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La estética teatral de la segunda serie de los «Episodios nacionales»

Ermitas Penas





Los elementos propios de la estética dramática en la segunda serie de los Episodios nacionales plantean el sugestivo tema de intertextualidad entre dos géneros diferentes, tales el teatro y la novela. Abordar este tipo de intertextualidad es uno de los objetivos que nos hemos propuesto en el GREGAL -Grupo de Estudios Galdosianos- con respecto a la obra literaria de Benito Pérez Galdós1.

De todos es sabido que el teatro y la novela presentan grandes diferencias debidas a su propia naturaleza como géneros dispares. Ciertamente, la representación -la performance- impone unos condicionamientos a la forma y a la amplitud de la fábula de un texto dramático, pero también influye en su discurso -acción dialogada, espacio y tiempo-. Son limitaciones de las que se libra el texto narrativo cuyo proceso de comunicación finaliza en la lectura (Bobes, 1987).

Entre ambos géneros literarios o modos de imitación se evidencia un rasgo pertinente que los opone: la importancia de la focalización en la estructura narrativa frente a su inexistencia, en principio, en el teatro. Es decir, la presencia inevitable del punto de vista y la voz del narrador -aparte los de los personajes- en la segunda serie de los Episodios nacionales, al contrario de la intervención directa de estos, sin mediación alguna, en el teatro.

En las narraciones galdosianas, que abarcan el periodo cronológico que va de 1813 a 1834, algo después de la muerte de Fernando VII, la focalización de omnisciencia autorial, con una marcadísima presencia del autor implícito, condiciona las diez novelas (Penas, 2011). El narrador no solo cuenta la historia, haciéndola avanzar, sino que describe el aspecto externo de los personajes, tanto de los reales como de los ficticios, y analiza su intimidad. También, los diferentes espacios y ambientes en los que se ubica la acción. Por otro lado, metanarrativamente, y en connivencia con el lector, le aclara la naturaleza y objetivos del texto, lo guía en la complejidad de los sucesos, y suele compartir con él un código irónico. Pero, además, el autor implícito, realizando una función hermenéutica, interpreta el momento histórico en que se sitúan las diez entregas de esta segunda serie, de tal manera que trasmitirá al lector una determinada ideología -la de don Benito, obviamente-, relacionada también con su propio presente.

Frente a todo ello, en el teatro, los personajes actúan libremente en escena sin que exista ninguna interposición de otras instancias textuales. Su exclusivo discurso, sin que sea mediatizado por otra voz, provoca el desarrollo de la acción y el progreso de la historia. De otra parte, mientras ese discurso dramático está constituido por diálogos y monólogos, como forma obligada, los episodios de la segunda serie presentan tramos de texto narrado, descriptivo y digresivo que alternan con la voz de los entes de ficción.

Pues bien, aun tratándose de géneros literarios tan dispares, la estética dramática se contagia a los relatos galdosianos, situados en los ominosos años fernandinos. Esta contaminación no es algo nuevo en el género de la novela histórica española. Ya ocurría con las narraciones románticas de los años treinta y cuarenta del siglo XIX (Penas, 1993), en las que las influencias del drama histórico forman parte del modelo de romance histórico verosímil a que se acogen. Y lo mismo, amén de los parámetros de la comedia, sucede en las diez novelas de la segunda serie, aunque don Benito suscriba otro modelo narrativo, diferente al romántico: el de la novela histórica realista (Penas, 2011).

Pero antes de entrar de lleno en el objeto de mi trabajo, me interesa detenerme, aunque sea brevemente, en algunos aspectos insoslayables a la hora de abordar esta cuestión en el escritor canario. Están relacionados, a mi entender, con la llamativa desenvoltura con que maneja ese discurso dramático en la segunda serie de los Episodios nacionales.

Conocidas son las conexiones que el joven Galdós tuvo con el género teatral antes de que empezase a escribir su magna obra histórica. Tienen que ver con la lectura (Blanquat, 1968 y 1970-1971)2, la asistencia a las representaciones en Madrid, la escritura de ciertos artículos de crítica literaria y, sobre todo, con su propia experiencia como autor dramático. De esta cuádruple actividad se hacen eco tanto sus biógrafos (Berkowitz, 1948; Casalduero, 1970; Pérez Vidal, 1987; Armas Ayala, 1989; Ortiz-Armengol, 1996) como él mismo en sus Memorias de un desmemoriado (La Esfera, 1915-1916).

Aquí daba noticia de que su «vocación literaria se iniciaba», recién llegado a la Capital -septiembre de 1862-, «con el prurito dramático» (2004: 26), invirtiendo «parte de las noches en emborronar dramas y comedias» (26). Una vocación que para el ya anciano don Benito había surgido de forma natural, pues -escribe- todo «muchacho despabilado, nacido en nuestro territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera» (26).

Una gran facilidad mostraba, además, el vago estudiante de Derecho en poner en práctica su nueva vocación ya que «enjaretaba dramas y comedias con vertiginosa rapidez, y lo mismo los hacía en verso que en prosa» (26). El incipiente escritor, sorprendido por el ambiente prerrevolucionario anterior a 1868, se había propuesto, incluso, ambiciosos objetivos. Nada menos que transformar la escena del momento: «creía yo -recuerda don Benito- que mis ensayos dramáticos traerían otra revolución más honda en la esfera literaria» (26).

Esta primera inclinación hacia el teatro se alimentaba de la lectura de textos dramáticos y la asistencia a los coliseos en los que se estrenaban nuevas obras y se reponían otras. Galdós recoge en sus memorias dos testimonios que dan fe de todo ello. Trae a su presente el calificado por él de «espectáculo tristísimo, el más trágico y siniestro» (26). Se trata de su visión de los sargentos de artillería del cuartel de San Gil que en la noche del 10 de abril de 1865 iban Alcalá arriba camino de las tapias de la vieja plaza de toros donde serían fusilados. Muy impresionado -evoca-, se refugió tratando de remediar la pena en sus «amados libros» y en «los dramas imaginarios, que nos embelesan más que los reales» (26), los cuales tenía en la casa de huéspedes de la calle del Olivo, donde se alojaba.

Recuerda, además, Galdós, tras afirmar que «frecuentaba los teatros, principalmente los estrenos» (27), el de Venganza catalana -4 de febrero de 1864-, de García Gutiérrez que lo deja «maravillado» y con deseos de quemar sus manuscritos, lo que no llegó a hacer. Pero sí -escribe el autor canario- esa representación le impulsó a «imaginar otras cosas conforme al patrón del grandioso drama que había visto representar a Matilde Díez y Manuel Catalina» (27).

Venganza catalana, a pesar de que a Ortiz-Armengol le sea «difícil comprender la admiración del joven espectador» (1996: 150), conectaba bien con el ambiente enardecido, de ahí su enorme éxito refrendado con una larga permanencia en cartel, y por el propio Galdós, pues no faltaban motivos patrióticos y de efectista exaltación nacional cuando las tropas almogávares catalanas vengan el asesinato por los griegos de su jefe Roger de Flor, matando al culpable, el emperador Paleólogo en 1304.

Los artículos de La Nación, semanario progresista fundado por Pascual Madoz, publicados en 1865, 1866 y 1868 (Shoemaker, 1972), es decir en fechas anteriores a la salida de su primera novela La Fontana de Oro (1870), El audaz (1871), Trafalgar (1873) y, por supuesto, a 1875 en que ve la luz El equipaje del rey José, obra inaugural de la segunda serie de los Episodios nacionales, ponen de manifiesto que aquel joven, tímido e inquieto, no era lego en materia del arte de Talía3. Sus diferentes reseñas en esos «años de aprendizaje» (Pérez Vidal, 1987), dedicadas a las obras, pertenecientes a diferentes géneros o subgéneros dramáticos, que se llevaban a escena en el Madrid de aquella época, descubren no solo a un buen conocedor de su objeto de interés, sino que sus juicios son enormemente atinados.

No solo eso, de esos primerizos artículos puede inducirse una sucinta teoría estética dramática en relación con determinadas posiciones conceptuales caracterizadoras, sobre todo, de la comedia áurea, el drama histórico romántico y posromántico, el drama contemporáneo y la llamada por Galdós «comedia de sociedad» (Shoemaker, 1972: 291)4, asimilable a la alta comedia.

Galdós lamenta en la variopinta cartelera teatral madrileña de los años 60, al igual que lo hiciera Larra en la de los 30, el abuso de traducciones que, sin embargo, el espectador -dice- «saborea con todo placer» (85). Denuncia, además, a primeros de 1868, la abundancia de obras de escaso interés: «en los carteles abigarrados del teatro vemos nuestra escena invadida por ridículas bufonadas o pálidas imitaciones del arte francés» (380). O: «los carteles de los teatros, que anuncian hoy pálidos engendros, debidos a la tosca pluma de medianos poetas y peores arregladores son un padrón de ingratitud y de barbarie, que da mala idea de nuestro patriotismo y de nuestra cultura» (383).

Es curioso observar la «rápida apología de Calderón» (283) que Galdós hace el 17 de enero de 1868 con motivo de festejar el aniversario de su nacimiento. En ella, siguiendo la vieja filiación romántica, establece que el autor de La vida es sueño «es el verdadero padre del drama que conocemos» (383). Es más, «el arte moderno, el arte romántico francés, se inspiran directamente en el procedimiento escénico de Calderón» (383).

Se apoya para hacer estas aseveraciones en sus comedias de enredo, tales La dama duende, Casa con dos puertas... y No siempre lo peor es lo cierto, pues en ellas se muestra «el conocimiento escénico y los infinitos recursos que en el manejo de la acción poseía el poeta español» (383). Utilizándolos conseguía -escribe don Benito- «modelos acabados de este género que podemos llamar 'teatral'» (383). Es decir, del que conseguía atrapar al espectador por las peripecias y golpes de teatro de la trama.

Por lo que respecta a los dramas calderonianos, destaca Galdós la perfecta fusión entre intuición y observación, entre lo subjetivo y lo objetivo:

de tal modo se completan en sus obras el análisis interno y la pintura exterior, el sujeto y el mundo, la naturaleza y el alma, que siempre vemos en sus obras la expresión de pasiones y afectos graciosamente hermanadas con bellísimas percepciones y varios accidentes pintorescos.


(381)                


El crítico alaba del autor áureo el «profundo conocimiento del corazón humano» (384), la penetración en su naturaleza, la fantasía, «tan rica y llena de color en la pintura del mundo exterior» y su «admirable fuerza descriptiva» (381). Todas estas bondades -añade Galdós- «no excluían la especulación acertada, la pintura objetiva, la fantasía de lo moral y de lo interno, cualidad primera de este hombre extraordinario» (381).

Para don Benito, Calderón se iguala a Shakespeare en la «pintura de los caracteres» (383), pero lo supera en la «preparación y desarrollo de la fábula» (383). El escritor español posee, en fin, la «poderosa cualidad de mover los personajes y tejer la acción» (383).

Al referirse el 6 de octubre de 1865 a El desdén con el desdén, de Moreto, que se representaba en el Teatro del Circo, el joven Galdós enjuicia favorablemente esta comedia del «teatro antiguo» (160). Observa en ella, con óptica clasicista, las características propias del género:

acción sencilla, desarrollada sin embrollo, sin abundancia de personajes, enredadores, ni la atención del espectador se pierde en un dédalo de entradas y salidas, ni se oyen esas interminables relaciones en que se nos cuentan lo que ha pasado allá entre bastidores.


(162)                


Aspectos horacianos que, sin embargo, contravenían otras producciones del Siglo de Oro. A ello hay que añadir otros elementos de la estética de la comedia: el diálogo «natural, chispeante, lleno de gracia, soltura y espontaneidad» (162), y el contenido en torno al tema de la hipocresía, «el peor de los vicios» (161).

El veinteañero crítico considera que de entre todos los géneros que concurren a los teatros de la Capital -Príncipe, Circo, Variedades o Novedades-, la comedia es el «favorito del público» (310). Dedicará varios párrafos a la escrita por Bretón de los Herreros, en la estela neomoratiniana, El abogado de los pobres, estrenada el 26 de enero de 1866, de la que alaba el humor delicado, la cultura y el ingenio habituales del autor. También merece la atención de Galdós Justicia... y no por mi casa, de Francisco de Retes, protagonizada por comerciantes, «composición de buenas formas, que reúne a un plan sencillo y bien trazado un estilo correcto y muy apropiado al carácter y costumbres de los personajes» (337).

Confiriéndole una importancia fundamental a la familia como base de la sociedad, cree don Benito -29-IV-1866- que si funciona la primera esto repercute positivamente en la segunda. También, piensa que «más de una vez encontramos el origen de una decadencia social en la desmoralización del hogar doméstico, ya por el envilecimiento de la esposa, ya por los excesivos atributos del padre» (335). Por ello, haciéndose eco de esta conexión familia-sociedad, afirma: «la mitad de las comedias que el teatro moderno nos presenta, encierran en su plan este importante fin» (335). Es el caso de La familia de Tomás Rodríguez Rubí, de la que señala defectos en el desarrollo de la acción.

Y al referirse a las producciones de la alta comedia o «comedia de sociedad» como él la llama, sigue rigiéndose por parámetros propios del género, ya mencionados, amén del didactismo y moralismo dieciochesco, que todavía se heredaba. Así, Dulces cadenas (1866) de Luis de San Juan, Un hombre público (1866) de Enrique Zumel y La mujer de Ulises de Eusebio Blasco.

Don Benito en 1866, califica de «obra maestra» (290) la aplaudida El hombre de mundo (1845), de Ventura de la Vega, por su plan sólido, lección moral sensata, estilo castizo y brillante, diálogo animado y versificación fácil y correcta. Y dos años después -9-II-1868- en la VI «Galería de figuras de cera», dedicada a Adelardo López de Ayala, atiende a El hombre de Estado (1851), el drama histórico protagonizado por Rodrigo Calderón, privado del duque de Lerma y, sobre todo, a El tejado de vidrio (1856) y El tanto por ciento (1861)5.

Considera Galdós que los defectos de factura (414) del drama los corrigió el autor en El tejado de vidrio, que obtuvo gran éxito como sátira de costumbres. Y más todavía El tanto por ciento, que ponía sobre el tapete uno de los temas obsesivos de la comedia, antes señalados, los problemas familiares junto a otro, muy oportuno según el escritor canario, el dinero. La elección de este asunto conectó con el público que apreció en la obra dos de las líneas maestras del género de la comedia, el defecto y su forma de corrección: la sociedad madrileña -escribe don Benito- «vio retratado en ella uno de los vicios más notados, y aplaudió guiada por dos sentimientos: ya admirando la perfección del retrato; ya agradeciendo la lección, destinada a su mismo beneficio y aprovechamiento» (414).

Así, pues, el joven crítico, que disfruta del teatro en la capital madrileña, lo juzga, como se ha visto, conforme a sus propios gustos, pero nunca bajo la mirada de un ignorante plumífero o gacetillero. Aplaude El tanto por ciento -«indudablemente la obra más trascendental de nuestro teatro moderno» (415)- por las «facultades poco comunes» (415) de López de Ayala, que ha escrito una comedia «tan útil en su fondo, tan ingeniosa en su desarrollo y tan correcta en sus formas» (415).

Galdós atiende también, en estos artículos de La Nación a los que nos venimos refiriendo, al drama histórico que todavía pervivía en la época tanto en reposiciones románticas y posrománticas como en estrenos. Así: Los amantes de Teruel (1837), juzgado como el «drama más bello y acabado del teatro moderno español» (389); Doña María de Molina (1837) del marqués de Molins; Don Fernando de Antequera (1847) de Ventura de la Vega; Las querellas del Rey Sabio (1858) de Luis Eguílaz; La campana de la Almudaina (1863) de Juan Palau; Venganza catalana (1864) y Juan Lorenzo (1865), ambos de García Gutiérrez; y Herir en la sombra (1966) de Hurtado y Núñez de Arce, en la que observa defectos en el desarrollo de la acción y el trazado de algunos caracteres.

Aunque don Benito afirma que la producción de dramas es escasa y «pequeñísimo el número de los que llevan el sello de las obras inmortales» (310), alaba los textos románticos por creerlos un renacimiento del teatro español. El genio de los autores -dice- exploraba «sus propios elementos, y buscaba en nuestras tradiciones, en nuestras costumbres, en nuestro carácter, gérmenes fecundos para crear, y crear vida» (486), una vez que los «conatos clásicos [...] concluyeron por estériles e infructuosos» (486).

Antes, el 25 de marzo de 1866, Galdós había escrito algo que nos interesa tanto como opinión personal como por su posible enlace con su propia creación:

Nuestros dramas históricos son pocos y la juventud que aspira a conquistar laureles en el teatro descuida bastante el género, no sabemos si impulsada por una necesidad de la época o por un culpable deseo de halagar demasiado al público, que peca en estos tiempos por excesivamente ligero.


(310)                


El joven crítico había querido, aparte sus preferencias, aumentar la nómina de autores de dramas históricos en una línea posromántica con el suyo en un acto, Quien mal hace, bien no espere, fechado, como consta en su final, en «Mayo 25 de 1861» (Domenech, 1974: 292) y La expulsión de los moriscos, ofrecido a Manuel Catalina, director de El Español, escrito hacia 1865 (Domenech, 1974: 258 y ss.; Menéndez Onrubia, 1983: 50-52). Pero, además, Galdós parece conocer muy bien los ingredientes necesarios de este género cuando se atreve a enunciarlos: «para la concepción acertada del drama histórico debe ir unido al genio y a la inventiva el juicioso examen y la observación profunda de épocas y costumbres» (310). Y esto último lo cree «elemento de poesía» (310). Requisitos todo ellos que precisa más el 25 de marzo de 1866 al declarar que el género puede gozar de éxito -«no es mal recibido» (310)- «si ofrece situaciones de violento efecto y abunda en accidentes de más color que verdad, de más interés que intención» (310).

Sin embargo, dos años más tarde, el 5 de abril de 1868, no tiene inconveniente alguno en pontificar que ese «vasto ciclo de obras admirables [...] parece haberse cerrado ya» (486). Y matiza más: «Sí: el drama histórico se cerró [...] en La venganza catalana» (486), aquella obra que le había maravillado en su estreno del 64 y del que ahora opina: sus «defectos [...] son defectos de juventud» (486).

Galdós, no obstante sus afirmaciones, no considera que el drama histórico haya acabado para siempre y aventura que «tal vez tome otra forma» (486) por la filosofía de la historia que puede darle un giro diferente, por el modo de exponer, «porque sus conclusiones y su criterio sean distintos, quizás más racionales» (486).

Al enjuiciar el Juan Lorenzo de García Gutiérrez se pregunta si el escepticismo que halla en la obra, «será el elemento poético del drama del porvenir» (486). Don Benito no acaba de ver claro su verdadera significación. Opina que a lo mejor hay demasiada historia, o más poesía de la que el género tendrá en el futuro, o la intencionalidad de dar una lección política. En todo caso, una conciliación de nuevos aspectos más ideológicos y trascendentes, que varían los enunciados el 25 de marzo de 1866: el predominio del color sobre la verdad y del interés sobre la intención.

Galdós reconoce el 4 de marzo de 1866, a raíz del estreno en El Príncipe de La muerte de César, de Ventura de la Vega que «la tragedia clásica no es el género de nuestra época» (291). Es más, declara sin ambages: «el género está muerto» (291).

Por eso la obra, que considera fría, sin vida, falta de recursos que cautiven al público, tuvo poco éxito. No consiguió conectar con aquel porque «los sentimientos que expresa no interesan al auditorio, ni este se identifica con aquellos caracteres, ni aquellas pasiones» (291). Exculpa al autor, pero no al género de la tragedia, que «sujeto a formas tan rigurosas, -dice Galdós- es un anacronismo en nuestros días» (291). Su inoportunidad, la justifica basándose en un concepto sociológico del arte al conectar la obra literaria con la comunidad que la recibe y debe verse reflejada en ella: «cada época tiene su género literario que le es peculiar, y este género expresa sus costumbres, las diversas manifestaciones de sus pasiones» (291). Por eso, cree el escritor canario, que por muy hermosas que sean Mirra de Alfieri, Fedra e Hifigenia de Racine o Raquel de García de la Huerta, «nos causarían hastío si se nos apareciesen nuevamente en nuestros teatros» (291).

Y, aunque La muerte de César tenga «grandes bellezas», estas «no pueden ser apreciadas por el público que, educado su gusto en la escuela dramática, no logra identificarse con los personajes de aquel magnífico arcaísmo» (291).

Pero el joven Galdós defiende otro género teatral, no obstante el éxito de la comedia: el híbrido del drama contemporáneo, en ocasiones llamado melodrama, como atestiguan estas palabras de 1866: el presente ha «fundido [la tragedia] en la comedia para crear el drama, que, en su mezcla de elevado y vulgar, de pasión y travesura, es trasunto fiel del carácter de nuestra época» (291). Tal vez esto es lo que había querido llevar a sus obras El hombre fuerte y Un joven de provecho. En la primera, drama en tres actos y en verso, escrito en 1863-1864 (Menéndez Onrubia, 1983: 53), aparece el tema del adulterio, cometido aquí por Clotilde, joven esposa del protagonista Julián, y León, hijo de este. En la segunda, en prosa y situada como la anterior en el presente y no en el pasado histórico, se vislumbra al igual que en El hombre fuerte una línea más realista y menos romántica o posromántica6. Alejandro, el héroe, debe casarse con la viuda aristócrata que ha deshonrado, pero sin alcanzar una brillante posición social y económica, recibiendo el castigo aleccionador y moralista propio de la alta comedia, subgénero en el que se inscribe.

Por tanto, teniendo en cuenta las lecturas galdosianas, su calidad de espectador en los coliseos madrileños, su crítica teatral y su creación dramática, que hemos venido comentando, puede comprobarse que, desde la década de los 60, existen suficientes motivos para justificar la idea de que Galdós estaba preparado para poder echar mano de determinados recursos teatrales en diferentes pasajes de la segunda serie de los Episodios.

Con el ánimo de evitar en lo posible una premiosa ejemplificación de la estética dramática en aquella, dada la exhaustividad con que podría abordarse, me limitaré a lo más representativo. Me voy a referir, obviamente, a cuestiones que tienen que ver con el «teatro en la novela» como rezaba el título del conocido libro de Roberto Sánchez (1974), aunque él las fundamentara en aspectos de contenido, más que discursivos, y excluyendo la saga histórica.

Con frecuencia, en unos episodios más que en otros, la acción se organiza en escenas dialogadas sucesivas, con entradas y salidas de los personajes en ámbitos cerrados o abiertos, de evidente cuño dramático. Este lo señalaba Manuel Alvar al considerar aquellas primeras producciones de Galdós como «subyacente [...] veta [...] porque gran parte de sus novelas son -fundamentalmente- diálogo [...] lo que domina es la conversación [...] Este es un resabio teatral de don Benito» (1971: 54).

Por otra parte, algunas de esas escenas -en muchas ocasiones las que rematan capítulo-, semejan el cierre de un acto, de una caída de telón, o del final de un drama o comedia, coincidiendo a veces con el desenlace del episodio.

Pero no solo eso, aparece en las diez novelas el recurso dramático de las acotaciones, consagrado por la tradición teatral. Con gran abundancia el narrador describe el espacio escénico, la exterioridad de los personajes -vestimenta, peinado, objetos que porta...-, sus movimientos y gestos, en un paralelismo muy próximo a los datos sobre kinésica y proxémica que proporcionan las didascalias (Kowzan, 1992).

Además, Galdós es capaz de construir situaciones enormemente teatrales. Para ello utiliza un discurso que muestra más que cuenta -el showing frente al telling- proporcionando una gran plasticidad al texto de modo que el lector llega a visualizarlo como en un escenario.

Incluso, la combinación de escenas propias del drama con otras propias de la comedia colabora en la consecución de una notable riqueza de tonalidades -de lo humorístico o cómico a lo trágico pasando por diversos matices irónicos, satíricos, tristes o dramáticos-, que los diferentes investigadores -Hinterhäuser (1963), Dendle (1992), Arencibia (1998)- han destacado en la segunda serie.

En el capítulo IX de El equipaje del rey José, Salvador Monsalud, protagonista de aquella, llega de noche a la casa de su novia Genara con ansias de verla. Está desasosegado porque en Madrid le han dicho que Carlos Navarro la pretende. Después de cerciorarse de que en las callejas contiguas no había nadie, arroja una piedrecilla a la única ventana que daba a la huerta y articula unos silbidos parecidos al canto de un pájaro. Se oyen luego pasos y se acerca a la empalizada de tablas carcomidas y agujereadas que tapaba la entrada de la huerta. En este escenario comienza un diálogo amoroso entre ambos personajes. A petición de Salvador, la joven mete los dedos, que él besa, por una rendija, y llora porque le han traído la noticia de que se ha pasado a los franceses. Esto afecta el ánimo de Monsalud como indica la acotación: se «quedó yerto y frío y sin habla» (Penas, 2011: 57)7, lo cual resulta muy verosímil ya que así era, y además delataba su uniforme, que Genara, por la oscuridad y el obstáculo de la empalizada no podía ver. Salvador, que se cree perdido, lo niega, lo que da pie a la joven para mostrar su odio a los invasores y proclamarse fiel defensora de la patria.

Varias respuestas falsas da Monsalud cuando su novia, al tocarle con sus dedos, a través de la empalizada, y detectar un botón metálico, le pregunta si lleva uniforme. También al oír el ruido del sable que se le cae. Dice que lleva un chaquetón y que el arma se la dieron unos guerrilleros. Esto que enardece a la joven, creyendo que ha luchado con ellos, la impulsa a sacudir, entre sollozos, la empalizada, para, moviéndola, poder verlo, al tiempo que Salvador, «con terror» (61) le advierte que puede romperla. Decide, entonces, la muchacha entrar en la casa por la llave aprovechando que su abuelo duerme.

Ya en el capítulo X, Monsalud, lleno de «rubor y angustia» (62), la disuade y orienta la conversación hacia el nuevo pretendiente. Genara no solo lo ratifica, sino que actúa como redomada coqueta -«Ni me gusta, ni me disgusta» (63), dice- ponderando su valor, aspecto físico y galanterías con ella, lo que incrementa los celos de su novio que, enojado, golpea con fuerza la débil empalizada consiguiendo que vacile.

La llegada de otro personaje, de la que Salvador no se da cuenta, origina una nueva escena. Se miran sin hablarse y, cuando, al preguntar al protagonista qué hace allí, este reconoce a Carlos Navarro, quien enseguida, sin perder la calma, le recrimina su servicio a los franceses. Se enzarzan, entonces, en un violento diálogo, lleno de insultos, que lleva a Monsalud a desenvainar el sable. Navarro, que no tiene armas, solo saca una linterna con la que ilumina el espacio escénico. En ese momento la empalizada cede por los impulsos de Genara que, tras ella, había oído la conversación que desenmascaraba a su novio.

El narrador da datos, como en las didascalias, del aspecto, gestos y movimientos de la muchacha: pálida como la muerte, se interpone entre los dos contrincantes cuando Monsalud iba ya contra su enemigo, ve el uniforme francés de Salvador, a la luz de la linterna, da un grito agudísimo y hace las presentaciones. Llama traidor a su novio, quien le dice que se vaya y lo deje solo con Carlos. Obedece, entra corriendo en el jardín y, desde la empalizada, «con voz clara, argentina, sonora, penetrante y exaltada» (66), grita: «¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!» (66).

Es el final del capítulo X, que evoca el cierre de un acto constituido por unas escenas dramáticas, en un espacio exterior y nocturno, en las que concurren los personajes del triángulo amoroso, antagonistas sentimentales pero también políticos.

De muy diferente orientación teatral son las páginas que Galdós dedica en Memorias de un cortesano de 1815 a la tertulia de Fernando VII en los capítulos XX al XXIV. Son cuatro secuencias confeccionadas como otras tantas escenas de comedia, con marcados tintes irónicos y aun satíricos, a partir de las entradas y salidas de los entes de ficción.

Juan Bragas describe el espacio -el attrezzo- y la disposición de aquellos en la cámara real:

deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo en cuyas paredes los más hermosos productos del arte [...] recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas [...] Casi en el centro de uno de los testeros [...] Los borrachos de Velázquez [...] En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible, estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Era Felipe II, pintado por Pantoja.


(313)                


El rey Fernando, fumando, estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida, a sus espaldas Collado y no lejos Artieda. Penetran en la sala Bragas y el duque de Alagón. El diálogo versa sobre determinadas prebendas y concesiones reales que ponen en evidencia el sistema despótico imperante. El monarca habla con Bragas mientras el duque, en otro lado de la estancia, lo hace con los otros dos personajes. Luego llama a Collado, más tarde a Artieda y, finalmente, niega dos peticiones que tienen que ver con el argumento del episodio. A continuación la didascalia da cuenta del suspenso del diálogo y el movimiento de los presentes: hay una pausa y se retiran Collado y Artieda. Un instante después entra en la sala Antonio Ugarte lo que propicia una nueva y breve escena ya en el capítulo XXI.

La charla versa sobre nombramientos de ministros al tiempo que se critica a otros, Fernando VII hace bromas, una de ellas provoca las risotadas de los presentes. Un lacayo anuncia, entonces, la visita de Pedro Ceballos y Juan Pérez Villamil, de quienes se había hablado.

La escena reúne ahora, en el capítulo XXII, a siete personajes que en corrillo junto a la chimenea rodean al rey, quien se toma a guasa las habladurías sobre el cese de ministros, que atribuye a la masonería, aunque son ellos mismos quienes le interrogan sobre el particular. Concede más favores, y luego Ceballos y Villamil se despiden. Ya en el capítulo XXIII, sin ellos, se tratan cuestiones de Estado con una frivolidad e ignorancia sorprendentes, haciendo caso Fernando a unos y otros, sin privilegiar a ninguno, hasta que se levanta la sesión.

Consigue don Benito, siguiendo estos parámetros de comedia y no de tragedia, aunque esta era la situación real, proporcionar al lector una visión demoledora de la inoperancia e insolvencia del Deseado y de su insustancial camarilla.

Galdós dedica el capítulo XIII de El Grande Oriente a un encuentro clandestino entre Salvador y su amante Andrea, bella criolla, sobrina de Campos. A mi entender, es una de las ocasiones en que el escritor canario consigue construir con más maestría una escena en la que aplica muy sabiamente los recursos del teatro.

En connivencia con su criada, Andrea abre las puertas de su habitación a Monsalud y, «asomando la linda cara y la mano tras la cortina de la sala» (675) donde él esperaba, le dice que estarán solos hasta que regrese su tía. El narrador da cuenta de los movimientos de la pareja: el joven se sienta en un canapé mientras que la criolla se retoca el peinado en un espejo, por el que lo contempla. El diálogo versa sobre la negativa de Salvador al nuevo destino en ultramar que Campos le había ofrecido. Sospecha que su amante tiene que ver con la propuesta y, para probarla, le dice una mentira: su tío le ha contado que pensaba casarla. Andrea, con disimulo, ríe y da aire con un abanico al joven, quien se lo arrebata violentamente, lanzándolo al aire. La acotación indica el destino del objeto que debe formar parte de la puesta en escena: el abanico «atravesó el recinto de un extremo a otro, abriéndose como un pájaro que extiende las alas» (677). Andrea corre tras él, se arrodilla para cogerlo del suelo, lo cierra y empuñándolo como si fuese un puñal amenaza a su amante: «Te voy a matar» (677).

El juego continúa: Monsalud contempla a la bella mujer y, súbitamente, esta corre hacia él con los brazos abiertos, le abraza el cuello y le repite varias veces: «Ya me casé, ya me casé» (677). Salvador le obliga a sentarse a su lado y, cariñosamente, le advierte de que se le está preparando una desgracia, lo cual concuerda con su habitual falta de suerte. Y, enlazando con su brazo el cuerpo de ella, le transmite su pesar porque su romance de dos años acabe. La criolla no se defiende, ni protesta ante esto por lo que su amante, inquieto por los celos, le dice que le oculta algo. A lo que le responde, manteniendo la diversión, que su amor continúa, al tiempo que cierra los ojos, apoya la cabeza en su hombro y deshace el nudo de su corbata.

Monsalud le propone, entonces, matrimonio o que huyan, si el tío lo impidiese. Andrea no lo acepta, le llama loco y, levantándose, se pone pálida. Aclara que Campos es ambiciosa y quiere para ella «la mano de reyes y emperadores» (679). Con repentina cólera, el joven amenaza con irse, y vuelve a insistir en sus sospechas sobre la ocultación de algo por parte de ella, pues la encuentra cambiada. Luego, la estrecha fuertemente entre sus brazos. Cae, en ese momento, de las ropas de Andrea una llave que brilla sobre la alfombra. Él se la pide para abrir la caja de los secretos, donde están sus cartas y su retrato. La criolla vacila, acepta y la saca de la cómoda. La lleva en la mano izquierda y en la derecha un precioso puñal que había allí.

La joven utiliza el arma para distender la situación y bromea diciendo que está destinada a su esposo para que la mate el día en que le sea infiel. Besa el retrato de su amante, que al contario del de carne y hueso, no duda de ella, abre el paquete de cartas, algunas de las cuales caen al suelo y, para recogerlas, se sienta en una piel de tigre que cubría parte de la alfombra. Simultáneamente, la escena se ilumina todavía más por un rayo de sol que entrando por la ventana enfoca la piel y a la hermosa muchacha.

Mientras esta coloca las cartas sobre su pecho, Salvador, sentado en el canapé, extrae de la cajita un pequeño estuche con una sortija con un gran diamante que alarga a la joven, y un magnífico collar de perlas. Interrogada sobre su procedencia, esta dice que los ha comprado y que le han costado mucho. Entre tanto, las cartas vuelven a desparramarse sobre la piel de tigre y la criolla, que permanece sentada en ella, habla con -dice el narrador- «cháchara festiva para borrar de su rostro todo rasgo» (682) que confirmase las sospechas de su amante. Al tiempo, corre a la cómoda y saca de ella dos elegantes prendas de vestir: una preciosísima citoyenne y un chal muy rico, de los que se apresura a decir que nadie se los ha regalado. Se pone la primera, la tira, después el segundo y con él, colocando la rodilla en el canapé y gravitando sobre el pecho y los hombros de Salvador, le envuelve rápidamente el cuello diciéndole que lo ahorcará.

Monsalud la rechaza suavemente, queriendo creer que no lo engaña. Ella, con vehemencia, dice que si se enfada no quiere ni las alhajas ni las prendas. Con gestos efectistas, se quita el chal, el collar y la sortija, las arroja lejos de sí y empuja con el pie la citoyenne que estaba en el suelo. La sortija cae detrás de una cortina sobre un ramo de flores, colocado dentro de un bello búcaro. Salvador lo coge y emite la pregunta de rigor. Andrea tarda un rato en contestar: se lo ha traído su tío. Luego le pide el ramo, le dice con una voz patética, que sorprende a su interlocutor, que va a darle una flor para que le sirva de recuerdo y se la entrega. Monsalud no la quiere y su amante, sentada otra vez sobre la piel de tigre, inicia un nuevo juego: desbarata el ramo, arrancándole las flores que le va tirando a Salvador al tiempo que dice: toma, toma, toma, y él se las va devolviendo.

Concluido esto, Andrea extiende los brazos sobre la piel, ocultando el rostro con ellos. El narrador describe entonces, en acotación, «aquella escena» colorista (684) en la que el desorden «era encantador» (684), formando un «pintoresco y brillante desconcierto» (685): la criolla yace dulcemente contorneada en el suelo, el chal se enrosca en ella como una culebra de rosa y plata, las pieles de armiño de la citoyenne, semejantes a copos de nieve, son holladas por los pies de la joven, las ricas telas y las cordonaduras de oro se revuelven entre los pliegues de sus vestidos, las flores -violetas, pensamientos, rosas y jacintos- de diferentes formas y cromatismo aparecen diseminadas sobre las sillas, sobre la piel de tigre, sobre las piernas de Monsalud y sobre el negro cabello de Andrea, las perlas forman circuitos irregulares en la alfombra, y la sortija brilla encima del velador.

Los dos personajes permanecen callados, pero se oyen los trinos de un jilguero desde el balcón. Salvador, con un codo puesto en uno de los cojines del canapé y la mano en la barbilla, piensa. Su amante no dice nada. Su cuerpo yacente efectúa algún movimiento propio de la respiración. De pronto, mueve la cabeza y Monsalud, que se estremece al ver el hermoso rostro de la joven y sus ojos llenos de lágrimas, exclama: «¡Andrea! [...] movido de sorpresa y pasión» (685). La didascalia, terminada la farsa, indica el último movimiento de la muchacha: «saltó como una ondina, y corriendo a abrazarle, secó aquellas lágrimas junto a él» (685).

Es fin de capítulo, cae el telón tras esta escena tan teatral y evocadora, en que la travesura, las mentiras, cobran tintes dramáticos: Salvador tenía razón, a Andrea la casa su tío con alguien a quien no ama.

En esta segunda serie hay también secuencias próximas a la comedia, además de las ya comentadas. En ellas el humor o el diálogo chispeante se adueñan de situaciones cómicas. Así, la escena en que Presentación, pretendida por Bragas, le solicita ayuda para su amado Gasparito, encarcelado por desacato a la autoridad, en Memorias de un cortesano de 1815; la que Pipaón protagoniza en casa de Genara cuando su marido llega, muy alterado, diciendo que el portero ha visto entrar a un hombre, lo que provocará que el miedoso cortesano sea escondido por la exnovia de Monsalud en un armario y luego acabe descolgándose por el balcón, en La segunda casaca; la que este pide en matrimonio a Micaelita, en Los apostólicos; la que recoge la hilarante conversación entre Salvador y Paz Porreño, que lo cree otra persona, en Un faccioso más y algunos frailes menos.

Galdós plasma con buen humor el penúltimo capítulo de Los apostólicos cuando narra los hechos protagonizados por la infanta Carlota, hermana de la reina Cristina, quien llega al palacio de La Granja de San Ildefonso. Entra hablando a gritos y tratando a todo el mundo con modales bruscos. Abraza a la reina, le llama tonta varias veces y la situación que se origina por el diálogo entre ambas, en italiano, que nadie entiende, salvo alguna palabra suelta, provoca, al decir del narrador «escenas, que ya no eran de tragedia ni de drama, sino de opereta» (859). No lo son menos las que a continuación se presentan.

En una sala, permanecen los afines al rey y Cristina, mientras en ella la decidida infanta recibe al ministro de Gracia y Justicia, el odioso Calomarde, y al conde de Alcudia. Pregunta Carlota al primero la causa de haberse revelado el contenido del codicilo, firmado por un Femando VII muy enfermo y engañado, que restablecía la ley sálica. El ministro, tembloroso, se excusa en el letargo del monarca. La infanta, afectando serenidad, le exige que le traiga el original porque el rey lo quiere. Cuando regresa Calomarde y se lo entrega, Carlota lo rompe con furia en mil pedazos y los arroja al suelo. Increpa al ministro, que, humillado, baja los ojos y farfulla una disculpa, pero la dama, iracunda, lo echa de la sala. Inmediatamente, el narrador da cuenta, en una acotación, de sus movimientos y de la actitud de los demás personajes que están en escena: llena de furor, da algunos pasos hacia su excelencia, alza el brazo y le propina una bofetada. Todos los asistentes se quedan suspensos. Entonces, Calomarde se lleva la mano a la parte dolorida y pronuncia la conocida frase, que Galdós reproduce incompleta: «Señora, manos blancas...» (861). La infanta Carlota no le responde nada, simplemente le vuelve la espalda.

Sin duda, es en el capítulo IX de este último episodio donde Galdós, haciendo un homenaje a Moratín, muestra sus dotes como comediógrafo evocando la famosa escena VIII del acto tercero de El sí de las niñas. En ella Benigno Cordero, prometido de Soledad, quiere como don Diego descubrir los auténticos sentimientos de la mujer con la que va a casarse, pero no recibe más que muestras de agradecimiento que escamotean la auténtica verdad. El capítulo XVI completa con otra escena ese diálogo de tres meses atrás. Ahora, Benigno está dispuesto como su antecesor moratiniano a hacer un sacrifico para no contravenir la naturaleza y los sentimientos. Prefiere renunciar, haciendo a Soledad su hija y entregándosela al hombre que ama.

Pero don Benito gusta más del drama, con sus resortes patéticos, efectismos y situaciones climáticas, para aprovecharlos en esta segunda serie. En este sentido, hay que destacar la tensa escena, narrada en el capítulo XXIX de La segunda casaca. En ella Carlos Navarro, después de comprobar que Monsalud ha sido liberado de la cuerda, cortada con un cuchillo, que lo amarraba, entra en el cuarto de su mujer mientras esta, asomada al balcón, se inclinaba diciéndole a alguien que se apresurara pues su marido podía venir. Carlos, con inmenso rencor, se abalanza sobre Genara, quien se vuelve y grita de espanto. Contempla, entonces, desde el balcón al hombre que escapa mientras ella, serena, le da instrucciones para abrir la puerta del patio. Con ira, Navarro le llama traidora y la agarra de un brazo, haciéndola girar en torno suyo y caer de rodillas. Ella le dice que lo aborrece. Carlos la alza del suelo y la empuja contra él, al mismo tiempo que le lanza «una imprecación horrible» (583-684). En ese momento, entra una criada diciendo que Barahona, el abuelo de la agredida esposa, se está muriendo.

Comienza así, en el cuarto donde yace este, otra escena efectista. Zugarramurdi y Oricaín penetran, con la cabeza descubierta, en la estancia que acoge al moribundo, a su sollozante nieta, de rodillas junto al lecho, y a Carlos, lívido, de pie mirando al suelo. Pide don Miguel a los tres varones que juren ante el Cristo, cercano a la cama, defender los principios de la justicia y la ley de Dios. Lo que hacen extendiendo el brazo derecho hacia la imagen. Dan mueras a los por ellos llamados «infames» mientras que, en contrapunto, se oyen los vivas a la libertad y al pueblo que vienen de la calle. Cuando Barahona fallece y Genara cierra sus ojos, los tres jóvenes, juntando sus manos, dan vivas al rey y a la religión.

Ambas escenas consecutivas y climáticas ponen fin al episodio. Pero hay otras de características similares en esta segunda serie de los Episodios nacionales en las que don Benito también parece seguir las pautas del drama. Así sucede en los capítulos XV y XVI de El terror de 1824 en que Soledad acude a la oficina de policía para salvar de la cárcel a Cordero y su hija declarándose ella culpable. El narrador describe la lóbrega estancia en la que se hallan dos personajes: Chaperón y el licenciado Lobo, su escribiente. El duro interrogatorio, en el que la joven tiene que sufrir, además de chanzas, la acusación de ser la amante de Monsalud como pago a sus ayudas monetarias, se ve interrumpido por la llegada de una dama que exige un pasaporte para partir a Inglaterra. En esta nueva escena se incrementa la tensión cuando Soledad reconoce en aquella a Genara, Chaperón ordena el prendimiento de la joven y que permanezca incomunicada. Inesperadamente, Solita declara, señalando con fuerza a la hermosa mujer, que a ella le ha entregado una de las cartas de los emigrados, lo que deja mudos y estupefactos a los tres personajes que la escuchan. No lo niega Genara, quien corre hacia la nieta de Barahona, que se había desmayado, dando gritos. Le sostiene la cabeza mientras Lobo trae un vaso con agua para rociarle el rostro. Chaperón, molesto, intenta quitarle hierro al asunto al tiempo que entran en escena cuatro hombres de fúnebre aspecto que cargan con Soledad. Abandonan la sala y la puerta se cierra con un estrepitoso golpe que la hace retumbar. Es el efectista final del capítulo XVI.

En este mismo episodio, El terror de 1834, que ejemplifica el sanguinario régimen absolutista, también son dramáticas las páginas protagonizadas por Sarmiento y Solita en el espacio sombrío de la celda carcelaria en que son confinados. Y lo mismo cabe decir de no pocas de Un voluntario realista.

Cabe destacar aquí la tensa escena desarrollada en la celda de sor Teodora de Aransis en el convento de San Salomó. Oye la monja ruido en la puerta cuando se disponía a acostarse y cae desfallecida en una silla cuando ve a Tilín, que venía a que lo perdonase. Sor Teodora quiere gritar y pedir auxilio, pero Pepet se lo impide. Cae este de rodillas, besa el suelo, la bella dominica accede al perdón, le pide que se vaya y se cubre el rostro mientras su cuerpo es sacudido por estremecimientos nerviosos. Tilín se levanta, maldice los votos de la monja y le dice que volverán a verse. Cuando se marcha, sor Teodora da algunos pasos, pero por tanta angustia sufrida, cae de hinojos, apoya la frente en la silla, y pierde el conocimiento.

También Monsalud, bajo la identidad falsa de Jaime Servent, protagoniza junto a la monja otra escena muy teatral en los capítulos XIX y XX de Un voluntario realista. El escenario es el mismo: la celda de la dominica, en la que entra Salvador, cerrando la puerta tras sí. Poniéndole un puñal en el pecho le exige silencio y amenaza con matarla si lo delata. Le pide amparo por un poco de tiempo mientras sor Teodora, muerta de miedo ante el desconocido personaje, sufre una violenta convulsión. Monsalud se sienta en una silla delante de ella, que va recobrando la serenidad, y le expone sus cuitas. Pero la monja sigue rogándole que se vaya a pesar de las súplicas del intruso, que acaba mostrándole una herida en el brazo. Lo cura la sor y le indica que se marche. Pero Salvador casi se queda sin sentido porque tiene hambre. La monja le da de comer y a partir de aquí se va aminorando el drama para crearse una atmósfera más tranquila, aunque sor Teodora sigue instando a Salvador que abandone su celda. Finalmente, a pesar de que el desconocido le confiesa que es liberal, la dominica, que se pone pálida y sofoca un grito, le demanda una explicación de sus actividades en la ciudad. Se niega Monsalud a cometer tal traición y, desarmado, corre a la puerta. Le impide salir la monja, que decide ayudarle porque su hermano también sigue el mismo credo jacobino. No existe ya tensión alguna, sino complicidad, cuando al final del capítulo, la de Aransis poniendo el dedo en la boca le pide silencio mientras se retira.

Galdós construye, pues, una escena teatral en la que con dominio de la situación sabe manejar unos resortes dramáticos que va modificando. Y más todavía en los capítulos XXIX y XXX en que se produce el trascendental diálogo entre sor Teodora y Pepet Armengol, quien quiere clavarle un cuchillo. Lo impide la monja que intenta convencerlo con tono suave de la posibilidad, aunque merezca la muerte, de ir al cielo. La hermosa dominica pone en marcha un diabólico plan para salvar a Monsalud, del que dice ser su hermana, para que Pepet se haga pasar por él. Todo lo fía la monja a su capacidad de persuasión prometiendo a su trastornado amador unos celestiales desposorios.

Otras escenas, situadas en ámbitos cerrados, adquieren un tinte melodramático. Destaca la que se desarrolla en el lugar, a modo de encarcelamiento, en que los franceses han encerrado a Garrote, en El equipaje del rey José. Aunque el guerrillero intenta que Salvador comprenda que es su hijo, este, que no lo cree, movido por buenos sentimientos, acaba dándole un revólver para que se mate y muera dignamente. También, en el mismo episodio, el encuentro con su madre, doña Fermina, en su casa de La Puebla de Arganzón adquiere ese mismo carácter melodramático. El enfrentamiento con el hijo por cuestiones políticas le causa un profundo pesar y más cuando Monsalud se marcha, lo que le provoca un desmayo. Y en Un faccioso más y algunos frailes menos, Galdós construye una intensa escena con la entrevista entre Salvador y Carlos Navarro, que lo recibe en el aposento -«una sacristanesca pieza oscura» (899)- alquilado a las Porreño. El marido de Genara no se ablanda, aunque Monsalud apela a los sentimientos al recordarle sus años de amistad y al entregarle la carta de doña Fermina que ratificaba que eran hijos del mismo padre. La brutal afirmación de Carlos diciendo a su medio hermano que no lo busque porque él no lo hará, contrasta con la de Salvador que se despide dejando la puerta abierta a una reconciliación al final del capítulo IV.

Idéntica atmósfera melodramática con recursos folletinescos puede observarse en el capítulo XXVII de El Grande Oriente. En la cárcel de la Corona permanecen Gil de la Cuadra y el cruel Regato, quien acusa a Salvador, en quien confía el primero, de haber sido el amante de la esposa del segundo. Aporta como prueba unas cartas delatoras, que, al leerlas, producen su pérdida de conocimiento. Al recobrarlo, Gil se da cuenta de lo que ha hecho: nada menos que entregar a su hija a la tutela del que ha mancillado su honor. En ese momento, la entrada de Monsalud cierra el capítulo.

Y los mismos procedimientos se descubren en el capítulo V de 7 de julio. La miseria y la humillación obsesionan a Gil de la Cuadra que recibe a su hija Soledad en una lóbrega salita cuando regresa de la calle. Quiere suicidarse pero no soporta la idea de dejar a la muchacha en una lamentable situación económica. Aunque Solita pretende animarlo, la tristeza acaba por embargar a ambos. El diálogo termina con una acotación que finaliza el capítulo. En ella se indica que los dos personajes, abrazados, lloran por tanta desgracia.

También pueden observarse aspectos melodramáticos en el capítulo XII de 7 de julio en la conversación que mantienen Soledad y Monsalud en el despacho que, como secretario, ocupa en casa del duque del Parque. La joven, enamorada de Salvador, viene con la secreta esperanza de que le aconseje no casarse con su primo. Pero él le recomienda lo contario. Miente, entonces, Solita aparentando serenidad, diciendo que no ama a nadie, pero siente «una puñalada en el corazón» (874) cuando Monsalud le sugiere, para evitar habladurías como mujer prometida, que no vuelva por allí. La inquietud de un pálido Salvador, que mira el reloj una y otra vez, delata la inminencia de una cita, al tiempo que la muchacha le advierte de la preocupación de su madre por notarlo cada vez más distraído. La despedida, escenificada en un estrechamiento de manos, oculta el dolor de Soledad, a la que Monsalud conduce hacia la salida. Ella le dice adiós por última vez, da dos pasos más y la puerta se cierra tras ella.

Muy teatrales son las páginas del capítulo LXX de El Grande Oriente que traen a escena también a la pareja protagonista de la segunda serie de los Episodios nacionales. En una sala de la casa madrileña de Salvador, pide este a Solita que se arregle bien, pero la joven no logra comprender por qué. Un ruido de pasos precede a la llegada de Andrea que, con insolencia, pregunta por la identidad de la joven. Monsalud le da a entender que es su mujer y le insta a que se vaya porque dice que no la conoce. La criolla sale sintiéndose muy humillada. Todo ha sido un montaje de Salvador para vengarse por su futura boda con Falfán de los Godos. En la siguiente escena, la tercera, de nuevo solos el protagonista y su amiga y protegida, este le declara sus auténticos sentimientos por Andrea y le pide que le tenga compasión por ser un desgraciado. Soledad, reza la acotación, «tuvo tanta lástima que se echó a llorar» (742). Termina así, de esta forma melodramática, el capítulo sin aclarar que ese llanto se debe a que la muchacha, al descubrir la pasión de Monsalud, se da cuenta de la inviabilidad de su amor por él.

Por tanto, a la luz de los casos o ejemplos expuestos, susceptibles de ser ampliados, podría considerarse que los elementos discursivos de la estética dramática que el escritor canario incluye en las novelas históricas, y más tarde en las contemporáneas, constituyen un eslabón de enganche entre sus primeras tentativas teatrales, abandonadas por don Benito para navegar en las procelosas aguas de la narrativa, y su producción dramática mayor, iniciada con Realidad -15 de enero de 1892-, que se vio precedida por otro eslabón en la cadena dramática galdosiana, el que constituyen las novelas del «sistema dialogal»8.

Contemplar esos sucesivos engarces como un cultivo constante, por parte de Galdós, de los procedimientos dramáticos, no haría más que ratificar de nuevo lo que M. Alvar (1971) ya advertía en 1970: «me es imposible comulgar con la especie de que el teatro galdosiano procede de la novela porque esta haya precedido cronológicamente a aquel es el teatro la técnica que Galdós trasplanta a sus novelas, no a la inversa» (1971: 54).

Para finalizar, es necesario tener en cuenta que la presencia de la estética teatral en las producciones históricas románticas se produjo porque en aquel momento el género novelístico no estaba todavía consolidado. A falta de una práctica sólida, existía un vacío técnico que los autores intentaron llenar con elementos teatrales, caracterizadores de otro género que conocían bien y estaba plenamente asentado. Sin embargo, Galdós si acude a la estética dramática no es por necesidad o incapacidad narrativa, sino por el convencimiento de que el teatro le aportaba un plus de expresividad, de ritmo, de dinamismo, de sonoridad y de visualizaron que le podía ser muy útil para conectar sus relatos históricos con el lector.






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