Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Acto IV

Una sala ricamente engalanada. Adornan las columnas algunas guirnaldas. Suena dentro música de flautas y oboes.

Escena I
JUANA. sola. Descansan las armas, y cesa el relampaguear de la guerra. Sucede a los combates el canto y la danza. En las calles reina el júbilo; en la iglesia resplandece engalanado el altar. Se elevan los arcos de triunfo cubiertos de verdes ramajes, y de guirnaldas en sus columnas. Reims es estrecho para contener a la multitud que acude a las fiestas populares.
Embriagados de júbilo todos los corazones, henchidos todos de un mismo pensamiento, cuantos estaban divididos por el odio hace un instante, participan ahora de la alegría común, y no hay francés que no se sienta más orgulloso de serlo. Revivió el esplendor de la antigua corona. Francia rinde homenaje al hijo de su Rey.
Y yo entre tanto, yo, autora de esta gloria, permanezco ajena a la dicha universal. Y mi corazón transformado, huye la pompa y vuela al campamento inglés... Allá, hacia el enemigo tiendo la mirada... forzada a alejarme del regocijo para ocultar la falta que me abruma... �A quién? �A mí?... �Yo llevo impresa en mi pecho virginal la imagen de un hombre? �Aquel corazón que iluminó un rayo del cielo, late a impulsos del amor humano?... �Si, yo, el ángel salvador, yo el brazo del Altísimo, ardo en amor por el enemigo de mi patria! �Y lo confieso a la luz del día, y no muero de vergüenza! (La música dentro, suena con más suavidad y ternura). �Oh desdicha! �oh desdicha mía!... �Qué dulces sonidos!... �Cómo cautivan mi alma! �Cómo me recuerdan su voz y evocan su imagen!
�Ah!... �por qué no me arrebata de nuevo el torbellino de la guerra? �por qué no resuena en mis oídos el trueno de las armas?... Renaciera entonces mi valor. Pero esta voz, estos acentos me cautivan, truecan en lánguidos deseos mi fuerza... la derriten en lágrimas de ternura. (Pausa. Con vivacidad). Debí herirle... �pero podía acaso, después de haberle visto? �Herirle!... Antes volver contra mi propio seno el arma homicida... �Seré culpable porque me mostré humana?... �Fue crimen mi piedad? �Mi piedad!... Pero si no la tuve con los otros que inmoló mi espada... �por qué calló su voz cuando imploró por su vida el infeliz, el tierno mancebo de Gales? �Ah! corazón hipócrita... mientes a la faz de la eterna luz... No... no obedeciste a la santa voz de la piedad.
�Por qué mis ojos se fijaron en los suyos?... �Por qué contemplé su rostro?... Con aquella mirada empezó tu crimen, �infeliz!... Dios quiere ciegos servidores, y a ojos cerrados debía consumar tu obra. Viste, y cayó el escudo de Dios; viste, y te prendió en sus redes el infierno. (Vuelven a oírse las flautas. Juana se abisma en sus pensamientos).�Oh!... mi cayado... �ojalá no te trocara nunca por la espada! �Ojalá no sonara nunca en mis oídos la voz que murmura en el ramaje de la sagrada encina! �Nunca me hubiese aparecido la Reina de los cielos! Toma de nuevo tu corona, Virgen madre... tómala... no la merezco.
�Ay de mí! he visto abrirse los cielos, contemplé la faz de los bienaventurados y no se halla en los cielos mi esperanza, no, sino en la tierra. A qué cargar mis hombros con tan terrible misión �Pude acaso endurecer mi corazón sensible, que hinche la gracia?
Si quieres manifestarnos tu poder elige a los espíritus inmortales, limpios de pecado, inaccesibles a las pasiones y a las lágrimas... �no a una tímida niña, a una débil pastora!
�Qué me importa la suerte de los combates, ni la discordia de los reyes? Feliz, inocente, apacentaba mis ganados en las serenas cumbres, y de allí me arrancaste para arrojarme en el bullicio del mundo, en el orgulloso palacio de los reyes y entregarme al mal...�Ah! �no era esta mi vocación!
 
Escena II
JUANA. -INÉS SOREL.
INÉS. (Se adelanta vivamente conmovida, y al ver a Juana se dirige corriendo hacia ella, la abraza, más luego volviendo en sí cae de hinojos a sus pies). No así..., de rodillas a tus plantas.
JUANA. (Esforzándose en levantarla). Levántate... �Qué te pasa? Olvidas quién soy, y quién eres.
INÉS. Déjame... Héme a tus pies a impulsos de mi júbilo... Mi corazón rebosa y necesito postrarme ante Dios... En tu persona le adoro a él, al invisible... �No eres tú el ángel que llevó a Reims a mi dueño y señor y le ciñó la corona? Vi realizarse lo que nunca hubiese soñado. Todo está dispuesto para la coronación. El Rey viste ya el traje de ceremonia, y se han reunido los nobles y los pares de Francia para llevar las insignias. La muchedumbre acude a torrentes a la catedral, al son de las campanas y con aclamaciones de alegría que resuenan por todas partes. �Ah! �no podré soportar tanta dicha! (Juana la levanta con cariño, e Inés la contempla con atención un momento).�Siempre grave!... �siempre austera!... das a los otros la felicidad, pero no quieres compartirla. Fría como siempre, no participas de nuestra embriaguez... �Ah!... Como el cielo te reveló sus esplendores, no hay dicha en la tierra, capaz de conmover tu casto pecho. (Juana coge con viveza la mano de Inés Sorel, y luego la suelta). �Por qué no eres mujer, mujer sensible? Decídete a despojarte de esta armadura, puesto que la guerra acabó... decídete a participar de las condiciones de tu sexo. Mientras sigas pareciéndote a la austera Palas, mi tierno corazón se espanta en tu presencia... no me atrevo a acercarme.
JUANA. �Qué exiges de mí?
INÉS. Que sueltes las armas y te despojes de tu armadura... El amor teme acercarse a este pecho que defiende la coraza. �Sé mujer y verás cuán pronto amarás!
JUANA. �Soltar las armas en esta ocasión! �Ahora! Expondría... pídeme que exponga mi pecho indefenso a los golpes de la muerte, pero no que me desarme ahora; ojalá me protegiese contra tales regocijos, contra mi misma, triple coraza de hierro.
INÉS. Piensa que Dunois te ama, que su alma, sólo sensible hasta hoy a la gloria, única virtud del soldado, arde por ti de amor... �Bella cosa es ser amada de un héroe... pero amarle es mejor todavía! (Juana vuelve el rostro con horror). Le odias. �Ah! no, lo más que puedes es no amarle, pero aborrecerle... �por qué?... Sólo se odia a quien nos priva de los que amamos, y tú no quieres a nadie. Late tranquilo tu corazón. Si pudiera sentir...
JUANA. Ten lástima de mí... Deplora mi suerte.
INÉS. �Qué te falta para ser dichosa? Cumpliste tu palabra y Francia es libre; coronaste a tu Rey victorioso, y tu gloria no tiene igual. El pueblo ebrio de gozo te saluda, te aclama, te elogia sin cesar; eres la divinidad de estas fiestas... El mismo Rey, con su corona, no brilla con esplendor tan glorioso como el tuyo.
JUANA. �Ah!... Si pudiera esconderme en las entrañas de la tierra.
INÉS. Pero, �qué tienes?... �Qué extraña emoción!... �Quién podrá mirar al cielo, si tú bajas los ojos?... Comprendo que me ruborizara yo, tan pequeña si me comparo contigo, e incapaz de igualarte en heroísmo, yo que, si he de confesar mi flaqueza, no me preocupo ni de la gloria de mi patria, ni del trono restaurado, ni del sublime entusiasmo popular, ni de la embriaguez de la victoria, sino de él... que me cautiva por completo, mi único afecto, mi dueño adorado, a quien el pueblo aclama y bendice, y cubre de flores... de él, que es mío, que amo con toda el alma.
JUANA. Tú sí eres dichosa, tú sí... Tú amas, donde aman todos. Puedes abrir tu corazón a los ojos de todos, y dar libre curso a tu alborozo... La misma fiesta que celebra hoy el reino, es la fiesta de tus amores. Esa multitud que se agolpa dentro de estos muros; comparte y consagra tu emoción. A ti saludan... para ti tejen sus guirnaldas. La felicidad pública y tú, sois una misma cosa. Amas al sol que esparce tal alegría, y cuanto ves es tan sólo reflejo de tu amor.
INÉS. (Arrojándose en sus brazos). �Oh! Me llenas de gozo. �Cómo me comprendes!... �Ah, sí!... no te conocía bien, sin duda conoces el amor, porque expresas a las mil maravillas lo mismo que siento. �Fuera timidez, fuera temores, mi alma vuela confiada hacia ti!
JUANA. (Intentando sustraerse a sus abrazos). Déjame... aléjate de mí... cuida de no mancharte con mi presencia... Ve... ve... sé feliz y deja que oculte en profunda noche mi infortunio, mi vergüenza, mi desesperación.
INÉS. �Dios mío!... Me asustas... no te comprendo, ni nunca te he comprendido. Fuiste siempre para mi un misterio. Pero es difícil en verdad comprender qué puede ser causa de recelo para tu alma celestial, tan pura y tierna al par.
JUANA. Tú eres aquí la santa, la pura, no yo. Si pudieras leer en mi alma, rechazarías con horror, lejos de ti, a la enemiga, a la traidora!
 
Escena III
DICHAS. -DUNOIS. -DUCHATEL. -LA HIRE, con la bandera de Juana.
DUNOIS. Por orden del Rey, Juana, venimos en tu busca, todo está pronto y quiere que le precedas con la santa bandera. Vas a figurar entre los príncipes, y delante del Rey, porque reconoce, y con él todos, que a ti sola se debe la gloria de este día.
LA HIRE. Ahí está la bandera; tómala, noble doncella; están aguardándote los príncipes y el pueblo.
JUANA. �Precederle yo? �llevar yo la bandera?
DUNOIS. �Y quién si no tú es digno de ello? �Dónde hallar manos bastante puras para llevar este símbolo sagrado? Lo enarbolaste en los combates, y justo es que lo lleves ahora como ornamento por la alegre senda del triunfo. (La Hire le presenta la bandera. Juana retrocede y se estremece).
JUANA. �Atrás!... �Atrás!
LA HIRE �Qué te pasa?... Te estremeces ante tu propio estandarte... Mira. (La despliega). Es la misma que hacías flotar en la victoria. En sus pliegues está representada la Reina de los cielos cerniéndose sobre la tierra, como te ordenó la misma Virgen.
JUANA. (Mirando con espanto). �Es ella, la misma!... Así se me apareció. Mirad cómo frunce las cejas, y bajo los sombríos párpados llamea su mirada!
INÉS. Delira... Vuelve en ti... Estás viendo visiones. Esta no es más que vana imagen... La Virgen mora en lo infinito.
JUANA. �Terrible visión! Ven a castigar a tu criatura. Aplástame, castígame, toma tus rayos... lánzalos contra mi. Falté a mis votos, he profanado, he blasfemado tu divino nombre.
DUNOIS �Oh desdicha nuestra!... �Qué quiere decir todo esto �Qué funestas palabras?
LA HIRE. (A Duchatel con estupor). Comprendéis algo de esta increíble convulsión?
DUCHATEL. Bien lo veo, y no son de hoy mis temores.
DUNOIS. �Cómo! �Qué queréis decir?
DUCHATEL. No puedo decir lo que pienso. �Ojalá hubiese pasado ya todo, y hubiésemos coronado al Rey!
LA HIRE. �Será que se vuelve contra ti el terror que esparcía en torno esta bandera?... Deja que tiemble el inglés ante ese signo, terrible para los enemigos de Francia, pero propicio a sus hijos.
JUANA. �Verdad! Propicio a los amigos y sólo terrible para los enemigos. (Suena dentro la marcha de la coronación).
DUNOIS. Toma la bandera, tómala; ya sale la procesión; démonos prisa.

(Le entrega la bandera; la coge Juana con visible repugnancia y se va. Los demás la siguen).

 
Escena IV
Una plaza pública delante de la Catedral.

La multitud ocupa el foro; algunos grupos de curiosos en primer término. -BERTRÁN, CLAUDIO-MARÍA y ESTEBAN. Suena a lo lejos la marcha de la coronación.

BERTRÁN. �Oís la música?... Ya están aquí; ya se acercan. �Qué haremos? �Subir a una azotea, o meternos entre la gente para no perder nada de la procesión?
ESTEBAN. �Si es imposible abrirse paso! Las calles están atestadas de gente a caballo y en coche.
CLAUDIO. Parece que ha venido aquí media Francia. Todo se lo lleva la corriente... Hasta a nosotros nos sacó de la Lorena, tan lejos como está, para traernos a esta plaza.
BERTRÁN. �Quién puede quedarse tranquilo en su rincón, cuando ocurren tan grandes cosas?... Cuidado si costó sangre y sudores volver al rey legítimo la corona; no sería bien, pues, que nuestro Rey, a quien devolvemos lo que es suyo, fuese menos festejado que el de los Parisienses, coronado en San Dionisio. No es buen francés quien no acude a esta fiesta y no grita como nosotros: �Viva el Rey!
 
Escena V
DICHOS. -MARGARITA y LUISA acercándose a ellos.
LUISA. �Cómo me late el corazón, Margarita! Vamos a ver a nuestra hermana.
MARGARITA. Si; vamos a verla rodeada de esplendor y grandeza, y a decirnos: es Juana, nuestra hermana.
LUISA. Yo necesito verla para creer que sea ella misma, que nos dejó para no volver, la que llaman la doncella de Orleans.
MARGARITA. �Aún dudas? Pues ya lo verás.
BERTRÁN. Aguardad... ya están aquí.
 
Escena VI
Abren la marcha algunos tocadores de flauta y oboe, a los que siguen niños vestidos de blanco y con verdes ramos en la mano. Luego vienen dos heraldos y un piquete de alabarderos que preceden a los magistrados con traje de ceremonia. Detrás, dos mariscales con el bastón de mando. el duque de Borgoña llevando la espada; Dunois el cetro, y otros nobles del reino la corona, el cetro rematando en una mano, y el globo imperial. Luego los monaguillos con los incensarios, dos obispos con la Santa Ampolla de Reims, y el arzobispo con un crucifijo. Juana llevando la bandera, bajos los ojos y con paso vacilante. Al verla, sus hermanas manifiestan la mayor sorpresa y gozo. Inmediatamente después de Juana, el Rey, bajo palio que sostienen cuatro barones. Cortesanos y soldados cierran la marcha. En cuanto la procesión entra en la iglesia cesa la música.
 
Escena VII
LUISA. -MARGARITA. -CLAUDIO-MARÍA. -ESTEBAN. -BERTRÁN.
MARGARITA. �Has visto a la hermana?
CLAUDIO. �Con armadura de oro, y delante del Rey con su bandera!
MARGARITA. �Era ella!... Era Juana, nuestra hermanita.
LUISA. Y no nos ha conocido. �Cómo podía pensar que el corazón de sus hermanas latía tan cerca de ella! Iba con los ojos bajos y estaba tan pálida y caminaba con tan inseguro paso, que a la verdad, no me ha alegrado mucho verla.
MARGARITA. Yo sólo me he fijado en su esplendor, en su gloria. �Quién había de imaginarse, ni aun soñando, cuando apacentaba los rebaños, que la veríamos rodeada de tal pompa?
LUISA. Ahí tenemos cumplido el sueño de padre, que nos decía que nos prosternaríamos en Reims delante de nuestra hermana. Ahí está la iglesia que padre vio en sueños... todo se ha cumplido... Pero tuvo también terribles visiones... y me espanta ver a Juana engrandecida de tal modo.
BERTRÁN. �A qué seguir aquí sin hacer nada! Vamos a la iglesia a ver la ceremonia.
MARGARITA. Sí, vamos; tal vez encontraremos a Juana.
LUISA. Ca, volvámonos a casa; ahora ya la hemos visto.
MARGARITA. �Cómo!... �Sin saludarla? �Sin hablarla?
LUISA. Pero si ya no es de los nuestros. A ella le corresponde estar entre príncipes y reyes. �Qué somos nosotros para tomar parte en su gloria? �Si ya nos era extraña cuando vivía con nosotros!
MARGARITA. �Crees que se avergonzaría de nosotros... que nos despreciaría?
BERTRÁN. Ni el mismo Rey nos desprecia. �No visteis con qué bondad saludaba aún a los más humildes cuando pasó? Y por muy alto que haya subido ella, el Rey es más que ella. (Suenan clarines y tambores saliendo de la iglesia).
CLAUDIO. Entremos en la iglesia. (Se van hacia el foro y se confunden con la multitud).
 
Escena VIII
TIBALDO vestido de negro. -RAIMUNDO le sigue y se esfuerza en detenerle.
RAIMUNDO. Deteneos, buen Tibaldo... separaos de esta gente... Aquí sólo veréis rostros alegres... �Esta fiesta ofende vuestro dolor! Vamos, vayámonos corriendo de esta ciudad.
TIBALDO. �La viste... a mi hija infeliz? �La has observado bien?
RAIMUNDO. �Ah!... idos... os lo ruego.
TIBALDO. �Has visto cómo andaba temblando, pálida... confusa?... Es que comprende su situación, la desgraciada... Llegó el instante de salvarla... no lo dejemos escapar. (Intenta irse).
RAIMUNDO. Aguardad... �qué queréis hacer?
TIBALDO. Sorprenderla, precipitarla de la cumbre de su vana grandeza, y traerla otra vez, aunque sea a la fuerza, al Dios que ha renegado.
RAIMUNDO. Pensadlo bien. �Vos mismo precipitaréis a vuestra hija?
TIBALDO. Perezca su cuerpo y sálvese el alma. (Juana, sin la bandera, sale precipitadamente de la iglesia. La multitud se agolpa en torno suyo adorándola, besando sus vestidos, de forma que permanece un rato en el fondo, sin poder abrirse paso por entre la gente que la asedia). �Llega!... �Es ella!... Huye de la iglesia... pálida, víctima de su propia angustia que la arroja del santuario. �Sentencia es de Dios, que empieza a revelarse!
RAIMUNDO. Adiós... no esperéis que persista todavía... Vine henchido de esperanza, y me vuelvo lleno de aflicción. He visto de nuevo a vuestra hija y siento que de nuevo la he perdido. (Se va. Tibaldo se aleja en opuesta dirección).
 
Escena IX
JUANA. -El pueblo. -Luego MARGARITA y LUISA.
JUANA. (Libre ya de las apreturas, se adelanta). No puedo seguir aquí... �Los ángeles me rechazan!... Para mí retumban como el trueno las dulces voces del órgano, las naves de la iglesia me abruman... necesito aire, espacio, libertad!... Dejé la bandera en el santuario... jamás, nunca jamás volveré a asirla... Pareciome ver deslizarse ante mí como un sueño, a mis tiernas hermanas... Luisa... Margarita... �Oh, engañosa visión! Lejos están de mí, muy lejos como los felices días de mi infancia y mi inocencia.
MARGARITA. (Saliendo). �Es ella, es Juana!
LUISA. (Corriendo a su encuentro). �Oh, hermana mía!
JUANA. �Entonces no fue un sueño! Sois realmente vosotras, vosotras. a quienes abrazo. A ti, Luisa mía, y a ti, Margarita... estrecho entre mis brazos, en estos extraños lugares, en esta poblada soledad.
MARGARITA. Nos reconoce todavía. Es nuestra buena hermana.
JUANA. Venís a mí, tan lejos como estaba, llevadas de vuestro cariño, �verdad?... �Y no me guardáis rencor porque me fuí sin daros mi adiós?
LUISA. �Oh!... obedecías a los impenetrables designios del cielo.
MARGARITA. Tu reputación que conmueve a todos, y lleva de boca en boca tu nombre, voló hasta el pacífico rincón de nuestro pueblo, y nos trajo aquí a presenciar la solemnidad de esta fiesta. Hemos venido para ver tu gloria... y no estamos solas.
JUANA. (Con viveza). �Padre está con vosotros?... �Dónde está?... �Por qué se esconde?
MARGARITA. Padre no ha venido.
JUANA. �No ha venido?... �No quiere ver a su hija?... �No me traéis su bendición?
LUISA. Si no sabe que estamos aquí.
JUANA. �No lo sabe? �Y por qué?... �Qué os perturba?... �Por qué este silencio?... Bajáis los ojos... Hablad. �Dónde está mi padre?
MAGDALENA. Desde que te fuiste...
LUISA. (Haciéndole señas para que calle). �Margarita!
MARGARITA. ... Padre quedó postrado de tristeza.
JUANA. �De tristeza!
LUISA. Consuélate... ya le conoces..., siempre lleno de presentimientos; ya recobrará su buen humor y alegría cuando le digamos que eres feliz.
MARGARITA. Porque eres feliz, �verdad? �Oh!... debes serlo, �rodeada de tantas grandezas... tantos obsequios!
JUANA. Sí, lo soy, puesto que vuelvo a veros y a oíros, y recuerdo el caro acento de los paternos campos. Cuando apacentaba mis ganados en nuestras montañas, entonces era dichosa corno si estuviera en el paraíso. �Ah! �lo seré otra vez? �volveré a serlo? (Oculta el rostro en brazos de Luisa).

(Salen CLAUDIO, ESTEBAN y BERTRÁN, y se detienen, temerosos de acercarse).

MARGARITA. Venid, Claudio, Esteban, Bertrán... �no es orgullosa, no! Tan cariñosa, con tal bondad nos habla como si nada hubiese hecho, y no hubiese salido del pueblo. (Se adelantan y muestran deseos de estrecharle la mano. Juana los mira fijamente y se abisma en profundo estupor).
JUANA. �Dónde estuve? Decídmelo... Todo eso no fue más que un prolongado sueño del que despierto ahora... �Abandoné nunca Domremy? No; me dormí a la sombra del árbol encantado, y ahora despierto y me hallo entre vosotros, mis queridos y familiares compañeros. Reyes, batallas, guerras... sueños, visiones que pasaron por delante de mis ojos... Bajo el árbol... se sueñan tales cosas que parecen verdad. �Cómo habéis venido a Reims? �Cómo me hallo yo misma aquí? Jamás, jamás salí de Domremy... confesadlo francamente... devolved la alegría a mi corazón.
LUISA. No; estamos en Reims. Tus hazañas no las has soñado, no; las ejecutaste realmente; vuelve en ti, mira en torno tuyo; toca con tu propia mano tu armadura de oro. (Juana lleva la mano al pecho, reflexiona, y se estremece).
BERTRÁN. Este yelmo lo recibisteis de mis manos.
CLAUDIO. No extraño que penséis haber soñado, porque en verdad, no hubo sueño tan maravilloso como cuanto hicisteis.
JUANA. Venid, huyamos, me vuelvo a casa al lado de mi padre.
LUISA. Sí; ven, ven con nosotros.
JUANA. Toda esa gente me ensalza más de lo que merezco. Vosotros me habéis visto niña, pequeñita, débil, me amáis, y no me adoráis.
MARGARITA. �Cómo!... �Renuncias a tanta gloria?
JUANA. Afuera esta odiosa pompa, que os aleja de mí. Quiero volver a ser pastora, y serviros humildemente y hacer penitencia del pecado de vanidad que cometí, elevándome por encima de vosotros.
 
Escena X

DICHOS. -CARLOS, sale de la iglesia con las vestiduras de la ceremonia de la consagración. -INÉS SOREL, el ARZOBISPO, el DUQUE DE BORGOÑA, DUNOIS, LA HIRE, DUCHATEL, caballeros, cortesanos y pueblo.

TODOS. (Gritando al pasar el Rey). �Viva el Rey! �Viva Carlos VII! (Suenan los clarines. A una seña del Rey, los heraldos levantan los bastones, ordenando silencio).
CARLOS. �Gracias, pueblo mío, por tales pruebas de amor! La corona que Dios coloca de nuevo en mis sienes, fue reconquistada por la gloria, teñida con sangre de la nación. De hoy más la oliva entrelazara con ella sus verdes ramas, y los mismos que combatieron contra nosotros, los que nos resistieron, gozarán de la amnistía general y absoluta. Porque la gracia divina descendió sobre nosotros, y nuestra primera palabra real será... gracia.
EL PUEBLO. �Viva el Rey!... �Viva Carlos el Bueno!
CARLOS. A Dios, Señor omnipotente, debieron la corona los reyes de Francia, pero Nos la recibimos de su mano de un modo más visible aún. (Dirigiéndose a la doncella). Vedla allí a la enviada de Dios que os devolvió al Rey de vuestros mayores, y quebrantó el yugo de la tiranía extranjera. Sea sagrado su nombre para todos, como el de San Dionisio patrón de esta tierra, y álcense altares a su gloria.
EL PUEBLO. �Viva la doncella! �Viva nuestra salvadora! (Música).
CARLOS. (Dirigiéndose a Juana). Dinos ahora, si como nosotros perteneces a la humana naturaleza, �qué dones pueden satisfacerte? Más si tu patria está en lo alto, si se ocultan en tu seno virginal los puros rayos de los cuerpos angélicos, caiga la venda de nuestros ojos y muéstrate en tu radiante esplendor, tal como el cielo te contempla, para que te adoremos prosternados. (Silencio general. Todos dirigen la mirada a la doncella).
JUANA. (Soltando repentino grito.)... �Dios mío! Mi padre.
 
Escena XI
DICHOS. -Sale TIBALDO de entre la multitud, y deteniéndose delante de su hija la contempla fijamente cara a cara.
VOCES DIVERSAS. ...�Su padre!
TIBALDO. Sí, su infeliz padre, el hombre que engendró a la infortunada, y llega por mandato de Dios para acusar a su propia hija.
FELIPE. �Qué es esto?
DUCHATEL. Siento que se aproxima un terrible instante.
TIBALDO. (Al Rey). Crees deber a Dios tu salvación, príncipe engañado, extraviado pueblo, cuando lo estáis debiendo todo a los maleficios del demonio. (Todos retroceden con espanto).
DUNOIS. Este hombre está loco.
TIBALDO. Mejor dirás que lo estás tú y este santo obispo, y cuantos se hallan aquí y creen que Dios va a mostrarse por mediación de una pobre niña. Veamos si a la faz de su padre osará sostenerla descarada farsa, con que engañó al pueblo y al Rey. En nombre de la Santísima Trinidad, responde: �eres digna de contarte en el número de los santos y los puros? (Silencio general. Todos contemplan a Juana que sigue inmóvil).
INÉS. �Dios mío!... Calla.
TIBALDO. �Cómo no, con semejante invocación temida aún en el fondo del infierno! �Ella, santa! �Ella, enviada de Dios! �Miserable impostura inventada en lugar maldito, a la sombra del árbol encantado, donde de antiguo celebran sus conciliábulos los espíritus infernales! Allí fue donde vendió el alma al diablo a condición de adquirir alguna fama. Decidle que os enseñe sus brazos y veréis en ellos la marca del infierno.
FELIPE. �Horror!... �Y cómo no creer a un padre que depone contra su propia hija!
DUNOIS. No; guardaos de creer a este insensato que se deshonra en su propia hija.
INÉS. (A Juana). Pero habla tú, rompe este silencio fatal y te creeremos. Porque tenemos fe en ti, y una sola palabra de tu boca, una sola, nos bastará. Pero habla, aniquila tan horrible acusación. Dinos que eres inocente y te creeremos. (Juana sigue inmóvil. Inés Sorel se aparta de ella con horror).
LA HIRE. Ahora se halla cohibida por súbito terror y la sorpresa y el espanto cierran sus labios. Ante tan terrible acusación, tiembla la misma inocencia. (Se le acerca). Vuelve en ti, Juana, y explícate. La inocencia tiene su lenguaje propio, su segura mirada que resiste a la calumnia. Cede al arrebato de noble indignación, alza los ojos, confunde la duda criminal que osó profanar tu virtud. (Juana sigue inmóvil. La Hire se aparta con horror. Crece la agitación).
DUNOIS. Se estremece el pueblo... tiemblan los príncipes; �qué quiere decir esto? Es inocente. Yo lo fío y lo fío con mi honor de príncipe. Ahí va mi guante. Recójalo quien sostenga que es culpable. (Truena. El espanto sobrecoge a todos).
TIBALDO. Responde en nombre de Dios que lanza el rayo... dinos si eres inocente. Pruébanos que el enemigo no habita en tu corazón y castígame si miento. (Truena otra vez; el pueblo se desbanda).
FELIPE. �Dios nos socorra!... Qué señales... Temblad.
DUCHATEL. (Al Rey). Venid, venid; huyamos de aquí.
EL ARZOBISPO. En nombre de Dios, te pregunto si te fuerza a callar tu inocencia o el sentimiento de tu crimen. Si la voz del rayo atestigua en tu favor, toma esa cruz, y haz una señal. (Juana inmóvil. Truena tercera vez. Se van todos, excepto Dunois).
 
Escena XII
DUNOIS. -JUANA.
DUNOIS. Eres mi esposa. Creí en ti desde la primera vez que te he visto, y creo en ti todavía. Creo más en ti que en todas las señales, y hasta en el trueno que retumba en la altura. Tu noble indignación te fuerza a callar, y escudada en tu inocencia desdeñas refutar tan vergonzosa sospecha; sí, ni una palabra. Dáme la mano, lo único que te pido; la mano, en prenda de que fías a mi brazo tu buena causa. (Le tiende la mano. Juana vuelve el rostro convulsa. Dunois queda estupefacto).
 
Escena XIII
DICHOS. -DUCHATEL -Luego RAIMUNDO.
DUCHATEL. �Juana de Arco! El Rey os permite salir de la ciudad, sin temor de ser inquietada. Tenéis franco el paso... No debéis temer que nadie os injurie porque la promesa del Rey os sirve de salvoconducto. Vamos, conde Dunois; no es conveniente que sigáis aquí por más tiempo. �Qué desenlace!

(Se va. Dunois vuelve en sí, contempla por última vez a Juana y luego se va también. Juana queda sola un breve rato. Sale Raimundo, y después de haberla contemplado en silencio un instante, con dolorosa impresión se acerca a ella y la coge de la mano).

RAIMUNDO. Aprovechad este instante. Las calles están desiertas. Dadme la mano y yo os guiaré.

(Al reparar en él, Juana vuelve en sí por primera vez, le mira fijamente, luego al cielo, y por último le coge vivamente de la mano y se van).

Arriba