Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Acto V

Sitio agreste y poblado de árboles. En el fondo una choza de carboneros. Es de noche. Llueve
y relampaguea.

Escena I
Un CARBONERO. -Su MUJER.
EL CARBONERO. Terrible tempestad! El cielo amenaza fundirse en agua... negro como boca de lobo, en mitad del día... �Si parece que anda suelto el infierno!...Treme la tierra, los fresnos centenarios crujen con espantoso estrépito, abatidos por el viento... Y tan horrible guerra que doma a las mismas bestias feroces, y las fuerza a ocultarse en sus madrigueras, no será bastante atraer la paz entre los hombres. -Con los aullidos del viento y la borrasca suena el silbido de las balas... Tan cerca están ambos ejércitos que sólo los separa este bosque... A cada instante pueden venir a las manos.
LA MUJER. �Dios nos asista!... pero �no fueron ya derrotados y dispersos?... �Cómo es que vuelven a darnos angustia?
EL CARBONERO. Esto es porque ya no temen al Rey. Desde que descubrieron en Reims que la doncella era bruja, el diablo no nos auxilia y todo anda de cualquier modo.
LA MUJER. Escucha... �Quién viene?
 
Escena II
DICHOS. -RAIMUNDO.-JUANA.
RAIMUNDO. Veo una choza... Venid... Allí hallaremos abrigo contra la lluvia... Estos tres días de viaje han agotado vuestras fuerzas... �Claro!... fugitiva... sin más alimento que algunas raíces. (Calma la tormenta; se serena el cielo). Venid... son honrados carboneros...
EL CARBONERO. Parece que necesitáis descanso; entrad. Cuanto puede ofreceros nuestra casa, es vuestro.
LA MUJER. �Una armadura!... Singular vestimenta para una muchacha... Pero, en fin, lo comprendo... en tales tiempos vivimos, que hasta las mujeres deben ponerse la coraza. La misma reina Isabel, según dicen, va armada de pies a cabeza por el campamento. También una doncella, una pastora ha combatido con valor por nuestro Rey.
EL CARBONERO. Basta de charla... Ve a la cabaña y da de beber a esta doncella. (La mujer del carbonero entra en la choza).
RAIMUNDO. (A Juana). Ya lo veis. No todos son bárbaros en el mundo, y en los sitios agrestes se hallan a veces almas caritativas. Serenaos un poco. Ha cesado la tormenta... brillan los rayos del sol con suave resplandor.
EL CARBONERO. Supongo que vais en busca del ejército del Rey, pues viajáis armados así... �Mucho cuidado! Cerca de aquí acamparon los ingleses, y sus avanzadas recorren los bosques.
RAIMUNDO. �Ay pobres de nosotros!... �Cómo escaparles!
EL CARBONERO. Quedaos, hasta que vuelva de la ciudad mi hijo. Él os llevará por secretos senderos, que podréis cruzar sin temor. Conocemos los atajos.
RAIMUNDO. (A Juana.) Quitaos el casco y la armadura. Os denuncian y no os protegen.

(Juana mueve tristemente la cabeza).

EL CARBONERO. �Está muy triste la señorita!... �Silencio!... �Quién va?
 
Escena III
DICHOS. -La MUJER del carbonero, trayendo un vaso. -El HIJO del carbonero.
LA MUJER. El muchacho que aguardábamos. (A Juana). Bebed, señorita. Dios os bendiga.
EL CARBONERO. (A su hijo). �Ya de vuelta, Anet! �Qué noticias traes?
EL HIJO DEL CARBONERO. (Repara en Juana, la reconoce, y se lanza hacia ella, quitándole el vaso de los labios en el punto en que ella va a beber). �Madre!... �Madre! �qué estáis haciendo? �A quién acogéis?... Si es la bruja de Orleans...
EL CARBONERO Y SU MUJER. �Dios nos socorra!... (Huyen, persignándose).
 
Escena IV
JUANA. -RAIMUNDO.
JUANA. (Con calma y dulzura). Ya lo ves. La maldición me sigue, todos huyen de mí. Piensa en tu propia suerte, y déjame.
RAIMUNDO. �Abandonaros ahora!: �Quién os acompañará?
JUANA. No falta quien me guíe. �Oíste cómo retumbaba el trueno sobre mi cabeza?... Condúceme mi propio destino... Serénate. Ya llegaré sin buscarlo, al término de la jornada.
RAIMUNDO. �Y a dónde queréis ir?... A este lado los ingleses que juraron encarnizados vuestra muerte; al otro, los nuestros que os han repudiado, y desterrado.
JUANA. Nada me sucederá que no deba sucederme.
RAIMUNDO. �Pero quién cuidará de vuestra subsistencia? �Quién os defiende de las fieras, y de los hombres, más crueles aún? �Quién os asiste en tal miseria, con tales padecimientos?
JUANA. Conozco las plantas y las raíces. En otro tiempo aprendí de las ovejas a distinguir la planta salutífera de la venenosa. Sé leer en las estrellas y en las nubes, y entiendo lo que dice el rumor de ocultos manantiales. Poco necesita la criatura, y la naturaleza encierra tesoros de vida.
RAIMUNDO. (Cogiéndole la mano). �Pero no sentís necesidad de recogimiento, de reconciliación con Dios y con la Iglesia, por medio de la penitencia?
JUANA. �También tú me crees culpable del crimen de que me acusan?
RAIMUNDO. �Cómo no, si vuestro silencio pregona...
JUANA. Tú, que me has seguido en la desgracia, único ser que me guardó fidelidad, y se adhiere a mi servicio, cuando los demás me rechazan!... tú también me crees réproba, infame, culpable de perjurio para con mi Dios. (Raimundo calla). �Oh?... �esto es cruel!
RAIMUNDO. (Sorprendido). �Pero es verdad que no sois bruja?
JUANA. �Bruja, yo!
RAIMUNDO. �Hicisteis tales milagros por el poder de Dios y de los santos?
JUANA. �Y con qué si no?
RAIMUNDO. �Y sólo respondéis con el silencio a tan odiosa acusación? �Ahora habláis, y delante del Rey, y cuando tanto os convenía, enmudecisteis!
JUANA. Soportaba en silencio la suerte que Dios, mi Señor, me impuso.
RAIMUNDO. Nada pudisteis responder a vuestro padre.
JUANA. Lo que del padre procedía, procedía de Dios, y esta prueba me será tenida en cuenta.
RAIMUNDO. El mismo cielo atestiguó vuestro crimen.
JUANA. El cielo hablaba; por eso callé.
RAIMUNDO. �Cómo!... �Podíais disculparos y habéis dejado el mundo en tan fatal error?
JUANA. No fue error; era decreto de lo alto.
RAIMUNDO. �Siendo inocente, soportáis tal infamia, sin que haya salido de vuestros labios la menor queja! Todo me confunde y trastorna. Bota el corazón en el fondo del pecho. De buen grado creería cuanto decís, porque me costaba convencerme de vuestro delito. Pero �cómo imaginar que criatura humana pueda oponer tan sólo el silencio a cuanto hay más espantoso en el mundo?
JUANA. �Y hubiera sido digna de mi misión, si no hubiese sabido espetar ciegamente la voluntad de Dios? �Oh!... �no soy tan miserable como te figuras!... �Qué sufro privaciones?... No es grande el mal para mi estado. �Qué estoy desterrada, fugitiva? Así he aprendido a conocerme en la soledad. Poco ha, cuando me rodeaban los esplendores de la gloria, sostenía en mi interior tremenda batalla: y era el ser más desgraciado de la tierra, cuando parecía el más digno de envidia!... Ahora, en cambio, me siento curada. Me hizo mucho bien esta tormenta que parecía el fin del mundo. Al tiempo que lo purificaba me ha purificado a mí; siento descender la paz a mi alma. Suceda ahora lo que quiera,... nada tengo de que acusarme.
RAIMUNDO. �Oh!... Vamos, vamos a proclamar vuestra inocencia a la faz del mundo entero.
JUANA. Quien desencadenó la confusión la desvanecerá. Sólo en sazón cae el fruto del destino. Ya llegará el día en que seré absuelta, y los que me rechazaron y condenaron, conocerán su delirio y llorarán por mí.
RAIMUNDO. Y he de aguardar a que la casualidad...
JUANA. (Cogiéndole con ternura de la mano). Sólo ves el aspecto natural de las cosas, porque una venda cubre tus ojos. Pero yo he contemplado la inmortalidad del ser. No cae ni un cabello de la cabeza del hombre sin que Dios no quiera. �Ves declinar el sol allá arriba? Pues bien; tan cierto como amanecerá mañana con todo su esplendor, así es infalible que lucirá un día la verdad.
 
Escena V
DICHOS. -La reina ISABEL parece en el fondo, al frente de una escolta de soldados.
ISABEL. (Dentro). �Por dónde se va al campamento inglés?
RAIMUNDO. �Oh, desdicha nuestra!... �Los enemigos! (Los soldados se adelantan, pero al ver a Juana retroceden con espanto).
ISABEL. �Qué ocurre que así se detienen?
LOS SOLDADOS. �Dios nos asista!
ISABEL. �Acaso les aparece un fantasma? �Vosotros sois soldados? Cobardes sois. (Atraviesa el grupo, se acerca y retrocede al ver a la doncella). �Qué veo! �Ah! (Volviendo en sí y dirigiéndose resuelta hacia Juana). Ríndete... Eres mi prisionera.
JUANA. Lo soy. (Huye Raimundo gesticulando desesperado).
ISABEL. (A los soldados). Cargadla de cadenas. (Los soldados se acercan a Juana con cautela. Juana tiende los brazos. La atan). �Es esta la poderosa guerrera, la formidable heroína, que desbandaba nuestros ejércitos como rebaños, y ahora no sabe defenderse a sí misma? �Será que sólo obra milagros donde creen en ella, y se torna simple mujer en cuanto se encuentra con un hombre? (A Juana). �Por qué has abandonado tu ejército? �Dónde esta Dunois, tu caballero y protector?
JUANA. He sido desterrada.
ISABEL. (Retrocediendo con sorpresa). �Cómo! �Tú, desterrada!... �Desterrada por el delfín?
JUANA. Nada me preguntes. Me hallo en tu poder; decide de mi suerte.
ISABEL. �Desterrada! Sin duda por haberle sacado del abismo y ceñido su cabeza con la corona real en Reims. �Desterrada! En esto reconozco a mi hijo. Llevadla al campamento. Mostrad al ejército este espantajo, objeto de tantas alarmas, �Ella, una bruja!... No hubo otro maleficio que vuestra cobardía y alucinación. Mejor se diría que es una loca que se ha sacrificado por su rey, y que recibe ahora la real recompensa de semejante sacrificio. Daos prisa a llevarla a Lionel. Le envío encadenada la fortuna de los franceses. En marcha; ya os sigo.
JUANA. �A Lionel! Matadme aquí mismo antes que enviarme a Lionel.
ISABEL. (A los soldados). Obedeced mis órdenes. �Llevadla! (Vase).
 
Escena VI
JUANA. -Los SOLDADOS.
JUANA. (A los soldados). �Ingleses!... No sufráis que salga viva de vuestras manos; tirad de las espadas, pasadme el corazón, arrojad mi cadáver a los pies del capitán. Pensad que soy la que mató vuestros mejores compañeros, y derramé sin piedad torrentes de sangre inglesa, y arrebaté a los más valientes el día del retorno a la patria. �No regateéis nada a vuestra venganza! Matadme... ahora estoy en vuestras manos. �Quizá no volveréis a hallarme débil como ahora!
EL CAPITÁN. Haced lo que la Reina ha mandado.
JUANA. �No he agotado aún el cáliz de la amargura? �Oh... Virgen mía! �Cómo me abruma tu poder!... �Caí en tu desgracia para siempre? Dios ha cesado de socorrerme; no viene en mi ayuda ángel alguno; el cielo me cierra sus puertas. (Sigue a los soldados).
 
Escena VII
El campamento del Rey de Francia.
DUNOIS entre el ARZOBISPO y DUCHATEL.
EL ARZOBISPO. Haceos superior a vuestros resentimientos y seguid con nosotros. Volved al servicio de vuestro Rey. No abandonéis ahora la causa común cuando de nuevo apremiados por la suerte, reclamamos el apoyo de vuestro brazo.
DUNOIS. �Y por qué nos hallamos de nuevo sujetos? �Por qué el enemigo torna a levantar cabeza? Todo estaba cumplido; Francia victoriosa llegaba al fin de la guerra, cuando he aquí que desterráis a la redentora. Salvaos, pues, vosotros mismos; en cuanto a mí, no quiero volver al campamento sin ella.
DUCHATEL. Pensadlo mejor, príncipe; no nos dejaréis con semejante contestación.
DUNOIS. Basta, Duchatel. Os odio; de vos no soporto una palabra. Vos fuisteis el primero que dudó de ella.
EL ARZOBISPO. �Pero quién no fue juguete de este error, y no sintió debilitarse su fe el desdichado día en que todo se conjuró para acusarla? Perturbados, fascinados, fue tan terrible el golpe que nadie hasta ahora pudo profundizar la verdad. Después ha vuelto la reflexión. La vemos tal como era entre nosotros, y nos parece su conducta sin tacha. Fuimos sorprendidos; tememos haber fallado injustamente. El Rey está arrepentido; La Hire inconsolable; el Duque gime... en una palabra, reina en todos los corazones la más honda tristeza.
DUNOIS. �Ella, una impostora! �La misma verdad tomaría su rostro para encarnarse en la tierra! Si la inocencia, la fidelidad, la pureza, moran en alguna parte, es sin duda alguna en sus labios, en sus claros ojos.
EL ARZOBISPO. �Ojalá intervenga el cielo y aclare este misterio impenetrable a los ojos de los hombres! Más sea lo que fuere la solución de este conflicto, siempre habremos de deplorar una falta. O hemos combatido con las armas del infierno, o hemos desterrado a una santa, y ambos delitos bastan para atraer el castigo y la cólera del cielo sobre este desgraciado país.
 
Escena VIII
DICHOS. -Un CABALLERO. -Luego RAIMUNDO.
CABALLERO. Un joven pastor desea hablarte...
DUNOIS. �Pronto! Hazle entrar. Juana lo envía. (El caballero abre la puerta y sale Raimundo. Dunois se lanza a su encuentro). �Dónde está?... �dónde está la doncella?
RAIMUNDO. Dios os guarde, noble príncipe; permitidme que me alegre de hallar también aquí al venerable arzobispo, al santo varón protector de los oprimidos, padre de los desamparados.
DUNOIS. �Dónde está la doncella?
EL ARZOBISPO. Habla, hijo mío.
RAIMUNDO. Señor, no es una bruja. Lo juro por Dios y todos los santos. El pueblo está equivocado. Desterrasteis a una inocente; proscribisteis a la enviada de Dios.
DUNOIS. �Dónde está?... Habla.
RAIMUNDO. La acompañé en su fuga a través del bosque de Ardennes, y me abrió su corazón. Perezca en el tormento, y sea privado de la dicha eterna, si no es pura y sin tacha.
DUNOIS. �El sol no es más puro que ella!... �Dónde está?... Habla.
RAIMUNDO. �Oh!... Si Dios os ha convertido... daos prisa... salvadla, porque ha caído prisionera de los ingleses.
DUNOIS. �Prisionera!... �Qué es lo que dices?
EL ARZOBISPO. �Desgraciada!
RAIMUNDO. Fue sorprendida por la Reina en Ardennes, donde buscábamos refugio, y entregada a los ingleses. �Oh, vosotros a quien ella salvó, salvadla de horrible muerte!
DUNOIS. �A las armas!... � Presto!... �Suene el toque de llamada!... �suenen los tambores!... Guiad todos los pueblos al combate. �Ármate, Francia! Va en ello nuestro honor... nos han robado la corona... nuestro paladión... la sangre, la vida de todos. Ha de ser libre antes que acabe el día. (Vanse).
 
Escena IX
Una torre-atalaya. -En la parte superior una abertura.
JUANA. -LIONEL. -FALSTOLF. -ISABEL.
FALSTOLF. (Sale corriendo). Es imposible contener al pueblo por más tiempo. Piden enfurecidos que muera la doncella. En vano os empeñaréis en resistir. Matadla y arrojad su cabeza desde las almenas de esta torre. Sólo su sangre puede apaciguar al ejército.
ISABEL. (Saliendo). Arriman escalas para subir aquí. Calmad al pueblo. �Queréis aguardar a que en su ciego furor derriben la torre, y perezcamos todos en esa sarracina? Ya no podéis protegerla. Soltádsela.
LIONEL. Por mi ya pueden atacar y patalear como rabiosos. Este castillo es sólido, y antes que cederles, me sepultaré en sus ruinas. Sé mía, Juana, respóndeme y te defenderé contra el mundo entero.
ISABEL. �Y vosotros sois hombres?
LIONEL Te repudiaron los tuyos, y nada debes por tanto a tu patria. Los cobardes que aspiraban a tu mano, te abandonan, sin que ni uno solo de ellos haya osado batirse por tu gloria. Mas yo quiero sostener tu causa contra tu pueblo y contra el mío. Poco ha me permitiste creer que te era cara mi vida, y yo tiré de la espada contra ti como enemigo, pero ahora no tienes otro amigo que yo.
JUANA. �Tú?... Tú eres mi enemigo. el aborrecido de mi pueblo. Nada puede mediar entre ambos. No, no puedo amarte, más si tu corazón se siente inclinado hacia mí, haz que este afecto sea ocasión de ventura para nuestros pueblos. Retira del patrio suelo las tropas, entrega las llaves de las ciudades sometidas, suelta los prisioneros y envía rehenes en prenda del santo tratado; con estas condiciones, yo te ofrezco la paz en nombre de mi Rey.
ISABEL. Aun en cadenas, �pretendes imponerme leyes?
JUANA. Hazlo ahora que es tiempo y lo puedes todavía. Francia no ha de doblarse al yugo de Inglaterra... �No, esto no será jamás!... �jamás!... antes se convertirá este suelo en una vasta tumba que tragará vuestros ejércitos. Ya perecieron los mejores de los vuestros... pensad en aseguraros la retirada. �Se acabó vuestra gloria y poderío!
ISABEL. �Y podéis sufrir el reto de esta insensata?
 
Escena X
DICHOS. -Llega un CAPITÁN.
CAPITÁN. (Llega corriendo). Daos prisa, general, daos prisa a formar en batalla el ejército. Los franceses se acercan con banderas desplegadas. El valle entero reluce con el fulgor de las armas.
JUANA. (Con entusiasmo). �Los franceses! �A las armas, altiva Inglaterra! �Al campo! �A pelear de nuevo!
FALSTOLF. Modera tu júbilo, insensata, que no has de ver el fin de la jornada.
JUANA. Moriré, pero mi pueblo habrá vencido. Aquellos valientes ya no tienen necesidad de mi socorro.
LIONEL. Me río yo de ese montón de cobardes. Antes que combatiera por ellos esta heroica doncella, los rechazamos en veinte batallas. A todos los desprecio, excepto una sola, y a ésta la han desterrado. Vamos, Falstolf, vamos a prepararles una nueva jornada de Crécy y de Poitiers. Vos, Reina, quedaos en esa torre. Vigilad a esa niña, hasta que la suerte haya decidido. Dejo aquí cincuenta caballeros para que os protejan.
FALSTOLF. �Cómo! �Queréis marchar contra el enemigo, dejando a la espalda a esta furiosa?
JUANA. �Te amedrenta una mujer encadenada?
LIONEL. Promete, Juana, que no intentarás escaparte.
JUANA. Escaparme es mi único deseo.
ISABEL Atadla más fuerte. Respondo con mi vida de que no escapará. (Ciñen su cuerpo y brazos con gruesas cadenas).
LIONEL. (A Juana). Tú lo quieres; nos fuerzas a ello. Tu suerte se halla todavía en tus manos. Renuncia a Francia, empuña la bandera de Inglaterra y eres libre, y estos locos que piden tu muerte serán tus esclavos.
FALSTOLF. (Empujándole). Partamos, general, partamos.
JUANA. Basta de razones. Los franceses avanzan; defiéndete. (Suenan clarines. Lionel se va corriendo).
FALSTOLF. �Sabéis lo que os toca hacer, señora? Si la fortuna se declara contra nosotros, y veis huir nuestros batallones...
ISABEL. (Sacando un puñal). Tranquilizaos; no verá nuestra derrota.
FALSTOLF. (A Juana). Ya sabes lo que te aguarda. Ahora si quieres, puedes invocar la victoria de los tuyos. (Se va).
 
Escena XI
ISABEL. -JUANA. -SOLDADOS.
JUANA. Sí, lo quiero: nadie lo impedirá. �Oís?... �La marcha guerrera de mi pueblo! �Cómo resuena la bélica armonía, presagio de victoria en el fondo de mi pecho! �Mueran los ingleses! �Viva Francia! Alerta, mis valientes, alerta. La doncella se halla con vosotros. No puede como ayer enarbolar el estandarte... encadenada está, mas vuela su alma en alas del canto de la guerra, libre, más allá de la cárcel!
ISABEL. (A uno de los soldados). Súbete a la atalaya desde la cual se ve el campo, y dinos las vicisitudes de la batalla. (El soldado sube a la atalaya).
JUANA. �Valor! �valor!... �pueblo mío!... es el último. Con esta victoria sucumbirá el enemigo.
ISABEL. �Qué ves?
EL SOLDADO. Vinieron a las manos. Un hombre furioso montado en un caballo salvaje, de tigrada piel, avanza con su gente.
JUANA. Es el conde Dunois. �Valor, bravo general! la victoria va contigo.
EL SOLDADO. El duque de Borgoña ataca el puente.
ISABEL. �Traidor!... Así muera a lanzadas.
EL SOLDADO. Lord Falstolf le pone vigorosa resistencia. Se apean, combaten cuerpo a cuerpo... los del duque y los nuestros.
ISABEL. �Y no ves al delfín?... �No reconoces las insignias reales?
EL SOLDADO. Todo lo confunde el polvo que levantan... es imposible distinguir nada.
JUANA. �Ah! �si tuviera mi vista! En su lugar, no me escaparía el pormenor más insignificante. Cuento las aves al vuelo y distingo el halcón en lo más alto.
EL SOLDADO. Cerca de los fosos, �qué espantosa confusión!... Allí me parece pelean los capitanes.
ISABEL. �Ves flotar siempre nuestra bandera?
EL SOLDADO. Enhiesta todavía.
JUANA. �Ah!... �si pudiese ver, aunque fuera por las rendijas del muro! �Con la mirada dirigiría el combate!
EL SOLDADO. �Ay de nosotros! �Qué veo? Rodean a nuestro caudillo.
ISABEL. (Levantando el puñal contra Juana). Muere, �miserable!
EL SOLDADO. (Con viveza). �Salvado!... El bravo Falstolf ataca al enemigo por la retaguardia, y penetra en las apretadas filas.
ISABEL. (Bajando el puñal). Habló tu ángel bueno.
EL SOLDADO. �Victoria! �victoria! Huyen.
ISABEL. �Quién?
EL SOLDADO. Franceses y borgoñones en derrota, los fugitivos cubren la llanura.
JUANA. �Dios mío! �Dios mío!... No me abandonarás así.
EL SOLDADO. Traen hacia acá un hombre gravemente herido; muchos se lanzan a socorrerle... es un príncipe.
ISABEL. �Una de los nuestros o un francés?
EL SOLDADO. Le quitan el casco... es el conde Dunois.
JUANA. (Sacudiendo convulsivamente las cadenas). �Y no ser más que una pobre mujer encadenada!
EL SOLDADO. �Atended!... �Quién es el que lleva un manto azul celeste, recamado de oro?
JUANA. (Con calor). �Mi señor, mi Rey!
EL SOLDADO. Su caballo se espanta... tropieza... cae... se desenreda a duras penas. (Durante estas palabras, Juana da muestras de vivísima emoción). Los nuestros se le echan veloces encima... ya le alcanzan... ya le rodean...
JUANA. �Señor Dios mío!... �No queda un ángel en el cielo?
ISABEL. (Con ironía y sarcasmo). Ahora o nunca... Vaya, �soberana protectora! acude con tu auxilio.
JUANA. (Cayendo de rodillas y exaltándose por grados). Óyeme, Señor. Desde el polvo de mi miseria, te invoco suplicante, y tiendo hacia ti el alma mía. Tú puedes convertir la tela de araña en cable de buque; bien podrás también convertir estas ataduras de hierro en tela de araña. Muestra tu voluntad y caerán las cadenas, se abrirán estos muros. Tú viniste en ayuda de Sansón, cuando ciego y atado sufría las amargas burlas de los orgullosos enemigos. Fortalecido por su fe, arrancó con vigorosa mano las puertas ole su cárcel, y el edificio cayó al tremendo empuje.
EL SOLDADO. �Victoria, victoria!
ISABEL. �Qué hay?
EL SOLDADO. El Rey ha caído prisionero.
JUANA. (Poniéndose de pie). �Así también venga Dios en mi ayuda!

(Diciendo esto se arranca las cadenas con ambas manos, y arrojándose sobre el primer soldado que halla al paso, le arrebata la espada y se va corriendo. Los demás quedan inmóviles de estupor).

 
Escena XI
DICHOS, menos JUANA.
ISABEL. (Después de larga pausa). �Qué ha pasado?... �Sueño!... �Por dónde escapó? �Cómo pudo romper estas pesadas cadenas?... Aunque el mundo lo afirmase, no lo creería si no lo hubiese visto por mis propios ojos.
EL SOLDADO. (Aún desde la atalaya).�Cómo! �Tiene alas esta mujer? �Ha sido arrebatada del torbellino?
ISABEL. Di. �Está abajo?
EL SOLDADO. Se lanza en medio de la refriega, más rápida que mi vista. Ora aquí, ora allá, la veo en mil lados a la vez; parte las filas, y todo se dispersa a su presencia. Vuelven a la carga los franceses. �Ay de mí! �Qué veo! Los nuestros rinden las armas y los estandartes.
ISABEL. �Pretenderá arrebatarnos una victoria cierta?
EL SOLDADO. �Vuela hacia el Rey! �Ved!... acaba de llegar a él y le saca del combate. Cae prisionero lord Falstolf.
ISABEL. �Basta, basta! Bajad.
EL SOLDADO. Huid, �oh, Reina!... �Vais a ser sorprendida! El pueblo armado pone cerco a la torre. (Baja).
ISABEL. (Tirando de la espada). �Defendeos pues, cobardes!
 

Escena XIII

DICHOS. -Sale LA HIRE, seguido de algunos soldados. -Los de la Reina rinden las armas.
LA HIRE. (Dirigiéndose a la Reina con respeto). Someteos, señora, a la Omnipotencia. Vuestros caballeros se han rendido y toda resistencia sería vana. Dignaos agradecer mis servicios. Ordenad. �Dónde queréis que os acompañe?
ISABEL. Cualquier sitio me parece bueno, con tal que no halle en él al delfín. (Entrega a La Hire la espada, y le sigue con los suyos).
 
Escena XIV
El campo de batalla. Algunos soldados con estandartes ocupan el fondo.
CARLOS y el DUQUE DE BORGOÑA, llevando en brazos a JUANA, mortalmente
herida y sin sentido. Van a colocarse lentamente en primer término.-Inés acude con paso acelerado.
INÉS. (Echándose en brazos del Rey) �Sois libre! sano y salvo! os poseo todavía.
CARLOS. Libre, pero a este precio. (Señalando a Juana).
INÉS. �Juana!... �Oh, Dios mío!... espirando...
FELIPE. Todo acabó. Estáis viendo morir a un ángel. Mirad cómo reposa serena y sin dolor, como un niño dormido. La paz se refleja en su semblante; ni un solo suspiro exhala su pecho. Pero su mano no está fría aún; queda un signo de vida...
CARLOS. No: se acabó. No ha de despertar ya, ni ha de abrir los ojos a este mundo. Se cierne en el cielo, como espíritu de luz... Ya no ve nuestro dolor, ni nuestro arrepentimiento.
INÉS. Abre los ojos... �vive!
FELIPE. (Sorprendido). �Resucita? �Triunfa de la muerte?... Se incorpora, se sostiene.
JUANA. (Mirando en torno). �Dónde estoy?
FELIPE. Entre los tuyos, Juana, en medio de tu pueblo.
CARLOS. En brazos de tu amigo, de tu Rey.
JUANA. No, yo no soy una maga, no, lo juro.
CARLOS. Tú eres un ángel, una santa; estábamos ciegos.
JUANA. (Mira en torno suyo sonriendo). �Me hallo realmente entre los míos? �No estoy proscrita? �No me despreciáis? �Ya no me maldecís más y me miráis con bondad? Sí, ahora lo reconozco todo. Aquí está mi Rey; estas son las banderas de Francia, pero... no veo la mía. �Dónde está? No puedo seguir sin ella. Me fue confiada por mi señor, y debo deponerla en sus manos; debo enseñársela, porque la he llevado fielmente.
CARLOS. (Volviendo el rostro). Dadle su bandera.

(Se la presentan; ella se mantiene en pie, con la bandera en la mano. El cielo brilla con vivísimo resplandor).

JUANA. �Veis allá arriba el arco-iris? El cielo abre sus puertas de oro. Ella está allí resplandeciente en medio de sus coros de ángeles, con el eterno hijo en la falda, y extendiendo sonriente hacia mí sus brazos. �Qué siento, Dios mío?... Ligeras nubes me levantan y se convierte en alas mi grave armadura... Se hunde la tierra a mis plantas... �En lo alto!... en lo alto!... �Breve es el dolor; eterna la dicha!

(La bandera se desliza de sus manos. Juana cae muerta. Los presentes la rodean con muda emoción. A una seña del Rey, cubren cuidadosamente su cuerpo con los estandartes).













Arriba