, Elvira, para llevar con paciencia los pesares propios, no podía tolerar a sabiendas los ajenos; sus penas le parecían ligeras espinas que se clavan al cortar una rosa y las de su madre envenenadas flechas que abren profundas heridas y hacen perder la vida entre rabiosos dolores. ¿Y cómo precavería los males que las amenazaban? ¿Cómo pondría en cobro su honor y el de Jimena? Por demás sería que los entusiastas soldados del ejército de su padre se apresuraran a volar en su socorro, si cada movimiento cristiano había de ser un nuevo despertador de las pasiones de Abenxafa que cuanto más cerca estuviese de perder el objeto de sus amores, más prisa se daría en satisfacer su bárbaro antojo. Mas ¡oh feliz ingenio de la mujer! Agudo y penetrante como el aguijón de la avispa, pronto y momentáneo como la chispa de un pedernal, agota el talento del hermoso sexo cuantos recursos le ofrecen alguna de las ventajas con que lo ha dotado la naturaleza. La hija del Cid acordó emplear con el agareno la dulzura y la inocente ficción para entretener sus deseos en tanto que llegase el momento de su libertad, ahorrando así a sus padres, los sinsabores y desmanes que la hubieran sobrevenido. Mas antes de poner en práctica tan osada resolución, quiso dar parte de ella a su madre la bien aconsejada doncella, y tenerla en atalaya para el efecto que pudiera surtir. Serenando, pues, el rostro del mejor modo que pudo, para no alterar en vez de tranquilizar a la que tanto amaba, corrió al lecho de Jimena, y sentándose junto a ella, le dijo:

-Debe causaros admiración, sin duda, lo que voy a deciros y quizá os parecerán indignos de la elevación de ideas que en todos casos ha de manifestar la hija del Cid los pensamientos que pondré en voz. Por una parte, conozco que debe abrazarse con ánimo resuelto la muerte antes que descender una grada del solio de la gloria donde nos ha colocado el heroísmo de mi padre; y por otra, me doy a entender que cuando esta muerte ha de ser precedida y seguida del deshonor, es una cobardía inútil el arrojarse a ella y no poner en obra los muchos recursos que el natural ingenio y la imaginación nos ofrecen; Abenxafa ha jurado sacrificarnos a sus impuros antojos movido por el entero decoro con que respondimos a sus ridículos ofrecimientos; si hubiera de cabernos la suerte del caballero del Armiño, podríamos tenernos por felices, y aún dar gracias al Cielo porque nos sacaba del ingrato laberinto de la vida; pero cuando nos amenaza con marcar nuestras frentes con el clavo de la servidumbre y con deslustrar nuestro honor, no hay diligencia que en rigor deba omitirse para salir a salvo del peligro. Los hombres, cuando aman tan ciegamente como parece amar el árabe, tienen los ojos vendados y caen en mil lazos que la sutileza de nuestro sexo y a veces la necesidad en que nos ponen les arman con cautela e industria. Si yo doy esperanzas a Abenxafa, si halagan sus oídos palabras dulces, le veréis tranquilo y apacible tratarnos con delicadeza, y así dilataremos nuestra vida entreteniéndole con ingeniosos modos hasta que la espada de mi buen padre corte el nudo de esta tirana esclavitud.

Absorta escuchó a su hija la matrona castellana, y mirándola con inquietud y zozobra, le respondió:

-No pensaba que por las venas por donde circula la sangre de los Laín Calvo y Orgaz pudiesen correr tan viles intenciones. La ficción es propia de los verdaderos esclavos que por la bajeza y humildad de su clase se ven precisados a disimular y mentir: ¿pero quién ha visto al sol recoger sus rayos por temor de que pierdan en lo más zafios barrancos la pureza de su esplendor? ¿Quién es poderoso a des honrar al que no se deshonra a sí mismo? Tan tersa resplandecerá nuestra opinión después de haber sufrido los insultos y tropelías de Abenxafa, como el día en que caímos en su poder; y aún será más honroso expirar entre tormentos y vilezas por no fruncir las cejas ante el tirano, que dar lugar a que algunos pongan lengua en nosotras, y digan que hemos humillado la frente delante del soberbio musulmán.

-Pero, madre mía -replicó respetuosamente Elvira-, ni el mundo, ni los vanos elogios de los hombres, podrán restituirme la inocencia que entonces perderé, ni borrar de vuestras manos la huella que el hierro de las cadenas habrá impreso en ellas. Y si pensamos en los resultados, ¿qué bienes habremos conseguido con sostener el tono que nos corresponde? ¿A quién será útil nuestro deshonor? Considerad el dolor y desesperación de un esposo y de un padre que encuentra los cadáveres de sus queridas prendas marcados con la ignominia y llenos de heridas... ¡Oh!, por Rodrigo, por vuestro amado esposo, resolveos a emplear la suavidad.

-¿Y qué suavidad quieres tú que emplee, hija mía? -añadió Jimena algo enternecida-. No está en mi mano librar a Rodrigo de estas desventuras que necesariamente han de serle más dolorosas que cuantos trabajos ha padecido hasta el presente; si en mí consistiera, no habría ruego ni camino que tentase.

-Pues bien, amada madre -gritó Elvira-, venid a bien a que sea yo el instrumento de vuestra felicidad y de la de mi padre ahuyentando la tormenta que nos amaga. Por poco talento con que me supongáis, no debéis creerme tan menguada de juicio que no sepa precaver los males que pueden originarse de mi determinación, y caminar con recelo por la senda que yo misma me abro; si logro con esperanzas el que deposite en mí Abenxafa su confianza y se gobierne por mis consejos, me será fácil traer a la mano que quiera su voluntad; entonces podré poner en práctica los pensamientos que agitan mi imaginación; y recobrar quizá la libertad de ambas.

-Tiemblo, Elvira -la atajó la esposa del Cid-, tiemblo de que te arrojes a tales riesgos que pueden sernos funestos. Sin embargo, no me atrevo a oponerme más a lo que has pensado por no tener que echarme en cara tus propios infortunios y los de Rodrigo. Pero ten siempre delante de los ojos el esplendor de tu cuna y piensa todas las veces que vale más morir de cualquier suerte que sea, que faltar en lo que debemos a la gloria de tu padre. Elvira mía, considera que ese monstruo es enemigo de nuestra santa religión, y que en los combates se tiñó su espada con sangre cristiana, considera que él puso fin a la existencia de los valientes guerreros que nos acompañaban, y redujo al pobre fray Lázaro a la esclavitud.

-No, amada madre, no necesito que traigáis a la memoria unos sucesos que no se borrarán de ella; las sombras del abismo no son más horrorosas para mí que la imagen del bárbaro verdugo del caballero del Armiño. Sí, lo juro, valiente paladín; aceleraré la ruina de tu más cobarde enemigo y regará tu tumba su impura sangre. ¡Oh!, vos extrañaréis, sin duda, que vuestra hija hable así, porque ignoráis que mi nombre sirvió de santo para arrastrar vilmente al desgraciado joven desde el campamento de nuestro ejército a esta ciudad. Un rubí igual o semejante al que por desgracia suele adornar mi frente le hizo creer que yo le llamaba, y el infeliz corrió a su precipicio. Había vencido en singular batalla al soberbio árabe, y no pudiendo tolerar la afrenta del vencimiento quiso inmolar a su despecho al más leal, al más, valiente y al más cortés de los caballeros que enristraban lanza bajo el pendón de mi ilustre padre.

-Ahora conozco -dijo Jimena con alegría- que respiras odio mortal a ese cruel agareno; soy contenta de que ejecutes tus ideas, porque no dudo que el entusiasmo que te anima contra él y tu felicísimo ingenio te librarán de los peligros de tan difícil empresa.

Las ilustres castellanas se abrazaron con cordial ternura; y el cariño hizo asomar a sus ojos unas lágrimas que las amenazas, el dolor y la desesperación no habían podido arrancar. Dominaba en el carácter de Jimena el ciego amor que profesara a sus esposo, amor que rayaba en adoración por reputarle un semidios muy superior a los otros hombres; y de ahí es que en todas sus acciones se gobernaba por esta especie de fanatismo que tan solo le dejaba ver los objetos bajo el aspecto favorable a Rodrigo de Vivar. Su hija, dotada de más viveza y travesura, sabía ennoblecer la más despreciable bagatela, y sin perder la elevación de sus sentimientos transigir con la necesidad. Dulcificado así el orgullo de familia con su natural apacible, reunía a la vez la amabilidad de las modernas damas con la soberanía de las antiguas castellanas.

Cuando trasmontaba el sol, bordando de oro las coloradas nubes, solicitó Elvira, por medio de una esclava, permiso de Abenxafa para solazarse y pasear las plácidas riberas del Turia. Pasaba el río por la plaza de la ciudad lamiendo el palacio de los reyes moros, y regando sus jardines al paso que proveía de agua las cascadas y demás riachuelos que blanda y sosegadamente deslizaban por los floridos vergeles. Habíase la hermosa doncella ataviado con más cuidado del que ordinariamente empleaba maridando con sus naturales gracias los adornos del arte que realzaban su belleza, y la convertían en la más linda ninfa de las que tersaban y pulían sus rostros en los cristales del transparente Turia. Después de haber recorrido parte de la vega, se sentó bajo un pomposo limonero que daba sombra a un caño de piedra cubierto por los lados de verde marta. Llamaron su atención los infelices esclavos que llenaban en el río los cántaros acarreando agua para sus amos; entre quienes se descubrían algunos míseros cristianos tristes y macilentos que alzaban de tiempo en tiempo los ojos al cielo suspirando por la dulce libertad que habían perdido, y por su amada patria, donde dejaron a sus ancianos padres y a sus tiernas esposas. Reconoció entre la multitud al fiel escudero Gil Díaz y a fray Lázaro que estaban sentados en la grama. El locuaz criado no cesaba de dirigir la palabra al afligido religioso, que mirando hacia el Oriente parecía elevar preces al Olimpo por el ejército cristiano para paladearse con el hermosísimo espectáculo de ver algún día ondeada al aire sobre el edetano muro la gloriosa bandera de la cruz. Elvira no quiso hablarles por no despertar sospechas en los musulmanes que celaban cautelosamente sus pasos; y así, se contentó con trasladarse a otro escaño más inmediato, de donde pudiera escuchar su plática, y oyó que Gil decía:

-A fe de bueno que es su paternidad el más reposado hombre que hay en el mundo. ¿Pues no hay más que echarlo todo en hombros del pobre Gil, y contentarse su reverencia con mirar cómo lleno los cántaros, y tras esto cargarlos sobre mis espaldas como si fueran torreznos? Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que venga, si no tomo el mismo buen paso y remansa, y más que el diablo del condenado de mi amo me hunda a palos, que lo mismo será calentarme con ellos que con el peso de los cántaros. Pero despabile su paternidad esos ojos, y mire bajo aquel árbol sentada a una hermosísima cristiana que al parecer es princesa, o miente el olor sabeo que de sí despide y llega hasta aquí.

-¡Válgame la Virgen! -respondió el padre sin volver la vista-, hermano, y cuánto habla, y cuántos disparates encaja sin ton ni son, por solo mover la lengua: ¡Mejor le estuviera rezar entre tanto a las ánimas benditas, o rogar al Cielo que nos saque del miserable estado en que yacemos!

-Rece su reverencia -replicó Gil-, y deje en paz a los otros que rían y lloren a la vez, ya que lo quiere así su menguada estrella. Y volviendo a la dama que, voto a mí, que nos examina con mucho cuidado, digo y diré mil veces que es la más garrida y bellísima mujer que he visto en los días de mi vida. Pardiez, que a mi entender su traje es de tuan, y la marlota de plata; no sino, miradle los rubíes y piedras que adornan su frente tamañitas como garbanzos, que debe de costar lo menos un ojo de la cara. Pues tomadle la cruz que le cuelga al pecho, que si no me engaño, pesará tanto como la cabeza de su paternidad con los hombros, y el cuerpo y todo de añadidura. Juro por las órdenes de su reverencia, que ni en el talle, ni en el brío, ni en el rostro tiene pero ninguno que ponerle, sino que todo es gracia y donaire y hermosura en ella.

-Término lleva, hermano, de no callar en un siglo, y de sacar a luz hasta los pensamientos de esa señora -repuso fray Lázaro, fijando, por fin, los ojos en ella. Pero ¡Dios mío, si es Elvira !

-¿Mi ama? -gritó el escudero alborozado-. ¿Y cómo haría yo para besarla la mano y pedirle albricias por tan feliz hallazgo? Pardiez, que me anda brincando el corazón en el pecho de puro gozo, y daría yo porque mi señora supiera las penas que pasamos con el condenado de Dolfos, a mi mujer cuando la tenga y a mis hijos.

-Pues, hermano, yo me llego a pedirla que interceda por mí, que ya que haya de romper las cadenas de uno o de otro, más justo será romper las mías que soy un pobre religioso, que las de un mozo rollizo y fresco como el señor Gil.

-Eso sí, caiga todo sobre mi pobre sayo, y salga libre y sano su paternidad, porque aquí no somos de carne y huesos.

Levantáronse los dos esclavos, y arrimando a un lado los cántaros, se dirigieron a donde Elvira estaba con mucha ligereza.

-Guarde Dios a su merced -exclamó fray Lázaro llegándose con muestras de cariño,

-Y a su reverencia también -respondió la hija del Cid con alegría-; dadme a besar la mano, y decidme cómo os va en esta ciudad, que huelgo mucho de veros, y también al buen Gil, porque hemos estado cuidadosas mi madre y yo de las vidas de ambos.

-¡Ay, señora! -le atajó el religioso enternecido y con las lágrimas en los ojos-. No he tenido día ni hora buena desde que vivo con estos perros reducido a la más indigna esclavitud. Hácenme trabajar como a un ganapán en compañía de vuestro criado que algunas veces se compadece de mí y me ayuda a conllevar la carga. Hemos caído en poder de un renegado, matador del rey Sancho, llamado Vellido Dolfos, que así nos manda cavar la tierra y acarrear agua, como si nos diera un gallipavo.

-Pobre Fray Lázaro, intercederé por su paternidad, y veré si puedo conseguir que le trasladen a palacio. Y tú Gil, ¿qué dices?

-Nada puedo añadir a lo dicho por su reverencia -contestó Díaz-, sino que no es posible haber dado en manos de amo más perverso y descomulgado que el nuestro. Pero todo se puede llevar con paciencia a trueco de haber visto a su merced, que lo tengo a más dicha que si me hubieran redimido de este cautiverio o infierno en que estoy metido. Su merced tenga entendido que como no ponga la mano en este asunto y nos saque del poder del mastinazo de Vellido, que pueden ya aparejarnos la mortaja y llevarnos a enterrar, según la vida que pasamos. No hay día que no nos hunda a latigazos el señor Dolfos; dejando nuestras costillas tan blandas como manteca. Tras esto nos da a comer un queso más duro que si fuera hecho de argamasa, y un jarro del suave licor de este río, que no parece sino que somos ranas, según lo remojados que nos pone.

Rió Elvira del buen humor de Gil, que a pesar de la desdicha no daba el rostro a la tristeza, sino las espaldas, procurando, como mejor podía, divertir las penas y espantarlas, según decía de continuo. Regalole la doncella algunas joyas de poco valor, para que las trocase por dinero y tuviera algún ligero socorro mientras permanecían esclavos del traidor Vellido. Mucho gusto dieron las joyas al escudero por entender que con ellas podría adquirir algún zaque de dulce vino con que enjugarse la boca. A fray Lázaro le pareció que debía conservarlas para rescatar el penoso trabajo de algunos días, que como no estaba acostumbrado a él le ponía a las puertas de la muerte. Ofreciole el criadillo con la alegría de sus futuras zancadillas hacer báculo del jarro, y si no daba de costillas trabajar por él dos o más veces. En esto le pareció que era ya hora de regresar a casa para ahorrarse algunos palos de Vellido; y después de dar gracias a Elvira añadió:

-Ruego a su merced que no me ponga en olvido en esto de sacarme del mal paso en que estoy, porque por vida del siglo de mi abuela que me arroje de cabeza al río si no consigo escapar de las garras del Lucifer regicida.

-Así haré -le interrumpió Elvira- y por ahora aconsejo a ambos que no pierdan tiempo, y vean de llegar lo más pronto posible a su ama, no sea que les escueza la tardanza.

Despidiéronse, pues, Gil y fray Lázaro, y cargando el bondadoso escudero con los cántaros, principió a caminar a largos pasos hacia su morada, prometiendo en su ánima de dar un maravedí de misas a San Pedro el día que se viese en libertad. Mas apenas hubieron andado un corto espacio, cuando su amo los puso como nuevos, dándoles de los bellacos y mandrias, de suerte que estaban de ver los rostros compungidos de los pobres esclavos que guardaban profundo silencio sufriendo con paciencia aquella hija del Cid con sentimiento, y más de nube de dicterios. Mirábalos de lejos la una vez hubiera corrido a interceder por ellos con Vellido si hubiera podido vencer la repugnancia que le inspiraba el cobarde y desleal asesino del caballero del Armiño, cuyo castigo reservaba para tiempo oportuno.

Tornó, pues, al escaño del limonero en el instante en que se acercaba Abenxafa con aire melancólico, mirando tierna y apaciblemente a Elvira que, agitada por el temor de la escena que ella misma deseaba, parecía la más hermosa de las gracias y la lindísima deidad de aquellos aromosos prados. Saludola con gracia el árabe, y la convidó a pasear la vega en un momento en que el encendido globo de la luna se veía a lo lejos saliendo de las aguas del mar. Púsose en pie la hija del Cid, y aquel enhiesto cuello, aquel talle esbelto y formas griegas, aquel gentil donaire y soberana majestad causaron una impresión demasiado viva en el pecho del musulmán. Conoció la cristiana la influencia que ejercían sus deliciosos encantos en la mente del tirano, y aprovechando la oportunidad, dijo con apacible tono:

-Paréceme que no estáis ya tan irritado conmigo, y que puedo suponer no me cabrá la infausta suerte que me destinábais.

Pronunció estas palabras con tanta dulzura y tan encantadora sonrisa, que Abenxafa se creyó transportado al paraíso del Profeta, y dominado por una conmoción que no era en su mano contener, dobló una rodilla exclamando:

¡Bendiga Alá tus hermosos labios! ¡Ah!, al cielo plazca que el primer instante de ventura que gozo no tenga oculto acíbar. ¿Rayará un día en que me miren esos ojos con ternura? Bella Elvira, el sol es a mi vista oscuro y desapacible comparado con el fulgor de tu frente y los atractivos de tu tez. El color de tu rostro me parece un lirio desleído, y tus labios ámbar; exhala tu aliento una fragancia aromática que me deleita y enloquece, y hay en ti un no sé qué sobrenatural que es fácil sentir, pero no explicar. Mas, ¡ay!, ¡eres para mí una rosa cercada de espinas!

Riose la doncella castellana de las apasionadas razones del moro, y le respondió:

-Bien mostráis, Abenxafa, quién sois en los elogios que me habéis prodigado, pues a buena cuenta me echáis encima todo un jardín con el sol que le florea. Bien sé que no es grande cosa mi persona, y que vosotros los árabes subís al último cielo de la alabanza la menor ventaja que reconocéis en nosotras. Pero si tan perfecta os parezco, ¿cómo despreciáis tanto esas perfecciones que queréis entregarlas a vuestros esclavos para que las envilezcan? ¡Ah!, yo me complacía en creer que la generosidad tenía cabida en vuestro pecho, y que nunca seríais capaz de atormentar a una débil mujer que por las niñas de sus ojos no osaría causaros el menor daño.

Elvira hablaba en un tono triste, y en la apariencia apasionado, que de todo punto trastornaba el juicio de Abenxafa, absorto y extasiado con lo que oía, sin atreverse a dar crédito a sus propios sentidos.

-Perdona, celestial belleza -dijo el agareno-, que el dolor de considerarme aborrecido de ti pusiera en mis labios palabras que no estaban en mi corazón. ¿Yo envilecer a la que tanto amo? ¿A la que con una mirada plácida me vuelve loco de contento y forma las delicias de mi vida? Mira: es tierno mi pecho como el vástago recién nacido, y el amor es el deleite supremo a que aspira: ¿por qué te has de negar a mis ruegos y has de rehusar a hacerme feliz? Tenía para mí que la dicha residía en los tronos, y a fuerza de heroicos sacrificios logré encumbrarme al solio que ocupo. Pero, ¡ay!, en vez de gozar de ventura, en vez de encontrar en él la suave alegría que esperaba, solo sinsabores y tormentos me rodean. ¡Los solios!

¡ Si supieras el esplendor que arrojan vistos desde lejos, en lo que se torna! Vil polvo, que removido por el viento forma nubes y tormentas que de continuo amenazan la frente de los míseros que los ocupan. Déjame para buscar en tus ojos la verdadera felicidad, y solazarme de las penas que acibaran mi vida al abrigo de tu sobrehumana belleza: déjame probar unas gotas de célica ambrosía.

-¿Y puedo esperar de vos -contestó Elvira- que dejaréis vivir en paz a mi adorada madre, y que sus días serán puros y tranquilos como la corriente de ese río? ¡La amo tanto! ¡Me cuidaba en mi niñez con tanto esmero! Aún recuerdo aquel felice tiempo en que quedándome yerta por el frío que se experimentaba en Burgos tomaba la bondadosa Jimena mis heladas manecitas, y me las calentaba entre las suyas. Por el amor de vuestra propia madre, por el cariño de alguna hermana a quien apasionadamente estiméis, os suplico que hagáis recaer sobre mí los pesares que hayan de entristecer a la dulce mitad del alma mía. ¿Nunca ha empañado vuestros ojos una lágrima de gratitud vertida a la memoria de la apacible infancia y del objeto que entonces se señorea en la mente humana? ¿Nunca os ha enternecido la imagen de la que os apretó tantas veces sobre su seno, alimentándoos con la sangre de sus venas?

La hija del Cid conocía bien los resortes del corazón, cuando para conmover más y más a Abenxafa traía a su imaginación unos objetos a los que son sensibles las fieras mismas. Y excitada la ternura en un momento en que los encantos de Elvira obraban tan mágicamente en sus potencias, no podía menos de surtir el efecto que se proponía la doncella. Afectado el árabe extraordinariamente, y lleno de una indefinible fruición desconocida para su impetuoso carácter la interrumpió diciendo:

-Son tan dulces tus palabras y tan tiernos los sentimientos que de tus rojos labios manan, que temo que el placer que me causan me embriague y anonade. ¡Feliz una y mil veces el siervo de Alá a quien tus ojos miren con interés!

-Tengo que pediros un favor -continuó la hija de Jimena-. El religioso que nos acompañaba cuando llegamos a esta ciudad y un escudero mío lloran el mal trato y peor condición de Vellido Dolfos, de quien son esclavos; os suplico que les permitáis habitar con nosotras, y servirnos en vez de los que ahora tenemos.

-¿Pues hay más -le atajó Abenxafa- que mandarles venir a tu presencia, y hacer de ellos lo que te viniere en gusto? ¿Habrá en Valencia alguno que tenga en tan poco precio su existencia que rehúse obedecer tus soberanas órdenes? Pero dime, bellísima nazarena: ¿serás tan bárbara que no pagues mis afectos? ¿Me amas?

La castellana se paró, y mirándole entre blanda y grave, le dijo:

-Sabed, Abenxafa, que las doncellas cristianas, aunque arda su pecho en amor, uno dicen los labios y otro piensa el corazón. A los hombres de ingenio toca leer en los ojos y en las obras de sus damas si son amados o aborrecidos.

Dicho esto volvió las espaldas, y más ligera que el céfiro cuando recorre y mece los rosales de un jardín, se encaminó al palacio a referir a su madre la plática que acababa de tener con el tirano musulmán. Las sombras habían recorrido ya las espesas faldas de los lejanos montes, y una noche hermosa y clara con los rayos de la naciente luna convidaba a los adoradores de Mahoma a disfrutar la apacible frescura de las orillas del sosegado Turia.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La fiesta de toros


Atónito, alborozado y con los ojos brillantes de dicha, subió a sus reales aposentos Abenxafa fatigando su imaginación con halagüeñas esperanzas y dulcísimas memorias. Y como a un bien cierto o imaginado sigue por lo común otro de más precio, halló en su estancia un mensajero del rey Juzeph Tephin que le ofrecía pasar de África con numeroso ejército a Valencia para arrojar de sus contornos al Campeador, y destruir y aniquilar sus haces. Vino como anillo al dedo tan alegre nueva al musulmán para que se diese a entender que todo rodaba en derecho de su fortuna, y que dentro de algunos días sería el más dichoso, el más nombrado, el más aplaudido y el más poderoso monarca de la tierra. Henchido, pues, el colmo de sus deseos, y reventándole el gozo por los cabellos, como suele decirse, acordó celebrar con públicas demostraciones de alegría el regocijo que le causaran tan prósperos sucesos. Y así dio orden para que en el siguiente día se dispusiesen pandorgas y fuegos en la ciudad, y se preparase una corrida de toros que en magnificencia, galas y lucidísimo concurso venciese a cuantas se habían tenido en las presentes y pasados tiempos. Porque dejándose dominar por su carácter de los primeros ímpetus de la cólera o de los hechizos de la fortuna cuando le adulaba, era siempre juguete de las pasiones cuya exaltación enardecía de todo punto su mente. Ya blando y apacible era todo amor y almíbar entre las damas, y ya iracundo y frenético mostraba la rabia del tigre a los que osaban contradecir sus caprichos semejante en su inconstancia al tortuoso curso de un río que ya se arrastra por entre prados de flores, retratando en su fondo las copas de los árboles, y ya corre impetuoso por barrancos y despeñaderos plateando sus aguas con la rabiosa espuma que arroja al derrumbarse.

En tanto, las apuestas castellanas recibían repetidas pruebas de su respetuoso homenaje, concediéndoles un absoluto dominio sobre los criados del palacio, después de haber recobrado al virtuoso fray Lázaro y al donoso y alegre Gil Díaz, Entretenía Elvira con gentil gracia y halagüeñas palabras al árabe que a guisa de perfecto enamorado, no solo se armaba de paciencia, sino que subía de quilates sus adoraciones accesible al espíritu caballeresco de los españoles que ella se daba traza de inspirarle. Bendecía Jimena el ingenio de su hija, que sin faltar un punto a su decoro ni a lo que a su alta clase debía, supo trocar tan abiertamente la suerte de ambas, pasando de un extremo a otro. Solo fray Lázaro, a pesar de deber su libertad a la travesura de la doncella, no aprobaba el plan establecido, porque si algún defecto podía achacarse a este varón, era el de querer entremeterse en todos los asuntos con el recto fin de que se gobernasen las señoras por su consejo.

Había, entre tanto, pandorgas y vistosos fuegos por las noches en la plaza, que podían ver desde su aposento Jimena y su hija; mas Abenxafa les había exigido palabra de asistir a los toros, cuya fiesta no podía tardar en celebrarse, y la que Elvira esperaba con impaciencia por un presentimiento secreto que no acertaba a descifrar. Los árabes que habitaban en Valencia; regocijados con la esperanza de que sería corto el asedio que sufrían, se entregaban a los placeres del momento, y todo prometía, según los preparativos, que había de ser concurrida y brillante la próxima fiesta. Disponían las lindas moras ostentosos y variados trajes, en los que pensaban lucir sus ricos corales y níveas perlas, al mismo tiempo que los mancebos preparaban sus preseas y recamados pendones, y las cifras, lazos y matices que habían de significar sus amores y secretos pensamientos.

Frente mismo del palacio y a la orilla del río elevaron un espacioso circo con hermosas graderías alrededor y entapizados miradores, en los que el arte apura sus galas y maestría. Ostentábase en el extremo opuesto del toril un rico pabellón oriental de tela de Persia recamado de rubíes y amatistas de extremado valor, en cuya cima se descubría un ancho listón enlazado con este mote: A la más linda de las huríes. Estaba destinado para las hermosas cristianas, y ornada con delicadas alfombras, pebeteros, pomos de olor y espejos. Bajo de este y con asiática pompa brillaba el trono dispuesto por Abenxafa, en el que competían a la vez el gusto, la sencillez y la riqueza maridados de un modo mágico y asombroso. Un toldo de seda de color azul cubría la plaza, impidiendo a los rayos del sol que penetrasen, y tornando su claridad muy semejante a la deliciosa luz de la luna, cuya transformación sorprendía agradablemente la vista en tan diáfana mañana.

Lució, por fin, el deseado día de popular regocijo, y al incierto fulgor del alba, principió ya a concurrir numeroso pueblo, llenando las graderías con zambra y algazara. Veíanse las afiligranadas moras con donosos y bordados zaraguceles, con ligeros alfaremes y medias lunas de plata que contrastaban maravillosamente con el ébano de los cabellos que las sostenían. No es más áureo el sol que las brillantes marlotas que vestían; ni hay gracia que pueda igualarse a la de sus bellísimas cabezas coronadas con peines de nácar.

Entrelazaban los verdes turbantes de los donceles variada pedrería y gruesos collares; y prenden de sus hombros capas de púrpura que recogen a la espalda en anchos pliegues para hacer gentil alarde de sus talles ceñidos con almillas de ostentosas telas. Los celosos maridos miran de mal ojo a los rubios mancebos que fijan su vista blanda y amorosamente en las moras, mientras ellas al soslayo y burlando la vigilancia de sus madres o señores pagan aquellas miradas con suaves sonrisas, entreabriendo sus labios muellemente, y dirigiendo suspiros a sus alegres amantes.

Suenan las voces del impaciente gentío al acercarse el momento de la lid, mientras las dulzainas y alelíes anuncian la llegada de Abenxafa acompañado de su corte y de una brillante guardia de lanceros que se colocan a las puertas del circo para dar mayor realce y majestad a tan popular regocijo. Pero, de repente, se descorren las cortinas del majestuoso pabellón, y aparecen las soberbias castellanas vestidas de negro y salpicadas de resplandecientes perlas, tan galanas y hermosas que pasman los sentidos. Una media diadema de brillantes y rubíes se levanta sobre la cabeza de Elvira, dividiendo en luengas y rizadas crenchas sus negros cabellos; y es tal la multitud de áureas cruces y doradas patenas que se mueven sobre su pecho, que parece una ascua de oro o una mazorca de perlas. Detrás de su asiento está de pie Gil Díaz vestido también de gala y rebosando alegría por ojos y labios, porque ha prendado tanto con sus chistes a la hija del Cid, y sabe hacerla olvidar tan a su gusto los pesares que la entristecen, que no consiente que se separe un solo punto de su lado.

Vuélvense los agarenos a mirar a la matrona y a la doncella de Castilla, y las valencianas agitan sus pañuelos saludando a la vez a la que ha de ser su señora; exhalan los pebeteros, y vierten pomos de olor entre tanto que los hombres embelesados con sus gracias las prodigan los más cariñosos títulos. Pisan al punto la arena los valientes gladiadores, con sencillos vestidos de seda los jinetes y un velo carmesí en las manos, y los de a caballo cubiertos de bruñido acero y ricas preseas, mostrando en sus pendones, adargas, escudos y libreas variados matices del color favorito de sus damas y las cifras de sus nombres. Aquel es el garzón Abdelcadir, de rubia barba y azules ojos, el más diestro y famoso en cañas y en sortija; oprime los lomos de una yegua alazana más veloz que el viento; y encarámase sobre su rojo bonete la media luna de brillantes, llevando pintada en el escudo una paloma con el letrero que dice: Así es mi amante. Síguele de cerca Aliatar, montado en soberbio caballo pío, cuyas crines y larga cola barren la arena al dar vueltas y escarceos por la plaza, y se ufana el moro sobre la bella cubierta de campo que engalana el espaldar del animal: vese en su escudo un león muerto con este arrogante mote: Trofeo es de mi lanza. Abenozmín, Tarfe, Audalía, Almanzor y Abenaja cabalgan en generosos brutos ondeando al viento recamados pendones, y meciendo sus hermosos plumajes en los que se descubren los opuestos colores del iris.

-Ahora me libre Dios del diablo -dijo Gil a Elvira- como no valen una grazna todos esos malandrines por más que vistan telas de brocado de más de diez altos. Paréceme que los ha de despolvorear el toro a las mil maravillas, y que así saben ellos alancear como mi abuela. ¡Oh, bellaco de mí y si asomara por esas puertas mi amo, cómo luciría su continente con mejor gracia que esos señores moros o me había de pelar las barbas! No, pues repare su merced las caras que les pone el miedo que no parece sino que hayan visto ánimas o les siguen brujas; cátatelos pidiendo la venia con más corcova que un cinco, y haciendo más arrumacos que una vieja.

-Pues no carecen de donaire -respondió Elvira-, amigo Gil; al menos aquel caballero rubio tiene una cara como el oro, y a buena fe que no faltará alguna dama que le repute un dijecito de esmeraldas; ni el otro moreno, de frente despejada y ojos negros que blande la lanza con tanta gallardía, tiene tacha que podamos ponerle. Por el contrario, si el aliento corresponde a la esbeltez de su talle, no haya miedo de que nos durmamos en esta corrida que promete a mi entender ingeniosas suertes y admirables azares.

-Allá lo veredes -contestó Gil-; por lo que a mí toca, las que su merced llama rubias crenchas, son a mis ojos cerdas de cola de buey bermejo; y el otro carilindo y trigueño da muestras y claros indicios de ser tan valiente cuanto le dé Dios mejor ventura a mi amo en el primer combate.

La militar armonía de las trompas y atabales suspendió este coloquio, porque todos clavaron los ojos en el bravo animal que salió del toril, más ligero que un halcón, desembarazando la plaza de los destrísimos jinetes, quienes dejando entre sus astas el purpúreo velo saltaban de un brinco la barrera con increíble agilidad y sereno pecho. Levantaba el toro la cabeza sacudiendo hacia atrás la delgada tela que le tapaba los ojos, y tornaban los lidiadores a azuzarle y entretenerle con diversas suertes. Aplaudía el pueblo la destreza de unos, y animaba a otros con picantes sales e improvisadas agudezas que aumentaban la general alegría, y hacían asomar la risa a los labios.

Tuerce Abdelcadir las brillantes riendas, alza el galope, y se encara con el toro con la lanza en ristre: acométele la fiera, y con seguro pulso y noble maestría le hiere el mozo con el agudo rejón tras la oreja izquierda. Rompen los aires mil gritos de algazara y bulliciosos plácemes, y se suceden unas a otras las habilidades de los lidiadores haciendo alarde de su pujanza, de su arrojo y de su perfecto conocimiento del arte. Tiñe la arena la sangre de las fieras y de sus perseguidores, y las remilgadas damas vuelven los rostros o se entregan a imprevistos desmayos, movidas de la compasión que les inspiran los gladiadores. Refocílase Gil con la caída de los sarracenos, y solo le pesa de que el cobarde Vellido no haya querido ensayar sus fuerzas para haber tenido el gusto de verle medir los aires enarbolado en la cabeza de las crueles alimañas. Censura a troche y moche cuanto hacen y cuanto hablan los moros llevado del odio nacional que les tiene, y quisiera verlos a todos siete palmos bajo tierra, sin que pueda tener a raya esta enemistad, a pesar de ser bondadoso y blando de suyo.

Jimena permanece triste y sin atender al bullicio, entretenida con las sabrosas memorias de su esposo a quien tantas veces admiró en los cosos de Castilla, alanceando las fieras que nacieron en las riberas del Jarama. Recuerdos tan plácidos agitan suavemente su pecho, y al considerar que se halla separada del dulce objeto de sus amores sin poder en sus brazos significarle el conyugal cariño en que arde, asoma a sus ojos una lágrima. Adviértelo Elvira, y adivinando el secreto pesar de su adorada madre, le dirige una mirada de consuelo, y le aprieta la mano en señal de que conoce la causa de su aflicción, y que participa de ella sin poder remediarla.

El marcial sonido de un guerrero clarín disipa súbitamente tan tristes pensamientos: anuncian los porteros la llegada de un paladín cristiano armado con sola su lanza que solicita permiso para lidiar un toro. Otorga Abenxafa mal de su grado esta gracia para dar gusto a Elvira, y elévase al punto un clamor de admiración en el circo, cual si hubiera aparecido en las nubes alguna celestial visión. Levántanse todos en las graderías, y crece el volcánico tumulto a medida que se descubren las negras plumas que agita el viento sobre el alto crestón de la celada. Penetra el caballero a galope con la visera caída haciendo resonar sobre su peto de oro una hermosa cruz del propio metal, y revolviendo con presteza las riendas de plata, da una vuelta por el palenque, y saluda con respeto a Abenxafa y a las cristianas que le corresponden con graciosos ademanes. Es su soberbia armadura rica por demás; atraviesa su peto una negra banda de terciopelo y campean en el escudo dos palomas volando, la una hacia Oriente, y la otra hacia ocaso, sosteniendo en sus picos los cabos de una lazada, cuyo nudo, a pesar de la distancia, no se deshace; bajo de tan ingeniosa imagen de la ausencia se lee: Ellas se reunirán. Monta un generoso caballo alazán, tostado, con cabos negros, larga cola recogida en las descarnadas piernas, pequeña cabeza, dilatadas narices, y encendidos ojos; y blandea una lanza de ébano con la punta de acero.

Dio al verle un salto le corazón de Jimena, porque no era posible desconocer un solo instante al gallardo Babieca, ni olvidar la cruz que envió a su esposo por medio de don Diego Ordóñez de Lara, ni menos dejar de adivinar lo que significaba la empresa del escudo. Púsose en pie la matrona toda conmovida, y no atreviéndose a dar crédito a la misma verdad, preguntó a Gil Díaz:

-¿Conoces quién es ese arrogante paladín?

-¿Si le conozco? -respondió el escudero-. Más que a mi madre y más que a mis ojos. ¡Válgate Satanás por el hombre, y quién le habrá puesto en el magín tamaño disparate! Ved ahí a mi amo cercado de perros enemigos, que si llegasen a reconocerle, así lo dejarían volver en paz y libre, como por los aires. ¡Oh mal aconsejado caballero!, ¡y cómo te ha de pesar haber entrado de hilo en esta maldita ciudad! Oste puto, allá darás rayo.

-¿Y no se halla -dijo Elvira- el buen Gil con ánimos para salir a la liza y socorrer a mi padre en caso de necesidad? Porque no es de esperar de un escudero de sus partes, que deje perecer a su señor a ojos vistas sin haberlas con alguno de los traidores que le embistan.

-Cosa es para dormir sobre ella -replicó el criado-, porque vive Roque, que me harían pepitoria en un santiamén, sin que me valiesen escuderiles súplicas. Aunque a decir verdad, tengo hecho voto desde niño de no tomarme con nadie por quita allá esas pajas, y de vivir en paz y sosegadamente los días que me otorgue Dios de vida. Pero ¿no repara su merced con qué gallardía ha alanceado mi amo al bravo toro?

En efecto: Rodrigo de Vivar acababa de clavar al animal el acero de su lanza, y al verse burlada la fiera, bañó de blanca espuma y sudor el suelo bramando, y acometiole una y otra vez logrando en todas el caballero la misma suerte. Saltó por último del arzón a la arena, y suspendiendo al aire con la siniestra el purpúreo velo, y asiendo con la diestra una aguda flecha, esperó con el pie izquierdo delante y la derecha mano gallardamente caída al muslo a la lucia alimaña. Ella se hizo atrás dando fuertes resoplidos, holló el suelo, cabeceó, erizó el ancha frente, escarbó la arena arrojándola sobre la espalda, ondeó la larga cola y mosqueó la oreja. Ni una voz, ni un suspiro se oyeron en los graderíos, cual si se hubieran convertido en estatuas los espectadores, o suspendieran por unos instantes la respiración.

Abalánzase el bruto con sin igual ligereza al indómito campeón, y rómpele este con la flecha la nuca, obligándole a dar con su cuerpo en el suelo después de haber exhalado el último aliento. Ase entonces Rodrigo la cinta o listón que tenía clavado en la cerviz, y pide a Abenxafa por medio de un criado permiso para ofrecerle a una de las castellanas. Pregunta indignado el iracundo monarca a cuál de las dos cristianas desea presentar la prez que ha conquistado en aquella lid, y oyendo que a Jimena, concede el solicitado favor. Mas vienen las negras sospechas de tropel a turbar su tranquilidad; dase a entender que tan bravo adalid no puede ser otro que el héroe de Vivar, y opinando que si aprisionaba a aquel caballero daba fin a la guerra, comunica secretas órdenes a los cortesanos, y sonríe alborozado con tan vil alevosía.

Entre tanto, el invicto Campeador sube al pabellón de su esposa, y postrándose abrazado a sus rodillas, exclama:

-¡Te veo, adorada Jimena! ¡Eres tú, dulce Elvira! ¡Ah!, ¡cuán deliciosos son los peligros cuando se arrostran con la esperanza de disfrutar tan feliz momento!

-¡Rodrigo! -responde Jimena-. ¿Has podido olvidarte así de tu propia existencia, y entregarte a una muerte indudable? ¡Con qué podrá pagarte mi corazón tan heroicos sacrificios y tanto amor! ¡Oh, el mejor de los esposos y el más sensible de los padres! Indignas somos nosotras de imprimir nuestras huellas donde tú has pisado; porque las virtudes de tu alma solo pueden compararse al esplendor de tu gloria.

-Jimena -replicó el Cid-, no gastemos estos cortos momentos en vanas exclamaciones, y dime: ¿cómo se porta ese tirano con vosotras? Sabía yo la fiesta que iba a celebrarse en esta ciudad, y he enviado al salir el sol a un disfrazado mensajero para que me avisara si asistíais o no vosotras. Ha regresado por puntos participándome la feliz nueva de que podía veros con solo asistir a la lucha, y he volado en alas del cariño.

-Mira, Rodrigo -contestó la matrona-, al ingenio de tu hija debes el no vernos encadenadas y envilecidas por ese bárbaro musulmán. ¡Ah!, ¿cuándo clavarás el santo estandarte en los muros de esta ciudad?

-Muy pronto, esposa mía. Pero no puedo dilatar un instante mi partida, porque los infieles nos observan con cautela. Adiós, caras prendas de mi alma: el cielo quiera acelerar nuestra unión.

Besó Elvira la mano de su padre con ternura, y le dijo:

-Id, padre mío, y tened siempre presente los riesgos que nos cercan. Descendió el de Vivar con presteza del pabellón, y saltando sobre Babieca dio gracias con corteses ademanes a Abenxafa, disponiéndose a tomar la vuelta del campamento. Pero cuando iba a salir por la puerta del circo, levántase la voz de ¡muera!, y caen de cien en cien los enemigos sobre el arrojado paladín. Rodrigo se defiende con serenidad y corazón valiente; grítales que son unos cobardes, traidores y malandrines que acometen a un caballero que se ha fiado de su buena fe, y que no tiene más armas que su lanza. Hieren los aires las saetas con rasgado silbo, pasando por los oídos del Campeador, y este, cercado por todas partes, sin salida y abrumado por la multitud, principia a desconfiar de su suerte. Revuelve las riendas a una y otra parte, corre, atropella, desbarata, hace prodigios de valor; y el generoso Babieca, a pesar de las heridas que le molestan, galopa desalado cual si adivinara el apuro de su señor.

Las desgraciadas cristianas tiemblan con aquel espectáculo, y piden a voces que dejen partir libre al guerrero de la cruz, ofreciendo a los sarracenos sus joyas. ¡Mas todo es inútil! La lanza de Rodrigo se ha roto en mil pedazos en la refriega, y se contenta ya con oponer una defensa débil con el escudo. Animados los traidores con este golpe, creen segura su victoria, se arrojan con nuevos bríos, y no hay nadie que dude del éxito del combate.

Precipítanse en esto dos sarracenos al medio de la pelea saltando por encima del tropel, y se colocaron al lado del Cid; el más joven dio un acero al héroe, mientras el anciano hablando con los agarenos, les dijo:

-Por la tumba del Profeta juro que es indigno de llevar turbante el vil traidor que acometa a un hombre indefenso que viene de paz y que el acero de El-Hakim Hamete ha de traspasar su despreciable corazón. Si alguno de vosotros desea ser en batalla con el campeón cristiano, hiéralo solo, y cuerpo a cuerpo, pero que miles de alfanjes amenacen la vida de un guerrero valeroso cualquiera que sea su culto, eso no lo consentirá un anciano, cuyas canas han nacido con honor. ¿Queréis, descendientes de Alá, perder en un día la reputación de tantos siglos? ¿Queréis que la maldición del Profeta reduzca a cenizas a esta ciudad?

A estas palabras se suspende el combate, y divididos los ánimos en contrarios pareceres, piden unos que se permita a Rodrigo salir libre de Valencia, y otros gritan que se ponga fin a la guerra prendiéndole. Cual suelen las encrespadas olas hinchadas por opuestos vientos levantar dos montañas de agua que braman con furor, se lanza una sobre otra, y después de haber luchado en vano corren por los mares atronando las vecinas playas, no de otro modo los encarnizados bandos que ha producido el discurso de Hamete vienen a las manos encendidos en ira y en despecho. Mientras protegen su retirada los partidarios de El-Hakim, llega el Cid a la puerta del circo acompañado del joven moro que se lanza como un rayo contra la guardia, y abre paso con su desesperación y arrojo al héroe de Vivar. Es tal el continente, la pujanza y la bravura del incógnito caballero del Armiño, que bajo el disfraz de árabe defiende al Campeador, que los soldados musulmanes le tienen por Mahoma, que enemigo de la traición ha descendido del Paraíso a libertar al Cid. Por otra parte el valor de este que ha tendido a tantos guerreros por el suelo, y el terror que ha logrado inspirarles acaba de desconcertar a la guardia de Abenxafa, y huyen despavoridos los agarenos, retirándose a los cuarteles en polvoroso desorden.

Rodrigo de Vivar seguido siempre del paladín del Armiño, pisa por último la vega del Turia que está fuera de los muros, y dice al valiente joven:

-¿Queréis seguirme, noble sarraceno, a mi campo, donde pueda recompensar debidamente los sacrificios que os cuesta mi libertad?

-Están ya recompensados -respondió el joven- con la satisfacción de haber cumplido mis deberes: el honor no me permite abandonar una ciudad donde corre gravísimo riesgo la vida de mi bienhechor El-Hakim Hamete. Vuelvo a su lado y si alguna memoria queréis conservar de mí, acordaos de los paladines en cuyos escudos campea un animal del color del ampo de la nieve.

-Por San Lázaro -gritó el Cid- que es el caballero del Armiño, y debía haberle reconocido por su prodigioso heroísmo.

Pero ya el incógnito había desaparecido de su vista corriendo al circo en busca de Hamete, a quien halló sano y tranquilo aguardándole con mucho remanso; porque desde el instante en que salió Rodrigo por la puerta de la plaza, había cesado la pelea por faltar el objeto que la causaba. El-Hakim mandó retirar al caballero a su casa, y con sosegado ademán y largos pasos se dirigió a la estancia de Abenxafa que había regresado ya a palacio, y que juraba derramar la sangre de Hamete.

-El inocente -exclamó al entrar-, dice el Profeta, se presenta a su juez con la frente erguida y los ojos brillantes; ya el juez le escucha sin fruncir las cejas, ni mover los labios: porque el tribunal de la justicia es impenetrable para las pasiones.

Estos acentos pronunciados en tono grave reprimieron algún tanto la cólera del tirano que preguntó:

-¿Y cómo podrá sincerarse el siervo del Profeta que ha arrebatado la victoria de mis manos? ¿Sabes cuánta sangre hubiera ahorrado a los adoradores de Alá la prisión del caudillo nazareno?

-El Profeta -repitió Hamete con firmeza- abomina la traición, porque su cimitarra resplandeció siempre en la fila del ejército, y a nadie hirió en la espalda. Yo juzgué que el grande Abenxafa abriría sus brazos al verme, y me daría las gracias por haber estorbado con peligro de mi propia vida el que sus vasallos cometiesen un crimen detestable a los ojos del hombre de honor. Más fácil fuera tornar a la teñida lana su primera nieve, que lavar la mancha odiosa que iba a caer sobre vuestro manto de púrpura. ¿Qué país hay tan bárbaro y tan distante del sol donde sea permitido encadenar alevosamente a un héroe que solo y desarmado entra en la ciudad entregado a la fe musulmana? Creedme, gran monarca; el que se sienta capaz de hollar así las leyes sacrosantas de la humanidad y del pundonor, es un cobarde, es un monstruo indigno de alzar sus ojos al Paraíso del Profeta. Si mi franqueza os desagrada aquí está mi cabeza, ruede a vuestros pies en premio de haberos librado de la ignominia.

-Hamete -contestó Abenxafa-; si otro que tú hubiera desobedecido tan a las claras mis órdenes, entre la confesión de su delito y su muerte, no hubiera mediado un aliento: pero te debo la vida, porque me curaste milagrosamente las heridas que saqué del último combate que tuve con el infame cristiano del Armiño, y esto basta para embotar los filos de mi justa cólera. Una sola pregunta debo hacerte: ¿Quien es el osado sarraceno que peleó al lado del Cid, y cuyo furibundo acero fue terror de mi guardia?

-Ignoro su nombre y su clase -respondió sin faltar a la verdad el anciano-. Si he de dar crédito a opiniones vulgares, su valor rayó tan alto, que no siendo el Cid, como no era, se le debe reputar un objeto más que humano. No faltan en la ciudad guerreros que afirman haber visto brillar su frente y haber reconocido al inmortal Profeta; pero os ruego, rey generoso, que despreciéis estas quimeras, porque al fin las hablillas, hablillas son.

-¿Y dónde existe ahora ese prodigioso soldado? ¿Por qué se ocultó?

-No lo sé; semejante al meteoro resplandeció un momento; y ha desaparecido sin dejar rastro alguno de su existencia; y esto es admirable, cuando vuestros centinelas aseguraron haberle visto entrar segunda vez en la ciudad, después de acompañar a Rodrigo un buen espacio de los muros.

-Hombre tan extraordinario -repuso Abenxafa- no puede ser sino un mago encubierto que anduvo encantando con ensalmos a mis tropas, y juro por la cabeza del diablo, que la hurí que ha de presentarme la copa de la inmortalidad no me será tan grata como gusto me daría el verle dar saltos por el aire colgado de una rama de los árboles que se levantan a orillas de ese río. Hamete, ten más cuenta de hoy en adelante con tus acciones, si no te es indiferente mi amistad, y di a los musulmanes que regalaré una estatua de oro de las dimensiones y altura del encantador al que me le presente vivo o muerto.

Concluida esta oferta, volvió la espalda a El-Hakim, que harto contento de la buena suerte que le había cabido, se encaminó a su aposento a abrazar al denodado caballero del Armiño.




ArribaAbajoCapítulo IX

La aparición


La esperanza de ver humillado y vencido a sus plantas al soberbio héroe de Castilla halagó tan dulcemente a Abenxafa durante los momentos de la revuelta que, cuando se le escapó la presa de las manos, probó una especie de desesperación difícil de contener. Bien hubiera deseado haber esgrimido su espada al frente de los sediciosos agarenos; pero, en primer lugar, no osaba ofender a las claras a Elvira y provocar su resentimiento; y por otra parte estaba tan lejos de adivinar el desenlace de aquel drama, que opinó inútil su presencia. El éxito, sin embargo, demostró la fragilidad de sus proyectos; porque la suerte que se ríe muchas veces de los humanos antojos se complace en rodar en siniestro de los demasiadamente confiados, para hacerles ver que es arbitra y soberana en distribuir las gracias, y que todos deben acercarse a su trono con respetuoso recelo. El plan del desalmado árabe era en extremo alevoso e inhumano: poner una cadena a los pies del primer héroe del cristianismo en aquella edad, reducir su esposa a la esclavitud y dar la mano a su hija de grado o al redopelo, fueron los primeros pensamientos que asaltaron su mente. A las amorosas delicias debían seguir los encantos de la ambición que no les van en zaga: vencedor del ejército del noble Cid, el que sería fácil destrozar perdido el caudillo, correría a conquistar los castillos, plazas de armas y pueblos que poseía Rodrigo; y aún obligaría a dos reyes que pagaban parias a este a que siguiesen satisfaciéndole los tributos por una natural consecuencia del vencimiento. Sueños tan deliciosos se desvanecieron en un punto, y el que solo pensaba en triunfos y regocijos tuvo bien pronto necesidad de formar sin dilación un plan de defensa bien combinado para hacer frente a la pujanza e indomable ardor de los castellanos que estrechaban más y más el sitio. Por bastantes siglos han sido objeto de la admiración la hidalguía y heroísmo de los sitiadores, y el sufrimiento, valor y despecho de los sitiados.

Verdaderamente que mirado a buena luz parece imposible que en una edad en que las pasiones eran feroces y frecuentes los populares tumultos, rayase la constancia de los musulmanes en el extremo de la desesperación. Pero esta sorpresa desaparece del todo, cuando consideramos que defendían la tierra natal de sus hijos, el país más fértil de Europa que ellos habían enriquecido con sus conocimientos agrícolas y que no desmerecía bajo ningún título el dictado de Campos Elíseos con que era conocido en África. En efecto: Valencia en el siglo XIII era el emporio de la agricultura, llevando gran ventaja a las naciones más civilizadas: y esta verdad queda demostrada hasta la evidencia, cuando vemos a Francia confesar en nuestros días que el sistema de riego y los reglamentos de su admirable tribunal establecidos ya en aquella época faltaban para completar su legislación. Los hombres, pues, que al incentivo de un culto opuesto unían la defensa de dones de tanta cuantía, sacaban a plaza su arrojo y brillaban con heroicos rasgos que la ilustración no permite denigrar.

Pero la libertad de Rodrigo no había causado tanto dolor a Abenxafa, cuanto era el placer que de ella resultaba a las ilustres castellanas. Permanecieron estas en el circo hasta que vieron salir libre al inmortal Campeador cubierto de laureles y de gloria que sus hazañas y virtudes le concedían. Entonces embriagadas con el inesperado placer de haber gozado su presencia, y llenas de la ufanidad que les daba tan bello triunfo, regresaron a palacio a desahogar la una en brazos de la otra la inexplicable ternura que no habían osado mostrar en el pabellón. Apretó Jimena a su hija contra su seno, y prodigándola repetidas caricias que quizás estaban destinadas en su corazón a otro objeto, le dijo:

-¡Le hemos visto, Elvira! ¡Le hemos hablado, y su delicioso acento ha henchido la medida de mi gozo! ¡Ah! ¿Dónde se hallará un esposo más tierno que mi Rodrigo; que atropella y vence mil muertes por decir una palabra a su Jimena? ¿Podría exigirse más de un amante en cuyas venas ardiese la llama de la juventud? ¡Oh esposo de m alma! -añadió, alzando los brazos y cruzando las manos-; cien corazones tan amantes como el mío eran poco para pagar dignamente tu cariño; el aire que respiro, la luz de mis ojos, los latidos de mi pecho, todo te lo debo; un recuerdo tuyo me hace la más feliz de las mujeres, y una sola mirada me enloquece y enajena.

Calló, y tornó a abrazar una y otra vez a la doncella; pero aquellas imágenes de conyugal ventura habían despertado en Elvira dolorosas sensaciones. Acababa de presenciar con indecible embeleso las dichas de sus padres, que eran para ella una prueba de que si algún verdadero contentamiento existe en el mundo, debe buscarse sin duda en dos personas que se aman y que están unidas por el sagrado lazo del matrimonio. Esta idea era como un rayo que destruía su existencia moral, porque la creída muerte del caballero del Armiño la privaba para siempre de la halagüeña esperanza de gozar semejante felicidad. Conmovida, pues, y arrebatada por la certidumbre de la desgracia que es terrible para los humanos, pasó su brazo por la cintura de Jimena, y exclamó:

-¡Oh, por cuán felices podemos tenernos, madre mía; pues nos ha cabido por suerte un varón tan grande y tan virtuoso! Entre las muchas espinas que rodean y martirizan la vida, pueden cogerse algunas flores que ofrecen las virtudes y el amor; vos, adorada madre, habéis probado la dulzura de estas flores, pero vuestra hija solo descubre para ella las agudas puntas que sobresalen en el tallo de la rosa.

-Hija mía -respondió la matrona con prontitud-, ¿qué dices?, ¿será posible que en el lozano verdor de tu existencia pruebes ya la hiel del infortunio? ¿Y me encubres tus pensamientos, ingrata, cuando las niñas de mis ojos no me son tan queridas como tú? ¡Ah! Elvira: considera que no te habla una madre, sino una amiga, una compañera de infortunio de quien eres el único consuelo. ¿Has olvidado acaso que te llevé nueve meses en mi seno, que te di a la luz con riesgo de mi vida y que te alimenté con la sangre de mis venas? Aún están bien presentes en mis imaginaciones tus infantiles juegos y aquellos graciosos rasgos que presagiaban desde la cuna tu belleza. Elvira mía, ¿tan pronto quieres anublar los placeres que inundaban el alma de esta ausente esposa? No, ábreme tu pecho, deposita en mí tu secreto, parte con la amistad las penas que te agobian, y está segura de hallar en mí el alivio que deseas. ¡Se tornan tan ligeras las penas comunicadas! Conozco las debilidades de nuestro sexo, y no temas que mis labios se abran a la queja; porque no las rápidas reprensiones, sino los suaves consejos endulzan la desgracia.

Hablando así imprimía cariñosos ósculos en las frescas mejillas de la joven, besábale las manos, ceñía con los brazos su cuello, clavaba en los suyos los ardientes y amorosos ojos, y procuraba con sus ademanes significar que a la par de buena esposa era también amantísima madre. Correspondía Elvira a estas pruebas de maternal amor con igual entusiasmo, porque cada palabra aumentaba su conmoción; y hubiera más de una vez interrumpido a Jimena, si no lo impidiera la ternura que la agitaba.

-No sigáis, señora, no sigáis; que no es de diamante mi corazón para no abrirse a la voz del afecto -respondió Elvira-. ¿Será un delito la sensibilidad para que tema confesarla a mi madre, a quien no hubiera dudado nunca referir los más graves deslices? Escuchadme con indulgencia, y considerad que no hay doncella alguna que sea superior al mérito, a los ruegos y a la constancia, cuando la pasión amorosa es más sutil que el aire que por cualquier resquicio penetra y hiere nuestra imaginación. No habréis sin duda puesto en olvido el último torneo que se celebró en nuestra villa de Vivar, al que convidadas por nuestro padre asistieron las mejores lanzas de la cristiandad, corriendo de los más distantes puntos de la península. Recordaros la pompa, gala y regio tren con que se presentó un caballero, cuyo yelmo ornaban blancas marlotas y en cuyo escudo se veía grabada una nívea azucena sobre campo de oro, pintaros el marcial arrojo con que entró en la liza, y los premios que en aquella jornada ganó, fuera repetiros lo que sabéis; porque no es fácil olvidar al que derribó por tierra a los más diestros paladines, y al que sin duda hubieran proclamado los reyes de armas vencedor del torneo, a no hallarse allí mi padre nunca vencido en lid alguna. El riguroso incógnito que conservó este caballero privó al concurso de saber su nombre; y todos se perdieron en vanas conjeturas, procurando adivinar quién era aquel valiente y modesto aventurero de la azucena. Por mí sé deciros que sentí una suave impresión que sus gracias e hidalgo arrojo hicieron en mi pecho; pero estaba lejos de pensar que ni de industria ni por acaso hubiera fijado en mí sus ojos el héroe; tanto fue su recato y comedimiento.

Lució aquella noche, y como en regocijos de esta clase probamos siempre las jóvenes sensaciones demasiado vivas que nos dejan afectadas, quise buscar en los armoniosos sonidos de mi arpa la calma que había huido de mí. Habíame colocado en mi estancia de espaldas al jardín iluminado por la luna que se levantaba de frente, y vi cruzar una sombra por delante de mí producida a mi entender por algún objeto que paseaba el vergel. Aumentose mi desasosiego; pero como la música es hecha de una alquimia de tal virtud que lo mismo tranquiliza las ligeras impresiones que las grandes, a cortos instantes puse en olvido la sombra y seguí preludiando en el arpa caprichosas sonatas. Interrumpió a deshora mis sonidos una voz dulce y varonil que cantó graciosamente este




Romance


¿Qué vate enristrar la lanza
ni vestir bruñido acero,
si las flechas del amor
traspasan cascos y petos?
Piensa el paladín lograr
alta prez en el torneo
y antes de herirle el contrario,
le hieren dos ojos negros.
Buscando su luz hermosa
olvida más alto premio;
la beldad el pecho alienta
será mucho su denuedo.
Mira por entre las barras
de la visera a su dueño,
cada vez que tiende el brazo
la nuda espada esgrimiendo.
Y cobrando nuevo brío
con la vista del lucero,
cuyos rayos le enardecen,
pelea con doble fuego.
Revuelve airoso las riendas
a su contrario siguiendo,
le acosa, acuchilla y vence,
y aplaude su triunfo el pueblo.
¿Juzgáis que debe la prez
que ha logrado el caballero,
al temple de su armadura,
o a sus marciales alientos?
Los ojos de esa hermosura,
que lleva a la espalda sueltos,
con el zéfiro jugando
los atildados cabellos,
le dieron tan alta gloria
en un simultáneo encuentro;
que sin dama que le inflame,
no hay denodado guerrero.

Cuando puso fin a su canto, habíame asomado a la ventana, y miraba al paladín de la azucena, que recostado sobre el tronco de un árbol me saludaba con respetuosos ademanes, como significándome que era yo el blanco de sus cantares. Quise retirarme, pero su acento era tan melodioso y tenía tan presente la pujanza con que levantó de las sillas e hizo perder los estribos a los mejores jinetes, que no acerté a mover la pesada planta. Ya entonces se había acercado el joven con la visera alzada, y dejaba ver unos luengos rizos de azabache, contrastando maravillosamente con el nevado color de su tez; pedíame perdón de su atrevimiento con tan blandas y expresivas palabras, que no hallé modo de airarme por más que lo procuré, y así fingiendo enojo como mejor supe, le respondí suavemente, y le mandé no comparecer ante mi presencia segunda vez. Juró obedecerme y me rogó por favor si quería concederle el que desde aquel día fuese mi secreto caballero para tener una deidad, según él decía, que le acorriese y alentase en los combates. Principió desde entonces a mostrarse tan afectuoso, tan cortés, tan denodado y tan obediente que aunque en todas partes le veía lucir sus habilidades y donosura, nunca osaba alzar los ojos para mirarme por no ofenderme. Era yo para él como una estrella que le guiaba a los sitios más arriesgados, y adondequiera que había laureles que coger, contentándose con ofrecérmelos sin aspirar a más premio que el que admitiese yo propicia estas ofrendas. Así pasaron los hermosos días de mi primera juventud en Burgos, hasta que partimos al monasterio de San Pedro a causa del destierro de mi adorado padre. Nunca más oí hablar de semejante guerrero, ni aun sabía su verdadero nombre, pues no se lo había preguntado la única vez que le hablé. En esto emprendimos nuestro viaje al castillo de Cebolla, y caímos en poder del malvado Abenxafa; creció con este golpe mi desconfianza de tornar a ver al denodado caballero que tenía por timbre una humilde azucena. Llamome cierto día la esclava Aldara, y me dijo:

«Un guerrero disfrazado del campo cristiano ha llegado a advertiros que el caballero de la azucena que ha trocado este título por el del Armiño os espera a la orilla del Turia, habiendo atropellado cuantos peligros ha encontrado en su viaje.» No pude poner freno a mi gratitud, y vistiéndome en traje moro, salí, le oí y le hablé. Nuestro encuentro fue feliz, porque ni uno ni otro sufrimos contratiempo alguno; hasta que el malvado Dolfos arrastrándole engañado a esta ciudad cortó de raíz las halagüeñas esperanzas que había yo concebido de ser dichosa en brazos de un caballero, cuyo valor y generosas pendas le hacían de todo punto digno de aspirar a mi mano.

Muda y embelesada escuchaba Jimena a su hija, porque había recelado al principio algún desmán, y solo hallaba la presente causa para alabar la cordura y altos pensamientos de su hija. Reputara sin duda la matrona por delito el que hubiesen rendido a Elvira los encantos de un atildado y barbilindo joven; pero que la enamoraran los botes de lanza, la hidalguía y bravura de un paladín de renombre, era para ella la cosa más natural del mundo; tales eran las ideas que en aquel siglo se tenían del mérito. Así es, que prodigando nuevas caricias a la doncella, la contestó entre amorosa y placentera:

-No dudaba yo, dulce hechizo de mis ojos, que nuestras ideas eran harto semejantes para que no te arrastraran como a mí el heroísmo y la nobleza; conozco que no en vano circula por tus venas la generosa sangré de Rodrigo de Vivar, de quien eres el más fiel trasunto. Pero ¿qué quieres, amada Elvira, que te diga? ¡Ah!, nunca cesaré de subir al cielo de la alabanza la serenidad exterior con que viste a tus pies la cabeza de tu amante sin arquear las cejas por no descubrir ante un musulmán tu afecto y mostrarte superior a las humanas pasiones. Permita el cielo que quieran bien pronto los ósculos de tu padre pagarte ese rasgo de superioridad moral digno de su ilustre hija. No, no desconfíes de ser feliz; las virtudes y los esfuerzos heroicos de nuestro corazón rara vez dejan de tener premio.

-Es verdad, madre mía -la interrumpió Elvira-; pero cuando las tinieblas de la noche separan de nosotros los objetos que nos son queridos, cuando la eternidad opone su muro de bronce entre dos almas, ¿qué se puede esperar ya en este valle de desdichas? El acero que cercenó su cabeza, destruyó mi ventura, como pulveriza un rayo las ramas del árbol. No os juzgo capaz de que creáis que en mi pecho puedan encenderse dos llamas; apagada la primera que ha ardido en él, queda el humo del infortunio para ahogar cuantas delicias pudieran rodearme. Pero no, todavía existen mis amados padres -añadió abrazando a la matrona- y en su seno encontraré la tranquilidad y otro amor más puro y sosegado. De hoy más solo me restan los suaves goces de este cariño: él pondrá en olvido pasiones menos legítimas; él derramará bálsamo sobre las heridas que la desgracia ha abierto. ¿No es cierto, madre mía? ¿No es cierto que mi narración no ha disminuido la ternura con que me amáis?

-¡Disminuirla! -exclamó Jimena- ¿A quién más que a una madre pueden interesar tus infortunios? Pero estás muy conmovida, y esta conversación te afecta demasiado; sal, hija mía, a espaciarte por la vega, y quizás las gracias de Gil Díaz te restituirán la alegría. Ten siempre presente que el cielo pocas veces olvida a la virtud.

-Eso será mi único consuelo -gritó Elvira, besando la mano de la matrona. Tras esto se encaminó a la orilla del Turia melancólica y afligida en compañía del escudero que no osaba hablar por no dar enfado a su señora. Sentíase la doncella sin fuerza para andar, y se sentó a la misma puerta del jardín que besaban las aguas del humilde río. La soledad que reinaba en aquel sitio, su conmoción interior, la vista de la corriente que mansamente pasaba como pasan los días del hombre, todo aumentó su tristeza. La imagen del enamorado caballero no se apartaba un punto de su imaginación, y queriendo de una vez apurar el cáliz del dolor para alejarle después de sus labios, dijo a Gil:

-Días hace que deseo, amigo Díaz, que me cuentes como mejor puedas las circunstancias de tu prisión la noche que seducido y engañado cayó en manos de Abenxafa el valiente caballero del Armiño.

-Eso haría yo de muy buena gana -contestó el criado- si supiera otra cosa sino que un descomunal y mal aconsejado caballero asió de mí a todo su talante, y me sepultó en el batel sin decir esta boca es mía: y que llegados después a una alameda de árboles donde le esperaba no sé qué princesa, comenzaron a salir por aquí, por allá, no sino por acullá tantos moros, que no fuera posible contarlos. Solazáronse algunos conmigo azotándome bonitamente, mientras otros se ocupaban en desarmar y poner cadenas al atrevido caballero, que a mi cuenta debe a estas horas habitar el otro mundo. Por mi parte sé deciros que me di a entender que aquello era justo castigo que le enviaba el cielo por haberme zambullido sin piedad en el barquichuelo contra toda razón y buena ley. Pero por algunas burlas del bellaco de Vellido, saqué en limpio del borrador de sus mentiras que el tal caballero no me tenía ojeriza, sino que todo fue obra de no sé qué embuste de Dolfos que es muy hazañero y capaz de levantar una figura al mismo sol.

-Así será -repuso Elvira-, porque el paladín del Armiño no te conocía, y dio crédito a las razones de un traidor regicida que tiene bien merecido el castigo que tarde o temprano ha de caer sobre su cabeza.

-No diga su merced eso -la atajó Gil-, porque toda mi desgracia nació de haber pronosticado a Vellido que moriría en sitio elevado; por cuyo pronóstico se puso tan colérico conmigo, que estuvo en un tris el que no me hiciese tasajos. La verdad sea dicha, que es un malvado sin alma, y que en su casa hay un tuho o tufo a infierno, que juntamente con el resonar de las cadenas, el crujir de los hierros y el continuo humo que se ve no dejan duda de que está tan condenado como Mahoma. Más de una vez he visto yo durante mi cautiverio que por las bardas de un jardinito que tiene asomaban algunas ánimas con tocas blancas, entre las que reconocí fácilmente la del rey don Sancho y la del caballero del Armiño. Ambas me miraron y se sonrieron, como para significarme que eran cristianas, y que no venían a hacer me daño alguno, sino por el contrarío, a consolarme y traerme la paz: y aún otro día las vi vestidas con los trajes mismos que usaban aquí bajo, por cuyo motivo creí que iban a acometer a Vellido, pero estuviéronse reposadas y tranquilas esperando quizá que muera para haberlas con él.

-Todas esas visiones -replicó la hija del Cid- son efectos de tu imaginación, que debía estar soñando de miedo como acostumbra; que las almas de los muertos, si han sido buenas, se están gozando de la presencia de Dios, o si fueron malas, harto tienen que sufrir en el abismo; y ni unas ni otras vienen por acá a poner pavor a nadie.

-Ahora digo y afirmo -gritó el escudero- que es su merced hija de su padre, que así quiere creer en fantasmas y apariciones como en volar, ¡Válgate el diablo y qué de incrédulos aparecen por esas tierras! De perlas tomaría el que asomara por ahí el caballero a quien engañó Dolfos tan solo por que cayera su merced del error en que está.

-Aun regalaría yo al señor Gil una buena joya por la aparición -dijo Elvira.

Era entonces la hora del crepúsculo de la tarde y principiaba a señorearse el silencio por la apacible vega. Ni los árboles se mecían, ni el río murmuraba deslizándose con mucho remanso, ni piaban los pintados pajarillos que se habían retirado a sus humildes nidos. Al pronunciar Elvira las últimas palabras, sonó a deshora un ruido en el fondo del Turia, y abriéndose paso por la superficie del agua, salió un guerrero cubierto de todas armas, y corrió a donde el criado y la doncella estaban. Volvieron ambos la cabeza, y al reconocerle exclamó Gil:

-¡Vive Dios, que ahí tenéis el alma del caballero del Armiño como la vi la última vez!

-¡Él es! -gritó la hija del Cid.

Y cayó rendida a un mortal desmayo que de todo punto la privó del conocimiento; pero ya Gil más ligero que el zéfiro había desaparecido huyendo del armado paladín que sintió a par de muerte el susto que había causado a su amada. La levantó suavemente del suelo, y la sentó en un escaño, lleno de temor por los gritos que daba el criado en palacio, pidiendo que acorriesen a su señora y la librasen de las ánimas en pena.

Había sabido el caballero del Armiño que Elvira se hallaba entonces allí, y deseoso de verla; y aclarar la verdad de los hechos, resolvió dirigirse por dentro del río a guisa de diestro nadador contra los consejos del anciano Hamete que le representaba con viveza los peligros que podía correr. Quiso la suerte que el prudente y cauto Hakim, adivinando lo que sucedería, le siguiese de lejos por la orilla; y así, luego que llegó, se sentó al lado de la doncella castellana, sosteniéndola con sus manos, y dijo al caballero:

-Si apreciáis en algo tu vida y la mía, retírate antes que tu imprudencia nos acabe de perder.

-¡Y no podré hablarle! -exclamó el del Armiño.

-¿Ves los efectos de tu ligereza -gritó el anciano con gravedad- y todavía insistes? ¿Conoces tú mismo el riesgo en que has puesto la vida de la joven? Sálvate, amigo mío, que yo cuidaré de conducir a su habitación a esta doncella; te lo pido en nombre de la madre que tanto amas.

El guerrero alzó los ojos al cielo en ademán desesperado, y partió aceleradamente como un furioso; mientras Hamete, tomando el tono de serenidad que le era natural, condujo a su aposento a Elvira y la entregó a su desconsolada madre.




ArribaAbajoCapítulo X

El asalto de Villanueva


Luego que El-Hakim dejó en su aposento y en brazos de Jimena a Elvira, se dio prisa en ausentarse para acorrer al caballero del Armiño, y evitar las preguntas que sin duda le dirigiera la matrona castellana. Recobrose poco a poco de su pasmo la doncella, cuando ya Gil Díaz había explicado punto por punto la causa de su accidente, atribuyéndolo a justa venganza del cielo por no dar crédito a la aparición que había referido a su señora. Abrió esta los ojos lánguidamente, y fijándolos en los que la rodeaban, exclamó con voz débil:

-¡Ha desaparecido la visión!

-Hija mía -respondió Jimena-, algún misterio encierra lo que has visto; por ahora tranquiliza tu espíritu y date paz y sosiego en esto de creer la realidad de las sombras. ¿Quién sabe si todo será una ilusión o un resultado natural de la magia? No ignoras que los árabes tienen en opinión de mago a El-Hakim, y dicen que ha hechizado a Abenxafa para lograr en su avanzada edad ser su favorito; hame parecido que era él quien te ha subido desmayada y podrá ser que el malvado moro haya usado contigo de ensalmos y encantamientos para dar gusto a su perverso señor.

-Por el omnipotente Dios juro -gritó Gil- que su merced se engaña, y que en este negocio no ha puesto la mano ningún encantador, o mienten mis ojos que vieron clara y distintamente al caballero del blanco animal en el mismo ser y figura que tenía la malhadada noche de mi prisión. Así lluevan monedas de oro, como es verdad cuanto digo; y ahí está mi señora doña Elvira, que el no afirma lo mismo que yo, me arrancaré las barbas a araños.

-No lo dudéis, madre mía -dijo la joven; armado y valiente como se ofrecía siempre a mi vista ha salido del fondo del Turia, dirigiéndose con gentil continente hacia nosotros. Venía tan resuelto, con rostro tan natural y tan poco demudado, que me avergüenzo de no haber tenido valor para hablarle. ¡Oh cielos!, ¿quién sabe los secretos que me habría reservado?

-¡Voto a mí! -añadió Gil-, ¡y cómo su merced tiene vendada la razón que no conoce que el haberse aparecido el tal guerrero fue burla del diablo por haberse reído de mi narración!, pues a fe de bueno, que pensé que cargaba con nosotros, y se nos llevaba por esos aires, caballero sobre una nube.

A pesar de los disparates del escudero, la hija del Cid pensaba lúgubremente que aquella escena, revolviendo en su imaginación contrarios pensamientos que despertaba en ella la lucha de sus ideas, pugnando en opuesto sentido con lo mismo que había visto. A no haber mirado a sus pies la cabeza que creía ser de su amante deslumbrada por el yelmo que en verdad era suyo, hubiérase dado a entender más de una vez que vivía el paladín del blanco escudo; pero como por una parte no debía dudar en su concepto de la muerte de aquel héroe, y por otra era evidente que salió de las aguas del Turia, no podía menos de persuadirse que se le había aparecido el alma del caballero con el designio quizá de comunicarle alguna nueva de gran importancia. En estas dudas y pláticas estaban cuando los relinchos de los caballos y sus carreras, junto con el son de los alelíes y las voces de los almorávides implorando a Mahoma, las pusieron en mucha admiración. Parecía hundirse la ciudad y venir a tierra los muros, según el volcánico tumulto que reinaba, causado por la proximidad de las haces del Cid. Pero antes de referir estos acontecimientos, será preciso volver un poco atrás, y cambiando de escena, trasladarnos al campamento cristiano en el punto mismo en que se ausentó el caballero del Armiño, confiando la custodia del sagrado estandarte al denodado Ordóñez de Lara.

La lumbre del naciente día brilló en el cielo limpio y despejado, serenada la borrasca de la noche, y el centinela comenzó a pasearse triste y pensativo con la tardanza de su compañero de armas. Recelaba que hubiese emprendido alguna aventura demasiado peligrosa, en la que su arrojo e hidalguía le precipitaran en una muerte cierta. Con este pensamiento deseaba de todo punto la hora del relevo, que, en efecto, no tardó, para ver si conseguía averiguar el camino que había tomado el guerrero, y seguirle a todo trance, y a partir con él los riesgos que le rodeasen. Pero todas sus diligencias fueron inútiles, y no solo no pudo rastrear huella alguna del valiente joven, sino ni aun hallar persona que le conociese. Convencido, pues, de la inutilidad de sus pesquisas, entró en la regia tienda de Rodrigo con melancólico semblante, y dándole cuenta de los sucesos de aquella noche, le dijo:

-Hemos perdido, sin duda, una de las mejores lanzas del ejército, y diera por salvar su vida ambos brazos a todo mi talante. No es posible sino que con su marcial denuedo y generoso ánimo haya intentado librar él solo a tu familia, y haya perecido a manos de la traición.

-No sé qué decirte -respondió el Cid-, porque en este punto me acaban de anunciar que mi escudero, a quien algunos soldados vieron sentado a la orilla del mar cenando con mucho reposo a la luz de la luna, no parece aunque le han buscado por todo el campamento.

-No hay más -respondió Ordóñez-, sino montar a caballo, y entrar lanza en ristre en Valencia a ver si podemos dar en lo cierto de estos acontecimientos. Aunque será difícil hallar un perro que quiera informarnos de la verdad, que en su boca no puede menos que trocarse en mentira.

-Así es -añadió Rodrigo-, y lo que yo entiendo que puede hacerse en este caso, es llamar al soldado Reinaldos, que sabe de coro todas las trazas y hazañerías del mundo, y que envasado en un traje morisco penetre a la ciudad, y averigüe y nos diga si están o no en Valencia. Porque, vive la orden de la caballería que profesamos, que no sé qué pensar de tan extraños sucesos y que si, como parece cierto, han sido hechos prisioneros en mi propio campamento, podemos reposar sosegadamente. Aunque no sé por qué presumo que aquí ha de haber misterio y que mi pobre escudero ha sido víctima de la perfidia.

-Déjate estar -repuso Ordóñez- de escuderos, que más vale la cola del caballo de mi compañero de armas que cuantos escuderiles espantajos asoman por esas tierras y date prisa en eso de enviar disfrazado a Reinaldos que no tendré paz ni tranquilidad hasta saber el paradero del invencible paladín del blanco escudo.

Llamaron, efectivamente, al soldado, y después de haberle llenado de ricas dádivas y presentes, le dieron las necesarias instrucciones y le despacharon a la ciudad, rogándole volviese cuanto antes a avisarles de lo que ocurriese. Partió Reinaldos tan otro de lo que era, que no fuera posible trastejarle ni reconocerle; con lo cual se aquietó el de Lara, y mitigó un tanto sus zozobras el Cid, que amaba tiernamente a su escudero, ya porque le servía desde mozo, como queda dicho, ya también por su natural alegría, que en todas partes se granjeaba amigos. Dos días pasaron sin que tuviesen nueva alguna de Reinaldos, y menos de los desaparecidos caballero y escudero; pero regresó por último el soldado anunciando la muerte del paladín del Armiño, cuya cabeza decía haber visto a la puerta del palacio, y la esclavitud de Gil Díaz, quien le había referido algunas de las circunstancias de su cautiverio. En resolución, rastreando noticias de aquí y de allá, se había dado tan buena maña Reinaldos, que punto por punto puso en claro la verdad del hecho, descubriendo hasta el nombre del traidor Vellido que había estado en el campamento cristiano. Apoderose la indignación de los generosos ánimos de aquellos valientes acostumbrados a vencer a sus enemigos al cielo abierto y cuerpo a cuerpo, y que, por lo mismo, detestaban la falacia y la traición. El entusiasta Ordóñez hacía desesperados ademanes al oír tan negra perfidia, pidiendo a voces la sangre del bárbaro musulmán que tan indignamente había despojado de la vida al más denodado de los guerreros que se distinguían en tan célebre campaña. Y necesitó Rodrigo de Vivar de todo su ascendiente y autoridad para tener a raya el ardor de su ejército que deseaba vengar de una tantos agravios, comprometiendo quizá con un entusiasmo intempestivo el éxito de aquella lucha que en cierto modo debía decidir si los africanos o los iberos empuñarían en lo sucesivo el cetro de España. El escuadrón cuyo jefe había sido el héroe del blanco escudo, amenazaba llevarlo todo a sangre y fuego, y morir mil veces o clavar en el hierro de sus lanzas las cabezas de Vellidos y de Abenxafa. Viose en un momento saltar sobre sus bridones a estos desesperados militares, y partir como un rayo, lanza en ristre, hacia los edetanos muros. Pero el Cid, que conocía la temeridad de semejante arrojo, por no ocultársele las fuerzas con que contaba el tirano Abenxafa, les salió al encuentro por desusado camino, y les mandó torcer las riendas y volver al campamento, ofreciéndoles, empero, conducirles dentro de tres días a la pelea, y asaltar los arrabales de la ciudad. Empresa ardua, y que no hubiera intentado el conquistador al no constarle el valor de sus adalides, que no pasaban de siete mil combatientes, entre la infantería y caballería, número harto reducido, si se comparaba con el de los sitiados, que podían oponerle veinte mil hombres armados.

Mas antes de llevar a cima tan peligroso asalto, que podía muy bien decidir de su suerte, quiso ver a su esposa en la corrida de toros y cerciorarse por sí mismo de la verdad de los informes que le habían dado acerca de las fortificaciones de las murallas y de la corriente del río. Diose a entender fácilmente que si llegaba a posesionarse de Villanueva y Alcudia, que eran sus arrabales, no solamente estrechaba el sitio y reducía al hambre y a la desesperación a tantos moradores, sino que les cerraba la salida a las llanuras, donde podían desplegar sus masas y arrollar quizá su ejército. Rodrigo, pues, acompañado solo de su grande corazón y elevado ingenio, entró de hilo en la ciudad sin arma alguna; y a pesar de los infinitos peligros que hormiguearon a su alrededor en la plaza de los toros, salió sano y libre de Valencia después de haber gozado el placer de hablar a Jimena, como hemos visto. Luego que puso los pies en sus reales, corrió a la tienda de Ordóñez, y arrojándose a sus brazos, le dijo:

-Vengo reventando de alegría, amigo Lara, vengo ebrio de contento, y ni sé explicarme, ni acierto a decir lo que siento. Abrázame una y otra vez, que tú no te quedarás en zaga en esto de darte un buen filo en mi gozo; y llámame a los paladines del ejército, y diles que toquen a armar, que la luz del nuevo día nos ha de ver en muy distinto sitio del que ocupamos.

-A fe de la pescozada que me dieron al armarme caballero -contestó Ordóñez-, que no he entendido una sola palabra, y que me alegro solo porque me lo mandas sin saber de qué. ¡Válgate Dios por el hombre, y qué de cosas has dicho que no se atañen ni pertenecen las unas a las otras! Explícate, por San Lázaro, y vengan esos brazos aún otra vez, que no debe ser de poco momento asunto que así te ha sacado de tus casillas. ¿Has visto a tu esposa y a tu hija?

-Las he visto -respondió el Cid-, y las he hablado. Pero estoy cierto de que vas a santiguarte si te digo que me ha salvado la vida y me ha acompañado hasta las puertas de la ciudad el caballero del Armiño.

-¡El caballero del Armiño! -murmuró entre dientes Ordóñez-. Sin duda ninguna ha querido refocilarse contigo algún socarrón, y se ha fingido tal, porque Reinaldos me dio tantas señas del casco que tenía puesto la cabeza, que no podía ser de otro que de ese paladín, aunque lo digan encantadores.

-Te repito -respondió el Cid- que he visto y platicado con ese valeroso incógnito, cuyo denuedo le descubrirá siempre por entre un millar de combatientes. Iba disfrazado de morisco, y su alfanje brillaba a la luz del sol tan puro y reluciente como resplandecía un tiempo el níveo animal de su escudo. Pesía a mí que no supe adivinar por sus bríos quién era; y ya nos despedíamos en la vega del Turia, cuando le rogué cortésmente que me dijera su nombre para estarle agradecido; y me contestó que me acordase siempre de los caballeros en cuyo escudo campea una alimaña del color del ampo de la nieve. Quise seguirle, pero había desaparecido de mi vista sin dejar rastro alguno de sus huellas; y aunque sabía la dirección que tomaba, era entregarme a una muerte cierta por la multitud de traidores que habían adivinado mi nombre y pedían mi vida.

-Si no tienes más pruebas -replicó Lara- para opinar que el tal moro era el caballero del Armiño, te aseguro que no me convences. Pues ¿y qué diablos había de hacer un joven tan denodado en Valencia, vistiendo disfraces y usando arcaduces? ¿Olvidaría los laureles que crecen en estos reales, y se estaría holgando con los señores musulmanes? ¿Y estos dejarían en paz y con vida a un enemigo tan terrible, cuya lanza bastaba a pulverizar su poder? Permite amigo Rodrigo, que dude de la identidad de ese paladín; aunque por otra parte, entreveo un débil rayo de esperanza de que en verdad existe el misterioso incógnito a quien tanto admiro.

-Duda cuanto quieras -añadió el Cid-, que sé muy bien que vive, y que sin duda se oculta entre los infieles para armarles algún lazo y entregar en nuestras manos la ciudad. Y así quiero que al momento se ponga sobre las armas el ejército y que nos acerquemos a Valencia desplegados en batalla. Yo mandaré el ala izquierda, que debe asaltar el arrabal llamado Villanueva; y tú, al frente del ala derecha, seguirás la dirección del Turia hasta el punto en que entra por Valencia; confío el centro al Conde de Oñate, que solo debe apoderarse de la línea de circunvalación y estar pronto a apoyar ambas alas en caso de necesidad.

-Te entiendo -respondió Lara-, y al instante quedarás obedecido con general alegría, porque todos ansían venir a las manos con esos cobardes, que a no serlo hubieran ya salido de su encierro y presentada batalla a nuestras haces, tan inferiores en número a las suyas.

-Espera -gritó el de Vivar-, te prohíbo digas a nadie que existe el caballero del Armiño, no sea que llegue a oídos de Abenxafa y cause inocentemente su perdición.

- ¡Aún insistes en eso!

-Pronto te desengañarás -le atajó Rodrigo.

Y ambos amigos se separaron para comunicar a los jefes subalternos las órdenes oportunas.

Recogieron con presteza los guerreros las ondeantes tiendas de campaña y se ordenaron en batalla marchando por diferentes direcciones a la ciudad. Galopeaba delante Rodrigo de Vivar, alentando a los flecheros y ballesteros que le seguían alegres por demás con la proximidad de un combate que no podía menos de ser sangriento y glorioso. Distinguíase en esta ala la flor de los caballeros, lo más distinguido del ejército que se ufanaba con la idea de haber merecido la preferencia en los peligros. Allí el impávido Ordoño ostentaba su formidable acero, terror de los moros en las fronteras de Castilla; allí con semblante gozoso y marciales bríos fatigaban a los fogosos caballos los valientes Arias Gonzalo y Fernán Sánchez. En todos se leía el ansía de pelear e inmortalizarse, emulando, si posible les era, al héroe que los conducía al campo de los laureles; porque los soldados que combatían bajo las banderas del Cid, contaban siempre con la certidumbre de la victoria, ya que todas las veces era ésta la estrella que presidía a sus hechos de armas.

Descubrieron los adalides las murallas y agujas de las mezquitas valentinas, e hirieron el aire con tumultuosas aclamaciones, como si se ofrecieran a sus ojos los campanarios de su dulce patria, después de una larga ausencia. Fijaban todos la vista en don Pedro Bermúdez que llevaba en sus manos el glorioso pendón de la Cruz, como dándose a entender que dentro de algunas horas había de tremolarle el viento sobre la mezquita de Villanueva. Llegaron a tiro de ballesta de los edificios de este arrabal, e hicieron alto para disponerse con mejores bríos al súbito asalto del débil torreón que los muraba y cerraba. No se cansaban los campeones de admirar aquella fértil y deliciosa vega coronada con los frutos del estío y tan florida y risueña que podía muy bien competir con la dichosa Arabia.

Adelantose por las orillas del Turia el intrépido Cid para reconocer más a su gusto la posición de sus tropas y llegó a un paseo que por esta parte se extendía un cuarto de hora, cercado todo de altos árboles, que se veían retratados en el claro fondo de la corriente del río. Rayaba entonces el sol los lejanos montes, y las canoras avecillas se despedían blanda y regaladamente con sus arpadas lenguas de la luz del día. Su melifluo canto, la amenidad del sitio, la serenidad del cielo, la traspuesta del hermoso sol que doraba y encendía las luces y la proximidad en que se creía el héroe de su amada Jimena descubriendo desde allí las torres del palacio de Abenxafa todo junto y cada cosa de por sí inflamó la imaginación de nuestro alborozado caballero. Apeose por un instante del caballo, sin soltar las riendas, y exclamó con sumo regocijo mirando a todas partes:

-¡Dichoso yo una y mil veces que piso los Campos Elíseos, mansión de los bienaventurados a quienes cupo la suerte de ver la luz en estos amenos y floridos prados! Aquí las cristalinas aguas corren mansamente besando las calles de la ciudad. La tierra brota abundante y dulcísimo sustento cultivada por los forzudos y vedijosos brazos de los laboriosos valencianos; el sol y la luna resplandecen serenos y son parte a acrecentar las cosechas, alegrar los corazones y derramar la abundancia y la ventura, aquí las apuestas y donosas zagalejas van en trenza y en cabello saltando de campo en campo y de flor en flor seguidas de sus amantes, sin que la honestidad tenga que darles en rostro el menor desliz y sin que ellos sean osados a más que a mirarlas, y ellas a dejarse ver. Pero esta rusticidad y esta simpleza son poderosas a producir las desventuras y sinsabores de los rústicos vejados, aporreados y oprimidos por los fieros mahometanos. Hora es ya de que desparza el cristianismo sus rayos por estos pensiles, y de que sustenten y enriquezcan los dones de la madre tierra a sus hijos que la cultivan, y no a los ociosos musulmanes que se están mano sobre mano y pierna sobre pierna sentados en muelles almohadones, y pisando preciosas alfombras ¿Quién duda que he nacido por querer del cielo para variar la faz de este país y resucitar en él el siglo de oro? ¡Oh dulce Jimena mía! ¡Oh hijas de mi corazón! Rodeado de vosotras y gozando vuestros suavísimos ósculos acabaré mis días pacífica y holgadamente en tan encantadora morada.

Y diciendo esto, calló y tornó a oprimir los lomos de Babieca, porque los alelíes y roncos atabales anunciaban la salida de los moros mandados por el soberbio Aliatar, quienes viendo desde los muros a los cristianos habían resuelto arrojarlos de allí. Aproximáronse las enemigas haces, y se embistieron con sin igual ímpetu y pujanza, alzando los árabes una confusa vocería que atronaba los vecinos campos. Allí cayó a los repetidos fendientes del Cid el furibundo Aliatar; allí quedó vencido en singular batalla el valiente Tarfe entre los brazos de Nuño, y allí se compitieron el valor y la audacia, la generosidad y el denuedo de los campeones. Entre tanto la caballería árabe, con el fin de cortar la retirada a los cristianos había pasado el río y envolvía la retaguardia de Rodrigo poniéndole en mucho aprieto. El héroe acudía con inaudita ligereza a todas partes, alentando a sus soldados que peleaban con coraje al verse cercados de triplicadas fuerzas. Pero de repente la caballería del ala derecha que mandaba Ordóñez cae sobre los infieles por la espalda, y reinan el desorden y la confusión hasta el último punto. Los infieles se baten con los flecheros del Cid, estos con la caballería musulmana, y la caballería musulmana con la de Ordóñez, de suerte que acometidos mutuamente por frente y por espalda, se ven obligados a redoblar sus fuerzas sin que sea posible salir del combate sino muertos o vencedores. Cada cristiano tiene que habérselas con dos contrarios decididos a vender caras sus vidas y el heroísmo consigue por último triunfar de la multitud. Los almorávides, perdido su jefe Aliatar, se desordenaron y principiaron a entrar tumultuosamente por las puertas de Edeta abandonando el campo sembrado de cadáveres. La mortandad fue tan horrorosa, que por todas partes aparecían montones de degollados árabes en los que tropezaban y daban de ojos los fugitivos cegados por la inmensa polvareda que ellos mismos levantaban y por el copioso sudor que corría por sus rostros. Hubieran podido muy fácilmente los cristianos apoderarse de la ciudad persiguiendo a los vencidos, pero en aquellos momentos de regocijo y embriaguez solo pensaron los jefes en adelantar hacia el arrabal y hacerse fuertes en los primeros edificios por si volvían los musulmanes con nuevas fuerzas. Pero era tal el terror que se había apoderado de los débiles corazones de los agarenos que aún no se daban por seguros dentro de los muros y corrían por la calle despechados y convencidos de que los adalides del Cid iban a tomarles la ciudad.

Abenxafa montado en su brioso caballo, salió del alcázar con la rapidez del rayo al punto que supo la derrota de los suyos, y ordenando las deshechas haces, las exhortó a defender aquel recinto sagrado del Profeta, según él decía, ofreciendo dádivas y premios a los que se distinguiesen en tanto que llegaba el numeroso ejército de África a las órdenes del rey Juzef. Cobraron ánimo con tales promesas los infieles, y coronaron bien pronto los muros, cuando ya los adalides de la Cruz dominaban enteramente los arrabales de Villanueva y de Alcudia y ondeaba clavado en la aguja de la mezquita el estandarte de Rodrigo de Vivar. Los instrumentos militares celebraban tan delicioso triunfo, que no podía menos de causar la perdición de los musulmanes; y los guerreros de Castilla se abrazaban tierna y alegremente, entonando himnos de alabanza al omnipotente Dios que les había concedido tan singular lauro.

Las espesas sombras de la noche encubrieron lúgubremente los objetos, hasta que el brillante esplendor de las hogueras alumbró el campamento del Cid. Entonces aparecieron los soldados, ricos con el botín que habían recogido del campo de batalla, mirando con solicita curiosidad a la luz de las llamas las joyas de que habían despojado a los mortales restos de los mahometanos. Contrastaban con tan alegre espectáculo los gemidos y sollozos del padre que lloraba la muerte de su hijo, o del hermano que conducía en sus brazos a su hermano herido o moribundo. Así confundidas estas escenas de alegría y de luto, y mezclados la risa y las lágrimas, ofrecían el retrato verdadero de la vida humana, donde se dan la mano los gustos y los pesares. El inmortal Campeador se paladeaba con la esperanza de libertar dentro de pocos días a su familia de la esclavitud en que gemía; y miraba con enternecimiento el dichoso techo que ocultaba a sus caras prendas. Entonces suspiró suavemente, y dijo:

-Mucho me cuestas, España, caro suelo que sostuvo mi cuna; muchos esfuerzos son necesarios para purgar tus recintos de indignos tiranos, pero si consigo verte libre y abrazar a mi Jimena, qué gloria ni qué felicidad pueden igualarse a la mía! ¡Oh Dios! No agitan el humano corazón dos sentimientos más dulces que el amor patrio y el amor conyugal.




ArribaAbajoCapítulo XI

Los dos enamorados


Cuando Jimena descubrió desde el regio alcázar del monarca de Valencia el estandarte de su esposo ondeando al viento a tan corta distancia, hizo repetidas demostraciones del singular júbilo que embelesaba y pasmaba sus potencias. No con menos alegría mostró el suyo la hermosa Elvira, en quien las gracias y la belleza aparecían sombreadas por la suave melancolía, aumentada desde la aparición del caballero del Armiño que fatigaba su mente sin darle paz un solo punto. Porque una imaginación viva y fecunda, al paso que en los prósperos días de bonanza es uno de los bienes más apreciables por las inagotables delicias con que saborea al alma paseándola por las dilatadas regiones del mundo ideal, es también en los casos aviesos un aguijón penetrante que no cesa nunca de clavar su aguda punta en el corazón de mil desusadas maneras.

Un día en que deleitándose con la esperanza de la próxima libertad se paseaba algo más consolada por el salón que miraba al jardín, entró Gil Díaz mohíno y con misteriosos ademanes le significó que se escondiera.

-¿Qué dices -preguntó la hija del Cid-, amigo Gil, que no te entiendo? ¿Por qué no hablas?

-Señora -respondió el escudero-, un moro de retorcidos y canos bigotes, que tiene la frente lisa y despejada, la barba blanca y poblada, los dientes ralos y la nariz de marca, quiere a la fuerza ver a su merced para comunicarle no sé qué secretos de importancia. Así Dios me ayude como es un mago hecho y derecho que pretende encantar a su merced para que encantada y todo sirva a los gustos de su amo. No nos metamos en más dibujos y cerremos la puerta lo mejor que posible sea, que tengo para mí que es el único medio de escapar de sus garras. ¡Moros y secretos!

-No temas -contestó Elvira-, y dile que entre, pues podría ser que fuesen de tal virtud sus palabras, que la tuviesen bastante para disminuir mis penas. No son tan poderosos los embelecos de la magia como piensas, y si conmigo había de usar de encantamentos, lo hubiera hecho con mucha flema y remanso desde un lejano aposento, pues nada importa para encantar que la persona esté aquí o en Burgos, que a eso y mucho más se extienden las habilidades de los encantadores. Aunque por mí puedo asegurar que no me importarla un ardite estar encantada, cuando lo tengo por el mejor bien del mundo y por la vida más quieta y sosegada. Porque el que tal está, no solo se libra de la necesidad de alimentarse y de dormir, sino que ningún tormento acusa su imaginación, a causa de que el curso de la sangre y de la existencia para, y todo permanece en inacción. Mira, amigo Gil, si es corta conveniencia el vivir sin frío ni calor en verano y en invierno, holgar de continuo y no pensar en nada. Ventajas que a mi ver ni el rey en su trono las disfruta. En fin, es una especie de éxtasis delicioso, que no hay más que desear; y si el buen Gil conoce a algún mago, dígale que venga, que yo le regalaré unas cuantas joyas para que me encante.

-Válgate el diablo por señora -gritó Gil-, y lo que sabe su merced; un púlpito podía tomar en cada dedo, e irse por esos mundos a predicar lindezas. Y digo que no debe de ser mala la tal vida; y si en eso consiste el toque del encantamento, gentes conozco yo por esas calles a bandadas que deben de estar encartadas según la holgura y buen pasar que se dan. Solo a un punto de la ordenanza faltan que es el de comer y dormir, porque, vive el bendito San Pablo, que se hartan a todo su talante, y duermen a pierna suelta; y así es que medran más que las cañas a las orillas del río y están frescos, rollizos y colorados, con unos rostros como la plata de relucientes. Pero dejando en paz a estos señores encantados vuelvo a decir, que piense su merced bien lo de admitir a su presencia al moro que yo no daría una grazna para fiarle, según la mala pinta que tiene. Echa un tufo a truhán que encalabrina y nada bueno puede esperarse de tales entes.

-A pesar de eso -replicó la doncella-, te repito que le mandes entrar. Y no hablemos más en el asunto que es punto concluido.

-Pues no me he de apartar de vuesa merced -dijo el escudero- un negro de uña por si quisiera cometer, desaguisados el señor moro. Y le prometo que las ha de haber conmigo y ha de saber quién es cada hijo de vecino.

-Hazlo que te plazca, y por ahora mándale entrar.

-Protesto contra esta entrada -añadió Gil- y juro y juraré en todo tiempo que le dejo entrar contra mi voluntad y por hacerme fuerza su merced a quien debo obedecer a fuer de buen criado.

Hecha esta propuesta con tono firme y valedero, salió de la estancia Gil Díaz, dejando a Elvira entregada a dudosos pensamientos. ¿Qué secretos tendrá que descubrirme este infiel? -decía entre sí-. ¿Será algún guerrero disfrazado que querrá comunicarme alguna nueva de mi hermana o de mi padre? Mas al momento se imaginaba otras mil cosas, y no podía llevar con paciencia el que tardasen tanto, desesperándose con las preocupaciones del escudero que causaba la tardanza sin duda. Penetró por último Gil seguido de El-Hakim Hamete que hizo profundas reverencias a Elvira al estilo oriental, y exclamó:

-Las gotas del rocío, dice el poeta, caen a abrir las rosas que ajó la noche; la imagen de la felicidad viene a pintar la sonrisa blanda del contento en el rostro que llenó de lágrimas el infortunio. ¿Podré, hermosa castellana, lisonjearme de que la vista del siervo del profeta no os causa tedio ni horror?

-Nunca aplace -contestó la hija del Cid- un enemigo; pero cuando viene de paz, tampoco descontenta. Decid, sabio anciano la causa de vuestra venida, que me impacientan las dilaciones.

-Quien no sabe aguardar la ventura -exclamó El-Hakim- tampoco sabe disfrutarla. Entended que vengo, como os habrá anunciado este criado, a descubriros secretos que os importan, y que solo a vos debo manifestarlos. Mandad al esclavo que se retire, que no son dignos sus oídos de percibir el armonioso sonido de vuestra voz.

-¿No lo decía yo? -gritó entonces Díaz-. ¡Calle! ¿Conque no son dignos mis oídos de escuchar lo que escucha el mastinazo del moro? ¡Vive Dios! que a no ser hombre incapaz de quebrantar el voto que hice de vivir pacífico acá abajo en la tierra, que le abría la cabeza como una granada. Pues sepa el señor perro, que no tengo de irme de aquí, y cepos quedos son esas alharacas y requebrajos, o verán quién es Roque.

-Entonces -replicó Hamete hablando siempre con Elvira- mi presencia es inútil: Alá os guarde.

-¡Cómo! -respondió la castellana-, ¿me dejaréis sin hacerme saber el objeto de vuestra venida, ni los secretos que decís interesarme?

-Ya os he dicho -añadió Hamete, sin dejar su tono de gravedad- que los esclavos no deben alternar con los señores y mis labios no se abrirán mientras no se retire ese escudero.

-Gil -exclamó Elvira-, te mando que nos dejes solos.

-¡Ah señora! -gritó sollozando el criado-, vuesa merced llorará el quedarse a solas con un descreído moro, y echará menos mi persona, que aunque fuera para dar voces pidiendo auxilio, vendría aquí de perlas. Alguna red ha tendido Abenxafa contra mi pobre señora; y esos son los secretos de ese embelecador y maldito malandrín, que ardiendo vean los infiernos. ¡Oh pobre inocencia de mi señora!, ahí te quedas sola y expuesta a un diablo que no parece otra cosa el vejete clueco que te hace la rueda para ganarte con ensalmos y mentiras.

Después de esta rociada de invectivas contra el anciano Hamete, saliose de la estancia el escudero llorando amargamente como si su señora estuviera ya tendida en un féretro, y transcurridos unos momentos de silencio, dijo El-Hakim:

-Los secretos que debo revelaros son de tal naturaleza que antes debéis ofrecerme no descubrirlos ni a vuestra propia madre, porque cuando va en ello la vida de una persona que nos es amada nunca son demás las precauciones. No dudo que vacilaréis en darme crédito; pero vuestros propios ojos serán el desengaño.

-No puedo -respondió Elvira- pronunciar esa oferta sin saber antes la clase de importancia de ésos secretos, que si tocan en lo más mínimo a mis amados padres o a la fe que profeso o a mi honor, no solamente no los callaré, sino por el contrario los pondré en voz, y lo publicaré por todas partes.

-Pertenece a vos sola -contestó El-Hakim-, y para decir de una vez, tienen relación únicamente con la aventura que os aconteció la otra tarde a la orilla del río, cuando visteis armado a un caballero que juzgáis muerto.

-Siendo así -contestó la hija del Cid-, prometo no abrir mis labios sobre esta materia, y podéis fiaros de mí a todo ruego.

Pero antes de declarar la contestación de Hamete, debemos referir el objeto de esta visita que tan impaciente tenía a la hermosa Elvira. Desde que el anciano Pelayo, o como más veces le nombramos, desde que Hamete libró la vida del caballero del Armiño en el panteón de los reyes moros, ansiaba este valiente paladín lograr de su libertador permiso para regresar al campamento cristiano a distinguirse con nuevo y glorioso hecho. Pero El-Hakim, que juzgaba ser su presencia de la mayor importancia en la ciudad, para tener a raya en un caso la venganza y la cólera de Abenxafa contra sus prisioneras, le decía que no podía otorgarle lo que pedía sin exponerse a perder la vida en un suplicio, porque al punto de que se divulgase la noticia de que existía el joven caballero, no faltarían traidores que la llevaran al monarca moro y este caería en la cuenta de quién le había librado, porque no podía haber sido otro. La gratitud que al anciano debía el del Armiño, atábale las manos, y a pesar de la repugnancia con que permanecía lejos de los peligros y del bélico estruendo, se daba a entender que era de su obligación cumplir al pie de la letra la voluntad de aquel a quien era acreedor del aire que respiraba. Cuando peligró la vida del inmortal Campeador en la plaza de toros, Pelayo no vaciló en exponerlo todo por salvarla, y haciéndose acompañar del disfrazado caballero, logró ver coronada sus esperanzas más felizmente de lo que había deseado. Desde aquel día no cesó el joven e impávido desconocido de representar como vergonzoso y humillante su inacción y aún osó añadir en un momento de caballeresco entusiasmo que hubiera valido más morir que entregarse a la ignominia de una existencia que no podía ya ser útil a su patria. Unidos los deseos del paladín a las sospechas que ya excitaba en los domésticos y vecinos un esclavo tan amado de Hamete, pusieron a este último en la determinación de permitirle partir dentro de algunos días, rompiendo por medio de las dificultades. Altivo y acostumbrado a mandar el caballero del Armiño, contenido por el agradecimiento, podía haber soportado con corto espacio de tiempo el freno de la obediencia; pero ya aquel carácter noble y altanero no era parte por los esfuerzos que hacia por reprimirse y saltaba con impaciencia ansiando el momento de hallarse en el campo del honor con la espada desnuda y la visera calada. Conoció el experimentado anciano que aquel orgullo no era por ingratitud sino que ardía en las venas del campeón ilustre sangre y que sin duda era muy elevada su cuna. Esta observación confirmada con mil distintas pruebas que a cada paso daba el del Armiño, persuadió a Pelayo la referida resolución de atropellar por todo y concederle lo que tan de veras solicitaba.

Mas antes de partir, el joven quiso ver a su amada, y decirla que existía; en vano su libertador le expuso las consecuencias de su primer arrojo, cuando a la ribera del Turia causó a Elvira su súbita aparición aquel accidente. Cerró los ojos a todos los riesgos, y dijo terminantemente que había resuelto hablarla para quitarle el pasmo que su vida le produjo y solo a fuerza de ruegos vino a bien en que Pelayo lo previniese a la doncella para no repetir la pasada escena.

Hamete, pues, oída la promesa de la hija del Cid, le dirigió la palabra en estos términos:

-Debo, en primer lugar, advertiros que no soy musulmán como muestra mi traje, sino un pariente vuestro que vela por los días de la familia del ilustre Rodrigo: Soy, en fin, Pelayo, de quien habréis oído hablar distintas veces a vuestro adorado padre. Por qué azar me hallo en esta ciudad, y cómo he conseguido deslumbrar al malvado Abenxafa, son sucesos que en otra ocasión quizás podré referiros con más sosiego y regocijo. Lo que os importa más es saber que la que creísteis aparición aquella tarde, no lo fue, sino que real y verdaderamente vieron vuestros ojos al que reputáis muerto, y cuya vida me glorio de haber salvado.

-Hamete -respondió la hija del Cid temblando de alegría-, ¿me engañan vuestros acentos, o es verdad lo que me habéis revelado? ¡Dios mío! -añadió a media voz para que no oyese Hamete sus palabras-. ¿Conque todavía hay felicidad en la tierra para mí? ¿Qué agradecimiento será bastante para pagaros el beneficio que acabáis de concederme? ¡Soberano dispensador de las humanas dichas! ¡Ah! ¡Cuán necia anduve en pensar que las desventuras del hombre no tienen término o que el cielo se olvida del corazón inocente y amante de la virtud! Perdona, respetable anciano -siguió diciendo-, que exhale mi sorpresa y tribute repetidas gracias al Dios del universo, que por vuestro medio ha librado los marciales alientos de un héroe de la cuchilla de su asesino. Admiro el valor y la pujanza del caballero del Armiño; aunque mi admiración no sale de los límites de tal, como debéis pensar de aquella cuyo corazón inflama la sangre de Rodrigo de Vivar. Quisiera, sin embargo, me dijeseis si todavía permanece en Valencia ese paladín o si, como no dudo, ha corrido ya al campo de los laureles, que es el cielo de los ánimos valerosos.

-Señora -respondió El-Hakim sorprendido del disimulo de Elvira que pugnando con las pasiones negaba saber que existían-, ese denodado guerrero hubiera desde el primer punto saltado por encima de la muerte para volar al sitio donde ondea al aire el pabellón de la libertad de España; y si yo hubiera consultado su natural entusiasmo y ardiente arrojo, le hubiera permitido desde entonces correr a la gloria. Pero como los peligros que os rodean son los incentivos y despertadores que me llamaron a esta ciudad y su regreso al campamento cristiano sacaba a luz mis ardides, no he creído oportuno hasta ahora consentir en su partida. Al presente está próximo a abandonar este recinto y os suplica que os dignéis admitirle a vuestra presencia por unos instantes para poner a vuestros pies sus homenajes.

-Sí -gritó Elvira-; quizá deseará poder decir a mi ilustre padre que me ha visto; decidle que entre, y prevendré entre tanto a mi madre.

-Señora, recordad vuestra promesa, en virtud de la cual no podéis revelar a nadie los secretos que os he descubierto.

-Tenéis razón; decidle que en este aposento le espero.

Hizo Pelayo una profunda reverencia, y salió de la estancia dejando a Elvira en aquella especie de suspensión en la que apenas podemos dar razón de las sensaciones que experimentamos. Parece que el humano corazón acostumbrado al curso natural y tranquilo de acontecimientos de una misma naturaleza apenas puede soportar la súbita mudanza del mal que se trueca en bien, o de la alegría que se cambia en llanto. La hermosa doncella probó aún con más fuerza la verdad de esta observación, cuando el caballero del Armiño vestido de árabe entró en el aposento, y doblando las rodillas ante aquella singular y pasmada hermosura, dijo:

-¡Te veo, por fin, dulce embeleso del alma mía! He aquí el instante más delicioso que he probado nunca: es como una gota de celestial ventura que cae sobre mí para poner en olvido las pasadas desgracias. Podemos ya esperar que brillen para nosotros días más serenos, y que, vencida esta ciudad logre de ti la ventura de poder aspirar a tu mano.

-¡Ay! -exclamó Elvira-, ¡y cuánta confianza me infundían tu valor y tu nobleza! El mundo entero, acuciándome con nuevos e increíbles tormentos, no consiguiera verme suspirar por un hombre en mengua del orgullo que debe todas las veces mostrar mi sexo. Pero ¿cómo podré ocultarte lo mucho que ha padecido mi espíritu reputándote muerto, aunque el ser hija de un héroe me obliga a mostrar la risa en los labios cuando más entero y firme era mi dolor? Habíase desvanecido para mí la imagen de la felicidad, y solo anteveía una existencia árida y privada del inefable encanto de amorosas esperanzas. Aun ahora que mis ojos no dudan de la realidad de tu vida, se representa en mi imaginación como un agradable sueño de aquellos que en mi infortunio hubieran sido mi único consuelo.

-Elvira -contestó el caballero-, mi gratitud será eterna para contigo. Podía aspirar solo a distinguirme en el campo del honor enardecido por el entusiasmo que cobro cada vez que tu deliciosísimo acento hiere mis oídos; pero cuando te dignas pagar con tus miradas las mías, ¿qué culto podré rendirte, benéfica deidad, que sea digno de ti? ¿No es a esos hermosísimos ojos a quienes debo los lauros que he cogido en los combates? Presente siempre ante los míos su graciosa luz, es como la apacible estrella que me precede en mis hazañas; un recuerdo tuyo ha bastado siempre a tornar las fuerzas a mi desfallecido ánimo, y el valor a mi brazo. ¡Oh hermosura! ¡Sin ti qué sería la tierra, o cómo existiera el heroísmo! Expiraría entonces por grados el marcial arrojo de la andante caballería y trocaríase en debilidad su pujanza.

-Siempre eres entusiasta por la belleza -respondió la doncella-, aunque pudieras decirme que también yo lo soy por el valor. Paréceme adornado de todas las otras prendas el joven valeroso, porque nosotras nos complacemos en ver resplandecer tan brillante cualidad en aquellos a quienes nos dignamos admitir por nuestros paladines. Pero nada me has dicho de tu partida que deseo. ¡Sentiría tanto que otro brazo que el tuyo enarbolase primero sobre el edetano muro el pendón de Castilla! Conozco que no ha sido en tu mano correr antes al campamento cristiano. Pero ahora que ya no se opone Pelayo, ningún respeto debe detenerte un solo instante sino aparecer otra vez entre tus compañeros y enjugar las lágrimas que tu muerte les habrá arrancado. Parte, y apresúrate a romper las cadenas que nos sujetan; cadenas que de día en día serán más pesadas según el enojo de Abenxafa y los riesgos que corre nuestro honor. De ti y de mi padre lo espero todo; si cuando se pelea recordando el nombre de una persona amada es tanto el brío que saca a plaza un guerrero, ¿qué será cuando defiende a esa misma persona y aguarda por recompensa su cariño?

-No tardaré -replicó el del Armiño- en reunirme con el ejército, aunque debo tomar antes muchas precauciones para asegurar a todo ruedo la vida del anciano libertador a quien debo el vital aliento. Todavía si te place, nos veremos otra vez, y entonces que ya estaré próximo a partir habrás de llevar a bien que tome las órdenes de tu madre y que la haga presente algunas observaciones para vuestra seguridad, por si la fortuna se os mostrase contraria, y el bárbaro Abenxafa tendiese nuevos lazos a vuestro honor. Ahora no es justo que comprometa el secreto de que existo y cause quizá la perdición de Pelayo. Adiós, Elvira. Solo ansiaba manifestarte que todavía respiro, y que mi corazón palpita como siempre por la reina de las gracias y de la donosura. Donde quiera que el sol dore los campos, allí te presentarás tú a mi mente; en su esplendor creeré adivinar el tuyo, y en el oro de sus rayos veré un trasunto de tus cabellos.

-Te ruego, ¡oh valiente caballero! -dijo sonriendo graciosamente la doncella-, que no aprendas de los orientales a decir flores y zarandajas, que no sé por qué me disuenan al oído. Ya sabes que en Castilla se expresan lisa y llanamente los afectos sin cortapisas y que a los caballeros los llaman así sin colgarles una barra de oro que puede pesar tanto que los rompa. Dios sabe que digo esto porque he concebido mortal odio a los arrumacos desde que los he oído sonando en los labios de Abenxafa, y apenas puedo llevar con paciencia la náusea que me causa. Torno a suplicarte que no me hables en tan levantado estilo, porque el lenguaje del alma es sencillo y puro.

-¡Oh Elvira! -contestó el incógnito-. ¡Siempre las sales de ingenio han de relucir en tus amables coloquios! Te ofrezco olvidar contigo semejantes dibujos, y no encarecer ya más tu mérito; porque las humanas alabanzas no son poderosas a dar una idea justa de él. ¡Y he de dejarte! Al probar los hechizos y dulcísimos embelesos que cercan tu persona, ¿quién puede resistir al dolor de perderlos, aunque sea por corto tiempo? Todavía paréceme verte en aquel hermoso torneo donde brillabas en medio de la multitud como un lucero entre cien estrellas. ¡Con qué delicia enristraba yo la lanza tirando por entre las barras de la visera el sol de tu hermosura! Suave y puro como el esplendor del alma ha venido más de una vez tan amoroso recuerdo a alegrar mis tristezas en el abismo de la desgracia. Ya por último entreveo el fin de las penas: porque si me amas, no dudará tu padre conceder su hija a quien si no le iguala en méritos, no es de inferior nacimiento. Pero me olvido de que debo ausentarme puesto que cada instante que pierdo aquí será un tormento para su existencia. Quédate en paz, graciosa Elvira, y el cielo quiera acelerar la hora de volvernos a ver.

-Adiós -le atajó la doncella-, no te detengas, que el agradecimiento es antes que el placer que probamos hablándonos.

Los dos amantes se separaron después de otras dilaciones que felizmente les ocurrían para gozar un punto más de su conversación. Porque las despedidas de los enamorados son largas como las noches del invierno. No es fácil decir la revolución que en el ánimo de la hija del Cid produjo esta escena; porque ver aparecer de nuevo una perspectiva agradable y lisonjera cuando nuevos remedios hallaba a su infortunio, había por precisión de cambiar el curso de sus naturales pensamientos. Entre todos los tormentos posibles, no hay ninguno que no deje con sus punzadas una sombra de esperanza capaz de regocijarnos con la idea de un porvenir más felice, pero cuando se busca la dicha en una persona, y esta deja de existir, entonces no queda resquicio alguno al consuelo. Elvira no podía aún conocer toda la extensión de los bienes que la fortuna le devolvía, al paso que obraron en ella las reflexiones, se paladeó con su delicia.

Dirigióse con pausados pasos a la habitación de su madre embebida en sus ideas, cuando encontró a Abenxafa atildado y vestido de gala, como si se encaminase a algún festín. Detuvo la presurosa planta el sarraceno, y saludando a la doncella con graciosos ademanes y corteses expresiones, le rogó que le siguiese al jardín donde deseaba hablar con ella por unos momentos. Parecía más afectuoso que nunca, y en sus miradas, en el tono de su voz, en su persona campeaba cierta suavidad que no le era natural, y que anunciaba a las claras alguna súbita y grande resolución.

-¡Válgame Dios! -exclamó la hija del Cid-, ¡siempre al bien se ha de enzarzar el mal! Pero ánimo, corazón mío; inventemos trazas y ficciones siguiendo el curso de las aventuras que, según lo que en mí se multiplican, puedo ufanarme de ser mujer de importancia.

Tras esto, tomando un semblante alegre, respondió con voz dulce y encantadora que otorgaba al árabe la gracia que solicitaba y que le acompañaría al vergel. No dudó el monarca moro al oír tal respuesta que Elvira bebía los vientos por él, como suele decirse, lo que ya se había imaginado, y llegando a la roca de donde se precipitaba la cascada, se sentó en ella rogando a la hermosa castellana que hiciera lo mismo. Sentados, pues, ambos en aquella deliciosa cumbre de donde tendiendo la vista se descubrían las fértiles campiñas que floreaban los cristales del siempre manso Turia, y de donde se distinguía también la punta de la ondeada bandera de la Cruz, tomó la palabra Abenxafa, y se explicó de esta manera:

-No juzgues, hermosa cristiana, que el temor de verme sitiado por las huestes de tu padre o la pérdida de una batalla me traen a tu presencia a poner en voz las blandas proposiciones que he resuelto hacerte. Muy pronto poderosos ejércitos de África mandados por aguerridos capitanes volarán en mi socorro, y verás a los orgullosos nazarenos besar humildes la cadena que ligará sus manos. Pero no, el amor que te profeso y los sentimientos pacíficos que me inspira oblígame a poner un término a tamañas desgracias, puesto que es en mi mano el remedio. Ofrezco dar la libertad a tu madre y aliarme con el valiente autor de tu existencia si consientes en ser mi esposa y en subir al trono que yo ocupo. Dirás que ya otra vez y en circunstancias no tan peligrosas para mí pronuncié la misma promesa que tú despreciaste; pero no he concluido aún, ni paran ahí mis intenciones. Juro seguir los estandartes cristianos y hacer la guerra a mis compañeros de armas con tal que no me obliguéis a cambiar de culto y que pueda en mi interior seguir la religión del Profeta.

-Admírame vuestra resolución, Abenxafa -dijo la hija de Jimena sonriendo agradablemente-, y a no creerla obra de las pasiones que preocupan la razón, me guardaría bien de combatirla. Os engañáis, si pensáis que mi padre, el valeroso Rodrigo de Vivar, sea capaz de pagar con la mano de su hija una acción que llamaría alevosía; porque habéis de saber que hay una notable diferencia entre el modo de juzgar de ambos pueblos. Creedme, generoso monarca, debéis esperar a que los ejércitos africanos destrocen y desbaraten a los sitiadores; y entonces que estaréis en el caso de imponer condiciones a los vencidos, vendrá de molde el cumplimiento de vuestros deseos sin descender a humillaciones que reputo indignas de tan poderoso guerrero. Los castellanos llevan su orgullo al último punto de exaltación, y se tienen por tan denodados y potentes, que el mundo entero les parece poco, vos no los conocéis, y por eso en la fuerza de vuestro entusiasmo concebís pacíficas ideas que os seducen. Hablar de paz a los españoles es lo mismo que tratar de desesperarlos, porque han nacido en el campo de batalla cuando sus padres disputaban a los vuestros el cetro de los godos en los montes de Asturias. Paréceme difícil enfrenar a una generación belicosa y que ha mamado con la leche el amor a la independencia nacional, mejor es vencerla y levantarse sobre sus ruinas.

-¡Grande Alá! -contestó el sarraceno-. ¿Es posible que tan sutil ingenio haya cabido en suerte a una mujer? Bella castellana, la posesión del paraíso celestial no puede ser tan grata como deliciosos son tus acentos. Conozco la verdad de cuanto me has dicho: me aconsejas lo que a mi gloria y a mi ventura conviene. Cuantas veces recuerde tus consejos otras tantas bendeciré los mostrarme labios que se han dignado mostrarme el camino del deber. Entre tanto, gozaré la delicia de verte, y si no te ofendes, me tomaré la libertad de hablarte con más frecuencia, porque no debo vivir privado de tantos encantos, cuando tú no te niegas a desplegar las alas de tu agudeza en presencia de tu adorador. ¡Ah! Días hace que no se me ocultan tus pensamientos: el rubor y la falacia que enseñan a las doncellas los nazarenos te ponen un candado en la boca, pero ¿qué importa si tus acciones declaran los afectos del alma?

-Dejando aparte vuestras conjeturas -le interrumpió la resuelta doncella-, conviene que disimuléis vuestro cariño, pues aunque el poder no necesita de precauciones, sin embargo, espero este favor de vos en gracia de la confianza que os he dispensado. Pláceme mucho más el misterioso afecto de un guerrero que obedecer mis órdenes sin aspirar a otra recompensa que el que me digne dárselas, que no las públicas demostraciones de un amante que para nosotras siempre son desagradables y equívocas. Bien veo que os causarán extrañeza costumbres que para vos son nuevas; pero ya que os queréis sacrificar en las aras de las bellezas de Castilla, necesario es que aprendáis los sacrificios únicos que se dignan admitir.

Iba a responderle Abenxafa, pero levantándose con precipitación Elvira se alejó después de haberle dirigido un gracioso saludo de despedida que le dejó absorto e indeciso. En verdad que se dio a entender que aquellos desdenes de la hija de Rodrigo serían usanza de los castellanos, y que a fuer de enamorado debía llevarlos con paciencia, porque adivinaba por sus artes y magia que la tal doncella andaba perdida de amor por él. A pesar de su perspicacia se engañó otra vez de medio a medio, porque la cristiana que al principio se había entretenido a costa del árabe para tomarse tiempo y engañarle con quimeras esperanzas, se hastió por último de su plática, y aprovechándose de aquel momento en que le vio dispuesto a todo le volvió la espalda con gentil gracia. Viola entrar en su palacio el rey de Valencia admirando la esbeltez de su talle y el majestuoso continente con que caminaba y soñó en su imaginación futuras delicias que había de gozar en compañía de aquella hermosura. Hubiera él ordenado al instante sus falanges y salido contra los cristianos si no asaltara su mente la derrota que tan presente tenía. Mejor será aguardar los refuerzos de África, dijo entre sí; y representándose los combates en que saldría vencedor y las venturas que lograría casi estuvo en un tris que no diese dos zapatetas en el aire de pura alegría, olvidándose de la gravedad que conviene a los que ocupan los solios de la tierra. Quiso Dios que se contentó con disparar en larga risa; y asaz alegre y por demás satisfecho dio la vuelta a su estancia a manifestar a los suyos el regocijo que le inundaba. ¿Y todo esto por quién? ¡Oh poder de la hermosura y de las amorosas palabras! Tú eres el norte de los humanos afectos; todo cede, todo se rinde y todo se postra a tus plantas.



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